Forrice le enseñó a Cole las cuatro lanzaderas blindadas que llevaban adosadas al casco de la nave y luego lo acompañó a la Sección de Seguridad, donde encontraron a una mujer pequeña y membruda, sentada tras un escritorio, sumida en el estudio de una serie de imágenes holográficas que flotaban sobre el mueble. Tan pronto como les vio entrar, murmuró una orden y las pantallas desaparecieron.
—Wilson Cole, te presento a Sharon Blacksmith —dijo Forrice—. La coronel Blacksmith es nuestra directora de Seguridad.
—Y yo sé muy bien quién es usted —dijo ella mientras se ponía en pie—. Su reputación lo precede, comandante Cole.
—Puede llamarme Wilson —le dijo Cole.
—Está bien. Y a mí puede llamarme Sharon, siempre que no anden cerca ni Monte Fuji ni Podok.
—La coronel Blacksmith es un caso atípico en la Teddy R., porque sabe lo que hace y lo hace rematadamente bien —dijo Forrice. La mujer miró con atención a Cole.
—Es usted más bajito de lo que había esperado.
—A mí no me venga con esas chorradas —respondió él.
—¡Wilson! —le dijo Forrice, sorprendido.
—Ha revisado dos veces mi expediente y seguramente fue usted quien introdujo mis datos en el sistema de seguridad. Si fuera medio centímetro más alto, o más bajo de lo que usted esperaba, si hubiera pesado un kilo de más o de menos, todas las putas alarmas de la nave habrían saltado. —Calló y la miró, sonriente—. ¿He pasado la prueba?
—Con sobresaliente —dijo ella, y le devolvió la sonrisa—. Espero que no lo haya molestado.
—Por supuesto que no. Me alegro de saber que tenemos una directora de Seguridad competente a bordo. Ahora permítame que sea yo quien le haga una pregunta.
—Adelante.
—Por lo que sé, la Teddy R. no se ha posado sobre ningún planeta en más de medio año. Soy tan sólo el quinto reemplazo que ha subido a bordo desde entonces. Y yo le pregunto: ¿qué hace usted con su tiempo?
—Es una pregunta razonable —le respondió Sharon—. Controlo todas las transmisiones, mantengo bajo vigilancia todas las zonas relevantes, trato de impedir el tráfico de drogas dentro de la nave, trato de impedir que los tripulantes se maten entre ellos —cada cierto tiempo lo intentan— y me cercioro de que el oficial de cubierta inspeccione el área circundante una vez por hora.
—Yo pensaba que no habría ninguna nave teroni a varios pársecs de distancia —dijo Cole.
—Esperemos que no. Pero la flota teroni no es el único peligro. El año pasado hubo sabotajes en diecisiete naves. Seis de ellas transportaban tripulaciones enteramente humanas, otras tres debían de tener un ochenta por ciento de tripulantes humanos, y tan sólo había una integralmente no humana. Eso significa que les ocurre algo tanto a los miembros humanos de la Armada como a los no humanos. No sé qué clase de sugestión se necesita para convencer a alguien de que se vuele a sí mismo junto con su nave, pero está claro que ha ocurrido en varias ocasiones… y mi trabajo es impedir que suceda lo mismo aquí.
—¿Diecisiete? Había oído hablar de dos o tres, pero no sabía que fueran tantas.
—La Armada no se dedica a presumir de ello.
—Así que se lo callan, para garantizar que si alguien ve movimientos sospechosos, no los reconozca como tales.
—Me gusta usted, comandante Cole —dijo la mujer.
—Wilson —la corrigió él.
La mujer abrió un cajón del escritorio y sacó una botella plateada.
—¿Le apetece un trago? —preguntó.
—¿Cuál es la sanción por beber en horas de servicio?
—Depende de si los de Seguridad se enteran.
—Entonces no rechazaré la invitación —dijo. Aceptó la botella, la abrió y tomó un trago. Se volvió hacia Forrice—: Te ofrecería a ti también, pero seguramente te echarías la bebida sobre la cabeza y luego te comerías la botella.
—La próxima vez que un teroni ofrezca dinero por tu cabeza me lo voy a pensar muy en serio —dijo Forrice.
—No debería decírselo —explicó Sharon—, pero Forrice estaba que se salía de contento cuando supo que lo mandaban aquí. Seguro que nunca dice nada bueno sobre usted cuando lo tiene delante, pero me ha informado de sus diversas hazañas.
—Creo que la Armada las llamaría «desastres» —le dijo secamente Cole.
—La tripulación de la Teddy R. está mucho mejor informada —dijo ella—. Es usted una especie de leyenda.
—No me haga pasar vergüenza el primer día de trabajo —le dijo Cole, incómodo.
—De acuerdo, está bien —dijo Sharon, y escondió de nuevo la botella—. ¿Puedo servirle en algo?
—Sí, de hecho, sí puede servirme en algo. ¿Cuál es la composición racial de la tripulación?
—Treinta y siete humanos, cinco polonoi, cuatro molarios, un tolobita, un morovita, un bedalio y un bdxeni.
Cole negó con la cabeza.
—Idiotas.
—¿Qué quiere decir?
—Si están tan preocupados por la insatisfacción de los tripulantes, ¿por qué diablos han metido aquí a un solo miembro de cuatro razas? No tienen a nadie con quien hablar ni pueden compartir sus experiencias, ni su manera de ver el mundo.
—Bueno, eso no es del todo cierto. El tolobita tiene a su simbionte y el bdxeni trabaja en todo momento, durante todos los días, y no necesita distracciones.
—Aun así.
—Nosotros no decidimos sobre nadie, ni sobre nada que quiera enviarnos la Armada —respondió Sharon.
—No he querido decir que usted fuera idiota —dijo Cole—. Una política tan estúpida tiene que venir de arriba.
—Estaba usted en lo cierto, Forrice —le dijo al molario—. Este hombre tiene cualidades. Comandante Cole… Wilson… creo que vamos a ser buenos amigos.
—Estupendo —dijo Cole—. Los amigos no me sobran.
—¿Necesita algo más?
—Todavía no le he presentado mi petición.
—Pensaba que quería saber la composición racial de la tripulación —dijo ella.
—Eso era sólo un paso previo. Quiero tener acceso a todos los datos que haya recopilado acerca de todos los miembros de la tripulación. Quiero saber todo lo que pueda acerca de los humanos y los alienígenas con los que voy a tratar.
—¿Y cuál es su acreditación en Seguridad?
Cole se encogió de hombros.
—Debe de estar un grado o dos más abajo que antes —dijo.
—Lo averiguaré y le permitiré el acceso a los datos correspondientes a ese nivel —le dijo.
—Gracias —dijo Cole—. Ha sido un placer conocerla, pero me imagino que tendría que terminar la visita guiada antes de que empiece mi turno.
—Nos veremos muy a menudo —le dijo Sharon.
—Si me permite la pregunta, ¿qué hace una oficial competente como usted en una nave como ésta?
—La pregunta es tan halagadora que no le decepcionaré con la respuesta.
—¿Qué quieres que te enseñe ahora? —le dijo Forrice—. ¿El puente?
—Todos los puentes se parecen —le respondió Cole—. Vamos a ver otra cosa.
—Pero es que vas a pasarte la mayor parte del tiempo allí —repuso el molario.
—De eso ni hablar. —Forrice lo miró con curiosidad—. Hay un piloto, un oficial de artillería y un oficial de cubierta. Tengo acceso desde cualquier parte de la nave a todo lo que ellos vean u oigan, y también me será posible darles órdenes desde cualquier lugar. ¿Para qué voy a perder el tiempo durante horas y horas mirando las pantallas o la parte de atrás de la cabeza de toda esa gente?
—No me extraña que no logre obedecer órdenes —le dijo Sharon—. Es demasiado inteligente.
—Está bien —le dijo Forrice—. ¿Qué quieres que te enseñe ahora?
—¿Qué clase de instalaciones para ejercicio físico tiene la Teddy R.?
—Pequeñas. La mitad es para los humanos y la otra mitad para los demás.
—Pues enséñamelas para que sepa dónde están. Luego iremos a la enfermería.
—Vamos —le dijo Forrice.
El molario salió al pasillo, guió a Cole hasta otro aeroascensor y subieron un nivel. Vieron la sala de ejercicio físico —era demasiado pequeña y estaba todo demasiado apretujado para poder llamarla «gimnasio»— y luego pasaron a la enfermería.
—Está bien —dijo Cole mientras contemplaba el pequeño quirófano—. Más moderno de lo que había esperado. —Pasaron por la sala de recuperación, aún más pequeña, hasta otra donde había cuatro camas para humanos, una separación casi invisible, y, al otro lado de ésta, tres camas de formas muy variadas para los no humanos—. Esto sí que es optimismo.
—¿Optimismo? —repitió Forrice.
—¿Qué pasaría si diez miembros de la tripulación resultaran heridos… o si nos llegara un cargamento de comida en mal estado?
—La Teddy R. no ha combatido aún lo suficiente como para que hubiese diez heridos —le respondió el molario—. Y nunca jamás nos ha llegado un cargamento de comida en buen estado. Creo que ya estamos inmunizados contra todo.
—¿Cuántos médicos tenéis?
—Si te lo digo, pensarás que te tomo el pelo —le dijo Forrice.
—No sé por qué, tu respuesta no me sorprende —le dijo Cole—. ¿Cuántos?
—Uno… un bedalio llamado Tzinto.
—¿Y no hay ningún médico humano?
—Había uno.
—¿Y? —insistió Cole.
—Sufrió un ataque en… en un órgano inútil que sólo tienen los humanos.
—¿Una inflamación de apéndice?
—¡Sí, eso es! —dijo Forrice—. El apéndice. Murió en la mesa de operaciones.
—Gracias. No veas la confianza que me inspira ese tal Tzinto.
—No fue culpa suya. Está especializado en fisiología no humana.
—¿Hemos solicitado un reemplazo para el médico humano? —preguntó Cole.
—Sí, pero en estos momentos hay una guerra —le respondió Forrice—. Una guerra de verdad, no la ronda sin sentido que hacemos aquí. Y no pueden prescindir de ningún médico.
—Fujiama se equivocaba —dijo Cole—. En una prisión militar, por lo menos, se puede acceder a una asistencia médica decente.
—No sé de qué me hablas ahora.
—No, de nada —le dijo Cole—. Bueno, ya he visto bastante. Prosigamos con la visita.
—Es una nave de lo más normal —dijo Forrice—. Sólo nos quedan las secciones de armamento, un par de laboratorios científicos que no utilizamos para casi nada, el alojamiento de la tripulación y el puente.
—Quiero recorrer de un extremo a otro todos los pasillos de todos los niveles —le dijo Cole—. Y también los almacenes, los baños públicos, todo. Como seguramente voy a pasarme varios años en esta nave, quiero sabérmela de memoria hasta el último rincón.
—¿Desde el primer día?
—Quién sabe lo que podría ocurrir. Imagínate si tuviera que pasar un examen sorpresa. —Cole se dio cuenta de que Forrice no había entendido el chiste, así que se encogió de hombros y echó a andar hacia el aeroascensor más cercano. El molario le pasó delante, y entonces le indicó que tenían que ir por un aeroascensor que se encontraba algo más allá, en el mismo pasillo.
—Pero ¿cuántas cubiertas hay aquí? —preguntó Cole— ¿Es que todos los aeroascensores no llevan a los mismos niveles?
—Sí —le respondió Forrice—. Pero éste es lo bastante grande como para acomodar una camilla o un aerotrineo, y nos han pedido que no lo utilicemos, salvo en caso de emergencia.
—¿Cuántas veces han tenido que llevar una camilla o un aerotrineo hasta la enfermería desde que tú estás a bordo?
—Creo que cuatro. Tal vez cinco.
—¿Y cuántos meses llevas aquí? —le dijo Cole—. Subiremos en este ascensor.
—No puedo discutir con un oficial de rango superior al mío —dijo el molario con tono despreocupado mientras entraba en el aeroascensor junto a Cole.
Subieron hasta la Sección de Artillería, donde Cole se encontró con tres sargentos —un humano, un polonoi y un molario— que se encargaban del mantenimiento de las armas. Se preguntó cómo había sido posible que se coordinaran los rangos hasta que los diversos cuerpos militares se unificaron. Había llegado a haber hasta cinco tipos de soldado, ocho de marinero (aunque probablemente ninguno de ellos había visto el mar en su vida) y seis de teniente. Era mucho más racional generalizar los rangos de sargento, mayor, coronel y similares.
Una breve inspección le confirmó sus temores: la Teddy R. se encontraría en situación de inferioridad frente a cualquier nave teroni que se encontrara. Firmó un autógrafo (para su sorpresa, fue el molario quien se lo pidió, no el humano) y luego se detuvo en los laboratorios científicos. Parecían modernos, pero estaban desiertos. Les había llegado a ambos científicos la hora de irse a dormir y un alférez con cara de aburrido montaba guardia.
A continuación, Forrice llevó a Cole de visita por los camarotes de los tripulantes. Tenían aspecto de hotel decadente. Cole pensaba que en cualquier momento empezaría a oler a orines por los pasillos. Los camarotes se encontraban en tres niveles y los cubículos del más bajo estaban visiblemente adaptados para satisfacer las necesidades de los miembros no humanos de la tripulación.
—¿Tu camarote está cerca de aquí? —preguntó Cole cuando hubieron terminado de inspeccionar el nivel de los alienígenas.
—Al final del pasillo —le respondió Forrice.
—Vamos allí un momento.
Al principio pareció que Forrice iba a preguntarle por qué, pero entonces el molario lo pensó de nuevo y lo acompañó sin decir nada. La habitación tenía una cama construida para adaptarse a los contornos del cuerpo del molario, sillas del mismo estilo, espantosos hologramas en las paredes que, al parecer, gustaban a su propietario, y un escritorio con un par de ordenadores, uno con memoria de burbuja Steinmetz / Norton, y el otro de un modelo que Cole no había visto nunca.
—Bueno, ya estamos aquí —dijo Forrice—. ¿Y ahora qué?
—Cierra la puerta.
Forrice dio una orden y la puerta se cerró.
Cole se sacó el ordenador de bolsillo y le ordenó que contactara con Sharon Blacksmith. De repente, la imagen de la mujer apareció a pocos centímetros por encima del ordenador, se quedó allí y lo miró con curiosidad.
—¿Sí, comandante? —le dijo.
—Hay un alférez que vigila los laboratorios científicos —dijo Cole.
—Sí, eso es cierto.
—¿Y por qué? Probablemente usted misma los vigila a todas horas. ¿Han sido objeto de alguna amenaza?
—No, en absoluto.
—Entonces, ¿cómo es que no ponen al alférez en un puesto en el que sirva para algo?
—Comandante Cole, nos encontramos a cuatrocientos ochenta y tres días de viaje de Port Royale, en el Cúmulo de Quinellus. Han pasado ciento treinta y dos días desde que captamos actividad enemiga por última vez. Nos hallamos en el sector menos poblado de la galaxia, transportamos una tripulación de cincuenta miembros contando a los oficiales, y es esencial que mantengamos la disciplina. ¿Qué me propone usted?
—Está bien —dijo Cole—. Ya me imaginaba que el alférez estaría allí sólo para fingir que hacía algo, pero no quería que tuvieran que confirmármelo en público.
—Le agradezco que proceda con tanto tacto —respondió Sharon—. Si no hubiera sabido que estaba a solas en el camarote con el comandante Forrice, tampoco le habría respondido, por supuesto.
—Pero ¿cuántos problemas de disciplina puede haber si la tripulación tiene tan poco trabajo? —le preguntó entonces Cole.
—Me encargo de Seguridad y el trabajo no me falta —le respondió Sharon—. Le propondría que discutiera ese asunto con el capitán, o con la comandante Podok.
—Encontraré el momento para hacerlo —dijo Cole, e interrumpió la conexión. Se volvió hacia Forrice—. ¿Qué otros problemas tenemos aparte del consumo de drogas? ¿Ligues entre miembros de una misma especie, o incluso entre especies distintas?
—No.
—¡Anda que no! —dijo Cole—. Si yo me he dado cuenta de que ese puesto de vigilancia no tenía sentido y llevo como mucho tres horas a bordo, ¿crees que la tripulación no lo sabrá? Probablemente se sienten más seguros aquí que en sus ciudades de origen… y no son guerreros jóvenes, serios e idealistas. Fujiama me ha dicho que la mayoría de ellos eran conflictivos en su lugar de origen. Eso implica cierto desprecio por la disciplina en condiciones mucho más peligrosas que las que tenemos aquí.
—Lo que dices tiene su lógica —le dijo Forrice.
—No parece que te preocupe mucho.
—Es que aquí, en la Periferia, nada de eso tiene mucha importancia. La única persona que debe estar sobria en todo momento es el piloto, y está conectado a tantos circuitos informáticos que no creo que pudiera volverse loco aunque lo intentara.
—No te voy a decir lo reconfortado que me siento ahora que me lo has dicho —respondió Cole.
—¿Siempre has sido tan cínico?
—No, sólo desde que tengo edad para hablar. Vamos a ver el puente.
Forrice ordenó que la puerta se abriera. Entonces su ordenador arrancó suavemente y lo llamó por su nombre.
—He recibido un mensaje —dijo el molario en tono de disculpa.
—No pasa nada —le dijo Cole—. Encontraré el camino yo solo.
—Sube al nivel más alto por cualquiera de los aeroascensores. Todos los corredores llevan hasta el puente.
Cole salió al pasillo, fue hasta el aeroascensor más cercano, le ordenó que ascendiera, salió en el nivel más alto y se encontró con un amplio corredor. En éste había varias puertas cerradas, pero el comandante pasó de largo y llegó a un área grande, abierta, con las paredes cubiertas de impresionantes pantallas. En una vaina transparente, acoplada a lo más alto de la pared, se encontraba el piloto bdxeni, una criatura en forma de bala, con rasgos insectoides, acurrucado en posición fetal. Tenía unos ojos polifacéticos que estaban muy abiertos y jamás parpadeaban, y seis cables refulgentes que conectaban su cabeza al ordenador de navegación, oculto en el mamparo.
Había también una oficial de artillería sentada en su puesto. Contemplaba con aire distraído una serie de pinturas de autoría alienígena que se sucedían en la pantalla de su ordenador. El oficial de cubierta, un hombre alto y joven, con una mata de cabello negro, le salió de inmediato al encuentro.
—¿Nombre y rango, señor? —le dijo.
—Comandante Wilson Cole. Soy el nuevo segundo oficial de la Teddy R.
El hombre lo saludó a la manera militar.
—Teniente Vladimir Sokolov, señor. Es un placer conocerle, señor.
—Pues entonces no se lo tome tan en serio y deje de llamarme «señor» —dijo Cole.
—Eso no sería aconsejable, señor —le dijo Sokolov.
—¿Por algún motivo?
—El motivo está a punto de regresar al puente, señor.
Antes de que Sokolov pudiera terminar, una hembra polonoi se presentó en el puente, y Cole se vio obligado a admirar, igual que en otras ocasiones análogas, el trabajo de ingeniería que tenía por cuerpo.
Los polonoi eran humanoides, bípedos, y no llegaban al metro setenta. Tanto los machos como las hembras eran robustos y musculosos. Tenían todo el cuerpo cubierto de una suave pelusa. Pero ésos eran los polonoi normales, como el sargento de artillería que había visto antes. Muchos de los polonoi que trabajaban en el Ejército, como Podok, pertenecían a una casta guerrera creada por ingeniería genética. Tenían la piel a franjas anaranjadas y purpúreas, como un tigre mal coloreado. Eran más musculosos y tenían reflejos mucho mejores, que les permitían reaccionar con mayor rapidez en situaciones de peligro.
Pero lo que hacía especial de verdad a la casta guerrera —observó Cole— era que sus órganos sexuales, sus orificios para comer y respirar, y todas sus zonas blandas y vulnerables (el equivalente de nuestro vientre), gracias a la ingeniería genética, se encontraban en la parte trasera (no necesariamente en el «trasero», en el sentido más habitual del término). Eran guerreros, concebidos para triunfar o morir. Así, al darle la espalda al enemigo le ofrecían todas sus zonas vulnerables. En el rostro tenían unos ojos grandes que veían bien de noche y que también visualizaban el espectro infrarrojo, así como un orificio que les servía para hablar y unas orejas grandes, vueltas hacia delante, que apenas si oían nada de lo que ocurría a sus espaldas.
—¿Quién es ése? —preguntó la polonoi en terrestre, con un deje muy marcado.
—Nuestro nuevo segundo oficial, comandante Podok —le respondió Sokolov.
—¿Y se llama…?
—Comandante Wilson Cole.
Podok miró largamente a Cole sin expresión alguna en el rostro.
—He oído hablar de usted, comandante Cole.
—Nada muy terrible, espero…
—En el momento en que oí hablar de usted, estaban a punto de degradarlo.
—Azares de la guerra —dijo Cole, con una sonrisa que trataba de parecer amistosa.
Podok no le respondió.
—Bueno, comandante Podok —dijo Cole por fin—, tengo ganas de ponerme a trabajar con usted.
—¿De veras? —le replicó Podok.
Le había llegado el turno a Cole de mirar en silencio a la polonoi.
—¿Tiene usted algún cometido en el puente? —le preguntó Podok cuando hubo pasado casi un minuto.
—Me haré cargo del turno azul y en estos momentos recorro la nave para familiarizarme con ella —dijo Cole.
—Siempre redacto un informe al finalizar el turno blanco —dijo Podok—. Suprimiré la autorización de Forrice e introduciré la suya para que pueda leerlo.
—Tengo entendido que no ha sucedido nada durante, por lo menos, los últimos cien días —dijo Cole—. ¿Por qué no se limita a informarme en el caso de que ocurra algo?
Podok lo miró con frialdad.
—Siempre redacto un informe al finalizar el turno blanco —repitió—. Introduciré su autorización para que pueda leerlo.
—Le estoy extraordinariamente agradecido —le dijo Cole en tono sarcástico.
—Bien —le dijo Podok, muy seria—. Tiene usted motivos para estarlo.
Se acercó a una consola de ordenador y se puso a trabajar.
—Vamos, señor —dijo Sokolov—. Lo acompañaré al aeroascensor.
Cole asintió y se dejó guiar.
—¿Qué le ha parecido nuestra comandante Podok, señor? —preguntó Sokolov con una sonrisa cínica en el rostro, en cuanto estuvieron a distancia suficiente para que no pudiese oírles.
—Creo que hay cosas peores que una batalla —le respondió Cole.