Capítulo 8

Encontraron una casa de alquiler, confortable, pero sin atractivo alguno, en una anodina zona residencial. Potter pagó el primer mes en efectivo y compraron comida suficiente para una semana. Cole adquirió también ropa civil, y entonces dejaron el aerocoche en un garaje privado y se desplazaron hasta su nuevo domicilio en transporte público.

—Esto es más feo que pegarle a un padre —observó Potter mientras metían la comida, y los platos y cubiertos de usar y tirar en los armarios de la cocina—. Y además, pequeño.

—Pues podrías irte a vivir en una nave estelar —le respondió el sonriente Cole.

—No sé cómo podéis pasar varios meses seguidos, a veces varios años en una de esas naves sin volveros locos.

—Las horas de trabajo son muchas —le respondió Cole mientras se cambiaba—. Todo el mundo hace lo que puede por estar atareado y no recordar que, por mucho que vueles a lo largo y lo ancho de la galaxia, tu universo personal se reduce a ochenta metros de longitud y catorce de anchura, y entre cinco y siete niveles. —Echó el andrajoso uniforme al atomizador de la cocina, que lo eliminó sin dejar rastro.

—Creía que las naves eran más grandes.

—Lo son… son mucho más grandes que eso. Pero el impulsor FTL y las armas ocupan el resto del espacio. —Cole sonrió con melancolía—. No sabes cuánto envidiamos esos cruceros de lujo con sus piscinas, sus gimnasios y sus pistas de baile.

—Ésos cuestan un ojo de la cara, o los dos, y probablemente también un brazo y una pierna —observó Potter.

—Prueba a servir durante un mes en una nave militar y luego dime si no los pagarías por salir de allí.

Colocaron el último de los paquetes.

—Tendríamos que haber alquilado una casa con mayordomo robot —dijo Potter—. Cocinaría y haría la limpieza por nosotros.

Cole negó con la cabeza.

—Los robots son caros.

—Ya te lo he dicho antes: no tengo nada más en lo que gastar el dinero.

—No me has entendido —le dijo Cole—. Hemos buscado esta cutrez porque es una cutrez. La agencia lo sabía muy bien: han aceptado el dinero en efectivo y no nos han exigido la documentación. Si llegas a alquilar una casa con robot, habrías tenido que dejar como mínimo mil créditos en caución y sólo te los habrían devuelto al finalizar nuestra estancia, después de revisar el estado del robot.

—¿Y?

—¿Llevas mil créditos en el bolsillo? —le preguntó Cole.

—Está bien, ya te entiendo. Si el pago no hubiera sido en efectivo, lo habrían podido emplear para localizarnos. —Hubo un instante de silencio—. Pero ¿los ojoscucaracha sabrían hacerlo?

—No sería necesario —le dijo Cole—. Los medios de comunicación sí nos localizarían, y acamparían enfrente de la casa, a la espera de una declaración, o de un holo, y eso sería suficiente para que los bortellitas nos encontrasen.

—No se me había ocurrido.

—Es normal que no se te ocurriera. Nunca te habías visto obligado a esconderte para salvar la vida.

—¿Cómo es esa experiencia?

—No tan emocionante como podrían hacerte pensar las malas novelas y los espectáculos aún peores. Si la cosa sale bien, es de lo más aburrido que existe, y si no sale, llegas a desear aburrirte.

Potter echó otra ojeada a la casa.

—Pues pienso que nos vamos a aburrir bastante —dijo.

—Ojalá.

—Bueno —dijo Potter—, tenemos una manera de saberlo.

Activó la holopantalla, que ocupaba una de las paredes de la sala de estar. Un documental acerca de unas extrañas formas de vida que moraban en el planeta Peponi pareció invadir la sala.

—Noticias —ordenó.

—¿Titulares o a fondo? —respondió el holo.

—Titulares.

¡Cole está escondido en Rapunzel! —bramó la voz—. El parlamento acepta la reforma fiscal. Los Blasters derrotan a los Ramparts durante la prórroga.

—Basta.

La voz calló.

—Dame más información acerca de Cole.

¿Condensada o a fondo?

—Para empezar, condensada.

Wilson Cole, el oficial más condecorado del Ejército de la República, parece hallarse en Rapunzel. En una entrevista en exclusiva con la Agencia de Noticias Nueva Sumatra, Cole dijo estar siendo perseguido por soldados de Bortel 11, un planeta que, según afirmó el propio Cole, se ha adherido recientemente a la Federación Teroni. También declaró que los bortellitas habían amenazado con matarlo si trataba de abandonar el planeta. En estos momentos se está intentando focalizar al comandante Cole, o, por lo menos, verificar la autenticidad de sus declaraciones

—¡Verificar la autenticidad de tus declaraciones! —exclamó Potter—. ¡Hablan como si pudieras haberles mentido!

—Ellos no saben que los bortellitas no han venido hasta aquí como potencia neutral. Tú sí lo sabes. Pero lo más importante es que la Armada también lo sabe. Esta historia todavía se encuentra en el circuito de las noticias locales, pero dentro de pocas horas un encargado de una agencia de noticias de otro planeta reconocerá mi nombre y entonces se armará una buena. —Cole se permitió el lujo de una sonrisa—. Pobre Monte Fuji. No he pasado ni un día en la Teddy R. y ya tiene que entrar en combate.

—¿Monte Fuji?

—El capitán Makeo Fujiama —dijo Cole—. Está al mando de la Theodore Roosevelt.

¿Desea cobertura a fondo de esta misma noticia? —preguntó el holo.

—No —dijo Cole. Se volvió hacia Potter—. Repetirían lo mismo con muchos más adverbios y adjetivos.

—Es probable —confirmó Potter—. Volvamos al Monte Fuji. Si le da miedo trabar combate con el enemigo, ¿por qué lo pusieron al mando de una nave estelar?

—No le da miedo —le respondió Cole—. Un cobarde no llega a capitán de una nave estelar. Pero no creo que quiera poner la nave en peligro sólo porque yo me haya extralimitado en mis atribuciones.

—¿De verdad te extralimitaste?

—Yo pienso que no… pero apostaría veinte a uno a que él sí lo cree.

—¿Y no le importa la opinión pública?

—Estoy convencido de que no le importa en absoluto… pero seguro que habrá alguien en un puesto más elevado en el escalafón que sí tendrá ambiciones políticas. Nos bastará con esperar un día o dos, y… ¡mierda!

—¿Qué sucede? —preguntó Potter.

—Mira la pantalla.

En ésta aparecía un voluminoso aerocoche, con todo tipo de equipamiento de retransmisión adosado al techo, que recorría las afueras de Pinocho. Se detuvo frente a una casa de aspecto sencillo.

—¡Están aquí! —exclamó Potter—. ¡Esa casa es ésta!

—Salgamos por detrás —le dijo Potter mientras iba hacia la puerta trasera.

Atravesaron corriendo el pequeño patio y se escabulleron entre las dos casas adyacentes. Aún no habían salido a la calle cuando oyeron la explosión.

—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó Potter, y se detuvo.

—No te pares. Te diré lo que ha sido en cuanto estemos lejos.

Llegaron a la calle y le hicieron señas a un aerocoche que pasaba por allí.

—Necesitamos que nos lleves —dijo Cole cuando el coche se quedó inmóvil, suspendido en el aire sobre la calzada—. Te pagamos doscientos créditos por llevarnos a la ciudad.

—No pienso cobrar nada por ayudar a Wilson Cole —dijo el conductor—. ¡Suban ahora mismo!

—¿Me conoce? —le preguntó Cole mientras subía con Potter a los asientos de atrás.

—Su holo está puesto por todas partes —dijo el conductor—. ¿Esa explosión de la manzana de al lado tenía algo que ver con ustedes?

—Sí —dijo Cole—. Nos han encontrado antes de lo que pensaba.

—¿Cómo lo han hecho? —preguntó Potter.

—La agencia de noticias debe de haberle seguido la pista a tu vehículo, y luego han averiguado si alguien había alquilado una vivienda durante las últimas horas. Los bortellitas los han seguido a ellos. —Cole hizo una mueca—. Yo pensaba que tardarían un par de días en localizar tu maldito aerocoche. Seguramente han pagado por la información. Estaría muy enfadado con esos periodistas si no hubiesen tenido que morir.

—¿Adonde quiere que lo lleve, capitán Cole?

—No soy capitán —le respondió Cole—. ¿Pinocho tiene barrios bajos?

—Mucho me temo que no —respondió el conductor—. No todas las viviendas son de lujo, pero todos los barrios están limpios y son seguros. —Calló por unos instantes—. Hay un puesto militar al sur de la ciudad. ¿Quieren que los lleve hasta allí?

—No. Llévenos a través de la ciudad. Cuando quiera que se pare, ya se lo diré.

—¿Por qué no quiere que lo lleve a una base de la República? —le preguntó Potter.

—Por ahora, no quiero encontrarme en un lugar donde puedan darme órdenes. Prefiero conservar mi libertad de movimientos.

—Si piensa organizar una milicia, me presento voluntario —dijo el conductor—. Casi toda la gente que conozco también querrá.

—Aquí estoy yo, haciendo todos los esfuerzos posibles para seguir con vida, y a ustedes no se les ocurre otra cosa que ponerse en fila india para que los maten —dijo Cole—. Le agradezco su valentía y su patriotismo, pero resulta que en este planeta hay una nave de guerra bortellita que destruirá en pocos segundos todo lo que le echen.

—¿Por qué lo persiguen?

—En un primer momento, para que no hablara —le respondió Cole—. Ahora, además, quieren vengarse de mí, porque he informado a este planeta de que los bortellitas se han unido a la Federación Teroni.

—He oído las noticias —dijo el conductor—. Lo decían con un montón de matices y evasivas.

—Seguramente porque algún miembro de su gobierno tiene negocios con ellos y no quiere perderlos por un motivo tan nimio como que se hayan pasado al otro bando.

—¿Está seguro de lo que dice? —le preguntó incisivamente el conductor.

—No, pero es una suposición lógica. Lo más probable es que la mayoría de sus líderes sean hombres y mujeres honrados, íntegros y temerosos de Dios… pero basta con que uno de ellos los haya vendido al enemigo.

—Bueno, pues a mí me parece que si los bortellitas lo han oído, se marcharán de aquí antes de que lleguen las naves de la Armada.

—No lo creo —dijo Cole.

—¿Por qué no?

—Hay algo en Rapunzel que necesitan con desesperación —le explicó Cole—. Saben que si se marchan sin haberlo conseguido, no podrán regresar.

—Entonces, ¿esperarán sin hacer nada hasta que venga la Flota?

—No sé lo que van a hacer —reconoció Cole—. Son lo bastante idiotas como para creer que podrían emplearme como rehén… ofrecerán mi vida a cambio de lo que han venido a buscar. —Se rió con ironía—. Como si la Armada tuviera algún interés en mí.

—De todas maneras, aún no entiendo cómo han podido encontrarnos tan deprisa —dijo Potter.

—En cuanto la prensa ha descubierto que pagaste mi mensaje subespacial, todo lo demás ha seguido su lógico curso —dijo Cole—. El error ha sido nuestro. El suyo ha sido no imaginarse que los bortellitas los vigilarían.

—La guerra aún no ha llegado a Rapunzel —dijo Potter—. No estamos acostumbrados a pensar en esos términos.

—Dado que huyen de un enemigo común, ¿por qué no se quedan los dos en mi casa? —les propuso el conductor.

—¿Tiene familia? —preguntó Cole.

—Mujer y tres hijos.

—Gracias por el ofrecimiento, pero no tiene ningún sentido que los pongamos en peligro a los cinco.

—No sería ningún problema.

—Quíteselo de la cabeza.

—Es mi deber —dijo el otro con obstinación.

—Le voy a decir lo que haremos —le explicó Cole—. Contacte con su mujer y dígale que quiere dar cobijo a un hombre perseguido por todos los bortellitas que se encuentran en este planeta. Pregúntele si está dispuesta a sacrificar su propia vida, y la de sus tres hijos, con tal de salvar la mía. Si le dice que sí, aceptaremos su ofrecimiento.

—Lo más probable sería que programara el sistema de seguridad de la casa en el nivel de fuerza letal antes de que lográramos llegar —le respondió el conductor—. Pero tengo que hacer algo. Estamos en guerra. No puedo darle la espalda a un hombre perseguido por el enemigo.

—Sí puede hacer una cosa —le dijo Cole—. ¿Cuál es la ciudad más cercana a Pinocho? No un área residencial, sino una ciudad.

—Canela, unos setenta kilómetros al norte.

—Dios mío, ¿quién se inventó los nombres de estos lugares? —dijo Cole—. Está bien. Una vez bajemos del coche, aguarde veinte minutos, el tiempo suficiente para que nos hayamos marchado y podamos ocultarnos. Luego contacte con todos los medios de comunicación importantes y dígales que nos vio de camino a Canela. —Calló por unos instantes—. ¡No! Espere un momento. Tardarán una hora, o tal vez un poco más, en descubrir que no nos encontrábamos en el lugar de la explosión. Vamos a despistarlos durante todo el tiempo posible. Aguarde a que digan en las noticias que no encontraron ni rastro de nuestros cadáveres y que no saben lo que ha sido de nosotros. Luego póngase en contacto con la prensa.

—¿No puedo hacer nada más?

—Créame: sólo con que haga eso, será suficiente —le aseguró Cole.

Siguieron adelante, en silencio, durante varios minutos.

—Ya me dirán cuándo y dónde —les preguntó el conductor mientras se acercaban al centro de Pinocho.

—Aquí y ahora —le dijo Cole.

El vehículo se detuvo y descendió suavemente hasta la calzada. Cole le estrechó la mano al conductor.

—Ha sido un privilegio conocerle —dijo el conductor—. Si necesita ayuda en el futuro, pregunte por…

¡No! —le gritó Cole, con tal fuerza que tanto el conductor como Potter dieron un respingo.

—¿Qué pasa?

—Si no sé cómo se llama, tampoco podré decírselo a nadie, bajo ninguna circunstancia —le respondió Cole. Se volvió hacia Potter—: Por el mismo motivo, no mires al vehículo cuando se aleje. Es mejor que no sepamos su matrícula, ni ninguna otra característica que pudiera servir para identificarlo. —Y luego le dijo al conductor—: Gracias por su ayuda. Trate de hacer esa llamada de manera que no puedan localizarle. Y luego, olvídese de que nos ha conocido.

Salió del vehículo y echó a caminar. Potter lo siguió.

—¿Adónde vamos? —le preguntó Potter.

—No podemos quedarnos en la calle —le respondió Cole—. He destruido el uniforme, pero, como decía ése, mi cara está por todas partes.

Se metieron en un edificio de oficinas y Cole abrió el directorio en una holopantalla.

—En el decimoquinto piso alquilan un despacho —dijo Cole—, y en algún lugar tienen que encontrarse las instalaciones del personal de mantenimiento. Probablemente en el sótano. Nos esconderemos hasta que oscurezca, pero no podríamos quedarnos a vivir aquí. Tendremos que comer, y no parece que en este edificio haya nada parecido a una cafetería, ni a un restaurante.

—Han ido por ti en las afueras —dijo Potter—, pero ¿de verdad piensas que podrían atacarte en el centro de la ciudad?

—Han exterminado a una unidad móvil de reporteros, probablemente mientras retransmitían —le respondió Cole—. ¿A ti te parece que tienen mucho interés en mantener en secreto su adhesión a la Federación Teroni?

Tomaron un aeroascensor hasta la decimoquinta planta. La puerta del despacho vacío estaba abierta. Entraron, cerraron la puerta y se sentaron.

—¿Y ahora qué? —preguntó Potter.

—Ahora esperaremos hasta que hayan descubierto que estamos vivos y nuestro salvador ponga en circulación esa historia falsa acerca de Canela.

—¡Maldita sea! —exclamó repentinamente Potter—. Nos hemos marchado con tantas prisas que no me he acordado de traer el rifle sónico. No lo había pensado hasta ahora.

—Si tienes que lamentarte por no haber traído algo, laméntate más bien por la comida.

—No tengo hambre.

—Y yo tampoco… pero dentro de poco tendremos, y no nos quedará otro remedio que dejarnos ver.

—Si quieres, salgo yo y compro algo.

—No tienes mucha experiencia en eso de esconderse, desde luego —le dijo Cole—. No es a mí a quien siguieron hasta la casa de alquiler. Te siguieron a ti. A estas alturas ya saben qué cara tienes.

—Pero eso lo saben los medios de comunicación, no los ojoscucaracha.

—¿Acaso piensas que los medios no sacarán todo el partido que puedan de esta situación? —le respondió Cole—. En estos momentos, tu imagen debe encontrarse en todos los discos de noticias y canales holo del planeta.

—¡Pero si son seres humanos! —protestó Potter—. ¡No serían capaces de colaborar con el enemigo!

—¿Desde cuándo los medios de comunicación han dudado en ayudar al enemigo? —le respondió Cole—. Nos quedaremos aquí hasta que sea la hora de cenar y luego bajaremos antes de que lleguen los robots de la limpieza. A saber qué clase de alarma activará su programación cuando encuentren a alguien en un despacho que se supone que está vacío.

Una hora más tarde, los despachos empezaron a vaciarse. Aguardaron hasta que el último estuvo cerrado con llave, para que no hubiese nadie que los viera y pudiese dar la alarma, y descendieron a la planta baja con el aeroascensor. Cole buscó otro aeroascensor, o incluso una escalera que los llevara hasta el sótano. El vestíbulo estaba abarrotado y notó varias miradas de curiosidad que se dirigían hacia él.

Entonces, de repente, una voz alienígena doblada por el Equipo-T quebró el silencio.

—¡No se mueva, Wilson Cole! —dijo la mecánica e inexpresiva voz—. Mantenga las manos a la vista en todo momento.

La multitud se apartó, y un único bortellita, armado con un rifle energético, de fabricación teroni, avanzó hacia ellos desde la entrada del edificio.

—Los demás creyeron que os dirigíais a Canela —dijo—, pero ya escapaste una vez de nosotros y ahora nos has vuelto a engañar. Sabía que estarías en el lugar que pareciera menos probable: el centro de Pinocho. —Apuntó a la muchedumbre con el rifle—. Mataré a cualquiera que trate de detenerme. Este hombre es un fugitivo y me lo voy a llevar.

—¡De eso nada! —gritó una voz, y Cole oyó el zumbido de un arma de mano. No llegó a ver quién tenía la pistola láser, pero el rifle del bortellita se puso al rojo vivo y su propietario tuvo que soltarlo. En ese mismo instante, el bortellita desapareció bajo una rabiosa turba de hombres y mujeres que lo golpearon sin piedad hasta que los restos de su cuerpo quedaron irreconocibles.

—Nunca me habían gustado los ojoscucaracha —decía una mujer mientras se sacudía el polvo—. Qué feos son.

—¡Si Bortel II quiere guerra, la tendrán! —dijo otro.

Entonces, un hombre alto, a quien la culata de una pistola láser le sobresalía del cinturón, se dirigió a Cole.

—Lo lamento, señor —dijo—. No sé por qué diablos le han confundido con Wilson Cole. Todo el mundo sabe que Cole presta servicio cerca del Núcleo Galáctico.

—Yo había oído que le habían asignado un puesto administrativo en Deluros VIII —dijo entonces una mujer.

—Bueno, qué más da, lo que está claro es que no se encuentra en Rapunzel —dijo otra—. No sé de dónde habrán sacado esa absurda idea los bortellitas.

—Que alguien llame a los de la limpieza para que se lleven de aquí esta porquería —dijo un hombre de mediana edad que se frotaba con un pañuelo los dedos manchados de sangre—. Sólo nos faltaría que la policía cerrara el edificio por incumplimiento de las normativas de higiene.

—Dispersémonos y volvamos a casa antes de que vengan más indeseables —dijo una tercera mujer. Se volvió hacia Cole—. No parece que sea usted de aquí, señor. Estaré encantada de demostrarle la hospitalidad de nuestro planeta. Usted y su amigo están invitados a cenar en mi casa.

—O en la mía, si quieren —dijo otro hombre, y, al cabo de un instante, todos los que se hallaban en el vestíbulo se pusieron a invitar a Cole y a Potter a sus respectivos hogares.

—Les agradezco a todos ustedes su gentileza —dijo Cole por fin—. Pero ya han hecho suficiente por nosotros. No querría poner en peligro a ninguno de ustedes… y tampoco a sus cónyuges —añadió con una sonrisa sardónica.

—Pues entonces vengan conmigo —dijo la primera mujer—. Yo no tengo marido.

—Esto podría ser muy peligroso —le dijo Cole, muy serio.

—¿Qué será ese peligro en comparación con los riesgos que, por ejemplo, un oficial del Ejército afronta a diario?

Cole se encogió de hombros.

—Entonces le doy las gracias y aceptamos la invitación.

—Vivo en la ciudad y me desplazo en transporte público —dijo la mujer—. Siempre existe el riesgo de tropezar con indeseables y querríamos que nuestro invitado se llevara una buena impresión. ¿Hay alguien que se presente voluntario para llevarnos a todos nosotros hasta mi casa?

Le llovieron las ofertas, escogió una, y, al cabo de poco rato, un hombre pequeño, casi calvo, frenaba a la entrada del edificio. Cole, Potter y la mujer pasaron adentro, y el vehículo que los había llevado hasta allí se marchó al instante.

Tardaron unos cinco minutos en llegar a su apartamento —vivía en la séptima planta—, y, poco después, Cole disfrutó de su primera comida desde que había salido de la cabaña de Potter.

—Acuéstense los dos —dijo la mujer cuando hubieron acabado de comer y fueron a la sala de estar. Se sentó junto a una ventana desde la que se veía la calle—. Yo vigilaré.

—¿Me despertará tan pronto como vea algo raro? ¿Bortellitas, o lo que sea?

—Se lo prometo.

Cole se volvió hacia Potter.

—Tú te quedarás en la habitación de los invitados. Yo me echaré a dormir en el sofá.

—En la habitación hay sitio para los dos —dijo la mujer.

—Mejor que duerma aquí. Así, si ocurriera algo, tardaría unos segundos menos en estar a punto.

La mujer se encogió de hombros.

—Como quiera usted, señor Smith.

Cole le lanzó una mirada que duró hasta un minuto.

—Ustedes, los de Rapunzel, son buena gente. Si fuese oficial de la Armada, me enorgullecería de servir a un pueblo como éste.

Potter entró en el dormitorio. Cole habría preferido seguir despierto y hablar con la mujer, pero de repente le asaltó la fatiga acumulada. «Voy a cerrar los ojos un minuto, sólo para descansar un poco —se dijo a sí mismo—. Y luego charlaré un rato con ella. Es lo mínimo que le debo a una mujer que arriesga la vida por mí.»

Lo siguiente que notó fue que la mujer le sacudía levemente el cuerpo para despertarlo. Echó una mirada por la ventana. Aún estaba oscuro.

Se puso en pie de un salto.

—¿Dónde están? —dijo— ¿Han llegado a este piso? ¿A cuántos ha visto?

La mujer le sonrió.

—Tranquilícese, capitán Cole. Todo ha terminado. Ahora, de hecho, ya puedo decirle mi nombre. Me llamo Samantha.

—¿Qué sucede aquí? —preguntó Cole, confuso.

—Ha salido por todos los holos —le dijo la mujer—. La Armada ha atacado mientras usted dormía. Han destruido la nave de guerra bortellita, han matado a un centenar de sus tripulantes en las montañas y los demás se han rendido, tanto los que estaban en la montaña como los que se encontraban en la ciudad. —Calló por unos instantes—. El único motivo por el que le despierto es que la Armada ha anunciado que toda esta operación no ha tenido otro objetivo que rescatarlo a usted. Por ello, he contactado con las autoridades y les he dicho que informasen a la Armada de que podrían encontrarlo aquí. —Samantha sonrió—. Me pareció que daría mejor impresión si estaba despierto cuando llegaran.

—Gracias.

—Me imagino que enviarán una nave de honor para escoltarlo —dijo Samantha.

—Sí, seguro que sí —murmuró Cole.