Capítulo 5

La nave se estremeció de nuevo.

—Creo que sería mejor que la Kermit aterrizase —dijo Cole—. Dentro de muy poco se hartarán de lanzarnos disparos de advertencia.

—¿No quieres que contraataque? —le preguntó Forrice.

—No, maldita sea, no. No sabemos qué clase de artillería emplearán, pero sí está claro que no tenemos nada que hacer contra una nave de guerra, y si lográramos acabar con esa gente, la nave nos alcanzaría mucho antes de que lográsemos reunimos con la Teddy R.

—Disculpe, señor, pero ¿por qué piensa usted que nos permitirán aterrizar?

—Volamos a velocidad de crucero y podemos dar casi por seguro que emplean armas guiadas por ordenador —respondió Cole mientras los disparos se volvían más contundentes—. ¿Cree usted que no nos habrían abatido si quisieran? Nos invitan a aterrizar y entre tanto nos enseñan lo que podrían dispararnos si tratamos de luchar o de escapar.

—¿Estás seguro? —le preguntó Forrice—. Somos una lanzadera y nos enfrentamos a una posición en tierra. Si quisiéramos, podríamos acelerar hasta la velocidad de la luz… pero, si aterrizamos, ellos serán muchos, y nosotros sólo tres.

—No piensas las cosas bien —le respondió Cole—. Si tratamos de acelerar hasta la velocidad de la luz sin salir de la atmósfera, la fricción nos abrasará. Y puedes apostar tu pescuezo alienígena a que su puntería mejorará mucho en cuanto empecemos a elevarnos. Haz el favor de reducir la velocidad y no actives ningún arma. Teniente, deje la radio abierta. Es casi seguro que nos darán alguna orden. No existe ningún motivo por el que Fujiama y Podok no deban oírlas.

—Querría hacerle otra pregunta, señor —dijo Christine.

—Pues puede que sea un buen momento para hacérmela —dijo Cole—. Una vez que lleguemos a la superficie vamos a estar muy ocupados.

—¿Por qué nos hemos metido en esta situación? —dijo la teniente—. Sin duda alguna usted sabía que llevarían armas y que podrían obligarnos a aterrizar.

—Era evidente que las llevarían —corroboró Cole—. En esta zona están muy expuestos.

—Entonces, ¿por qué nos ha puesto en peligro de manera deliberada? —siguió diciendo Christine—. No querría que interpretase mis palabras como una muestra de insubordinación pero, si tengo que morir, prefiero que sea por un buen motivo.

—No sé quién la habrá adoctrinado a usted, teniente —le respondió Cole—, pero no existe ningún buen motivo para morir. Nos encontramos en esta situación porque presiento que el comandante bortellita comparte mis sentimientos y no los de usted.

—No lo entiendo, señor.

—En el espaciopuerto hay una sola nave bortellita y nuestros sensores no detectaron ninguna al sobrevolar Pinocho. Sabemos que la nave transporta a una tripulación de unas trescientas personas. Sabemos que Rapunzel es un planeta de la República. ¿Cómo interpreta usted todo eso?

Mboya lo miró con el ceño fruncido de pura sorpresa.

—Bueno —prosiguió Cole—, permítame que le cite otro dato que hay que tener en cuenta: Bortel II no se unió oficialmente a la Federación Teroni hasta hace una semana.

De pronto, el rostro de la teniente se iluminó.

—¡Ahora lo entiendo! —dijo—. Usted piensa que se han estado infiltrando en Rapunzel. Que han mandado a cientos, quizá millares de agentes mientras Bortel II, oficialmente, aún era un planeta neutral.

—Así se explicaría que hayan podido aterrizar con su nave sin que nadie les dijera nada y que ahora mismo nadie trate de detenerlos. Si estoy en lo cierto, se marcharán en cuanto hayan conseguido lo que querían. Sería imposible que defendieran militarmente este planeta contra la República. No tienen manera de establecer líneas de suministros y tampoco es lo suficientemente valioso como para perder muchas naves en protegerlo. Lo más probable es que quisieran hacer su tarea y largarse enseguida.

—Todo eso que dices tiene su lógica —intervino Forrice—. Pero vamos a tocar tierra en noventa segundos, ¿qué haremos entonces?

—Valorar la situación —dijo Cole.

—Yo te la valoro ahora mismo —dijo Forrice—. La Federación Teroni nos llevará presos. No saben nada de la teniente Mboya y tampoco tendrán ningún interés en mí, pero se acordarán muy bien de ti. Wilson Cole sería un magnífico trofeo.

—Sé que te costará mucho creerlo, pero correremos menos peligro en esa situación que si hubiéramos entrado de incógnito en Pinocho, o en otra ciudad, y hubiéramos tratado de descubrir hasta dónde llega la infiltración.

Forrice resopló para expresar su desacuerdo. Sonó como un si bemol tocado por una tuba.

—Piénsalo bien —le dijo entonces Cole—. Si te descubren en las calles, o en los callejones de Pinocho, serás un espía que ha hecho demasiadas preguntas, y lo más probable es que te rajen el pescuezo. Quizá traten de hacerte pasar por víctima de un atracador, o quizá no, pero a ti te dará igual, porque habrás muerto, y la información que pudieras haber encontrado morirá contigo. Ahora, por lo menos, somos oficiales del Ejército de la República y viajamos en una nave militar, y saben que, si nos matan, tendrán que enfrentarse a la nave nodriza. Y como son recién llegados a la Periferia, es probable que no sepan que la Teddy R. acaba de salir de una residencia geriátrica. Además, se habrán imaginado que estamos aquí porque hemos descubierto su nave, y, si nosotros no decimos nada, es probable que no nos atribuyan la inteligencia suficiente como para adivinar que han venido a extraer energía. Al fin y al cabo, somos oficiales del Ejército, y si los suyos son tan cretinos y cabeza cuadradas como los nuestros, no tendrán mucha confianza en nuestras capacidades.

—Si desprecias tanto a los oficiales, ¿por qué te hiciste oficial? —preguntó Forrice.

—Porque se come mejor y no tengo que compartir el camarote —le respondió Cole, y ninguno de sus dos compañeros tuvo claro si bromeaba o no.

—Llegaremos a tierra en veinte segundos —anunció el molario.

—¿Alguna otra nave nos escolta? —preguntó Cole.

—No.

—Entonces, el vehículo que los ha traído hasta aquí es tan inofensivo que prefieren que no lo veamos.

—Los sensores no detectan ni rastro de una nave, ni siquiera de un transporte de tierra, señor —dijo Christine—. Lo más probable es que los dejaran, y que cuando quieran marcharse envíen una señal para que pasen a recogerlos.

Cole se quitó las pistolas láser y sónica.

—Dejad aquí la artillería —dijo—. Si las llevamos encima cuando salgamos de la nave, nos las van a quitar. ¿Para qué vamos a proporcionarles más armas?

Forrice y Christine lo imitaron, y Cole encerró todas las piezas en una taquilla.

—Por si inspeccionaran la nave —explicó.

—¿Va a permitir que suban a bordo? —preguntó Christine.

—Pues claro que no —respondió Cole—. Pero ya sabe usted lo que ocurre con los planes mejor trazados.

La nave sufrió una sacudida al posarse sobre terreno irregular.

—Creo que será mejor que responda yo todas las preguntas —dijo Cole—. Si empezamos a contradecirnos, podemos dar casi por seguro que nos separarán y nos harán un interrogatorio tirando a doloroso.

La escotilla se abrió y emergió una rampa por la que pudieron bajar cómodamente a tierra. Se encontraron con que la lanzadera y ellos mismos estaban rodeados por unos cincuenta soldados bortellitas. Tenían aspecto humanoide, pero eran más altos que los hombres, muy esbeltos, con manos de seis dedos provistas de dos pulgares opuestos cada una. Sus pies eran muy pequeños, como si hubieran evolucionado a partir de pezuñas. Las cabezas, casi circulares, con dos ojos excepcionalmente grandes, un par de fosas nasales muy separadas, sin ningún apéndice que se pudiera reconocer como nariz, y bocas anchas en las que quedaban al descubierto, cada vez que hablaban, unos dientes planos, sin caninos. Lo más interesante de todo era que llevaban cascos y bombonas de respiración.

—Yo pensaba que los bortellitas respiraban oxígeno, teniente —dijo Cole en voz baja.

—Sí, señor, respiran oxígeno.

«Entonces, necesitan oxígeno en proporciones mucho más altas, o mucho más bajas que las de Rapunzel —pensó Cole—. Quizá más adelante podamos sacar provecho de esa circunstancia.»

—¿Por qué habéis disparado contra mi nave? —preguntó Cole en voz alta.

—¿Y qué hacíais vosotros aquí? —le preguntó un bortellita que parecía el líder. Hablaba mediante un Equipo-T que traducía sus palabras al terrestre con mecánica monotonía.

—Rapunzel es uno de los planetas de la República y nosotros somos oficiales de la Armada de la República —le dijo Cole—. No tenemos por qué dar explicaciones de nuestra presencia. Os voy a hacer la misma pregunta: ¿qué hacen aquí unos soldados de la Federación Teroni?, y ¿por qué habéis disparado contra mi nave?

El líder de los bortellitas miró largamente a Cole.

—Rapunzel es neutral y ya no está afiliado a la República. Tenemos el mismo derecho que vosotros a estar aquí.

—¿Rapunzel ha abandonado la República? ¿Desde cuándo? —preguntó Cole.

—Pronto se hará público.

—¿Acaso se ha celebrado un plebiscito en Rapunzel? —preguntó Cole—. ¿Dónde se registraron los votos, y cuál es el porcentaje de población que ha optado por abandonar la República?

—No estoy al corriente de esas cuestiones —dijo el líder, eludiendo la pregunta—. Soy un oficial del Ejército, no un político.

—Entonces permíteme que te haga otra pregunta —dijo Cole—. ¿Contra quién protegéis estas montañas deshabitadas?

—Eso no es asunto vuestro.

—Lo siento, pero no estoy de acuerdo. Desde el momento en el que habéis disparado contra una nave de la República, sí que es asunto nuestro.

—Vosotros ya no tenéis ningún asunto en este planeta —dijo el bortellita—. Sabéis muy bien que habríamos podido abatiros. No lo hemos hecho porque era evidente que no estabais informados de la neutralidad de Rapunzel.

«¡Hijo de puta! Vuestra posición en este planeta es más débil de lo que imaginaba. De un momento a otro nos ofreceréis una escolta para que podamos marcharnos sanos y salvos.»

Como en respuesta a sus pensamientos, el bortellita dijo:

—Si empeñáis vuestra palabra de respetar la neutralidad de Rapunzel, os autorizaré a marcharos en paz.

Forrice y Christine buscaron a Cole con la mirada. Éste movió levemente la cabeza en señal de asentimiento.

—Os doy mi palabra —dijo Forrice.

—Y yo, la mía —añadió Christine.

—¿Y la tuya? —dijo el líder mientras se volvía hacia Cole.

—Al diablo con vosotros —preguntó éste—. No pienso prometeros nada. Aunque mis tripulantes sean unos traidores, yo no lo soy.

—¿Qué? —bramó Forrice.

—Ya me habéis oído —dijo Cole—. Habéis deshonrado el uniforme.

Le arreó un puñetazo en el pecho al molario, y al mismo tiempo le dijo, tan sólo con los labios:

«Sujétame.»

Forrice lo miró, como sorprendido, pero no hizo ningún intento de sujetarlo.

«¡Mierda! —pensó Cole—. Este tío habla terrestre, pero forma las palabras de otra manera. No sabe leer los labios.»

—¡Y tú! —dijo, al tiempo que se volvía hacia Christine—. ¡No eres mejor que él!

«¡Pégame!», dijo también con los labios.

Christine dio un paso hacia delante.

—¡Has estado a punto de conseguir que nos mataran a todos! —chilló—. ¡No te atrevas a llamarme traidora!

Le dio un puñetazo a Cole. Éste se agachó, se arrojó contra ella y la sujetó con ambos brazos.

Bajó la cabeza y susurró:

—En cuanto hayas salido de aquí, cuéntaselo todo a…

—A Monte Fuji, ya lo sé —le respondió ella, también en susurros.

«¡No!»

Los bortellitas los separaron antes de que hubiera logrado decir nada más.

«Tengo que hacerle llegar el mensaje de algún modo.»

—Esto saldrá en los titulares cuando te lleven ante la corte marcial —dijo amargamente.

«¿Lo has entendido? ¿Has pillado la palabra clave? Si no, voy a tener problemas muy serios.»

—¡Por mí que te corten en pedazos! —masculló la teniente. Se volvió hacia el líder bortellita—. ¿Puedo marcharme?

«Espero de verdad que eso signifique que lo has comprendido.»

—Sí —respondió el bortellita—. Pero, si volvéis por aquí, haremos pedazos vuestra nave.

—Habíais dicho que Rapunzel era un planeta neutral —dijo Forrice.

—Lo es —dijo el bortellita—. Pero interpretaremos vuestro regreso como un acto de agresión y responderemos en consecuencia.

—¿Y qué sucederá si somos nosotros quienes consideramos que vuestra presencia es un acto de agresión? —le replicó el molario.

«¡Cállate y largaos de aquí antes de que ése cambie de idea!»

—Nosotros no nos hallamos bajo la autoridad de un oficial que se niega a reconocer la neutralidad de Rapunzel y nuestro derecho a estar aquí —fue la respuesta.

Cole estaba seguro de que Forrice trataría de discutir y llegó a la conclusión de que había que impedirlo.

—¡Lárgate de aquí, cobarde asqueroso! —rugió. «Por favor», pensó.

Por fin, Forrice comprendió las intenciones de Cole.

—Procurad que su muerte no sea muy rápida —le dijo al bortellita. Se volvió hacia la escotilla de la nave, seguido por Christine. Cole fue capaz de descifrar el lenguaje corporal de sus dos compañeros: se marchaban descontentos, casi como protestando.

La Kermit se elevó al cabo de un instante, mientras el líder bortellita observaba a Cole.

—Tus rasgos me resultan familiares —dijo por fin. No apartaba los ojos de él—. Muy familiares. —Instantes de silencio—. Pero no puede ser que haya tenido tanta suerte. ¿Cómo iban a enviarte a este rincón anodino perdido en el universo?

—No tengo ni idea de lo que me hablas —le respondió Cole.

El bortellita no dejaba de mirarlo.

—Seguramente me equivoco. Todos los humanos os parecéis. Pero, por si acaso, pasaremos el escáner por el chip de identificación que llevas en el cuerpo.

—Ahorraos el esfuerzo. Soy el comandante Wilson Cole, segundo oficial de la Theodore Roosevelt.

—¡Lo sabía! —exclamó el bortellita—. ¡Hemos capturado al famoso Wilson Cole!

Cole se encogió de hombros.

—Son cosas que ocurren.

El líder se volvió hacia un subordinado.

—Informa a la nave y ordénales que preparen una celda con el nivel de oxígeno necesario para nuestro cautivo. —Entonces se volvió hacia Cole—. ¿Qué puede hacer en la Periferia un militar con tus credenciales?

—Preguntarse si la comida que dais a los prisioneros es buena.

—No parece que te preocupe mucho tu situación.

—Soy un hombre razonable —le dijo Cole—. Estoy dispuesto a negociar.

—¿Por tu libertad? —dijo el bortellita, con un sonido semejante a una carcajada desagradable.

—Por la vuestra.

—Valientes palabras, en boca de un cautivo a quien su tripulación y su nave acaban de abandonar.

—Soy de naturaleza optimista —dijo Cole.

—La verdad es que no me imaginaba de esta manera al legendario militar del que tanto nos habían hablado.

Cole le sonrió.

—El día es joven —dijo.