Cole se pasó casi una hora sentado en el antedespacho sin poder hacer nada. Estaba seguro de que lo hacían para ponerlo nervioso, pero sólo conseguían irritarlo.
Se hallaba a bordo del Jerjes, nave insignia de la Flota, que había llegado a la Periferia hacía quince horas. Cole pensó que era una nave fantástica. Habría podido engullir sin problemas a una media docena de Theodore Roosevelt, y además estaba inmaculada. Las armas eran de última generación; los muebles y accesorios, de lujo. Y, al parecer, no había mota de polvo en el Universo que osara instalarse en ella.
Echó una ojeada a la pared. Había un holo de John Ramsey, considerado el más grande de los secretarios de la República, y holos más pequeños de los cinco últimos almirantes de la Flota, los predecesores de la mujer que debía de estar sentada en su despacho, al otro lado de la puerta cerrada. Miró al teniente que estaba sentado frente a él, tras la mesa. El joven sonreía.
—¿Tiene algo para leer? —preguntó Cole.
—Lo siento, mi comandante, pero no tenemos nada.
—¿Café?
—Después de la reunión puede ir usted al comedor para que se lo sirvan —le respondió el otro.
—Para entonces, el hambre y la sed me habrán debilitado tanto que no llegaré al comedor.
—No se preocupe, mi comandante —dijo el teniente—. La almirante va a recibirle muy pronto. —Una luz se encendió sobre el escritorio—. De hecho, le va a recibir ahora mismo.
Cole se puso en pie, aguardó a que la puerta se irisara y acto seguido entró en el despacho de la almirante de la Flota, Susan García. Para los estándares planetarios, era pequeño, pero inmenso para una nave espacial: casi cinco metros de lado y casi tres de altura. Sentada tras una mesa grande de maderas nobles alienígenas, que flotaba a poca distancia del suelo, se hallaba la almirante, una mujer imponente de unos cuarenta y cinco años, con el cabello negro como el carbón, ojos oscuros y penetrantes, labios firmes y mentón afilado. Le lanzó una mirada breve y fría al comandante.
—¿Se ha herido usted en la mano, señor Cole? —dijo—. ¿O es que no se acuerda de cómo es el saludo militar?
Cole saludó con gesto brusco.
—Bueno, señor Cole —dijo la almirante de la Flota—, parece que volvemos a las andadas.
—¿Disculpe?
—¿Quién le dijo a usted que podía marcharse de la Theodore Roosevelt con una lanzadera y dos oficiales bajo su propia responsabilidad?
—En esos momentos, el oficial al mando era yo, señora —le respondió Cole—. El oficial de cubierta divisó una nave de guerra bortellita que viajaba hacia Rapunzel, que es uno de los planetas de la República, y hacía menos de un mes que Bortel II había proclamado su adhesión a la Federación Teroni. Dadas las circunstancias, estimé que mi deber consistía en aclarar qué hacían los bortellitas en el planeta.
—¿Y eso incluía separarse de la lanzadera después del aterrizaje y hacer frente a una fuerza enemiga de doscientos soldados?
—¿Acaso no se requiere que los oficiales tengan iniciativa? —preguntó Cole.
—En realidad, no —respondió la mujer—. Habitualmente un tercero tiene que pagar por ello.
—Lo tendré en cuenta en el futuro, señora.
—¡Por favor, señor Cole, cállese! —dijo Susan García, irritada.
El oficial aguardó a que la almirante prosiguiera.
—¿Por qué alertó de su situación a la prensa local? —dijo por fin.
—En ese planeta había soldados enemigos. Pensé que sus habitantes tenían derecho a saberlo.
—Estuvieron informados mucho antes que usted de la presencia de bortellitas en Rapunzel, señor Cole. —La almirante, que a duras penas podía contener su rabia, le lanzó una mirada feroz—. Lo hizo para que la noticia se difundiera y la presión de la opinión pública obligara a la Armada a intervenir, ¿verdad?
—Desde luego que no, señora —dijo Cole—. En la guerra, todo hombre es prescindible y no hay ninguno que sea irreemplazable.
—Miente usted con elegancia, señor Cole —dijo la almirante—. Pero, por favor, no insulte a mi inteligencia de esta manera.
—Señora, yo le aseguro…
—Basta, señor Cole —dijo ella—. Le recomiendo vivamente que no se enemiste conmigo. Ahora, basta de gilipolleces y explíqueme, con brevedad y concisión, por qué hizo usted lo que hizo.
—Sí, señora —dijo Cole—. Vi una situación que podía volverse peligrosa y tomé las medidas que me parecieron oportunas.
—¿Por qué no avisó al capitán Fujiama?
—Estaba durmiendo, señora.
—¿Y no le parece que una nave de guerra enemiga que se acercaba a un planeta de la República era motivo suficiente para despertarlo?
Por unos instantes, Cole la miró sin decir nada, como si sopesara hasta qué punto podía hablarle con franqueza. Finalmente, le dijo:
—Señora, tanto usted como yo sabemos que ni el capitán Fujiama ni la comandante Podok habrían aprobado que, en semejante situación, pusiéramos en peligro a la Theodore Roosevelt. Habrían dicho que podía haber otras diez naves de guerra esperándonos en el planeta. Sabía muy bien lo que me dirían y por eso me marché con la lanzadera.
—Y se arriesgó a que una nave infinitamente más poderosa los hiciera pedazos en pleno espacio.
—El riesgo no era muy grande, señora —le respondió Cole—. La lanzadera no los amenazaba de ningún modo, y aquí, en la Periferia, se encontraban en clara inferioridad numérica. Si nos hubieran destruido, habrían tenido que enfrentarse a represalias inmediatas. —La almirante lo miró con una expresión indescifrable en el rostro—. Bueno, quiero decir que ellos lo habrían creído, por lo menos —se corrigió.
—Prosiga, señor Cole.
—Una vez que estuvimos en tierra, di los pasos necesarios para que el comandante Forrice y la teniente Mboya pudieran abandonar el planeta, así que nadie sufrió ningún riesgo, aparte de mí.
—Se les ha tomado declaración exhaustiva, señor Cole, y por ello estoy al corriente de los pasos que dio usted.
—Los oficiales estamos entrenados para improvisar en situaciones insólitas, señora.
—Eso es todavía más peligroso que tomar la iniciativa —le respondió secamente la almirante—. Continúe.
—Tras escapar y llegar a Pinocho, llegué a la conclusión de que había que detener a los bortellitas antes de que lograran sus propósitos y tomé las medidas necesarias para que ustedes supieran que el enemigo estaba allí.
—Digámoslo con mayor precisión: tomó las medidas necesarias para que decenas de miles de millones de ciudadanos de la República supieran que usted estaba allí, en peligro, porque contaba con que insistirían en que acudiéramos al rescate.
—Verdaderamente me conmueve que tantas personas se preocupen por mí —dijo Cole—. Pero doy por supuesto que la Armada no se dejará influir por las caprichosas reacciones emocionales de la ciudadanía. Estaba seguro de que la flota atacaría Rapunzel con el fin de impedir que una potencia enemiga lograra restablecer sus muy menguados recursos energéticos.
La almirante le echó otra larga y silenciosa mirada.
—No se meta usted en política, señor Cole. No creo que la galaxia esté preparada para ello.
—La política no me interesa, señora —le respondió Cole—. Mi único objetivo es hacer todo lo posible para derrotar a la Federación Teroni.
—Probablemente es cierto —dijo la almirante de la flota—. ¿Y sabe qué? Sigue pareciéndome una gilipollez.
—Lamento que lo vea usted así, señora.
—Ahórreme sus protestas, señor Cole —dijo la mujer—. Ha conseguido que la Armada acudiese a donde usted quería, y no por primera vez. Estoy convencida de que fue usted responsable, en gran medida, del prematuro cese de mi predecesor. —Cole iba a responderle, pero la almirante levantó la mano—. No lo diga, señor Cole. —Exhaló un profundo suspiro, abrió un cajón del escritorio y sacó un estuche—. ¿Tiene usted idea de lo que puede haber en este estuche?
—No, señora, en absoluto.
—Apuesto a que sí la tiene —respondió la mujer—. Es la Medalla al Coraje. Creo que es la cuarta que recibe.
—Gracias, señora —dijo Cole—. Es un verdadero honor.
—Yo, la verdad, en vez de condecorarlo, preferiría degradarlo. Pero la prensa está pendiente de usted y el pueblo necesita héroes. Por eso he venido hasta aquí, a media galaxia de distancia de la guerra de verdad, para entregarle una medalla como recompensa por su evidente insubordinación. Quien dijera que la guerra es el infierno no tenía sensibilidad para la ridiculez. La guerra es un mero absurdo. —Volvió a guardar el estuche en el cajón—. Recibirá la medalla esta misma tarde en una ceremonia pública. Esfuércese por no mostrarse demasiado prepotente con los periodistas.
—¿Dónde se hará la ceremonia?
—En Rapunzel, por supuesto. El capitán Fujiama también recibirá una medalla y habrá Menciones Honrosas para toda la tripulación de la Theodore Roosevelt. —Calló por unos instantes—. Naturalmente, ni en la entrega de la medalla ni en las Menciones Honrosas se hará constar que les obligó usted a realizar acciones heroicas contra su voluntad, ni que tuvimos que sacar tres naves de guerra de posiciones importantes desde un punto de vista estratégico para que fueran a apoyar a la Roosevelt. En cuanto a usted, comandante, se quedará en la Jerjes hasta que hayamos aterrizado, y luego se desplazará en mi lanzadera personal.
—¿Bajo custodia? —preguntó secamente Cole.
—Podríamos decir que sí —le respondió la mujer, muy seria—. No hablará usted con nadie, no andará entre la muchedumbre ni antes ni después de la ceremonia, y memorizará el discurso de aceptación de la medalla que mi gente ha escrito para usted. Si pone usted a la Armada en cualquier tipo de situación embarazosa, no me contentaré con degradarlo, sino que lo mandaré a la cárcel sin ningún tipo de vacilación. Míreme a la cara y dígame si le parece que estoy bromeando.
—Estoy seguro de que no, señora.
—Puede apostarse el pellejo a que no. Ahora póngase el uniforme, y acuérdese: mientras los periodistas nos ronden, vamos a ser grandes amigos.
—Eso será fácil, señora.
—Por favor, señor Cole, cállese —dijo la almirante—. Ni usted ni yo tenemos por qué fingir nada hasta esta tarde. Ahora puede marcharse.
Cole se volvió y salió del despacho de la almirante. Hasta que hubo subido al aeroascensor que lo llevaría a sus aposentos provisionales, no se acordó de que se había marchado sin hacer el saludo.