DÍA 7

El fondo del módulo doble era un barracón, dividido en media docena de habitaciones pequeñas, equipada cada una con literas sujetas con tablones de madera y tornillos. Las camas tenían todavía finos colchones de gomaespuma. Le dieron a Zula una habitación propia, y luego cerraron con clavos la puerta tras ella y cruzaron un tablón de madera prensada en la parte exterior de la ventana. Se pasó toda la larga noche tiritando bajo el mínimo de mantas necesario para no perecer de hipotermia. Cuando amaneció y retiraron los clavos de la puerta, se dirigió a la habitación principal, que estaba cálida debido a la estufa. Se acurrucó en el sofá bajo tantas mantas como pudo encontrar y no se movió durante mucho tiempo.

Habían destruido la cerradura del archivador y encontrado un montón de papeles pertenecientes a la compañía minera: nóminas, facturas, informes, copias de hojas de cálculo. Pero también encontraron un mapa topográfico de la zona, y un mapa de carreteras de Columbia Británica.

Jones y el soldado de aspecto más veterano, un afgano llamado Abdul-Wahaab, cogieron tantas ropas como podían ponerse encima, se abrigaron, empaquetaron comida y agua para un par de días de viaje, y se encaminaron hacia el bosque. Zula, asomada entre las mangas, los vio marchar y le pareció comprender su estrategia; la nieve era menos densa entre los árboles, y parecía que allí podrían moverse con un poco más de rapidez.

No sucedió nada más durante el resto del día. Zula no se movió mucho del sofá. Los tres soldados restantes se turnaron para salir en parejas y explorar las inmediaciones, pero no pudieron permanecer fuera mucho tiempo debido a la escasez de ropas de abrigo. Uno siempre se quedaba atrás, presumiblemente para no quitarle ojo de encima a Zula. A veces volvían con trofeos rapiñados de otros edificios: herramientas, botiquines de primeros auxilios, linternas que no funcionaban, sudaderas gastadas, guantes de trabajo, revistas pornográficas, pastillas de jabón, latas de combustible. El saqueo fue aumentando a medida que encontraban ropa cálida que ponerse. Durante la tarde, se esforzaron por apartar la nieve de una furgoneta que había quedado aparcada a unos cien metros del edificio central. Ayer era visible como un montón de nieve anómalo. Ahora descubrían que era una furgoneta Airstream, Zula supuso que de entre seis y nueve metros de largo. Estaba trabajada para quitarle el peso de las ruedas y le habían colocado un techo de fibra de vidrio corrugada a un lado, creando un espacio exterior a cubierto que, cuando despejaron la nieve, resultó contener una mesa de picnic y algunas sillas. Del interior saquearon más utensilios de cocina, mantas, un colchón de gomaespuma, paquetes de café instantáneo y hojuelas de avena de cocción rápida.

Zula no había dormido realmente durante unos cuantos días, pero esa tarde, debido a una mezcla de cansancio, depresión y jet lag, finalmente quedó sumida en un sueño profundo que duró hasta poco después de la puesta de sol. Entonces se levantó de la cama y se dedicó a derretir un poco de nieve. Le habían confiscado las Crocs y por eso tuvo que hacer descalza sus incursiones en busca de nieve. El dolor en los pies le recordó lo imposible que sería escapar de esta gente hasta que pudiera solucionar el problema del equipo. Cuando tuvo una olla llena de agua caliente, la llevó al cuarto de baño y se dio un friegue usando una pastilla de jabón que habían dejado hacía tres años los mineros al marcharse. Al terminar, se secó usando toallas de papel (también habían dejado un fardo) y salió sintiéndose extraña e inapropiadamente llena de energía. Coció un poco de arroz y lentejas, que fueron comidas, aunque no saboreadas, por todos (en la cocina había sal y pimienta, pero no otras especias).

Los tres yihadistas eran dignos de estudio. Dos de ellos, Mahir y Sharif, eran árabe-parlantes que, dedujo, se habían marchado de sus países natales (Mahir parecía puro Oriente Medio, Sharif tenía un ligero aspecto norteafricano) a Afganistán, donde habían formado parte de la organización de Jones. El tercero, Ershut, era una especie de asiático central que parecía hablar un árabe limitado. Ershut no era alto, pero sí fornido y poderoso y solía acabar haciendo el trabajo pesado, que siempre parecía aceptar como su misión en la vida. Fue él quien trasladó gran parte de la carga pesada del barco de pesca al barco más pequeño que los había llevado a Xiamen, y que lo había vuelto a cargar del barco al taxi y del taxi al avión. Era religioso sin mostrar el loco fanatismo del difunto Khalid; durante uno de sus viajes al lavabo en el avión, Zula lo encontró rezando en el pasillo de la cabina principal, al parecer tras haber deducido la dirección de La Meca mirando al mapa de la pantalla del televisor. Una de sus primeras acciones en este lugar había sido rapiñar un trozo de alfombra de una habitación del fondo y ponerla señalando un poco al sureste.

Mahir y Sharif eran amantes casi con toda seguridad. Si no, entonces estaban llevando la amistad masculina a un nivel rara vez visto en la cultura occidental. Siempre se sentaban juntos, y cuando Sharif salía a saquear con Ershut, Mahir se pasaba todo el rato sentado junto a la ventana y suspirando.

Zula tenía libertad de movimientos mientras diera la impresión de hacer algo útil, como cocinar o limpiar. En un momento determinado, cuando nadie prestaba mucha atención, cogió una libreta amarilla y unos lápices, se los llevó a su habitación y los escondió bajo el colchón. Más tarde, cuando volvieron a encerrarla para la noche (tras haberles suplicado que le dieran una ración extra de mantas), se sentó a la luz de una vela (estas, al menos, eran abundantes) y escribió una carta con el mismo tono general de la que había escrito en una toalla de papel y había metido en la tubería desconectada del cuarto de baño del piso franco de Xiamen. Esta era un poco más discursiva, ya que literalmente tuvo toda la noche por delante. Cuando terminó, la guardó bajo el colchón. Su cuerpo no mostraba ningún interés en irse a dormir. Intentó cansarse haciendo todos los ejercicios que se le ocurrieron y que no hicieran mucho ruido: flexiones, tensiones, sentadillas, y un batiburrillo de movimientos de yoga medio recordados. Pero esto tan solo aumentó su nivel de energía y empeoró las cosas.

Por lo tanto, estaba completamente despierta a las cuatro de la mañana, cuando el edificio fue lentamente invadido por el rumor de un motor que se acercaba. No era un zumbido firme, como el de un avión en el cielo, sino una secuencia irregular de acelerones y frenadas. Un rato después, el sonido se hizo tan alto que despertó a Ershut. A través de las grietas en torno a la madera que habían clavado en su ventana, Zula pudo ver que los iluminaban los faros de un vehículo que traqueteaba y chirriaba mientras se acercaba a ellos. Ershut aporreó la puerta (al parecer cerrada) de la habitación que compartían Mahir y Sharif. Luego Zula oyó el sonido de pies corriendo, de los cargadores encajados en sus armas, de los cerrojos al descorrerse.

Entonces un claxon sonó ante el edificio. Una puerta del vehículo se abrió. Los hombres empezaron a gritar en árabe, pero el sonido de sus voces quedó enterrado bajo una explosión de disparos. El agudo ruido quedó filtrado por las paredes, pero la vibración se filtró, haciéndole cosquillas en la nariz. Cayó al suelo con la idea de arrastrarse debajo de la cama, pero entonces recuperó el sentido y comprendió que esto no le serviría de nada. Pero entonces oyó a los hombres de fuera riendo como bobos y exclamando «¡Alá akbar!».

No era un tiroteo. Disparaban como celebración. Los yihadistas se habían procurado un vehículo; y como lo habían traído al campamento, debía de ser capaz de sacarlos de aquí.

Zula se preguntó si los yihadistas estaban simplemente locos, disparando al aire como forma de expresar su alegría cuando estaban tras las líneas enemigas. ¿O es que sabían algo sobre este lugar que ella ignoraba? ¿Podrían estar realmente tan aislados que ningún oído humano sería capaz de escuchar los estampidos de las armas automáticas en medio de la noche?

Lo descubriría muy pronto. Cuando llegara la policía y pusiera este lugar patas arriba (cosa que asumía que tenía que suceder tarde o temprano), encontrarían su carta. Esto mejoró enormemente su estado de ánimo ya que llevaba un par de días preocupada por el calvario que debía de estar sufriendo su familia. Continuarían en este estado de insoportable sin saber hasta que la nieve se derritiera y el avión quedara al descubierto. Alguien lo advertiría. Tal vez dentro de un mes o tal vez dentro de un año. Pero la carta acabaría por ser descubierta y su familia podría leerla y comprender lo que había sucedido y llorarla adecuadamente y, esperaba, sentirse orgullosa de ella.

La dejaron salir de la habitación, al parecer esperando que le alegrara servirles el desayuno. Ella fingió que así era. Pero hasta que todos terminaron y ella terminó de limpiar y el cielo se volvió lo bastante brillante no pudo ver el vehículo que Jones y Abdul-Wahaab habían robado.

De los ejes hacia arriba, era simplemente una camioneta, aunque de las más grandes y pesadas: de esas que, en sus visitas a casa, veía conducir por el campo, cargando sacos de cemento y tirando de tráileres. De los ejes para abajo, sin embargo, no se parecía a nada que Zula hubiera visto jamás. Las ruedas habían sido eliminadas y sustituidas con artilugios que parecían orugas de tanque. En cada esquina del vehículo, donde sus ojos esperaban encontrar una rueda redonda, la sorprendía el imposible espectáculo de un gran objeto triangular, formado por un sistema de brillantes palancas amarillas y ruedas rodeadas por una oruga hecha de negras placas de goma unidas por una cinta sin fin de un palmo y medio de ancho. Corría por el suelo durante unos metros bajo cada eje y luego daba la vuelta y rodeaba el entramado amarillo que lo sostenía todo, y que, percibió, estaba atornillado al eje de la camioneta usando el mismo estilo de tuercas que se utilizarían para montar una rueda convencional. Parecía que estas cosas eran un sustituto directo de los neumáticos convencionales, hechos para extender el peso del vehículo por una zona de contacto mucho más grande, ideal para un entorno cubierto de nieve durante seis meses al año, y de barro otros dos. Y de hecho, a medida que el día aclaraba, vio que los retrovisores y el cuerpo superior de la camioneta estaban salpicados de barro seco. En el valle podía haber nieve, pero habían robado este camión de un sitio donde la primavera estaba ya bien avanzada.

Todo el tiempo que ella había estado entretenida con la comida, el grupo de Jones se dedicó a sacar todo el material que habían traído, y todo lo que habían rapiñado del avión y del campamento minero, y tomando decisiones sobre qué llevarse y cómo empaquetarlo. Las armas y la munición parecían ser la principal prioridad, seguidas de ropa de abrigo y mangas. Las lonas azules y las cuerdas fueron consideradas de valor inestimable; ¿tal vez iban a acampar? Parecían sentir pasión por las palas, un detalle que no pudo dejar de interpretar de la forma más morbosa posible.

La camioneta era un modelo familiar, lo que significaba que tenía una segunda fila de asientos. Pusieron a Zula en la parte de atrás, con Sharif a la izquierda y Mahir a la derecha. Se sentía extrañamente incómoda entre ellos, como si cometiera una metedura de pata social. Pero tal vez Jones estaba harto de su tonteo y quería separarlos. Ershut ocupó el asiento junto al conductor y Abdul-Wahaab se apretujó en mitad del asiento delantero. Jones condujo. Zula no pudo dejar de pensar que resultarían un poco sospechosos si viajaban por Columbia Británica en aquel cacharro con esa hilera de rostros asomando por el parabrisas.

Pero no habría ningún problema hasta que llegaran a una carretera, y no parecía que eso fuera a suceder pronto. Durante las escapadas que Jones y Abdul-Wahaab pudieran haber hecho el día anterior, Jones había aprendido a conducir el vehículo y era consciente de que si lo mantenía en una marcha corta (y este camión tenía marchas muy cortas), podía ir a cualquier parte. Cuando la camioneta estuvo cargada, recorrieron el valle, evitando sus paredes empinadas y ciñéndose al fondo, que era llano, pero sinuoso y con muchas bifurcaciones. Jones parecía estar jugando a un conecta los puntos en el mapa. Cada pocos cientos de metros había una zona despejada, unida a otras por una carretera. O al menos por un carril que habían abierto entre los árboles. La carretera y los claros estaban marcados en un mapa topográfico, que Abdul-Wahaab había desplegado sobre su regazo para que Jones pudiera seguirlo mejor. Zula vio atisbos del mapa durante sus frecuentes y volubles disputas en lo referido a su interpretación. En un momento determinado Jones señaló al cielo a través del parabrisas y miró expectante el rostro de Abdul-Wahaab, y Zula comprendió que estaba señalando la situación del sol, como baza triunfal.

Siguieron en paralelo un arroyo montañoso, casi enterrado bajo el hielo y la nieve. En algunos lugares estaba abierto al cielo, y era posible que fuera ancho y poco profundo, fácil de vadear con la camioneta. Lo cruzaron, traqueteando, y continuaron por la orilla durante un kilómetro hasta lanzarse en lo que a Zula le pareció una dirección al azar, zambulléndose directamente en los bosques y atacando una empinada pendiente como forma de salir de este valle. El parabrisas apartaba las ramas de los árboles, doblándolas hasta que se quebraban o se colaban por la ventanilla abierta, donde Jones tenía que empujarlas con el brazo izquierdo. Zula se preguntó por qué no cerraba la ventanilla sin más hasta que advirtió los pequeños cubos azules del cristal de seguridad esparcidos por toda la cabina, y comprendió que habían roto el cristal. Parecía bastante claro que eso debió de suceder cuando robaron la camioneta ayer. Esperó que simplemente hubieran roto la ventanilla y luego hecho un puente. Entonces advirtió el llavero que colgaba del contacto. Debían de haberlo robado a una persona que lo conducía. Debían de haber matado a esa persona.

En el salpicadero había una radio de banda ciudadana, y después de dejar atrás el campamento y llegar a un lugar donde pudieron pararse (una zona llana en el bosque, donde estaban bien protegidos bajo los árboles y la nieve no era demasiado profunda) Jones la encendió. Luego, tras mirar a Zula por encima del hombro, abrió la navaja, cortó el cable del micrófono, y lo arrojó por la ventanilla abierta. El micro correteó entre los matorrales como un mamífero furtivo. Jones subió el volumen y empezó a revisar los canales disponibles.

Nada. Estaban realmente en mitad de ninguna parte.

Cuando la encendieron, la radio estaba sintonizada en el Canal 4. Jones lo puso de nuevo en el 4 y la dejó encendida. Ocasionalmente tosía algún ruido, pero nada que pudiera identificar como palabras.

Jones arrancó la camioneta y atacó otra pendiente. Parecía que subían más que bajaban, lo que no tenía sentido para Zula. Pero cuando dejaron atrás la siguiente cordillera, el paisaje despejado se extendió de pronto ante ellos, y las montañas disminuyeron y se convirtieron en llanuras que ya no estaban cubiertas de nieve.

Ayer, lunes, había sido uno de esos días en que Dodge había tenido que trabajar temprano con la intención de conseguir hacer un montón de cosas, solo para llegar a comprender, justo después de almorzar, que no iba a suceder nada. Porque ya no era cosa suya. Tenía una compañía entera (una estructura completa de vasallos) para seguir su estela, y tardarían un montón de tiempo en ponerse en marcha.

Pensaba que tres millones de dólares para quien quisiera cogerlos habría podido llamar su atención. Pero tardaron lo suyo en entenderlo. Egdod tuvo que agarrar a los personajes de unos cuantos vicepresidentes por las solapas de sus cuellos virtuales y llevárselos volando a Torgai y señalarles los depósitos de oro al aire libre para que lo comprendieran.

Un memorándum para toda la compañía habría podido despertar a la gente, pero, justo cuando su dedo vacilaba sobre el botón de Enviar, comprendió que sería un error fatal. Sin duda se filtraría más allá de la red de la compañía y se haría público y provocaría una fiebre del oro. Lo único que tenían a su favor era que nadie, aparte de Corvallis y Richard y unos cuantos más, tenía realmente ni idea de cuánto dinero había allí esperando. Si este conocimiento se hiciera público, todos los jugadores de T’Rain del mundo se pondrían en cola para ir a las Torgai, y las cosas quedarían todavía más complejamente fuera de control. El simple rumor de Internet de que habían visto oro ya había causado una invasión bastante bien organizada de estos tres mil k’shetriae de pelo azul, lo cual no era nada en el gran esquema de las cosas y sin embargo requería arduos esfuerzos por parte de Richard para contenerlos de un modo que no fuera lanzar un cometa a la cabeza de su Señor Feudal.

No llegó nada en todo el día de la Isla de Man. Pero cuando Richard despertó el martes, encontró un e-mail de la compañía, con el asunto «La trama se complica…», que, cuando lo siguió hasta su raíz, resultó ser una novela corta de cincuenta mil palabras que D-al-cuadrado había colgado en la página de T’Rain una hora antes, para evidente sorpresa de su agente/editor aquí en Seattle, que no tenía ni idea de que estuviera contemplando semejante proyecto. Richard cliqueó en el enlace y abrió el documento. Sus primeras palabras eran «Las montañas Torgai». Dejó de leer ahí, cerró el portátil, se levantó de la cama, y se vistió. Bajó en el ascensor al aparcamiento de su torre en el centro de Seattle, subió a su coche, y fue directo a Boeing Field. Hasta que no estuvo sentado cómodamente en el avión, trazando una parábola sobre Columbia Británica en ruta directa a la Isla de Man, no volvió a abrir el portátil y empezó a leer ávidamente.