—Señor, vamos a tener que restablecer el contacto por radio —dijo Christine—. El espaciopuerto requiere que nos identifiquemos.
—No le responda todavía —dijo Cole.
—Pero, señor…
—Sería estupendo que Rapunzel controlara su propio espaciopuerto… pero nuestra única razón para venir hasta aquí era que tal vez los bortellitas se han apoderado de él. No tiene ningún sentido que los informemos de que nos encontramos en una lanzadera de la República. —Bajó la cabeza, pensativo, por unos instantes, y luego volvió a levantar la mirada—. Cuatro Ojos, ¿cómo se dice «Kermit» en molario?
—No lo decimos.
—Pero si lo dijerais…
Forrice pensó la palabra y luego hizo un sonido que parecía a medio camino entre una tos y un gruñido.
—Con eso nos bastará. Teniente, inserte el fusible en la radio y actívela. Luego se la entregará a Cuatro Ojos, que les dirá que somos la nave Kermit… pero en su idioma.
—No creo que allí haya nadie que pueda entenderlo —dijo Forrice, y se introdujo un pequeño receptor en el oído izquierdo.
—Eso espero —dijo Cole—. Con toda seguridad, la Teddy R. captará nuestra retransmisión y tú les contarás nuestro motivo para estar aquí. Otros tres molarios viajan a bordo. Fujiama reconocerá tu jerga, aunque no sepa hablarla, y llamará a uno de los molarios. Tú gana tiempo con los del espaciopuerto.
—¿Y si los del espaciopuerto nos disparan igualmente? —preguntó Christine.
—Si la gente del lugar aún está al mando, dispararán tan sólo contra un enemigo. Esto es un planeta de la República y nosotros viajamos en una nave de la República.
—Pero ¿y si los nativos ya no están al mando? —insistió Christine—. ¿Y si los bortellitas controlan la situación?
—Por eso hemos venido, ¿no? —le respondió Cole—. Para saber lo que ocurre. Uno de los posibles métodos es ver si tratan de aniquilarnos.
—Si a usted no le importa, señor, preferiría que no lo hicieran —dijo Christine.
—Yo también lo preferiría. Sé que la voy a sorprender con esto, teniente, o quizá la voy a decepcionar pero, en realidad, no me gusta que me disparen.
Forrice, que hasta aquel momento había hablado en voz baja por la radio, levantó los ojos.
—Bueno, van a tardar unas horas en comprender lo que les he dicho… pero nadie nos ha disparado. De momento.
—¿Y les has explicado nuestra situación a los de la Teddy R.?
—Sí. Pero, por supuesto, no tengo ni idea de si lo han oído.
—Sí, sí lo han oído —dijo Cole—. Y ya lo han traducido.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —le preguntó Forrice.
—Porque saben que hemos activado la radio, y, si no hubieran recibido el mensaje, nos estarían ordenando que nos largáramos de aquí.
—Lo que dices parece lógico —confirmó Forrice.
—No, no es lógico —dijo Christine—. ¿Me está diciendo que el capitán Fujiama quiere que aterricemos en Rapunzel?
—Claro que no —le respondió Cole—. Pero tampoco quiere que nos hagan pedazos, y tiene miedo de que eso sea lo que nos ocurra si contacta con nosotros o nos identifica de algún modo.
—Conozco a Wilson Cole mejor que usted, teniente —dijo Forrice—. No me extrañaría que nos pusiera en una situación en la que a Monte Fuji no le quedara otro remedio que hacer lo que tiene que hacer para salvarnos la vida.
—¿Fue así cómo lo consiguió en las otras ocasiones? —preguntó Christine.
—¿Qué es lo que conseguí? Nunca en mi vida había aterrizado en Rapunzel —fue la respuesta evasiva de Cole.
—Sabe muy bien lo que le quiero decir, señor.
—No, no tengo ni idea de lo que me quiere usted decir, teniente.
—Siento tener que interrumpir este intercambio de desmentidos —dijo Forrice—, pero los del planeta requieren más información.
—Dásela… en molario.
Forrice dijo dos frases en su lengua materna y aguardó una respuesta, y luego se volvió hacia Cole.
—No nos dejarán aterrizar hasta que encontremos a alguien que hable, o que pueda comunicarse en terrestre.
—Qué lástima —dijo Cole—. Creo que tendremos que aterrizar en otra parte.
—¿En otra parte de Rapunzel?
—¿Ves algún otro planeta con oxígeno en las cercanías?
—Usted no ha tenido en ningún momento la intención de aterrizar en el espaciopuerto, ¿verdad? —preguntó Christine.
—Bueno, si ésos llegan a tener un molario a mano, no me habría quedado ninguna otra opción, ¿verdad? —dijo Cole—. Cuatro Ojos, ¿cuál es la ciudad más grande en la cara no iluminada?
Forrice consultó el ordenador y luego se volvió hacia los otros.
—Hay una ciudad con unos doscientos mil habitantes —calló por unos instantes—. Se llama Pinocho. ¿Os dice algo ese nombre?
—Sí —dijo Cole—. Nos dice que el que hizo los mapas de ese planeta leyó demasiados cuentos infantiles cuando era niño.
—¿Puedo preguntar por qué no aterrizamos en el espaciopuerto, señor? —preguntó Christine.
—Para adaptarnos a la situación —le respondió Cole—. Los bortellitas aparcaron esa nave de guerra en el espaciopuerto, pero no la habrán dejado vacía… es demasiado valiosa y potente. Sin duda alguna, al encontrarse sobre tierra se sentirán vulnerables, y habrán activado todas las sondas y sensores. Eso significa que saben que estamos aquí.
—De acuerdo, saben que estamos aquí —dijo ella, mientras se preguntaba adonde quería llegar Cole.
—Estamos en guerra —dijo Cole—. Y han aterrizado en territorio de la República.
Christine frunció el ceño, sorprendida.
—¿Y?
—Y ellos no nos disparan. ¿Qué le parece que puede significar eso, teniente?
—¿Qué no quieren entrar en combate? —dijo ella, confusa.
—Llevamos años de combates.
—Entonces no entiendo lo que quiere decir, señor.
—El hecho de que no traten de abatirnos significa que no les importa que aterricemos en el espaciopuerto. No se me ocurre un motivo mejor para no aterrizar allí. Vamos a orbitar en torno al planeta y veremos si localizamos lo que ellos no quieren que veamos.
—¿Qué le hace pensar que hay algo, señor?
—Se encuentran ahí y su nave está intacta. Uno no desciende a un planeta enemigo en busca de suministros, ni para hacer reparaciones. Seguro que persiguen un objetivo militar. En estos momentos, lo único que sabemos es que ese objetivo militar no se halla en los alrededores del espaciopuerto, así que iremos a buscarlo en otra parte.
—¿Y crees que podría estar en Pinocho? —preguntó Forrice.
—No, la verdad es que no lo creo —le respondió Cole—. Esto es un planeta de la República. Tal vez en Pinocho haya alguien que pueda explicarnos lo que sucede. Aunque sea posible comprar o intimidar a un montón de personas, nunca se puede dominar a todo el mundo.
—Pero ¿qué buscamos, señor? —preguntó Christine.
—No tengo ni idea, teniente —reconoció Cole—. Pero, sea lo que sea, lo vamos a descubrir. La mitad del trabajo de encontrar pistas consiste en saber si existen. Y nosotros sabemos que hay una nave enemiga en Rapunzel y que prácticamente nos está invitando a descender al espaciopuerto.
—Aterrizaron pocas horas antes de que llegáramos nosotros —dijo Forrice—. Puede que aún no hayan tenido tiempo de organizar nada.
—No es el primer viaje que hacen hasta aquí —dijo Cole con mucha convicción—. O, por lo menos, no es la primera nave de la Federación Teroni que aterriza en Rapunzel.
—Esa conclusión es muy aventurada —dijo Forrice.
—Es una conclusión obvia —dijo Cole—. No quisiera repetirme, pero el caso es que no nos han disparado. Si no hubieran dispersado a sus hombres y sus equipos, si todo estuviera en el espaciopuerto, vulnerable a un ataque, ahora mismo estaríamos esquivando láseres y rayos de energía.
—Bueno, por lo menos somos libres de ir donde queramos. Los bortellitas no nos van a decir «no miréis ahí», y la Teddy R. tampoco nos dirá nada. —El equivalente molario de una sonrisa sarcástica afloró al rostro de Forrice—. Casi parece como si alguien lo hubiera planeado.
—¿Qué te parecería si te concentraras en la navegación?
—¿Y qué tengo que hacer yo, señor? —preguntó Christine.
—La conquista de Rapunzel no compensaría el esfuerzo. Aquí, en la Periferia, rodeado de planetas de la República, los teroni no podrían defenderlo. Y es evidente que tampoco lo han destruido. ¿Qué puede significar eso?
—Que quieren algo que se encuentra en Rapunzel y piensan que la tripulación de una sola nave será capaz de conseguirlo.
—Muy bien, teniente —dijo Cole—. ¿Y qué le parece que puede ser?
—¿Un hombre, quizá? ¿Un líder político? ¿O un científico?
Cole negó con la cabeza.
—Si buscaran a un hombre, lo habrían matado, o hecho prisionero, y se habrían marchado acto seguido.
—Hace sólo unas horas que han llegado —observó Forrice.
—Si hubieran venido por un hombre, lo habrían localizado antes de aterrizar —dijo Cole—. Tienen lanzaderas que probablemente son más veloces que esta en la que viajamos. Lo habrían encontrado ya.
—Entonces sólo nos queda… no sé, algo del planeta —dijo Christine.
—No nos quedemos en meras suposiciones, teniente. Dígale al ordenador que revise todos los datos de los que disponga e investigue qué puede haber en Rapunzel que le sea útil a una maquinaria militar. Cualquier cosa, desde diamantes hasta minerales, u otros elementos que empleen en sus sistemas de armamento. Luego, cuando haya encontrado unas cuantas posibilidades que parezcan dignas del viaje y los riesgos, confróntelas con los recursos disponibles en el sistema bortellita. Por ejemplo: no tendría sentido que vinieran hasta aquí en busca de plutonio si lo tuvieran en su planeta, o en el de al lado. Una vez que haya descartado todo lo descartable, sabremos el objetivo de su visita y el lugar donde se encuentran.
—¿Y luego qué haremos, señor?
—Luego decidiremos lo que tenemos que hacer —le respondió Cole—. No tendría mucho sentido que trazáramos planes sin saber a qué nos enfrentamos.
—Nos enfrentamos a los malos —dijo Forrice—. ¿Qué más quieres saber?
—¿Han tomado rehenes? ¿La Teddy R. tendría tiempo de venir hasta aquí antes de que los bortellitas encuentren lo que buscan? ¿La gente que vive en el planeta son cómplices voluntarios, o consideran enemigos a los bortellitas? ¿Qué clase de armas han traído con la nave? —Cole calló por unos instantes—. Y aún podría plantearme otra docena de preguntas. ¿Quieres que te haga una lista?
—Por esta vez te las perdono —le dijo Forrice, y su rostro esbozó otra sonrisa alienígena.
—Gracias por ese pequeño favor —le dijo Cole—. Ahora hazme uno grande y dime cuánto vamos a tardar en llegar a Pinocho.
—Nos movemos por debajo de la velocidad de la luz, pero aún no hemos entrado en la estratosfera. Llegaremos allí en treinta segundos.
—En cuanto estemos sobre la estratosfera, iguala nuestra velocidad a la del planeta y entra en la atmósfera.
—¿En la atmósfera? ¿No nos quedamos en la estratosfera?
—Exacto —dijo Cole—. Es de noche y verán resplandecer nuestros escudos térmicos. Quédate sobre la ciudad hasta que dejemos de brillar y luego aléjate de ella a toda velocidad en la dirección que prefieras.
—Supongo que tendrás un motivo para hacer eso —le respondió Forrice.
—La nave de guerra sabe que estamos aquí. Sin duda han alertado a los tripulantes que se encuentran fuera de ella —le explicó Cole—. Pero, como no tienen manera de ver a través del planeta, ni desde una de sus caras hasta la otra, no tendrán manera de localizarnos mientras nos movamos por la cara no iluminada. En cuanto nos vean sobrevolando Pinocho, habrá alguien que informe de nuestra presencia, esa nave captará la retransmisión y dará la noticia de que estamos interesados en la ciudad, y entonces la tripulación de la nave, esté donde esté, se sentirá un poco más segura y bajará la guardia.
—Eso es lo que tú quieres creer —dijo Forrice mientras la Kermit descendía por la estratosfera, y luego por la atmósfera.
—Sí, es lo que quiero creer —reconoció Cole.
Vieron las luces de Pinocho en las pantallas. No causaba una gran impresión, pero una ciudad de doscientas mil almas era populosa para un mundo colonial, sobre todo para los que se encontraban en la Periferia.
—Los escudos térmicos han vuelto a la normalidad —proclamó Forrice—. ¿En qué dirección vamos?
—La que tú prefieras —le dijo Cole—. Mientras la teniente Mboya no nos proporcione la información que necesitamos, podemos tomar cualquier rumbo.
—Estoy en ello —dijo Christine—. Hasta ahora no he encontrado nada por lo que mereciera la pena venir hasta aquí. Ni minerales, ni ningún otro material que sea escaso o que valga la pena extraer. ¡Diablos!, si a duras penas tienen hierro.
—Lo que está claro es que no han venido hasta aquí para cargar hierro en una nave de guerra carísima y luego llevárselo a su base para olerlo. Siga buscando.
—¿En qué dirección vamos? —preguntó la teniente sin apartar los ojos del ordenador.
—Hacia el sudoeste —le dijo Forrice—. ¿Quiere que le indique los grados, minutos y segundos?
—¿Hacia el sudoeste? —repitió la teniente—. Deme la altitud.
—Unos cinco mil metros.
—No es suficiente —dijo ella—. Elévese hasta diez mil.
—¿Qué tenemos más adelante? —le preguntó Forrice mientras corregía la altitud.
—Una cordillera.
—¿Algo más en el sudoeste? —le preguntó Cole.
—Según el ordenador, no —respondió la mujer—. No parece que la población sea escasa, sino más bien inexistente.
—Eso tiene su lógica —dijo Forrice—. En esas montañas no crecería nada.
—Ahora mismo pasamos por encima —dijo Christine—. No detectamos nada… ni minerales raros, ni fisibles, ni nada. Y aunque hubiera algo, tampoco importaría. Es una cordillera joven, con muchos volcanes. Muchos de ellos podrían entrar en erupción en cualquier momento. No me gustaría nada trabajar aquí con un grupo de mineros.
Siguieron en la misma dirección durante una media hora. Entonces habló Forrice:
—No hemos visto nada. ¿Quieres que mantenga el rumbo?
Cole no le respondió.
—¡Eh, tú, el héroe! —dijo el molario—. ¿Estás despierto?
—Sí, lo estoy.
—¿Quieres que cambie el rumbo?
No hubo respuesta.
—¿Estás bien? —preguntó Forrice.
—Cállate un minuto. Estoy pensando.
Forrice calló al instante y se concentró en la navegación, mientras Christine seguía con el ordenador, en busca de algo, lo que fuera, que pudiese haber atraído a los bortellitas hasta Rapunzel.
Cole se había sumido en el silencio más absoluto, con la barbilla apoyada sobre el puño y la mirada fija en un punto que únicamente él veía. Estuvo inmóvil durante casi dos minutos y luego, de pronto, levantó la cabeza.
—Necesito información, teniente —dijo.
—Todavía no he encontrado nada que nos sea útil, señor.
—No le hablo de Rapunzel… sino de Bortel II.
—¿Señor?
—Descubra qué clase de energía emplean. No sólo el Ejército, sino todo ese maldito planeta.
La teniente introdujo la consulta en el ordenador, aguardó unos segundos a que apareciesen los datos y se volvió hacia Cole.
—Bortel II no tiene minerales fisibles de ningún tipo, señor.
—No se me habría ocurrido nunca.
—Pero esa nave sí tiene que emplear combustible fisible, señor —prosiguió la teniente—. No funcionará con madera, ni con carbón.
—Eso ya lo sé —le dijo Cole—. ¿Y qué me puede decir sobre las reservas de combustible de ese planeta? Gas, carbón, petróleo, lo que sea.
Christine miró el ordenador.
—Se han agotado en un noventa por ciento, señor.
—A que lo adivino: la economía planetaria se encuentra en plena depresión y su situación debe de haber sido muy mala durante, por lo menos, un par de años, o quizá más.
La teniente lo comprobó y luego se volvió con cara de sorpresa hacia Cole.
—Sí, señor. Se encuentran en el cuarto año de una gran depresión económica.
—Cuatro Ojos, vira ciento ochenta grados y regresemos al lugar de dónde venimos —dijo Cole.
—¡Lo ha descubierto! —dijo Christine—. Sabe porqué han venido y dónde están, ¿verdad?
Cole asintió con la cabeza.
—Sí, creo que sí.
—¿Y bien? —le preguntó el molario.
—Tenemos que ponderar una serie de datos —respondió Cole—. Por separado, no significan nada. Pero si los juntamos como un rompecabezas, podemos llegar a ciertas conclusiones.
—Sean las que fueren, todos nosotros estamos al corriente de los mismos datos y sólo tú has sabido encontrarles un significado —le dijo Forrice—. ¿Cómo es posible?
Cole se permitió el placer de una sonrisa.
—¿Quieres una respuesta sincera, o más bien amistosa?
—Déjate de historias y explícanos cuáles son esas conclusiones.
—La primera pista fue que la teniente Mboya se viera incapaz de encontrar un motivo por el que valiese la pena venir hasta Rapunzel… ni un tesoro, ni material fisible, ni una persona por la que se pudiera pagar un rescate, ni oro, ni diamantes enterrados bajo la superficie. Después averiguamos que Bortel II se había mantenido neutral durante varios años y luego, de pronto, se había unido a la Federación Teroni. Y, por supuesto, debemos tener en cuenta esa cordillera.
—¿Y tan sólo con esos datos crees haber descubierto lo que sucede aquí? —le dijo Forrice—. ¿A qué suposiciones has llegado acerca de la situación en Bortel II?
—No son suposiciones —le respondió Cole—. Este planeta dispone en abundancia de un único recurso, y tan sólo para quien sepa explotarlo. Ese recurso es la energía.
—¿Energía? —le dijo Forrice en tono de burla—. La teniente Mboya te ha dicho que no hay plutonio, ni uranio, ni…
—No has escuchado —le interrumpió Cole—. Hemos pasado sobre una cordillera de unos mil seiscientos kilómetros de longitud, repleta de volcanes activos. Si se emplea la tecnología adecuada, sería posible mantener en funcionamiento un planeta entero durante varios siglos con la energía que trata de escapar de esas montañas. Por eso he preguntado por las reservas energéticas de Bortel. Si eran tan bajas como había sospechado, el motivo de la presencia de los bortellitas es obvio. Y como resulta evidente que no han venido en misión de conquista, lo más probable es que hayan traído en una sola nave todo lo que necesitan: científicos con los conocimientos y la tecnología necesaria para extraer una buena cantidad de energía y almacenarla, y personal militar suficiente para protegerlos. Están desesperados por conseguir energía y ése es también el motivo por el que se han unido a la Federación Teroni. La República no lo reconocerá jamás, por supuesto, pero a mí no me extrañaría que Bortel II se hubiera puesto extraoficialmente a subasta y se hubiera ofrecido al bando que les proporcionara combustible para sus naves de guerra. Piensa en la energía que debe de consumir esa navecilla que tienen en el espaciopuerto y recuerda también lo que nos ha dicho la teniente Mboya: carecen de minerales fisibles en su planeta de origen. No es posible que hayan desarrollado de un día para otro la energía necesaria para impulsar una nave como ésa. Han estado comprando el combustible, seguramente a ambos bandos, pero, en el momento en el que su economía se fue al garete, tuvieron que adoptar otras medidas. Una de ellas fue unirse a la Federación. La otra fue venir aquí.
—Lo que usted explica parece lógico —dijo Christine.
—Sí, tiene razón —confirmó Forrice—. Pero no soporto que la tenga. Siempre que tiene razón mete en problemas a todos los que se encuentran a su alrededor.
—Pero antes, cuando sobrevolábamos las montañas, los sensores no han detectado ninguna actividad, ni siquiera formas de vida de gran tamaño —dijo la teniente.
—Tan sólo las atravesamos —dijo Cole—. Esta vez vamos a recorrer los mil seiscientos kilómetros que van de extremo a extremo, primero por un lado y después por el otro. En algún momento del recorrido encontraremos lo que buscamos. O más bien, encontraremos a los que buscamos. —Se volvió hacia Forrice—. ¿Cuánto tardaremos en alcanzar las estribaciones?
—No mucho —le respondió el molario—. Quizá dos o tres minutos.
—Diablos, ojalá supiera qué clase de tecnología se necesita para extraer y almacenar toda esa energía —dijo Christine—. Entonces podría programar los sensores de forma específica.
—Pero como no podemos hacerlo, buscaremos criaturas vivas en las montañas —dijo Cole—. Si las encontrara de cuatro patas, o de seis, dígales a los sensores que busquen grupos de bípedos.
—Sí, señor. Pondré manos a la obra.
Cole se levantó.
—Bueno —dijo—, si usted se encarga de esto, y Cuatro Ojos pilota la nave, creo que puedo ir a buscar algo para comer.
—¿En un momento como éste? —le preguntó Forrice.
—Tengo hambre —le respondió Cole—. Y éste es el mejor momento para comer. —Miró alrededor—. ¿Dónde diablos se guardan las provisiones en las lanzaderas?
—En el último camarote, a la izquierda.
Cole fue hasta el final de la lanzadera, encontró el camarote, abrió, no halló nada que le apeteciera y al final tomó un pastelito. Primero lo miró con desagrado, y luego se encogió de hombros y le dio un mordisco. Masticó, pensativo. Llegó a la conclusión de que sí le gustaba y le dio otro mordisco. Iba a buscar café o té para acompañarlo, pero entonces Forrice lo llamó.
—No querría molestarte —dijo el molario—, pero acabamos de encontrar a los malos. —La pequeña nave se estremeció y empezó a perder altitud—. O, mejor dicho, han sido ellos quienes nos han encontrado a nosotros.