Capítulo 19

Tres horas más tarde, Cole salió de su cama y se puso su uniforme. Sharon estaba dormida, pero el roce de su ropa la despertó.

—¿Adónde vas? —preguntó.

—Voy a hablar con el rey de los thugs o lo que demonios sea —respondió Cole—. He decidido que parecerá más oficial desde el puente.

—Diviértete —dijo, y se dio la vuelta para seguir durmiendo.

—Ha sido fantástico —dijo—. Ahora, tengo cosas importantes que hacer.

—Caramba, tú sí que sabes cómo halagar a una chica.

Luego, Cole cruzó la puerta y se dirigió al aeroascensor. Un momento después llegó al puente.

—Creo que les hemos hecho sudar bastante ¿no? —preguntó mientras se aproximaba a Forrice.

—No sé. Podríamos echar una partida rápida de bilsang antes.

—No hay nada parecido a una partida rápida de bilsang —respondió Cole—. ¿Cuánto ha pasado desde que recibimos su último mensaje?

—Tres horas estándar —dijo el molario.

—Sí, supongo que ya es la hora —dijo Cole. Echó un vistazo para ver quién estaba operando en las consolas de comunicaciones—. ¿Señor Briggs?

Briggs levantó la vista de sus terminales.

—¿Señor?

—Quiero enviar una comunicación a nuestro amigo Rashid —dijo Cole.

—¿En diferido o en directo, señor?

—En directo.

—Cuando esté usted listo, señor.

—Ahora es tan buen momento como otro —respondió Cole. Esperó unos segundos de más hasta que Jaxtaboxl asintió con su enorme cabeza—. Rashid, aquí Wilson Cole, capitán de la Theodore Roosevelt. Estamos listos para entregarles dos cañones láser. Esto es una transmisión en directo, así que por favor responda. Tengo que saber dónde enviarlos.

La imagen del thug apareció de repente a pocos pasos de distancia de Cole y Forrice.

—Así que estaba hablándome a través de subalternos… —dijo Rashid.

—Ahórreme su petulancia —dijo Cole—. Nueva Calcuta es un planeta menor y las guerras planetarias que ocurren aquí no son de mi interés. Quiero a mi amigo, pero no voy a gastar un montón de tiempo negociando por él. Tiene la información que quiero. Tengo las armas que quiere. Así pues, ¿vamos a negociar o tengo que buscar un plan B?

El thug parpadeó rápidamente, como si intentara comprender.

—¿Qué es un plan B?

—Confíe en mí: no le gustará —aventuró Cole—. ¿Hacemos un trato?

—Sí —dijo el thug tras un momento de vacilación.

—Haré que una lanzadera descienda al planeta para entregar los cañones láser. Ustedes proporcionarán las coordinadas de aterrizaje al ordenador de mi nave. Les daré cuatro horas estándar para que se aseguren de que son funcionales. Luego nos dirán exactamente dónde está encarcelado el trale llamado Quinta. —Hizo una pausa—. Consideraré cualquier incumplimiento de nuestro acuerdo como un acto de guerra. Voy a poner fin a la transmisión. Dale las coordenadas a nuestro ordenador y corte la conexión, Briggs.

El oficial hizo una señal a Cole indicándole que ya no estaba enviando palabras ni imágenes.

—Bueno, no está mal para jugar a hacer de matones —dijo Cole—. Señor Sokolov, en cuanto sepamos dónde quieren los cañones, póngalos en una lanzadera y bájelos a la superficie. Que la teniente Domak vaya con usted. Probablemente es la tripulante de aspecto más imponente.

—Sí, señor.

—Y ¿Vladimir?

—¿Señor? —dijo Sokolov.

—Bajo ninguna circunstancia ni usted ni Domak pongan un pie en el planeta.

—Eso significa que los thugs verán el interior de la lanzadera cuando recojan los cañones —dijo Sokolov—. Tenemos un montón de equipo avanzado en ella… avanzado para ellos. ¿Está seguro de que quiere que lo vean?

—Si las cosas salen según lo previsto, nunca lo volverán a ver —dijo Cole—. Pero la única espada que puedo colocar sobre sus cabezas para hacer que nos revelen la localización de Quinta es el hecho de que puedo aniquilarles. Perderé esa baza si los toman a usted y Domak como rehenes.

—Eso no detendría a muchos comandantes, señor.

—Tampoco me detendría a mí si fuera cuestión de salvar la nave y la tripulación, pero no es el caso y ellos lo saben. Usted asegúrese de que no salen de la lanzadera. Quiero que se coloque una micro-holocámara en el hombro. Una vez que se aproximen a la lanzadera, empiece a transmitir a la nave. No mencione que lo está haciendo. Sus transmisores holográficos no tienen el mismo aspecto que los nuestros y no hay razón para que sepan que están siendo monitorizados. Oh, y una cosa más: no se sitúen a menos de cinco metros del otro. ¿Lo tienes?

—Sí, señor —dijo Sokolov.

—¿Señor? —dijo Jaxtaboxl—. Tenemos las coordenadas.

—Está bien, señor Sokolov —dijo Cole—, vaya a trabajar. Y antes de que se vaya, que el señor Odom los revise y se asegure de que se han cargado los cañones correctos.

—Sí, señor —Sokolov saludó y se dirigió con brío al aeroascensor.

—Jack —dijo Cole— ¿qué distancia hay entre el punto de aterrizaje y el lugar desde el que transmiten?

—Unos ciento treinta kilómetros —respondió Jaxtaboxl.

Cole sonrió con satisfacción.

—Supongo que hemos causado toda una impresión.

—¿Señor?

—Díselo, Cuatro Ojos.

—No saben que hemos localizado su centro de trasmisiones —explicó Forrice—. Tampoco saben que no vamos a destruir toda una ciudad si no nos dicen dónde está retenido Quinta. Así que quieren que la única localización que conocemos —el lugar donde entregamos los cañones—, esté a una distancia segura del lugar desde el que nos están enviando la transmisión.

—¡Ah! —dijo Jaxtaboxl feliz—. Ahora ya lo entiendo.

—¿Cómo lo ha sabido, señor? —preguntó el braxite.

—Quince años con el capitán corromperían a cualquiera —respondió el molario.

—Sólo estás enfadado porque te hice salir de tu casa de putas —dijo Cole.

Forrice se encogió de hombros.

—La última de ellas estaba saliendo del celo, de todos modos.

La imagen de Sokolov apareció.

—Ya han cargado los cañones, señor y el señor Odom ha confirmado que son los correctos.

—Entonces, vamos a poner este espectáculo en marcha.

—Sí, señor.

La imagen se desvaneció.

—Jack, rastréelos hasta el planeta. Cuatro Ojos, vamos a ir a tomar un café.

—No bebo café.

—Estupendo. Tú me miras mientras yo bebo, y yo intentaré no mirarte mientras bebes esa cosa nauseabunda que tanto te gusta.

—¿Señor? —dijo Jaxtaboxl.

—¿Sí?

—Es el turno azul y aún no tenemos tercer oficial. Si hay un problema, ¿a quién informo?

—Informe al oficial Briggs —dijo Cole.

Cole y Forrice bajaron al comedor y se sentaron a la mesa habitual de Cole.

—Bien —dijo Cole—. ¿Qué crees?

—Creo que es muy distinto a luchar contra la Federación Teroni —respondió el molario.

—Sólo estás de mal humor porque estás obsesionado con el sexo —dijo Cole—. ¿Qué opinas de nuestras oportunidades de librar al amigo de David de su vil cautividad?

—Lo conseguiremos —dijo el molario—. Después de todo, la Frontera necesita desesperadamente otro traficante.

—¿Qué te inquieta, Cuatro Ojos?

—¿En serio?

—¿Acaso estoy sonriendo?

—Somos demasiado buenos para esto, Wilson —dijo Forrice—. Lo sé, lo sé, es mejor que la piratería, pero no deberíamos estar limpiando la Frontera de villanos, de uno en uno. Y esta vez ni siquiera estamos haciendo eso; estamos rescatando a un traficante, para que pueda vender más armas ilegales a más proscritos con los que en última instancia nos tendremos que enfrentar. ¿No te parece que es al menos un poco idiota?

—No más que la vida —respondió Cole—. La Armada te degradó porque te negaste a cumplir la orden de matar a un prisionero indefenso de quien sabías que era un agente doble. A mí me encarcelaron por salvar cinco millones de vidas. ¿De verdad que la vida tenía más sentido en la República?

—Si lo planteas así, no —admitió el molario—. Pero cuando estábamos en la Armada, al menos teníamos la ilusión de que estábamos haciendo algo que tenía sentido, algo que marcaba una diferencia.

—Tómate un minuto y considera nuestra situación —dijo Cole—. La Federación Teroni intentó matarnos. La República intentó humillarnos y encarcelarnos. Ahí fuera, la tripulación del capitán pirata Windsail intentó matarnos. El Tiburón Martillo intentó aniquilarnos. Genghis Khan nos habría matado si hubiera podido. En lo que a mí respecta, nuestra responsabilidad primera es con la tripulación que abandonó sus hogares, sus familias y sus carreras por nosotros.

—Me lo digo a mí mismo cada día —dijo Forrice—. Y a veces hasta me lo creo. Pero nunca mucho rato. Tú y yo éramos lo mejor que tenía la Armada, Wilson. ¿Qué estamos haciendo aquí, luchando contra caudillos de pacotilla por dinero?

—¿Realmente quieres formar parte de una Armada que trata a lo mejor que tiene del modo en que nos trataron a ti y a mí? —preguntó Cole.

—No —dijo Forrice.

—¿Entonces?

—¡Quiero formar parte de una Armada mejor!

—Y yo quiero tener veintitrés años, todo el futuro ante mí y alguien como Rachel esperándome en mi cabina —dijo Cole—. Creo que ambos estamos condenados a la decepción, así que lo haremos lo mejor que podamos con lo que tenemos.

—¿Esperas que hagamos esto durante cinco años?

Cole se encogió de hombros.

—¿Y quién demonios lo sabe? Hace dos años no esperaba ser un pirata. El año pasado, no esperaba ser un mercenario. He dejado de suponer lo que me depara el futuro. Me limito a vivir día a día.

—Lo sé —dijo Forrice—. Pero a veces me deprimo.

—Eso es porque no hay diferencia entre hombres y molarios —dijo Cole—. Al menos, en las cosas que cuentan. Sois la única otra raza con sentido del humor. Y quizás también os deprimís.

—Probablemente —aceptó Forrice.

—Has sido mi mejor amigo durante una docena de años —dijo Cole—. Quiero que te sientas con la libertad de hablar conmigo siempre que te sientas así.

—Gracias.

—Hay un corolario.

—Lo sé —dijo el molario, con su boca curvada—. No hables a la tripulación de ello.

—Claro.

Hubo una breve pausa.

—¿Tenemos algún asunto que discutir?

—Nada que no tuviéramos pendiente ayer —dijo Forrice—. Aún necesitamos a un tercer oficial ahora que Val tiene su propia nave.

—Cuando se presente el candidato adecuado, lo sabremos —dijo Cole—. Qué mala pata que se quede con Pérez. El tipo tiene cualidades.

—A ti sólo te gustan los prófugos de la Armada —dijo Forrice.

—¿Se te ocurre una cualificación mejor? —replicó Cole.

Forrice iba a contestar cuando la imagen de Jaxtaboxl apareció.

—Todo ha ido como la seda, señor. El transbordador ha aterrizado, los cañones han sido descargados y los tenientes Sokolov y Domak están de regreso a la nave.

—Bien —dijo Cole—. Cuando tengamos la localización que necesitamos, hágamelo saber. Llegará en las próximas cuatro horas.

—¿Y si no lo hace?

—Lo hará —dijo Cole.

Tenía razón. A los thugs sólo les costó algo más de tres horas estándar probar los cañones láser. Después, Rashid envió al ordenador de la Teddy R. la localización de la prisión en la que retenían a Quinta.

—Está en un continente llamado Jaipur —anunció Jaxtaboxl—. He mostrado los datos a Val, quien ha seleccionado la Edith para transportar al grupo de asalto.

—Vale. Mire si puede conectarse a algún ordenador local y descubra lo que pueda sobre Jaipur. Cuatro Ojos, asegúrate de que todos los miembros del grupo de asalto cogen una pistola láser, una sónica y un arma de plasma de la armería. ¿Es de día o de noche donde van a aterrizar?

—El crepúsculo, señor —dijo Jaxtaboxl.

—Lentes de visión nocturna para todos —ordenó Cole.

—No tenemos ninguna para pepons —dijo Forrice.

—Está bien, Bujandi se las tendrá que apañar. ¿Dónde está David?

—En la sala de descanso de los oficiales.

—Pásame con él. —Cole levantó la voz—: David, preséntate en el hangar.

—¿Por qué? —preguntó David, sentado en una silla en la pequeña habitación.

—Porque no sabemos qué aspecto tiene Quinta y tú sí.

—Es un thrale.

—¿Y qué pasa si hay tres thrales en esa condenada prisión? —dijo Cole.

—Pues pregunta quién es Quinta.

—David, deja de marearme y arrastra tu trasero al hangar.

—¡No puedo, Steerforth!

—Yo también conozco bien tu libro —dijo Cole—. ¿Estás intentando decirme que David Copperfield era un cobarde?

—¡Era un superviviente! —dijo Copperfield.

—Sobrevivirás. Ve ahí abajo.

—Tu equipo son sólo mercenarios que están haciendo un trabajo —dijo Copperfield desesperado—. Los thugs lo saben. Pero yo soy un traficante, o al menos lo era. Y estamos aquí por lo que les hacen a los traficantes.

—Limítate a decirles que ya no eres un traficante.

—¿Y por qué deberían creerme? Yo seré el que identifique a Quinta.

La imagen de Val apareció a la derecha de la de Copperfield.

—He estado escuchando —dijo—. Deja que se quede. No quiero conmigo a ningún cobarde.

—¡Yo no soy un cobarde! —gritó Copperfield—. ¡Soy un hombre de negocios y un caballero victoriano!

—Quédatelo —dijo Val.

—¿Estás segura? —preguntó Cole.

—Los pantalones manchados podrían delatarnos.

—¡Eso me ha ofendido! —dijo Copperfield.

—Vale, pues recupérate —dijo ella.

—He dicho que me ha ofendido —dijo Copperfield lentamente—. No he negado el hecho.

—Estaremos en marcha en menos de un minuto —anunció Val.

—Una vez que aterricéis en el planeta, deja a un miembro de tu grupo a bordo de la Edith —dijo Cole.

—¿Por qué?

—Para asegurarnos de que aún sigue ahí cuando regreséis.

—Está bien —aceptó ella—. Tiene sentido.

Su imagen se desvaneció y Cole decidió que no tenía nada más que decir a David, así que cortó la conexión.

Observó el transbordador por la pantalla a través de la holocámara que Sokolov llevaba en el hombro. Val había decidido no aproximarse directamente a la ciudad con la Edith, sino volar hacia el océano que separaba Jaipur de sus continentes hermanos. «Es curioso —reflexionó— que todas sus naciones y continentes tengan los nombres de ciudades indias.»

La lanzadera se situó a unos sesenta metros de la superficie del océano, después se estabilizó y puso rumbo al oeste, hacia Jaipur. Una vez allí, aún descendió más, evitando cualquier radar convencional, y finalmente, unos veinte minutos después, aterrizó a unos tres kilómetros de la ciudad donde Quinta estaba prisionero. El equipo desembarcó en silencio de la lanzadera y empezó a moverse furtivamente hacia las afueras de la ciudad.

«Maldita sea —pensó Cole mientras miraba a través de la cámara de Sokolov—. Val es demasiado grande! Destaca.»

El grupo se abrió camino hasta el mismo corazón de la ciudad a través de calles enrevesadas y entre edificios de formas extrañas mientras Val revisaba constantemente su ordenador de muñeca. Después, finalmente, dio la señal de alto y, haciendo más gestos con la mano, empezó a dividir su grupo y dispersarlos alrededor de un imponente edificio de piedra. Cole supo que habían llegado a su destino. Uno a uno, desaparecieron dentro del edificio…

Y entonces, de repente, Cole oyó una alarma que destrozaba los tímpanos. La escena en la holocámara de Sokolov se hizo demasiado borrosa para seguirla mientras él giraba, corría, esquivaba un disparo láser, incapacitaba a un thug que tenía encima y se tiraba de cabeza para buscar cobertura entre más destellos de luz. Cole oyó a Val berreando maldiciones por encima del susurro de los láseres, el zumbido de las pistolas sónicas y los estallidos de proyectiles.

No sé si puede oírme, señor —dijo Sokolov— pero tenemos algunos problemas aquí. Creo que estamos…

Y entonces la transmisión se cortó cuando una anticuada bala atravesó la holocámara.

—¡Vladimir! —gritó Cole—. ¿Puedes oírme?

Al otro lado, sólo hubo silencio.