Una nerviosa y a veces escandalosa serie de malentendidos condujo, a buenas horas, al siguiente acuerdo a bordo del barco pesquero: Mohamed (pues así se llamaba el piloto que quedó a los mandos del navío) permaneció en su puesto, manteniendo el barco en un rumbo que, según decía, los sacaría de las aguas territoriales de China lo más rápidamente posible sin levantar sospechas de que pudieran estar dirigiéndose a Kinmen. Csongor, armado con la pistola, se quedó en el puente con él, para echar un ojo a la pantallita del GPS y asegurarse de que no hacía ninguna perrería. Mientras tanto, Yuxia y Marlon, acompañados por el cocinero, que dijo que se llamaba Batu, recorrieron todo el barco para intentar hacerse una idea de dónde estaba todo y cómo funcionaban las cosas. El nombre, el aspecto y el acento de Batu dejaron claro para Yuxia y Marlon que pertenecía a la minoría étnica mongola, y podía deducirse que había sido atraído a la Isla Sin Corazón como emigrante económico. Había aceptado con notable serenidad la súbita toma del barco por desconocidos armados y parecía preferir la nueva dirección a la antigua.
Empezaron subiendo al techo plano de la superestructura, directamente sobre el puente. Allí había montada una gran cápsula blanca de fibra de vidrio. Batu dijo que contenía una balsa hinchable. La voz apagada, la postura encogida, y las miradas de reojo con las que explicó esto les dijeron que era una especie de requerimiento estatutario, y por tanto el epicentro de un elaborado complejo de normativas, multas, inspectores y sobornos. Aparte de eso, el barco no tenía ni una lancha de salvamento. Parecía que, en las bahías que frecuentaba, los barcos pequeños eran tan numerosos que podían llamarse en un momento agitando la mano, y por eso no hacía falta llevar lancha a bordo. Se decía que un disco montado en lo alto de un mástil de acero contenía una antena de radar, pero Batu se mostró escéptico sobre su capacidad de funcionamiento. El mismo mástil albergaba otros soportes para luces y antenas adicionales, pero solo se usaban algunos. Marlon observó con atención lo que parecían antenas, y Yuxia pudo ver sus ojos siguiendo los cables mástil abajo hasta los acoples en el techo del puente.
Un nivel por debajo estaba el puente, y la estrecha pasarela que lo rodeaba. Sujetos a la barandilla de la pasarela, directamente delante de las ventanas del puente que daban a proa, había dos salvavidas, antiguamente naranja brillante pero desgastados por el sol hasta un bilioso color caramelo. Raídas cuerdas verdes y blancas se enlazaban en los puntales de la barandilla y se usaban para sostener uno de los bordes de una lona de plástico que se extendía hacia la cubierta de proa. Bajo esta cobertura, explicó Yuxia, habían trabajado antes empaquetando y preparando el tipo de cargamento que llevaba el barco, fuera cual fuese. Si se dedicaran a su función prevista, aquí era donde los pescadores trabajarían con las redes, izarían los peces a bordo, y harían esas cosas que hacen los pescadores.
Hicieron una visita rutinaria a los camarotes, principalmente para buscar artículos peligrosos y/o útiles, y luego se aventuraron bajo cubierta. Las cosas parecían diferentes ahora que cuando Yuxia había sufrido su suplicio. Entonces, el lugar parecía más grande, ya que sus contenidos estaban ordenadamente apilados en cajas. Pero en las horas transcurridas, algún tipo de frenética abertura de cajas había tenido lugar, y había basura por todas partes, intercalada con cajas de cartón abiertas. Yuxia lo comentó, lo cual la llevó a una conversación con Marlon donde explicó, lo más brevemente que pudo, lo que había sucedido en este lugar durante la tarde. Yuxia alzó las muñecas para mostrar el daño causado por las cuerdas con las que se había debatido. Esto pareció afectar profundamente a Marlon, y ella se sorprendió al ver que sus ojos se llenaban de lágrimas.
Decidieron salir de allí y revisar la basura más tarde.
Batu los llevó a la cocina y, como siguiendo un reflejo automático, se puso a preparar té. Al ver a Batu llenar una tetera, Marlon le preguntó por el suministro de agua potable del barco, y el cocinero le aseguró que había de sobra (cientos de litros) en sus tanques de almacenamiento: se enorgullecía de tenerlos siempre llenos.
—¡El agua es barata, no como el combustible!
Esto causó la pregunta obvia (y en cuanto la formuló, hizo que Marlon se sintiera como un idiota por no haberla preguntado antes) de cuánto combustible podía tener el barco a bordo.
Batu no sabía la respuesta, pero la expresión de su cara dejó claro que podía ser un problema serio.
—Voy a subir al puente y a echarle un vistazo al indicador de combustible —dijo Marlon, poniéndose en pie, pero Batu lo disuadió, diciendo que no había ese tipo de cosas en un barco como este: el nivel de combustible se determinaba metiendo un palo en el tanque y viendo hasta dónde salía mojado. Así que Marlon volvió a sentarse, y Yuxia y él esperaron mientras terminaba de preparar el té.
—Ese tipo del puente —dijo Marlon—. Mohamed. ¿Fue uno de los que…?
—¿De los que qué?
—¿Te hizo eso?
—Sí —respondió Yuxia con sequedad.
Eso pareció apagar la conversación, y por eso empezaron a beber el té, acomodándose en sus asientos. Yuxia cerró los ojos, luego los abrió lentamente.
—Me caigo —dijo en inglés. Volviendo al mandarín, le pidió a Batu que sirviera una taza más grande (no una tacita como un dedal) para poder llevársela a Csongor, que podría tener problemas para permanecer despierto allí arriba. Batu rebuscó entre sus cajones hasta que encontró un tazón. Mientras tanto, Marlon le preguntó:
—¿Cuándo fue la última vez que compraron combustible?
Batu tuvo problemas para recordarlo.
—Compraron un par de barriles la semana pasada —dijo. Puso el tazón sobre la mesa, sujetándolo con una mano, ya que el barco había empezado a agitarse a medida que se alejaban de la costa y salían a mar abierta. Sirvió el tazón, deteniéndose una vez para volver a llenar la pequeña tetera.
—Un par de barriles —repitió Marlon—. Eso no puede ser mucho para un barco de este tamaño.
Batu no hizo ningún comentario.
—En realidad no hay ningún motivo para llenar los tanques a menos que vayas a salir a un largo viaje por mar —dijo Marlon, desentrañando la lógica de aquello—. Y este barco no hace viajes largos, ¿no?
—Recientemente no —dijo Batu, queriendo decir «no desde que se convirtió en el cuartel general flotante de una célula terrorista».
Yuxia apuró los restos de su tacita, luego cogió el tazón de Csongor y se puso en pie con cuidado, caminando por la cocina a grandes zancadas para compensar el movimiento del barco. Atravesó la compuerta y empezó a subir las escaleras que llevaban al puente.
—¿Cuál crees que es el alcance de este barco? ¿Suficiente para llegar a Taiwán? —preguntó Marlon.
Batu se encogió de hombros, como diciendo: «¿Le preguntas a un mongol cosas de barcos?»
Oyeron arriba a Yuxia hacer una pregunta, y luego enfadarse y hablar en voz alta. Hubo un golpe enorme, como de un cuerpo golpeando la cubierta, y el estrépito de una taza al romperse. Csongor gritó con voz pastosa. Hubo más golpes y estrépitos, y luego una serie de estampidos muy fuertes.
Csongor sabía que sentarse había sido un error. La única manera de permanecer despierto era quedarse de pie. Pero cuando el barco salió a alta mar, y la cubierta empezó a sacudirse y oscilar bajo sus pies, finalmente tuvo la excusa que necesitaba. Hasta entonces había estado de pie en mitad del puente, mirando a través de las ventanas por encima de los hombros de Mohamed. Pero a lo largo del mamparo de popa había un breve banco que llevaba llamándolo un rato. Como todas las demás cosas importantes, estaba soldado al suelo. Esta gente usaba los sopletes como los carpinteros usaban las pistolas de clavos. Csongor se apartó de Mohamed, moviéndose lentamente mientras compensaba el balanceo de la cubierta, y se sentó en el banco.
La voz de Yuxia sonaba en sus oídos, cerca. Extraño, puesto que Yuxia no estaba en el puente.
Otra rareza: Csongor tenía los ojos cerrados. No recordaba haber permitido que eso sucediera. Los abrió y descubrió a Yuxia que entraba por la escotilla con un tazón en la mano. Miraba a Mohamed al otro lado del puente; su postura parecía indicar que acababa de girarse para mirar con asombro a Yuxia.
Con asombro y con miedo.
Mohamed tenía algo en la mano: un micrófono de plástico gris, conectado por un cable negro de espiral a una pequeña caja electrónica montada con abrazaderas sobre el panel de control. El panel estaba oscuro cuando Csongor cerró los ojos, pero la pantalla LED brillaba ahora.
El piloto hablaba por radio, o se disponía a hacerlo.
Csongor echó mano a la pistola que llevaba detrás en el cinturón mientras usaba la otra mano para levantarse del banco. Advirtió que sus pies se movían con lentitud. Casi al mismo tiempo, Yuxia arrojó el contenido del tazón a Mohamed.
El peso del cuerpo de Csongor estaba ahora bien adelantado, pero sus pies no habían reaccionado aún. Estaban atrapados de algún modo. Advirtió que iba a caer de cara. Extendió las manos por instinto para detener la caída. Una de las manos había conseguido agarrar parcialmente la pistola. Sus tobillos estaban torcidos de mala manera y caía de forma enormemente torpe, y con riesgo de llevarse a Yuxia por delante. Cayó dolorosamente y de manera secuenciada, como un gran árbol que cae a trozos a medida que lo derriba una tormenta. La pistola rodó por el suelo. No pudo alcanzarla. Mohamed gritaba de furia y se secaba el té caliente de la cara. Yuxia le lanzó el tazón vacío, luego se hincó de rodillas y recogió la pistola. Apuntó en la dirección aproximada y apretó el gatillo, pero no sucedió nada porque el seguro estaba puesto.
—¡Yuxia, dámela! —gritó Csongor, haciendo un gesto de llamada, y Yuxia se volvió y le lanzó la pistola.
Mohamed se había recuperado lo suficiente para tirar del micrófono, que se había quedado colgando del extremo del cable. Se lo llevó a la boca.
Csongor le quitó el seguro a la pistola y la amartilló. Apuntó a Mohamed, pero su visión quedó bruscamente bloqueada por Yuxia, que se lanzó a agarrar el micrófono. Hubo unos instantes de forcejeo. Mohamed la empujó, pero ella lo arrastró consigo. Esto le permitía a Csongor dispararle a la radio. Una bala en aquella caja pondría fin a las ambiciones transmisoras del piloto. Csongor apuntó.
Mohamed extendió la mano y agarró una linterna alojada sobre las ventanas del puente y golpeó con ella a Yuxia en la cabeza. La muchacha cayó al suelo, llevándose las manos a la cara y gritando, más de furia que de dolor. Mohamed se llevó de nuevo el micrófono a la boca. Csongor apretó el gatillo y se quedó sordo. La pistola retrocedió en sus manos. Un agujero apareció en la ventana sobre la radio, y las grietas se extendieron por todo el cristal. Csongor disparó por segunda vez e hizo otro agujero en el cristal, a unos pocos centímetros del primero. Apuntó un poquito más bajo y disparó tres veces seguidas.
Mohamed se había quedado quieto en el momento en que disparó la primera bala. Entonces, al ver que Csongor apuntaba más o menos en su dirección, supuso que le apuntaba a él y decidió salir de allí. Su intento de huida lo colocó directamente delante de la radio y por eso al menos una de las tres balas de la descarga de Csongor lo alcanzó en el tórax. Cayó inmediatamente.
Marlon subió corriendo la mitad de las escaleras y entonces se detuvo, preguntándose si estaban a punto de volarle la cabeza. Pero entonces oyó la voz de Csongor, y luego la de Yuxia, y por eso terminó de subir y entró en el puente.
Csongor estaba tendido en el suelo, torcido en una incómoda postura. Yuxia estaba sentada en un rincón, con una mano en la cabeza ensangrentada, llorando. Mohamed yacía en el suelo, rodeado por un montón de sangre, todavía sujetando un micrófono de radio. El cable, ahora extendido y recto, corría casi en vertical del micrófono a una cajita montada en lo alto del panel de control del barco. La caja había sido perforada por una bala, y la ventana de encima tenía otros dos agujeros más y un abanico de grietas.
El micrófono resbaló de la mano relajada de Mohamed y quedó oscilando arriba y abajo como un yoyó.
Csongor le hizo algo a la pistola para ponerle el seguro, y luego se retiró hacia un burdo banco situado al fondo del puente. Le pasaba algo en los tobillos. Al acercarse para ver mejor, Marlon vio que ambos talones estaban atados al banco de hierro por varios cables eléctricos. En el suelo, cerca, había una bobina y un par de cortadores de alambre.
Marlon los recogió y se los lanzó a Csongor, que se puso a trabajar para soltarse.
—Me quedé dormido —dijo Csongor—. Él quería usar la radio… para llamar a sus amigos, supongo. Pero debió de temer que me despertara el sonido de su voz. No podía atacarme porque no tenía armas. Así que hizo esto. Sabía que tendría tiempo de enviar una llamada de socorro antes de que yo pudiera soltarme y detenerlo. Pero apareció Yuxia.
—¿Apareció a tiempo? —preguntó Marlon.
—No lo sé, pero creo que sí.
Marlon, pasando por encima de un amplio charco de sangre que se extendía por la cubierta, se acercó a Yuxia. Una linterna rodaba por el suelo, manchada de sangre. Controlando una fuerte sensación de repugnancia, Marlon la recogió y la encendió. Yuxia estaba plenamente consciente, pero muy molesta.
—Déjame verlo —dijo Marlon—. Déjame verlo.
—Estoy bien. No es nada.
—Déjame echar un vistazo.
—Estoy bien.
—Quiero verlo.
Él finalmente entendió que a ella no le importaba la herida de su cabeza y que solo quería algo de consuelo. No le pareció adecuado, todavía no, rodearla con sus brazos, o algo por el estilo, así que extendió la mano libre y la apoyó sobre su hombro y le dio un apretón.
—Le pediré hielo a Batu —dijo.
—Gracias —respondió Yuxia con voz débil, como una niña. No parecía ella.
Marlon se levantó y salió del camarote a la pasarela justo a tiempo de oír un fuerte roce y un golpe arriba. Batu no estaba en la cocina, donde lo había dejado: estaba en el techo del puente. El golpeteo de sus pasos sugería que había empezado a moverse con rapidez.
Una gran cápsula blanca de fibra de vidrio rodó y cayó desde arriba, casi alcanzando a Marlon en la cabeza. Salpicó en el agua junto al barco.
Batu estaba encima de él, encaramado como un gato en la barandilla. El hombre llevaba un gastado salvavidas naranja.
—Hay más agua en la bodega —dijo—, en barriles de plástico. Usadla con precaución. No sabéis cuánto tiempo estaréis a la deriva.
Y saltó de la barandilla y se hundió en el agua unos cinco metros más allá.
La cápsula blanca se mecía ahora en la estela del barco. Había caído abierta, y algo grande y naranja florecía en el agua: la balsa salvavidas, inflándose automáticamente. Batu, boca abajo con el chaleco, nadaba estilo perrito hacia ella.
Marlon volvió al puente y pasó torpemente por encima de un enorme charco de sangre para llegar al panel de control, donde tiró hacia atrás de la palanca que controlaba la velocidad del motor. Entonces giró el timón para que el barco apuntara hacia el este, hacia Taiwán.
—¿Por qué nos frenas? —preguntó Yuxia.
—Para conservar combustible —respondió Marlon.
—¿Crees que nos vamos a quedar sin él? —preguntó Sokolov.
—Batu sí.
BIEN, TE VEO A LAS ONCE
Este era el mensaje de texto que Olivia encontró en el teléfono cuando lo encendió mientras orinaba en un matorral a las 6.49 la mañana siguiente. Era la respuesta al HE IDO A HAICANG A VISITAR A LA ABUELA de la noche anterior.
De hecho, toda la isla era un matorral: había encontrado una parte especialmente densa para este propósito y comprobó que no hubiera bichos ni serpientes antes de agacharse.
Ella y quien fuera que estaba al otro lado de esta conexión (presumiblemente un controlador en Londres, desviado a través de una conexión imposible de rastrear con la red de mensajes instantáneos) usaban un canal completamente abierto y público para pasar mensajes. Tenían que ser moderados. HE IDO A HAICANG A VISITAR A LA ABUELA estaba escrito con un código preacordado, usando caracteres calculados para no despertar el interés de la OSP. Olivia pasó un minuto o dos allí en cuclillas, preguntándose por el significado de TE VEO A LAS ONCE antes de darse cuenta de que probablemente significaba exactamente lo que decía. Kinmen estaba conectada a Taiwán por un ferry de largo alcance, usado principalmente por los turistas chinos del continente y por el servicio aéreo regular. El ferry no tenía mucha utilidad en estas circunstancias, pero sería fácil para la embajada británica en Taipéi enviar a alguien en un vuelo comercial para reunirse con ella en el aeropuerto.
Era un teléfono nuevo sin ninguna posibilidad de ser relacionado con Olivia ni con nadie, y ella estaba en suelo taiwanés de todas formas, y por eso no sintió ninguna vacilación a la hora de usar Internet para buscar horarios de vuelos. Parecía que un avión de Taipéi llegaría a la terminal local a las 10.45.
Regresó al búnker y lo encontró vacío. Pero después de buscar un poco alrededor, encontró a Sokolov al borde del campo de minas, contemplando la playa. Mirando hacia Xiamen. Comprobó la hora, luego se volvió a mirarla.
Ella extendió una mano y encontró la suya. Él no la rechazó, y por eso ella tiró de él y empezó a andar.
Lo condujo de vuelta al búnker. Sin mirarlo, se puso de puntillas y se apoyó rodeándole el cuello con el brazo y con cuidado acercó sus labios a los suyos. Su corazón latía con fuerza, ya que tenía miedo de que él se diera la vuelta, que la rechazara. Que no haberse aprovechado de ella anoche fuera simple falta de interés. Pero su mano la rodeó por la cintura, y quedó claro que solo había estado esperando su permiso.
Ella se había preguntado cómo sería practicar el sexo en un lecho de enredaderas que se habían aplastado durante la noche, pero acabó no teniendo importancia porque lo hicieron de pie, con ella apoyada contra la pared. Después de meses de duro trabajo en Xiamen, caracterizado únicamente por la soledad y la ansiedad, fue tan placentero que estuvo a punto de dejarse llevar por una histeria sollozante y agradecida. Sokolov, por su parte, después de soltarla, se desplomó en el suelo y se quedó tendido como crucificado bajo el rayo de luz que entraba por la puerta.
—Ya no soy un pobre ruso jodido —declaró, después de unos diez minutos.
—Tengo una noticia que darte, querido…
—No. Me remito a la conversación de ayer. En el apartamento.
—Bueno, al menos ya estás fuera de China, pero…
—No. Tengo información útil —dijo él.
—De verdad.
—Sí.
—¿Qué clase de información útil?
«Vuestra espía Olivia Halifax-Lin es una zorra inútil.»
—Información que puede ayudar a tus jefes a encontrar a Abdalá Jones.
—Ajá.
Sokolov flexionó las piernas y se puso en cuclillas. Buscó sus pantalones, que como muchas otras prendas de vestir habían salido volando hacía unos minutos y permanecían caídos en el lugar del impacto. Se levantó y se los puso.
—Porque tienes un mensaje, ¿no? —dijo.
—¿Cómo lo sabes?
—Oí vibrar el teléfono.
Él miró educadamente hacia otro lado mientras ella se levantaba y montaba una operación de búsqueda y rescate de sus ropas. Mientras cruzaba el búnker descalza y con los pies sucios, ella pensó en la cantidad de dinero y esfuerzo que dedicaba, cada día, a su arreglo personal, y lo inútil que había sido todo durante sus dos últimas relaciones sexuales.
—¿Por qué has esperado hasta ahora para decírmelo? —preguntó.
—Porque hasta ahora mismo estábamos follando —señaló él.
—No, quiero decir que por qué no me lo dijiste anoche.
—Porque anoche no tenía información.
—¿Cómo puedes haber conseguido información esta mañana?
—Eso debe permanecer en el misterio por ahora —respondió él. Pero miró hacia arriba mientras lo decía, como si la respuesta estuviera escrita en el cielo sobre el Xunjianggang.
Zula sintió el avión agitarse y estremecerse bajo ella y despertó sobresaltada, temerosa y esperanzada al mismo tiempo de estar asistiendo a una especie de asalto policial. Pero en los primeros instantes tras abrir los ojos se sorprendió al ver edificios y aviones aparcados pasar ante ellos, y la brillante luz del sol asomando oblicua sobre el mar.
Estaba en un avión, o en otro vehículo que se movía de modo terriblemente rápido. Ni siquiera sabía si estaba aterrizando o despegando.
¿Cómo podía estar el sol fuera? Debía de haber pasado horas dormida.
El hecho de estar acostada en una cama de tamaño gigante no hizo nada para ayudarle a orientarse.
El suelo quedaba definitivamente atrás.
Lo primero era lo primero: se encontraba en un avión. El avión estaba despegando. Eran las siete o las ocho de la mañana. La cama estaba en el camarote privado situado en la cola del avión… el camarote de Ivanov. Pudo oler su ungüento capilar en la almohada.
La ciudad que quedaba atrás era Xiamen. Al mirar por las ventanillas de la derecha pudo ver, a solo un par de kilómetros de distancia, la gran caleta donde Csongor se había enfrentado ayer a Jones. La furgoneta de Yuxia y un taxi aplastado estaban hundidos en algún lugar de la cala. Y unos cuantos kilómetros más allá, en la misma dirección, estaba la más grande de las dos islas taiwanesas: ahora veía el tramo de una playa, salpicada de trampas para tanques y bloques hexagonales.
Poco después del despegue, el avión viró con fuerza a la derecha, ofreciéndole un panorama mejor de la isla taiwanesa (Kinmen) mientras trazaban un amplio arco, ganaban rápidamente altitud y empezaban a dirigirse hacia el sur. Otro giro, unos minutos más tarde, los llevó a lo que supuso sería un rumbo suroeste. A la izquierda del avión ahora no se veía más que océano, pero a la derecha estaba el continente chino, alejándose lentamente de ellos.
Zula debía de haberse quedado dormida en su asiento a eso de la una de la madrugada, cuando todavía estaban hablando de planes de vuelo. Jones o algún otro debieron de haberla llevado a la cabina de popa para depositarla en la cama. Los cuatro «soldados» que esperaban aburridos allí dentro debían de haber sido obligados a salir y enviados a la cabina principal. Estos hombres podían lapidarla hasta la muerte tarde o temprano, pero mientras tanto se tomaban grandes molestias por proteger su recato.
Recordó claramente una cifra: seis horas. Era el tiempo que se tardaba en cursar un plan de vuelo en China. Pavel debía de haber cursado ese plan más o menos cuando ella se quedó dormida, y debían de haber recibido permiso para despegar ahora mismo.
Empezaron a pensar cómo conseguir transporte para el aeropuerto de Kinmen. Olivia usó su móvil para descargar un mapa, y con él descubrieron que estaban a unos tres mil metros de distancia.
Olivia estaba a favor de ir directamente. Seguida por un pensativo y reacio Sokolov, empezó a encaminarse tierra adentro. Atravesaron rápidamente lo que resultó ser un estrecho cinturón de bosques que corría en paralelo a la costa norte de la isla y salieron a un llano paisaje agrícola, salpicado de granjas. Un villorrio, formado por una docena de edificios apretujados, quedaba solo a unos doscientos metros a su derecha; lo evitaron instintivamente y lo rodearon hasta que una aldea algo más grande quedó ante ellos. Luego empezaron a acortar camino cruzando al sur de la isla y pronto llegaron a una carretera más grande que corría de este a oeste. No era algo extraño, ya que parecía que los centros de población de la isla estaban en sus extremos al este y al oeste, y las diversas carreteras que los conectaban se extendían por la estrecha cintura de la isla, que estaban recorriendo ellos ahora: una espina dorsal rocosa salpicada de árboles y adornada en su cima por las cúpulas geodésicas de unas instalaciones de radar supervivientes de la Guerra Fría.
El lugar era decididamente más rural que el continente que se alzaba a unos pocos kilómetros al otro lado del agua. Rural, al menos, para los baremos chinos. En ningún momento dejaron de perder de vista ningún edificio. Los ciclistas pasaban de uno en uno o de dos en dos, mirándolos con curiosidad. Olivia los ignoraba y seguía adelante, pero Sokolov se sentía claramente incómodo. Después de haber cruzado la segunda carretera este-oeste, advirtió un curso de agua cercano, repleto de árboles, y la condujo hasta allí. Era una especie de zanja o arroyo canalizado que corría bajo la carretera a través de una alcantarilla de piedra en forma de arco. Antes de desaparecer por completo en el follaje que adornaba sus orillas, Sokolov echó un buen vistazo al llano paisaje. Estaban completamente expuestos.
—Buen lugar de reunión —murmuró.
Olivia advirtió que lo despejado del paisaje tenía dos interpretaciones: cualquiera podía verlos desde lejos, pero del mismo modo nadie podía sorprenderlos.
Moviéndose a la mitad de la velocidad que habrían conseguido en terreno abierto, siguieron el curso de agua hacia el sur y colina arriba durante casi un kilómetro hasta que lo que era una estrecha franja de follaje se convirtió en un bosque que se mezclaba con el denso manto de árboles que se extendían por la cresta central de la isla.
Habían agotado toda su agua potable anoche, y debido a las precauciones de Sokolov no se habían acercado a ningún sitio donde pudieran comprar más.
—Me estoy deshidratando del todo —observó Olivia en un momento dado, y Sokolov se volvió y le dirigió una mirada curiosa. Ella decidió no volver a quejarse más.
El emplazamiento del aeropuerto era ahora obvio, ya que desde esta altitud podía ver los aviones despegando y aterrizando y desapareciendo tras el risco. Olivia miró la hora y comprobó que era el vuelo de las 10.45 de Taipéi. Sus instintos de niña buena le decían que fuera allí inmediatamente para poder impresionar a su contacto con su puntualidad. Sokolov, sin embargo, no pensaba lo mismo.
—Esperará —señaló.
—Pero…
—No estás aquí para facilitarle el día.
Olivia difícilmente pudo contradecirlo.
Sokolov tomó el control del teléfono, y Olivia miró durante unos minutos por encima de su hombro mientras él consultaba el mapa. Necesitó su ayuda lingüística para localizar la terminal de ferris de la isla, donde llegaban regularmente los barcos de Xiamen. La encontró en la punta suroccidental de la isla. La ruta más obvia desde el aeropuerto hasta allí sería siguiendo la más rápida de las carreteras este-oeste, que no habían cruzado todavía, ya que atravesaba la parte sur del risco.
Solo estaban a un kilómetro del aeropuerto, mil pasos largos. Y sin embargo Sokolov insistía en que se dirigieran al este (es decir, alejarse de la terminal de ferris) a través del peor terreno que pudo encontrar, recorriendo pequeños carriles montañosos según fuera necesario, hasta que llegaron a un cruce de carreteras. Sokolov encontró un sitio donde pudo vigilarlo todo a cubierto y envió a Olivia sola, insistiendo en que esperara un autobús para poder entrar en el aeropuerto, «como una persona normal».
—Nos vemos en el punto de reunión —dijo.
—¿Cuándo?
—Cuando estés allí.
Olivia hizo un último esfuerzo por ponerse medio presentable, esperó a que todo estuviera despejado, y luego salió de entre los árboles, arrastrando una liana de cuatro metros enganchada a un tobillo hasta que se libró de ella. El autobús llegó cuarenta y cinco minutos más tarde y la llevó en un viaje que podría haber hecho a pie en diez.
Durante la espera, tuvo la presencia de ánimo para comprobar la pantalla del teléfono que había estado usando y vio el mensaje VOY A HACER UNOS RECADOS: COMPRAR UN REGALO DE BODAS PARA LA SOBRINA. CREO QUE LE GUSTARÁ UN CUCHILLO DE COCINA NUEVO.
«Cuchillo de cocina» y «regalo de boda» no eran frases en código establecidas. «Hacer unos recados» parecía una indicación de que su contacto había decidido salir del aeropuerto y dirigirse a otro lugar de la isla. Pero Olivia no tenía manera de adivinar dónde. Y el siguiente autobús que viniera se dirigiría al aeropuerto, le gustara o no. Subió a bordo. Había tres asientos disponibles. Eligió uno en el pasillo, pues no quería que vieran su cara por la ventanilla.
Todavía estaba dándole vueltas al mensaje cuando el autobús se detuvo delante de la terminal principal y descargó a la veintena de ocupantes, casi todos trabajadores del aeropuerto. Mientras contemplaba el edificio de la terminal, todas las alarmas de Olivia sonaron a la vez. Todas las cosas malas en cuya búsqueda había sido entrenada estaban a la vista, como si esto fuera una película de formación de espías, cuidadosamente diseñado para describir el peor escenario posible. Cada banco, cada bar, cada puesto de control tenían uno o dos hombres en guardia, fingiendo prestar atención a sus teléfonos móviles. Algunos incluso tenían la temeridad de llevar gafas de sol en interior.
Estaba viendo exactamente lo que había previsto Sokolov; la OSP del continente había cargado el ferry de esta mañana con agentes de paisano que habían inundado el aeropuerto y cualquier otro lugar donde Olivia y Sokolov pudieran aparecer. Buscaban a cualquier varón blanco… pero sobre todo a quien viajara en compañía de una mujer china.
Lo que esos hombres podrían hacer, si los vieran juntos, no le quedó claro. No tenían potestad para arrestar a nadie en suelo taiwanés. Disparar en un espacio público parecía improbable. Pero podían tomar fotos y causar un montón de problemas.
El contacto de Olivia, al bajar del avión, debía de haber visto lo mismo y decidió salir de allí.
Olivia se quedó en el autobús, encogida en su asiento y mirando por la esquina inferior de una ventana sucia. Un hombre grueso y de mediana edad, vestido con un traje de chaqueta y con gafas de espejo, estaba apoyado contra un expositor, fumando un cigarrillo y ladrando al teléfono. Mientras el autobús empezaba a marcharse, ella advirtió que el expositor estaba lleno de cubertería de cocina, los cuchillos de carnicero tradicionales chinos. Eso le avivó por fin la memoria. La isla está dentro del alcance del fuego de artillería de Xiamen, y a finales de los años cincuenta medio millón de obuses habían caído en aquella zona. A lo largo de las dos décadas siguientes, habían caído cinco millones de proyectiles repletos de panfletos de propaganda. Los artesanos locales los recogían del suelo y usaban el acero para fabricar cuchillos.
La fábrica de cuchillos era un sitio ideal para una reunión, si te preocupaba que te escucharan o te siguieran con un micro. Era solo una gran estructura industrial descubierta, llena de muchos miles de viejos proyectiles oxidados, en forma de bala, del tamaño de melones. Los obreros los cortaban en pedazos del tamaño de paquetes de cigarrillos usando sierras de ruedas abrasivas que aullaban como almas condenadas mientras desprendían chaparrones de chispeante fuego infernal. Un martillo mecánico los aplastaba, y luego los conducían a un rugiente horno para calentarlos. Finalmente, las placas templadas eran convertidas en cuchillos con moledores de piedra y acababan en lijadoras de banda que parecían y sonaban como si pudieran rebanarte un dedo sin que te dieras cuenta. Este negocio de convertir proyectiles en cubertería era lo bastante inusitado para que la fábrica ofreciera visitas guiadas. Olivia se unió a un grupo de cinco personas más que habían venido desde Taiwán para visitar los lugares de interés y comprar cuchillos.
Había tardado tanto tiempo en llegar aquí que las implicaciones de todos aquellos matones en el aeropuerto habían empezado a despejarse en su mente. Al MI6 le interesaba mucho llevarla a salvo de vuelta a Londres, y por eso tenía pocas preocupaciones en ese aspecto. Pero Sokolov era otra cuestión. El MI6 no sabía, todavía, cómo había llegado a Kinmen. No sabían nada de su compañero de viaje. Ahora que había conseguido llegar a suelo taiwanés, Sokolov era (por usar una fea expresión que se quedaba corta) un inconveniente. Pero si ella fuera a dejarlo aquí tirado (lo cual sería fácil) tendría que pasarse el resto de su vida evitando los espejos.
Si estuvieran en los viejos tiempos de la Guerra Fría, y Sokolov hubiera sido un posible desertor, atrapado tras el Telón de Acero, entonces podrían haber organizado algún tipo de montaje para llevarlo a Occidente y suministrarle una nueva vida. A cambio, él les proporcionaría datos de inteligencia militar sin precio. Pero por lo poco que ella había podido ver, Sokolov dividía su tiempo entre Toronto, Londres y París. Y había muy poco en su cabeza que el MI6 ya no supiera.
—¿Meng Anlan?
Quien le hablaba era chino, o al menos lo parecía; un hombre grueso de cincuenta y tantos años con gafas oscuras y vestido con la chillona camisa de los turistas a los que no les importa que todo el mundo sepa que son turistas. La había estado observando a través de aquellas gafas oscuras.
Ella se lo quedó mirando. Si tenía que preguntar…
—¿Puedo acompañarla? —preguntó él. O más bien gritó, ya que se encontraban a dos metros de una de las sierras de ruedas abrasivas.
Parecía que la conversación iba a ser en mandarín con acento fujianés. Por ella, bien.
Empezó a caminar junto a él, e iniciaron el lento procedimiento de ir quedándose cada vez más rezagados respecto al grupo. Él llevaba una mochila al hombro. Olivia esperó que estuviera llena de comida. Pero ahora no era el momento adecuado para preguntar.
Qué demonios.
—¿Tiene algo… una chocolatina, un paquete de cacahuetes? —Se las había apañado para comprar agua por el camino pero no había comido en casi veinticuatro horas.
—Perdóneme —dijo él en inglés, y rebuscó en la mochila. Lo mejor que pudo encontrar fue un paquete de almendras.
Mientras ella se las metía en la boca, él dijo:
—Menudo revuelo. Su acento decía que había crecido en Inglaterra.
—Estoy segura de que habrá un montón de gente furiosa —dijo ella—. ¿Podemos discutirlo más tarde?
—El hambre la vuelve irritable.
—No es el hambre. Es no saber lo que va a pasar.
—Está usted bien. Está a salvo. Va a ir a casa. Pero hay que hacerlo con un respeto decente hacia los sentimientos de esa gente —señaló con la cabeza la terminal, que no podían ver desde aquí, pero que acechaba psicológicamente por encima de todo—. Vigilan los ferris. Las terminales. Si subiera usted a un avión como si nada y volara a Taipéi, se consideraría…
—Como si se les refregara por la cara.
—Al parecer hubo un montón de muertos.
—Cuatro, para ser exactos.
—En su apartamento, sí. Pero está la cuestión del edificio de apartamentos… ¿o lo había olvidado?
—Lo recuerdo bien.
—En nombre de Dios, ¿qué sucedió allí?
—Es una larga historia. Este no es el sitio para contarla.
—Estamos de acuerdo —convino el hombre.
—Lamento estar centrándome mucho en asuntos demasiado prácticos —dijo ella—, ¿pero cómo subo a un avión sin que sea «como si nada»?
—Usando un nombre falso. Cambiando de aspecto. Y viajando conmigo.
—¿Cree que eso los engañará?
—La verdad es que sí, pero aunque no lo haga, el propósito es…
—Mostrar respeto por sus sentimientos.
—Sí.
El hombre (de algún modo se habían saltado toda presentación formal) se acercó más y le pasó la mochila a su hombro.
—Ropas —dijo—. Dinero. Pasaporte británico. No a su nombre, naturalmente. Una auténtica cornucopia de artículos de higiene femenina. Unas cuantas cosas más.
—¿Un par de libros? —preguntó ella—. ¿O es demasiado pedir?
Él se echó a reír.
—¿Ya le preocupa qué va a hacer en el vuelo a Londres?
—No importa. Seguro que me lo pasaré durmiendo.
Él dirigió su atención a la visita a la fábrica de cuchillos durante unos momentos, admirando un martillo neumático que usaba energía hidráulica para golpear una pieza de acero al rojo que era manejada por un obrero en taparrabos, desnudo de cintura para arriba.
Pero se volvió hacia ella.
—Hay, naturalmente, muchas preguntas.
—Naturalmente.
—Las responderá todas a su debido tiempo.
—Eso suponía.
—Pero hay una en concreto que me han pedido que le haga, por si algo sale mal.
—Por si me caigo del avión.
—Una ola imprevista. Un meteorito.
—Muy bien. ¿Cuál es esa pregunta?
—¿Quién mató a todos esos hombres en su apartamento?
Ella no respondió.
—¿Fue usted?
Hizo una mueca.
—Porque no creíamos que fuera de ese tipo de espía.
—No lo soy —respondió ella—. No fui yo.
—Bien, ¿quién fue entonces?
—Ya ha hecho su pregunta, respecto a algo que me llevaría día y medio responder con propiedad.
—¿Tenemos que preocuparnos por él? Voy a hacer una suposición salvaje de que un cromosoma Y estuvo implicado y uso el pronombre masculino. ¿Tenemos que preocuparnos de que mate a muchos más chinos en suelo chino en algún momento del futuro inmediato?
—Probablemente ni siquiera eran chinos —respondió Olivia—, pero la respuesta es no. Y, por cierto, no es británico.
—Bien. Ah, sí. Una cosa más.
—Creí que había dicho que solo sería una pregunta.
—Es difícil parar una vez que se ha empezado.
—Adelante, pues.
—¿Dónde está Abdalá Jones?
—Podría estar en cualquier parte del mundo —contestó ella—. Estaba en un aeropuerto anoche.
—Lástima.
—¿Verdad?
—¿Un aeropuerto? Extraña forma de expresarlo.
Olivia se encogió de hombros.
—¿Cómo sabe que estaba en un aeropuerto?
Este era entonces el momento. Pero no sabía quién era este tipo. Cuánto poder tenía, que podía o no podía hacer por ella. Tenía la impresión de que solo actuaba como enlace entre ella y alguien más, alguien que estaba en Londres.
—El señor Y —dijo.
—¿El del cromosoma?
—Sí.
—Soy todo oídos.
—El señor Y habló con Jones por teléfono.
—Debe de haber sido una conversación interesante.
—La mitad del señor Y lo fue. En cualquier caso, él supo de algún modo que Jones estaba en un aeropuerto. Supongo que oyó los motores de los aviones de fondo, o instrucciones de cómo ajustarse un cinturón.
—Pero el señor Y no sabe nada más.
—Es curioso que lo pregunte. El señor Y dice que ahora tiene más información. Información que podría utilizarse para descubrir adónde ha ido Jones.
—¿Y dónde está el señor Y? ¿Atrapado en China?
—Probablemente mirándolo desde detrás de algún matorral. Pero no se vuelva.
—No me volveré. No puedo decir cuánto me complace que comprenda que tiene que mantener la cabeza gacha.
—Tiene todo tipo de talentos.
Esto provocó una mirada de curiosidad en el hombre. Olivia, recordando las actividades de esta mañana en el búnker, sintió que se ruborizaba y esperó que él lo confundiera con el calor del horno que se reflejaba en su cara. Continuó a toda prisa.
—Si quiere llegar a un acuerdo con él para sacarlo a salvo del país (que es lo que yo recomiendo y por lo que abogo) entonces puedo prepararle un encuentro con él y hacerle saber dónde nos hallamos.
—Obviamente, no tengo un pasaporte preparado para un caballero de su descripción —dijo el hombre—, ya que ni siquiera sé cuál es esa descripción. Aunque lo tuviera, que un hombre blanco vaya hoy al aeropuerto y suba a un avión…
—Comprendo.
—Hablando de pasaportes…
Olivia se quedó atónita unos instantes, luego entendió su significado. Buscó en el bolsillo y sacó su pasaporte chino. Su pasaporte de Meng Anlan de un millón de libras. El hombre lo cogió y, con un breve gesto, lo arrojó a las fauces abiertas de la fragua. Estalló en llamas antes incluso de tocar las brasas, y quedó completamente consumido en unos instantes.
—Adiós, Meng Anlan —dijo—. Hola, sea cual sea el nombre del pasaporte que hay en esa mochila. Lo he olvidado ya.
—Obviamente, me complace que pueda sacar del país a quienquiera que yo sea ahora —dijo Olivia—. Pero no me marcharé hasta que sepa que va a ser del señor Y. Sé que no puede conseguirle un pasaporte. ¿Pero no hay ningún modo…?
El hombre asentía.
—Tenemos, de hecho, un plan de contingencia.
—¿De veras?
—Sí. Somos buenos en ese tipo de cosas. Es mucho más de la vieja escuela. Muy de la Guerra Fría. Puede que a su amigo le guste.
—¿Un submarino de bolsillo?
—Todavía más de la vieja escuela. Hay un carguero —dijo—. Se puede ver desde la costa norte de la isla. Está anclado. Matrícula panameña. Tripulación filipina. Armador taiwanés. Ha estado transportando carga en Xunjianggang.
Se refería a uno de los distritos portuarios de Xiamen; Olivia y Sokolov lo habían atravesado en el taxi acuático anoche.
—Dentro de unas horas —continuó el hombre—, zarpará para el puerto de Long Beach. Esperábamos poder conseguir algo con destino a Sydney (sería más rápido) pero es más importante sacarlos a usted y a su fantástico séquito homicida hoy mismo, antes de que los chinos se enfaden más de lo que ya están. Así que será Long Beach. La ruta tarda unas dos semanas o así.
—¿Cómo hacemos que funcione?
—Tendremos que abordar el barco justo después de que oscurezca. Esto es algo que tendrá que disponer usted misma, preferiblemente sin dejar el distrito del muelle regado de cadáveres. Cuando el barco esté saliendo del Xunjianggang y empiece a ganar velocidad, debería ser posible acercarse y abordarlo. Mientras permanezcan fuera de la vista, no debería haber problemas.
—¿Fuera de la vista? ¿Habla en serio?
—Del continente. Suban por la parte de estribor.
—¿Y ellos estarán preparados?
—Más nos vale —dijo él—, considerando lo que les hemos pagado.
Pasaron las restantes horas de oscuridad aprendiendo la física del barco, lo que no fue en modo alguno fácil porque ya llevaban despiertos veinticuatro horas seguidas.
Había que deshacerse del cuerpo de Mohamed. Esto significaba arrojarlo por la borda, cosa que parecía terrible y espantosa. Evitaron la cuestión durante un ratito, pero quedó descartado que pudieran compartir el puente con un muerto. Así que, después de mucho retrasarlo y pensarlo, Csongor se fue a buscar algo que fuera denso y pesado para arrastrar el cuerpo al fondo del mar, pero no tanto para que no pudieran moverlo, y que no necesitaran para ninguna otra cosa. Acabó decidiéndose por una caja negra de acero llena de cartuchos de 7,62 milímetros, de las cuales había varias por toda la bodega de carga. La colocó sobre los tobillos de Mohamed y los alzó mientras Yuxia los unía con cinta de plástico, y luego sacó a rastras el cadáver del puente y lo dejó tendido sobre la barandilla. Mohamed permaneció allí un momento. A Csongor le pareció que sería adecuado decir algo. Pero advirtió que no había nada que supiera decir que Mohamed y su gente no encontrara ofensivamente sacrílego. Así que acabó por empujarlo. Las ataduras de plástico parecieron aguantar, y el cadáver desapareció.
Con cubos de agua de mar, izados con cuerda, fregaron el suelo de acero del puente hasta que ya no quedó sangre. Tras buscar por el barco encontraron escobas y útiles de limpieza y le dieron un frote intensivo, lavando las manchas de sangre y las huellas de algunas de las superficies verticales del puente. Marlon arrancó la radio de su anclaje y la arrojó al mar, junto con su ensangrentado micrófono.
La interfaz de usuario del GPS era de todo menos intuitiva, pero Marlon averiguó cómo manejarla y entender su diminuto mapa. De pie en la oscuridad, empezaron a comprender dónde habían estado (pues el GPS mostraba el anterior rumbo del barco) y adónde iban. Parecía que, durante la primera hora de viaje, Mohamed se había dirigido más o menos al sur siguiendo la costa, y luego viró hacia el este, directo a Taiwán a una velocidad de unos diez nudos. Esto los había llevado a unas treinta millas náuticas de la costa china, que era donde habían tenido lugar la confrontación y el tiroteo.
En ese punto, Marlon había reducido la velocidad del barco a poco más de cinco nudos. No era lo más lento que podían navegar, pero si fueran más despacio perderían toda sensación de que hacían progresos, y el barco parecía dar vueltas a la deriva (una impresión que podía confirmarse ampliando la trayectoria en la pantalla y observando la forma en que avanzaba). Parecía que el timón no era capaz de hacer su trabajo a menos que surcara las aguas con un mínimo de velocidad.
Marlon le contó a Csongor lo que había dicho Batu del indicador de combustible, o de su carencia, y por eso Csongor bajó a la sala de máquinas y se pasó un rato tratando de comprender cómo funcionaban los motores, hasta que identificó el circuito del combustible y la bomba que lo alimentaba. A partir de ahí, la tubería conducía a través de un mamparo a un espacio ocupado en su mayor parte por un par de tanques cilíndricos de tamaño impresionante y tranquilizador, cada uno de algo más de un metro de diámetro y unos tres metros de largo. Cada uno tenía una tubería soldada en lo alto. Csongor las siguió hasta un par de conectores en la cubierta, que supuso se usaban cada vez que se acercaban al equivalente náutico de una gasolinera. Al iluminar con la linterna esa zona, trazando lentamente círculos concéntricos, finalmente encontró dónde guardaban la varilla de medir: un trozo de (inevitable) bambú asegurado a la borda por cuerdas flexibles, y marcado con rotulador con (para él) crípticas anotaciones. Llamó a Yuxia para que le ayudara a interpretar las marcas, y luego abrieron una de las escotillas por donde se introducía el combustible y metieron la caña de bambú. Luego la sacaron poco a poco, mano sobre mano, rezando para sentir pronto el frío y húmedo gasoil en las palmas. Sin embargo, esto no sucedió hasta que emergieron los últimos centímetros de la caña. Yuxia leyó el número más cercano marcado. No significaba nada, ya que no tenían ni idea de la velocidad a la que los motores consumían combustible. Pero no se podía ignorar el hecho de que era el último número en la caña.
—Tenemos que ser científicos —dijo Csongor, y marcó la localización exacta del nivel de combustible y anotó la hora.
Luego repitieron el experimento con el otro tanque y descubrieron que estaba completamente seco. Csongor se agachó y toqueteó las válvulas y confirmó sus sospechas de que el tanque vacío, simplemente, había sido desconectado del sistema: los yihadistas solo habían empleado un tanque, y no se habían molestado en echarle más que un poco de combustible, ya que lo único que hacían era merodear por la bahía de la isla.
Yuxia volvió al puente a hacer compañía a Marlon y asegurarse de que no se quedara dormido de pie, y Csongor dedicó más tiempo a explorar los contenidos de la bodega. No hacía falta ser Sherlock Holmes para leer la historia reciente de ese barco. Durante muchos años había pertenecido a pescadores que habían acumulado el material y suministros que cabía esperar: redes, cabos, bandejas de plástico apilables, tablas de cortar de polietileno, cuchillos, piedras de afilar, todo tipo de herramientas, pintura, lubricantes, disolventes y similares. Como sustento para viajes más largos también había barriles de plástico con lo que supuso habría sido agua potable, y sacos de arroz y unos cuantos alimentos más como salsa de soja y aceite para cocinar.
Luego, en algún momento, el barco había sido adquirido por los yihadistas, que lo habían convertido en un arsenal flotante: probablemente no lo suficiente para librar una guerra, o una insurrección, pero de sobra si el único objetivo era volar un edificio o planear un tiroteo al estilo Bombay. Así que había una tarima con un negro barril de acero de lo que Csongor supuso que era fueloil, y otro con gruesos sacos de plástico con un polvo blanco identificado como FERTILIZANTE: nitrato de amonio, presumiblemente. Esos dos ingredientes, mezclados entre sí, componían un alto explosivo que, como Csongor sabía por haberlo leído en los periódicos, se podía hacer estallar si tenías unos detonadores preparados. Csongor no tenía ni idea de qué aspecto tenían los detonadores, pero pronto lo averiguó, ya que había una caja llena en un estante junto a una caja de plástico transparente llena de teléfonos, todos de la misma marca y modelo.
Otras cajas y tarimas estaban llenas de munición, sobre todo cartuchos sueltos de rifles en cajas de acero negras o verde oscuro. Pero los habían saqueado y vaciado antes, cuando Jones y sus hombres hicieron sus rápidos preparativos para marcharse. Ya sabía que faltaban todas las armas, ya que las habían buscado cuidadosamente antes.
Suponiendo que tarde o temprano los detuviera un barco de la marina o la guardia costera, Csongor no quería que lo pillaran a bordo con estas cosas, y por eso empezó a considerar cómo sería más fácil arrojarlo todo por la borda. Al alzar la cabeza, advirtió que gran parte de la cubierta delantera estaba compuesta por una gran compuerta de carga, y por eso se acercó a ver cómo podía abrirla, y luego se pasó unos minutos iluminando con la linterna el equipo colocado encima: cajas y cabrestantes y cables que obviamente habían sido puestos allí para facilitar meter y sacar las cosas de la compuerta, si tan solo pudiera descubrir cómo moverlos y usarlos. Algunos de los cabrestantes tenían manivela, y por eso calculó que podía hacerse a base de músculo si era necesario. Ahora que había salido de China, empezaba a sentir cómo se hacían las cosas en el país, y comprendía que tenían un genio especial para ese tipo de tecnología sencilla que no requería ningún manual de instrucciones. Iba a ayudarlos durante este viaje.
Tras regresar a la bodega, empezó a dividir las cosas en tres grupos: basura (por ejemplo, las cajas de cartón vacías), cosas que podrían usar (comida), y objetos peligrosos o incriminatorios de los que había que librarse. Encontró cuatro cajas, en un retráctil, llenas de ramen instantáneo. Luego tres cajas de raciones militares: comidas preparadas selladas en bolsas negras. Al abrir una de ellas para ver qué era, descubrió que estaba hambriento y se lo comió todo allí de pie, metiéndose la comida en la boca con las manos sucias.
Encontró cigarrillos y botiquines de primeros auxilios y los pasó a la pila de «conservar».
Pasó un montón de tiempo maniobrando alrededor del barril de acero negro de fueloil, y finalmente (pues quizá la energía de la comida estaba llegando por fin a su cerebro), advirtió que los motores del barco probablemente lo quemarían. ¿Cómo pasarlo a los tanques de combustible? Elaboró una descabellada idea que implicaba usar la grúa del barco para izar el barril y luego canalizar su contenido en las escotillas de cubierta. Sin embargo, tras pensárselo un poco mejor (pues tal vez la visión china de la tecnología lo estaba afectando), advirtió que un sifón debería funcionar, ya que el tanque de combustible del barco estaba situado por debajo de la altura del barril de fueloil. Así que se agenció una manguera y consiguió montarlo todo y tras varios comienzos en falso y de derramar un poco de combustible pudo hacer funcionar el sifón que vaciaba el barril durante la siguiente media hora.
Luego volvió a medir el tanque, esperando obtener un triunfal y dramático aumento en el nivel de combustible, y descubrió que todos sus esfuerzos no habían servido para nada: en el tiempo que había tardado en hacerlo, habían quemado tanto como había añadido.
El cielo se aclaraba por el este cuando terminó. Subió al puente y encontró a Yuxia allí sola, pilotando el barco con rumbo este y llorando en silencio. Marlon al parecer estaba durmiendo en uno de los camarotes.
No hizo falta ningún gran esfuerzo de imaginación para que Csongor comprendiera por qué las lágrimas le caían por la cara. Habían corrido riesgos terribles y dedicado las últimas horas a escapar de China. Al repasar la historia en su memoria, Csongor no pudo ver ningún momento en que hubieran podido decidir de otro modo. Marlon y él no podrían haber abandonado a Yuxia al destino que los yihadistas hubieran tenido en mente para ella. Cuando consiguieron inesperadamente el control de este barco de pesca, tuvieron que hacer algo con él, y salir de la República Popular China pareció una buena idea. Para Csongor, esto era sinónimo de acercarse a casa. Marlon no parecía especialmente apurado por esta rápida partida sin planificar de su tierra natal: para él debía de ser una aventura de las que encandilan a cualquier joven. Además, necesitaba poner un poco de distancia con respecto al apartamento donde había creado REAMDE, y esto era una forma excelente de conseguirlo. Pero Yuxia se había visto arrastrada a esto solo por su deseo de hacerse amiga de unos occidentales despistados que había encontrado perdidos en la calle. Tenía familia en Yongding, familia que debía de estar preocupada por ella, y tenía que estar preguntándose ahora mismo si volverían a verla.
Aunque lo hiciera, ¿cómo podría explicarles ciertas cosas? ¿La lucha en el muelle? ¿La tortura en el cubo de agua salada? ¿Apuntar con una pistola a Mohamed y tratar de dispararle?
No era extraño que estuviera hecha polvo.
—Yo me encargo de esto —dijo Csongor—. Ve a comer algo. Duerme.
Ella no se movió.
—Todo saldrá bien. Lo resolveremos de algún modo. Nada de esto ha sido culpa tuya. Volverás a casa algún día.
Con estas palabras pretendía consolarla, pero lo único que consiguió fue que Yuxia saliera corriendo del puente con un sollozo en la garganta. Csongor empezó a seguirla, temiendo que fuera a arrojarse al mar, pero ella bajó los escalones de metal, se metió en un camarote y cerró la puerta.
Csongor continuó dirigiendo el barco hacia el amanecer mientras hurgaba los controles del GPS, tratando de comprender dónde estaban. La luz de la mañana que se filtraba por las ventanas frontales hacía mucho más fácil ver el puente, y advirtió un fajo de cartas náuticas que no habían advertido en la oscuridad. Empezó a desplegarlos y a tratar de encontrarles sentido. La mayoría eran representaciones a gran escala de rasgos complejos de la costa de China, y le resultó difícil comprender su contexto. Pero un mapa llamó su atención porque mostraba un grupo de islitas cuyas formas recordó; las había visto antes mientras estudiaba el GPS. En la carta quedaban identificadas como las Pescadores. Estaban en mitad de los estrechos de Taiwán, más cerca de Taiwán que del continente, pero a unos buenos cincuenta kilómetros más cerca de la actual posición del barco que de la costa de la isla. Y el GPS parecía decir que estas islitas estaban bastante cerca del rumbo que estaban siguiendo de todas formas. Así que parecía obvio que deberían dirigirse a las Pescadores. Por consiguiente, Csongor alteró el rumbo, desviándose un poco más hacia el sur. Por lo que pudo entender de las cartas y el GPS, llegarían al grupo de islitas a eso de las cuatro de la tarde. Suponiendo, claro está, que no se quedaran sin combustible por el camino.
El avión seguía lo que a Zula le parecía que era un plan de vuelo sin nada de particular: ganó lentamente altura, siguiendo un rumbo recto que lo alejó del continente chino y enfiló hacia el sur sobre el mar del Sur de China. Unas montañas asomaron la cabeza por el horizonte oriental, y supuso que debían de ser de Taiwán, pero rápidamente quedaron atrás.
No pudo decidir si abrir la puerta o permanecer enclaustrada allí dentro. Un fuerte instinto le decía que se quedara simplemente acurrucada en la oscura y privada crisálida de la cabina de Ivanov. Pero tarde o temprano tendría que orinar, y el jet solo tenía un cuarto de baño, que estaba en la parte de proa.
Mientras estuviera sola, parecía sensato hacer inventario de lo que tenía a su disposición. Aunque pequeña, la cabina tenía un aparador. Comprobó los cajones y no encontró nada aparte de almohadas y mantas de repuesto. Ivanov se habría llevado todas sus cosas consigo, naturalmente. También había un pequeño escritorio abatible, lo bastante grande para alojar un portátil, y encima, dentro del mueble, un aparato que era obviamente un intercomunicador. Tenía una fila de botones, con las indicaciones CABINA, CARLINGA, ALTAVOZ, y HABLAR. Al lado había un dial para el volumen.
Bajó el volumen al máximo, y luego pulsó el botón de CARLINGA. Descubrió que si presionaba con fuerza, se quedaba fijo, iluminando una pantalla LED que decía MONITOR. Experimentó entonces con subir el volumen lentamente y empezó a oír hablar: Pavel y Sergei se comunicaban entre sí en ruso. Naturalmente, ella no entendió ni una palabra. Pero de vez en cuando oía algo que reconocía, como «jumbo» o «Taipéi». Y ocasionalmente una voz en inglés sonaba en la radio: controladores del tráfico aéreo, supuso, que se comunicaban con ellos o con otros aviones, desde las torres del continente.
Zula no comprendía realmente el propósito o el contenido de estas transmisiones, pero después de unos minutos pudo detectar ciertas pautas. Muchas de las transmisiones empezaban con una voz con acento chino que decía «Centro de Xiamen» seguido por el nombre de un fabricante de aviones como «Boeing» o «Airbus» o «Gulfstream» seguido de una serie de letras y números. Luego una serie de lacónicas instrucciones referidas a la altitud o la dirección o la frecuencia de radio. Dedujo que esas transmisiones se originaban en un centro de control del tráfico responsable del espacio aéreo de Xiamen y que daban órdenes a diversos aviones. En casi todos los casos, otra voz respondía directamente, repitiendo la serie de letras y números que parecía ser el indicativo de su avión, y luego obedecía la orden dada con un «Roger» seguido por una repetición de las instrucciones en voz alta, presumiblemente solo para asegurarse de que entendían bien las especificaciones. Sin embargo, de vez en cuando, una transmisión no era reconocida y entonces el Centro de Xiamen tenía que repetirla; y si eso fallaba, podía pedir a otro avión que transmitiera el mensaje. Todo se hacía con calma absoluta, lo cual tenía sentido ya que esto era lo que esta gente hacía todo el día, cada día, igual que quien mete la compra en bolsas o conduce un camión. Dos veces reconoció Zula la voz de Pavel reconociendo una de esas transmisiones, y de ese modo se enteró del indicativo del avión en el que era pasajera, o más bien prisionera.
De vez en cuando la instrucción era algo como «Contacte con el Centro de Hong Kong» o «Contacte con el Centro de Taipéi» seguido de una serie de dígitos, que supuso debía de ser una frecuencia de radio. Entonces el piloto se identificaba y repetía las instrucciones como de costumbre y se despedían con un «Gracias» o «Nos vemos» o «Cierro», para no volver a ser oído. Al menos en este canal. Así que Zula supuso que se trataba de los aviones que salían y eran entregados de un centro de control de tráfico a otro.
Llegó el momento en que el Centro de Xiamen recitó la identificación del avión en el que estaba Zula y dio la orden de transferirlo a la responsabilidad del Centro de Hong Kong. Pavel respondió del modo habitual y se despidió del Centro de Xiamen. Pavel y Sergei intercambiaron entonces unas cuantas frases en ruso.
De repente el avión se agitó bajo los pies de Zula con una brusquedad inesperada en un vuelo comercial. Tuvo que extender ambas manos para impedir ser lanzada contra la puerta de la cabina. El avión no descendía normalmente, es decir, reduciendo la aceleración y perdiendo altitud en vuelo controlado, sino que caía en picado, usando la potencia de sus motores para lanzarse directamente hacia el mar.
El picado aumentó hasta el punto en que Zula quedó tendida en el suelo de la cabina. Pudo oír el equipaje y demás cosas revoloteando, y a los hombres adormilados gritando alarmados, y a los despiertos riendo encantados.
Al principio pensó que solo se trataba de una maniobra temporal para perder altura, pero a medida que continuaba y continuaba, comprendió que Pavel y Sergei habían decidido suicidarse estrellando el avión en el mar. Esto no podía continuar mucho más: sus oídos le habían estallado ya tres veces.
Pero entonces, con la misma brusquedad con que había iniciado el picado, el avión lo terminó, lanzándola contra la puerta, y entonces a la esquina entre la puerta y el suelo, y finalmente al suelo mismo con lo que parecían varios ges de aceleración mientras alzaba el morro y regresaba a lo que parecía un vuelo nivelado. Cuando Zula pudo moverse de nuevo, se levantó del suelo, asomó la cabeza por encima de la cama, y miró por la ventanilla y lo vio todo blanco, y gotas de lluvia salpicando el cristal. Se arrastró sobre la cama apoyándose en los codos, acercó la cara a la ventanilla, y miró. Las nubes y la bruma eran tan intensas que no le permitían ver mucho, pero a través de algún hueco ocasional pudo atisbar la superficie gris del océano pasando a no más de treinta metros por debajo.
El avión viró y cambió de rumbo: un largo giro a la izquierda.
Había una pantalla plana de televisión montada en el mamparo al pie de la cama. Zula no había intentado encenderla, porque no le gustaba la televisión, pero ahora se le ocurrió que era una tontería. Así que la encendió y se encontró con un menú que incluía un DVD, una selección de videojuegos, y «MAPA». Escogió esto último y se encontró con un mapa del mar del Sur de China, al parecer generado por el mismo software que se usaba a bordo de los aviones comerciales, ya que los tipos de letras y el estilo de la presentación resultaban familiares para quien hubiera hecho un vuelo de largo recorrido. El punto de origen había sido programado en Xiamen, y el destino era el Aeropuerto Internacional Sanya Phoenix, que estaba en el extremo sur de una enorme isla elíptica, comparable en tamaño con Taiwán, que se encontraba en la costa meridional china. Zula estaba segura de que se llamaba isla de Hainan y que era parte de la República Popular. En el mapa había trazado un plan de vuelo que conectaba Xiamen con Sanya por medio de dos tramos rectos de más o menos la misma longitud. El primer tramo corría sur-suroeste desde Xiamen, más o menos en paralelo a la costa meridional china. Luego se desviaba hacia el oeste para seguir hasta el extremo sur de Hainan. A primera vista, parecía que el rumbo había sido trazado para mantenerse apartados de la zona Hong Kong/Shenzhen/Macao/Guangdong, que estaba justo en medio. Al parecer el espacio aéreo de alrededor estaba extraordinariamente abarrotado y era mejor evitarlo.
La ruta y la situación actual del avión estaban también superpuestas en el mapa, y mostraban que el vuelo había sido seguido con precisión hasta hacía unos pocos minutos. Ahora se dirigían un poco al norte del curso debido, siguiendo un rumbo que parecía llevarlos al sur de Taiwán.
Nada de esto habría tenido sentido para ella si no hubiera formado parte de la reunión de anoche en la cabina principal. Obviamente, nunca habían tenido la menor intención de dirigirse a la isla de Hainan. Habían elegido ese destino solamente porque era un vuelo doméstico y como tal no llamaría la atención de las autoridades de inmigración del aeropuerto de Xiamen. Para eso, cualquier destino de China habría bastado. Pero Hainan parecía tener otra ventaja, y era que un vuelo desde Xiamen hasta allí sobrevolaría de forma natural el océano, y sobre el océano era posible escapar con trucos como volar a ras de las olas para evadir el radar.
Comprendió que estaban haciendo algún tipo de juego que tenía que ver con el funcionamiento del sistema de control del tráfico aéreo. Aunque nunca había estudiado esas cosas con detalle, sabía de forma más o menos vaga que el radar tenía un alcance limitado y que la estructura del sistema de control del tráfico aéreo reflejaba de algún modo ese hecho: el espacio aéreo de un país se dividía en zonas separadas, cada una de ellas dirigida desde un centro de control distinto con su propio sistema de radar. Los aviones en vuelo eran entregados de un centro de control al siguiente a medida que iban recorriendo el país. En un momento determinado ellos habían dejado de ser responsabilidad de los controladores del tráfico aéreo de Xiamen para entrar en una zona controlada por Hong Kong. O tal vez al sobrevolar el océano habían entrado en una tierra de nadie que no era monitorizada ni controlada por ninguna autoridad. En cualquier caso, supuso que, en los últimos minutos, habían llegado a una de esas costuras en el sistema. Pavel y Sergei se habían despedido de los controladores de la zona de la que partían y se habían lanzado en picado antes de aparecer en la pantalla del radar y llamar la atención de ningún otro controlador.
Adónde se dirigían ahora solo podía ser objeto de conjeturas. Cuando dejaran atrás el extremo sur de Taiwán, no había más que océano Pacífico. Pero había visto suficiente de grandes rutas circulares ayer por la noche para comprender que volando básicamente al este, como estaban haciendo ahora, era imposible cruzarlo.
Tardaron media hora en llegar al este de Taiwán. El avión viró entonces de nuevo a la izquierda, y su pequeño icono en la pantalla rotó hasta que apuntó un poco al nordeste. De modo que pareció que estaban ejecutando una gran maniobra en forma de U en torno al espacio aéreo taiwanés.
La radio, que había permanecido un rato en silencio, cobró vida de nuevo; al parecer los pilotos habían pasado a una frecuencia diferente, y al parecer esa frecuencia era utilizada por el Centro de Taipéi, ya que todas las transmisiones ahora parecían originarse allí. El Centro de Taipéi parecía estar controlando gran número de Boeings y Airbuses que se identificaban diligentemente, no solo con sus indicativos, sino con sus orígenes y destinos también, y por eso Zula tuvo la clara impresión de un aeropuerto enormemente abarrotado que dirigía Jumbos que venían o despegaban hacia destinos lejanos como Los Ángeles, Sydney, Tokio, Toronto y Chongqing.
El avión tardó menos de una hora en dejar atrás el extremo norte de Taiwán, que era donde estaba situado Taipéi. Entonces ejecutó una serie de maniobras y comenzó un largo y firme ascenso, que Zula pudo seguir usando las valiosas pantallas de datos que aparecían más o menos cada minuto en la pantalla de televisión. Presumiblemente todo esto hacía que el avión fuera visible en el radar suponiendo que hubiera alguna estación de radar al alcance. Pero al mirar al mapa a menor escala que de vez en cuando aparecía en la pantalla, Zula advirtió que estaban en una región donde los aviones de todo el Sudeste Asiático y Australia podían volar hacia el norte en ruta hacia Japón o Corea. ¿Esperaban entonces pasar desapercibidos en medio de todo el revoltijo?
Su vejiga ya no aguantaba más, así que abrió por fin la puerta y salió a la cabina principal. Estaba abarrotada y olía a hombres sudorosos. Los cuatro soldados estaban sentados juntos al fondo. Dos de ellos dormían, otro leía el Corán, y el cuarto estaba concentrado en un portátil. En la proa de la cabina, habían desplegado una mesa y la habían cubierto con grandes cartas aeronáuticas donde Khalid y Abdalá Jones al parecer habían estado siguiendo sus avances. Khalid estaba allí ahora, mirando directamente a Zula con odio, fascinación, o ambas cosas. Jones no quedó a la vista hasta que ella recorrió el pasillo hacia el cuarto de baño. Entonces lo descubrió tendido de espaldas con los pies en el pasillo y la cabeza en la carlinga. Miraba casi verticalmente hacia arriba a través de las ventanas de la carlinga. Pavel y Sergei doblaban también el cuello en lo que parecía una postura incómoda, atentos a algo que parecía estar por encima y por delante de ellos.
Zula usó el cuarto de baño. Cuando salió, los tres hombres seguían en la misma posición, aunque Jones había empezado ahora a reír de satisfacción.
Al ver a Zula de pie junto a él, enderezó el cuello, se puso en pie y la llamó. Ella entró en la carlinga, se arrodilló y miró hacia arriba.
A no menos de treinta metros sobre ellos se veía el vientre de un 747.
Eso explicaba por qué habían podido ganar altitud. Habían sincronizado su plan de vuelo con el despegue de este Jumbo del aeropuerto de Taipéi. Se dirigía (dedujo) a Vancouver o San Francisco o algún otro destino de la Costa Oeste. Al colocarse debajo mientras se dirigía al norte desde el extremo de Taiwán, se habían situado debajo y ganado altura al sincronizarse con él, su señal mezclada en las pantallas de radar de los controladores del tráfico aéreo y las instalaciones militares de la costa este de Asia.
Se sirvió una lata de Coca-Cola y una bolsa de patatas fritas de la diminuta cocina del avión, y luego regresó a la cabina, sintiendo los ojos de Khalid en su espalda. Jones estaba ahora sentado frente a él al otro lado de la mesa, y ambos examinaban una carta del Pacífico norte.
El soldado del portátil estaba sentado de espaldas a ella. Al mirar por encima de su hombro vio lo que atraía tanto su atención: estaba jugando al Simulador de Vuelo. Practicaba despegar desde una pista rural.
No quiso dejar claro lo que había advertido, así que siguió andando sin detenerse y regresó a la cabina y cerró la puerta tras ella.
El hombre, que se presentó como George Chow, llevó a Olivia a Jincheng, una ciudad pesquera situada en el extremo occidental de la isla. Habían levantado un par de hoteles cerca de la terminal de ferris, para atender a una mezcla de turistas y hombres de negocios, y George Chow había reservado una suite en uno de ellos. Al parecer había venido en compañía de una mujer tailandesa que tenía ciertos talentos como peluquera y maquilladora. La mujer tenía un corte de pelo estilo años veinte y llevaba llamativas gafas de diseñadora y un maquillaje algo exagerado. Había esparcido periódicos por el suelo y sacado sus tijeras y peines y cepillos. Olivia se dio una ducha rápida y luego recibió un corte de pelo exactamente igual que el de la tailandesa que, en cualquier otra situación, habría temido. Las gafas resultaron ser falsas: los cristales no estaban graduados. Olivia acabó poniéndoselas. También el mismo maquillaje. Y unos minutos después, la misma ropa. Un policía de la República Popular de China que tuviera una foto borrosa de Meng Anlan no la identificaría inmediatamente como la misma persona: y si alguien había advertido a George Chow en el vuelo de Taipéi de esta mañana con la tailandesa del brazo, pensaría que volvía a casa en compañía de la misma dama.
Mientras todo esto sucedía, George Chow desapareció durante aproximadamente una hora, y luego volvió diciendo que diversos asuntos habían sido resueltos.
Uno de los cuales, al parecer, era un taxi, que los esperaba en el callejón al lado de la zona de carga y descarga del hotel, conducido por un hombre que, dedujo Olivia, había recibido una buena paga para no fijarse ni hablar de nada. Fueron al lugar en mitad de la isla que Sokolov había identificado antes como un buen punto de encuentro. Sus ventajas quedaron ahora claras. Se detuvieron cerca de la alcantarilla bajo la carretera, y George Chow fingió hacer fotos de Olivia ante el fondo del bosque. Sokolov pudo permanecer perfectamente oculto, aunque estuviera solo a unos pocos metros de distancia, hasta que llegó un momento en que la carretera quedó libre de tráfico. Salió entonces e hizo un trabajo pasable al ocultar su diversión ante la nueva Olivia.
—Eres la reina de la moda —observó.
—Durante dos horas. Cuando llegue a Taipéi, me quito todo esto.
—¿Y luego adónde? ¿A Londres?
—Supongo. Sí. Vamos.
—¿Adónde vamos? —preguntó Sokolov, con cierta brusquedad. Conocía demasiado mundo para imaginar que también a él lo llevarían a Londres.
—Te lo explicaré en el coche —dijo Olivia.
El día se había ido volviendo gris, y ahora era borrascoso, con una fuerte brisa que soplaba del norte. Esto les venía bien, ya que daba a Sokolov la excusa de ponerse el impermeable que le habían comprado en Jincheng, y echarse la capucha. Por ahora, sin embargo, se agachó mientras George Chow explicaba lo que iban a hacer. El conductor los llevó al oeste, de vuelta a la ciudad, y luego al norte, siguiendo en paralelo la costa occidental de la isla, hasta que dejaron atrás la zona edificada (lo que les llevó unos treinta segundos) y entraron en otro de esos extraños lugares donde los chinos no iban nunca, al parecer por el motivo de que allí no había otros chinos. Era una playa deshabitada similar a la que habían encontrado al salir del agua anoche. En terreno elevado, donde la arena era contenida por las raíces de la hierba dispersa, un hombre y su hijo hacían volar unas cometas. Debajo, la playa se extendía durante al menos un kilómetro. Olivia pensó al principio que estaba salpicada todavía con más obstáculos anti-tanque que la otra playa. Sin embargo, al examinarla con atención, lo que vio fueron miles de columnas de hormigón plantadas en la zona de marea para dar a los percebes algo donde crecer. Los trabajadores se abrían paso entre ellos. Todos llevaban una vara de bambú sobre los hombros, con una cesta o una bolsa colgando a cada lado. Visto a través del denso aire del inminente aguacero, parecía un cementerio colosal: no un cementerio americano moderno con sus monumentos pulidos y perfectamente ordenados, sino el patio de una iglesia inglesa de mil años de antigüedad con lápidas grises gastadas ladeándose a un lado y a otro.
George Chow pareció adivinar que querían intimidad, o tal vez sentía la necesidad de vigilar el tráfico que venía por la carretera de la costa, y por eso permaneció en el taxi mientras Sokolov y Olivia bajaban, tratando de llegar al agua. Pues habían llegado temprano. La marea estaba baja. Olivia dejó su bolso en el coche y continuó descalza. Sokolov usaba ahora un GPS de mano que le había suministrado George Chow y buscaba un punto de ruta marcado en su pantalla.
Cuando llegaron a un lugar donde la bruma y la niebla los hacían invisibles desde la carretera, se sentaron en un par de columnas adyacentes que los recolectores habían dejado limpias y vieron subir la marea. Estaban solo a un centenar de metros del punto de encuentro. Olivia no llevaba mucha ropa puesta, y Sokolov no tuvo que preguntar para saber que tenía frío, así que se sentó a barlovento de ella y la envolvió en su impermeable para que pudiera acurrucarse bajo su brazo.
—Creo que voy a ir contigo —anunció ella, después de pasar diez minutos en silencio.
—¿No vas a subir al avión? —preguntó Sokolov.
—No. ¿Por qué debería? Nada me impide que suba a ese barco contigo y llegue con el carguero hasta Long Beach.
Él lo pensó durante largo rato. Tanto que ella empezó a temer que había metido la pata. Sokolov había disfrutado del polvo de esta mañana en el búnker, y podría disfrutar de más en el futuro, suponiendo que no hubiera ningún compromiso; pero verse atrapado con Olivia en un carguero durante dos semanas era estar demasiado tiempo juntos. ¿Qué hombre no retrocedería un poco, ante eso?
—Haría más interesantes las dos semanas —reconoció él. Luego pasó al ruso—. Pero no es la elección correcta para ti.
Parte de ella quiso preguntar «¿Por qué no?», pero, tras haberlo molestado ya, no quería montarle un numerito.
—¿Cuál es la elección correcta?
—Encontrar a Jones —dijo él—. Averiguar dónde está. Decírmelo.
—Pero si lo encontramos, lo matarán, o lo capturarán, lo que sea. No necesitamos que tú lo mates.
—Puedo soñar.
—¿Entonces quieres que me pase estas dos semanas buscando a Jones?
—Sí.
Ella se zafó de su abrazo y se escabulló, bajando de la columna para aterrizar con ambos pies en la orilla. El agua le llegó hasta los tobillos, y las olas salpicaron sus muslos.
—Lamento tener toda esta mierda en la cara —dijo—. Hace que me sienta estúpida.
—Está bien —respondió él, desviando tímidamente la mirada.
—Escucha —continuó ella—, la pista de Jones está fría. No hay nada que yo pueda hacer en las próximas dos semanas para encontrarlo.
—A menos que yo proporcione información.
—Sí. Cosa que creo que puedes hacer ahora.
Olivia miró por encima de su hombro, hacia la bruma que había descendido sobre el estrecho entre Kinmen y Xiamen. Podían oír un bote allí, su motor ronroneando lentamente y acelerando de vez en cuando mientras su piloto seguía la marea hacia ellos.
—Ahí tienes tu transporte —dijo ella, señalando—. Tienes lo que querías: pasaje seguro para salir de China. Dime lo que sabes. Yo lo utilizaré mientras estás en el carguero. Cuando llegues a Los Ángeles, llámame.
—La matrícula de cola del avión de Jones es como sigue —dijo Sokolov, y recitó una serie de letras y números. Olivia le hizo repetirlo varias veces—. Despegó de Xiamen a las cero siete uno tres hora local y se dirigió al sur.
—¿Por qué crees que se dirigió al sur?
—Tal vez se dirigió a Mindanao, donde los yihadistas tienen campamentos. Pero lo dudo. Probablemente es una maniobra de distracción. Llegará al océano, pasará a una altitud mínima, desaparecerá del radar, desconectará el transpondedor, y luego hará otra cosa.
—Entonces será difícil encontrarlo.
—No tan difícil. Verás —dijo Sokolov. Plantó ambas manos sobre la columna, se empujó, cayó al agua que ahora llegaba hasta las rodillas, miró por encima del hombro de Olivia, tratando de situar la localización del bote por el sonido—. Los servicios de inteligencia tendrán grabaciones del radar. Ahora que sabes dónde despegó, en qué dirección fue, puedes seguirlo en las cintas durante un tiempo. Encontrar pistas. Descubrir adónde puede haber ido. Estrechar el cerco. Y entonces —se volvió a mirarla a los ojos—, decirme adónde fue el hijo de puta.
—Si sigue vivo dentro de dos semanas, te lo diré.
—Adiós —dijo él—. Te daría un beso pero no quiero estropear ese maquillaje profesional.
—Ya está estropeado —señaló ella.
—Muy bien, pues.
La rodeó con los brazos y le dio un beso largo e intenso. Luego le hizo darse media vuelta y apoyó su espalda en la columna, apartándola de la corriente. Luego se volvió inmediatamente, se puso la capucha del impermeable y empezó a avanzar hacia el sonido del barco que ronroneaba en algún lugar de la niebla.
—Vete caminando ahora o tendrás que nadar más tarde —le advirtió, mientras desaparecía.
A pesar del buen consejo, Olivia esperó, pues quería oír el sonido del motor del barco acelerar para llevárselo de allí.
Lo que oyó en cambio fueron tres descargas de pistola ametralladora. Luego una serie de chasquidos esporádicos. Seguido del sonido del barco marchándose a toda velocidad.
Después de un par de horas, Marlon subió al puente con un servicio de té y un par de paquetes de raciones militares. Mientras las engullían, Csongor le mostró la carta de las Pescadores y explicó el rumbo que habían estado siguiendo, que esperaba que los llevara al centro del grupo de islas en unas cuantas horas más.
Csongor bajó entonces a uno de los camarotes, se metió en una cama y se acomodó con cuidado, ya que sabía que se quedaría dormido al instante y no se movería hasta despertar.
Lo que lo despertó fue una súbita sacudida del barco. Csongor fue incapaz de decir la hora, pero notó que había dormido durante un buen rato: tenía la vejiga llena y se sentía descansado. Pero la luz del día asomaba todavía a través de las portillas. Se levantó y se tambaleó hasta el baño y orinó, luego abrió la puerta del camarote contra las fuerzas del viento y (porque el barco estaba escorado) de la gravedad. Algo lo golpeó en la cara, a medio camino entre la lluvia y la bruma. No pudo ver más que unos pocos cientos de metros en cualquier dirección.
El motor seguía en marcha. Eso era buena señal.
Subió al puente donde Marlon estaba plantado exactamente como lo había visto por última vez. Según el reloj digital del mamparo, eran poco más de las tres de la tarde, lo que significaba que Marlon había estado pilotando el barco él solo durante siete horas. Apartó el rostro de la pantalla del GPS para mirar a Csongor, quien se inquietó al ver el aspecto de su cara: macilenta, demacrada por el cansancio y el estrés.
—Este es el peor videojuego de todos los tiempos —dijo.
—Bastante aburrido —reconoció Csongor.
—Aburrido y no funciona —coincidió Marlon—. La interfaz de usuario es una mierda.
—¿Qué clase de problemas tienes?
—No va adonde le señalas.
«No va adonde le señalas.» ¿Qué podía significar eso? Csongor se acercó y miró la pantalla del GPS, que mostraba el rumbo que habían estado siguiendo durante el tiempo que había pasado dormido. Esperaba ver una línea recta que apuntara directamente a las Pescadores. En cambio, vio un rumbo que se curvaba gradualmente hacia el sur, y luego se desviaba al norte para después curvarse de nuevo hacia el sur. Cuando se dio cuenta, intentó corregirlo apuntando el barco hacia el otro lado. Pero el resultado fue que estaban un poco al sur de la latitud de los Pescadores en este punto, quizás a diez kilómetros de la más cercana de las islas, con rumbo nor-noroeste en un esfuerzo de volver hacia ellas.
La bruma se había convertido en lluvia, que salpicaba las ventanas de proa y babor.
—Vamos contra el viento —dijo Csongor.
—Ahora sí —respondió Marlon—. Pero eso es nuevo. Algo más nos desviaba hacia el sur.
—Debe de ser alguna corriente del estrecho.
—¿Corriente?
—Como un río, un cauce de agua del sur.
—¡Mierda! —dijo Marlon—. Ya estaríamos allí si lo hubiera sabido.
—Bueno, no —respondió Csongor—. Va adonde quiere.
La vibración que habían estado sintiendo en los pies todo el rato se convirtió en una serie de toses y estertores, se restableció durante unos instantes, y luego cesó.
—Nos quedamos sin combustible —dijo Csongor.
—Fin de la partida —dijo Marlon.
—No —repuso Csongor—. La partida continúa. Solo hemos llegado al siguiente nivel.
El mango del martillo de herrero era de plástico amarillo brillante, un detalle escandaloso para Richard, que había recorrido todo el pasillo del Home Depot intentando encontrar algo menos dolorosamente embarazoso hasta que el encargado insistió en que hiciera su elección y se marchara: era la hora de cerrar, las nueve.
De pie ante la puerta del apartamento de Zula a las nueve y cuarto, agarrando la ridícula herramienta con guantes de trabajo flamantes, diseñados ergonómicamente (una compra impulsiva, cogida de los expositores al final del pasillo mientras el encargado lo apuraba hacia las cajas), advirtió por qué no le gustaba: parecía un martillo de combate de T’Rain. Darse cuenta de eso lo asaltó con tanta fuerza que falló su primer golpe, que rebotó en el marco de la puerta y casi se llevó su rodilla por delante. Entonces tomó el control, no solo del mango de plástico amarillo, sino de sí mismo, y golpeó de nuevo, incorporando las caderas al movimiento y acertando. La puerta prácticamente explotó. Suponiendo que Zula apareciera sana y salva, tendría una charla con ella sobre las virtudes de la seguridad física y dedicaría una tarde a arreglarle la puerta.
O reemplazarla, para ser exactos, ya que no quedaba mucho de esta.
—Podéis apagar la música ya —les dijo a James y Nicholas, que estaban cinco escalones más atrás, acobardados como uno solo. James y Nicholas, una pareja gay vecina de Zula, vivían en el apartamento de abajo y resultó que habían desarrollado un interés casi paternal en ella. Antes, en las horas olvidadas en que Richard intentó (¡ja!) hacer esto a través de los cauces oficiales, le habían asegurado a Richard que se pusiera en contacto con ellos a cualquier hora del día o de la noche si había algo que pudieran hacer para ayudarle a llegar al fondo de la desaparición de Zula. Tres minutos antes, Richard había puesto su ofrecimiento a prueba en múltiples niveles, llamando tarde para preguntar cómo se sentirían si oyeran varios golpes fuertes arriba. Resultó que cumplieron su palabra e incluso se ofrecieron a subir la música del tocadiscos durante un rato por si eso ayudaba a cubrir cualquier ruido que pudiera perturbar la paz nocturna de la vecindad. Aceptar los necios procedimientos policiales, al parecer, no tenía nada que ver con ser gay.
Ni con tener una sobrina desaparecida.
—Agradecería que la bajarais —dijo Richard, y entonces James y Nicholas comprendieron que quería que se fueran un minuto o dos. Se dieron media vuelta y bajaron las escaleras alfombradas. Ocupaban las dos primeras plantas, y Zula la tercera, de una gran casa antigua en Capitol Hill: el barrio de nombre más extraño de Seattle, ya que Seattle no era una capital y nunca había sido agraciada con nada que se pareciera a un capitolio.
Esta parte (entrar en el apartamento y encender las luces) fue con diferencia lo peor para él, ya que tenía miedo de lo que pudiera encontrar. Crecer en una granja lo había expuesto a unas cuantas visiones súbitas y desagradables que nunca había podido borrar de su memoria. Pero sabía que Zula apuñalada o estrangulada en el suelo de su apartamento sería lo último que recordaría en el momento de su propia muerte; y entre este y el presente lo asaltaría en momentos imprevisibles.
En cambio todo lo que encontró fue a un gato furioso maullando y dando vueltas a una bolsa de comida para gatos vacía cuyo contenido había desparramado por el suelo. Bebedor de taza de váter, por proceso de eliminación. Aparte de eso, todo estaba en orden: ningún resto de comida en la mesa, ninguna luz encendida. Comprobó el armario y advirtió que el abrigo grueso de Zula no estaba allí, no vio ningún esquí ni ninguna de las otras cosas que había traído en el viaje al Schloss. Todo lo cual confirmaba la sospecha, bastante grande de entrada, de que nunca había vuelto a su apartamento después de aquel viaje.
Eso no significaba que estuviera viva, ni siquiera bien. Pero aliviaba el más horrible de sus temores. Lo que le había sucedido no podía ser tan malo como aquello para lo que se había estado preparando hacía diez segundos.
Y le daba algo para escribir a casa. O lo que fuera el equivalente en la era de Facebook.
Sacó su teléfono, ignoró cuatro mensajes de texto de su hermano John, y tecleó uno: EN APTO DE Z. TODO NORMAL.
John, todavía en Iowa, parecía pensar que Richard olvidaría la seriedad de la situación sin recordatorios frecuentes. El maldito invento de los mensajes de texto había eliminado cualquier inhibición que John pudiera tener sobre lo que aún denominaba «llamadas de larga distancia». En la parte positiva, permitía a Richard enviar informes de situación como este sin tener que establecer contacto personal.
Sin embargo, a favor de John, había que decir que después de un par de palabras de protesta de Richard, se había nombrado el único punto de contacto de la familia con Seattle. Así que al menos Richard no tenía que explicar sus progresos, o su carencia de progresos, a todos los miembros continuamente. De esa tarea se encargaba John, a través de una página de Facebook.
Richard no había visto la página todavía (no le parecía bien dedicarse a eso en un momento como este), pero suponía que debía de contener un montón de información detallada sobre lo que el Departamento de Policía de Seattle estaba y no estaba dispuesto a hacer en respuesta a un informe de personas desaparecidas. Pues Richard había cometido lo que ahora le parecía un error imperdonable contactando con las autoridades y presentando una denuncia. Esto lo colocó en una situación en la que lo único que podía hacer era darle la lata al oficial encargado del caso; y dicho oficial ya le había explicado que, a menos que hubiera pruebas de un crimen real, no había mucho que pudieran hacer en cuanto a investigación directa y activa.
Tecleó un nuevo mensaje. Z NUNCA VOLVIÓ AQUÍ DESPUÉS DE C.B.
John contestó quince segundos más tarde: CONTACTA RPMC. Richard ya le había mencionado (y quizás había sido un error) que no pasaba un invierno en el Noroeste del Pacífico sin que al menos un coche se cayera desde una carretera de montaña y acabara atrapado en un banco de nieve, donde sus ocupantes, si habían sobrevivido, tenían que alimentarse con nieve derretida mientras esperaban un rescate que, en muchos casos, no se materializaba nunca. La nieve había desaparecido en las cotas más bajas, pero si Peter y Zula habían decidido seguir la ruta norte, cruzando las Okanagan, podrían estar atrapados en la cima de cualquiera de las cien curvas cerradas de montaña.
Siguiente paso: averiguar dónde vivía ese mamón de Peter, y pegarle un martillazo a la puerta.
Lástima que Richard no pudiera recordar su apellido.
La noche cayó de pronto sobre el avión, por lo que Zula supuso que su trayectoria había virado decisivamente hacia el este, dirigiéndose hacia la sombra del mundo.
Durante sus ocasionales viajes al cuarto de baño atisbó una nueva carta en la mesa que cubría una enorme porción de la tierra con Newfoundland en la parte superior derecha, Florida en la inferior derecha, las Aleutianas en la superior izquierda y la Baja California abajo. Las dos zonas del Pacífico de la nación estaban divididas en enormes bloques poligonales etiquetados con letras mayúsculas: ALASKAN DEWIZ y DOMESTIC ADIZ y COSTA PACÍFICO CADIZ y así sucesivamente.
Una línea, actualizada cada pocos minutos, se extendía hacia el noreste, se desviaba de la costa este de Siberia y luego corría en paralelo a las Aleutianas. Coincidía con lo que Zula podía ver en el televisor de la cabina.
Khalid y Jones prestaban mucha atención a ciertos detalles de la geografía del Yukón y la Columbia Británica, que no podía ser muy precisa dada la escala extremadamente pequeña de este mapa.
Las Aleutianas y Alaska estaban incluidas en la región etiquetada como DOMESTIC ADIZ. Al sur había una extensión de océano en blanco etiquetada ALASKAN DEWIZ, que se extendía hacia el este hasta lo que consideraba el extremo de Alaska, donde su manga sureste se unía a la tierra por un pasillo de solo unos pocos kilómetros de ancho.
Todo el sureste de Alaska se asomaba al Pacífico, sin quedar incluido en ninguno de estos polígonos ADIZ o DEWIZ. Zula supuso que «IZ» debía de significar algo así como «Zona de Interceptación», y que debía de ser un término militar. Había leído acerca de la línea de alerta aérea temprana (DEW) en una clase de historia sobre la Guerra Fría y por eso supuso que DEWIZ quería decir zona de interceptación de alerta aérea temprana y que ADIZ era zona de interceptación de defensa aérea y CADIZ era su equivalente canadiense.
La CADIZ no empezaba hasta Prince Rupert, que se extendía al sur del sureste de la manga de Alaska, y por eso parecía que había un enorme hueco en el sistema IZ, a ojo de buen cubero unos setecientos kilómetros, entre las zonas canadiense y norteamericana. Lo cual, desde un punto de vista de defensa nacional, no era gran cosa, ya que solo daría a los bombarderos rusos acceso a la zona superior de Columbia Británica, el Yukón y los territorios del noroeste. Podían usar sus bombas nucleares para derretir nieve o matar mosquitos, dependiendo de la estación, pero no podrían penetrar en las ciudades de Canadá o Estados Unidos sin pasar a través de las IZ más al sur. Y para llegar allí en primer lugar tendrían que volar siguiendo un incómodo rumbo sur que consumiría mucho combustible.
Todo el tercio noroeste de Columbia Británica parecía extenderse por encima de la IZ canadiense y por debajo de la americana, y era allí donde Abdalá Jones parecía estar concentrando toda su atención. A simple vista parecía imposiblemente montañosa y desolada, pero como esto era una carta aérea, muy pocos detalles geográficos estaban etiquetados, las carreteras no aparecían, y las ciudades no estaban marcadas a menos que tuvieran pistas de aterrizaje significativas. Así que tal vez no era tan malo como parecía.
La capacidad de atención de Khalid no se extendía más allá de los treinta segundos, y por eso ahora le tocó poner los ojos en blanco y suspirar desesperanzado mientras Jones dedicaba hora tras hora a su investigación cartográfica. Zula había conocido a bastantes hombres como Khalid, y por eso, aunque habían pasado muy poco tiempo juntos, le parecía saber cómo era y cómo actuaba. Lo único que podía atraer la atención de este tipo de persona durante mucho tiempo era la interacción directa con otro ser humano. Qué tipo de interacción no importaba realmente. Como tres de los cuatro soldados se habían quedado dormidos y el cuarto seguía concentrado en su simulador de vuelo, y como Jones estaba absorto en el mapa y los dos pilotos estaban intensamente concentrados en este proyecto de volar en formación cerrada bajo el vientre del 747, no había nadie con quien interactuar excepto Zula. Y Zula se pasaba casi todo el tiempo en la cabina de popa con la puerta cerrada. Cada vez que abría la puerta, era para encontrar los ardientes ojos de Khalid mirándola directamente de un modo que parecía exigir algún tipo de respuesta. Esos ojos seguían cada uno de sus movimientos. Khalid no podía dejar de advertir cuándo Zula miraba el mapa por encima del hombro de Jones.
Esta muestra de curiosidad por su parte había sorprendido a Khalid la primera vez y lo había ofendido la segunda. La tercera vez se hundió en lo que ella consideró un arrebato de furia bien ensayado: se puso en pie e invadió su espacio de un modo que casi la obligó a retroceder. No podía entender la gramática de sus frases, pero sí reconoció unos cuantos nombres no demasiado agradables; si Khalid hubiera sido un rapero gangsta, la habría llamado puta y zorra. Esto se produjo hasta que molestó la cadena de pensamientos de Jones, quien en ese punto alzó la voz y le dijo a Khalid que cerrara el pico. Jones hablaba con tono de voz cansado, incluso desanimado, que parecía reflejar el estado general de los yihadistas.
Tras regresar a la cabina, Zula analizó la situación. Unas cuantas horas antes, en Xiamen, Jones estaba convencido de que podrían llevar el avión a alguna localización amiga en Pakistán, recoger un cargamento de Bad (¿quizás una bomba sucia?), y luego darse la vuelta y volar directamente hacia algún tipo de Armageddon en Las Vegas. En cambio, debido a lo complicado de las reglas internacionales en lo referente a los planes de vuelo y las restricciones del espacio aéreo, y por el modo en que Pavel y Sergei se le habían enfrentado en un momento crítico, se había visto obligado a contentarse con un plan pergeñado a última hora que los había sacado de China pero que al parecer los dejaría sin combustible a muchos cientos de kilómetros de la frontera norteamericana. Tendrían que aterrizar en mitad de ninguna parte y luego improvisar. Jones tenía que estar sintiendo que se le había presentado una oportunidad increíble y que luego la había despilfarrado; pero poco más podía haber hecho. Zula podía percibir claramente una pugna en la cabeza de Jones entre el ingeniero universitario occidental y el fundamentalista islámico: el primero quería ejecutar planes cuidadosamente trazados mientras que el segundo solo quería darle alas y confiar en el destino. La mayoría de sus compañeros eran fatalistas y parecían recelar de las decisiones que había tomado.
Zula empezó a pensar en lo que podría necesitar para sobrevivir en Canadá en esta época del año. Aunque el invierno había terminado, todavía haría frío. No sabía si los yihadistas habían incluido ropa de abrigo en las cosas que habían subido a la bodega del avión. Parecía improbable, ya que planeaban ejecutar una operación en Xiamen, una zona hiperurbana situada en la misma latitud que Hawái. Por otro lado, habían estado viviendo en un barco de pesca, y esos barcos normalmente tenían ropa para el mal tiempo.
Así que tal vez tuvieran algo, pero ella no tenía más que la ropa de cama de la cabina. Que ellos confiscarían inmediatamente, en cuanto sintieran la necesidad. Y en cualquier caso, no tenía nada que ponerse en los pies excepto el par de Crocs de imitación que le habían dado en Vladivostok, y si salía con ellas puestas en breve quedaría lisiada y luego mutilada por congelación. Lo mejor que podía hacer era rasgar las mantas y envolvérselas en los pies, y luego ponerse encima las Crocs. Esto era mejor que nada. Pero habría sido mucho más fácil con un cuchillo.
Siempre había considerado ridículos a sus parientes varones obsesionados con las armas y los cuchillos. Pero ahora estaba dispuesta a admitir que era bueno tener un cuchillo, para un montón de cosas. Por tanto, se puso a buscar cosas en su entorno que pudieran convertirse en cuchillos. El plan A fue romper el cristal del televisor, arrancar una esquirla, y luego dar forma a un mango envolviendo un extremo en un trozo de sábana. Pensó que podría funcionar, pero haría ruido y sería difícil de esconder y podría producir cuchillos de calidad enormemente variable.
El plan B, entonces, fue simplemente robar un cuchillo de verdad de la cocina: un hueco entre el cuarto de baño y la carlinga, al que se acercaba cada vez que iba a orinar. Concibió esta idea después de su primer viaje, el que había hecho cuando tuvo que mirar por las ventanas de la carlinga para ver al 747 directamente encima de ellos. Lo había planeado durante el segundo viaje y lo ejecutó durante el tercero, cuando logró sacar de un cajón un grande y pesado cuchillo de carne. Se lo metió en el bolsillo delantero de sus vaqueros, agujereando el forro interno del bolsillo para que la hoja quedara entre su muslo y la pernera, y el mango de madera oculto en el bolsillo. Con un cuchillo de chef habría sido una locura, pero el cuchillo de carne no era lo bastante afilado para hacerle daño mientras permaneciera de plano contra su piel.
Lo cual le recordó una de las cosas que había aprendido en las girl scouts: los pantalones vaqueros eran posiblemente la peor prenda para el clima frío y húmedo. El grueso tejido de algodón se empapaba con la humedad y perdía su poder aislante.
De todas formas, atrapada en la cabina con el irascible Khalid, incapaz de dormir, y sin absolutamente nada que hacer, decidió matar el tiempo viendo una película. Era una urgencia ridícula, pero podía ser la última película que viera en su vida y literalmente no se le ocurría ninguna otra cosa que hacer. Uno de los DVDs del estante era Love Actually, una comedia romántica, pasada de moda ya unos diez años y que había visto unas veinte veces: sus compañeras de habitación y ella la veían de manera ritual cada vez que se encontraban deprimidas. Así que decidió ponerla.
La cabina estaba distribuida de forma que el televisor quedaba situado en el mamparo de popa, mirando hacia delante, al pie de la cama. Zula había amontonado las almohadas en el cabecero y se colocó mirando a la pantalla, lo que implicaba darle la espalda a la puerta, ubicada a un lado.
Cuando ya llevaba quizás una hora de película, se dio cuenta de que no estaba sola. Habían abierto una pizca la puerta. Alguien estaba mirando, viendo la película con ella.
Su primera reacción fue de vergüenza más que otra cosa, ya que la película tenía un par de ridículos argumentos secundarios cómicos con elementos sexuales de brocha gorda que probablemente la mayor parte del público al que iba dirigida interpretaría como autoparódicos e irónicos, pero que los ocupantes de este avión podrían interpretar literalmente.
Entonces se sintió incómoda y vulnerable por su postura: tendida en una cama. Así que cogió el mando a distancia, puso el vídeo en pausa y pasó los pies al suelo, preparándose para levantarse y ver quién estaba asomado a la puerta.
Y se estaba poniendo en pie cuando la puerta se abrió violentamente y la golpeó. El borde de la cama atrapó sus pantorrillas y la hizo caer de espaldas sobre el colchón. Khalid entró en el cuarto, cerró la puerta tras él, y echó la llave.
Ella intentaba incorporarse, pero él la abofeteó salvajemente. Ella retrocedió para evitar la mayor parte del golpe, pero algo duro y afilado la alcanzó en la mejilla y la hizo caer de culo con lágrimas en los ojos: no de emoción, sino por una respuesta involuntaria por ser golpeada en la cara. ¿Le había pegado con una pistola? Extendió la mano para secarse las lágrimas de los ojos y sintió algo duro y frío apretarle la frente: el cañón de un arma. Siguió empujando, obligándola a tenderse. Acabó tendida con la cabeza contra el mamparo de popa, el televisor congelado y el panel de control del DVD encima. La pistola se retiró. Ella parpadeó para espantar las lágrimas y vio el cañón del arma apuntándola desde unos dos palmos de distancia. Khalid la empuñaba en la mano derecha, usando la izquierda para desabrocharse los pantalones y quitárselos. Asomó un pene totalmente erecto. Zula no era una gran experta en penes, pero sabía que tardaba al menos un poco de tiempo en ponerse tan duro, lo que la hizo comprender que Khalid debía llevar un rato ante la puerta, preparándose para esto. Todos los demás hombres de la cabina debían de haberse quedado dormidos.
Lo de la pistola era ridículo. Si apretaba el gatillo, el avión se despresurizaría. Se preguntó si él entendía esto. Pero Zula tenía que asumir que era así de estúpido. Cuando la bala le atravesara la cabeza, no podría disfrutar de la satisfacción de ver a aquellos hombres perder la consciencia por falta de oxígeno.
Ya que las intenciones de Khalid estaban claras, Zula no quiso otra cosa que mantener su región pélvica lo más lejos posible de él. Pero estaba atrapada al fondo de la cabina. Plantó los codos en el colchón y se irguió, plantó las manos detrás, logró sentarse. Khalid interpretó esto como una falta de cooperación y se irritó, se lanzó hacia delante, apoyó una rodilla en la cama entre las rodillas de ella, echó mano a la cintura de sus vaqueros. Ella le apartó la mano. Él volvió a intentar abofetearla. Zula bloqueó el ataque con una mano, pero su fuerza la hizo ponerse de lado y su cabeza golpeó contra el panel delantero del DVD. Un nítido sonido mecánico restalló tras su cráneo, y ella oyó el sonido del DVD siendo expulsado de su ranura.
Mientras tanto Khalid se aprovechaba de la situación para desabrocharle los pantalones. Tiraba de la cintura, tratando de arrancárselos, pero no lo lograba. En parte porque solo empleaba una mano, y en parte por el cuchillo de carne del bolsillo que estaba atrapado contra su muslo e imposibilitaba quitarle la prenda. Él tiraba salvaje, furiosamente, sacudiéndola de arriba abajo. Ella apoyó las manos contra el mamparo que tenía detrás, solo para impedir que su cabeza chocara. Su mano derecha entró en contacto con el DVD expulsado.
«Peter en la taberna del Schloss. Golpeándose el DVD y cortándose la mano.»
Khalid parecía haber perdido la paciencia para hacer esto con una sola mano y por eso le hizo algo a la pistola (¿le colocó el seguro?) y la arrojó tras de sí de modo que cayó al suelo alfombrado justo delante de la puerta. Entonces hizo progresos mucho más rápidos para arrancarle a Zula los vaqueros desde la cintura y el trasero. El cuchillo se volvió y le hizo un largo arañazo en el muslo.
Mientras él se entretenía en eso Zula había sacado el DVD de su ranura y lo dobló entre el pulgar y los dedos de la mano izquierda, convirtiéndolo en casi una U. Temía partirlo por la mitad: haría demasiado ruido, él se daría cuenta.
Los vaqueros hicieron ahora un puente en el espacio entre sus muslos y formaron una barrera a los avances de Khalid, que solo había empeorado las cosas. Al mirar su vulva, expuesta pero temporalmente inalcanzable, vio la hoja del cuchillo asomar del bolsillo.
Dejó escapar un grito de furia. Tras volver a ponerse en pie dio varios terribles tirones a la prenda, dándole la vuelta al pantalón. El culo de Zula botaba arriba y abajo de todas formas y por eso colocó la mano debajo, dejó que su peso aplastara el DVD doblado, lo sintió partirse por la mitad, ahogado por el colchón y por la carne de su trasero.
Los vaqueros le colgaban ya de los tobillos, el cuchillo lejos de su alcance. Khalid metió las manos, buscó el bolsillo y sacó el arma, triunfante. Entonces avanzó, clavando una rodilla entre las de ella, y se inclinó hacia delante para plantar el pulpejo de una mano contra su barbilla. Le empujó la cabeza hacia atrás y colocó la hoja del cuchillo contra su garganta.
Zula escogió ese momento para trazar un ciego arco con el brazo, atacando el pene de Khalid con la afilada esquina de una mitad del DVD.
Hizo decididamente contacto con algo. Él se llevó por reflejo ambas manos a la entrepierna, dejando el cuchillo apoyado en su vientre.
No había nada que sostuviera el peso de su cuerpo y por eso su cabeza se lanzó hacia delante. Sus ojos se hincharon de asombro… convenientemente para Zula que atacó con ambas manos, apuntando a cada ojo con un trozo de DVD.
El instinto le dijo que cerrara los ojos mientras lo hacía y por eso no vio los resultados. Pero oyó un aullido por parte de Khalid y lo sintió caer hacia atrás.
Soltó las dos mitades del DVD y palpó en busca del cuchillo que reposaba en su vientre, pero solo consiguió empujarlo: rebotó en la cama y cayó en el hueco entre el colchón y la pared.
Daba igual. Lo importante era la pistola. Rodó y cayó de la cama y se arrastró a cuatro patas hacia la puerta, donde pensaba que había caído el arma. Khalid estaba a su lado, con las manos en la cara, gritando.
Ella vio la pistola y le puso una mano encima justo cuando la puerta se abría de una patada desde el otro lado. Se abrió de golpe, atrapándole la mano contra la pared.
Ahora estaba tendida casi cuan larga era en el suelo, lastrada por sus pantalones vueltos de dentro afuera, una mano libre, la otra empuñando una pistola semiautomática de diseño desconocido, pero atrapada entre la puerta y la pared, y por tanto oculta a la vista, pero inmovilizada.
Quien había abierto la puerta era uno de los soldados, que ahora se apoyaba contra ella, atrapándole el brazo. Abdalá Jones estaba justo tras él, mirando por encima de su hombro. Todos gritaban.
Zula empezó a explorar los controles de la pistola con la yema de los dedos, tratando de descubrir qué protuberancia podía ser el seguro. No quiso pulsar por error la palanca de expulsión. Normalmente, el seguro estaba fácilmente al alcance del pulgar derecho. Encontró algo que le pareció que encajaba y tiró.
Jones le puso una mano en el hombro al tipo que bloqueaba la puerta y lo apartó, luego entró en la cabina y se puso de rodillas, a horcajadas sobre Khalid y convirtiendo así la cabina en un lugar muy estrecho. Ignoró a Zula por el momento. Ella se sentó, se apoyó contra la puerta y la cerró. Esto provocó una nueva ronda de gritos y golpes al otro lado. Zula miró la pistola que tenía en la mano para comprobar que estaba amartillada; supuso que así era, aunque no estaba familiarizada con este estilo. Khalid estaba sentado a poco más de un metro de ella, de perfil, las rodillas contra el pecho, las manos sobre el rostro. Jones lo miraba, hablándole ardientemente, tratando de que retirara las manos para poder ver el daño.
Zula apuntó con el arma al centro del torso de Khalid y disparó tres balas a lo que supuso eran su corazón y sus pulmones.
Un sonido alto y agudo lo dominó todo: o bien el zumbido en sus oídos o el sonido del aire escapando a través de los agujeros en el fuselaje. Algo enorme voló hacia ella: Jones había reaccionado arrancando el edredón de la cama y lanzándoselo a la cara. Al mismo tiempo, la presión en su espalda se hizo enorme. El aire escapaba de la cabina, y la presión superior en la parte delantera del avión forzaba la puerta a abrirse. Disparó otra bala en dirección adonde suponía que podía estar Jones, pero entonces todo el peso del hombre cayó sobre su brazo armado, aplastándolo contra el suelo, y ella quedó atrapada entre su cuerpo y la puerta. La rodilla de Jones cayó en mitad de su pecho. Zula usó la mano libre para apartar el edredón. Jones estaba desarmado y sobre ella, extendiendo la mano por encima de su cabeza para agarrar un objeto amarillo que colgaba del techo. Zula tuvo alguna dificultad para distinguirlo, porque todo estaba difuso, pero entonces reconoció que era una mascarilla de oxígeno. Jones la atrajo hacia sí, se la colocó sobre la nariz y la boca, y se pasó la goma elástica por la cabeza.
Entonces la miró.
Las instrucciones de seguridad decían que había que ponerse la máscara primero y luego atender a quien necesitara ayuda. Jones había hecho la primera parte a la perfección, pero ahora simplemente la miraba interesado mientras se quedaba dormida.
Mientras Sokolov chapoteaba hacia el sonido del bote, empezó a considerar todas las formas en que aquello podía salir mal… o podía haber salido ya mal. Esa manera de pensar era costumbre suya desde que podía recordar. Se había multiplicado por mil durante su estancia en el ejército y se había trasladado bastante cómodamente al negocio de la asesoría de seguridad. Si los asesores de seguridad dirigieran el mundo, los militares ya no serían necesarios, porque todas las posibles contingencias que pudieran llevar a la aplicación de la violencia habrían sido previstas y tratadas mucho antes de que se convirtieran en guerras. O eso se había dicho siempre a sí mismo como justificación por haber escogido su segunda carrera.
El hecho de que la visibilidad se hubiera reducido a mucho menos de cien metros era bueno y malo a la vez. Era bueno porque Sokolov podría subir a bordo del barquito y pasar al contenedor sin que lo viera ningún espía de la costa. Era malo porque no podía ver llegar a su transporte. En el taxi, le había hecho varias preguntas a George Chow sobre cómo había hecho los acuerdos, cómo había escogido a este piloto en concreto, y si habría sido seguido o visto por algún agente de la China continental. George Chow pareció confiado (un poco demasiado confiado para el gusto de Sokolov) en haberlo hecho todo perfectamente. Este tipo de seguridad en uno mismo era frecuentemente un signo de advertencia. Sokolov no sabía nada de George Chow y su historia en este tipo de negocios, no hasta el grado en que las autoridades continentales habían penetrado en las fuerzas policiales y de seguridad de la isla, y por eso le pareció más seguro dar por hecho que habían seguido a Chow desde el hotel, o (más fácil y más barato) lo habían visto a través de cámaras de seguridad mientras recorría Jincheng y bajaba al muelle para contratar a un barquero. Si así había sido, habría resultado bastante fácil para un operativo continental ir y hablar con el mismo barquero en cuanto Chow se marchó y, a través de una combinación de sobornos y amenazas, conseguir que le dijera lo que sabía.
(«¿Qué sabe el barquero?», había preguntado Sokolov en el taxi. «Solo que tiene que recoger a alguien en un lugar y momento concretos —fue la respuesta desde el asiento delantero—. Usted debe decirle adónde va.»)
Por tanto, el barco que les esperaba en el punto de encuentro indicado en el GPS que Chow le había dado podía estar lleno de hombres venidos del continente esa misma mañana específicamente para encontrar a Sokolov y matarlo o llevarlo de vuelta a la República Popular China para interrogarlo y Dios sabía qué otro tipo de tratamientos.
Si eso sucedía y si la cosa acababa en tiroteo (y si Sokolov tenía algo que decir al respecto, así sería), ¿entonces qué les parecería, o cómo les sonaría a Olivia y George Chow puesto que no podían verlo? Una serie de disparos, apagados por el sonido de la marea abriéndose paso a través de los miles de dedos de piedra que sobresalían de la arena. Aunque Olivia fuera lo suficientemente imprudente para acercarse a investigar, no encontraría nada: el bote habría partido para entonces. Como mucho habría un cadáver o dos flotando en el agua, pero era muy improbable que encontrara pruebas tan directas. Mucho más lógico era que el resultado fuera un misterio para ella y para George Chow y que, asustados, se fueran al aeropuerto lo más rápidamente posible y se largaran de allí.
En el taxi, Sokolov le había preguntado a George Chow qué iba a suceder cuando llegara al final del viaje en Long Beach. Chow le había asegurado que agentes amigos del gobierno norteamericano subirían al carguero en ese punto y lo llevarían a un lugar seguro donde podría ser interrogado para transferir toda la información que tuviera que ofrecer sobre Abdalá Jones y recibir ayuda con los trámites de inmigración.
Pero Sokolov no tenía ningún interés en ser recibido ni interrogado ni ayudado. Ya tenía un visado B-1, que le permitía entrar en Estados Unidos cuando quisiera. Si fuera a colarse en el país desde un carguero, cosa que, comparada con lo que había estado haciendo en las últimas veinticuatro horas sería tan fácil como mear desde el muelle, entonces lo peor que podrían decir de él era que no le habían sellado el pasaporte cuando entró en el país: un problema en teoría, pero tan trivial que casi no merecía la pena preocuparse en ese momento. Ya le había dado a Olivia toda la información útil que tenía con respecto al paradero de Abdalá Jones, y por eso cualquier otro interrogatorio en Los Ángeles inevitablemente se centraría en temas cuya elaboración solo podría hacerle la vida más difícil, como Ivanov y Wallace y lo que había sucedido la mañana anterior en el edificio de apartamentos. Si las autoridades norteamericanas creían que lo habían matado en una emboscada en la costa de Kinmen, se ahorraría esas molestias.
También estaba el tema de Olivia.
A Sokolov le agradaba y quería que fuera feliz. Podía ver en su rostro que no estaba dispuesta a ser sincera consigo misma respecto a la naturaleza de la relación que había mantenido con él, que se había basado obviamente (para Sokolov al menos) en la simple atracción animal. A veces conocías a alguien e instintivamente querías follártelo sin descanso. Tenía que ver con las feromonas o algo. La mayor parte de las veces el sentimiento no era recíproco, pero a veces sí, y entonces estas veces pasaban con una intensidad y una brusquedad que no podían dejar de ser inquietantes para quien creyera que su vida tenía sentido. Pero no había nada más. Se lo habían pasado bien en el búnker, y probablemente habrían disfrutado algo más si las circunstancias los hubieran puesto juntos en un lugar seguro. Pero era improbable que esas relaciones duraran. Olivia, una mujer culta y racional, no estaba dispuesta a admitir que era el tipo de persona que podía implicarse en ese tipo de relación, y por eso incluso ahora ponía a funcionar su poderoso cerebro para elaborar una historia según la cual sería mucho, mucho más que eso. Si fueran vecinos o trabajaran en la misma oficina, entonces tendría que elaborar un largo y dramático y doloroso proceso para aceptar el hecho de que todo era estrictamente atracción animal y que no había ninguna base real para una relación.
Por fortuna, la situación que se presentaba era un poco más sencilla. Aunque el encuentro con el barquito y el carguero salieran a la perfección, era probable que ninguno de los dos volviera a verse jamás. Pero si Sokolov moría en una emboscada en medio de la bruma y la niebla en la costa de Kinmen, entonces ella podría cerrar la puerta de este lío altamente satisfactorio pero carente de significado, y seguir viviendo la vida feliz que Sokolov quería que viviera.
Y por eso, mientras se acercaba al sonido del motor del barco, Sokolov concibió un plan, que pareció bastante sencillo en el momento, para simplificar en gran medida su vida futura y la de Olivia, disparando unos cuantos tiros con su arma. Esto le daría un susto de muerte al barquero, pero Sokolov pensaba que podría controlar el problema sin demasiada dificultad. Cuando alcanzaran el carguero, hallaría algún modo de convencer al capitán de que el encuentro no se había producido, que el barquito que llevaba a Sokolov no había aparecido y que este nunca había subido a bordo. En el plazo de dos semanas, Sokolov se escabulliría del barco en Long Beach y utilizaría sus contactos en esa ciudad para pasar desapercibido una temporada. Luego se dirigiría a Toronto, que era donde había empezado. Una inspección concienzuda de los sellos de su pasaporte podría revelar algunas inconsistencias, pero nunca había visto a nadie examinar de cerca esas cosas.
Mientras se acercaba al lugar donde el barco lo estaba esperando, sacó primero la Makarov y luego la pistola ametralladora que le había cogido la noche anterior al yihadista y las comprobó para asegurarse de que estaban en condiciones de disparar, lo cual era probablemente una buena idea en cualquier caso. Consideró que si iba a intentar simular los sonidos de una batalla, sería más convincente si pudiera disparar unos cuantos tiros con la pistola y un par de andanadas con la ametralladora. Naturalmente, esperaría hasta estar a salvo en el bote, para que el barquero no huyera aterrorizado. A ese fin, no quiso salir de la bruma con un arma en cada mano, y por eso se guardó la Makarov en el cinto como de costumbre y se colgó la pistola ametralladora a la espalda.
El agua le llegaba hasta el pecho, adecuada para que pudiera flotar un barco de cierto calado. Sokolov se sumergió de modo que solo la coronilla le asomara, algo relativamente difícil de conseguir porque las olas seguían alzándose para cubrirlo. Inició su último acercamiento deslizándose de una columna cuajada de percebes a la siguiente. Podía oír la quilla del bote rozando contra uno de los pilares a pocos metros de distancia.
Finalmente empezó a enfocarlo: una larga sombra deslizándose sobre el agua. Mientas se acercaba la sombra se convirtió en una línea de gruesas Oes negras: los neumáticos colgados sobre la borda del barco, lo único que impedía que se aplastara contra las columnas de piedra. Pudo ver al barquero sentado erecto en la popa, esperando, preguntándose cuándo aparecería el pasajero. Habían lanzado una cuerda blanca por el lado de babor, cerca de la proa; era la parte más cercana a la orilla, y el barquero había dado por hecho que Sokolov se acercaría desde esa dirección y se alegraría de tener ayuda.
Pero esos neumáticos parecían capaces de proporcionar convenientes asideros para subir a bordo, y Sokolov no veía ninguna ventaja en hacerlo desde la dirección esperada. Así que dedicó unos instantes más a rodear la popa del barco, medio nadando y medio chapoteando ahora, y luego se acercó al lugar donde pudo ver bien el neumático y las cuerdas que usaría para subir a bordo. Entonces tomó aire, se sumergió, y cubrió los últimos metros bajo el agua.
Cuando vio el casco sobre él, encogió las rodillas hasta el pecho, se dejó hundir hasta el fondo, y entonces se lanzó hacia arriba con toda la fuerza que pudo acumular. Sus manos salieron disparadas del agua y se agarraron a la cuerda de un neumático. Levantó un pie y lo plantó en el borde del neumático, subió las manos por la cuerda de la que el neumático estaba suspendido, y luego se aupó con las manos y empujó con la pierna, lanzándose por encima de la borda y pasando la pierna libre al bote. Por un momento, aunque su impulso seguía empujándolo hacia delante, quedó a horcajadas en la borda. El barquero se volvió a mirar la fuente de esta salpicadura inesperada. Sokolov lo miró a los ojos un instante, y luego a la zona de carga de proa, y vio a tres hombres armados tendidos boca abajo, todos mirando en la dirección de la escala de cuerda.
Era demasiado tarde para hacer algo sobre el impulso que lo llevaba por encima de la borda, y el modo en que pasó la pierna por encima del borde y la plantó en cubierta lo obligó ahora a hacer una pirueta. Giró sobre el pie plantado, metiendo la otra pierna en el barco, dándoles por un instante la espalda a los pistoleros tendidos. El movimiento hizo que la pistola ametralladora volara en su correa. Se detuvo con fuerza plantando ambos pies en cubierta, y el arma giró a su alrededor hasta que la tuvo delante. La cogió con las dos manos, hincó una rodilla, y disparó una andanada al culo del hombre más cercano. Media docena de balas entraron en el cuerpo del blanco a través de la pelvis y continuaron por sus vísceras en la dirección general de su cerebro. Un segundo hombre se apoyó en el codo y miró hacia atrás para ver qué sucedía. Sokolov le borró la cara. El tercer hombre, más cerca de la proa, se puso en pie de un salto y saltó por la borda con un solo movimiento, perseguido por una andanada de balas de la pistola ametralladora. Sokolov soltó el arma y dejó que colgara de su cinta y empujó la Makarov en su funda. Se volvió hacia el aturdido barquero y señaló mar adentro. Entonces se tiró a la cubierta y se arrastró por el barco, pasando por encima de los dos hombres que se agitaban vagamente mientras morían, y se asomó entre dos neumáticos antes de retirar la cabeza. Tres estampidos sonaron a unos pocos metros de distancia: el tercer agente, probablemente disparándole desde detrás de una de aquellas columnas de piedra. Sokolov disparó varias veces a ciegas solo como medio de hacer que el hombre se lo pensara dos veces antes de exponerse. Pudo oír el motor acelerar y lo sintió moverse bajo su pecho. La siguiente vez que asomó la cabeza para echar una rápida ojeada, las columnas habían desaparecido en la bruma que ahora se había convertido en lluvia. El barquero continuó marcha atrás hasta que pudo alejarse lo suficiente, luego hizo dar media vuelta al barco y continuó recto.
Los disparos fueron absorbidos por el rugir de la marea creciente, y el zumbido del motor se apagó y desapareció a medida que el barco se alejaba de la isla. Olivia contuvo un ridículo impulso de gritar el nombre de Sokolov. Afianzó los pies bajo ella y se sentó en la plana superficie de la columna de piedra durante un minuto o dos, llevándose las manos a los oídos, esforzándose por escuchar… ¿qué? ¿Una llamada de socorro? ¿Gritos de agonía terminal? ¿Estática de walkie talkies? Pero no había nada, y se quedó preguntándose a sí misma si de verdad había oído algo.
Un instinto decente, aunque estúpido, le dijo que se acercara al sonido de los disparos. Vio entonces que tendría que nadar, en vez de chapotear, y que la marea la sacudiría como una bola de máquina del millón entre las columnas, cubiertas de afiladas conchas de ostras y percebes. Solo tenía un curso de acción, y era dar la espalda a lo que hubiera sucedido y regresar a la orilla. Y tenía que actuar ahora, antes de que el agua subiera.
Se subió la falda del vestido por encima de la cintura (no es que fuera a servir de mucho) y se quitó las bragas y, por tener las manos libres, se enganchó la prenda al hombro, donde quedó sujeta. Saltó al agua, que le llegó a la cintura, y empezó a chapotear en dirección a la orilla. Tuvo que echarle imaginación, ya que la atmósfera se había convertido en una densa bruma salpicada de diminutas gotas de lluvia, y era imposible ver nada por lo que guiarse, mucho menos el sol. La marea creaba corrientes veloces e impredecibles al abrirse paso entre las columnas y trataba de hacerla caer. Pasó de una columna a la siguiente, con una mano extendida para conservar el equilibrio, pero tratando de evitar cualquier contacto entre su piel y aquellas columnas serradas cubiertas de conchas. Al principio, temió estar encaminándose en la dirección equivocada, pero pronto advirtió que el agua le llegaba al culo, y luego a los muslos, y el avance se hacía más fácil. Volvía hacia donde estaba George Chow, al menos aproximadamente.
Entonces empezó a preguntarse si quería realmente encontrar a George Chow.
La explicación más paranoide que pudo encontrar a los acontecimientos de la última media hora era que Chow no era un agente del MI6, sino un agente chino (o lo que sería lo mismo, un agente doble) que la había hecho creer que los ayudaría a Sokolov y a ella a llegar a lugar seguro. Y en cambio había enviado directamente a Sokolov a una trampa.
Sin embargo, cuanto más lo pensaba, menos crédito daba a esa teoría. Creía que Chow era un agente legal del MI6 pero que había sucedido una de las siguientes cosas:
Esto último parecía un poco paranoico. Pero no había ninguna duda de que Sokolov era, para el MI6, un grave inconveniente y un peligroso cabo suelto. Aún más, Olivia podía imaginar una situación en la que el gobierno chino se pusiera en contacto con el gobierno británico a través de oscuros canales para decirles: «Estamos histéricamente jodidos por lo que pasó ayer en Xiamen y queremos ver rodar cabezas; de lo contrario, les pondremos las cosas difíciles.» En otras palabras, el MI6 podría haber hecho un trato para librarse de Sokolov a cambio de mantener el statu quo ante sus contrapartidas chinas.
Y abundando en el tema, ¿era Olivia también un cabo suelto que había que eliminar como parte del mismo trato?
Supuso que no, por el simple motivo de que, inmediatamente antes de que Sokolov la besara y se despidiera, le había suministrado la información que el MI6 quería para poder localizar a Abdalá Jones.
—¿Lo consiguió? —fue lo primero que le dijo George Chow cuando se acercó al coche. Lo directo de la pregunta, tan opuesta a la habitual indiferencia típica de Oxford/Cambridge de Chow, no hizo nada para aliviar sus recelos.
Olivia se había detenido al borde del agua, lejos de la vista, para ponerse las bragas y bajarse el vestido. Así que lo mejor que podía decirse de su aspecto era que no se le veía el chocho. Pero Chow, que había estado allí todo el rato cuidando de su bolso y sus zapatos, evitó discretamente mirarla.
—Tengo toda la información que tiene él —dijo Olivia—. O tal vez lo correcto sería decir que tenía.
Chow la miró, perplejo.
Ella volvió la cabeza hacia el mar, tratando de decidir si se estaba haciendo el tonto. ¿Era posible que no hubiera oído el tiroteo? El sonido se propagaba de forma extraña en días y lugares como este. Por lo que sabía, él podría haber estado sentado dentro del coche, con las puertas cerradas y las ventanillas subidas para protegerse de la lluvia, en cuyo caso era completamente plausible que no hubiera oído lo que había oído ella.
En cualquier caso, no iba a darle nada útil hasta que estuviera en lugar seguro: preferiblemente, Londres.
—¿Podemos, por favor, ponernos en marcha? —preguntó, echando mano a la manivela de la puerta del taxi antes de que Chow pudiera abrírsela—. Perder el tiempo aquí no parece buena idea.
Él subió al coche tras ella y la miró con curiosidad mientras el taxi daba media vuelta en la carretera y se dirigía al aeropuerto. Olivia miró resueltamente al parabrisas durante unos minutos, pero luego por fin se volvió a mirarlo directamente a la cara.
—¿Tiene algo que decirme? —preguntó.
—Va a tener que ayudarme —dijo él.
—Si trabaja para la República Popular de China, pégueme un tiro ya. De lo contrario, intente encontrar una maldita pista porque entonces es peor que inútil, joder.
—¡Olivia! —exclamó el, con tono de profesor ofendido—. Que yo sepa, todo ha salido exactamente según lo planeado. Si tiene alguna información, le agradecería…
—Oh, de eso no tengo ninguna duda —dijo ella—. ¡Lo que no sé es qué demonios era el plan!
Eso lo hizo callar hasta que llegaron al aeropuerto; lo cual, dado el tamaño de la isla, no fue mucho tiempo. Entonces todo fue mostradores de billetes y puestos de control y salas de espera durante un rato. Él trató de convencerla para que se retiraran a un rincón para charlar, pero ella no veía ninguna ventaja en decirle nada hasta que hubieran salido de China.
Tomaron el siguiente vuelo a Taipéi.
Allí, George Chow la acompañó a la sala de espera de su siguiente vuelo, con destino a Singapur. A partir de allí, volaría sin escalas hasta Londres.
Parecía que lo habían puesto al día por teléfono. Ella deseó de todo corazón que estuvieran utilizando algún tipo de encriptación a prueba de balas.
—El señor Y no llegó a aparecer —dijo.
—¿No llegó a aparecer dónde?
—En el carguero con destino a Long Beach.
—Tendría que ser jodidamente estúpido para estar a bordo de ese barco, considerando…
—Lo cual es buena cosa —añadió Chow—, ya que fue detenido y abordado por la marina china y va camino del puerto.
—Así que han reventado toda la operación.
—Sí, un hecho del que parece usted consciente desde el principio.
Mierda. Ahora intentaba colarle aquello.
—Está intentando decirme de verdad que no oyó ese jodido tiroteo tipo Salvaje Oeste allá en la playa.
—No oí nada —dijo él—. Pero si usted oyó algo, tendría que haberme informado para que pudiéramos…
—¿Asegurarse de que terminaban el trabajo?
—¿Qué?
—¿O darle a ese pobre hijo de puta un poco más de ayuda profesional?
Silencio.
—Está mejor a su aire, suponiendo que siga vivo —dijo ella—. Lo cual, ahora que lo pienso, parece suponer demasiado.
George Chow había empezado a acalorarse.
No es que Olivia pudiera hacer nada más.
—No me había dado cuenta hasta ahora de hasta qué punto esto se había convertido en un asunto personal para usted —dijo él.
Olivia se lo pensó durante medio minuto o así, y luego dijo, con calma:
—Ojalá hubiéramos hecho mejor el trabajo.
—En nuestro trabajo, es una línea de pensamiento bastante común —dijo Chow—. Bienvenida a la profesión.
—Mi vuelo está embarcando.
—Buen viaje —dijo él—. Bébase una pinta por mí, ¿quiere?
—Probablemente beberé unas pocas.
Zula despertó y se encontró maniatada con lo que supuso eran tiras hechas con las sábanas. Le habían colocado una funda de almohada en la cabeza y la habían asegurado con una ligadura no muy fuerte. Un frío brillo rosado se filtraba a través del tejido. Al agitarse y apoyar la cara contra lo que iba encontrando confirmó que la luz entraba por las ventanas del avión.
La luz empezó a fluctuar, encendiéndose y apagándose. Los motores aullaban. Algo chocó contra la panza del avión, o viceversa, y dieron un bote, se hundieron y volvieron a golpear, y acabaron por hacer el aterrizaje más duro que Zula había experimentado jamás. Mientras se sacudían y daban tumbos hasta detenerse, el ruido y el aullido cada vez menor de los motores fue ahogado por los gritos de «¡Alá Akbar!», y luego hubo un montón de golpes, como si tuviera lugar algún tipo de lucha delante.
Alguien entró. Jones. Ella había aprendido a distinguir su olor y la forma en que se movía. Le cortó las ligaduras que le ataban los tobillos a las muñecas. Luego la cogió por los pies y la arrastró hasta el filo de la cama, y después la obligó a sentarse. Desató la cuerda alrededor de su garganta y le quitó la funda de la almohada. Zula parpadeó y sacudió la cabeza, sopló por un lado de la boca para apartarse del ojo un mechón de pelo suelto. Él podría haberla ayudado, pero decidió observarla divertido.
Una rama de pino cubierta de nieve se apretujaba contra la ventanilla del avión.
Khalid seguía tendido en el suelo de costado. La cantidad de sangre derramada era inimaginable. Jones la estaba pisando mientras la miraba a la cara.
—Pavel y Sergei han muerto —anunció.
—¿Por el choque o…?
—Pavel, diría yo, murió por una rama de árbol que atravesó el parabrisas y se le clavó en la garganta. Sergei lo tuvo un poco mejor hasta que uno de mis colegas entró en la carlinga con un cuchillo y acabó con él.
La observó con atención mientras esta pequeña escena se desarrollaba en su mente.
—Sabías que sucedería —dijo—. Y comprendes por qué. Ambos estuvieron en las fuerzas aéreas rusas, ya sabes. Bombardearon con NAPALM a gente como yo. Es enternecedor que te hicieran parte del trato. Hay que reconocérselo a los rusos. Por mucho que los odie y me gustaría ver el país entero esterilizado, es cierto que saben tratar a una dama.
Zula lo miró a los ojos. Hizo la comparación obvia.
—Lo cual te deja a ti —admitió él con un suspiro. Se volvió lentamente, revelando la pistola semiautomática que llevaba en la mano derecha. Ella dio un respingo, e inmediatamente él alzó el arma para apuntarla. Zula había sido inculcada tan cuidadosamente en la etiqueta del alcance de las armas que ver que la estaban apuntando le resultó mucho más sorprendente que a cualquier otra persona que no estuviera acostumbrada a las armas de fuego—. Ha sido un gran placer conocerte —dijo Jones, como si se estuviera despidiendo de ella en la estación de tren—. De verdad. En un mundo perfecto (no, en un mundo mejor) ahora te diría algo así como «Zula, aceptarás el Islam y te convertirás en una muyahid y lucharás con nosotros», y tú contestarías «Por supuesto, he visto la luz del Islam», y eso sería todo. El problema con ese escenario es que, no hace muchas horas, hiciste un compromiso razonablemente sincero para mostrarte sumisa y cooperativa, y luego mataste a mi mejor hombre con un DVD.
Ella evitó su mirada. ¿Tenía algún sentido considerarse culpable?
—Love Actually, nada menos… Una película que siempre me ha gustado en secreto, pero que nunca podré disfrutar de la misma forma. Y por eso, por mucho que odie hacerlo, ahora debo, por el bien de la causa…
—Mi tío tiene seiscientos millones de dólares —dijo Zula.
Eso lo hizo vacilar.
—¿De veras? —dijo, después de un rato.
—De veras. Si no me crees, compruébalo. Y si es mentira, puedes darme el tratamiento de Khalid.
—¿Te refieres a lo que tú le hiciste a él, o a lo que él le hizo a la maestra?
Zula no respondió.
—Porque soy perfectamente capaz de hacer eso, o ambas cosas, con o sin tu consentimiento —señaló Jones.
—Es verdad —insistió ella.
Él lo consideró durante un rato. Entonces la vio mirándolo.
—Oh, te creo —le aseguró—. Solo intento decidir si importa o no. ¿Estás sugiriendo que pidamos rescate? Por supuesto. Pero no tengo claro cómo podríamos hacer esa transacción, o de qué nos serviría el dinero, aunque pudiéramos recogerlo sin que todas las unidades de policía y de las fuerzas especiales del mundo nos cayeran encima. Sería bastante difícil en Waziristán. ¿En Canadá? —bufó.
—Mi tío puede haceros cruzar la frontera norteamericana —intentó ella.
Jones hizo una mueca.
Ella advirtió que le caía bien a Jones. Que estaba, en cierto modo, buscando una excusa para no matarla.
—¿De veras? ¿El mismo tío?
—El mismo.
—La oveja negra —dijo, comprendiendo—. El que fuiste a visitar a la Columbia Británica.
—Estamos en la Columbia Británica.
—Tengo que conocer a ese tipo —dijo Jones, pasando a su acento pijo sarcástico.
—Estoy segura de que puede arreglarse.
—Entonces, si no te importa, mis cuatro camaradas y yo vamos a estar ocupados durante un rato, intentando no morir. Si pudiéramos pasar un par de días no fatales, puede que volvamos a tu propuesta.
—¿Cómo puedo ayudar? —preguntó Zula.
—Deja de matar a gente —sugirió él.