La Teddy R. y las cuatro naves de su grupo entraron en el sistema Prometeo y se comunicaron directamente con el hospital orbital.
—Habla Wilson Cole, capitán de la Theodore Roosevelt —dijo Cole—. Tienen a dos de mis tripulantes ahí, Vladimir Sokolov y Daniel Moyer. Estamos aquí para recogerlos. Que estén listos para partir.
—No tengo el poder para autorizarlo, capitán Cole —dijo el oficial lodinita que estaba al otro lado de la conexión.
—Entonces, conécteme con quien sea que esté a cargo de las instalaciones.
—Eso no es posible, señor.
—Escúcheme —dijo Cole, irritado—. El sistema Prometeo va a ser atacado en el plazo de un día estándar, probablemente mucho antes. Así que ahora póngame con alguien que tenga autoridad.
La imagen del lodinita se desvaneció y por un momento Cole pensó que la conexión se había cortado, pero entonces la imagen de una mujer de pelo cano apareció súbitamente.
—Soy Bertha Salinas, administradora de la Instalación Médica Orbital de Prometeo —dijo—. ¿De qué va todo esto del ataque?
—Un caudillo llamado Csonti va a atacar uno de los planetas de Prometeo, el III o el IV —dijo Cole—. No va detrás de la estación médica, pero si está en su camino, tampoco se va a preocupar de su seguridad. Dos de mis hombres están ahí. Quiero que estén listos para partir en veinte minutos.
—¿Está seguro de esa información? —dijo Bertha Salinas.
—Sí —dijo Cole—. No puedo hacer nada por los planetas y estoy seguro de que tienen sus propias defensas, pero puedo ayudar a evacuar el hospital si consigue que el personal y los pacientes estén listos en una hora.
—Eso es demasiado precipitado —replicó—. Tendré que discutirlo con el personal.
—Lo que usted y su personal decidan hacer es cosa suya —dijo Cole—. Pero que mis dos hombres estén listos para partir en una hora. Si Moyer está conectado a algunas máquinas, pónganlas en un aerodeslizador; nos las llevamos. Si es necesario, cogeremos también a una enfermera o un doctor en el próximo sistema habitado.
—No sé si podemos desembarcar a sus hombres con tan poca antelación —dijo—. Después de todo, tenemos nuestras reglas.
—¡A la porra sus reglas! —estalló Cole—. ¿No entiende lo que le digo? Está a punto de estallar una guerra en el sistema Prometeo.
—Aun así…
—Me he ofrecido a ayudar en la evacuación del hospital. Es su decisión. Pero voy a ir a recoger a mis hombres. Eso no es negociable.
—¿Me está dando órdenes? —dijo la mujer con altivez.
—Puede estar condenadamente segura de que sí —dijo Cole.
—¿Y si decidimos no obedecerlas?
—Entonces sufrirán las consecuencias —dijo Cole—. La Theodore Roosevelt no participará en la acción que se va a desarrollar, pero somos una nave militar que transporta personal militar, y haremos lo que sea necesario para poner a nuestros hombres en un lugar seguro, con o sin su consentimiento. Si como resultado tenemos que añadir unos pocos pacientes más a sus cuidados, la responsabilidad será suya, no mía.
—Necesito unos minutos para considerar la situación —dijo.
—Estaremos ahí en diecisiete minutos —dijo Cole—. Limítese a tener a los miembros de nuestra tripulación listos para ser evacuados. Cualquier otra cosa que decida es su problema, pero si yo fuera usted, vaciaría el hospital lo antes posible.
—Le comunicaré nuestra decisión en breve —dijo Bertha Salinas—. Por favor, mantenga este canal abierto.
Su imagen desapareció, y Cole se volvió hacia Christine.
—Manténgalo abierto, como dice. Cuatro Ojos, reúne a un grupo de desembarco por si tenemos que llevarnos a Sokolov y Moyer a la fuerza.
—Me gustaría ofrecerme como voluntario para dirigir el grupo, capitán Cole —dijo Jacovic.
—Aprecio el ofrecimiento —respondió Cole—. Pero la respuesta es no.
—¿Puedo preguntar por qué? —insistió Jacovic.
Cole asintió.
—Los hombres que vamos a evacuar no saben que se ha unido a nosotros. Si ven a un teroni, puede que no quieran ir a ninguna parte con usted.
—Ah. —Jacovic asintió con la cabeza—. No había pensado en eso. Pido disculpas por haberlo sugerido.
—No hay nada por lo que disculparse —dijo Cole—. Era una petición honorable.
—Era una oferta idiota que, de haber sido aceptada, podría haber tenido consecuencias desafortunadas. Un tercer oficial debería tener mejor juicio.
Cole sonrió.
—Ojalá tuviéramos algunos oficiales más como usted de nuestro lado —dijo—. Señor Briggs ¿hay ya algún signo de la flota de Csonti?
—No tengo idea de su tamaño, señor —dijo Briggs—, así que estoy revisando todo el tráfico entrante y tratando de situar la Esfinge Roja. De momento, no ha venido nadie al sistema, excepto una nave biplaza y un trío de cargueros.
—Siga vigilando —dijo Cole—. No creo que vayan a aparecer en dos o tres horas, pero no queremos ser blancos fáciles cuando estemos atracados en el hospital. Christine ¿han dicho algo?
Christine Mboya negó con la cabeza.
—No, señor. El canal aún está abierto. Podría aparecer en cualquier…
Mientras pronunciaba estas palabras, la imagen de Bertha Salinas reapareció.
—Capitán Cole, sus hombres estarán listos en diez minutos. El tripulante Moyer se encuentra, en efecto, conectado a una máquina. Ha sido trasladado a un aerodeslizador. El teniente Sokolov puede moverse.
—Gracias —dijo Cole—. Estaremos ahí en unos catorce minutos.
—¿Su oferta de evacuar la estación aún está vigente? —continuó, intentando sin éxito esconder su preocupación.
«No sé con quién ha hablado, pero debe haber sido condenadamente convincente», pensó Cole. En voz alta dijo:
—Aún está vigente. ¿Cuántos pacientes y personal tienen?
—Trescientos diecisiete pacientes, y noventa y cuatro miembros del personal médico y del administrativo —respondió—. Además, más de la mitad de los pacientes están conectados a varias máquinas de soporte vital.
—Estaremos apretados, pero probablemente puedo subir a unos ochenta a bordo de la Theodore Roosevelt —dijo Cole—. Mis otras cuatro naves probablemente puedan acomodar a unos cuarenta o cincuenta. Probablemente tiene más sentido empezar a embarcarlos en todas las naves disponibles que hay en la estación. Mis cinco naves los escoltarán hasta que lleguemos a un hospital en un sistema vecino.
—¿Y sus dos hombres?
—Si Sokolov puede moverse, lo queremos. Dejaremos a Moyer a su cuidado hasta que podamos llegar a un hospital en otro sistema. Ahora le sugiero que empiece a mover a esos pacientes rápido. Creo que tienen un par de horas, quizás un poco más, pero nadie se va a interponer en el camino de los atacantes. Si la gente de Csonti tiene prisa por llegar aquí, no va a perder un minuto.
—Empezaremos a trasladar a sus hombres inmediatamente —dijo Bertha Salinas—. El teniente Sokolov estará esperando en el dique H-3.
—Ahí estaremos —dijo Cole, e hizo una señal a Christine para que cortara la conexión.
—Quizás podríamos haberle preguntado dónde está el hospital más próximo —dijo Forrice.
—Nos lo puede decir una vez que abandonemos el sistema —dijo Cole—. Tengo la impresión de que no hay muchas cosas que se hagan sin sus órdenes expresas, y no quiero entretenerla hablando con nosotros cuando debería estar dirigiendo la evacuación. —Se encaminó hacia Christine y se situó a su lado—. Contacte con los líderes de Prometeo III y IV —presidentes, reyes, cancilleres, o lo que diablos sean— y adviértales de lo que se avecina. Si son tan obstinados como Bertha Salinas y no la creen, deje que Forrice se encargue.
—¿Y si sólo quieren hablar con el capitán? —preguntó.
—Lo primero que se me ocurre es que si son desconfiados y burócratas, lo mejor es que dejemos que Csonti y Val los envíen al otro barrio —replicó Cole. Suspiró—. Estaré en el comedor, tomando un café.
Se dirigió al aeroascensor, y entonces se dio la vuelta.
—Jacovic, sólo ha sido miembro de la tripulación durante unas pocas horas, y sería injusto ponerle al cargo del turno azul, que es una de las obligaciones del tercer oficial. Pero una vez que aprenda los procedimientos operativos, encárguese del turno azul. Christine, no quiero verla con Forrice en el puente si no es bajo mis órdenes explícitas. La razón por la que tenemos turnos es para que siempre haya algún oficial superior al cargo, y para que la nave nunca esté bajo la autoridad de nadie que no sea el capitán o los tres primeros oficiales. Christine ¿cuánto falta para el turno azul?
—Cincuenta y tres minutos, señor —respondió.
—Está bien. En cincuenta y cuatro minutos quiero que usted y el señor Briggs estén fuera del puente y duerman un poco. Antes de irse, informen a la teniente Mueller, que está al cargo del turno azul hasta que se le notifique lo contrario. Y que Braxite se haga cargo de su puesto.
—Sí, señor.
Forrice salió para reunir a un grupo de rescate mientras la imagen de Bertha Salinas aparecía de nuevo.
—Capitán Cole, hemos decidido aceptar su amable oferta de ayudarnos a evacuar el hospital al completo.
—Dije que podríamos proporcionar protección, no que ayudaríamos con la evacuación —dijo Cole—. Si Csonti llega aquí mientras están cargando sus naves, necesito a mi tripulación justo aquí, para encargarse de la artillería y echarlo de aquí.
—Semántica… —dijo—. Mientras nos proporcionen protección militar durante nuestro éxodo… eso es todo lo que les pedimos.
—Lo haremos con gusto —dijo Cole.
Cortó la conexión y bajó al comedor, donde Sharon se le unió un momento después.
—Hazme un favor —dijo Cole.
—¿Qué?
—Ese hospital puede arreglárselas tan bien con noventa y tres doctores como con noventa y cuatro. Encuentra a uno que conozca a hombres y molarios o bien a polonoi y mollutei.
—¿Qué le puedo ofrecer?
—Lo mismo que les ofrecemos a nuestros oficiales: habitación, pasaje y el dos por ciento neto. Siempre que algún día tengamos un beneficio neto.
—Por cierto —dijo Sharon—. Me gusta ese Jacovic.
—A mí siempre me ha gustado —corroboró Cole—, incluso cuando estábamos en bandos opuestos.
—Nos irá mucho mejor con él que con Val.
—No la infravalores —dijo Cole—. Si hay una persona en toda la maldita galaxia a la que quiera protegiendo mi espalda, es a ella.
—Pero no llega a entender en qué estamos metidos —protestó Sharon—. Un pirata es siempre un pirata.
—Créeme, vamos a echarla de menos.
—Causa más problemas de lo que vale.
—Ha tenido su cuota de desplantes —admitió Cole—, pero vale cada problema en que nos ha metido, y más.
La imagen de Christine apareció sobre la mesa.
—Tenemos un mensaje entrante de un gobierno planetario. Dicen que sólo hablarán con el capitán.
—¿De qué planeta? —preguntó Cole.
—Del tercero, señor.
—Vale, páseme.
Un hombre alto, esbelto, con una calvicie incipiente apareció en el lugar de Christine.
—Soy Marcus Selamundi, presidente planetario de Prometeo III.
—Soy Wilson Cole, capitán de la Theodore Roosevelt. ¿Había algo en nuestro mensaje que no haya entendido?
—Entendí el mensaje —dijo Selamundi—. Sólo tengo una pregunta: ¿por qué tendría que creer al famoso Wilson Cole?
—No tengo razón para mentirle —dijo Cole—. Pensé que merecían una advertencia.
—¿Por qué quiere atacarnos?
—Ya imaginaba que no había entendido el mensaje —dijo Cole—. No los estamos atacando. Los estamos advirtiendo, o si lo prefiere, alertando. O bien ustedes o Prometeo IV, o ambos planetas, van a ser atacados en breve por un caudillo llamado Csonti. No sé con quién está enfadado ni por qué. Lo único que sé es que viene a lanzar un ataque y que no es conocido por su mucha misericordia.
—Somos bastante capaces de defendernos nosotros solos.
—Hay una diferencia entre ser capaz y estar preparados —explicó Cole pacientemente—. Por eso los estoy alertando.
—¿Ha venido a ofrecernos sus servicios?
—No a ustedes, no —dijo Cole—. Estamos ayudando a evacuar el hospital orbital y trataremos de que lleguen sanos y salvos a una instalación médica en otro sistema.
—¿Y no tiene idea de por qué ese Csonti nos va a atacar? —persistió Selamundi.
—No —dijo Cole— Pensaba que quizás ustedes sí.
—No, ni idea.
—Bueno, si son ustedes su objetivo, entonces deben tener algo que quiere. Si yo fuera usted, lo protegería tanto como fuera posible.
—Nosotros diseñaremos nuestras propias estrategias, gracias —dijo Selamundi, cortando la conexión.
—Qué simpático —comentó Cole sardónicamente—, tengo la impresión de que nadie en este planeta aprendió modales de sus madres.
—Ser grosero es probablemente el modo de esconder su miedo —sugirió Sharon.
—No me importa que sea grosero, pero tengo la impresión de que también es estúpido. Parece tener total confianza en sus defensas planetarias. —Cole hizo una pausa—. Csonti no se va a lanzar a un ataque sin haber estudiado a sus enemigos y sin haberse preparado para todo lo que puedan arrojarle. Bueno, yo se lo he advertido. Es cosa suya decidir lo que va a hacer.
La Teddy R. llegó al hospital poco después. Tras atracar, Forrice y su grupo encontraron a Sokolov, le ayudaron a subir a la nave y después permanecieron en la estación para supervisar la evacuación y asegurarse de que Moyer era uno de los primeros pacientes en embarcar.
—¿Cuánto va a llevar todo esto? —preguntó Cole.
—El comandante Forrice estima que cerca de dos horas, señor —dijo Christine.
—¿Por qué tanto? —preguntó Cole.
—Algunas de las máquinas de apoyo vital son difíciles de mover —respondió—. Y algunas no pueden ser desconectadas, ni siquiera un minuto o dos, así que están buscando la manera de mantenerlas encendidas mientras las trasladan a las naves que están esperando. —Frunció el ceño—. ¿Señor?
—¿Sí?
—Hay un mensaje urgente del teniente Chadwick.
—Bien, vamos a oírlo.
Instantáneamente, la imagen de Luthor Chadwick apareció, a tamaño real, como a medio metro de Cole.
—Chadwick —dijo Cole—, ¿qué tal la vida a bordo de la Esfinge Roja?
—No estoy muy seguro —dijo Chadwick, frunciendo el ceño—. Necesito oírlo de sus labios, en persona: ¿la Teddy R. forma parte de esta acción militar que Csonti está planeando?
—No. Nosotros nunca hemos formado parte.
—Gracias —dijo Chadwick—. Aquí ha habido cierta confusión sobre este punto.
—Espero que quede aclarado —dijo Cole.
—Desde luego, señor —respondió Cahdwick—. Desde este momento, ya no soy miembro de la tripulación de la Esfinge Roja.
—¿Estás desertando?
—Yo no lo veo como una deserción, señor —dijo Chadwick—. He servido lealmente a bordo de la Esfinge Roja, pero no formaré parte de ninguna acción militar que pueda suponer enfrentarse a la Teddy R., ni ahora ni en el futuro.
—Estoy impresionado por su lealtad, señor Chadwick —dijo Cole—. Pero…
—¡Maldita sea, señor! —explotó Chadwick—. Yo soy el que le dejó salir de la celda y lo llevó a su lanzadera mientras aguardaba su consejo de guerra, y he sido el director de Seguridad desde que estoy aquí. No hice todo eso para combatir a las órdenes de una mujer que claramente está desobedeciendo, si no sus órdenes, al menos sus deseos.
—Debería haberse ido cuando se recibió el mensaje de Forrice —dijo Cole.
—No nos lo transmitieron hasta después de haber despegado.
—¿Y cómo planea dejar la nave en pleno vuelo hacia Prometeo? —preguntó Cole.
—Hay una lanzadera biplaza, señor. Pienso coger una y reunirme con usted.
—Puede haber un pequeño problema. Saldremos del sistema Prometeo en un par de horas.
—Eso es justo cuando vamos a llegar ahí, señor.
—Bien —dijo Cole—. Christine le proporcionará los códigos para seguirnos, y cuando esté lo bastante cerca, el señor Briggs le dará nuestras coordenadas exactas. ¿Qué hay de Toro Salvaje?
—Dice que se quedará mientras la Esfinge Roja no tenga que enfrentarse a la Teddy R.
—Vale —dijo Cole—. Ese día probablemente llegará, pero no es hoy. Tenga mucho cuidado, Luthor. No creo que Val se vaya a tomar muy bien que abandone su nave.
—Corta, Luthor —dijo una voz femenina familiar. Así lo hizo, y la imagen de Val apareció.
—Pareces un poco más sobria hoy —comentó Cole.
—Lo estoy. Me he levantado con una resaca monumental, pero he vomitado todo lo que injerí ayer, alcohol en su mayor parte, y me siento mejor. Más débil, pero mejor.
—¿Y cuál es el propósito de esta conversación? —preguntó Cole.
—Sólo decirte que Chadwick puede irse siempre que quiera —dijo—. Lo mismo pasa con Toro Salvaje. Sólo estaban transferidos temporalmente a la Esfinge Roja. Les invito a irse. Pero el resto de mi tripulación nunca ha servido a tus órdenes. Ellos se quedan, incluyendo a Pérez.
—Es bastante justo.
—Y Toro Salvaje dice que mientras no luchemos contra la Teddy R., está dispuesto a quedarse conmigo.
—Sí, Luthor me lo dijo.
—Tú serviste a mis órdenes, Val —añadió Cole—. Si Luthor y Toro Salvaje pueden regresar, tú también puedes.
—No puedo, Wilson —dijo—. Le di mi palabra a Csonti.
—Pues deja que te persiga.
Cole sonrió al imaginar al caudillo persiguiendo a la pirata.
—Tengo que pensarlo.
—Como quieras —dijo Cole—. Pero no persigas las naves que están a punto de abandonar el hospital. Estamos llevándonos a los enfermos y los heridos fuera del campo de batalla.
—Trataré de que nadie os moleste —prometió.
—Gracias.
—¿No vas a desearme buena suerte?
—¿Sabes al menos por qué vais a atacar el sistema Prometeo? —preguntó Cole.
—No.
—Cuando lo sepas y me convenzas de que tus acciones están justificadas, entonces te desearé suerte.
Cortó la conexión.
Forrice apareció en el comedor un momento después.
—¿Qué tal va? —preguntó Cole.
—Tan bien que podrías jurar que lo hacemos cada semana —dijo el molario—. He ordenado al grupo de rescate que se repliegue. Están de camino.
—¿Cómo se encuentran Sokolov y Moyer?
—Sokolov ya está de nuevo a bordo —dijo Forrice—. Ha perdido como seis kilos, quizás un poco más, pero parece razonablemente saludable. No he visto que tuviera ninguna prótesis.
—¿Y Moyer?
—No sé. Tiene un montón de tubos que le entran y le salen, y estaba sedado mientras lo trasladaban.
—Está en una de las naves medicalizadas y no con nosotros, ¿verdad? —agregó Cole.
—Exacto.
—Estaremos en marcha en noventa minutos estándar, quizás un poco antes —dijo Forrice—. ¿Val no ha cambiado de opinión?
Cole negó con la cabeza.
—Pero tampoco va a impedir que Chadwick y Toro Salvaje se vayan.
—Pero ¿sigue con Csonti?
—Sí.
—Ya sabes, Wilson —dijo el molario—, si se pega a él, es sólo cuestión de tiempo antes de que nos encontremos enfrentándonos a ella en una batalla.
—No se me ha pasado por alto —dijo Cole lúgubremente.