Capítulo 10

—¿Qué sucede, alférez Marcos? —dijo Cole.

—Tiene usted que solicitar autorización para subir a bordo, señor —le respondió Rachel Marcos.

—Creo que esta conversación no es nueva. La lanzadera debe de encontrarse a más de mil kilómetros de aquí. ¿Adónde quiere usted que vaya si no me conceden la autorización? La mujer se encogió de hombros.

—Bienvenido a bordo, señor. —Le estrechó la mano—. Y gracias por la Mención Honrosa.

—Creo recordar que en otra ocasión también nos habíamos dado la mano —dijo—. Me imagino que también voy a alojarme en el mismo camarote.

—Desde luego, señor. ¿Dónde, si no?

—Ah, no sé. Quizás en el calabozo.

La mujer se rió.

—Tiene usted un sentido del humor interesante, señor.

«Esperemos que Monte Fuji también lo tenga», pensó Cole. Y dijo en voz alta:

—Claro que sí… allá donde voy yo, me sigue la risa.

—A propósito, el capitán querría verle tan pronto como le sea posible.

—Está bien —dijo Cole—. Pero primero tendría que dejar varias cosas en el camarote.

Rachel Marcos lo saludó a la manera militar.

—Me alegro de que haya regresado usted.

Tras salir del aeroascensor, cuando se dirigía a su habitación por el estrecho pasillo, Cole tropezó con el teniente Sokolov.

—Bienvenido, comandante —dijo Sokolov—. El capitán lo busca.

—Gracias —dijo Cole. Se dirigió a su camarote, aguardó a que la puerta lo identificase y se irisara, y entró. Guardó el uniforme de gala en el armario y colocó la nueva medalla al lado de las otras tres dentro de un cajón.

Alguien llamó a la puerta. Cole ordenó que se abriera y Forrice entró en la habitación.

—Me alegré mucho al saber que habías sobrevivido —le dijo el molario—. La última vez que te vi no habría apostado por ello.

—Llegué a verme muy mal —le respondió Cole—. Pero, qué diablos… eso forma parte de nuestra profesión.

—Antes de que me olvide: Monte Fuji quiere verte.

—¡Por Dios bendito! ¿Es que se lo ha ido diciendo a todos los miembros de la tripulación?

—Seguramente quiere darte las gracias por la medalla. —Por unos instantes, Forrice contempló silenciosamente a Cole—. Cuando hayas terminado con él, pienso que tendrías que ir a ver a la teniente Mboya.

—¿Eh?

—Cuando estábamos en Rapunzel, trataste de pasarle un mensaje, o un código, o algo por el estilo, y ella no lo comprendió. Sabe que intentaste decirle que hiciera algo, pero no llegó a entender de qué se trataba. Dio por seguro que habías muerto por culpa suya hasta que nos llegó la noticia de que el contingente bortellita al completo te pisaba los talones. Desde ese momento tuve por seguro que no te iba a pasar nada.

—Está bien, hablaré con ella y le explicaré que no tuvo la culpa de nada. —Cole calló por unos instantes—. Al fingir la pelea, traté de decirle lo que tenía que hacer, pero nos separaron antes de que pudiera dejárselo claro. Sabía muy bien que si se daban cuenta de que había tratado de transmitirle una orden, no permitirían que abandonara el planeta, y por eso le di tan sólo una pista, algo que los bortellitas no pudieran comprender. Creo que fui demasiado sutil.

—Yo también te escuché y no entendí nada —dijo Forrice—. ¿Qué tratabas de decirle exactamente?

—Le dije algo sobre titulares. Tenía la esperanza de que entendiese que tenía que acudir a la prensa y no a la Armada. Al día siguiente me di cuenta de que no lo había entendido.

—No le reprocho que no lo entendiera —dijo el molario—. Me lo acabas de explicar a mí y todavía no entiendo qué relación tiene eso con la prensa.

—Recurrí a un anacronismo —explicó Cole—. Hace siglos que las noticias no se imprimen sobre papel. Hoy en día los titulares ya no existen.

—Claro que existen. Es la frase con la que empieza un artículo.

—Sí, desde luego, podría haber buscado una pista mejor. Pero sólo tenía tres segundos para pensar algo que los bortellitas no comprendieran.

—Esto último sí lo conseguiste —dijo Forrice con el equivalente de una sonrisa—. En cualquier caso, me alegro de que hayas logrado regresar. No me había dado cuenta de lo aburrido que era el servicio en la Periferia hasta que te has presentado tú y nos has enseñado cómo podría ser.

—No fui yo quien descubrió la nave de guerra —observó Cole—. Fue la teniente Mboya.

—¿Crees que no habríamos emprendido ninguna acción si Monte Fuji o Podok hubieran estado al mando?

—Claro que no —le respondió Cole—. Pero eso no significa que busque la confrontación con el enemigo cuando estamos en inferioridad numérica, o con armamento insuficiente. Me gustaría sobrevivir a esta guerra.

De repente, su ordenador cobró vida y apareció la imagen de Sharon Blacksmith.

—Bienvenido al hogar, Wilson —le dijo—. No lo veo desmejorado.

—Sólo he pasado un par de días en ese maldito planeta —dijo él.

—Tendrá que contármelo luego —le respondió la mujer—. Pero ahora el capitán querría verle en su camarote. Sabe que está a bordo.

—Sí, no me he esforzado por mantenerlo en secreto —dijo Cole. Se puso en pie—. Está bien. Voy con el capitán.

—Luego nos vemos —le dijo Forrice.

—Podrías acompañarme hasta el aeroascensor.

—Bueno, es que se me había ocurrido que podría quedarme aquí y robarte las medallas, pero, ya que me insistes…

—¿Por qué no me haces una oferta de compra? —dijo Cole—. Estoy seguro de que llegaríamos a un acuerdo.

—Parece que lo digas en serio.

—No me alisté en la Armada para coleccionar medallas. Me ofrecí para luchar contra los malos. —Calló por unos instantes—. Aún me quedan esperanzas de que los malos sean más en la Federación Teroni que en la República.

—Y yo que siempre había pensado que eras un hombre realista —le dijo Forrice.

Llegaron al aeroascensor y se separaron. Al cabo de un instante, Cole se presentó a la puerta del despacho de Fujiama y esperó a que ésta le analizara las retinas y la estructura del esqueleto. Se abrió enseguida. Cole entró y se acordó de saludar.

Makeo Fujiama estaba sentado en el escritorio. Al ver entrar a Cole, se puso en pie y se plantó frente al comandante. Lo sobrepasaba en unos treinta centímetros.

—Antes de que discutamos otros asuntos, quiero darle las gracias, comandante Cole, por la medalla y la Mención Honrosa que me han sido otorgadas, y que sospecho se deben a usted.

«¿Para qué voy a decirle que lo de las medallas también me sorprendió a mí? Nunca viene mal que un oficial de rango superior se sienta en deuda con uno.»

—Sin lugar a dudas, se la merecía usted, señor.

—Estoy muy orgulloso de esta medalla, y, por supuesto, de la actuación de la Theodore Roosevelt en esta acción que acaba de concluir.

—Y con buen motivo, señor.

—Quería empezar por los agradecimientos, no vaya a ser que luego me olvidara —dijo Fujiama—. ¡Y ahora, por favor, explíqueme qué coño se creía usted que hacía al salir con una lanzadera para enfrentarse a una nave de guerra enemiga sin haber recibido una orden directa por mi parte!

—No quería poner en peligro a la Theodore Roosevelt, señor, y por eso salí con una lanzadera que consideré prescindible, acompañado tan sólo por dos voluntarios.

—No me ha respondido, señor Cole. ¿Por qué emprendió una acción sin informar a su superior jerárquico?

—Durante las horas en que usted y la comandante Podok no están de servicio, me encuentro al mando del puente, y no tengo superior jerárquico —respondió Cole.

—¡Haga el favor de leerse las Ordenanzas Navales, señor Cole! —exclamó Fujiama—. Está usted obligado a informar al capitán de la nave acerca de todas las acciones extraordinarias que se puedan emprender.

—Ya las he leído —le dijo Cole—. Y dicen que, en los casos en que tal consulta no se pueda realizar con facilidad, por ejemplo, durante una persecución, o un ataque repentino del enemigo, el oficial tiene que valerse de su propio criterio y emprender las acciones que considere oportunas.

—¿De qué persecución me habla? —le preguntó Fujiama—. ¡Esa maldita nave bortellita había aterrizado en Rapunzel mucho antes de que usted subiera a la Kermit!

—Si los bortellitas hubieran planeado un ataque por sorpresa contra los ciudadanos de Rapunzel, la velocidad habría sido un factor esencial.

—Si hubieran planeado un ataque, no habrían aterrizado con una nave que podía desintegrar el planeta en su misma órbita, pero no tenía capacidad suficiente para transportar cuatrocientos soldados.

—Está usted en lo cierto, señor —dijo Cole—. Supongo que por eso usted es capitán y yo sólo un segundo oficial.

—Ahórreme su labia y sus respuestas fáciles, señor Cole —dijo Fujiama—. La Roosevelt es una nave vieja. Vieja y exhausta. No tenía posibilidades de enfrentarse a una nave de guerra moderna. ¿No tiene ni idea de lo que sí podría haber hecho?

—¿Quiere que le diga la verdad, señor?

—Sí, estaría bien, para variar.

—De acuerdo —dijo Cole—. Lo que podría haber hecho es quedarme en mi puesto e informar de la presencia de la nave bortellita a la comandancia del Sector, que, a su vez, habría transmitido la información al cuartel general de Deluros VIII, a más de media galaxia de aquí, y desbordado por los combates que ahora mismo se están produciendo. A continuación, habría tenido que depositar todas mis esperanzas en que, cuando mi mensaje hubiera recorrido todos los canales y la República se hubiera decidido por fin a actuar —y tanto usted como yo sabemos que se trataba de una decisión sumamente problemática—, quedaran hombres vivos en Rapunzel a quienes pudiéramos salvar. —Calló por unos instantes—. Eso es lo que podría haber hecho. Lo que hice fue impedir que una potencia enemiga se instalara en un planeta de la República y restableciera sus suministros de energía, que estaban a punto de agotarse. Alerté a la República sobre esta situación y gracias a eso pudieron destruir la nave de guerra cuando estaba indefensa en la superficie del planeta, y lo hice sin que se perdiera ni una sola vida humana. Entiendo que la Federación Teroni desee mi muerte. Lo que no entiendo es que mis superiores jerárquicos compartan ese deseo.

—Siéntese, señor Cole —dijo Fujiama, al tiempo que le indicaba una silla.

—Preferiría quedarme de pie, señor.

—¡Qué se siente, maldita sea! —bramó Fujiama.

Cole se sentó.

—Sé muy bien lo que piensa usted de mí, señor Cole, y me imagino lo que debe de pensar de la Theodore Roosevelt. —Se plantó frente a Cole y lo miró con rabia—. Me permitirá que le asegure que en esta nave no hay ningún cobarde. Lo que tenemos es una cuadrilla de gente fracasada y amargada que expía sus faltas en la Periferia. El pequeño contratiempo que usted provocó en Rapunzel es lo más parecido a una guerra que hemos visto en cuatro años. Ninguno de nosotros firmó por tener que proteger un puñado de planetas despoblados que no podrían importarle menos al enemigo. Pero, hasta que la comandancia del Sector no pueda confiar en que obedeceremos sus órdenes, no nos moveremos de aquí. ¿Ahora entiende el motivo de esta entrevista, señor Cole?

—Sí, señor —dijo Cole—. Sí, y tengo que reconocer que no había considerado la situación desde ese punto de vista. Pero presté juramento de proteger a la República, y de atacar y perseguir al enemigo, y no hay ninguna cláusula en ese juramento que me autorice a estar mano sobre mano.

—Bonita frase —le dijo Fujiama—. Pero ese juramento también le obliga a cumplir las órdenes y a respetar la cadena de mando, y ésa es la parte que usted ha ignorado de manera continuada a lo largo de su carrera militar. No quiero que vuelva a ignorarla. Estoy harto de encontrarme aquí mientras la guerra se libra allí. Los humanos y alienígenas de esta nave han servido todo el tiempo que tenían que servir en estas zonas remotas y despobladas, y tienen derecho a volver a entrar en combate. —Frunció el ceño—. Lo más idiota de todo esto es que usted podría ser el instrumento ideal para conseguir ese objetivo. Si la prensa y el pueblo no han permitido que muriera en Rapunzel, tampoco van a quedarse satisfechos con que se quede en la Periferia mientras la guerra ruge a cincuenta mil años luz de aquí. Por desagradable que nos resulte, tendremos que llegar a un acuerdo.

—No le caigo bien a usted, ¿verdad? —le preguntó Cole.

—¿Eso le molestaría, señor Cole?

—No, la verdad es que no, pero de todas formas prefiero caer bien.

—Lo cierto es que no le conozco a usted lo suficiente para que me caiga bien o mal —le respondió Fujiama—. Me da usted miedo y envidia. Envidio sus triunfos y su capacidad de imponerse en situaciones extraordinarias. Y temo las consecuencias que esa capacidad podría tener sobre mi nave y mi futuro. ¿Considera que le he hablado con franqueza suficiente?

—Sí, señor, desde luego —respondió Cole.

—¿Quería usted decirme alguna otra cosa?

—No, señor.

—Ahora que nos entendemos, ¿cuento con su promesa de que no volverá a poner en peligro a la Roosevelt, ni a sus lanzaderas, ni a cualquiera de sus tripulantes, sin informarme con antelación?

—Sí, señor —dijo Cole—. Ahora que nos entendemos, no emprenderé tales acciones sin informarlo con antelación.

—Algo me dice que está haciendo usted juegos de palabras. Espero que no sea así, porque le digo, y no es ningún juego de palabras, que si incumple usted su promesa, no dudaré en relevarlo de su puesto y tenerlo encerrado en su camarote hasta que finalice nuestro servicio en la Periferia.

—Le creo, señor —dijo Cole.

—Más le vale. —Fujiama miró largamente a Cole sin decir nada—. ¿Podemos dar por terminada esta conversación?

—Sí, señor, podemos darla por terminada —le dijo Cole.

Fujiama se volvió hacia un armario e hizo un gesto con la mano. La puerta del armario desapareció y Fujiama sacó una botella medio vacía de coñac cygnio y un par de vasos.

—Pues entonces echemos un trago y mantengamos la ilusión de la camaradería.

—A mí me parece bien, señor —dijo Cole. Aceptó el vaso y se preguntó cuánto duraría esa ilusión.