Cole estaba cómodamente tendido sobre su camastro y leía un libro en el ordenador, cuando de pronto el libro se desvaneció y apareció el rostro de Sharon Blacksmith.
—¿Estaba ocupado? —preguntó la mujer.
—¿Le parece que lo estaba?
—Ahórreme los comentarios sarcásticos —dijo Sharon—. Acabamos de recibir órdenes. Tarde o temprano habrían llegado a sus oídos, pero, como me imagino que es usted el responsable, me ha parecido que tenía que informarle… con la condición de que mantenga la boca cerrada y finja sorpresa cuando se hagan públicas.
—¿Qué sucede?
—Órdenes desde lo más alto. Han reasignado la Teddy R. al Cúmulo del Fénix, donde tendrá que hacer la ronda por el cúmulo entero junto con otras dos naves.
—Eso está muy lejos del teatro de operaciones, casi tanto como la Periferia —dijo Cole—. ¿Cuántos mundos habitados hay en el cúmulo?
—Unos doscientos. La mayoría son de los nuestros.
—¿Y por qué piensa que soy el responsable de eso?
—Porque es un héroe, ¿se acuerda? El pueblo no quiere que su héroe esté en la Periferia, donde no ocurre nada, y por ello la Armada ha decidido trasladarnos al Cúmulo del Fénix —Sharon sonrió con ironía—, donde ocurre todavía menos.
—¿Hay algo en ese cúmulo que merezca la pena proteger?
La mujer se encogió de hombros.
—Planetas mineros, planetas agrícolas, tres centros comerciales. Por si le interesa, le diré que también hay un burdel muy famoso en Dalmation II.
—Ahora le preguntaría cómo se ha enterado de esto último —dijo Cole—, pero me da miedo la respuesta.
Sharon se rió.
—Acuérdese: cuando Monte Fuji o Podok hagan pública la orden, tiene que sorprenderse.
—Me quedaré totalmente alelado —dijo Cole—. Puede que hasta me desmaye.
—¿Todavía está al mando del turno azul?
—Sí. Iré a trabajar dentro de un par de horas.
—Yo voy a tomarme una pausa de un par de minutos —dijo Sharon—. Si no tiene nada que hacer, venga al comedor y lo invitaré a una taza de café.
—Claro, ¿por qué no? —respondió el hombre—. Ya había leído hace tiempo esa porquería de libro.
—¿Y era el mayordomo?
—Eso es lo más habitual. Nos vemos en el comedor.
Interrumpió la conexión, fue al lavabo y se lavó la cara, y luego salió del camarote.
Se daba cuenta de que todos los miembros de la tripulación con los que se encontraba en el pasillo lo miraban, pero no tenía ni idea de si estaban impresionados por lo que había hecho en Rapunzel, o más bien celosos de su notoriedad. Tuvo en cuenta que había que devolverles el saludo a todos los soldados y alféreces con los que se cruzaba, y finalmente llegó al comedor, donde Sharon lo aguardaba en una mesa pequeña.
—Tiene buena pinta —dijo la mujer—. Está claro que el peligro de muerte le sienta bien.
—No me agobie —le respondió él. Luego activó su parte de la mesa y pidió café—. ¿Cómo anda el trabajo de mirón… digo, de mirona?
—Fatal —respondió ella, repentinamente seria.
—¿Qué sucede?
—Lo mismo de siempre —dijo—. Esperemos que nadie nos ataque durante las próximas dos horas, porque uno de los tres oficiales de artillería está totalmente drogado, y a los otros dos les falta poco.
—¿De dónde sacan la droga? —le preguntó Cole—. Hace meses que no descendemos a ningún planeta.
—¿A usted qué le parece? Alguien roba en la enfermería.
—¿Con todos los dispositivos de seguridad que tienen?
—Será que hay alguien muy ingenioso —respondió Sharon—. O quizás un montón de álguienes.
—Yo ya había oído que teníamos problemas con las drogas… —empezó a decir Cole.
—Tenemos problemas con todo —le dijo Sharon—. Hace tres días que nadie acude a trabajar a los laboratorios. A una de las alféreces la habrían violado en la capilla de la nave, nada menos que en la capilla, si no llega a pasar por allí tu amigo Forrice. No sólo roban de la nave, sino que también se roban entre ellos. —Exhaló un profundo suspiro—. Esta idea de poner a todas las manzanas podridas en un mismo cesto no es la más brillante que haya tenido la Armada.
—No había entendido que esto fuera tan grave —dijo Cole—. Es verdad que Cuatro Ojos y el capitán me habían hablado de esto, pero pensaba que serían las quejas rutinarias.
Sharon negó con la cabeza.
—La situación es grave, Wilson.
—Bueno, pues mientras no pueda salir de aquí y mi vida dependa de lo que hagan ellos, creo que el mantenimiento de la disciplina forma parte de mi trabajo, aunque el capitán no haga el suyo.
—Monte Fuji se pasa casi todo el tiempo en el despacho, o en el camarote, y no tiene casi nunca trato directo con la tripulación. Creo que la muerte de su mujer y sus hijos lo dejó con una depresión crónica. —Sharon le dio un mordisco al bollo que tenía sobre la mesa—. En otro tiempo fue un buen militar, un militar valeroso. De hecho —añadió Sharon—, he supervisado los dossiers de todos los miembros de la tripulación y no han mandado a nadie a esta nave por cobardía.
—Eso no importa —dijo Cole—. Para luchar en la guerra no se necesita un coraje especial. Si alguien te dispara y no tienes un lugar a donde huir, tú también disparas… y, en el espacio, no suele haber lugares adonde huir. Pero si falta disciplina, si llega la hora de disparar los cañones energéticos y te encuentras con que no se ha realizado el mantenimiento oportuno, si tratas de hacer una maniobra y te encuentras con que nadie ha programado el ordenador de navegación para ese sector, si resulta que te falta aire y te encuentras con que nadie se ha preocupado del jardín hidropónico y que la reserva de oxígeno de emergencia está agotada… —Calló por unos instantes—. Una cosa es desobedecer una orden imbécil, y si la Armada pretende llamarlo «falta de disciplina» es su problema. Pero descuidar el mantenimiento de las armas, del equipamiento y de la nave en tiempo de guerra es algo muy distinto, y ésa es la falta de disciplina a la que tenemos que poner fin.
—Estoy totalmente de acuerdo —dijo Sharon—. Pero el descontrol ha llegado a tal extremo que no estoy segura de que sea posible corregirlo.
—Todos los problemas tienen una solución —dijo Cole—. ¿Con qué otro nos enfrentamos aparte de las drogas?
—Mucho sexo, incluso entre especies diferentes. —De repente, Sharon sonrió—. De hecho, pienso que los placeres carnales van a llamar muy pronto a tu puerta.
—¿Perdone?
—Tres de las mujeres que viajan a bordo han apostado a quién será la primera que se acueste con usted —le dijo Sharon en tono burlón—. ¿Quiere que le informe de sus nombres?
—No. Me imagino que los voy a descubrir igualmente. ¿Hay algo más que quiera decirme?
—Sí, de hecho, sí —le respondió Sharon—. Tenga cuidado con Podok.
—¿Por qué?
—Quería denunciarle por haber desobedecido las órdenes, y lo que hicieron fue concederle otra Medalla al Coraje. No pretendo comprender todos los matices y sutilezas de la mente polonoi, pero presiento que está muy resentida con usted.
—Gracias por la advertencia.
De repente, la voz y la imagen del capitán aparecieron en todas las salas de la nave, incluido el comedor.
—Les habla el capitán Fujiama —decía—. La Theodore Roosevelt acaba de recibir órdenes. A las 17.00 horas —esto es, dentro de treinta y siete minutos— abandonaremos la Periferia y nos desplazaremos hasta el Cúmulo del Fénix, donde nos uniremos a la Bonaparte y la Maracaibo en la tarea de patrullar por los doscientos cuarenta y un mundos habitados de dicho cúmulo. Nos han dado la orden de que, una vez que lleguemos allí, tenemos que mantener las radios en silencio hasta que se nos indique lo contrario. Por ello, si alguien tuviera que enviar mensajes subespaciales, debería hacerlo ahora.
La imagen desapareció.
—¿Cuánto tardaremos en llegar hasta allí? —preguntó Cole.
Sharon se encogió de hombros.
—No me encargo de esas cuestiones. Si le interesa mucho, puedo averiguarlo.
—No, da igual. Era simple curiosidad. —Calló por unos instantes—. Pero hay una cosa que puede hacer por mí.
—Pues dígame de qué se trata.
—Mantenerme bajo observación a todas horas.
—¿Tan orgulloso está de su técnica sexual? —le dijo Sharon con una sonrisa.
—Se lo digo muy en serio. Estoy decidido a restablecer la disciplina en esta nave… la disciplina que a mí me gusta, aunque quizá no le guste a la Armada. Supongo que voy a cosechar odios. Si alguien me clava un puñal entre las costillas, no me gustaría que escapara sin castigo.
—Está bien —dijo ella—. Venga conmigo a Seguridad y le pondremos unos dispositivos para que esté siempre bajo vigilancia, dondequiera que se encuentre.
—Estupendo. —Cole apuró el café—. Cuando quiera.
—Todavía no —respondió Sharon—. Usted no es más que un héroe. Esto —señaló al bollo— es una pecaminosa mezcla de chocolate, natillas y dos o tres ingredientes más que ni siquiera la directora de Seguridad ha sabido determinar. —Tomó otro mordisco—. Creo que no podré dejar de comer hasta que haya identificado todos los componentes.
—¿Cómo puede comer de esa manera y seguir tan delgada? —le preguntó Cole.
—Con un poquito de ejercicio y muchas preocupaciones —respondió ella—. Sobre todo con muchas preocupaciones. —Le lanzó una mirada a Cole—. No es tan efectivo como el método para perder peso que usted siguió en Balmoral IV.
—¿Está al corriente de aquello?
—Es mi trabajo. Conozco su historial tan bien como usted. Lo que no entiendo es que se dejara capturar. Era evidente que se trataba de una trampa.
—Pues claro que lo era. Pero nadie sabía el lugar donde los teroni tenían preso a Gerhardt Sigardson. Se me ocurrió que la única manera de descubrirlo sería dejarme capturar.
—¿Cuánto tiempo tuvo que pasar sin comer?
—Bastante —respondió Cole de forma evasiva—. Pero era esencial que liberáramos a Sigardson. Conocía la disposición de todas nuestras fuerzas y sabía dónde pensábamos atacar. Era un hombre muy duro, pero no hay nadie que aguante hasta el final. Tarde o temprano le habrían hecho hablar.
—En las noticias dijeron que usted lo había encontrado muerto —dijo Sharon—. No me lo creí en absoluto.
—Estaba vivo. Pero llevaba varias semanas de tortura. Estaba demasiado débil para escapar conmigo y yo estaba demasiado débil para cargar con él.
—Y entonces, ¿lo mató?
Cole asintió.
—Sigardson sabía que no me quedaba otro remedio. Qué diablos, si hasta me pidió que lo hiciera. —Los maxilares de Cole se contrajeron—. Aún me siento como una mierda cuando lo pienso.
—Vi la entrega de la medalla en los holos. Estaba muy flaco.
—Es una vieja historia —dijo él, muy incómodo—. Haga el favor de comerse las últimas diez mil calorías y ponerme esos dispositivos con los que podrá vigilarme en todo momento.
—Es probable que pudiéramos hacerlo igualmente.
—Mejor que nos aseguremos.
La siguió al aeroascensor y al cabo de un momento entraron en el despacho de Sharon. Ésta ordenó que las ventanas de la entrada se volvieran opacas.
—Quítese la camisa.
Cole hizo lo que le ordenaba.
—No está nada mal —dijo ella mientras lo valoraba con ojo experto—. Creo que me apuntaré a la apuesta.
—Como lo haga, la denuncio a Seguridad.
La mujer se rió y luego tomó un pequeño instrumento de un tipo que Cole no había visto jamás.
—Aguarde un momento —dijo Sharon—. Sólo vamos a tardar un minuto.
Cole sintió un pinchazo en el hombro derecho. Al cabo de un instante, el dolor desapareció.
—Ése es el chip que todo el mundo va a buscar —le dijo Sharon—. Aparecerá en todos los escáneres, y cuando se lo extraiga no le dolerá más que al implantárselo. Ahora deme la mano.
Cole le tendió la mano izquierda y la mujer le roció el pulgar con una solución que lo dejó totalmente insensible.
—Creo que será mejor que mire en otra dirección —dijo Sharon—. No sentirá nada, pero la mayoría de los pacientes encogen el cuerpo por puro instinto cuando ven lo que les hago.
—¿Cuánto tiempo le va a llevar esto?
—Unos tres minutos.
—Pues empiece.
Vio que la mujer se ponía a trabajar en el dedo pulgar con un instrumento cortante, y aceptó el consejo y miró hacia otro lado. No temía al dolor, pero estaba de acuerdo en que sus instintos tal vez le habrían impedido tener el cuerpo quieto y no quería perder tiempo.
—Bueno, ya está —dijo Sharon en cuanto hubo terminado con su labor.
Cole se miró la mano. La vio igual que antes.
—¿Qué me ha hecho?
—Le he puesto un microchip bajo la uña del pulgar. Nueve de cada diez escáneres no lo podrán detectar, y a casi nadie se le ocurrirá buscarlo ahí, sobre todo si antes encuentran el chip en el hombro.
—¿De qué me servirá ese chip?
—Captará todos los sonidos en un radio de quince metros y sonidos fuertes a una distancia mucho mayor. También enviará una señal de localización cada cinco segundos, de tal manera que no sólo sabremos lo que oye, sino también dónde se encuentra. —Calló por unos instantes—. No había manera de implantarle un dispositivo de visión bajo el pulgar, pero tenemos cámaras de holo por toda la nave, incluso en los baños.
—Es usted una vieja verde.
—Si acaso una joven verde —lo corrigió Sharon—. Pero tengo que confesarle que este trabajo la envejece a una, sobre todo a bordo de la Teddy R. —Se volvió hacia los ordenadores de la pared de atrás y miró en una de las máquinas—. Está transmitiendo una señal y todo lo que hemos dicho ha quedado grabado. Eso significa que ya estamos. Póngase la camisa para que las señoritas no se le echen encima al verlo, y ya puede regresar al trabajo… un trabajo que, mientras no empiece el turno azul, consistirá tan sólo en echarse en el catre con un buen libro o con una mala mujer.
—Ha espiado usted demasiados momentos íntimos —le dijo Cole—. Está obsesionada con el sexo.
—Es que al tercer día de trabajo una ya se aburre de todo lo demás.
—Gracias por los chips —dijo Cole, y fue hacia la puerta—. Nos vemos luego.
Salió al pasillo y fue en aeroascensor hasta la sección de Artillería. Entró en el departamento.
Había tres sargentos de servicio —un humano, un polonoi y un molario—. Ninguno de los tres se sostenía del todo bien sobre sus pies.
El humano lo vio y saludó con torpeza. El polonoi parecía hallarse en trance y el molario estaba en pie y se mecía delante de un ordenador.
—Encantado de verlo, señor —farfulló el humano—. Hizo usted una magnífica demostración en… cómo diablos se llamaba…
—¿Cómo se llama usted, sargento? —preguntó Cole.
—Eric Pampas, señor —fue la respuesta—. Pero todo el mundo me llama Toro Salvaje.
—¿Por qué?
—Antes lo sabía —dijo con una sonrisa perversa—. Pero, y que quede entre nosotros, ahora voy muy puesto.
—Si no llega a decírmelo, no me entero —le dijo sarcásticamente Cole—. ¿Y éste? —preguntó mientras señalaba al polonoi.
—Ése es Kudop —dijo Pampas—. Yo le dije una y otra vez que los polonoi no podían con las semillas de alfanella, pero se ha emperrado en masticar una. Lleva horas y horas así.
—¿Tenemos calabozo?
—Sí, señor —dijo el sonriente Pampas—. ¿Va a encerrarlo?
—Aquí no nos sirve de mucho —dijo Cole—, y no querría llevarlo a la enfermería, porque tendría las drogas más a mano todavía.
—Le echaré una mano para llevarlo hasta allí, señor —dijo Pampas. Se agachó para agarrar al polonoi por las piernas y dio un traspié—. ¡Anda! —dijo, y reprimió una risilla—. Voy más puesto de lo que pensaba.
—¿Y ése, qué? —preguntó Cole mientras señalaba con el dedo al molario.
—Ese es el sargento Solaniss —dijo Pampas.
—Ése soy yo —dijo el molario con voz de campanilla, aún tambaleante.
—¿Creen que si traemos un aerotrineo y ponemos a Kudop encima podrán llevarlo entre los dos hasta el calabozo? —preguntó Cole.
—Desde luego —dijo el molario.
—¡Uaaah, qué cara va a poner cuando se despierte! —dijo Pampas.
—Está bien —dijo Cole—. En cualquier momento llegará un aerotrineo.
—¿No tendría que llamar para que se lo enviaran?
Cole no vio motivo para darles explicaciones.
—En este mismo momento nos observan. Hay alguien que ya sabe que necesito un trineo.
Y, al cabo de un minuto, una miembro del personal de Seguridad llegó con un aerotrineo al departamento y se lo entregó a Cole.
—¿Desea que me quede a ayudarle, señor? —preguntó mientras miraba a los tres sargentos de artillería.
—No, no creo que sea necesario.
—¿Está usted seguro, señor?
—Sí, estoy seguro.
La mujer saludó, se volvió y se marchó.
Cole activó el aerotrineo y lo programó para que flotase a sesenta centímetros del suelo. Guió a Pampas y Solaniss en la labor de colocar a Kudop sobre el trineo, vio que no lograrían hacerlo por sí mismos y, finalmente, les echó una mano. En cuanto el polonoi se encontró sobre el trineo, Cole elevó el vehículo hasta los ochenta centímetros y ordenó a los otros dos sargentos que lo guiaran hasta el más grande de los aeroascensores.
Descendieron hasta el calabozo. En aquel momento estaba vacío. El campo de fuerza que lo separaba del resto de la nave estaba desactivado y entraron. Cole ordenó al trineo que bajara hasta el suelo y luego les dijo a Pampas y a Solaniss que pusieran en pie a Kudop. Mientras estaban en ello, salió al corredor.
—Activación del campo de fuerza —dijo en voz baja, y, al instante, se oyó un leve zumbido.
Pampas y el molario tardaron todavía un minuto en poner de pie a Kudop. Luego trataron de salir al corredor donde se hallaba Cole… y rebotaron al interior de la celda.
—¿Qué diablos ha ocurrido? —preguntó Pampas mientras abría y cerraba los ojos.
—Alguien ha activado el campo de fuerza —le respondió Cole.
—¿Por qué?
—Probablemente, porque yo se lo he ordenado —dijo Cole—. La verdad es que no se me ocurre ningún otro motivo.
—¿Por qué diablos lo ha hecho?
—Porque estamos en guerra y ninguno de ustedes se hallaba en condiciones de activar ni de manejar las armas que tenían a su cargo.
—Pero señor… —dijo Pampas—. Hace meses que no hemos visto una nave teroni.
—Yo sí —dijo Cole—. La semana pasada.
—Bueno, pues si alguna viene por nosotros, la haremos pedazos —farfulló Pampas.
—Usted no le daría ni a una pared a tres metros. Si nos atacaran, mi vida dependería de su capacidad de trabajar con la máxima eficiencia, y sospecho que esta nave lleva varios años sin nada que se parezca a su máxima eficiencia. Resulta que me gustaría seguir con vida, así que no permitiré que ustedes sean el motivo de mi muerte.
—¿Cuánto tiempo nos piensa tener aquí? —preguntó Solaniss.
—Todo el tiempo que haga falta.
—¿Todo el tiempo que haga falta, para qué?
—Adivínelo.
Se marchó por el corredor, perseguido por los gritos y maldiciones de los sargentos.
—Me imagino que lo habrá grabado todo —dijo, seguro de que Sharon lo escuchaba—. Levante una barrera de sonido para que no los oigan. Aunque quieran gritar hasta quedarse roncos, no hay motivo para que los demás tengamos que sufrirlo. Y déjelos a media ración. Están tan drogados que no sentirán el hambre, así que, ¿para qué vamos a malgastar comida? A continuación, quiero que me prepare un holo en el que aparezca toda la escena, desde que hemos metido al polonoi en el calabozo hasta que he salido al corredor, y que durante el día de mañana lo pase cada quince o veinte minutos en todas las salas de la nave.
—¿Quiere que lo envíe también al ordenador de Monte Fuji? —preguntó Sharon.
—¿Por qué no? —le respondió Cole—. ¿Qué me va a hacer? ¿Me dirá que tendrían que haber seguido en sus puestos en esas condiciones?
—No le va a gustar. Al actuar por iniciativa propia, le has hecho quedar mal.
—Pues que quede mal. Mire, lo que les he dicho a Pampas y a los otros es la verdad. No sé si el incidente en Rapunzel habrá demostrado alguna otra cosa, pero, por lo menos, ha evidenciado que no sabemos cuándo ni dónde tendremos que hacer frente al enemigo. Estoy dispuesto a morir por la República si es necesario, pero no porque la tripulación esté demasiado borracha o demasiado drogada para disparar en la dirección correcta.
—Esperemos que nuestra tripulación no quiera ahorrarle a la Federación Teroni las molestias de matarlo.
—¿Lo cree posible?
—Si encierra a muchos otros tripulantes en el calabozo, le diría que es casi seguro —fue la sincera respuesta de Sharon.