Forrice, el primer oficial, un molario fornido y con tres piernas, avanzó por el corredor con sorprendente gracia. Esperó a que el lector que estaba encima de la puerta del despacho de Cole lo identificara y entró.
—Has hecho un buen trabajo hoy, Cuatro Ojos —dijo Cole.
—Yo también lo creo —respondió Forrice—. Las lanzaderas no estaban hechas para esos tipos de maniobras. —Se detuvo—. Veo que hemos perdido a Alice.
—Sí —dijo Cole—, Teddy Roosevelt nunca nos perdonaría. Hemos perdido a tres de sus chicos: Quentin, Archie y Alice. La única lanzadera original que nos queda es la Kermit.
—Las dos nuevas, Edith y Junior, funcionaron muy bien —dijo el molario—. La Valkiria hizo que Edith efectuara algunas maniobras que podrían haberla partido por la mitad.
—Lo sé. Pero tuvo suerte. Y también tú.
—Mejor suerte que talento.
—Lo mejor de todo es estar a salvo —dijo Cole—. ¿Qué tal los heridos?
—Algunas quemaduras, algunos huesos rotos. Todos están vivos. Ojalá tuviéramos un médico.
—Se supone que deberíamos tener dos: uno para humanos y otro para no humanos —dijo Cole—. El problema es que hemos estado tan enfrascados en tiroteos que no hemos tenido tiempo de encontrar a nadie que se encargue de remendarnos. Por cierto ¿y qué hay de la nave? ¿Qué daños ha sufrido?
—Bueno, aún chuta —dijo Forrice—. Tengo a Aceitoso ahí fuera, andando por el exterior, revisando.
—No sé qué haríamos sin él —dijo Cole, refiriéndose al único tolobita de la nave, un alienígena excepcional, quien, protegido por su gorib simbiótico, una segunda piel protectora, era capaz de trabajar en el frío espacio sin atmósfera durante horas.
—Todas las naves deberían tener un tolobita —corroboró el molario—. ¿Ya has matado a David? —añadió afablemente.
—Se me ha pasado por la cabeza.
—¿De dónde diablos salieron esas cinco naves? —continuó Forrice—. Pensaba que nos estábamos preparando para un par de naves de clase H, que sería un trabajo fácil.
—Es tanto su culpa como la mía —dijo Cole—. Hay casi dos mil planetas mineros en la Frontera Interior. Cualquiera puede imaginar que una convención de joyeros llamará la atención de todos los jodidos ladrones en un radio de quinientos años luz. Debería haberme olido que estaban dorándole la píldora a David para que no les pidiera un precio demasiado alto.
—Es un traficante, no un militar —asintió Forrice—. Si vuelves a confiar en él, volverá a pasar.
—Lo sé. En adelante, será simplemente un mensajero. Me traerá las ofertas y yo diré sí o no.
—Con eso puedo vivir más tiempo —dijo Forrice—. Aunque no seré más rico.
—La convención acaba mañana —dijo Cole—. Estamos obligados a quedarnos hasta entonces, aunque imagino que no habrá otro ataque. Mañana, cuando el planeta haya rotado lo suficiente como para que la convención quede en zona de noche, coge a Toro Salvaje y a un par de tripulantes con pinta imponente y cobra nuestro dinero.
—Val es la más imponente de todos —señaló el molario—. No hay hombre o alienígena a bordo al que no pueda darle una tunda sin despeinarse, incluyendo a Toro Salvaje.
—Sí, lo sé —dijo Cole—. Pero si se resisten a entregar el dinero, los amenazarás con disparar, y finalmente pagarán lo que deben. Si la envío ahí abajo y tardan en dar el dinero, los matará a todos.
—Lo haría —convino Forrice—. Supongo que es el beneficio de una educación no militar. —Emitió unas pocas carcajadas de risa alienígena ante su propia observación—. Con todo, hoy probablemente ha salvado la nave.
—No sería la primera vez, ni será la última —dijo Cole—. Por eso está aquí.
—Es la única que parece descansada y dispuesta a volver a luchar —observó Forrice—. Si fuera molaria, me esperaría durante años hasta que entrara en celo.
—Ahórrame tus obsesiones sexuales —dijo Cole—. Ha sido un día muy largo.
De repente, la nave se estremeció.
—Y va a ser aún más largo —murmuró Forrice—. Voy al puente.
—No —dijo Cole—. Baja a la sección de Artillería y asegúrate de que todo funciona. Yo iré al puente.
Salieron del despacho juntos, y poco después, Cole entró en el puente.
—¿Qué está pasando? —preguntó a Christine Mboya, la oficial al mando—. Una de las naves de clase K que inutilizamos acaba de explotar —respondió—. Un buen trozo del casco impactó contra uno de nuestros diques.
—¿Aceitoso aún está ahí fuera?
—No lo sé, señor —dijo—. Lo comprobaré. —Revisó las pantallas de su panel—. Sí, señor.
—Conecte el audio —ordenó Cole—. Aceitoso ¿puede oírme?
—Sí, señor —dijo el tolobita.
—¿Está bien?
—Estoy bien, sí, pero mi gorib ha sufrido algunas heridas superficiales. Voy a tener que entrar muy pronto.
—¿Tiene tiempo de echar un vistazo y asegurarse de que la integridad física de la nave no ha quedado comprometida?
—Sí, señor, estoy seguro de que lo tengo.
—Bien. Pues póngase a ello y luego entre. —Cole indicó a Christine que cortara la conexión— ¿Está Mustafá Odom despierto? —preguntó, refiriéndose al ingeniero en jefe.
—Creo que todo el mundo lo está, señor —dijo Christine.
—Demasiado para tres turnos… —murmuró—. Está bien, dígale que inspeccione el hangar desde el interior y que se asegure de que no hay fugas, de que está totalmente intacto. Después, si es necesario, que revise los puntos débiles para reforzarlos cuanto antes.
—Sí, señor —dijo Christine.
—¿Piloto?
—¿Sí? —contestó Wxakgini, el piloto alienígena que nunca dormía y cuyo cerebro estaba conectado al sistema de navegación.
—Llévenos a medio año luz de aquí —dijo Cole—. No vamos a tener suerte eternamente. Si algo más estalla, quiero tener tiempo de sobra para alejarnos antes de que alguna parte nos pueda alcanzar. ¿Señor Briggs?
—¿Señor? —respondió el joven teniente desde el módulo sensor.
—Rastree las otras cuatro naves y hágame saber si hacen alguna cosa aparte de flotar inertes en el espacio.
—Es una pena que os las hayáis cargado a todas —dijo una voz familiar, y Cole se dio la vuelta, para encontrarse con Val, su tercera oficial, de metro noventa de altura.
—¿Habrías preferido jugar a los autos de choque con ellos? —preguntó sarcásticamente.
—Necesito una nave —replicó Val—. Podría haber usado una de ésas.
—Pensaba que te habías unido a nosotros permanentemente —dijo Cole.
—Así es. Pero dos naves pueden encargarse de trabajos mayores y mejor pagados que la Teddy R. —dijo Val—. Cuanto mayor sea la flota que podamos reunir, más dinero ganaremos.
—Y más malos atraeremos.
Sonrió.
—Atrae y captura unas cuantas naves, y algún día incluso podremos enfrentarnos a la República.
—Sí, sólo tendremos diez o doce millones de naves menos —dijo Cole con sarcasmo.
—Por algún lado se ha de empezar.
—He enviado a David a la cama sin cenar —dijo Cole—. Ya es bastante para empezar.
—¿Quieres que sea yo tu negociadora? —ofreció Val.
Negó con la cabeza.
—¿Hasta dónde llegarías? Te buscan casi en tantos mundos como a mí.
—Pero son mundos distintos —dijo.
—Gracias, pero no —dijo Cole—. Eres más valiosa haciendo lo que haces.
Ella se encogió de hombros.
—Eres el capitán. —Tras una breve pausa, añadió—: Pero desearía que hubieras salvado una de esas naves para mí.
—Piénsalo —dijo Cole—. ¿Quieres una nave que no pueda abatir la Teddy R. más cuatro naves gemelas de su lado?
—Yo podría abatirla —dijo Val.
Consideró la afirmación durante unos pocos segundos.
—Probablemente, podrías —admitió.
—Pues la próxima vez no te cargues hasta la última nave.
—Nos estaban disparando y han estado jodidamente a punto de rodearnos.
—No se puede rodear nada con menos de seis naves y lo óptimo es doce —intervino servicialmente Malcolm Briggs.
—He dicho jodidamente a punto —dijo Cole irritado.
—La próxima vez, déjame coger una lanzadera y acercarme al enemigo con bandera blanca —dijo Val—. Aceitoso puede esconderse en su exterior hasta que hayamos atracado en el muelle de la nave que quiero.
—¿Con bandera blanca? —repitió Cole.
—Prometo que no habrá supervivientes para formular una queja después de que Aceitoso y yo hayamos acabado con ellos —dijo Val.
—Veremos —dijo Cole.
—Vale, pero recuerda lo que te dije: dos naves pueden conseguir misiones más lucrativas.
—Lo recordaré.
—Señor —dijo la voz de Aceitoso—, los daños son superficiales. No veo razón para encargarse de ello hasta la próxima vez que entremos en un puerto.
—La Teddy R. no atraca en ningún puerto, Aceitoso —dijo Cole—. Tiene aversión a las atmósferas.
—Quiero decir la próxima vez que atraquemos en una estación orbital.
—Lo tendré en consideración —dijo Cole—. Ahora regrese al interior de la nave. ¿Necesita que alguien le ayude a atender tu gorib?
—No, gracias, señor —dijo Aceitoso—, nos podemos apañar nosotros solos.
«Joder —pensó Cole—, he estado en esta nave durante más de dos años y aún no sé qué aspecto tienes sin tu segunda piel.»
—Nos hemos desplazado medio año luz —anunció Wxakgini, quien parecía haber decidido no añadir un «señor» hasta que Cole hubiera aprendido a pronunciar su nombre y dejara de llamarle «piloto».
—Gracias, piloto —dijo Cole. Se volvió hacia Christine—. Dígale a Forrice que puede dejar la sección de Artillería. Y que probablemente sería una buena idea si se fuera a la cama. Alguien en esta nave debería estar bien despierto durante diez o doce horas a partir de ahora. —Miró a su alrededor, no pudo encontrar nada más que requiriera su atención, y decidió bajar al comedor, donde se sentó a su mesa habitual, en una esquina, y pidió un sándwich y una cerveza.
—Tienes un aspecto terrible —dijo Sharon Blacksmith, mientras entraba en el comedor y se sentaba frente a él.
—La adulación no te llevará a ninguna parte —dijo Cole—. Resulta que hay un par de alféreces de veintidós años en esta nave que piensan que tengo un aspecto magnífico.
—Eso es porque son jóvenes e inexpertas —dijo Sharon—. En serio ¿cuándo fue la última vez que dormiste?
—Déjame ver. El ataque llegó exactamente al final del turno azul y llevaba despierto unas pocas horas. Después luchamos durante el turno rojo y ahora estamos, más o menos en la sexta hora del turno blanco. Así que he estado despierto, no sé, quizás veintidós o veintitrés horas.
—Cuando hayas acabado de atiborrarte la barriga, vete a la cama.
—¿No me dices «ven a la cama»?
—Te quedarías dormido a la mitad —dijo Sharon—. Mi vanidad no podría soportarlo.
—Bueno, si crees que eres tan poco interesante…
—¿Sabes?, no tienes que beberte toda esa cerveza. Yo podría tirártela a la cara.
—Mira —dijo Cole tras un momento—, a la vista de todo en lo que nos hemos encontrado envueltos en las últimas semanas, creo que quizás toda la tripulación necesita un descanso. Nadie se alistó para hacer frente a la clase de misiones en las que David nos ha metido.
—Bueno, a fin de cuentas —dijo ella pensativamente—, no hemos desembarcado desde que aún éramos respetados miembros de la Armada. Eso debe de ser hace un año y medio o así, ¿no?
—Entonces supongo que ése es nuestro siguiente punto en la orden del día.
—¿No se supone que has de consultar con los oficiales, ahora que, de nuevo, somos una nave militar… o al menos, pseudomilitar?
—No necesariamente —dijo Cole—. Ya sé cuáles serán sus respuestas.
—¿Mmm?
Asintió.
—Cuatro Ojos no estará interesado a menos que pueda encontrar un mundo con molarias en celo. Christine dirá que está de acuerdo con lo que decidamos el resto, y en cualquier caso, luego, cuando lleguemos allí, no querrá dejar la nave. Y Val irá a cualquier lado donde haya bebida y se pueda meter en un par de peleas de taberna antes de que los lugareños se den cuenta de contra qué se están enfrentando.
—Así pues, ¿adónde vamos?
Se encogió de hombros.
—A cualquier sitio donde la tripulación pueda desahogarse un poco mientras reparamos los daños y nos aseguramos de que los muelles no están a punto de derrumbarse.
—Bueno, hay un planeta de recreo llamado Calíope… —empezó a decir.
—No —dijo Cole—. Conozco ese mundo. Está sólo a unos pocos años luz de la República. Cuanto más nos adentramos en la Frontera, ser el famoso Wilson Cole y la Teddy R. juega a nuestro favor. Todos los que están ahí fuera odian a la República y aman a sus enemigos. Pero si estamos a sólo ocho o diez años luz de la frontera, es demasiado fácil que alguien informe de nuestra presencia a la Armada; y entonces, la Armada irá tras nosotros y reclamará el derecho de perseguirnos.
—Siempre nos queda Serengeti —sugirió, refiriéndose al mundo zoológico. Luego, negó con la cabeza—. No, eso también está en la República.
—Supongo que tendremos que acudir a nuestra mejor fuente —dijo Cole.
—¿Val?
—Ella pasó una docena de años siendo una pirata de éxito en la Frontera Interior. Sabrá dónde está la acción.
Pulsó el comunicador de su muñeca y pronunció el código personal de Val.
—¿Qué pasa? —dijo Val mientras su imagen aparecía repentinamente, flotando sobre la mesa.
—Vamos a cobrar el dinero que David recogió para nosotros y pagar a la tripulación —dijo Cole.
—Un poco tarde —respondió la oficial pelirroja.
—¿Cuál es el mejor lugar al que ir a más de mil años luz de la República? Algo que le pueda gustar a la tripulación, y con instalaciones para reparar la nave.
—Sólo hay un lugar —respondió Val, mientras se le iluminaba la cara—. Pero no es un mundo.
—¿Qué es?
—¿Has oído hablar alguna vez de la Estación Singapore?
—Quizás una vez o dos, de pasada —dijo Cole—. Suponía que sólo era una estación espacial.
—Claro —dijo Val—, y la Nebulosa del Cangrejo es sólo una lucecita centelleante en el espacio.