La nave flotaba en el espacio, casi inmóvil. Era de un color gris apagado. No estaba oxidada, como es lógico, pero unas manchas de herrumbre habrían encajado bien con su aspecto general.
—No es lo que podríamos llamar impresionante, señor —dijo el piloto de la lanzadera mientras su pequeño vehículo se acercaba a la nave.
—Las he visto peores —repuso el oficial.
—¿Ah, sí? —le preguntó el piloto con curiosidad—. ¿Dónde?
—Déjeme una hora para que lo piense.
—Me pregunto si habrá estado en muchos combates.
—¿En esta zona? —dijo el oficial, e hizo una mueca—. Yo creo que su función principal es evitar el combate.
—¿Y se va a quedar usted ahí hasta que termine la guerra? —le preguntó el piloto con una sonrisa.
—Eso parece.
—Me lo creeré cuando lo haya visto, señor.
—He hecho la parte que me tocaba. Ahora me vendrá bien un descanso.
La lanzadera se aproximó a la escotilla de la nave y, cuando estuvo lo bastante cerca, una sección de ésta se extendió y ambos vehículos se ensamblaron. La escotilla se irisó y el oficial entró en la nave. Saludó a la manera militar, pero con aire indolente, a la joven vestida de uniforme que había acudido a recibirle. Ésta le respondió con un saludo elegante y vivo.
—¡Bienvenido a bordo de la Theodore Roosevelt, señor! —le dijo. El oficial contempló el lugar sin entusiasmo alguno. Finalmente se percató de que la joven lo miraba como si esperara algo.
—¿Hay algún problema, alférez? —preguntó.
—Tiene usted que solicitar autorización para subir a bordo, señor —fue la respuesta.
—Pero si ya estoy a bordo.
—Lo sé, señor. Pero…
—Mi lanzadera debe de estar a ochocientos kilómetros de aquí y se aleja por segundos. ¿Qué se supone que tengo que hacer si me deniegan la autorización?
—No seré yo quien se la deniegue, señor —dijo, o más bien susurró la joven.
—Entonces será que no tengo ninguna necesidad de solicitarla, ¿verdad que no? —dijo él.
—Me limito a aplicar las ordenanzas, señor. Si le he ofendido en algo, soy la primera en lamentarlo.
—Ya nos daremos luego los besos de rigor y haremos las paces, alférez —dijo el hombre—. Ahora podría presentarme a su jefe.
—¿Disculpe?
—Al capitán de esta nave, alférez. Me han ordenado que me presente ante él. O ante ella. O ante lo que sea.
—Sí, señor —respondió la joven, e hizo de nuevo el saludo militar—. Sígame, señor.
La alférez dio media vuelta y echó a andar por un pasillo que —igual que el exterior de la nave— había conocido días mejores, e incluso décadas mejores. Se detuvo a la entrada de un aeroascensor y aguardó al recién llegado. Éste entró con ella y ascendieron tres niveles sobre un invisible cojín de aire. Entonces, la joven salió a un segundo pasillo y acompañó al hombre hasta una puerta.
—Es aquí, señor.
—Gracias, alférez.
—Antes de que me marche, señor —dijo la joven, visiblemente nerviosa, pero resuelta—, ¿puedo estrecharle la mano?
El oficial se encogió de hombros y le tendió la diestra. La mujer la estrechó vigorosamente.
—Gracias, señor —dijo ella—. Así les podré contar algo a mis niños el día que los tenga. Pase, por favor.
El oficial aguardó a que la puerta le examinara la retina, las facciones del rostro, el peso y la estructura del esqueleto, y los comparara con los registros almacenados en el ordenador de la nave, y a que finalmente se abriera. Entonces dio un paso adelante. Entró en un despacho pequeño y nada imponente. Un hombre de ascendencia oriental, extraordinariamente alto —casi dos metros diez—, con insignia de capitán de navío, estaba sentado tras un escritorio.
El nuevo oficial dio un paso adelante.
—Wilson Cole, a sus órdenes.
El capitán lo miró con indiferencia, sin decir nada.
—Wilson Cole, a sus órdenes —repitió Cole.
Una vez más, no hubo respuesta, y Cole empezó a irritarse visiblemente.
—Disculpe, señor —dijo—. No me habían informado de que mi nuevo capitán fuera sordomudo.
—Cállese, señor Cole.
Entonces fue Cole quien se quedó mirándolo en silencio.
—Soy el capitán Makeo Fujiama —dijo el hombre alto—. Aún estoy a la espera de que salude y se presente como corresponde.
Cole hizo el saludo militar.
—Comandante Wilson Cole, a sus órdenes, señor.
—Así está mejor —dijo Fujiama—. He leído su historial, señor Cole. Lo menos que puedo decir es que se sale de lo normal.
—Me encontré en circunstancias que tampoco eran normales, señor.
—A mí me parece que se las buscó usted, señor Cole —le respondió Fujiama—. De todas maneras, no voy a discutirle sus tres Medallas al Coraje y sus dos Citaciones por Valor Excepcional. Su curriculum es muy notable. Probablemente no tenga igual en los anales de este Ejército.
—Gracias, señor.
—Por otra parte, le han asignado en dos ocasiones el mando de una nave, y en ambos casos lo destituyeron. Eso es una vergüenza, señor Cole.
—Eso es la burocracia, capitán Fujiama —dijo Cole.
—De hecho, fue insubordinación. Desobedeció usted las órdenes que le dieron en tiempo de guerra.
—Llevamos once años en guerra con la Federación Teroni —dijo Cole—. A mí me parece que mi trabajo consiste en ganar esta maldita guerra y volver luego a casa, y por ello, cuando me dieron órdenes imbéciles, opté por ignorarlas.
—Y puso en peligro su nave y a todos los hombres que se hallaban a su mando —dijo Fujiama.
Cole miró a los ojos a su nuevo capitán.
—La guerra es el infierno, señor —dijo por fin.
—Y tengo la impresión de que usted ha aportado su granito de arena para que lo fuese.
—Mi táctica triunfó en ambas ocasiones —dijo Cole—. Y mis superiores se contentaron con retirarme el mando y la nave. Si hubiera fracasado, ahora mismo me pudriría en una prisión militar y usted lo sabe igual que yo.
—Lo que ocurre es que se encuentra usted en una prisión militar, señor Cole —dijo Fujiama—. Como todos los que estamos aquí.
—¿Disculpe, señor?
—La Theodore Roosevelt no parece una prisión militar, pero, a todos los efectos, lo es —le respondió Fujiama—. Esta nave tiene más de un siglo. Había que retirarla hace cincuenta años, pero no paramos de meternos en guerras y necesitamos todas las naves que puedan funcionar en el espacio. Por un motivo u otro, también habrían tenido que retirar a la mayoría de sus tripulantes, pero la República no está en condiciones de premiar a los militares conflictivos devolviéndolos a la vida civil. La Theodore Roosevelt opera aquí, en el sector menos poblado de la Periferia. Raramente nos posamos sobre ningún planeta, es improbable que entremos en combate y podríamos decir que somos la jaula ideal para todos los militares que, como usted, parecen incapaces de seguir las órdenes y transformarse en tuercas bien engrasadas en la gigantesca maquinaria que es el Ejército. La disciplina es un bien escaso y el cariño que la mayoría de los tripulantes de esta nave sienten por la Armada es comparable al que sienten por la Federación Teroni. —El capitán calló por unos instantes—. Creo que con eso le he descrito la situación, señor Cole.
Cole empleó unos momentos en meditar lo que acababa de oír.
—¿Cuál fue el pecado que cometió usted, señor? —preguntó por fin.
—Maté a seis oficiales de la Armada.
—¿La nuestra o la de ellos?
—La nuestra.
—Imagino que sería por accidente.
—No —le respondió Fujiama en un tono que dio a entender que no quería hablar más sobre el tema.
Se hizo un incómodo silencio y fue Cole quien lo rompió.
—Me contentaré con suponer que merecían la muerte, señor. Quiero dejar muy claro que no he venido aquí a dar problemas.
—Espero que no, señor Cole —le dijo Fujiama—. Aunque creo que los dos bandos de esta guerra podrían testificar que ésa es una de las tareas que realiza usted con mayor pericia y entusiasmo. Le voy a ser totalmente sincero: me guste o no, y le guste o no a usted, sus hazañas son motivo de que la mayor parte de la tripulación lo vea como a un héroe. Me lo pondría mucho más fácil si se propusiera guiar a los demás mediante el ejemplo.
—Haré cuanto pueda, señor —dijo Cole—. ¿Algo más?
—Sus tareas figurarán en todos los ordenadores de esta nave. Todos los mensajes privados y las órdenes que pueda recibir de mí, o de la comandante Podok, se visualizarán tan sólo en los ordenadores personales que usted utilice.
—¿La comandante Podok?
—Nuestro primer oficial.
—Ese nombre no parece humano —dijo Cole.
—Es una polonoi —le respondió Fujiama, y escrutó el rostro de Cole—. ¿Eso le supone algún problema?
—Para mí no hay ninguna diferencia, señor —dijo Cole—. Tan sólo sentía curiosidad.
—Bien. Si tuviéramos alguna posibilidad de encontrarnos con una nave de guerra teroni, le ordenaría que sirviera conmigo, o con Podok, hasta que tuviera más experiencia en el puesto. Pero estamos en un desierto dentro del desierto y usted ha comandado naves más grandes que ésta. Se encargará del turno azul.
—¿El turno azul, señor?
—Así es como los llamamos aquí —le dijo Fujiama—. El turno rojo es desde las 0 hasta las 08.00 horas, horario de la nave. El turno blanco es desde las 08.00 hasta las 16.00, y el turno azul desde las 16.00 hasta las 24.00 horas. La comandante Podok está al mando del turno blanco y usted reemplazará al oficial tercero Forrice, que llevaba algún tiempo al mando del turno azul.
—¿Forrice? —repitió Cole—. Hace unos años conocí a un molario que se llamaba Forrice. Nosotros lo llamábamos Cuatro Ojos. Lo decíamos ya como si fuera su nombre de verdad, pero es que realmente tenía cuatro ojos.
—Nuestro Forrice es molario.
—No puede ser que haya dos molarios con ese nombre y que los dos estén de servicio en la Periferia —dijo Cole—. Me alegraría mucho de poder trabajar junto a un viejo amigo. —Y añadió—: ¿A quién mató él?
—De hecho, está aquí porque se negó a matar a alguien —dijo Fujiama. Parecía que Cole quisiera hacer otra pregunta y Fujiama levantó la mano—. Nunca hablo de los motivos por los que los miembros de mi tripulación han caído en desgracia.
—¿Nunca?
—A menos que la comandancia del Sector piense que uno de ellos podría poner la nave en peligro.
—Me pregunto cuántos sujetos peligrosos para la nave puede haber en la Roosevelt, en opinión de la comandancia del Sector —dijo Cole.
Fujiama suspiró profundamente.
—Ahora que usted está aquí, uno.
—¿Es un halago?
—En absoluto —le replicó muy seriamente Fujiama—. Le voy a ser sincero, señor Cole… no me quedo a la zaga de nadie en admiración por su coraje y sus triunfos. Pero no dudaré en imponerle la necesaria disciplina, con todo el rigor, si desobedece usted una orden, o si su actuación tiene un efecto perjudicial en la disciplina de esta tripulación, bastante laxa de por sí.
—Ya se lo he dicho, capitán Fujiama… sé quién es el enemigo.
—Bien —le respondió Fujiama—. Siga las ordenanzas y cumpla la normativa, y así no tendremos ningún problema. Puede usted marcharse.
Cole salió del despacho y se encontró con que la alférez aún estaba de pie en el corredor. Era obvio que lo había estado esperando.
—Me alegro de ver que ha sobrevivido, señor —le dijo, sonriente.
—¿Acaso tenía alguna duda? —le preguntó Cole.
—Monte Fuji ha matado a varios oficiales.
—No sería porque se presentaron a reportar, supongo —le respondió Cole, y le devolvió la sonrisa—. ¿Así es como lo llaman… Monte Fuji?
—A la cara no, señor.
—Bueno, es que es alto como una montaña —le dijo Cole—. ¿Y cómo tengo que llamarla a usted?
—Alférez Rachel Marcos, señor.
—¿Y qué le parece si prescindimos de formalidades y la llamo simplemente Rachel?
—Como desee usted, señor.
—Lo que deseo en este momento es ir a ver mi camarote —le dijo Cole—. Me imagino que habrán llevado mi equipaje hasta allí.
—Ahora mismo, los robots de servicio lo están limpiando meticulosamente, señor —le dijo Rachel—. Su equipaje se halla a bordo y lo llevaremos a su camarote en cuanto éste haya sido esterilizado.
—¿Esterilizado? —repitió Cole, y frunció el ceño—. Pero ¿de qué diablos murió mi predecesor?
—No murió de nada, señor. Lo trasladaron.
—Entonces, ¿porqué…?
—Era morovita.
—¿Y?
—Los morovitas son insectívoros, señor. Tenía un buen número de aperitivos guardados en el camarote. Por lo que sabemos, escaparon de sus cajas hace casi cuatro meses. A él no lo molestaron, por supuesto, pero hay varios que podrían ser peligrosos para los humanos. Simplemente nos aseguramos de que no hayan quedado larvas ni huevos.
—Le prometo que todo lo que me como cuando estoy en la cama lleva siempre un buen tiempo muerto —le dijo Cole.
—El comedor siempre está abierto —le respondió ella, muy seria—. No hay ningún motivo para que ninguno de los miembros de la tripulación, de ninguna raza, se lleve comida al camarote.
—A veces es divertido.
—¿Divertido, señor? —le respondió ella, y frunció el ceño.
—Rachel, lleva usted demasiado tiempo en el Ejército.
—Yo también lo pienso, señor.
—Ah, después de todo aún tiene sentido del humor. —Se detuvo por unos instantes, con las manos en las caderas, y miró alrededor—. Bueno, aún no estoy de servicio ni tengo habitación donde meterme. ¿Y si me hiciera una visita guiada?
—La mayor parte de la nave no tendrá ningún interés para usted, señor… Los camarotes de la tripulación, el comedor de la tripulación, y cosas por el estilo…
—Sí que me interesan —le respondió Cole—. Voy a estar al mando de esta nave durante un tercio del día. Tendría que saber cómo es.
Rachel frunció de nuevo el ceño.
—Yo pensaba que sería usted segundo oficial, señor.
—Sí, así es.
—Entonces, ¿no está usted al mando de la Teddy R[1]?
—¿Así es como llama la tripulación a esta nave… Teddy R.?
—Ése es uno de los nombres más bonitos que le hemos puesto, sí, señor.
—Por lo que respecta al mando de la nave, sería absurdo que todos los oficiales estuvieran de servicio al mismo tiempo y que durmieran todos a la vez. Estaré al mando durante todo el tiempo que dure mi turno, siempre que no suframos ningún ataque.
—Está bien, entiendo lo que me quiere decir, señor. Pero es que me había parecido que…
—¿Qué quería usurpar el mando? —le dijo Cole—. No. Ahora mismo no podría recitarle las ordenanzas, pero le aseguro que, si un ataque parece inminente, mi primera obligación es alertar al capitán. —Sonrió—. Tengo la impresión de que puede ponerse de muy mal humor si lo despiertan en mitad de la noche. Si se presenta la situación, la enviaré a usted.
—Sí, señor —respondió la joven, y Cole concluyó que su primera impresión había sido la correcta: Rachel no destacaba precisamente por su sentido del humor.
—Bueno, y ahora que hemos despejado las dudas, ¿podríamos empezar la visita?
—Sí, señor.
—Espere un momento —dijo Cole, y contempló a una criatura que caminaba pesadamente hacia él por el corredor—. ¿Qué clase de bicharraco es ése? —continuó en voz más alta.
—Yo también te quiero a ti, feo protesten —bramó la criatura. Debía de medir poco más de un metro sesenta y se desplazaba sobre sus tres piernas a base de dar medios giros, y tenía también tres brazos sin huesos. Su cabeza, en forma de caja, lucía cuatro ojos, dos que miraban hacia delante y uno a cada lado. Tenías dos rajas verticales a modo de nariz, la boca redonda y protuberante y las orejas escondidas bajo la pelusa azul que le cubría el cuerpo de un extremo a otro. Vestía un atuendo metálico de color rojo en el que llevaba adherida la insignia de su rango y un impresionante número de medallas.
—¿Cómo te va la vida, Cuatro Ojos? —preguntó Cole.
—Me las apaño para no meterme en problemas. —El equivalente de una sonrisa afloró al rostro de la criatura—. Acepta mi palabra de que aquí no hace falta esforzarse mucho.
—¿Conoce usted al comandante Forrice, señor? —preguntó Rachel.
—Sí, alférez —le dijo Cole—. Le daría un abrazo, pero es que no quiero acercarme tanto a una cosa tan fea.
—Por ese mismo motivo no te he pedido nunca que me ayudes a cazar hembras molarias —le dijo Forrice.
—Gracias a Dios por los pequeños favores que nos hacen —se rió Cole, y Forrice ululó un par de veces con voz muy aguda—. ¿Sabe usted qué es lo que más me gusta de estos hijoputas molarios, alférez? Aparte de los humanos, son las únicas criaturas de la galaxia que se ríen, las únicas que tienen sentido del humor. Eso es muy importante cuando tiene que pasarse uno mucho tiempo encerrado en la nave con ellos. —Y entonces le dijo a Forrice—: Me alegro de volver a verte. ¿Estás de servicio en este momento?
—No. Ahora iba al comedor. ¿Qué te parece si me acompañas y de paso te informo de todo?
—A mí me está bien. —Se volvió hacia Rachel—. Al final no voy a necesitar su guía. Si me explica usted dónde está mi habitación, puede marcharse.
—¿Le han dado el camarote del morovita? —preguntó Forrice.
—Sí, señor.
Forrice ululó de nuevo.
—Ah, ésa sí que es una buena manera de llegar a la Teddy R. —Se volvió hacia Cole—. Yo mismo te acompañaré en cuanto hayamos terminado de comer. Espero que no te importe dormir dentro de la escafandra durante los dos primeros meses.
—No me aburras con tus chistes y vamos a echar un trago.
—¿Un trago? —repitió Forrice—. ¿No tienes hambre después del viaje hasta aquí?
—Sólo con verte se me ha quitado el apetito —dijo Cole. Se volvió hacia Rachel y le hizo el saludo militar—. Eso es todo por ahora, alférez.
La mujer le devolvió el saludo y se marchó por el corredor en la misma dirección de antes.
—Bueno, ¿cómo te han ido las cosas? Ahora de verdad —preguntó Cole mientras el molario lo acompañaba hasta un aeroascensor.
—Muy bien. No me han degradado. —Miró la insignia de Cole—. Veo que a ti sí te quitaron el rango.
—En dos ocasiones. —Salieron del aeroascensor y fueron a parar al comedor de los oficiales.
Había dos humanos y un molario, cada uno en una mesa distinta. Cole y Forrice encontraron una libre en el rincón, se sentaron y le hicieron el pedido al ordenador incorporado en el mueble.
—Veo que no has dejado el café —observó Forrice.
—Y a ti todavía te va la sangre humana.
—¿Disculpa?
—Nada, déjalo —le dijo Cole—. ¿Qué tal es la comida de aquí?
—A mí me parece que está bien. ¿Quién sabe lo que te parecerá a ti?
—Bueno, hablemos de cosas serias. ¿La Teddy R. ha entrado alguna vez en combate?
—Hará unos setenta u ochenta años —le respondió Forrice—. Ya la has visto. Si esta nave tuviese rodillas y sufriera un ataque, caería de hinojos y suplicaría piedad.
—En serio, por favor, ¿podría defenderse si sufriera un ataque?
—Ojalá no tengamos que descubrirlo nunca.
—¿Y qué me dices de la tripulación?
—Son como nosotros.
—¿Cómo nosotros? —preguntó Cole.
—La mayoría tiene… un pasado. —Forrice bajó la voz—. Están tan aburridos, o amargados, que a un tercio de ellos les puedes encontrar drogados en cualquier momento… y como fue la autoridad la que los arrestó y los envió a la Teddy R., detestan cualquier tipo de autoridad.
—Eso implica que tienen mucha droga a su alcance. ¿De dónde la sacan?
—Creo que durante los últimos años ha entrado mucha de tapadillo —le respondió Forrice—. Además, en la mayoría de las naves, la gente no quiere ir a la enfermería. A los tripulantes de la Teddy R., en cambio, les encanta.
—En resumen: estamos de patrulla en una zona que nadie quiere, con una tripulación a la que nadie quiere, en una nave que nadie querría —dijo Cole—. Todo esto guarda cierta proporción matemática.
—¡Qué optimista! —exclamó Forrice.
—¡Diablos, cuánto te he echado de menos, Cuatro Ojos! —dijo Cole— Los molarios sois la más fea de las creaciones de Dios, pero también sois la única raza con un cerebro que funciona igual que el nuestro.
—Dios nos creó tras localizar y eliminar todos los errores que Él había cometido al diseñaros a vosotros.
—¿Qué otras razas llevamos a bordo? El capitán me habló de una polonoi.
—Sí, llevamos a un puñado de polonoi, y también a unos pocos mollutei, varios bedalios e incluso un tolobita.
—¿Un tolobita? —repitió Cole—. ¿Qué diablos es eso? Nunca había oído hablar de ellos.
—Los descubrieron hará unos cincuenta años. Espérate a verle. Vive en simbiosis con una criatura no sensible.
—No será la primera vez que vea simbiontes —le dijo Cole, sin dejarse impresionar.
—Como éste, no —le aseguró Forrice—. Y también tenemos un bdxeni, aunque, por supuesto, casi nunca lo vemos.
—Todas las malditas naves de la República llevan un bdxeni hoy en día. Como no duermen, son los pilotos ideales. Me imagino que eso será lo que hace nuestro bdxeni.
—Sí —le respondió Forrice—. Lo tenemos conectado al ordenador de navegación. Literalmente. Varios cables conectan su cabeza al ordenador, o el ordenador a su cabeza. No sé si le lee la mente al ordenador, o si es el ordenador el que le lee la suya, pero la nave siempre va a donde él quiere que vaya, así que la cosa funciona.
—Háblame del capitán —dijo Cole—. ¿Qué tal es?
—¿Monte Fuji? —le dijo Forrice—. Muy competente, muy correcto. Y muy desgraciado.
—¿Muy desgraciado?
—Lo más apropiado sería decir que tiene una depresión terminal.
—¿Por qué? —le preguntó Cole—. Está al mando de la nave.
—Ha perdido tres hijos y una hija en la guerra. Y otro más joven se alistó el mes pasado.
—Me dijo que había matado a un puñado de oficiales. ¿Sabes algo de lo que ocurrió?
—Nada más que rumores. En mi opinión, lo más probable es que la mayoría de los oficiales merezca la muerte. Con la excepción de nosotros dos, por supuesto. ¿Por qué sonríes?
—Sé que vuestro cerebro funciona igual que el de los humanos —dijo Cole—. Pero siempre me sorprende que necesitéis tan poco tiempo para aprender a hablar igual que nosotros.
—¿Pues qué quieres? El terrestre es la lengua oficial de la República. Si queremos servir con vosotros, tenemos que aprender el idioma.
—Todo el mundo lo aprende, o por lo menos emplea un Equipo-T para traducir. Pero parece que sólo los molarios lo utilicéis con toda naturalidad, casi como si fuera vuestro propio idioma.
—Será que somos más listos —le dijo Forrice.
La superficie de la mesa se desplazó a un lado y las bebidas quedaron al descubierto. Cole cogió la suya y la sostuvo con la mano.
—Por el comienzo de una misión larga, aburrida y sin incidentes.
Pero Cole era oficial, no adivino.