El día envejeció con rapidez. Pusieron a Cole bajo custodia, le dieron una comida maloliente que, al parecer, gustaba a sus captores, y le hicieron interminables preguntas. Respondió por voluntad propia a todas ellas y en ningún momento les dijo la verdad, sino que inventó una serie de mentiras tan coherente que los bortellitas tardarían varios días en desmontarlas. A media tarde, Cole tenía ya muy claro que Christine Mboya no había interpretado bien su indirecta, o que —todavía más probable— ni siquiera la había captado. Si aún no se había producido un ataque, tenía que entender que probablemente no se produciría ninguno, y eso significaba que debería escapar y regresar a la Teddy R. sin la ayuda de nadie. Sabía que en Pinocho habría cientos, tal vez miles, de hombres y mujeres que le prestarían su ayuda si conseguía entrar en la ciudad. Sólo tenía que llegar hasta allí. Por el momento no podía plantearse siquiera la posibilidad de regresar a su nave.
«Bueno —se dijo a sí mismo—, tratemos de calibrar la situación. No me han puesto ni un dedo encima. Podría ser que esperaran a un maestro inquisidor, pero es mucho más probable que no quieran hacerme daño antes de entregarme a sus superiores. Al fin y al cabo, soy un gran trofeo. Sin embargo, tampoco puedo contar con que no vayan a hacerme nada. Me quieren vivo pero, si trato de escapar, me pegarán un tiro.» Miró en derredor.
«Veamos… ¿podría hacerme con un arma? Tendría que arrebatársela a uno de los guardias. ¿A cuál… al que está más cerca, al más enano, o al que va mejor armado? Al que está más cerca, supongo. Así podré hacerlo con mayor rapidez. Pero ellos deben de ser unos doscientos. Una sola arma no me serviría para mucho. Está bien, dejemos correr lo del arma. ¿Y sus cascos? ¿Disponen de un suministro único de oxígeno que pueda averiarles? No, no veo ninguno… pero eso significa que llevan reservas limitadas de aire respirable. Por mucho que lo compriman, esas bombonas a las que están conectados sus cascos no pueden contener más aire que el necesario para un día. Y han pasado más de dos tercios del día desde que están aquí. Eso significa que una nave, o una lanzadera, algo que transporte una provisión de oxígeno, tendrá que aterrizar aquí durante las próximas horas.
»Y eso me marca unos límites temporales. Haga lo que haga, tengo que hacerlo durante las próximas dos o tres horas, como máximo… y probablemente sin un arma en las manos.» Se puso en pie y se desperezó. El sol descendía hacia su ocaso. No podría esperar mucho. Las montañas eran tan abruptas que se podía romper una pierna —o el cuello— si corría por ellas en la oscuridad.
Y entonces se le encendió una lucecita: por muy difícil que le resultara correr montaña abajo, los bortellitas que lo persiguieran se expondrían a un riesgo mucho mayor. Si él se caía, se haría un moretón. Si se caía mal, tal vez se rompiera algo… pero si uno de los bortellitas se caía, se le rompería el casco, y entonces moriría, porque los bortellitas no habrían venido con cascos si hubieran podido respirar el aire de Rapunzel.
Así que lo único que necesitaba era correr con cierta ventaja. No podrían moverse por aquel terreno con la misma facilidad que él. El problema era salir con ventaja.
Tenía que haber una manera de conseguirlo. Cole no sabía si existiría algún problema sin solución, pero, en todo caso, él aún no lo había descubierto. A veces bastaba con aplicar un nuevo enfoque, una nueva manera de ver las cosas. Y, de pronto, se dio cuenta.
No era cuestión de ver las cosas, sino de pensar en las cosas que ellos no podían ver. La clave eran los grandes ojos de los bortellitas. Implicaban un mundo con un sol pequeño, o lejano, un mundo en el que necesitarían esas enormes pupilas para poder funcionar. Por eso trabajaban de noche. Hasta ese momento, Cole había dado por supuesto que lo hacían para mantener el incógnito, pero cayó en la cuenta de su error. Se habían infiltrado ya en Rapunzel y disponían de las armas más potentes. No tenían ninguna necesidad de actuar en secreto. Trabajaban de noche porque se sentían más cómodos en la penumbra.
Por lo tanto, sus conclusiones anteriores habían sido erróneas. Los bortellitas no tendrían problemas para moverse por las montañas en la oscuridad. ¡Lo que no podrían hacer, en cambio, sería apuntar hacia un blanco que corriera hacia el sol poniente! Cole estimó que faltaba una media hora hasta que el sol los iluminara desde el ángulo adecuado. Decidió aprovechar ese tiempo, observar a todos y cada uno de los bortellitas en sus idas y venidas, tratar de descubrir las superficies y ángulos que evitaban y ver en cuáles se sentían más cómodos. No parecía que las cuestas empinadas los molestaran. Hundían en el suelo sus pies semejantes a pezuñas y se inclinaban hacia delante al caminar. Pero si hallaban piedras en su camino, rocas sueltas, cualquier cosa con la que pudieran tropezar, la evitaban. Cuando llegaban a una curva cerrada en el camino, miraban antes de dar otro paso. Aunque probablemente lo hiciesen de manera inconsciente, ayudaron a Cole a trazar su ruta de fuga.
Las cuestas empinadas no le servirían de nada; las curvas, recodos y obstáculos, sí.
«Espera a que me asegure de otra cosa. No tengo ningunas ganas de suicidarme.» Se movió muy lentamente de donde estaba hasta que uno de los guardias quedó interpuesto entre el sol y sus ojos. Contempló el astro a través del casco de cristal del bortellita. No estaba polarizado y eso significaba que, cuando miraran al sol, se quedarían deslumbrados, como a él le convenía.
Le quedaban unos tres minutos. «¿Hay algo que me haya pasado por alto, alguna cosa con que les pueda distraer durante los primeros diez o veinte segundos?»
«Tengo la impresión de que… —pensó—. Sí, tienen los hombros rígidos y los brazos articulados de una manera muy distinta a la mía. Apuesto a que no lograrían rascarse la espalda aunque les fuera la vida en ello.»
Bajó disimuladamente la mano hasta un bolsillo. Le habían quitado las armas, por supuesto. Siguió tanteando. ¿Le habrían dejado algo? Entonces encontró tres monedas. Las agarró con la mano y luego permaneció inmóvil, a la espera de que el sol descendiese tan sólo un poco más.
Entonces, ocultó la mano tras la espalda y arrojó las monedas con efecto. Una de las piezas resonó sobre el casco de un soldado que estaba doce metros más allá. Otra rebotó en la muñeca de un segundo soldado. Los dos bortellitas emitieron débiles exclamaciones de sorpresa. Cole no se volvió para mirar, pero sus guardias sí. Como la estructura de sus cuerpos no les permitía arrojar nada desde detrás de la espalda, no se les ocurrió que la causa de sus exclamaciones pudiera ser el propio Cole. Se volvieron para tratar de descubrir lo que había ocurrido, y entonces Cole echó a correr en dirección al sol.
Con esta maniobra ganó tan sólo tres segundos, pero fueron mejores que nada. El rayo de energía hizo impacto en el suelo, a sus espaldas, pero los bortellitas aún no se habían acostumbrado a la luz. Cuando miraban en aquella dirección, el sol les molestaba en los ojos.
Tenía que resultarles un tormento. Cole enfiló una pendiente ligera mientras un rayo láser le pasaba cerca y luego se lanzó a toda velocidad por la cuesta más rocosa que encontró, siempre en zigzag.
El factor sorpresa le había dado quince segundos de delantera, pero los bortellitas habían iniciado la persecución cuesta abajo. No podría seguir corriendo en línea recta en dirección al sol poniente. El terreno no se lo habría permitido. Divisó un afloramiento rocoso unos treinta metros más adelante. Si conseguía llegar hasta allí, podría cambiar de dirección sin que lo vieran. Así les sacaría varios segundos adicionales de ventaja.
Oyó el estrépito de un cuerpo que se desplomaba y se arriesgó a echar un vistazo a su espalda. El bortellita más cercano había resbalado sobre un montón de cascajo y el que venía después se había caído sobre él. El terreno era tan abrupto que ninguno de los bortellitas se arriesgó a saltar sobre los dos que estaban en el suelo, y por ello tuvieron que esquivarlos, y Cole logró añadir unos segundos más a la ventaja que les llevaba.
Llegó al afloramiento, giró bruscamente hacia la izquierda y pasó de largo a toda velocidad frente a unas cuevas. El escarpado terreno era demasiado rocoso para dejar huellas en el suelo. Así, sus perseguidores tendrían que inspeccionar cada una de las cuevas para asegurarse de que no se hubiera escondido en ninguna.
Había un bosque a su derecha, y su primer impulso fue correr hacia él y ocultarse entre los árboles, pero entonces se dio cuenta de que, si los bortellitas empezaban a disparar sus láseres, tanto el bosque como el propio Cole desaparecerían bajo las llamas.
Sabía que tenía que hacer algo enseguida. En cuanto el sol hubiera descendido un poco más, perdería la ventaja que llevaba a sus perseguidores. Aún podría moverse por el terreno rocoso más fácilmente que ellos, pero los ojos de los bortellitas verían mucho mejor que los suyos en la oscuridad y podrían dispararle con mucha más precisión.
No podía limitarse a correr. No importaba lo veloces y seguras que fuesen sus zancadas, no podría escapar de un rayo de energía, ni de un láser. Echó una mirada montaña arriba. ¿Sería posible que un grito muy fuerte provocase una avalancha? Lo dudaba… y, si lo conseguía, era posible que también lo matara a él.
Se volvió de nuevo hacia el bosque. «¿De qué me va a servir? Le pegarán fuego y ya está.
»¡Alto ahí! ¡Lo he planteado mal desde el primer momento! ¡Si le pegan fuego al bosque, no se convertirá simplemente en un horno… también se convertirá en la bombilla más grande de este planeta!»
Giró hacia los árboles. Apenas si se había adentrado una decena de metros en el bosque cuando el primero de los rayos láser golpeó un árbol grande y antiguo, y éste quedó envuelto en llamas. Siguió adelante, sin aminorar la marcha.
«No podrán dispararme entre los árboles, ni tampoco desde arriba. No, con las pistolas láser no van a poder. Tendrán que quemar los árboles uno tras otro y entonces el fuego se extenderá y se les irá de las manos. Lo único que tengo que hacer es mantener la ventaja que les llevo y rogar que este bosque no tenga varios kilómetros de anchura.»
Cole llegó a un terreno más llano y forzó la marcha. Oía a su espalda el crepitar de la madera y el follaje, distinguía el olor acre de la madera que se quemaba, pero no se volvió. Cuando llevaba unos cuatrocientos metros, el calor se hizo opresivo y se dio cuenta de que el incendio no tardaría en atraparlo.
Creyó divisar un claro algo más adelante y obligó a sus piernas a llevarle durante un último trecho. Al llegar, vio que no se trataba de un claro, sino de un río que serpenteaba por el bosque. Como a su alrededor llovía ramaje envuelto en llamas, no le dio tiempo a comprobar su profundidad. Se zambulló con la esperanza de que la corriente tuviera fuerza para arrastrarlo montaña abajo antes de que los árboles que se desplomaban le cerrasen el camino.
El agua estaba fría, pero no helada. El río tendría casi un metro y medio de profundidad, y Cole trató de mantenerse bajo la superficie, salvo cuando sacaba la cabeza para tomar aire. Las rocas le abrían cortes en las piernas y en el vientre, pero no se atrevió a nadar en la superficie hasta que estuvo seguro de que sus perseguidores se encontraban un kilómetro más atrás. Los cascos no les permitirían nadar en un río y tampoco iban a poder avanzar por el incendio que ellos mismos habían provocado. Tendrían que dar un rodeo y no sabrían si Cole había quedado atrapado en la conflagración. No dejarían de buscarlo, desde luego, pero lo harían cada vez con menor interés. No lo tenían ya a la vista. A menos que uno de ellos tuviera suerte y lo localizara con un sensor, lo más probable sería que no corriera ningún peligro… y Cole pensaba que la cacería había empezado de una manera tan brusca que ninguno de ellos habría pensado en ir por un sensor antes de iniciar la persecución.
Eso no significaba que pudiera detenerse ni aminorar la marcha. Bajó por el río hasta un par de kilómetros más allá, y luego salió a la orilla y echó a caminar. Al llegar a un terreno más despejado, se apartó del río y empezó a descender por terreno rocoso.
El sol se había puesto por fin, y Cole tenía que avanzar con mucho más cuidado, consciente de que en aquel momento eran los bortellitas quienes se hallaban en situación de ventaja.
Empezó a sufrir calambres en las piernas. Mientras pudo, hizo como que no sentía el dolor, pero al fin tuvo que detenerse. Contó hasta doscientos y entonces se puso de nuevo en pie y volvió a caminar, esta vez más lentamente.
Miró montaña arriba, con la esperanza de hallar algún indicio que le revelase a qué distancia se encontraban los bortellitas, y si lo perseguían con mucho ahínco. Pero, como no empleaban linternas, no había manera de saberlo. Cole estaba razonablemente seguro de que darían un rodeo en torno al bosque y, al no encontrar sus huellas al otro lado, se imaginarían que había muerto en el incendio. Entonces habría uno que descubriría el río y se le ocurriría que podía haberse valido de él para escapar del fuego. Para asegurarse, mandarían a unos pocos soldados río abajo, pero Cole se pondría a salvo si caminaba todavía durante un par de horas, porque no se alejarían mucho del punto de aterrizaje de su lanzadera. A Cole se le acababan las energías, pero a ellos se les tendría que acabar también su mezcla de oxígeno.
De pronto oyó unos pies que se arrastraban más abajo, por el sendero.
«¿Cómo diablos se me han podido adelantar? Yo creía que les llevaba por lo menos un kilómetro y medio de ventaja.»
Volvió a oír lo mismo y entonces divisó la silueta de una gran bestia de cuatro patas. El animal olfateó y descubrió el olor de Cole, y echó a correr en la dirección contraria, mientras el hombre respiraba aliviado.
Anduvo durante otros quince minutos y entonces divisó una nave de diseño alienígena que se acercaba a la montaña. El ingenio se detuvo en el aire, cerca del lugar donde los bortellitas habían retenido a Cole durante el día, y luego empezó a descender y se perdió de vista.
Cole estaba convencido de que los bortellitas que aún lo siguieran tendrían que regresar a lo alto de la montaña para llenar las bombonas de respiración. Contarían lo sucedido a los tripulantes de la lanzadera que les suministraba el aire, y ésta, probablemente, saldría a inspeccionar las laderas. Entonces se le ocurrió que podía cambiar de rumbo: recorrer varios kilómetros por la ladera sin variar de altitud, y luego descender de nuevo. Pero enseguida llegó a la conclusión de que no era una buena idea. La lanzadera sería mucho más veloz que él. Cole tenía más posibilidades de escapar si se alejaba inmediatamente de la montaña que si trataba de esquivar la nave enemiga en la montaña.
Vio otro río a lo lejos y encaminó sus pasos hacia él. Era más ancho que el anterior y su corriente era más rápida. Al llegar a la orilla, metió un pie dentro del agua, y luego otro, y se dio cuenta de que el lecho que el río había abierto en la montaña debía de tener unos dos metros de profundidad. Se tendió sobre el agua y permitió que ésta lo arrastrara, con la esperanza de no topar con un gran número de rocas sumergidas. Cuando estaba a punto de llegar al pie de la montaña, tuvo que detenerse por culpa de una gran presa de fango y madera que debía de haber construido algún ejemplar de la fauna local.
Cole trepó a la orilla y al cabo de cinco minutos abandonó la montaña, o, por lo menos, llegó a sus frondosas estribaciones. Sabía que Pinocho se hallaba al nordeste, a unos trescientos cincuenta kilómetros de allí, o quizá más, y también era consciente de que lo buscaban. Si los bortellitas controlaban el territorio en la medida en que Cole sospechaba, no le sería posible recorrer, sin más, trescientos cincuenta kilómetros al aire libre. Además, estaba exhausto, y no había comido nada en veinticuatro horas, salvo el potaje que habían tratado de hacerle engullir aquella misma tarde. Lo más urgente era encontrar comida y un lugar donde cobijarse. Pinocho podía esperar.
Se hallaba en una zona despoblada, pero Rapunzel no era un mundo desierto, ni subdesarrollado. Tenía que haber carreteras. El problema era que tal vez se hallaran a treinta, a cincuenta, a setenta kilómetros de distancia. Y aunque no fuera así, aunque la tuviera a un kilómetro de distancia, habría de esperar varias horas para encontrarla, hasta que saliera el sol. También debía de haber más ríos, y más anchos, que descendieran de las montañas. Pero la cordillera medía más de mil quinientos kilómetros y Cole no sabía dónde podían estar esos otros ríos.
Llegó a la conclusión de que lo mejor sería buscar la continuación del río por donde había descendido al otro lado de la presa. Al fin y al cabo, una parte del agua debía de llegar al otro lado, porque, si no, se habría formado un lago. Seguiría el mismo rumbo, porque se imaginaba que si en aquella zona había humanos —buscadores de metales preciosos, pescadores, lo que fuese—, querrían vivir cerca del agua.
Tardó unos ocho minutos en encontrar de nuevo el río y anduvo por su orilla. De repente, tuvo la impresión de que había más luz, y se dio cuenta de que las dos lunas de Rapunzel habían aparecido en lo alto y se reflejaban en el agua. Las lunas avanzaban velozmente por el cielo. Pensó que le convendría aprovechar la escasa luz que le proporcionaban y echó a correr a una velocidad moderada. Al fin, cuando las lunas se ocultaron tras el horizonte, una tras otra, se quedó con la impresión de haber recorrido unos siete kilómetros, y entonces aminoró la marcha, temeroso de torcerse un tobillo en la oscuridad, o de rompérselo. Un kilómetro y medio más allá, el río confluía con otro más grande y caudaloso. Cole se sentía al límite de su resistencia física, por lo que buscó un leño, y en cuanto lo hubo encontrado lo arrastró hasta el río mayor. Había pensado que podría montar a horcajadas sobre el tronco y cabalgarlo, igual que antaño los hombres habían cabalgado sobre un animal ya extinto, el caballo, pero no lograba distribuir bien el peso de su propio cuerpo, y la madera se le escapaba de entre las piernas una y otra vez. Finalmente pensó que lo mejor sería tenderse sobre las aguas sin soltar el leño y dejar que éste lo arrastrara río abajo.
Así siguió por el río hasta salir el sol. De vez en cuando se dormía. Entonces, la cara se le sumergía en el agua y se despertaba, tosía, se atragantaba, y hacía tremendos esfuerzos por no soltar el leño. No tenía ni idea de dónde habría llegado. La montaña debía de encontrarse a unos treinta y cinco kilómetros de distancia, pero el curso del río no era recto, así que no podía estar seguro.
Tenía que tomar otra decisión: ¿Cómo sería más difícil que lo localizaran? ¿Si se quedaba sobre el agua o si caminaba por la orilla? Aún no había terminado de pensarlo cuando se durmió de nuevo, y en esta ocasión tragó tanta agua que tuvo que salir a la orilla para que no se le metiera en los pulmones. Llegó a la conclusión de que prefería no volver a meterse en el agua fría, y también se dio cuenta de que no iba a llegar mucho más lejos. Además, le convenía echarse a dormir. Miró alrededor y descubrió, unos cincuenta metros más allá, un bosquecillo de arbustos que debían de cubrirle hasta el hombro. Con penas y fatigas llegó hasta allí y se tumbó bajo el follaje, en un lugar donde no pudieran verlo desde el río, y se durmió sin haber tenido tiempo apenas de recostar la cabeza contra el suelo. No llegó a saber durante cuánto tiempo había dormido, pero, al despertar, no tuvo la sensación de haber descansado bien. En el primer momento no comprendió por qué se había despertado mientras el sol aún brillaba en lo alto. Tras las experiencias de las últimas treinta y seis horas, había contado con dormir hasta el ocaso.
Entonces se dio cuenta de qué era lo que le había despertado. Alguien le hurgaba el cuerpo con el cañón de un rifle sónico.