Curtis. Peter Curtis. Richard había necesitado muchas horas de buscar afanosamente en Google para localizar el apellido del amigo de Zula. La insistencia del chico en usar un pseudónimo diferente en cada sistema al que accedía lo había vuelto enloquecedoramente difícil. Si Peter y Zula se hubieran alojado en el Schloss como huéspedes normales, Richard habría podido acceder a los datos de la tarjeta de crédito de Peter. Pero se habían alojado en el apartamento de Richard como invitados personales.
El logro decisivo en el caso lo consiguió Viki, la del viaje en el Grand Marquis para comprar munición y la anécdota de la alfombra de piel de oso, que ahora estudiaba en Creighton. Al parecer sufría un serio caso de insomnio o un gran consumo personal de Adderall. Vicki tenía acceso a la página de Facebook de Zula y a su página de fotos compartidas de Flickr. También tenía algunas de sus propias fotos, tomadas durante la reunión. Hizo una carpeta con fotos de Peter y luego utilizó un sitio de Internet que empleaba tecnología de reconocimiento facial para buscar en la red fotos del mismo rostro, o de similares. Encontró un montón de falsos positivos, pero aparecieron varios candidatos, incluyendo una serie de fotografías tomadas en DefCon hacía tres años de una conferencia de un hombre que se identificaba como 93+37. Richard no tenía ni idea de cómo pronunciar esto, pero se dio cuenta de que si ponía 93+37 ante un espejo, el «9» parecería un poco una «P», los dos «3» centrales parecerían dos letras «E», el «+» parecería una «t» y el «7» final sería una «r» minúscula, o sea, «Peter». La suma de 93 y 37 era, naturalmente, 130, y por eso Richard se puso a buscar en Google varias combinaciones de «130» y «93+47», con «seguridad» y «hacer» y «pruebas» y «Seattle» y «snowboard» hasta que empezó a establecer algunas pistas, en forma de grupos de mensajes o chats, que Peter, o una persona extrañamente similar a Peter, tenía la costumbre de usar. Y de este modo empezó a captar la sensación de qué cosas le interesaban a Peter, con quién salía, y qué hacía en su tiempo libre. Por ejemplo, estaba extrañamente interesado en algo llamado «repellado», que era el proceso de reparar viejas estructuras de ladrillo poniendo argamasa fresca (argamasa «históricamente correcta», no hacía falta decirlo) en los espacios entre los ladrillos.
Tras analizar una serie de mensajes en una página dedicada al snowboard, Richard descubrió el nombre de la tienda de Vancouver donde Peter había adquirido aquella tabla de snowboard de alta tecnología que tanto le entusiasmaba. Un poco de investigación le hizo descubrir el nombre del propietario de la tienda. Richard contactó con él a una hora de la mañana que al parecer era considerada punitivamente temprana en el mundo del snowboard. Le dio explicaciones al propietario y le persuadió para que revisara sus archivos y encontrara el apellido de Peter en su tarjeta de crédito. Y esto abrió las compuertas de Google y le permitió encontrar la dirección del edificio en Georgetown en los archivos inmobiliarios de King County.
A las nueve de la mañana, casi exactamente doce horas después de irrumpir en el apartamento de Zula, se encontró dando vueltas a la manzana en cuestión. El mango amarillo de su martillo se proyectaba en vertical en su asiento de pasajeros, anunciando sus intenciones a todo el que se acercarse al parabrisas; como un chico de catorce años que intenta domar un pene erecto, Richard seguía empujándolo hacia abajo y seguía irguiéndose. No fue difícil identificar el edificio: recientemente había sido repellado.
Como en este caso no tenía el beneficio de contar con unos vecinos comprensivos, Richard aparcó en la calle y se acercó a pie al edificio, sin el martillo. Era una brillante mañana soleada de las que Seattle ofrece ocasionalmente a sus desesperados residentes a principios de primavera: los rododendros silvestres en el solar vacío al otro lado de la calle mostraban flores rojas, y los pilotos aficionados despegaban de Boeing Field en sus pequeños aviones. Richard llamó durante un rato a lo que consideró que era la puerta principal, luego se encaminó a la parte de atrás. Dos grandes puertas enrollables de metal daban al callejón. Entre ellas había una puerta de tamaño humano. Richard llamaba a esta última cuando una camioneta se paró en el callejón, tan cerca que podría haber extendido la mano para tocarla. El motor se apagó y la puerta se abrió. De la furgoneta bajó un delgado varón caucásico de pelo muy corto y barba de dos días de unos treinta años, vestido con una ajada chaqueta de cuero y unos Carhartts gastados.
—¿Busca a Peter? —preguntó, acercándose a la puerta enrollada de la derecha e insertando una llave en un enorme candado que colgaba del pasador. Antes de que Richard pudiera responder, continuó—: No lo veo desde hace semana y media.
—¿De veras?
—Me jode un montón a mí también, porque es mi casero, y quiero que me arregle el Internet. ¿Tiene idea de dónde está?
El hombre se agachó, cogió un asidero de la puerta y se levantó, dejándola abierta para revelar una oscura nave llena de máquinas soldadoras y las herramientas y las mesas de acero sin pintar que usa la gente que trabaja con cosas increíblemente calientes.
—Estoy investigando su desaparición.
El hombre se irguió y se volvió a mirarlo.
—¿Es usted policía?
—Investigador privado —respondió Richard—. Contratado por la familia.
—¿Tampoco saben dónde está?
—Su novia y él desaparecieron hace una semana.
—¿Exactamente una semana o…?
—La última vez que se les vio fue el lunes por la tarde.
—Mi Internet se murió el lunes por la noche, tarde.
—¿Oyó algo extraño, o…?
—No.
—¿Pero solo está aquí en horas de trabajo?
—Mi horario es irregular —dijo el hombre—, pero no duermo aquí.
Richard señaló la puerta enrollable de la izquierda. Estaba asegurada por otro candado enorme.
—¿Esta nave es suya?
—Sí.
—Supongo que no tendrá una llave.
El soldador se lo pensó.
—Sí, tengo una.
—¿Le importa si se la pido prestada?
—Lo siento, pero no presto mi equipo.
—¿Perdone?
El hombre avanzó hacia la oscuridad, extendió la mano, agarró algo, y tiró con fuerza, apoyando su peso. Empezó a retroceder hacia el callejón. Mientras se acercaba a la luz Richard vio que traía una carretilla de dos ruedas cargada con un par de cilindros de gas, reguladores, una manguera, y un soplete de tres cañones.
—Mi llave —dijo—. Lo abre todo.
Mientras el soldador abría el candado de Peter (un procedimiento que duró unos tres segundos, una vez que puso el soplete en marcha), Richard deambuló por el callejón, mirando las ventanas del piso de arriba que suponía pertenecían a la vivienda de Peter. Eran ventanas antiguas con muchos paneles y marcos metálicos. Advirtió que en una de ellas faltaba un panel de cristal, el de al lado del pestillo interior.
—Todo suyo —anunció el soldador, retrocediendo un paso—. Cuidado con la mano, estará caliente un rato.
Manteniéndose alejado de las partes calientes, Richard descorrió el cerrojo y abrió la puerta.
Maldición, sí que había un montón de coches aquí dentro. Como si Peter hubiera estado dirigiendo un taller de desguace. En unos instantes identificó la gruesa furgoneta de Peter, la que los había llevado a Zula y a él a Columbia Británica, y el Prius de su sobrina, que estaba aparcado al fondo, al parecer para dejar sitio a un pequeño coche deportivo que habían metido con calzador en el espacio restante. Este último tenía matrícula de Columbia Británica. Las llaves estaban todavía en el contacto.
Con las manos en los bolsillos, Richard recorrió la nave. El soldador se quedó en el umbral de la puerta grande, quizá decidiendo sabiamente no inmiscuirse.
—Aquí está su problema —anunció Richard. Estaba delante de una lámina de madera prensada que había sido atornillada a la pared y utilizada como superficie para montar un sistema de telecomunicación: cable módem, routers, conectores, material telefónico. En dos lugares, los cables habían sido cortados, y sus extremos cuidadosamente colocados en su sitio para que el daño no fuera obvio. Uno era de teléfono, el otro era el cable coaxial que antes conectaba con el módem.
Era la primera sugerencia de juego sucio que veía Richard. Por supuesto, el hecho de que Zula (y, al parecer, Peter) hubieran desaparecido era más que suficientemente alarmante para que no hubiera pensado en otra cosa durante el último par de días. Pero en toda la investigación que había hecho hasta ahora, no había visto ninguna prueba real de que hubiera implicada maleficencia humana. La sospechaba, la temía, pero (como había señalado tozudamente el detective asignado al caso de la desaparición de Zula), no podía demostrarla. La aparición de aquellos dos cables cortados le impresionó tanto como un charco de sangre o un casquillo de bala.
Sacó su móvil y le envió un mensaje de texto a John: DETÉN A LOS POLICÍAS MONTADOS. EL COCHE DE PETER ESTÁ AQUÍ. EL DE ZULA TAMBIÉN. Decidió no mencionar el tercer coche ni los cables cortados por ahora.
—¿Reconoce este coche deportivo? —preguntó Richard. Su voz le sonaba extraña: seca y tensa.
—No.
—Bien. Voy a mirar arriba.
—Vale.
Había esperado que la entrada a la fuerza en el apartamento de Zula de la noche pasada fuera la última vez que tuviera que exponerse a la posibilidad de ver algo horrible. Y ahí estaba de nuevo, subiendo otras escaleras hacia otro posible escenario de un crimen. Esta vez le parecía mucho más probable encontrar algo que lo marcaría de por vida. Pero su responsabilidad era meter la cabeza en esa sierra psicológica concreta y por eso consideraba que tenía que seguir adelante.
Sin embargo, lo que encontró no era lo que esperaba. En el apartamento de Peter no había nadie, ni vivo ni muerto. Tampoco había signos de violencia ni lucha, con dos excepciones. Una (que ya había previsto) era el cristal que faltaba en la ventana, que había sido utilizado claramente para irrumpir en el loft. El vidrio roto todavía estaba esparcido por el suelo justo debajo.
El otro era una caja fuerte para armas rota que había apoyada contra la pared en un rincón. Algo claramente malo le había sucedido. Habían quemado una línea en torno a toda la parte superior, como si la hubieran atacado con un abrelatas termonuclear, y habían arrojado al suelo el trozo cortado. Los filos de metal al rojo habían quemado la madera. Instintivamente Richard buscó en el techo detectores de humo y advirtió que todos colgaban abiertos, sin las pilas.
Esta parte casi parecía un desperdicio de tiempo, pero dio un paso adelante y miró en el interior de la caja fuerte y comprobó que estaba vacía.
Regresó a las escaleras y encontró el soldador.
—Me vendría bien su opinión profesional en una cosa.
—Cortador de plasma —fue el veredicto del soldador, después de subir las escaleras y echar un buen vistazo al armario destrozado.
—¿Tiene usted uno?
—¡No! —respondió el soldador, y lo miró con mala cara.
—No le estaba acusando —dijo Richard, encogiéndose de hombros—. Solo tenía curiosidad por saber cómo son.
—Son una caja —dijo el soldador, extendiendo las manos para indicar el tamaño—. Así de grande.
—Portátil.
—Totalmente.
—¿Cómo para meterlo por esa ventana?
—Sería un poco difícil. Yo recomendaría las escaleras.
—Así que alguien usó probablemente la ventana para entrar y abrir una puerta, y luego subió por las escaleras un cortador de plasma.
—Sí —dijo el soldador—, pero no piense que el ladrón medio lleva uno encima por norma general.
—Entiendo —dijo Richard.
El soldador miró el apartamento de Peter por encima de su hombro, un poco incómodo.
—¿Ve algo… raro?
—No, no veo nada raro.
—Qué misterio, joder —dijo el soldador, y se marchó.
Richard se dirigió a la puerta principal, que tenía un cerrojo, una cadena y una cerradura de botón en mitad del pomo. Esta última estaba echada, pero los otros dos no. Tras entrar por la ventana, el ladrón debía de haber abierto esta puerta desde dentro y la usó para meter y sacar el cortador de plasma, y usó el botón para asegurarla cuando se marchó.
Así que, según todas las apariencias, el golpe con el cortador de plasma había tenido lugar cuando el apartamento estaba ya vacío.
¿Pero cómo encajaba el hecho de que estuviera vacío con la presencia de tres coches en el aparcamiento? ¿Y por qué el dueño del coche deportivo había dejado el llavero en el contacto? Generalmente, la gente necesitaba los llaveros para otras cosas, como entrar en sus propias casas.
Al darse la vuelta, advirtió una roja luz LED brillando en lo alto de un armarito donde Peter tenía por costumbre almacenar sus gabardinas, sombreros y botas. Se acercó y encontró una pequeña Webcam, montada allí con una telaraña de hilos blancos de nailon. Un cable de red desaparecía en un agujero en la pared. Richard lo siguió hasta la zona del taller donde estaban aparcados los coches, no lejos del panel de madera prensada con los artilugios de telecomunicaciones, donde en su momento debió de haber un ordenador en el estante inferior de un banco de trabajo. Encima había un monitor, un teclado y un ratón, pero sus cables colgaban en el espacio inferior. Había un cable eléctrico y un cable de red también.
Richard supuso que se habían llevado el ordenador, hasta que un minuto después literalmente tropezó con él cuando rodeaba el coche deportivo. Habían arrojado la CPU (una simple carcasa rectangular) al suelo y la habían atacado con el cortador de plasma: un simple pase por el lado, para cortar las disqueteras.
Richard maldijo. Creía que iba a encontrar algo. Peter había emplazado cámaras de seguridad por toda la casa. Quizás una de ellas había capturado alguna imagen de interés. Pero el intruso lo había previsto y se había asegurado de que el disco duro quedara destruido.
Rodeó todos los coches, se asomó a las ventanillas, sin querer contaminar las pruebas más de lo que ya había hecho. El de Peter estaba todavía cargado: lo que había sucedido había tenido lugar poco después de volver a casa el lunes por la noche.
Estaba anotando el número de la matrícula del coche de Columbia Británica cuando sus oídos detectaron un ruidito familiar: el sonido de un disco duro cobrando vida y poniéndose en funcionamiento.
Siguiendo el sonido, y ayudado por unos cables de red convenientemente colocados, buscó bajo el tramo de escaleras que conducía al loft y encontró una cajita, montada en un estante improvisado y conectada a un sistema externo a través de un puñado de cables de extensión. Era un punto de acceso wi-fi. Un poco más grande de los habituales de hoy.
Era más grande, advirtió, porque no era solo un router. Era también un dispositivo de backup. Tenía su propio disco duro.
Ninguno de los yihadistas tenía mucha prisa por explicarle nada a Zula, pero pudo llegar a algunas deducciones asomándose a las ventanillas y por las palabras en árabe que medio entendía.
Los había salvado la luz del amanecer, que les había mostrado un lugar donde posarse: una pista de aterrizaje que, sin embargo, era evidentemente demasiado corta para este tipo de avión. Acababa en un bosque. Lo cual parecía una forma bastante molesta de construir una pista de aterrizaje. Pero como Zula empezó a comprender, la gente que la había construido no había podido elegir. Esto era una especie de valle entre altas montañas. Era bastante espacioso y serpenteaba entre varios kilómetros cuadrados de terreno elevado y frío, y su fondo estaba repleto de barrancos y macizos de dura roca, dejando pocas alternativas para construir una pista de aterrizaje. Y el shock cultural podía haber sido un factor; tal vez Pavel y Sergei, acostumbrados a grandes aeropuertos internacionales y hoteles Hyatts, no habían hecho concesiones a los refugios para pilotos en los bosques del norte, y habían atribuido prudencia, o al menos cordura, a los arquitectos de esta pista.
O tal vez simplemente estaban desesperados y no pudieron hacer otra elección; o tal vez los estaban encañonando.
La pista de aterrizaje era parte de un complejo industrial que, desde el punto de vista de Zula, se extendía sin rumbo por diversas partes del valle que quedaban ocultas tras los árboles. Por fortuna, incluía un pequeño complejo de edificios a solo un centenar de metros de la pista. Todos parecían iguales, y estaba claro que eran estructuras prefabricadas que habían traído en camiones y habían montado. Algunos parecían almacenes, pero uno tenía una chimenea oxidada asomando sobre los tres palmos de nieve que cubrían su tejado. La pared que daba al sur estaba fortificada por al menos dos montones de madera de leña. Zula vio a través de una de las ventanillas cómo uno de los soldados se acercaba, moviéndose a un ritmo de unos tres metros por minuto mientras se abría paso con nieve hasta la cintura. Cuando por fin llegó a la puerta, destruyó la cerradura con una andanada de la pistola ametralladora y entró. Unos minutos más tarde, empezó a salir humo de la chimenea.
El descubrimiento de la unidad wi-fi con disco duro incorporado bajo las escaleras de Peter colocó a Richard en una bifurcación distinta en el camino. Sabía que esta casa tenía tantos indicios de fechorías que la policía tendría que enviar a alguien a investigar. La relación física entre este escenario y Zula (su coche estaba aparcado justo en medio) podría insuflar un poco de energía al investigador de su desaparición. Pero Richard ya había recurrido a la policía y descubierto que no era tan productivo como ir por ahí con un martillo y conseguir los servicios de hombres con sopletes de oxiacetileno.
Sin embargo, por otro lado, si los policías se ponían por fin serios al respecto, podrían hacer cosas que él no podía, como acceder a los archivos telefónicos y de vehículos.
Así que adoptó una estrategia de prevención. Desenchufó el wi-fi, lo metió en su coche y se dirigió a las oficinas en Seattle de la Corporación 9592. Allí había un departamento de informática, que tenía un pequeño laboratorio donde montaban y reparaban ordenadores. No había nadie: era domingo. De una manera que levantaría chispas al día siguiente por la mañana cuando los técnicos que vinieran a trabajar advirtieran sus manejos, Richard abrió las cajas de herramientas y sacó ordenadores del inventario y causó un grave alboroto en las mesas de trabajo de todo el mundo. Abrió el receptor wi-fi y sacó el disco duro. Siguiendo instrucciones sacadas de Internet, incluyendo incluso un vídeo de You Tube, lo conectó a un ordenador e hizo una copia de todos los archivos en el disco duro. Luego devolvió el aparato al edificio de Peter, donde lo enchufó y lo dejó tal como estaba antes.
Y entonces llamó a la policía.
Por mucho que quisiera quedarse por allí y verlos investigar el escenario del delito, sabía que lo primero que harían sería expulsarlo del lugar y rodearlo de cinta amarilla. Así que se quedó el tiempo suficiente para contarle al primer policía que llegó una versión drásticamente recortada de lo sucedido en el día. Admitió haber cortado el candado y luego haber deambulado un rato por el apartamento, pero no dijo nada de sus otras actividades.
Luego regresó a la Corporación 9592. Por el camino, se le ocurrió que acababa de confesar haber sido protagonista de un allanamiento, pero de algún modo le parecía que Peter no iba a presentar cargos. Atascado en el tráfico por una inmisericorde combinación de un partido de los Sounders y un tren de carga lentísimo, llamó a C-plus. Tenía uno de esos artilugios donde su teléfono enviaba vía Bluetooth la conversación al sistema de radio del coche. El volumen estaba demasiado alto: una andanada de ruido casi voló las ventanillas del vehículo. Una mezcla muy poco habitual de gritos, estrépito de metal, y respiración entrecortada. Lo bajó rápidamente.
—Richard.
—C-plus. ¿Ocupado?
—¿Y cuándo no?
Al fondo, alguien gritaba monosílabos en latín. Había un soniquete rítmico.
—¿Qué demonios estás haciendo?
—Maniobras —dijo C-plus. Luego hubo algún tipo de interrupción, el sonido de una mano cambiando el teléfono.
—¿Estás con la Guardia Nacional?
—Grupo de recreación de la legión romana —explicó C-plus.
—¿Entonces estás haciendo maniobras con sandalias y faldita?
—La caliga romana es mucho, muchísimo más que una sandalia, al menos en lo que se refiere al término según lo interpretan los contemporáneos —contestó C-plus—. Para empezar…
—De acuerdo, cierra el pico.
C-plus suspiró.
—¿Quieres implicarte en algo mucho más interesante que en lo que te pagan?
—Richard, si estás intentando atraparme para que deje mi trabajo…
—Nada más lejos de mis intenciones.
—Incluso así, déjame decirte que mi trabajo es increíblemente interesante e inspirador.
—Tomo nota —dijo Richard—, pero necesito tu ayuda con un proyecto personal. Una especie de investigación detectivesca.
—¿El proyecto REAMDE?
La pregunta le pareció un poco extraña a Richard y la sopesó durante unos segundos.
—No —dijo—. Si fuera cosa de virus informáticos, ni siquiera habría intentado engañarte para que pensaras que es interesante.
—¿De qué se trata entonces?
—Ven al laboratorio informático y te lo explicaré.
Corvallis alzó la voz.
—¡Mi legión lleva tres meses preparándose para estas maniobras! Tengo responsabilidades como pilus posterior de mi cohorte…
—Se trata de Zula —dijo Richard—. Es importante.
—Estaré ahí dentro de media hora.
Richard llegó a la oficina unos quince minutos después, recuperó el ordenador del laboratorio y lo llevó a una pequeña sala de reuniones, donde lo enchufó y lo conectó a un monitor. Corvallis apareció vestido con una túnica de lana blanca gastada que Richard temió que se hubiera tejido él mismo en un telar de estilo romano. Había cambiado sus caligae por zapatillas deportivas. Sin perder el tiempo, se acomodó ante el ordenador y empezó a rebuscar en los archivos que Richard había copiado del aparato wi-fi de Peter. Los archivos y directorios tenían nombres no intuitivos generados por ordenador, y Richard no reconoció ninguno de los formatos empleados.
Mientras tanto, la curiosidad pudo con Richard.
—Oye, dime, cuando te dije lo del problema detectivesco, ¿cómo pensaste que tenía que ver con REAMDE?
Corvallis se encogió de hombros.
—Sé que Zula ha estado trabajando en eso contigo.
—¿De veras?
Richard se sobresaltó, pero entonces recordó algo que Corvallis había dicho hacía unos cuantos días, en el Prius, respecto a que Zula había ayudado de algún modo a estrechar a Xiamen la localización del autor del virus.
—¿Cuánto tiempo hace que conoces esta supuesta colaboración entre Zula y yo?
—Desde el martes por la mañana.
—¿El martes por la mañana?
—Oh, Dios mío, Richard, tranquilízate.
—¿A qué hora el martes por la mañana?
—Temprano. Podría comprobarlo en mi teléfono.
Silencio.
—¿Qué coño está pasando, Richard?
—Es lo que dije por teléfono: Zula y su novio han desaparecido. Nadie ha visto ni ha sabido nada de ellos desde hace casi una semana.
Esto hizo que Corvallis se diera la vuelta y dijera «Oh, Dios mío» en un tono completamente diferente.
—¿Cuándo desaparecieron?
—Bueno, C-plus, resulta que uno de los problemas de desaparecer es que resulta difícil establecer el momento exacto en que se produce. Si me hubieras preguntado hace veinticuatro horas… —Richard hizo una pausa, repasando los recuerdos del último día.
Veinticuatro horas antes, ni siquiera era consciente, todavía, de la desaparición de Zula.
—Digamos que, por lo que sé, eres la última persona que habló con ella.
—Oh.
—¿Así que de qué coño hablaste con ella?
—Suéltame los hombros, por favor.
—¿Hmm?
—No me ayuda, y además me dificulta teclear.
—De acuerdo —Richard relajó su tenaza sobre la túnica de lana y se apartó de Corvallis, las manos al aire.
—Zula había estado despierta toda la noche (la del lunes al martes), jugando.
Richard comprendió que se refería a jugar a T’Rain.
—Dijo que estaba investigando algunos movimientos de oro conectados con REAMDE.
—Parece un poco extraño —señaló Richard—. Localizar virus no es su departamento.
Corvallis oyó una refutación en eso y se ruborizó un poco.
—Es difícil de creer, pero en ese momento yo no había oído hablar de REAMDE. ¿Y tú?
—No —confesó Richard.
—Así que acepté a pies juntillas lo que ella dijo. Era un proyecto especial que tú le habías encargado.
—Muy raro por su parte mentir de esa manera —observó Richard.
—Sea como sea, necesitaba identificar a un jugador que le había lanzado un hechizo en algún momento de la sesión de juego.
Corvallis sacó su portátil y empezó a teclear mientras hablaba; y al hacerlo, sus frases pasaron a ser fragmentos.
—En las montañas Torgai —tecleaba, tecleaba, tecleaba—. Masacre total.
—¿Era un miembro de su partida?
—No. Luchaban unos con otros. Murieron muchos. No entendí por qué en ese momento.
—Porque no sabías nada de REAMDE y los bandidos y todo eso.
—Sí —dijo Corvallis, ausente. Tras teclear unos quince segundos, añadió—: Ya.
Richard se inclinó hacia delante, buscó en el hueco que corría por el centro de la mesa, y sacó un cable de vídeo, que le lanzó a Corvallis, quien lo enchufó a su portátil. La pantalla de proyección situada al fondo de la sala se iluminó con una imagen que era principalmente líneas de texto inescrutable (para Richard), el resultado de diversas búsquedas que C-plus había estado haciendo en la base de datos. En ese momento se mostraban los perfiles de dos personajes. Eran solo largas cadenas de números y palabras. Corvallis tecleó una orden que hizo que dos ventanas aparecieran en la pantalla, cada una mostrando el perfil del personaje de una manera más cómoda para el usuario: una versión en 3D de una criatura de T’Rain, el nombre del personaje en un pequeño recuadro, tablas y datos de estadísticas vitales. Como un dosier policial que hubieran hecho de forma artística unos clérigos medievales. Una de las ventanas mostraba a un personaje femenino a quien Richard reconoció como perteneciente a Zula. El otro estaba presentado en una ventana cuya paleta de colores, tipo de letra y arte decían «Mal». El retrato no era fijo, sino que seguía cambiando entre diversas especies distintas, una de las cuales era un t’kesh pelirrojo.
—¿Quién es el Metamorfo t’kesh maligno? —preguntó Richard.
—El personaje que acompañó a Zula todo el tiempo que estuvo conectada esa noche —dijo C-plus—. Pertenece a un cliente antiguo llamado Wallace, de Vancouver. Pero la noche en cuestión —(tecleo)— Zula y él estuvieron conectados desde el mismo lugar —(tecleo)— en Georgetown.
—Eso concuerda con lo que he visto hoy. El coche de Zula y un coche deportivo de Columbia Británica están los dos aparcados en el loft de su novio en Georgetown.
—Así que deben de haber estado allí la noche en cuestión…
—Y ese es el lugar donde «desaparecieron». Una palara que me gusta menos cuanto más la utilizo. ¿Puedes decirme algo más sobre ese Wallace?
—No sin violar la política de privacidad de datos de la compañía.
Corvallis se encogió ante la mirada que le dirigió Richard y volvió a teclear.
Un perfil de cliente apareció en la pantalla, mostrando el nombre completo de Wallace, su dirección, y algunos datos sobre sus hábitos de juego en T’Rain. Una estadística llamó la atención a Richard.
—Comprueba su última conexión.
—El martes por la mañana —dijo C-plus—. No ha vuelvo a entrar desde entonces.
Tecleó un poco más y recuperó una ventana que mostraba las estadísticas de uso de Wallace, cubriendo todo su tiempo como cliente de T’Rain.
—No ha estado tanto tiempo sin conectarse desde hace dos años.
—¿Y Zula?
—Lo mismo —dijo C-plus—. No ha vuelto a conectarse. Y una cosa más. Ninguno de los dos desconectó limpiamente el martes por la mañana. Sus conexiones se interrumpieron al mismo tiempo, y el sistema los expulsó automáticamente.
—No me sorprende —dijo Richard, recordando los cables cortados en el taller de Peter—. Alguien entró y cortó el cable de Internet con un cuchillo mientras estaban jugando.
—¿Quién haría eso? —preguntó Corvallis.
—Peter frecuentaba gente poco recomendable —dijo Richard.
Esto se parecía obviamente tanto a la clásica invasión del hogar/asesinato múltiple típico del negocio de la droga que Richard tuvo que recordarse por qué se molestaba en seguir pensando siquiera en ello.
—Zula quería algo de ti. Justo antes de que todo esto pasara.
—En realidad fue después —dijo Corvallis.
—¿Qué quieres decir?
—La conexión se cortó a las 7.51 —Corvallis cogió su teléfono y comprobó las llamadas durante unos minutos—. Zula me llamó a las 8.42.
—Muy bien. Eso es interesante. Te llamó a las 8.42 y te contó esa historia de que estaba trabajando conmigo en la investigación de REAMDE y dijo que tenía que saber quién le había lanzado un hechizo a su personaje.
—Sí, y resultó que era un jugador chino que conectaba desde Xiamen.
—Y así fue como te diste cuenta de que el virus se originaba allí.
—Sí.
—Entonces me estás diciendo que Zula fue la primera persona en descubrirlo.
—Sí.
—Eso me parece superraro.
—¿Y eso?
—Porque si dejas fuera toda la parte de REAMDE y Xiamen de la historia, esto parece muy sencillo. Peter tenía líos de drogas o algo. Se metió a hacer negocios con la gente equivocada. Esa gente entró en su apartamento y lo secuestró y se lo llevó y lo mató, y como Zula estaba allí casualmente, hicieron lo mismo con ella. Pero eso no encaja con ese tal Wallace, y desde luego no encaja con el hecho de que Zula al parecer rastreó REAMDE en Xiamen casi en el mismo momento exacto en que ella y todos los demás del apartamento desaparecieron.
—Wallace parece tener un perfil de Internet muy bajo.
—Sí.
Richard había estado observando la gran pantalla mientras Corvallis buscaba al tipo en Google y encontraba muy poco: casi todo páginas genealógicas que no les servían de nada.
—Apuesto a que sé qué aspecto tiene —dijo Richard, recordando al tipo con el que Peter había mantenido la misteriosa conversación en el Schloss—. ¿Qué sabemos de la gente que creó REAMDE?
—Ese no es mi departamento —le recordó Corvallis—. Lo está investigando gente especializada en esas cosas.
—Chavales hackers de China, es lo que he oído.
—Yo también.
—Parece improbable que tuvieran los medios para organizar una invasión doméstica en Seattle con unas pocas horas.
—A menos que tenga amigos o socios que vivan aquí. Hay gente patibularia en D. I.
Corvallis se refería al Distrito Internacional, no muy lejos de Georgetown. Tal como eran las Chinatowns de la Costa Oeste, era pequeña (nada comparada con la de San Francisco o Vancouver) pero seguía siendo capaz de causar la ocasional masacre en los garitos de juego surgida de una novela de Fu Manchú.
—Pero aunque la gente de REAMDE supiera que Zula los había localizado, ¿cómo pudieron encontrarla en el loft de Peter en Georgetown?
—Es imposible, a menos que se hayan infiltrado en la operación China de la Corporación 9592 y tenido acceso a nuestros archivos.
—Comprendido —dijo Richard por fin, después de pensarlo durante un buen rato. Sacó el teléfono y accedió a una pequeña aplicación que le ayudó a calcular qué hora era en ese momento en China. La respuesta: más o menos, las tres de la madrugada. Mandó un e-mail a Nolan: «Orbéame cuando despiertes.»
—Pero mira —dijo Richard, en cuanto oyó el sonidito de barrido que indicaba que el mensaje había sido enviado—, el motivo por el que te he llamado es esto.
Apoyó una mano en el PC que había traído del laboratorio informático y le contó a Corvallis la historia de las cámaras de seguridad y el aparato wi-fi del apartamento de Peter.
Pasaron el cable de vídeo del portátil al PC y lo conectaron a la línea y a un teclado. Corvallis abrió el directorio que contenía los archivos copiados.
—Hmm —dijo inmediatamente—. ¿De qué marca es el aparato?
Richard se lo dijo. Corvallis visitó la página de la compañía y, con unos cuantos clics en la sección de «Productos» pudo recuperar la imagen de un aparato que Richard reconoció como igual que el de Peter. Copió y pegó el número del modelo en el recuadro de búsqueda de Google, y luego añadió «linux driver» a la búsqueda y pulsó la tecla. La pantalla se llenó de un montón de páginas de software libre.
—Muy bien.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Richard.
—Dijiste que Peter era un friki informático, ¿no?
—Sí. Asesor de seguridad informática.
Corvallis asintió.
—El formato de todos los archivos de este nodo sugiere que fueron creados con Linux. Y en efecto, cuando hago una pequeña búsqueda puedo ver que es fácil descargar un driver Linux para este aparato. En otras palabras, es amigo de Linux. Así que sospecho que lo que Peter hizo fue establecer un sistema basado en Linux para dirigir sus cámaras de seguridad y ejecutar backups automáticos y esas cosas. Y cuando compró ese nodo, alteró el software basado en Windows de serie y lo reconfiguró para que trabajara directamente bajo su entorno Linux.
—¿Y eso qué nos dice?
—Que estamos jodidos —Corvallis usó un procesador de texto para abrir uno de los archivos que Richard no había conseguido abrir antes—. ¿Ves? El encabezamiento de este archivo indica que está encriptado. Todos los archivos que recuperaste de ese nodo están encriptados de la misma manera. Peter no quería que los malos entraran en su sistema y curiosearan en los archivos de su cámara de seguridad, así que emplazó un script que encriptaba todas las grabaciones de vídeo antes de pasarlas a disco. Y todos esos archivos encriptados pasaban automáticamente a la copia de seguridad del nodo wi-fi.
—Y son los archivos que estamos mirando ahora.
—Sí. Pero no los abriremos nunca. Tal vez la Agencia de Seguridad Nacional pueda abrir este encriptado. Nosotros no podemos.
—¿Sabemos algo más? ¿De cuándo son los archivos? ¿Qué tamaño tienen?
Tras teclear un poco más Corvallis mostró una tabla con los tamaños y fechas de los archivos.
—Algunos son bastante grandes —dijo—, lo que me hace pensar que deben de ser vídeos de las cámaras de las que hablaste. Otros son pequeñitos. En términos de horas y fechas…
Los dos estudiaron la tabla durante un rato, tratando de encontrar pautas.
—Los pequeños son regulares —dijo Richard—. Cada hora, a en punto.
—Y los grandes son totalmente esporádicos —corroboró Corvallis—. Escucha, está claro que los pequeños los genera una tarea cron.
—¿Una tarea cron?
—Un proceso en el servidor que hace algo automáticamente de forma regular. Esos archivos son solo archivos de sistema, Richard. El sistema los escupe cada hora, y generan automáticamente una copia de seguridad.
—Pero hablemos de los archivos grandes. Los de vídeo. Es un sistema activado por el movimiento —dijo Richard—. Míralo. Hay un archivo el viernes por la tarde, que es cuando Peter estaría haciendo las maletas para el viaje a Columbia Británica. Luego nada… excepto por los archivos horarios, claro, hasta la noche del martes siguiente, bien tarde. Lo que resulta extraño. Porque sabemos que sucedieron un montón de cosas en ese lugar el martes por la mañana. ¿Por qué no lo captaron las cámaras?
—Lo cierto es que no hay nada de nada, ni siquiera los archivos horarios, entre la media noche y las diez de la mañana del martes —señaló Corvallis. Señaló la tabla y pasó el dedo por la columna que indicaba las horas y fechas—. Mira, el cron job funcionó perfectamente durante todo el viernes, el sábado, el domingo, el lunes… El lunes por la noche hizo su función a las once…
—Pero a partir de entonces hay un hueco —dijo Richard—. No más archivos grabados hasta las diez de la mañana del martes.
—Y después de eso continúa sus funciones habituales hasta el jueves a las dos de la madrugada.
—Coincidiendo con el archivo de vídeo grande —señaló Richard—. El motivo de que no hay nada después es porque el servidor que controlaba todo el sistema fue destruido. Alguien volvió a casa de Peter el jueves, dos días después de que Peter y Zula desaparecieran. El cabrón posiblemente sabía que estaba vacío; debió de ser un cómplice, o un amigo de uno de los malos. Irrumpió por una ventana de arriba, bajó las escaleras, disparando la cámara de seguridad y causando la creación de ese último archivo grande. Abrió la puerta principal desde dentro. Metió un cortador de plasma. Abrió la caja fuerte de armas de Peter. Robó algo de dentro. Advirtió que el ordenador estaba grabando los vídeos de seguridad y usó el cortador de plasma para destruir los discos duros.
Corvallis asintió.
—Encaja —dijo—. En cuanto ese ordenador fue destruido, los archivos horarios dejaron de funcionar.
—Lo único que no tiene sentido es el hueco el martes por la mañana —repuso Richard—. Como si la corriente se hubiera ido durante un rato. Pero no puede ser eso. La máquina tenía un sistema de alimentación ininterrumpida.
Corvallis sacudía la cabeza.
—Un corte de energía se habría notado en los archivos. No veo nada.
—¿Entonces cómo lo explicas?
—Hay una respuesta obvia y sencilla, y es que los archivos fueron borrados manualmente. Alguien que sabía cómo funcionaba el sistema entró entre las nueve y las diez de la mañana del martes y borró todos los archivos generados desde la medianoche.
—Pero lo que estamos viendo es la copia de seguridad —le recordó Richard.
Corvallis lo miró.
—Por eso dijo que tuvo que ser alguien familiarizado con el sistema. Sabía de la existencia de las copias de seguridad y tuvo cuidado de borrar tanto los archivos originales como los backups.
—Peter, en otras palabras, es quien lo hizo —dijo Richard.
—Es la explicación más sencilla.
—O estaba trabajando con los malos…
—O le apuntaban a la cabeza con una pistola —dijo Corvallis, luego dio un respingo al ver la expresión de Richard.
—¿Entonces dónde nos deja eso? —preguntó Richard, algo retóricamente.
—Todos estos datos —dijo Corvallis, señalando el ordenador—, son material que los policías deberían poder analizar, como hemos estado haciendo nosotros. Pero a menos que puedan conseguir que la NSA desencripte los archivos de vídeo, no llegarán más lejos que nosotros. Los demás (los archivos de T’Rain que usamos para hacer la conexión con Wallace) no pueden tenerlos a menos que vengan llamando a nuestra puerta con una orden judicial.
—Pero pueden establecer una conexión con Wallace a partir del hecho de que su coche está aparcado allí —dijo Richard.
—Creo que todo lo que se puede hacer es esperar que reúnan más información sobre Wallace. Dejar que la investigación siga su curso.
—Eso es lo que me temía —dijo Richard—. ¿Pero podrías hacerme otro favor?
—Claro.
—Sigue comprobando los archivos de T’Rain. Infórmame si hay más actividad en alguna de esas cuentas.
—¿Las de Zula y Wallace?
—Sí.
—Programaré una tarea ahora mismo.
—¿Una vez a la hora?
—Estaba pensando en una vez por minuto.
—Ese es el espíritu —agradeció Richard.
—¿Algo más? —preguntó C-plus, flexionando los dedos, como un boxeador que da saltitos en el rincón del cuadrilátero.
—Supongo que también debe de haber todo un complejo de muchas cuentas conectadas a esos chicos de Xiamen, ¿no?
—En teoría, sí —dijo C-plus—. Pero parece que se han tomado muchas molestias para protegerse. Mira, en vez de llevar el oro encima, lo han almacenado todo en las montañas Torgai.
—Cosa que impediría que todo el que no sea nosotros sepa dónde está —dijo Richard—. Pero como tenemos privilegios de administradores, podemos contactar con la base de datos y encontrar todas las piezas de oro de esa región, ¿correcto?
—Naturalmente.
—Y luego podemos repasar los archivos e identificar a los personajes que llevaron las piezas de oro a esos depósitos.
—Claro.
—Esos personajes deben de estar en algún tipo de lista. Cada vez que conecten, los localizamos. Vigila lo que hacen. Comprueba sus IP. ¿Siguen todavía en Xiamen? ¿O están en movimiento? ¿Tienen compinches en otros lugares?
Corvallis no dijo nada.
—¿Qué es lo que me estoy perdiendo? —preguntó Richard, que empezaba a cansarse.
—Nada.
—¿Por qué no hicimos esto hace tiempo?
—Porque es exactamente lo que la policía nos pediría que hiciéramos como parte de una investigación, y la política oficial de la corporación es decirle a la policía que se vaya a la mierda.
—Hmm, entonces hemos tenido las manos quietas con los tipos de REAMDE hasta ahora —dijo Richard, hablando fuerte para vencer un arrebato de acalorada vergüenza. Las Musas Furiosas empezaban a aparecer en su radar emocional como bombarderos soviéticos que vinieran del Polo.
—Sí…
—Bien, hasta que podamos demostrar que no hay ninguna conexión entre ellos y la desaparición de Zula, la política de la corporación tiene que cambiar.
El material de los yihadistas incluía varias herramientas zapadoras chinas: mangos pelados de madera de la longitud de un brazo rematados por hojas en forma de pala que podían girarse en varias posiciones, para ser utilizadas como picos o como palas. Por medio de una combinación de pisotear la nieve con los pies y usar estas herramientas para arañar y cavar un sendero, crearon un carril desde la puerta del avión al edificio prefabricado con la estufa de madera en funcionamiento. Lo emplearon luego para trasladar su equipaje desde al avión hasta el edificio. El avión llevaba ya en tierra unas cuantas horas y la temperatura en su interior había estado bajando todo el tiempo, hasta el punto que Zula fue quitando la mantas de la cama una a una para envolverse en ellas, transformándose en una semblanza de una mujer ataviada con burka del conservador mundo islámico. Un rato después, la sobresaltó oír ruidos de golpes y hachazos en el interior del avión, y luego comprendió que estaban usando las herramientas para despojar el interior de todo lo que pudiera serles útil. Pero solo fue una suposición suya, ya que mantenían cerrada la puerta de la cabina, y reaccionaban furiosamente cuando la abría para asomarse.
Sin embargo, llegó el momento en que Jones abrió la puerta de un empujón, dejando entrar una vaharada de aire helado pero con olor a limpio, menos mal, y la llamó, haciéndole saber que sus días de viajar en avión privado habían terminado por fin. Y ni un segundo demasiado pronto para el gusto de Zula.
Salió y encontró que la cabina estaba más oscura de lo que esperaba, ya que habían destrozado el interior, y fragmentos de las paredes de plástico y barras de aislamiento colgaban delante de las ventanas. La puerta de la carlinga estaba cerrada, bloqueando la luz que pudiera entrar desde esa dirección. Mientras recorría el pasillo, tropezando y resbalando con los escombros, Zula advirtió que la puerta había sufrido graves daños, quizá por la misma rama que había matado a Pavel, y que un charco de sangre se había filtrado por delante para congelarse o coagularse delante de la entrada del avión. No tuvo más remedio que pisarlo y dejar un rastro en la nieve, que ya estaba manchada de rojo durante varios metros desde el costado del avión. Pero cuando alzó la mirada para no ver la sangrienta pista de los terroristas, vio un cielo blanco nublado y olió a pinos y lluvia. Esto no era el terrible frío ártico seco del invierno del Medio Oeste, con temperaturas muy por debajo de los cero grados. Era el denso frío húmedo de las montañas del norte, que de algún modo a Zula le parecía más frío todavía, aunque la temperatura fuera docenas de grados más alta. Se arrebujó en las mantas y siguió el sendero hasta el edificio con calefacción. Nadie la escoltó. Ni siquiera parecía que la estuvieran vigilando. Sabían, como ella, que si intentaba huir, se hundiría en la nieve al primer paso y moriría congelada antes de llegar fuera del alcance de sus rifles.
El edificio era oscuro y sofocante: se habían pasado echando leña a la estufa. El brusco olor del hierro caliente le recordó el olor de la sangre de Khalid, y no ocultaba el hedor a humedad y moho del edificio cerrado durante tanto tiempo. La habitación delantera ocupaba toda la anchura de la estructura, que consideró sería de unos cinco o seis metros, ya que era un módulo doble. El rincón trasero derecho de la habitación era una cocina en forma de L. Las puertas de los armarios estaban abiertas. Cuando esta instalación fue suspendida, abandonada o clausurada para el invierno, había sido vaciada de todos los elementos que merecía la pena recoger y llevarse. Lo que quedaba era un batiburrillo disperso de platos y ollas, la mayoría formada por el material más barato que se suele encontrar en Walmart. La estufa de leña estaba en el cuadrante frontal izquierdo de la habitación. Una sartén de aluminio abollada, llena de nieve, se sacudía y hervía. Detrás había una mesa rectangular para seis que servía evidentemente tanto para trabajar como para comer, ya que detrás, contra la pared, había un escritorio y un archivador. A la derecha, según entraba, había un sofá, una silla, y una mesita baja, y un viejo televisor encima de un reproductor de vídeo… un detalle que ponía fecha al lugar más efectivamente que ninguna otra pista. En la pared del fondo había una puerta que conducía a un pasillo que se extendía a cierta distancia. Supuso que habría un cuarto de baño y oficinas más pequeñas o barracones.
Los yihadistas habían traído comida, en forma de raciones militares, además de arroz y lentejas, que podía cocinarse con nieve derretida. Uno de los soldados parecía haber sido puesto a cargo de ese proyecto. Otros dos exploraban un edificio vecino que parecía ser un taller de mantenimiento. Buscaban herramientas, y encontraban una situación análoga a la de la cocina: se habían llevado todo el material bueno, dejando solo basura que no merecía mover: palas oxidadas y escobas gastadas. Pero las palas eran justo lo que necesitaban, ya que la tarea a mano, al parecer, era convertir el avión en un ataúd para Pavel y Sergei y Khalid. Zula supuso que les preocupaba ser localizados desde el aire. En ese caso, los pilotos les habían hecho un gran favor al hacer chocar el avión contra los árboles. Una larga marca indicaba la trayectoria, pero había empezado a nevar en el tiempo que llevaban aquí y pronto quedaría borrada. Solo había que cubrir el avión con una combinación de nieve y follaje cortado. Este proyecto fue mucho más rápido una vez que consiguieron herramientas del cobertizo, pero incluso así tuvo entretenido a Jones y los otros yihadistas supervivientes durante el resto del día. Se mantenían en calor trabajando duro, y cuando entraban a descansar querían comer. Darles comida se convirtió de algún modo en responsabilidad de Zula. Era ridículo, pero no más de lo que le había sucedido la última semana, así que fingió hacerlo alegremente, decidiendo que tal vez su esperanza de vida mejoraría y su libertad de acción se ampliaría si se mostraba útil en vez de permanecer encogida en posición fetal bajo un montón de mantas, que era lo que le apetecía hacer. La habitación delantera tenía ventanas y por tanto vistas a tres lados, y esto le permitía moverse y mirar y tratar de concebir dónde se encontraban.
Durante el último par de horas de vuelo, Zula no había seguido el curso del avión en el mapa electrónico, y por eso no sabía en qué parte de Columbia Británica habían aterrizado. En general, consideraba que C.B. era una especie de estado de Washington ampliado, lo que quería decir que la parte occidental era un denso bosque cubierto de nieve pero sin montañas especialmente altas, y el interior era una gran cuenca, tendente a la sequedad, con montañas y colinas generosamente dispersas, y la zona oriental con montañas aún más grandes: las Rocosas y cordilleras afluentes. El lugar en el que los terroristas y ella se encontraban ahora parecía seco y rocoso, lo que le hizo pensar que debían de estar en el interior. Pero el tiempo que Zula había pasado en la zona del Noroeste del Pacífico la había acostumbrado al concepto de los microclimas (un ajuste considerable para alguien que había crecido en un lugar donde el clima era tan macro como era posible), así que sabía que era mejor no hacer ninguna suposición; era muy posible que estuvieran solo a unos pocos kilómetros del mar y que este valle fuera seco simplemente porque yacía a la sombra de las montañas que daban a la costa. Desde aquí podía haber bosque húmedo en todas direcciones; o podía ser desierto. Podrían estar junto a la frontera del Yukón o solo a tres horas en coche del centro de Vancouver. Sencillamente, no tenía ni idea. Y sospechaba que Abdalá Jones tampoco.
Sin embargo, no había ninguna duda de que estas instalaciones eran una mina. Sería un error considerarla «abandonada», ya que las puertas habían sido cerradas con llave y en el lugar quedaba infraestructura de bajo precio: el tipo de material que sería necesario para volver a poner en marcha la operación si se le ocurría a los dueños. Su primera suposición fue que la habían clausurado para el invierno, pero varias pistas indicaban que llevaba sin usar varios años. Sabía lo suficiente de geología para comprender que los precios minerales fluctuaban, y que, dependiendo del tenor de la veta, una mina que daba beneficios un año podía no merecer la pena el siguiente. Esta podía ser una de ellas.
Con las manos entretenidas avivando el fuego, y ocupando la mente con esos pensamientos inmediatos y prácticos, no era consciente de nada de lo que había sucedido al final del viaje en avión. Cuando se dio cuenta, le sorprendió el poco efecto que había tenido en ella, al menos a corto plazo. Desarrolló tres hipótesis:
Consideraba bastante improbable la hipótesis 3, ya que no se sentía psicópata en lo más mínimo, pero la incluyó en la lista por respeto al método científico.
No obstante, una cosa había cambiado: había contraatacado y había eliminado a uno de estos tipos. ¿Qué decía que no podía volver a hacerlo?
La respuesta fue inmediata: después de aterrizar, Jones estuvo a punto de matarla. Había salvado la vida solo porque se había ofrecido como rehén: un recurso por el que podrían sacarle algo al tío Richard. Supuso que era una dilación que solo funcionaría una vez, y que cualquier homicidio futuro sería tratado con un poco más de severidad.
El teléfono de Richard empezó a trinar un tono extraño, inspirado en el eterófono. Lo cogió y vio una gráfica de una bola de cristal con puntitos de colores flotando dentro, oscureciendo en parte una imagen del Exaltado Maestro Yang. ESTÁS SIENDO ORBEADO, decía.
Se hallaba en su despacho en la Corporación 9592, donde se había entretenido redactando un informe de situación para su hermano John. Como sabía que acabaría en Facebook, había intentado que fuera lo más informativo posible sin divulgar ninguna información que fuera propiedad de la Corporación 9592. No le estaba saliendo muy bien, y se alegró de la distracción. Activó la aplicación Orbe, que mostró una pantalla que hacía como si pareciera que estaba sentado ante una mesa de madera en un castillo medieval, sosteniendo una esfera de cristal mágico del tamaño de una uva en una mano y frotándola con la otra. Las manos en cuestión pertenecían a Egdod. La cara del orbe era la del Exaltado Maestro Yang, el principal personaje de Nolan, el artista marcial más poderoso del mundo de T’Rain, capaz de matar a un hombre con la ceja.
—¿Llamaste? —dijo.
—¿Sigue siendo temprano allí?
—Estoy en Sydney —dijo Nolan—. Son dos horas más.
La cadencia de su voz era familiar, pero había sido reprocesada electrónicamente por la aplicación Orbe para que hablara como Exaltado Maestro Yang, cuya edad entraba en los dígitos cuádruples, y que rara vez hablaba por encima de un susurro, no fuera a decapitar inadvertidamente a su interlocutor con su poder de Rugido de León de nivel veintisiete.
—¿Por qué?
—Me pareció que era hora de estar en un sitio que contara con un sistema legal.
—¿Se han puesto difíciles para ti la cosas en Pekín?
—No difíciles. Solo… raras. Harri quería marcharse.
Harri, diminutivo de Harriet, era la esposa de Nolan: una modelo canadiense de lencería, negra, y ala-pívot. Ciertas cosas de China le resultaban un poco extrañas.
—¿Relacionado con la investigación de REAMDE? —Richard no habría hablado con tanta claridad si Nolan hubiera estado en Pekín. La aplicación Orbe encriptaba todo el tráfico de voz, así que las comunicaciones de punta a punta eran seguras; pero si hubiera alguien escuchando en el apartamento de Nolan, habría podido escuchar lo que Richard y él estaban diciendo.
—Hasta ayer.
—¿Qué pasó ayer?
—Empezaron a hacerme preguntas sobre terroristas.
Richard no supo qué responder a eso.
—Y rusos —añadió Nolan.
—Espera un momento. ¿Me estás diciendo que los mismos policías que te estaban preguntando por REAMDE de pronto cambiaron al tema de terroristas y rusos?
—No —dijo Nolan—, un grupo diferente de policías. Como si la investigación hubiera sido entregada a un equipo nuevo.
—¿Les dijiste algo? —estalló Richard. Luego deseó haberse contenido.
—¿Qué podía decirles? —preguntó Nolan—. ¡Todo el asunto era rarísimo!
«Bien —pensó Richard—, por favor, que la cosa siga así.» La mención a los terroristas y los rusos lo dejó anonadado (no tenía ningún sentido), pero suponía que las autoridades chinas debían de tener controlados a ambos grupos, y si de algún modo se habían inventado una conexión entre ellos y REAMDE, no simplificaría nada el proyecto de llegar hasta el fondo de la desaparición de Zula.
—¿Hay terroristas en China?
—Desde anteayer hay uno menos.
—Ah, sí, es verdad —dijo Richard. Había buscado un poco en Google noticias relacionadas con Xiamen que pudiera leer (había muy poco disponible en inglés) y descubrió que todos los canales cubrían un hecho, acaecido un par de días antes, donde un terrorista suicida, detenido ante las puertas de un centro de convenciones en Xiamen, se había inmolado llevándose a dos guardias por delante. Había interpretado la historia como simple ruido, sin ninguna posible relevancia—. ¿Pero qué posible conexión podría haber entre eso y REAMDE? ¿Aparte de la coincidencia de estar en la misma ciudad?
—Ninguna —dijo Nolan—, pero eso no detiene a los policías… ya sabes cómo son.
Richard no tenía ni idea de cómo eran los policías chinos, pero decidió dejarlo correr.
—¿Cuánto tiempo vas a estar en Sydney? —preguntó.
—Hasta que Harri termine sus compras —dijo Nolan vagamente—. Luego iremos a Vancouver.
Se refería a su principal residencia en el hemisferio occidental.
Un destello blanco en la puerta: Corvallis que entraba acalorado, la túnica agitándose. Su cara decía que tenía noticias.
—Tengo que dejarte —anunció Richard—. Llámame cuando llegues a Vancouver.
Y cortó la conexión.
—¿Sí?
—Tengo algunas estadísticas de esos tipos —dijo C-plus, y giró el portátil para mostrar una gráfica: una línea roja que ascendía y luego caía.
—¿Qué tipos?
—Lo que tú dijiste. Hice una lista de todos los da O shou —dijo Corvallis—. O de gente que esté probablemente asociada con ellos. Sumé sus clics por minuto.
Se refería al número de veces por minuto que esos jugadores pulsaban una tecla o un botón del ratón. La cifra sería cero, naturalmente, para un jugador que no estuviera conectado, y un número aterradoramente alto para quien estuviera enzarzado en combate, y algo intermedio para quien estuviera conectado pero solo deambulara o socializara.
—Alcanza unos cien distintos personajes diferentes afiliados al da O shou, en las dos últimas semanas.
Aparte de eso, C-plus no tuvo mucho que decir, ya que la gráfica hablaba por sí misma. Empezaba a un nivel bajo a medio, luego ascendía exponencialmente a lo largo de varios días, y luego caía súbitamente a casi cero. Después de eso, unos cuantos picos asomaban por encima del nivel del suelo, pero eso era básicamente nada.
—No puedo leer la escala temporal desde aquí —dijo Richard.
—Es enorme la semana pasada, cuando REAMDE aumentaba y tú sobrevolabas las Torgai —explicó Corvallis—. Se queda plana a eso de las cinco de la tarde del viernes.
—¿Hora de Seattle?
—Sí.
Richard consultó su aplicación de zonas horarias.
—Las ocho de la mañana en Xiamen —dijo—. Espera un momento.
Usó el historial para recuperar uno de aquellos artículos escritos en inglés sobre el terrorista suicida de Xiamen.
—Eso es un par de horas antes de que el terrorista se inmolara.
—¿Cómo dices?
—No importa.
—Desde entonces, los da O shou han estado perdiendo el control de la región de las Torgai debido a incursiones de facciones más poderosas —informó C-plus—. Un ejército de tres mil k’shetriae avanza hacia la frontera norte mientras hablamos.
—¿Lumínicos o terrosos?
—Lumínicos.
—Hmm. El oro debe de acumularse en el suelo hasta las rodillas.
—En algunos sitios, sí. Pero un montón ha sido Ocultado.
Una inflexión en su tono de voz indicó el uso de la mayúscula en la palabra. No había sido oculto en el sentido de esconderlo bajo una pila de hojas, sino Ocultado con el uso de hechizos mágicos.
—Básicamente, todo el oro que los da O shou pudieron recuperar antes de apagarse el viernes está Ocultado, y todo lo que se ha depositado desde entonces está allí expuesto para quien se lo lleve.
—¿Cuánto ha sido Ocultado?
—¿Lo quieres en piezas de oro o…?
—En dólares.
—Unos dos millones.
—Joooder.
—Hay otros tres millones en el suelo.
—Estás diciendo que eso es el dinero de los rescates del último par de días.
—Sí —dijo Corvallis—, pero el ritmo cae rápidamente a medida que la infección queda bajo control. El noventa por ciento de nuestros usuarios ha descargado ahora un parche de seguridad. Así que no hay mucho más.
—Muy bien, ¿entonces cuál es mi situación, si soy un da O shou? Sé dónde hay Ocultados dos millones de dólares en piezas de oro pero he perdido el control del territorio donde está almacenado.
—Tienes que infiltrarte y recuperar el material poco a poco.
—Y luego salir y ver a un cambista sin que me maten —concluyó Richard. En el fondo de su mente, le preocupaba cómo iba a explicarle esto a John, que no era jugador de T’Rain—. Cosa que podría ser difícil de conseguir, si las Torgai caen en manos de gente que sepa lo que hace. Quiero decir, con ese tipo de dinero en juego, habría un montón de incentivos financieros para establecer un férreo cordón de seguridad.
—Un Conjuro Misterioso cuesta una pieza de oro por metro lineal —dijo C-plus, refiriéndose a un tipo de barrera de campo de fuerza invisible que podían levantar los magos suficientemente poderosos.
—Es más barato si cosechas tú mismo las Telarañas Filamentosas —replicó Richard, refiriéndose al ingrediente primario necesario para lanzar un Conjuro Misterioso.
—No tan fácil como dices, ya que las Cavernas de Ut’tharn acaban de sufrir un Veto de Execración —contraatacó Corvallis, refiriéndose, respectivamente, al mejor lugar para recopilar Telarañas Filamentosas y un poderoso hechizo sacerdotal.
—¿Quién ha hecho eso? Lo siento, llevo un par de días sin seguirlo…
—El Sumo Pontífice de los Bosques de Enthorion.
—Me suena a terroso.
—Exacto.
—¿Algún tipo de movimiento estratégico en la Guerrea?
—No conozco los pensamientos más íntimos del Sumo Pontífice.
—De cualquier forma —dijo Richard—, ese Veto no impediría que los terrosos lleguen allí, si estuvieran exentos del Veto por una Hoja de Paz que hubiera sido consagrada por dicho Pontífice.
—Me había olvidado del subterfugio de la Hoja de Paz —dijo Corvallis, abatido.
—No importa, eres nuevo aquí.
C-plus reflexionó.
—Así que estás diciendo que los terrosos pueden tener ventaja sobre los lumínicos para hacerse con el control de las Torgai.
—Más o menos —dijo Richard.
Corvallis alzó una ceja.
—Más aún —continuó Richard—, esto nos ofrece un modo para animar a los terrosos. Hacerlos creer que tienen una oportunidad de rechazar a esos tres mil k’shetriae lumínicos que has mencionado, y controlar los tres millones de pavos en piezas de oro que pueden ver… y que irían destinados a financiar la Guerrea.
—¿Podrías ayudarme a ir pelando capas?
—¿Cómo dices?
—¿De tu estrategia maquiavélica? Porque puedo ver que hay mucho más cinismo y cálculo en marcha de lo que puedo comprender…
—Es sencillo —insistió Richard—. Solo hay dos capas. No tenemos manera de localizar a los da O shou. Demonios, olvídate de localizarlos siquiera. No tenemos manera de recopilar más datos de los pequeños amones hasta que podamos verlos conectar, ¿no?
—Así es. A menos que nos vayamos a la cama con la policía china.
—Sí —rezongó Richard—, cosa que por motivos que no voy a explicar es ahora aún menos probable que ayer. Bien. Por tu gráfica, parece que están cagados de miedo y no quieren conectarse. Pero deben de ser conscientes de que tienen dos millones de pavos Ocultados en las Torgai. Tarde o temprano, querrán ir a por ese dinero. Si resulta que las Torgai son conquistadas por tres mil k’shetriae, o lo que sea, que puedan utilizar el dinero del suelo para levantar todo tipo de murallas y hechizos y campos de fuerza y pollas en vinagre, y por tanto dejar fuera a los da O shou, entonces los da pierden todo incentivo para intentar volver. Nunca conectan. No los volvemos a ver. Por otro lado, si podemos hacer que las cosas sean hermosamente inestables en la región de Torgai, y lo convertimos en un campo de batalla caótico, eso dará a los da todo tipo de oportunidades para volver al lugar y ponerse a excavar su oro Ocultado…
—Y entonces aparecerán en la lista de vigilancia —asintió Corvallis—, y nosotros podremos empezar a recopilar datos sobre ellos.
—Exactamente.
—Tal vez encontrar al Señor Feudal —continuó Corvallis—. Solo él tendría acceso a los dos millones enteros.
—¡Oh, sí, por supuesto! —dijo Richard—. Me había olvidado de ese detalle.
Pues, según las reglas de funcionamiento de los hechizos de Ocultamiento, si un vasallo Ocultaba algo, entonces no solo podía el mismo vasallo buscarlo y desOcultarlo luego, sino que los mismos privilegios se concedían al señor de un vasallo, y al señor de un señor, hasta el Señor Feudal de la red. Los dos millones en oro podrían haber sido Ocultados por cientos de vasallos diferentes dentro de la jerarquía de los da O shou, pero cualquiera de ellos podría ver y recuperar solamente el oro que él (o sus propios vasallos) hubieran Ocultado personalmente; pero en algún lugar debía de haber un Señor Feudal que tendría el poder de recuperarlo todo, personalmente, de una vez.
—¿Sabes quién es el Señor Feudal? —preguntó Richard.
—Claro, en el sentido de que sé cuál es su número de cuenta. Pero el nombre y la dirección son falsos, como todos los demás.
—De acuerdo —dijo Richard, acercando su portátil y ajustando el ángulo de pantalla para entrar en acción—. Voy a ponerme en contacto con D-al-cuadrado. O, más bien, con su trovador. Y voy a asegurarme de que entienda que hay suficiente oro tirado en las montañas Torgai para financiar a la Coalición Terrosa durante un año. Y voy a ver si eso hace que sus jugos creativos se pongan en marcha.
—¿Y esos tres mil k’shetriae? —preguntó Corvallis, mirando nervioso un mapa—. ¿Podría tu Egdod invocar una tormenta de meteoros o una plaga o algo?
Richard le dirigió una mirada que, a juzgar por su reacción, debió de ser bastante torva.
—Solo para frenarlos un poco —dijo C-plus, encogiéndose de hombros.
—Pues claro que Egdod podría invocar una tormenta de meteoros o una plaga —dijo Richard—, pero preferiría evitar los deus ex machina, y por eso en cuanto acabe con este e-mail voy a convocar una reunión para mañana por la mañana.
—¿Orden del día?
—Encontrar un modo menos obvio de joder la invasión lumínica de las montañas Torgai.