El taxi avanzó cien metros por una carretera de cuatro carriles que parecía haber sido construida para nada en concreto, ya que se extendía sobre tierra ganada al mar, perfectamente llana, solo a unos pocos palmos sobre el nivel del agua, y completamente yerma: cieno que había sido traído del estrecho y estaba demasiado salado o contaminado para albergar vida. Pronto, sin embargo, giraron hacia una calle más pequeña que atravesaba una zona en desarrollo, trazada y esbozada pero todavía por realizar. Esto los conectó con la carretera que flanqueaba la costa de la caleta. Zula había perdido el sentido de la dirección con las últimas vueltas, pero ahora vio el puente que se extendía hasta la conexión de la cala con el mar, y que habían cruzado un minuto antes.

La caleta tenía un kilometro de ancho. Muelles y paseos diversos adornaban la costa, pero el tráfico marítimo era mínimo. Después de más discusiones al teléfono, el taxi volvió a un sistema de edificios que se estaban levantando junto a la costa, unidos por pasos elevados para peatones que se extendían sobre pilares en los bajíos. El complejo entero parecía estar en construcción, o quizás era un desarrollo urbanístico que había sido suspendido por falta de fondos. Cerca, un embarcadero ancho y recio, sembrado de palés vacíos, conectaba con la caleta. Jones extendió la mano libre sobre el asiento y utilizó la pistola como puntero, indicando al conductor que se dirigiera hacia allí. El taxi casi se detuvo, y el conductor, nervioso, expresó alguna objeción.

El señor Jones señaló una vez más, enfáticamente, y retiró la mano. Entonces, asegurándose de que el taxista pudiera verlo por el retrovisor, le quitó el seguro a la pistola y la apoyó sobre la rodilla, apuntando con ella directamente a la parte posterior del asiento y la espalda del conductor.

El taxista viró con cuidado hacia el embarcadero, que era lo bastante amplio para dar cabida a tres vehículos, y avanzó a paso de tortuga. El barco que traía a los amigos de Jones se dirigía hacia ellos, levantando una considerable estela de agua.

—Bien. Alto —dijo Jones.

Seguir al taxi ya no era necesario, ya que había llegado a un callejón sin salida en el embarcadero. Yuxia detuvo la furgoneta entre dos edificios, a unos doscientos metros de distancia, desde donde podían espiar semiocultos. Obviamente, el taxi estaba esperando algo, y obviamente ese algo tenía que ser un barco, y con diferencia el candidato más probable estaba allí delante en la caleta, avanzando a plena vista, transportando a varios pasajeros jóvenes que iban sospechosamente demasiado abrigados para el clima pegajoso y caliente de hoy.

Csongor soltó un gran suspiro que se convirtió en una risotada. Cogió la pistola semiautomática. Había dos cargadores. Se guardó uno en un bolsillo y metió el otro en la culata de la pistola hasta que el chasquido anunció que había encajado en su sitio.

Marlon y Yuxia lo observaban con atención.

—Hay una expresión inglesa: «novia cara de mantener» —observó Csongor—. No, desde luego, Zula no es mi novia. Probablemente no lo sería nunca, aunque no estuviera pasando nada de esto. ¿Y si fuera mi novia? ¡No sería nada cara de mantener! No es de ese tipo de chicas. Da igual. Dadas las circunstancias, hoy es la novia más cara de mantener desde Cleopatra.

Si su pistola funcionaba como la mayoría, tendría que hacer algo, como retirar la corredera, para colocar la primera bala del cargador recién instalado. Así lo hizo. La pistola cobró vida, lista para disparar.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Marlon, con admirable calma.

—Acercarme hasta allí, a menos que queráis llevarme, y matar a ese tipo —dijo Csongor. Extendió la mano hacia el tirador de la puerta e intentó abrir. Pero por los daños sufridos antes, no cedió fácilmente. Antes de que pudiera abrirla, Yuxia arrancó el motor, dio marcha atrás, y empezó a salir del lugar donde se habían escondido.

—Yo te llevo —dijo, aunque Csongor sospechó que solo intentaba complicar las cosas. Y, en efecto, lo siguiente que dijo fue—: ¿Por qué no llamamos a la OSP?

—Hazlo si quieres —dijo Csongor—, pero entonces me pasaré un montón de tiempo en una cárcel china.

—Pero tú eres un buen tipo —dijo Yuxia bruscamente.

Marlon hizo una mueca y, en mandarín, le explicó a Yuxia (según dedujo Csongor) la efectividad del sistema judicial chino para distinguir adecuadamente entre buenos y malos en las mejores circunstancias, por no decir nada donde el bueno era extranjero, estaba ilegalmente en el país, tenía conexiones con gánsteres extranjeros asesinos y sus pisadas estaban por todo el sótano de un piso franco terrorista desplomado y sus huellas en un montón de armas y fajos de dinero. O eso supuso Csongor; pero hacia el final de esta disquisición Marlon también empezó a señalarse a sí mismo, sugiriendo que el tema había pasado ahora a su propia culpabilidad. Y, por si eso no fuera bastante, señaló con un dedo o dos a Yuxia también. Pues durante el recorrido por la carretera de circunvalación, Yuxia había contado la historia de cómo había esposado a un pobre cerrajero al volante, mientras le decía un montón de mentiras al policía del barrio.

Fuera lo que fuese lo que estaba diciendo Marlon, afectó tanto a Yuxia que tuvo que parar la furgoneta a un lado de la calle y llorar en silencio durante unos momentos. Csongor se sintió simultáneamente agradecido por la agudeza de Marlon y triste por su efecto en la pobre Yuxia.

Pero justo cuando Csongor se aprovechaba de este poco característico momento de debilidad por parte de su conductora intentando abrir de nuevo la puerta de la furgoneta, se vio impulsado contra el asiento por la poderosa aceleración cuando ella pisó a fondo.

Marlon le gritó algo, y Csongor pudo imaginar su significado: «¿Qué demonios estás haciendo?»

Todas estas violentas paradas y arranques habían puesto nervioso a Csongor respecto a un disparo accidental de su pistola. Buscó el seguro y lo puso.

Marlon pasó al inglés y miró a Csongor.

—Me gustaría bajar del coche.

—Bien —dijo Csongor. Se metió la Makarov en el bolsillo lateral de sus pantalones e intentó de nuevo echar mano al tirador de la puerta.

—Creía que querías ayudar a la chica que te salvó el culo —dijo Yuxia, mirando aviesa por encima del hombro.

—Y quiero —respondió Marlon—. Pero de un modo que no apeste.

Csongor había conseguido abrir la puerta de la furgoneta. Marlon se incorporó, agachándose para no rozarse la cabeza con el afilado metal del techo agujereado de la furgoneta. Se metió la mano en el bolsillo y sacó su teléfono y la batería, que metió en su sitio. La dejó caer en el portavasos junto a Yuxia. Con el mismo movimiento, cogió el teléfono y la batería de Yuxia, que Csongor había dejado allí, y se los metió en el bolsillo. Yuxia, rindiéndose a lo inevitable, redujo la velocidad. Marlon giró sobre un pie, pasando delante de Csongor, y metió la mano en el bolso abierto y agarró un pequeño fajo de billetes. Se lo acercó a la cara y lo sujetó con los dientes, y luego salió de espaldas de la furgoneta, golpeando el asiento junto a Csongor mientras medio caía. Se tambaleó y rodó por el polvo del arcén y luego cayó de culo mientras Yuxia aceleraba.

Csongor advirtió que faltaba una de las dos granadas aturdidoras. Cogió la restante y se la metió en el bolsillo de la chaqueta. Había perdido la noción de dónde estaban: bajando por una calle remota flanqueada por pequeños negocios que parecían tener que ver con negocios marineros, cosas que supo no por haber observado con atención sino por atisbos y olores momentáneos de chispas, humo, peces, aguarrás, gas. Pero entonces cruzaron un plano invisible hacia otra propiedad, y los edificios dieron paso a un camino despejado hacia el embarcadero. El taxista seguía esperando y el barco ya casi había llegado.

Jones no podía dejarse ver fuera del taxi, y por eso aguardaron durante varios minutos, el motor en marcha, esperando a que el barco se aproximara. El taxista estaba inmóvil, mirando al frente, el sudor corriendo bajo su corto pelo y fluyendo por su nuca. Zula era consciente, por supuesto, de que entre los dos podrían someter a Jones, o al menos fustigarlo hasta el punto en que el taxista podría escapar y pedir ayuda. Pero eso requeriría algún tipo de comunicación entre ambos, cosa que, con Jones sentado allí escuchando, habría sido imposible incluso aunque hubieran tenido un lenguaje en común.

El barco se deslizó por un extremo del embarcadero y apagó los motores. Su piloto había calculado a la perfección y se había detenido directamente delante de ellos. La diferencia de altura entre la superficie del embarcadero y la cubierta del barco era solo de unos pocos palmos: un obstáculo menor, parecía, pues tres hombres saltaron al embarcadero y se acercaron al taxi. Uno de ellos se dirigió a la puerta del conductor y dejó que el taxista viera la culata de una pistola que asomaba en el bolsillo de sus pantalones. Entonces hizo un pequeño gesto con la cabeza que indicaba «Sal». El taxista quitó el seguro de su puerta, y el hombre la abrió. Moviéndose con vacilación, el taxista giró en su asiento, puso los pies en el suelo, miró al pistolero esperando nuevas órdenes.

Un segundo hombre se colocó junto a la puerta del lado de pasajeros. El tercero dio la vuelta y abrió la puerta de Jones y lo saludó en árabe. Jones respondió de igual modo mientras tanteaba en busca de la mano de Zula. Entrelazó los dedos con los de ella y luego se deslizó hacia la puerta, tirando de ella.

Subir a aquel barco (que era obviamente lo que iba a suceder a continuación) le pareció a Zula una idea espantosa. Se agarró al tirador de la puerta con la mano libre, anclándose allí, y se negó a salir.

Jones se detuvo en el umbral y la miró.

—Sí, podemos hacerlo gritando y pataleando. Nosotros somos cuatro. Alguien podría darse cuenta, podría llamar a la policía. La policía podría responder y podría llegar a tiempo para echar un buen vistazo a un barco lejano que podrían distinguir entre los miles de otros barcos similares. Pero deberías comprender, Zula, que esto es un asunto cerrado. Los márgenes son estrechos. Solo podemos permitirnos un número limitado de pasajeros. Si no sueltas ese puñetero tirador y vienes por las buenas, meteremos al taxista en el maletero y tiraremos el coche al agua.

Zula soltó el tirador y agarró la mano de Jones. Se deslizó de lado por el asiento hasta que llegó al lugar donde pudo girar sobre su trasero y apuntar con los pies hacia la puerta. Jones era fuerte y sabía que podía confiar en su agarre. Se aferró a su antebrazo con la otra mano y luego ejecutó una especie de movimiento gimnástico para sacar los pies del taxi. Mientras se erguía en la superficie del embarcadero, vio su cara, que observaba, no tanto con sorpresa sino con simple curiosidad, algo que se acercaba desde la carretera.

En ese momento (pues el cerebro funciona de forma curiosa) Zula lo reconoció de repente como Abdalá Jones, un importante terrorista internacional. Había leído sobre él en los periódicos.

Siguiendo la mirada de Abdalá Jones, Zula volvió la cabeza justo a tiempo para ver una furgoneta que venía a toda velocidad y se estampaba contra el guardabarros trasero del taxi.

Sokolov hizo inventario. En combate uno tenía tendencia a librarse de objetos a velocidad sorprendente, y por eso él y todos los demás en su línea de trabajo solían pegar a sus cuerpos las cosas realmente importantes. Menos de una hora antes, en el sótano del edificio de apartamentos, se había quitado el disfraz de pescador jubilado chino y se había puesto un chándal negro, zapatillas negras, rodilleras, y un suspensorio atlético con un protector de plástico para los genitales, y un cinturón con la funda de la Makarov y varios cargadores de repuesto. Un grueso chubasquero cubría un arnés negro del que colgaban diversos cuchillos, luces, bridas de plástico, y otras cosas que pudiera necesitar. A la espalda llevaba una mochila CamelBak llena de agua. ¿Por qué llevar agua en una misión que supuestamente solo iba a durar quince minutos? Porque una vez en Afganistán se embarcó en una misión de quince minutos que acabó durando cuarenta y ocho horas, y cuando regresó a la base, tras haber conservado la vida a duras penas bebiendo su propia orina y chupando la sangre de roedores y pájaros pequeños, juró que nunca volvería a quedarse sin agua.

Deshizo el nudo de la bolsa de basura que se había traído de la oficina. Tenía que moverse muy despacio para que la gente en la multitud que lo rodeaba no advirtiera que había una criatura viva bajo el toldo del carretero. Palpó en el interior de la bolsa e identificó la miscelánea de pesadas cajas electrónicas y entonces encontró la suave y mullida bolsa de cuero.

La mayoría de los contenidos de la bolsa tenían una utilidad mínima. Por ejemplo, había un condón, que pensó en colocar sobre la boca de su Makarov para que no entrara tierra en el cañón, pero ya tenía poco sentido hacerlo. Sin embargo, encontró un monedero con un carné de identidad con una foto que más o menos encajaba con el rostro de la mujer china que hablaba ruso (la espía) que había visto en la oficina. Y aquí tenía el caso en donde un aspecto aparentemente trivial de la industria de la moda femenina tenía profundas consecuencias, al menos para Sokolov. Pues un hombre habría llevado encima el contenido de esta cartera y se los habría llevado. Pero las ropas de mujer no permitían espacio para estas cosas, y todo tenía que ir en el bolso.

La fotografía estaba a la derecha del carné. Un número de serie, en números árabes, en la parte inferior. El espacio restante lo ocupaban una serie de campos, cada uno de ellos etiquetados en azul y con los datos impresos en negro. El superior estaba formado por tres caracteres, y Sokolov asumió que debía de ser el nombre de la mujer. Debajo había otros dos campos, dispuestos en la misma fila ya que cada uno de ellos consistía solo en un carácter. Supuso que uno de ellos debía de indicar el género. Debajo había tres campos en la misma línea, impresos en números árabes. El primero decía «1986», el segundo «12», y el tercero «21», así que era obviamente la fecha de nacimiento de la mujer. El último campo era mucho más largo y estaba formado por caracteres chinos que ocupaban una línea y media más, con espacio adicional debajo, y supuso que eso era la dirección de la mujer.

En el chaleco llevaba una libreta pequeña y un bolígrafo. Los sacó y dedicó un rato a copiar la dirección. Debido a su incómoda postura en el carro tambaleante, tardó bastante. Pero no tenía más que hacer en este momento.

En el bolso había también un teléfono móvil, que naturalmente comprobó en busca de fotografías y otros datos. No esperaba encontrar gran cosa. Si la mujer era una espía de cierta habilidad, tomaría las más estrictas precauciones con un aparato como este. De hecho, el número de fotos era bastante pequeño y parecía consistir sobre todo en fotos de edificios. La mayoría de las fotos mostraban edificios de oficinas, y la mayoría eran de la manzana donde habían tenido lugar los hechos de esta mañana. Pero unas cuantas eran de un edificio residencial en un barrio en la colinas con un montón de árboles. Intercaladas había algunas imágenes del interior de un apartamento vacío, y la vista desde sus ventanas: al otro lado del agua se veía el centro de Xiamen.

Todo esto era muy entretenido, pero tenía que forjar un plan para cuando el carretero lo llevara por fin al hotel. Por ahora habían llegado al gran bulevar que corría junto al muelle, y desde allí el avance sería más rápido. Sokolov abrió su móvil y refrescó la memoria pasando las fotos que había tomado del sitio un par de días antes. No había mucho que pudiera ayudarle: era la entrada principal de un gran hotel de lujo estilo occidental, y como tal era indiferenciable del mismo tipo de hoteles que se ven en Moscú, Sydney o Los Ángeles.

Siguió repasando la misma media docena de fotos, buscando algo que pudiera resultarle útil. La mayoría de la gente en torno a la entrada eran, naturalmente, botones y taxistas. Huéspedes que entraban y salían. Algunos vestidos con trajes de chaqueta, otros con ropa informal de turistas. No vio a ningún comando en chándal.

De todas formas, algo respecto a los chándales le reconcomía. Repasó la serie unas cuantas veces más hasta que lo encontró: un hombre entrando en el hotel. Aparecía en dos fotos sucesivas. En la primera, su pierna desnuda y su brazo asomaban en el recuadro. En la segunda, le asentía a un sonriente botones que le había abierto la puerta. El hombre tenía probablemente cuarenta y pocos años, alto, delgado, rubio con coronilla calva, y llevaba un par de shorts anchos y una camiseta sin mangas con el logotipo del triatlón. Zapatillas de deporte completaban su atuendo. En torno a su cintura llevaba una riñonera, con una botella de agua alojada en un bolsillo negro de malla.

Sokolov llevaba tres cuchillos, uno de los cuales tenía la punta curvada hacia atrás para cortar más fácilmente la tela. Trabajando con movimientos pequeños y nerviosos, cogió la tela del chándal a la altura del muslo y luego hizo un corte en forma de circunferencia, arrancando casi toda la pernera. Repitió el mismo procedimiento con la otra. Ahora llevaba puesto lo que podría pasar por un pantalón corto de deporte. Con concienzudo cuidado se quitó el chubasquero, el arnés, y el cinturón, dejando su torso cubierto solo por una camiseta.

Bebió todo lo que pudo de la CamelBak. Era un saco de nailon del tamaño de una hogaza de pan, con un abertura circular en la parte de arriba. La abertura era grande, del tamaño de la mano, lo que facilitaba llenarla. Metió dentro el móvil de la mujer, el carné de identidad y la mayoría de los contenidos de la cartera: todo lo que pudiera ser utilizado para identificarla. Incluía unas cuantas tarjetas de crédito y unos cuantos papeles que no ocupaban mucho espacio. Añadió su libreta y un par de cuchillos. Desmontó la pistola Makarov y metió todas las partes del arma, así como dos cargadores de repuesto que llevaba en el cinturón. Rellenó el espacio sobrante de dinero, en parte porque lo necesitaba y en parte para hacer que la mochila abultara como si estuviera llena de agua. Luego volvió a cerrar la abertura.

Perfectamente doblada en el bolsillo del chaleco llevaba una toalla; en realidad, medio pañal, suficientemente fino para poder ser comprimido al máximo. Era otra cosa que había aprendido a llevar siempre. Lo sacó de su compartimento y se lo metió en la cintura.

Metió todas las demás cosas en la bolsa de basura. Ahora se movía con menos sigilo porque el carretero había llegado a una calle que no estaba tan abarrotada. Sokolov había reservado una brida de plástico y la utilizó para cerrar la bolsa.

Se arriesgó a mirar por debajo de la lona y vio la torre del hotel a unos doscientos metros más adelante.

Aunque su disfraz de corredor fuera perfecto, no podía saltar de debajo de una lona en un carro a la vista de los botones, ni de nadie. Y todavía tenía que deshacerse de la bolsa de basura. Abrió de nuevo el móvil y revisó las fotos una vez más. El otro día, después de mirar este hotel, habían cruzado la calle hasta el muelle y habían reconocido el terreno. Aunque gran parte eran terminales de ferris abarrotadas, otra, más al norte, era un suburbio de muelles abandonados y costa cubierta de basura. Encontró una foto de esa parte general de la costa y llamó la atención del carretero siseándole.

Se miraron ahora el uno al otro a través de una pequeña abertura bajo el borde de la lona. Sokolov hizo un gesto con el dedo para llamar al carretero. El hombre extendió la mano bajo la lona. Sokolov le tendió el teléfono. El carretero lo recogió y lo miró durante unos instantes, luego asintió y lo devolvió. Sokolov lo recogió y lo guardó en un pequeño bolsillo externo de la CamelBak.

Había diseñado un modo para poder mirar por debajo del borde de la lona y así controlar por dónde iban. Del intenso tráfico del bulevar pasaron a una vía de servicio más pequeña y tranquila que corría entre este y la costa y llegaba a un lugar donde había sorprendentemente poco tráfico. Pudo oír el lamido del agua y oler el hedor inconfundible del muelle. Se arriesgó a echar atrás la lona, pero el carretero, sin mirar atrás, sacudió la cabeza y murmuró algún tipo de advertencia que hizo detenerse a Sokolov. Unos segundos más tarde, un ciclista los adelantó.

Pero un minuto después el carretero se desvió hacia un rampa que bajaba hasta un desvencijado muelle, detuvo el carro, y encendió un cigarrillo. Después de fumárselo durante un minuto o dos, retiró de pronto la lona y murmuró algo.

Sokolov rodó, tirando de la bolsa de basura. Ejecutó una pirueta de 360 grados, escrutando en todas direcciones en busca de testigos. Al no ver a nadie, completó otro giro, moviéndose más rápido, y soltó la bolsa. Voló unos cuatro metros y se hundió en el agua, a una profundidad que probablemente no le habría llegado hasta la mitad del muslo, si hubiera tenido la imprudencia de chapotear en ella. Pero era suficiente para ocultar la bolsa por completo, ya que el agua era turbia y la bolsa, negra.

Dando la espalda a la salpicadura, Sokolov advirtió que el carretero ya había descubierto su propina esperándolo en el fondo del carro: otro fajo de billetes de color magenta. Desaparecieron al instante en los pantalones del hombre. Le estaba diciendo algo a Sokolov. Dándole las gracias, probablemente. Sokolov lo ignoró y empezó a correr al trote. En menos de un minuto dejó atrás el muelle, se dirigió a la torre del hotel, saltando de una zona de sombras a la siguiente, e intentando no escuchar las sirenas de alarma que sonaban en su mente. Se había pasado todo el día esperando que nadie lo viera. Y ahora lo veían, lo señalaban, hacían comentarios sobre él, boquiabiertas, un millar de personas. Pero no lo hacían, tuvo que recordarse, porque supieran quién o qué era. Lo hacían del mismo modo que se quedarían mirando a cualquier deportista occidental que estuviera lo bastante loco para salir a correr con el sol de mediodía.

Olivia consiguió llegar a la planta baja antes de advertir que estaba descalza. La explosión le había hecho perder los zapatos. Estaban allí arriba en la oficina, con el mercenario ruso.

En una hipotética carrera a pie entre Olivia descalza y Olivia con zapatos de tacón alto sobre un terreno irregular y pedregoso no estaba claro cuál de las dos Olivias tendría más posibilidades de ganar. Probablemente dependería de cuánto tiempo tardara la Olivia descalza en pisar un cristal roto y abrirse el pie. No mucho, a menos que tuviera cuidado.

El edificio tenía una fachada antigua que daba al edificio que acababa de salir volando, y, al otro lado, una fachada nueva, todavía en construcción, que daba al distrito comercial en marcha. El acceso a esta última era complicado porque era una zona de construcción activa, pero ella sabía cómo llegar allí, porque la gente que la había entrenado en Londres le había instruido en conocer siempre todas las salidas posibles de un edificio. Así que en vez de tomar la salida obvia por la parte delantera, que imaginó como una zona llena de cristales rotos hasta los tobillos, se dio media vuelta y siguió la ruta de escape que ya había explorado a través de la zona en construcción. Esta cambiaba de un día para otro ya que las barreras temporales entre las diversas tiendas y oficinas que los trabajadores estaban creando se levantaban y se retiraban de continuo. Hoy, sin embargo, habían dejado todas las puertas abiertas ya que habían huido del edificio, de modo que todo lo que Olivia tenía que hacer realmente era buscar la luz del día mientras estudiaba el suelo en busca de clavos caídos.

No había ninguno. Los obreros occidentales tal vez podrían dejar clavos caídos en el suelo, pero parecía que los chinos los recogían.

Y así llegó a la parte relativamente ilesa del edificio, que desembocaba en el borde de un cráter creado por el hombre de varios cientos de metros de diámetro, protegido por una reja temporal. La gente que visitaba China solía hablar de un «bosque de grúas», pero esto era más bien una sabana, compuesta por terreno despejado con unas cuantas grúas espaciadas alzándose sobre ella. Su fauna natural eran los obreros de la construcción, y ahora mismo un par de docenas de ellos miraban, con expresiones horrorizadas, en su dirección general.

No, miraban en su dirección exacta.

Las pensadoras feministas podían discutir con los conversadores sociales si la tendencia de las mujeres a ser extremadamente conscientes del aspecto personal era una tendencia natural (el resultado de fuerzas darwinistas), o un hábito arbitrario, construido socialmente. Pero fuera cual fuese su origen, el hecho fue que cuando Olivia salió del edificio y encontró a gran número de hombres mirándola, sintió que llamaba la atención de un modo que no lo había hecho unos segundos antes. A falta de espejo, se llevó las manos a la cara y el pelo. Esperó encontrarlas llenas de polvo. Las retiró brillantes y rojas.

Oh, cielos.

No era de las que se desmayan, y dudaba que las heridas fueran a costarle mucha sangre. La voz de un instructor de primeros auxilios acudió a ella: «Si cogiera un vaso lleno de zumo de tomate y te lo echara a la cara…» Pero era imposible que estos tipos fueran a dejar a una mujer descalza y sangrante perderse sola por las calles. Dos corrían ya hacia ella extendiendo las manos de un modo que, en circunstancias normales, habría sido muy poco caballeroso. Lo que habría sido considerado, en una oficina occidental, como un entorno hostil pronto se llenó de numerosas manos fuertes y ásperas que la sentaron en una cómoda silla que apareció como por arte de magia y palparon su cabello en busca de chichones y laceraciones. A sus pies abrieron tres kits diferentes de primeros auxilios: hombres mas viejos y más sabios empezaron a poner objeciones al derroche de suministros, sugiriendo sombríamente que todo era porque se trataba de una chica bonita. Un joven particularmente osado se deslizó hasta plantarse de rodillas ante ella (llevaba rodilleras) y, en una actitud que recordaba a la del príncipe en la última página de Cenicienta, le puso en los pies un par de zapatillas usadas.

Conseguir una ambulancia durante esta situación quedaba completamente descartado, así que metieron un par de palos de bambú a través de las patas de la silla, las ataron y la convirtieron en un improvisado palanquín donde alzaron a Olivia, como si fuera una novia judía, y la llevaron sorteando el cráter hasta un lugar donde fue posible llamar a un taxi. El trayecto en taxi fue divertido aunque solo fuera porque Olivia no podía dejar de pensar en los británicos que la instruyeron en el MI6 y en su insistencia de que evitara cualquier situación en que pudiera llamar una atención indebida sobre sí misma. Por fortuna, tenía tantas vendas en la cabeza a estas alturas que nadie habría podido distinguirla de una ronda al azar de momias y víctimas de quemaduras.

El taxi salió despedido hacia delante y desapareció en el extremo del embarcadero. El efecto sonoro subsiguiente (un chasquido, en vez de una salpicadura) le dijo a Zula que había caído de morro contra la cubierta del barco.

La velocidad de la furgoneta se redujo casi a cero, lo cual permitió a Zula ver claramente a través del parabrisas, o al menos lo más claramente posible, ya que estaba cubierto de polvo y acababa de romperse por el impacto. Tras el volante no vio más que un globo blanco: el airbag. Pero estaba segura de que en el momento anterior al impacto, había visto subliminalmente el rostro de Yuxia.

La furgoneta siguió avanzando, pasando a menos de un metro de distancia de Zula, y entonces pudo ver directamente, a través de la ventanilla del lado del conductor, a Yuxia de perfil. El airbag se estaba desinflando y se retiraba de su cara, pero ella miraba absorta hacia delante, aturdida por el impacto y el peso de su pie debía de estar todavía apretando el acelerador.

—¡Yuxia! —gritó Zula, y le pareció que Yuxia se agitaba; pero la furgoneta aceleró y siguió al taxi hasta el extremo del embarcadero.

Sin embargo, no desapareció por completo. Los vehículos empezaban a acumularse en la cubierta del barco, y por eso la furgoneta solamente asomó el morro y acabó con las ruedas traseras proyectándose al aire sobre la cubierta del embarcadero.

No era algo que se viera todos los días, y por eso llamó la atención de todo el mundo; de Zula, de Abdalá Jones, de sus dos cómplices supervivientes (porque el pistolero que estaba junto a la puerta del conductor se estaba apoyando en el taxi en el momento del impacto, había reaccionado tarde, y yacía inmóvil en el suelo), y el taxista. Y por eso pasó un momento particularmente largo antes de que todos se dieran cuenta de que se les había unido un nuevo participante. Antes de volverse siquiera a mirarle la cara, Zula lo reconoció, en su visión periférica, simplemente por la forma de su cuerpo. Era Csongor. Avanzaba tambaleándose hacia Jones y ella. Se encontraba en mal estado y hacía un esfuerzo visible por recuperarse de una especie de aturdimiento. Debía de haber saltado de la furgoneta justo antes del impacto. Zula empezó a alzar los brazos para abrazarlo, entonces reprimió el impulso al sentir que la cadena de las esposa se tensaba. Csongor se metió la mano en el bolsillo del pantalón.

Zula sintió un doloroso tirón en la muñeca izquierda cuando Jones alzó la mano y la cruzó sobre su cuerpo. Pasó el dorso de su mano por su pecho derecho y clavó sus uñas en el hueco entre su axila y el brazo, mientras el acero de las esposas se clavaba en su carne. Como el brazo izquierdo de ella no tenía más remedio que seguir al brazo derecho de él, acabó cruzado sobre su vientre.

La mano de Jones se cerró sobre su bíceps. Su codo se clavó en su pecho mientras flexionaba el brazo, haciéndola girar de modo que quedara cara a cara con ella y de espaldas a Csongor. La estaba utilizando como escudo.

La mano izquierda de Jones se alzó empuñando la pistola y puso el cañón contra el cuello de Zula, girándolo torpemente, apuntando a través de ella. Zula oyó descorrerse el seguro. Y al mismo tiempo, Csongor extendió el brazo derecho alrededor de su cabeza, y ella se sorprendió al ver una pistola en su mano. Aparte de eso, no podía ver a Csongor, pero sí sentirlo. La presión de la boca del arma de Jones contra su garganta la hacía querer apartarse, así que se echó hacia atrás y pronto encontró la cabeza apoyada contra el palpitante y sudoroso pecho de Csongor. Los dos hombres eran más o menos de la misma altura, y Zula ahora se encontró emparedada entre ambos.

—¿Es la auténtica Makarov o la variante húngara? —preguntó Jones, con tono casual—. Me resulta difícil distinguir las diferencias a esta distancia.

Aludía al hecho de que Csongor sujetaba la boca del arma justo contra su frente, encima de un ojo.

—La obtuve de un ruso.

—Entonces probablemente es la de verdad —observó Jones—. Te daré el beneficio de la duda y daré por hecho que tuviste la suficiente presencia de ánimo para cargar una bala en la recámara.

Miraba (supuso Zula) directamente a los ojos de Csongor, esperando leer una pista allí.

Cosa que al parecer hizo.

—No veo certeza absoluta en tu cara —dijo Jones con tono de diversión, arrastrando las palabras—. Con todo, sería imprudente por mi parte asumir que no hay ninguna bala en la recámara. Estoy bastante familiarizado con la Makarov, ya que abundan en Afganistán. Me da que eres novato. Siento curiosidad: ¿pusiste el seguro?

—El seguro no está puesto ahora —dijo Csongor.

—Oh, pero no es eso lo que pregunto. Pregunté si lo pusiste, en algún momento, después de colocar la bala en la recámara y amartillarla. Pareces de esos. La forma en que Ivanov habló de ti. Tu sentido de la protección hacia Zula. Eres reflexivo, cuidadoso, deliberado.

Csongor no dijo nada.

—Solo lo pregunto —continuó Jones—, porque la Makarov tiene una característica interesante: cuando pones el seguro, se desamartilla. Quitar el seguro no la vuelve a amartillar. No. Te quedas con un arma que está cargada pero no está en condiciones de disparar. Todo lo contrario a esta bonita 1911 de Ivanov, que está cargada y amartillada. Si aplico la más ligera presión al gatillo, meteré un buen trozo de metal por el cuello de Zula y de allí te llegará al corazón, y os matará a los dos tan rápidamente que nunca sabréis lo que ha sucedido.

Se acercaban sirenas: varios coches de policía, rodeando la cala y viniendo hacia aquí. Jones miró un momento en esa dirección, luego centró de nuevo su mirada en al rostro de Csongor y continuó:

—Ni siquiera tendrás la experiencia romántica de morir desangrado con su cadáver decapitado encima, porque la onda de choque hidrostática subirá por tu aorta hasta tu cerebro y te dejará inconsciente y quizá te haga saltar los ojos. Tú, por otro lado, si decides emprender alguna acción, tienes un gatillo muy largo por delante. Es esa primera bala en la recámara de la Makarov la que es una putada. Porque no está amartillada y vas a tener que apretar con fuerza ese gatillo durante lo que te parecerá una eternidad para poder prepararla para el primer tiro. Y como tu dedo está a unas dos pulgadas de mi ojo izquierdo, te va a resultar enormemente difícil hacerlo de un modo que me sorprenda, ¿verdad?

Csongor no dijo nada. Pero Zula notó en su respiración que las palabras de Jones estaban cumpliendo su objetivo. Entre eso, y los coches de policía que se acercaban, la situación le estaba afectando.

—¿Cuáles son las probabilidades de que puedas apretar ese gatillo mientras Zula y tú seguís vivos, Csongor?

Jones lo miraba directamente a los ojos, sin parpadear, esperando su rendición.

—¿He mencionado, por cierto, que estar esposado a esta zorra es un auténtico coñazo? Nada me gustaría más que librarme de ella.

—Csongor —dijo Zula—. Escucha. ¿Puedes oírme? Di algo.

—Sí —contestó Csongor.

—Me gustaría que miraras bien la pistola que el señor Jones sujeta contra mi cuello. ¿La ves?

Una pausa.

—Sí, la estoy mirando.

—¿Notas algo especial en el estado del percutor? —le preguntó Zula.

Jones, todavía mirando a Csongor, se sorprendió al ver que Zula intervenía en la conversación. En ese momento, sin embargo, sonrió de oreja a oreja. Parecía que Zula hacía su trabajo por él. Le recordaba a Csongor, por si no lo había apreciado por primera vez, que la 1911 estaba solo a un microsegundo de matarlos a ambos.

Entonces la sonrisa fue sustituida por el asombro cuando el dedo de Csongor se puso en movimiento sobre el gatillo, ejecutando aquel largo tirón del que Jones acababa de advertirle.

Los botones que vieran a Sokolov entrar corriendo no lo habrían visto salir corriendo del hotel. En un lugar más pequeño, esto habría levantado sospechas. Pero este hotel tenía veinte pisos de altura, y Sokolov sabía que no pensarían nada raro mientras no actuara de manera que resultara sospechosa. Si trabajar como asesor de seguridad le había enseñado algo, era a entrar y salir de hoteles caros. Subió corriendo por la calle, giró hacia el camino de acceso en curva del hotel, redujo el ritmo, y entró a la sombra de su marquesina, que era lo bastante grande para dar cabida a veinte coches. Una vez allí caminó rápido, comprobó su reloj de pulsera, y fingió pulsar uno de sus botoncitos. Sacó la toalla del bolsillo externo de la CamelBak, la desplegó, se secó la cara, y luego se la envolvió en la cabeza como un jugador de la NBA al que acaban de enviar al banquillo. Se llevó a la boca el tubo para beber de la CamelBak y fingió sorberlo mientras caminaba de un lado a otro durante medio minuto a lo largo de una fila de macetones con arbustos plantados al borde de la acera. Los macetones eran grandes cajas rectangulares de hormigón, recubiertos de guijarros y rellenos de tierra. Intercalados entre ellos había papeleras construidas con el mismo material, con lechos de arena donde los taxistas a la espera podían apagar sus cigarrillos, y ranuras abiertas donde podían echar la basura.

A estas alturas no tenía ningún plan concreto, aparte de entrar en el hotel e intentar pensar algo. Pero ahora, al mirar una de las papeleras, advirtió algo que parecía una tarjeta de crédito, aunque marcada con el logotipo del hotel. Era una llave de tarjeta que algún huésped había tirado al marcharse; o quizás algún taxista la había encontrado en el asiento trasero de su coche y la había arrojado allí. Con el pretexto de tirar un poco de desperdicio, Sokolov la recogió y la ocultó en la palma de la mano. Luego, usando la otra mano para secarse la frente con la toalla (esperaba que esto complicara cualquier análisis futuro en los vídeos de vigilancia), se acercó a la entrada del hotel. Se agachó, dejando que la toalla colgara sobre su rostro, y fingió sacar la tarjeta del calcetín. Un botones le abrió la puerta y le dirigió un alegre saludo. Sokolov asintió y entró en el vestíbulo.

¿Cuál era la ridícula palabra que tenían para gymnasticheskii zaal? Escrutó los carteles indicativos, tratando de no ser demasiado obvio al respecto.

Centro de fitness. Naturalmente.

Estaba en la segunda planta, un lugar bonito, con ventanas que daban al muelle. Acceso solo con tarjeta. Pasó la tarjeta que había robado y se encendió una luz roja. Golpeó la ventana con la tarjeta y recibió la atención de una auxiliar, una mujer joven, quien sonrió y corrió a la puerta para dejarlo entrar.

Tenían botellitas de agua y plátanos. Gracias a Dios. Pero tenía que hacer ejercicio o parecería muy extraño. Un casillero, junto a la entrada, servía para que los huéspedes dejaran sus pertenencias mientras hacía ejercicio. Sokolov metió su CamelBak en una de las casillas. Llena de dinero no se combaba y ondulaba como tendría que haber hecho si estuviera llena de agua, así que la sacó y la puso en la fila de arriba, donde no sería tan sospechosa. Media docena de casillas más estaban ocupadas, dos con bolsos de mujer, el resto con solo unos cuantos artículos pequeños como llaves de tarjeta y teléfonos móviles. Sokolov entró en el cuarto de baño, se aseguró de que estaba solo, abrió un grifo, se inclinó, y bebió durante un rato. El polvo de las actividades de esta mañana estaba pegado en el vello de sus brazos. Se los lavó y se echó agua en la cara. Al salir del cuarto de baño, cogió dos botellas de agua y un plátano del mostrador y se los llevó a un banco de cintas andadoras emplazadas delante de tres grandes televisores de pantalla plana, dos con imágenes de la CNN y el tercero con un canal de noticias chino. Sokolov se situó en la cinta más cercana a la pantalla de la CNN pero a la vista de la china, y caminó durante un rato, bebiendo agua, comiendo el plátano, y siguiendo la cobertura de noticias locales. La mayoría parecía tratar de la conferencia diplomática. Hubo un breve reportaje sobre un incendio en Xiamen. Pero solo fue una suposición, basándose en las gráficas y unas cuantas fotos veloces de camiones de bomberos y ambulancias en una calle abarrotada, la gente cubierta de polvo, cojeando y tropezando, auxiliada por los atónitos transeúntes.

Naturalmente, dirían que fue una explosión de gas. Todo era siempre una explosión de gas. Pero Sokolov sabía que los investigadores de la OSP que trabajaban ahora en el caso no se dejaban engañar.

Pasó cuarenta y cinco minutos en la cinta andadora y media hora levantando pesas. Los huéspedes iban y venían. Mientras lo hacían, Sokolov los etiquetaba: sexo, nacionalidad, tamaño, forma, edad. En qué casilla dejaban sus cosas.

Entró un hombre asiático; Sokolov supuso que japonés o coreano. Era delgado, en buena forma. Dejó la cartera y el teléfono en una de las casillas. Sokolov, moviéndose de una máquina a otra, pasó junto a él y juzgó que era de su misma altura. La talla de zapatos era más difícil de juzgar de un vistazo. Después de deambular por el centro de fitness y hacer inventario de sus máquinas e instalaciones, el hombre se subió a una escaladora elíptica y la programó para media hora, y luego dedicó su atención a una revista.

Sokolov se dirigió a la entrada y dejó una botella de agua medio vacía en el mostrador, sacó su CamelBak, pasó un hombro por la correa, y dejó que el brazo colgara libre mientras metía el otro. Derribó la botella del mostrador. Maldijo y corrió a recogerla, pero ya había derramado la mayor parte de su contenido en el suelo. La encargada, encantada de tener algo que hacer, se acercó corriendo, evaluó la situación, y fue a coger unas toallas, asegurándole a Sokolov que no había ningún problema y que ella se encargaría.

Mientras estaba vuelta de espaldas, Sokolov se volvió hacia las casillas. Sacó la cartera del asiático y la abrió. Su llave de tarjeta estaba en el bolsillo más fácil. La sacó y la sustituyó por la que había robado de la papelera. Luego, devolvió la cartera a su sitio.

Se metió en la sauna, que estaba libre, y se guardó la tarjeta robada en el calcetín. Permaneció en la sauna durante veinte minutos.

Cuando el japonés o el coreano terminó su rutina de ejercicios, recuperó sus pertenencias del casillero y salió del centro de fitness seguido por Sokolov a unos pocos pasos de distancia. Acabaron juntos esperando el ascensor. Sokolov, fingiendo estar distraído con una llamada telefónica, fue lento en subir al ascensor. El hombre le sujetó amablemente la puerta. Sokolov escrutó el panel de botones, extendió la mano para pulsar el botón 21, y luego vaciló, sorprendido al descubrir que ya habían seleccionado su planta. Pulsó de nuevo el botón. Durante la subida, fingió perder la cobertura y, después de murmurar un par de maldiciones suaves, empezó a juguetear con los botones, intentando hacer una nueva llamada. Todavía lo estaba haciendo cuando las puertas se abrieron y el otro hombre salió. Siguiéndolo a distancia, Sokolov enfiló el pasillo. El hombre se detuvo ante la puerta de la habitación 2139 y pasó la tarjeta, solo para obtener una luz roja. Sokolov siguió caminando y desapareció en la siguiente esquina.

Unos momentos después se asomó para ver cómo el otro hombre se retiraba. Iba hacia los ascensores, para pedir en recepción que le dieran una nueva tarjeta.

Sokolov entró en la habitación 2139, abrió la puerta, e hizo un rápido inventario del armario y el vestidor. El nombre del huésped era Jeremy Jeong y era ciudadano norteamericano (había dejado el pasaporte en un cajón del escritorio). Sokolov estableció que el mejor lugar para esconderse era debajo de la cama. En la mayoría de los hoteles no habría sido posible, porque no había «debajo», pero este era un hotel de lujo con camas de verdad, y le colcha se extendía lo bastante para ocultarlo. Una vez que estuvo situado allí, abrió la CamelBak, rebuscó entre los fajos de dinero y sacó las piezas de la Makarov, que montó rápidamente y preparó para disparar. Esperaba por Dios no tener que hacerlo, pero dejarla desmontada habría sido una estupidez.

Estaba volviendo a guardar el dinero en la CamelBak cuando oyó la puerta abrirse y entrar a Jeremy Jeong.

Abdalá Jones apretó el gatillo de su propia arma, haciendo que el percutor volara hacia delante y se cerrara dolorosamente sobre el dedo meñique de la mano derecha de Zula, que había insertado en la abertura entre el percutor y el cuerpo del arma. Esto impidió que disparara. No sucedió nada.

Jones no tuvo tiempo de asumir y comprender el fallo de su arma. La vista del dedo del gatillo de Csongor en movimiento lo hizo lanzarse a un movimiento involuntario. Giró la cabeza a la izquierda, empujando la boca de la Makarov. Zula la vio y oyó disparar y vio la cabeza de Jones apartarse.

Un minuto antes Jones agarraba su brazo izquierdo y enroscaba su cuerpo contra el suyo para convertirla en escudo humano. Ahora se desenroscaron. Jones se apartó girando, arrancando la pistola de su dedo y dejando una sensación helada en la yema que Zula supo era una herida seria. Su brazo izquierdo, todavía empuñando el arma, se agitó mientras rotaba apartándose de ella. Su mano derecha le soltó el brazo y se alejó hasta que la cadena de las esposas la detuvo en seco como si fuera un perro que se ha quedado sin correa, y entonces ella sintió unas cuantas capas más de piel magullada por el brazalete de acero, y se desplomó hacia delante. Jones medía casi un metro ochenta, y se desplomaba hacia la superficie del embarcadero. Acabó tendido de espaldas, arrastrando a Zula con la mano derecha (ella no tuvo ahora más remedio que caerle encima) y con la izquierda extendida sobre el suelo, todavía empuñando la pistola.

Zula cayó. Pero al hacerlo se lanzó lo mejor que pudo en dirección al brazo del arma. Su hombro derecho se estampó contra el esternón de Jones, dejándolo sin aire en los pulmones, y mientras rebotaba extendió la mano derecha y la plantó en el antebrazo de Jones, clavando la mano armada contra el suelo.

Solo después de haberlo reforzado con una rodilla sobre el codo se atrevió a mirar la cabeza de Jones. Vio rojo, pero era el rojo de quemaduras y abrasiones, no de sangre borboteando. La pistola había disparado junto a su cabeza, pero la bala no había penetrado el cráneo.

Csongor no lo sabía. Todavía estaba allí de pie mirando a Jones y Zula, incapaz de disparar de nuevo por no alcanzarla por accidente, y probablemente con la impresión de que no era necesario. Ya le había disparado a Jones una vez a la cabeza, y le pareció que estaba un poco aturdido por su propia conducta.

Cerca empezaron a sonar fuertes estampidos, y Csongor alzó alarmado la cabeza. Zula siguió su mirada por encima del hombro y vio a uno de los camaradas de Jones, quizás a diez metros de distancia, disparar una pistola a lo loco, sujetándola con una mano de forma que se agitaba con cada retroceso, y sin molestarse en apuntar.

El taxista escogió ese momento para intentar escapar, y el tirador, siguiendo algún tipo de estúpido reflejo de atacar a todo lo que se movía, se volvió y disparó un par de tiros que tumbaron al hombre boca abajo.

Los ojos de Csongor se dirigieron a Zula; ella había tomado el imprudente paso de retirar la mano libre del brazo armado de Jones y la usaba para agitarla arriba y abajo. Él retrocedió un par de pasos, alzando la pistola.

Advirtiendo un movimiento violento por el rabillo del ojo, Zula volvió su atención hacia los otros yihadistas supervivientes, quienes se lanzaban hacia la pistola que había caído del bolsillo del hombre que había caído antes del taxi.

—¡Lárgate, viene la policía! —gritó Zula.

Csongor retrocedió dos pasos hacia el borde del embarcadero, y entonces, justo cuando los otros yihadistas abrían fuego, se dio media vuelta y saltó. Al contrario que el taxi, sí salpicó.

Zula oyó un paso tras ella y entonces sintió algo duro presionando su nuca. Retiró la rodilla del codo de Jones.

—Gracias —dijo Jones, un poco aturdido, pero recuperándose rápido. Dobló el brazo, alzando el arma, y entonces la usó para señalar al taxista caído, y luego en dirección al lugar por donde había saltado Csongor. Gritó una orden en árabe. El primer pistolero que había abierto fuego obedeció al instante, se acercó al taxista y le disparó indiferente en la nuca. Entonces se dirigió al borde del embarcadero y se asomó al agua.

Una serie de detonaciones sonaron desde abajo, y el hombre cayó silenciosamente por el borde y desapareció.

—Osos polares y focas —observó Jones. Extendió la mano esposada, doblando el brazo de Zula, y la agarró por el pelo, que era rizado y eminentemente agarrable. La obligó a girar la cabeza con un violento movimiento del brazo y le estampó la cara contra el suelo, luego le saltó encima y aplastó su cuerpo contra el suyo.

—No te estoy protegiendo, por cierto —explicó—, tú me proteges a mí. ¿Sabes cómo caza un oso polar?

—¿Desde abajo?

—Muy bien. Es tan agradable tener a una persona educada cerca. Tu amigo Csongor puede ver desde abajo, a través de las grietas entre las tablas. Sabía exactamente dónde estaba mi hombre.

El otro pistolero parecía haber llegado a la misma deducción y se movía ahora nervioso, acercándose al borde del embarcadero, donde el barco estaba esperando y el agua era más profunda.

Las sirenas se acercaban. Jones se apoyó en los codos, retirando parte de su considerable peso de encima de Zula, y miró con curiosidad embarcadero abajo. Entonces, por algún motivo, comprobó su reloj. La sangre manaba por la herida de su sien y manchaba un lado de su cara. Ella se apartó y dejó que le corriera por el lado del cuello. Su dedo meñique empezaba a dolerle. Lo miró y vio la uña arrancada por la base, colgando solo por unos fragmentos de cutícula, sangrando.

El embarcadero se sacudió bajo ellos. Unos momentos después, un golpe seco sonó en alguna parte. No fue especialmente fuerte, pero daba la impresión de que llegaba desde algún lugar lejano donde había sido muy estrepitoso.

Zula no podía ver lo que estaban haciendo los coches de policía, pero sabía que estaban cerca, a no más de sesenta metros de distancia. Eran dos. Uno, luego el otro, apagaron las sirenas.

Entonces no sucedió nada durante medio minuto. Jones tan solo se quedó mirando, fascinado, y comprobó de nuevo su reloj.

Las sirenas volvieron a ponerse en marcha y los coches se pusieron en movimiento. Su frecuencia bajó, y su volumen empezó a disminuir.

Los policías se marchaban a toda velocidad.

—La anarquía anda suelta por el mundo —dijo Jones, adoptando un acento pijo. La miró, como sorprendido de pronto por encontrarla debajo de él—. Esa explosión ha sido el sonido de un hombre muy valiente inmolándose. En algún lugar cerca del centro de conferencias. Parece que ha atraído la atención de los polis. Y esa era la idea, naturalmente. Hemos tenido que improvisar mucho hoy. Hablando de lo cual, tú y yo vamos a ejecutar un largo paseo no improvisado por un corto embarcadero. Si colaboras conmigo y me acompañas amablemente, te permitiré conservar los dientes.

Jeremy Jeong le echó dos vueltas al pestillo, cosa que Sokolov aprobó. Nunca se podía ser demasiado cuidadoso. Entonces se quitó la ropa de gimnasia y entró en el cuarto de baño y abrió la ducha.

Sokolov salió de debajo de la cama, se desnudó y metió lo que quedaba de sus ropas en una bolsa de lavandería del hotel que encontró unida a una percha. Metió también la CamelBak e hizo un paquete. Como ya había marcado la localización de la ropa que quería, pudo encontrar y ponerse ropa interior, calcetines, camisa y un traje de chaqueta en menos tiempo de lo que tardaría Jeremy en lavarse el pelo. Se guardó una corbata en el bolsillo y metió los pies en un par de zapatos (un poco justos, pero tolerables) y luego salió por la puerta, dejando que se cerrara suavemente tras él. Cogió el ascensor hasta el nivel del entresuelo, entró en un servicio de caballeros, entró en un cubículo, se sentó en la taza, y se puso la corbata y se ató los cordones de los zapatos. De la CamelBak sacó la libretita donde había anotado la dirección de la espía. Salió del cubículo y comprobó su aspecto en el espejo. La corbata estaba un poco torcida así que la arregló. Luego cogió el ascensor hasta el vestíbulo y se acercó a la conserje, sonriendo indefenso.

—Lo siento, inglés no bueno.

La conserje, una mujer deslumbrante de unos treinta años, probó unos cuantos idiomas occidentales más con él, y luego decidió ceñirse al inglés.

—Hay una simpática dama china aquí. Extremadamente valiosa para mi compañía. Yo deseo darle las gracias. Cuando regrese a Ucrania, le envío bonito regalo, ¿comprende?

La conserje comprendió.

—Es para sorpresa. Bonita sorpresa.

La conserje asintió.

—Esta es dirección de mujer. Intento escribirla correctamente. No soy bueno escribiendo chino como ve. Creo que es esto.

Los ojos de la mujer escrutaron los caracteres burdamente trazados, interpretando fácilmente algunos, deteniéndose en otros. Una o dos veces permitió que su ceño inmaculado se arrugara un poquito. Pero al final asintió y sonrió.

—Es una dirección de la isla de Gulangyu —dijo.

—Sí. La pequeña isla de allí —Sokolov señaló hacia el muelle—. El problema es, cuando yo vuelva a Ucrania, no puedo escribir dirección de mujer en chino en documento FedEx. Necesito tenerla en inglés. Mi pregunta para usted: ¿puede, por favor, traducir esta dirección en palabras en inglés para FedEx?

—¡Naturalmente! —dijo la conserje, encantada por formar parte del envío de un bonito regalo sorpresa a una dama china tan amable—. Solo será un instante.

Y pasaron un minuto o dos de moderada ansiedad mientras Sokolov la veía escribir las palabras en una libreta del hotel, mientras sufría dos interrupciones. Le parecía muy probable que Jeremy Jeong ni siquiera se diera cuenta durante horas de que faltaba uno de sus trajes (tenía tres), y aunque así fuera le resultaría tan extraño que dudaría en mencionarlo. Pero siempre existía la posibilidad de que fuera hipervigilante y tendente a llamar a la ley al menor pretexto, en cuyo caso Sokolov necesitaba largarse de aquí cuanto antes.

La conserje le dirigió otra sonrisa y deslizó el papel por el mostrador hacia él. Sokolov lo recogió expresando profusamente su agradecimiento, salió por la puerta, subió a un taxi y se dirigió a otro hotel de negocios occidental situado a un kilómetro carretera arriba. Allí se agenció un ordenador libre del vestíbulo, donde tecleó en Google Maps la dirección en inglés de la espía.

Encontró una vista en plano cercano de un trazado irregular de calles, lo cual no le dijo nada, así que hizo zoom hacia atrás hasta que pudo ver la isla entera. Comprobó la escala y verificó su impresión general de que Gulangyu no tenía más de un par de kilómetros de ancho. Trató de entender su trazado, sus direcciones cardinales: básicamente, cómo llegar y salir de la terminal de ferris aunque se perdiera. Pasó entonces a la imagen satélite. Desde aquí quedaron claras unas cuantas cosas. Primero, su sistema de transportes era una red mucho más fina de lo que daba a entender el callejero, que solo describía tal vez un diez por ciento de las calles y derechos de paso. O tal vez no eran calles, sino callejones y pasarelas, caminos privados entre los edificios. Segundo, los edificios tenían todos tejados de bonitos tonos terrosos que contrastaban con las tejas chillonas y las placas de metal que solían proteger los edificios de Xiamen de la lluvia. Tercero, había mucha vegetación. Cuarto, los nombres del lugar solían ser de escuelas, academias, facultades y demás; y la presencia de grandes pistas ovaladas sugería que eran colegios bastante agradables.

Parafraseando a Tolstoi, todos los lugares ricos eran iguales, pero cada lugar pobre era pobre a su modo. Las chabolas de Lagos, Belfast, Puerto Príncipe y Los Ángeles presentaban una panoplia completamente diferente y asombrosa de riesgos. Pero con solo mirar este mapa, Sokolov supo que podía ir a Gulangyu y caminar por sus calles y moverse por allí a sus anchas como en cualquier barrio caro de Toronto o Londres.

No quiso llamar ninguna atención indebida imprimiendo el mapa, así que lo esbozó de manera rudimentaria en el dorso de la nota que la conserje le había dado y pasó un rato examinando la vista satélite del edificio en cuestión, hasta obtener una idea general de su trazado y la forma de sus terrenos. Advirtió que había un hotel cerca, en una zona bastante elevada. Su página web informaba que tenía una terraza donde se servían copas por las tardes.

Compró un bolso para hombre en el vestíbulo del hotel y metió su CamelBak y otras posesiones, y luego se dirigió al muelle, donde tomó el siguiente ferry para Gulangyu.

La operación de embestir al taxi no se había desarrollado en modo alguno hasta un estado avanzado durante los quince segundos transcurridos desde su concepción en la mente de Yuxia y su ejecución. Por ejemplo, no había tenido tiempo de comunicarle nada a Csongor. Por tanto, él se había visto obligado a descubrirlo por su cuenta y a prepararse para el impacto apoyando la cabeza contra el asiento que tenía delante. Sin embargo, como muchos buenos planes, este era enormemente simple. Los malos iban a hacer algo relacionado con un barco. Yuxia podía poner la única herramienta a su disposición (la furgoneta) para usarla para causar daños e impedir que ellos lo hicieran.

Siendo oriunda de las montañas, no sabía mucho de barcos. Estaba descubriendo ahora que todas sus intuiciones al respecto estaban considerablemente equivocadas. No había dudado que hacer que un taxi (por no decir nada de un taxi seguido de una minifurgoneta) se estrellara encima de uno lo destruiría por completo. Ahora se quedó obnubilada al ver que el barco no estaba destruido. Seguía flotando: seguía siendo un barco.

No había que trivializar lo sucedido. Indudablemente, había sido un día muy malo para el barco. Podía estar estropeado sin ninguna posibilidad de reparación. «Pero seguía flotando.» Mientras miraba a través del parabrisas destruido, colgando boca abajo y sujeta por el cinturón de seguridad, Yuxia pudo ver cómo era posible: la cubierta podía ser de madera, pero el casco era de acero. Y como flotaba, cuando las cosas chocaban contra él, el agua actuaba como un absorbedor de impacto de capacidad básicamente infinita. La fragilidad comparada de las planchas de madera de cubierta funcionaban a su favor, ya que al romperse y combarse absorbían gran parte de los daños. Y los montones de palés de carga de madera que había en cubierta se habían venido abajo cuando el taxi los atravesó, amortiguando aún más el impacto.

Otro hecho sorprendente: «¡Qian Yuxia había acabado en el barco!» Esto no estaba planeado. La idea era detenerse en el embarcadero. Pero no había contado con el airbag. Debió de haber unos pocos instantes de distracción, tras el choque, en que su pie continuó pisando el acelerador.

—¿Csongor? —llamó. Pero él ya no estaba en el vehículo.

Un teléfono empezó a sonar. No era el suyo. Estaba allí abajo, cerca de su pie…

«¡Estaba en su bota!» Había salido volando, rebotó por el interior del vehículo, y acabó colándose por la parte superior de su bota azul. Ahora estaba atascado contra su tobillo derecho. Acercó el pie, metió la mano y lo sacó.

—¿Wei?

—¿Wei? ¿Yuxia?

—¿Quién es?

—Marlon.

—¿Por qué llamas a tu propio teléfono? —había reconocido que era el de él.

—No importa. ¿Estás bien?

—Estoy hablando por teléfono, ¿no?

—¿Sigues en la furgoneta?

—Sí, pero la furgoneta está…

—Lo sé. La estoy viendo. Será mejor que salgas.

—¿Por qué?

—Porque van a pasar cosas feas en el embarcadero… ohdiosmío.

Marlon no tuvo que dar más explicaciones, porque Yuxia pudo oír ahora disparos tras ella. Disparos y sirenas.

Apoyando el codo derecho contra el volante para apoyar el torso, Yuxia extendió el brazo izquierdo y buscó el tirador de la puerta. Algo hizo snick en el interior de la puerta, pero no se abrió. Debía de haberse quedado atascada tras alguno de los muchos violentos impactos del día. Empujar con el hombro no sirvió de nada. Se pasó el teléfono a la otra mano para poder extender la derecha y soltar el cinturón de seguridad. Esto causó que cayera contra el volante e hiciera sonar el claxon.

—Ya te llamaré —gritó, y cerró el teléfono y, a falta de otro sitio mejor, se lo volvió a meter en la bota. Entonces, usando varios asideros para manos y pies dentro de la furgoneta, se pasó al asiento trasero y cruzó hasta la puerta lateral abierta.

Más allá de este punto, su camino la llevaría a cruzar un terreno de aspecto enormemente peligroso de taxi destrozado y maderas quebradas. Una mezcla del golpe recibido en la cara con el airbag y el suave balanceo del barco la hizo sentirse tambaleante e insegura de sus movimientos. Se agazapó en el marco de la puerta mientras trataba de recuperar el equilibrio. Vio, y fue vista a su vez, por un hombre mayor que había salido de la cabina del piloto para inspeccionar los daños. Pensó en decir algo, pero le dio la impresión, al ver el aspecto del hombre, que tal vez no hablaba mandarín. Sin dejar de fumar lentamente un cigarrillo, el hombre le dirigió una mirada bastante desagradable. Ella se sintió agraviada por esto, hasta que recordó que había hecho todo lo que estaba en su mano para destruir su barco, que probablemente era su modo de ganarse la vida.

Podría haberse convertido en un intercambio de insultos o incluso de golpes si no los hubiera distraído la aparición de dos figuras sobre ellos al borde del embarcadero: el negro alto y Zula. Yuxia controló un súbito y ridículo impulso de saludar con la mano y decirles hola.

—Voy a contar hasta tres y luego voy a saltar —dijo el negro—. Tú puedes saltar o no.

Yuxia comprendió que, puesto que el hombre que hablaba estaba esposado a Zula y era mucho más grande que ella, sus palabras eran a la vez una especie de chiste y una amenaza.

Al final saltaron juntos y aterrizaron torpemente en una zona de la cubierta despejada y entera. Zula gritó de dolor y se llevó por reflejo un puño ensangrentado al estómago. Esto hizo que por fin Yuxia se pusiera en movimiento: terminó de salir de la furgoneta, pensando en ir a ver qué pasaba. El negro la miró con curiosidad, pero entonces volvió su atención al fastidiado piloto y le dio una orden en un idioma que Yuxia no reconoció. El piloto se volvió hacia la cabina.

Fuera cual fuese el dolor que había hecho gritar a Zula ahora remitió. Alzó la cabeza y miró a Yuxia. Una expresión feliz y agradecida asomó a su cara, pero solo durante un brevísimo instante. Entonces pareció angustiada, horrorizada.

—¡Yuxia! ¡Escapa! ¡Salta al agua!

Yuxia vaciló, entonces se dio cuenta de que su amiga querida probablemente le estaba dando un buen consejo. Pero durante ese intervalo, otro hombre había saltado a la cubierta desde el embarcadero. Llevaba una pistola. A una orden del negro alto, apuntó a Yuxia, sujetando el arma con ambas manos. Cuando su ojo conectó con los suyos a través de la mirilla, hizo un pequeño gesto indicando que se acercara. Yuxia todavía estaba pensando en seguir el consejo de Zula, pero entonces el motor del barco rugió y se abalanzó hacia delante, haciendo que la furgoneta se estremeciera. Yuxia no tuvo más remedio que apartarse mientras la furgoneta volcaba de lado contra el taxi aplastado. Esto tan solo la acercó al pistolero, quien mostró una concentración admirable al ignorar la avalancha vehicular a cámara lenta que tenía lugar a solo unos metros de distancia.

En este momento estaba solo a un par de metros de Zula, así que terminó de acercarse. Zula rodeó con su puño ensangrentado el hombro de Yuxia, y esta rodeó con sus brazos la cintura de Zula.

—Gracias —dijo Zula, mientras empezaba a llorar—. Lo siento.

—Lamento que no funcionara —respondió Yuxia.

El negro alto se metió la pistola en la cintura y luego rebuscó en un bolsillo.

—Como os veo tan afectuosas —dijo, sacando una llave plateada—, vamos a hacerlo oficial.

Se soltó la esposa de la muñeca derecha, zafó el brazo izquierdo de Yuxia de la cintura de Zula y se la puso. Las dos mujeres quedaron ahora unidas por las muñecas izquierdas, cosa que, como descubrieron inmediatamente, significaba que no podían mirar en la misma dirección. Si una de ellas caminaba hacia delante, la otra tenía que caminar de espaldas, y hacer algo incómodo con el brazo, y moverse hombro con hombro. Su captor lo comprendía muy bien. Agarró la cadena de las esposas con una mano, tiró de ellas hacia popa, rodeó la cabina, y las llevó a un lugar despejado a la sombra de un toldo. Rebuscó en una caja de herramientas, sacó un martillo y un clavo grande. Clavó el clavo hasta la mitad en una tabla de cubierta, las arrastró hasta allí, las obligó a sentarse, colocó la cadena junto al clavo, y golpeó el clavo hasta que se dobló sobre la cadena y su cabeza se hundió profundamente en la madera.

Tras haberlas asegurado de esa forma, se puso de nuevo en movimiento y ayudó al resto de la tripulación (media docena de hombres, en total) para empujar por la borda primero la furgoneta y luego el taxi. El barco había cruzado ya hasta la mitad de la caleta y enfilaba hacia el gran puente que cubría el canal con el que conectaba al mar. Aunque la mayor parte de la cala era poco profunda, esta parte parecía un canal dragado. Ambos vehículos se hundieron inmediatamente y desaparecieron en las aguas oscuras.

Sobre ellos, parecía que todos los coches de policía y ambulancias de la República Popular China cruzaban el puente, todos en la misma dirección, ignorándolos por completo.

Mientras los hombres se dedicaban a arrojar los vehículos por la borda, Yuxia sintió una vibración momentánea en el tobillo. Metió la mano en la bota, sacó el teléfono de Marlon, y miró la pantalla. Mostraba un mensaje de texto: APAGA EL TONO DE LLAMADA.

Mientras ella lo miraba, apareció un segundo mensaje: BOTÓN ROJO EN EL LADO.

Le dio la vuelta al teléfono y encontró un botoncito rojo con la imagen de una campana. Lo puso en posición de desconexión y volvió a guardarse el teléfono en la bota.

Csongor observó la partida del barco agazapado en las aguas poco profundas bajo el embarcadero. Solo asomaba su cabeza. Miraba desde detrás de un viejo pilar. El ritmo de las olas mecía su cuerpo a un lado y a otro. Ya había comprendido que era imposible agarrarse al pilar para conservar el equilibrio, puesto que estaba cubierto de percebes que lo convertían en una especie de hoja de sierra en 3D, y la tendencia general de las olas era frotarlo contra él. Pequeñas ondulaciones lamían los caparazones grises y blancos de los percebes y los manchaban de rosa, pues la sangre brotaba en impresionantes cantidades del cadáver semiflotante del hombre a quien Csongor había matado hacía solo unos instantes.

Todo su cuerpo temblaba incontrolablemente, pero no porque estuviera sumergido en agua. En las últimas horas habían sucedido muchas cosas que escapaban a sus experiencias pasadas, pero lo que no podía sacarse de la cabeza era que le hubiera puesto una pistola a un hombre en la cabeza y hubiera apretado el gatillo. De algún modo, esto era mucho más inquietante que haber sido tiroteado. Y de hecho haberle disparado y matado a este otro tipo había causado muy poca impresión en él, aunque imaginaba que era algo que regresaría para ocupar sus pesadillas más tarde.

Su reacción nerviosa no le estaba haciendo ahora ningún favor. Simplemente estaba viendo, desde unos metros de distancia, cómo una banda de terroristas se escapaba con alguien por quien se preocupaba. Y sin embargo por mucho que pensara no podía hacer que la situación mejorase. Ya había intentado un asalto frontal. Solo los rápidos reflejos de Zula (¿cómo sabía tanto de armas?) lo habían salvado. La ventaja de la sorpresa se fastidió. La única acción que podía emprender ahora era acercarse y empezar a disparar con la Makarov. Pero ellos estarían esperando eso; y desde esta distancia, con las manos temblando, era igual de probable que le diera a Zula o a Yuxia que a uno de los terroristas. Había oído hablar al negro alto del terrorista suicida, y había visto con sus propios ojos cómo los policías de los dos coches patrulla escuchaban sus órdenes por la radio, se daban media vuelta, y corrían a cumplir misiones más importantes. Así que aunque hubiera estado dispuesto a llamar sin más a la policía y entregarse a la ley, no habría podido conseguir su atención.

El tiroteo en el embarcadero, naturalmente, había sido visto por todo el barrio, y por eso todos los demás barcos se habían lanzado a la orilla y la caleta quedó completamente tranquila a excepción de la estela blanca del barco de los terroristas que se dirigía a mar abierto, escorado y rezongante bajo el peso de los dos vehículos estrellados. La costa estaba desierta.

La única excepción era una barquita con motor fuera borda que salió de un recodo a unos pocos cientos de metros de distancia y corría en paralelo a la orilla, dirigiéndose hacia el embarcadero donde estaba escondido Csongor. El ruido del motor subía y bajaba como una persona que desafina al intentar cantar, y su rumbo fue un poco vacilante al principio. Pero su piloto (un tipo alto y delgado con un douli, el sombrero cónico tradicional de los obreros chinos) parecía aprender rápido. Ganó confianza a medida que avanzaba, y cuando terminó de acercarse al embarcadero se echó atrás el gran sombrero para descubrir su cara: era Marlon.

Csongor se levantó y sonrió, cosa que, si lo pensabas, era una perfecta estupidez dadas las circunstancias. Marlon le devolvió la sonrisa. Entonces la sonrisa se le borró del rostro cuando advirtió que se dirigía a la fangosa orilla sin poder detenerse y sin suficiente espacio para virar.

Csongor se plantó delante de la barquita, se inclinó hacia delante y apoyó las manos contra su proa, que estaba cubierta de trozos de neumáticos. El impulso lo obligó a retroceder unos cuantos pasos, pero muy pronto logró detenerla y luego la hizo girar para que apuntara de nuevo hacia el agua. Era de madera, de unos cuatro metros de largo, más alargada que una barca de remos, pero no tan esbelta como una canoa. Su pintura más reciente era roja, pero la de antes era amarilla, y en su historia anterior fue azul. Hecha para transportar cosas, en vez de personas, no tenía demasiados bancos: uno a popa para el encargado del motor y otro a proa, más bien un estante que un asiento.

Csongor llevaba cruzado sobre el pecho el bolso de mano de Ivanov. Todo el tiempo que permaneció agazapado bajo el embarcadero, flotó a su lado, hundiéndose gradualmente mientras se llenaba de agua. Se lo quitó y lo lanzó a la barca, y luego apoyó las manos en la borda, flexionó las rodillas, saltó y dio una voltereta, lanzándose primero de cabeza y rezando para que la barquita no volcara. Pareció a punto, pero se enderezó. Marlon aceleró un poco y la barca gimió mientras recorría el embarcadero y se internaba en las aguas abiertas de la cala.

—Agáchate —sugirió.

Csongor se bajó del asiento delantero de la barquita y se sentó en las sucias aguas que se amontonaban en el fondo de la quilla. Seguía sintiéndose ridículamente expuesto. Pero cuando se asomó por la borda, advirtió que ya no podía ver el barco de los terroristas, lo que significaba que ellos no podían verlo a él. Y eso era todo lo que importaba. Si volvían la vista atrás, todo lo que verían sería un esquife pilotado por un hombre con un sombrero corriente. Ningún grandullón húngaro armado sería visible a menos que Marlon se acercara mucho a ellos, lo que parecía improbable.

—¿Has comprado esta barca, o la robaste? —preguntó Csongor, con un tono de voz que dejaba claro que en realidad no le importaba.

—Creo que la he comprado —dijo Marlon. Pilotaba con una mano y enviaba un mensaje de texto con la otra—. El dueño no hablaba putonghua.

Csongor se estaba familiarizando con algunas cosas repartidas por el fondo de la barca que su ex dueño no había tenido valor de llevarse durante lo que debió de haber sido una transacción extraordinariamente apresurada y mal pensada. Había un paraguas azul, tan estropeado que ya no podía plegarse. Al experimentar con él, descubrió que podía abrirlo casi entero y usarlo como sombrilla para proteger su cabeza rapada de la luz directa del sol. Dos remos servían como complemento propulsor. Un contenedor de plástico de los que se usan en Occidente para guardar yogur servía como utensilio para achicar agua. Como no tenía otra cosa que hacer, Csongor se puso a achicar. Tenía sed. Buscó alrededor y advirtió que Marlon no había tenido tiempo para conseguir agua potable.

Después de haberse alejado un kilómetro de la costa de Xiamen, Jones se arrodilló y abrió ambas esposas. De alguna parte trajeron un maletín de primeros auxilios. La mayoría de su contenido lo requisó Jones inmediatamente, y con la ayuda de un miembro de la tripulación se atendió la cabeza con un puñado de gasas esterilizadas y luego se las sujetó a modo de turbante con una venda. Con lo que quedaba, Yuxia se puso a trabajar en el meñique de Zula, que se había acostumbrado a tener el puño cerrado y apretado contra el estómago y por eso retirar la mano de su vientre y estirar el dedo fue una empresa dolorosa y sangrienta. Dolía y sangraba de manera desproporcionada respecto a la gravedad real de la herida. Yuxia le echó agua de la botella, lavó la sangre que se había vuelto reseca y pegajosa. La uña no estaba preparada para desprenderse todavía y por eso no la tocaron. Luego vendaron el dedo hasta que se convirtió en un molesto bate blanco de béisbol.

Mientras tanto, junto a ellas, los hombres estaban preparando té. Zula reconoció todos los elementos del ritual, que aquí se hacía de forma completamente distinta. El procedimiento local implicaba escanciarlo muchas veces, lo que hacían con una bandeja de horno que parecía que hubiera sido utilizada como escudo por la policía antidisturbios. Una rejilla plana perforada se colocaba encima, y sobre la rejilla había diminutos cuencos, más pequeños que vasos de chupito, viejos y manchados. Para los hombres del barco parecía que era enormemente importante que Zula aceptara uno de ellos y bebiera. Así que eso hizo. El primer sorbo de té solo le recordó lo desesperadamente sedienta que estaba, de modo que apuró el resto; cuando soltó el cuenco, lo volvieron a llenar de inmediato. Yuxia fue la siguiente. Entonces Jones tomó el suyo. Al parecer, los consideraban invitados.

Zula nunca había comprendido realmente el té hasta este momento. Los humanos necesitaban agua para no morir, pero el agua sucia los mataba con la misma seguridad que la sed. Había que hervirla antes de beberla. La cultura en torno al té era un modo de andar de puntillas por el filo de la navaja entre esas dos formas de morir.

Los hombres del barco no eran de Oriente Medio ni de China, pero dependiendo de cómo la luz y la emoción jugaran con sus rostros, mostraban claros signos de ambas raíces. Hablaban un idioma que no era árabe ni chino, pero había al menos uno (el más competente de los dos pistoleros, también equipado con binoculares y teléfono) que se ponía a hablar en árabe cuando quería comunicarse con Jones. Zula tuvo la impresión de que estaban quemando un montón de combustible durante los primeros quince minutos del viaje, probablemente intentando poner distancia entre ellos y los problemas.

El lugar donde había tenido lugar el tiroteo con Csongor se había vaciado rápido, pero podía verse desde varios edificios de apartamento altos; quizá desde alguna cortina en un piso superior lo hubieran visto todo y estuvieran siendo testigos de la huida. Pero aunque así fuera, Jones tenía poco de qué preocuparse, ya que no había nada en este barco que lo distinguiera de todos los demás. Salieron a mar abierto, rodearon el extremo norte de la isla y pasaron junto al extremo del aeropuerto, donde un jet al aterrizar pasó tan cerca en el cielo que Zula pudo contar las ruedas de su tren de aterrizaje. Un lento giro al sur los llevó a la zona más transitada, el estrecho entre Xiamen y sus barrios industriales en el continente, cruzado por enormes puentes y abarrotado de barcos mucho más grandes.

—A la Isla Sin Corazón —dijo Jones, notando al parecer la curiosidad de Zula con respecto a su destino.

—¿Cómo?

El piloto había reducido la marcha, y el barco, después de recibir en la popa el impulso de su propia estela, avanzó a un ritmo mucho más tranquilo. Se habían mezclado cómodamente con el tráfico (compuesto en su mayoría por barcos como este y ferris de pasajeros) que serpenteaba entre enormes cargueros anclados como un arroyo entre peñascos.

Jones señaló indefinidamente hacia un horizonte meridional repleto de islas pequeñas, o quizás algunas de ellas eran cabos del continente asiático, asomados a la bahía.

—El centro de la flota pesquera comercial —explicó—. Emigrantes económicos de toda China van allí porque les han prometido trabajo. Cuando llegan, descubren que no hay nada para ellos y no pueden permitirse regresar. Así que trabajan virtualmente como esclavos —indicó con la cabeza a uno de los miembros de la tripulación, que estaba llenando de nuevo la tetera—. El lugar, obviamente, tiene un nombre oficial. Pero Isla Sin Corazón es como la llama esta gente.

Si esto hubiera sido una conversación de verdad, Zula habría hecho más preguntas. Pero parecía innecesario. Pudo sumar fácilmente dos y dos. Los hombres del barco pertenecían a algún grupo étnico musulmán del lejano oeste. Habían sido atraídos a la Isla Sin Corazón tal como había descrito Jones. Como no tenían ningún otro modo de hallarle sentido a sus vidas, habían sido reclutados por algún grupo radical, parte de una red que estaba en contacto con quienquiera que se relacionara Abdalá Jones. Y cuando Jones había decidido venir a China, estos hombres le habían proporcionado el sistema de apoyo que necesitaba.

Pero Zula tenía la impresión de que aún no había terminado. Así que le sostuvo la mirada. A su vez, él la observó con una expresión algo difícil de interpretar, ya que una parte de su cara estaba distorsionada por la hinchazón, y ya era un hombre difícil de leer de entrada.

—Estos hombres trabajan conmigo —dijo—, porque quieren. No tengo ningún poder sobre ellos. Si empezaran a ignorar mis órdenes, o simplemente me arrojaran por la borda y me dejaran ahogarme, las únicas consecuencias para ellos serían que sus vidas se volverían mucho más sencillas y seguras. Y por eso aunque fuera del tipo de hombre capaz de perdonar y olvidar tu intento, hace tan solo unos minutos, de que me pegaran un tiro en la cabeza, tendría que ser idiota para permitir que estos hombres me vieran mostrando ese tipo de debilidad. No es el tipo de cosa que hace que un hombre gane respeto e influencia en el ámbito de la Isla Sin Corazón, si entiendes lo que quiero decir.

Zula no quiso admitir que lo entendía, pero descubrió que ya no podía sostener su mirada, así que en cambio miró a Yuxia. El rostro de Qian Yuxia se había vuelto inexpresivo, y no quiso mirarla a los ojos. Zula pensó que ya había hecho algún tipo de conexión con lo que Jones describía como el ámbito de la Isla Sin Corazón.

—Y por eso —concluyó Jones—, las cosas van a ponerse feas. No es que fueran bonitas para empezar. Pero durante el viaje puede que empieces a pensar cómo puedes hacer que no se vayan de la mano. Yo sugeriría poner fin a la resistencia, o las agallas, o el término que quieras para definir el tipo de conducta que mostraste allá en el embarcadero, y un giro decisivo hacia el Islam: eso significa sumisión. Es solo una idea.

Olivia, la privilegiada occidental, se sintió escandalizada por la cantidad de tiempo que tuvo que esperar en el hospital. Meng Anlan, la encallecida urbanita china, se preguntó a quién tendría que sobornar antes de recordar que no llevaba dinero. Todavía más: tampoco llevaba carné del gobierno, el sine qua non de la persona china. Tampoco tenía contactos con los que hablar. Podía hacer que su tío Binrong hiciera una llamada a algún administrador del hospital y le gritara durante un rato; pero Meng Binrong, como personaje ficticio establecido en Londres, tampoco tenía fuerza aquí, y, en ese momento, probablemente había mucha gente en cola queriendo decir cosas desagradables a los encargados de este hospital.

Sin embargo, a medida que fue pasando el tiempo, su lado Meng Anlan empezó a ver una especie de sencilla lógica en funcionamiento: había resultado herida hacía varias horas, y se encontraba bien. La herida (una laceración de tres centímetros en el cuero cabelludo, encima de la línea del pelo) había dejado de sangrar. Le dolía la cabeza, quizás indicativo de una conmoción menor, pero no tenía visión borrosa, ningún déficit cognitivo. Tal vez un poco de pérdida de memoria más o menos en torno al momento en que se encontró desplomada contra la pared de la oficina destruida. Pero quizá ni siquiera fuera pérdida de memoria: tal vez solo reflejaba el hecho de que las explosiones en el mundo real, al contrario de las películas, sucedían muy rápido, como destellos fotográficos.

Se le ocurrió que podía levantarse y marcharse sin molestarse en recibir ningún tratamiento médico, cosa que obviamente era lo que el saturado personal sanitario esperaba que hiciera.

El único obstáculo, entonces, era arreglar las cosas con los dos obreros de la construcción que se habían quedado con ella todo el tiempo. Parecían considerar que tenían algún tipo de obligación de llevar la aventura a una conclusión satisfactoria, una historia que pudieran contar a sus colegas al día siguiente. ¿O tal vez esperaban una recompensa? Ideó un modo de satisfacer ambos requerimientos anotando sus nombres y números, pidiendo un poco de dinero para pagar un billete de ferry, y prometiendo devolverlo a la primera oportunidad, junto con un poco más por sus molestias. Ellos protestaron ante esto último, pero Olivia sospechó que no lo rechazarían.

En un épico enfrentamiento en los pasillos, convenció a un enfermero para que le diera un rollo de gasas, sobre todo porque dejó claro que si se lo daba, desaparecería casi inmediatamente y no volvería a crear problemas.

Se lavó entonces lo mejor que pudo en el cuarto de baño y se volvió a vendar la herida con un trozo blanco de gasa que casi podría pasar por algún tipo de accesorio de moda de vanguardia, al menos hasta que la sangre empezó a mancharlo. Cumplió su promesa de marcharse del hospital y se fue andando con sus zapatillas gratis hasta el muelle, donde usó el dinero que le habían prestado los obreros para comprar un billete de ferry para regresar a Gulangyu.

Durante el camino, efectuó la transformación de Meng Anlan, chica de carrera, en Olivia Halifax-Lin, espía del MI6. En el breve trayecto en ferry se preguntó varias veces si volver a su apartamento era lo adecuado. Pero no había ningún motivo para sospechar que la OSP estuviera todavía tras su pista. Y si lo estaban, ¿qué podría haber entonces más sospechoso que dejar de regresar a su apartamento cuando necesitaba con tanta urgencia ropa y descanso? Tenía que salir de China, eso estaba claro. Pero como carecía de dinero y de documentos, tendría que pedirle ayuda a sus supervisores. A falta de teléfono o portátil, tendría que hacerlo acudiendo a un wangba y enviando un mensaje codificado.

Pero no podía alquilar un ordenador en un wangba sin su carné de identidad.

Ni siquiera tenía las llaves de su casa. Así que durante diez minutos de recorrer las serpenteantes pendientes de la isla de Gulangyu con aquellas enormes zapatillas que aprovechaban la mínima oportunidad para escapar de sus pies, tuvo que localizar al encargado del edificio, interrumpir su cena, y hacer que su esposa la llevara a su apartamento.

La esposa se inquietó al ver su lamentable estado. Pero durante una larga y amable sesión de interrogatorio allí mismo en el umbral, Olivia logró convencerla de que todo iba bien y que lo único que necesitaba ahora era descansar. No pretendió decirlo de forma que pareciera que bloqueaba físicamente la entrada, pero eso era de hecho lo que estaba haciendo. El lenguaje corporal no funcionó con la mujer, y por eso tuvo que usar el otro tipo de lenguaje. Pero finalmente Olivia se salió con la suya y llegó al punto en que consideró que podía cerrar la puerta y echarle dos vueltas a la llave sin ser ofensiva.

Cogió del frigorífico una botella de agua y empezó a beber, luego sacó una bolsa de baozi congelados del congelador, la abrió, y comprobó que su pasaporte chino a nombre de «Meng Anlan» seguía todavía allí.

Esto, naturalmente, no podía ser considerado cosas de espías. No era un sitio donde un espía escondiera documentos incriminatorios falsos. Pero sí el lugar donde una joven que no era espía ocultaría su pasaporte legítimo para que no cayera en manos de ladrones corrientes. Así que ahora tenía un modo de identificarse como Meng Anlan aunque hubiera perdido su carné de identidad.

Aquellos pocos sorbos de agua fueron suficientes para poner a sus riñones en funcionamiento de nuevo, así que soltó la botella, dejó el pasaporte en la encimera de la cocina, y entró en el cuarto de baño.

En cuanto lo hizo, sintió y oyó la puerta cerrarse tras ella. Se dio media vuelta, de cara a una enorme muralla blanca. Una almohada chocó contra su cara y una mano la cogió por la parte de atrás del cuello. Gimió una vez, pero el sonido no llegó a ninguna parte. Entonces oyó al oído una voz baja:

—No hagas ningún ruido. ¿Entiendes?

El hombre hablaba en ruso.

Ella asintió.

La almohada se retiró, y Olivia se encontró mirando a los ojos azules del hombre que había irrumpido en su oficina antes; pero ahora llevaba un traje, y se había afeitado la cabeza. A juzgar por las pruebas a mano, lo había hecho en su lavabo, usando una cuchilla de plástico rosa que había cogido de sus cosas.

—Mis disculpas —dijo.

Ella hizo un gesto que combinaba elementos de encogerse de hombros, asentir, y temblar.

—¿Hablamos? —dijo él en inglés.

Ella quería mirar a cualquier parte menos a aquellos ojos azules.

—Sé que eres una espía —dijo, ciñéndose al inglés de momento; tal vez no estaba seguro de su habilidad con el ruso.

Ahora ella sí lo miró a los ojos. Esperaba, o temía, una expresión triunfal. Regodeo. «Te tengo en la palma de la mano.» Pero no era eso, sino más bien algo parecido a… cortesía profesional.

—Tal vez seas la única persona en Xiamen que está más jodida que yo —dijo—. Me llamo Sokolov. Tenemos que hablar.

Qué demonios.

—Yo me llamo Olivia.

Llevaban una hora en el barco. La ciudad quedaba muy atrás. Estaban en mar abierto, recorriendo un territorio de islas rocosas ampliamente espaciadas. Jones había dedicado gran parte del tiempo a discutir en árabe con el hombre que Zula consideraba su lugarteniente: el pistolero de los binoculares y el teléfono. En un momento dado, los dos hombres empezaron a mirar en dirección a las dos mujeres y entonces el lugarteniente se acercó y se plantó delante de Yuxia y la obligó a mirarla, luego hizo un gesto adelantando la barbilla, como diciendo, «ven conmigo». Yuxia no se mostró muy receptiva. Jones se acercó entonces, calibrando la situación, y se interpuso entre el lugarteniente y Yuxia y se agachó y le explicó a la muchacha con el lenguaje más suave posible que quería tener una conversación con Zula, y que por eso Yuxia tenía que dirigirse pacíficamente a proa o bien saltar del barco o morir, cosa que, según su punto de vista, sería lo preferible.

—Si quisiéramos que te ocurriera algo malo, ya te lo habríamos hecho.

Y por eso Yuxia se fue a proa con el lugarteniente y encontró un sitio donde sentarse.

—No quiero soportar ninguna más de tus hazañas tipo Nancy Drew —empezó a decir Jones—. Eso hace que el coste de tenerte por aquí sea muy alto, y como tu valor es esencialmente cero… bueno, como dice el dicho, haz las cuentas.

—¿Esencialmente cero, o cero? —preguntó Zula—. Porque…

—Ah, me olvido de que eres una chica inteligente que tiende a interpretar mis palabras a pies juntillas. Muy bien, pues. Mírate. Examina tu situación. Y luego coopera conmigo. Coopera respondiendo a mis preguntas. Más tarde, haremos las mismas preguntas a Yuxia. Será mejor para todos los implicados si las respuestas cuadran.

Luego guardó silencio durante un rato. Estaba dispuesto a esperar todo el día.

Zula se encogió de hombros.

—Pregunta lo que quieras.

—Descríbeme al líder del pelotón militar ruso.

Ella empezó a describir el aspecto de Sokolov. Pronto Jones asintió, tentativamente al principio, con más énfasis después, como forma de decirle que se callara ya.

—¿Lo viste? —preguntó Zula, pero era una pregunta estúpida. Podía notar que lo había hecho.

Jones desvió la mirada e ignoró la pregunta.

La siguiente pregunta de Zula habría sido «¿Sigue vivo?», pero la evitó.

Jones pasó a hacer varias preguntas más sobre Sokolov. No sería un uso eficaz de energía mostrar tanta curiosidad por un muerto, así que Zula tuvo su respuesta.

Advirtió que Jones y su lugarteniente habían estado hablando de esto. Jones había relatado la historia de lo sucedido esta mañana, tal como lo había visto, y en algún momento quedó clara una laguna: no habían visto morir a Sokolov, no habían visto su cadáver.

La idea de que Sokolov pudiera continuar con vida causó en ella un arrebato de emoción irracional y una sensación de extraña esperanza. Era la única persona que había visto en los últimos días que parecía a la par con la situación. ¿Era estúpido pensar que pudiera querer ayudarla? Pero aunque lo hiciera, no le servía de nada si no sabía que estaba viva, ni dónde se encontraba. Debía de estar huyendo en ese momento, incluso aún más acuciado que ella.

Habían dejado atrás un par de islas más pequeñas y parecían haber fijado el rumbo hacia otra algo mayor, aunque seguía sin tener más de un par de kilómetros de largo.

Tenía que empezar a pensar como el tío Richard. No el tío Richard cuando estaba en la reunión familiar, sino cuando hacía negocios. Solo lo había visto así un par de veces (no la invitaban a las reuniones donde se trataban asuntos importantes), pero cuando lo hizo se sintió fascinada por la manera en que adoptaba una personalidad diferente con la que recubría su personalidad habitual. «¿Qué quiere esta persona? ¿Cómo entra en conflicto, o no, con lo que quiero?» Y sin embargo nunca era falso, nunca era deshonesto. Porque la gente lo notaba.

Ahora mismo, Jones quería información sobre Sokolov. Algo había sucedido entre esos dos hombres, algo que a Jones le había causado impresión.

—No sé mucho sobre su pasado, aparte de las medallas y eso…

—¿Medallas?

—… pero charlé con él bastante cuando vinimos en avión a Xiamen, y en el piso franco, y mientras cazábamos a los creadores de virus.

—Espera, espera —dijo Jones. Sus ojos se habían abierto un poco más, su mirada se había vuelto más intensa, ante cada una de estas revelaciones.

Ella no había mencionado, hasta ahora, el hecho de que el jet de Ivanov estaba en Xiamen.

Bien. Responder a sus preguntas mataría otra hora.

¿Qué pasaría cuando se quedara sin material?

Todo lo que Jones tenía que hacer era buscar su nombre en Google y sabría lo de Richard. Y entonces lo lógico sería pedir rescate por ella.

Naturalmente, todavía no conocía su apellido.

La maldición de tener un nombre propio poco corriente: si buscaba solamente «Zula» en Google, junto con el nombre de la compañía para la que trabajaba, probablemente encontraría algo.

Pero no había Internet a bordo de este barco, y por la pinta del lugar adonde iban, eso no iba a cambiar pronto.

—¿Me estás diciendo que los rusos tenían un piso franco? —Jones hizo la pregunta con inflexión británica, en tono descendente en vez de ascendente al final.

—Sí.

—¿En Xiamen?

—Sí.

—¿Dónde?

—En un…

Zula se dispuso a describir el edificio. Entonces se volvió a mirar hacia la ciudad. A esas alturas estaba ya a unos cuantos kilómetros a popa, pero las altas torres eran todavía visibles.

—Allí —dijo—. La nueva torre moderna. La que hace la curva. Con la grúa amarilla sobresaliendo en lo alto.

Jones pidió los binoculares. Tras intercambiarlos un par de veces con Zula, se aseguró de conocer con precisión de qué edificio estaba ella hablando.

Quiso saber qué planta. Eso hizo vacilar a Zula, pues mientras miraba por los binoculares se preguntó si Sokolov estaría allí arriba, asomado a la ventana. ¿Lo estaba poniendo en peligro al divulgar tanto?

Pero Sokolov sabía perfectamente bien que corría peligro, y estaría tomando precauciones.

Era un modo de comunicarse con él. Si Jones enviaba a alguien a la planta 43 de ese edificio, Sokolov se preguntaría cómo sabían la localización del piso franco, y podría llegar a la conclusión de que Zula les había dado la información.

—La cuarenta y tres —dijo.

—Describe el… —empezó a decir Jones, pero unas palabras del piloto los interrumpieron. Jones escuchó, asintió, luego clavó su mirada en Zula e indicó con la cabeza la cabina—. Vamos a tener visita —dijo—. Llamarás menos la atención ahí dentro.

Zula se preguntó, no por primera vez, hasta qué punto debía mostrarse cooperativa. Pero Jones parecía disfrutar de su compañía y quería sonsacarle información, así que tenía la impresión general de que las cosas eran simplemente malas y no desesperadas del todo. Cooperar ahora podría llevar a más confianza más tarde. Así que se levantó y se dirigió a los estrechos, ruidosos y ferozmente calurosos confines de la cabina del piloto. Un minuto más tarde, Yuxia se reunió con ella. Se quedaron allí dentro durante el resto del viaje.

Zula supuso que la palabra «bullicioso» debía de haber sido acuñada para describir lugares como la bahía de esta islita. Desde entonces, sin embargo, se había diluido inevitablemente al ser aplicada a temas como el tráfico en Manhattan, las junglas y las colmenas, ninguno de los cuales se acercaba realmente al nivel de actividad y embotellamiento que se ofrecía ante los ojos de Zula mientras se internaban en la bahía. Cabría pensar que un lugar tan pequeño tendría menos actividad, no más, ya que resultaba más difícil moverse entre tanto apiñamiento, pero ninguna de las personas que vivía allí parecía ser consciente de ese detalle. La zona exterior de la bahía estaba cubierta por estructuras como balsas del tamaño de manzanas de calles, cada una con numerosos bloques cuadrados, separados por pasarelas, y cubiertos por redes tendidas. Las pasarelas estaban sujetas por diversos tipos de flotadores, incluyendo tanques de plástico llenos de aire, salchichas gigantes de gomaespuma, o simplemente grandes bolsas de plástico llenas de virutas de corcho sintético. Cada una de estas balsas albergaba una pequeña chabola. A Zula le pareció que eran piscifactorías.

El número de barcos de pesca desafiaba la lógica y el cálculo. Excedían el espacio de atraque disponible por un factor de muchos cientos, de modo que habían sido empujados hasta la orilla hasta que esta quedó llena y entonces fueron unidos, costado con costado, en largos arcos que se extendían por la bahía. Cuando un arco se quedaba sin espacio, se empezaba uno nuevo, y en la parte exterior de la bahía había unos pocos formados solamente por media docena de barcos o así.

En algún lugar más allá de todo esto debía de haber tierra, y algún tipo de ciudad portuaria, pero Zula solo la veía a retazos. Pues había una abertura en todo este caos flotante improvisado que llegaba hasta un muelle: un único embarcadero, donde en ese momento había atracado un ferry de pasajeros. De ahí una carretera subía por la colina, formando la espina dorsal de una población. La carretera estaba flanqueada por edificios bajos y medio repleta de personas con doulis sentadas en la caliente acera remendando redes de pesca o ensartando neumáticos con cables. Los sopletes y cortadores centelleaban por todas partes, más azules y más brillantes que el sol. Barcos más pequeños como el de ellos circulaban por todas las zonas donde el agua les permitía flotar, como mitocondrias. La pura complejidad de las jarcias y el tráfico y las pautas de movimiento aturdían la mente y se difuminaban en la bruma y la humedad mucho antes de que empezara a tener sentido.

La expresión de Yuxia le dijo a Zula que esto le resultaba igualmente desconocido.

Todos los barcos de pesca habían sido construidos siguiendo exactamente el mismo trazado, producidos en masa en algún astillero, y todos estaban pintados con el mismo tono de azul. A Zula le sorprendía que la gente que vivía y trabajaba aquí pudiera distinguirlos. Sin embargo, había uno que destacaba simplemente porque estaba aparte, anclado más allá en la bahía y sin amarrar a ningún otro navío. No fue extraño que se dirigieran hacia allí. Lo abordaron por el costado que daba al mar, donde podrían verlos menos ojos, y subieron por una escala hasta cubierta. Como todos los barcos, tenía una proa de aspecto pronunciado que se alzaba sobre el agua y estaba repleta de aparatos. Justo después había una zona despejada llena de tubos grises de plástico apilados. Por encima se alzaba una superestructura que ocupaba la mayor parte de la mitad de popa del barco. Tenía dos cubiertas de altura. Las cabinas de abajo solo tenían pequeñas portillas. En el nivel superior había unas cuantas ventanas y un par de escotillas que daban a una estrecha pasarela que la rodeaba. Zula solo pudo ver pequeños atisbos mientras la conducían directamente a una cabina inferior, al parecer usada como camarote por los pescadores que vivían a bordo, ya que lo siguiente que sucedió fue que llegaron dos hombres y sacaron todas sus cosas, dejándola sola en un camarote vacío sin más decoración que una alfombra de Oriente Medio en el suelo de acero y dos ajados pósters con letras árabes donde se veían hombres con turbante y barba señalando al cielo y confesándose algún profundo pensamiento sobre (esto era una loca suposición) la yihad global. El camarote tenía una sola portilla que, quince minutos después de su llegada, fue sellada sin más ceremonias por el simple recurso de colocar un pedazo de periódico por fuera. Cada vez que la puerta del camarote se abría y se cerraba la acompañaban sonidos metálicos que Zula interpretó como indicativo de que la escotilla estaba cerrada con cadenas por fuera. En un acto mudo y algo patético de caballerosidad, alguien abrió la puerta y le entregó un cubo. Yuxia también había subido a bordo, pero Zula no tenía ni idea de dónde estaba, ni de qué podría estar sucediéndole.

—Hay vodka en el bar —dijo en ruso la espía Olivia. Sokolov dedujo ahora, por su acento y por su espontánea invitación a tomar bebidas alcohólicas, que era británica.

—Gracias, pero soy un ruso de costumbres algo inusitadas y no aprovecharé esta oportunidad para embriagarme.

Ella tardó un poco en comprender la frase, pero captó el sentido general. Su ruso era, tal vez, quizás un poco mejor que el inglés de él. Tendrían que pasar de un idioma a otro y observarse las caras.

—Yo voy a aprovechar todas las oportunidades que pueda —respondió ella, y se acercó al bar (realmente un mueble con unas pocas botellas) y sacó una botella de Jack Daniel’s.

—No debería embriagarse demasiado, ya que pronto puede ser necesario emprender nuevas acciones.

La mirada que ella le dirigió dejó claro que estaba haciendo esfuerzos para no reírsele en la cara.

¿En qué se había equivocado?

En asumir que ella confiaría en él.

Era una suposición lógica. Si la espía Olivia fuera más experimentada, sabría que confiar en él era la acción correcta. Podía confiar en él porque estaba completamente jodido y la necesitaba: necesitaba una persona de aspecto chino que pudiera pasar por lugareña y lo ayudara.

¿Por qué no se fiaba entonces?

Probablemente porque había irrumpido por la ventana de su oficina en un momento particularmente difícil y la había apuntado con un rifle de asalto y después se había colado en su apartamento.

—¿Cómo has entrado aquí? —preguntó ella.

—Plan D —dijo él en inglés.

—¿Y qué es el Plan D?

—El cuarto plan que intenté. Me llevó toda la tarde.

Podría haberlo explicado, pero era una tontería discutir cosas del pasado cuando necesitaban discutir sobre el futuro.

Sin embargo, ella seguía mirándolo con recelo por encima del borde del vaso de whisky.

Tras sacar los artículos, uno a uno, de los bolsillos del traje de Jeremy Jeong, Sokolov colocó sobre la encimera de la cocina su carné de identidad, su teléfono, las llaves y unas cuantas cosas más. Cada uno produjo una pequeña exclamación de sorpresa y deleite por parte de Olivia.

—Para demostrar que no soy un jodido gilipollas —explicó él.

Ella se dirigió primero al teléfono y comprobó las llamadas recientes para ver si Sokolov había sito tan estúpido como para usarlo. La respuesta, como él podría haberle dicho, era que no.

—Magnífico —dijo ella, recogiendo el carné de identidad de la encimera y guardándoselo.

—¿El nombre del carné no es Olivia?

—El nombre del carné es Meng Anlan.

—Ah.

—Así que no sabes leer chino.

—Correcto.

—¿Cómo llegaste aquí? No importa. Plan D.

Seguían pasando del inglés al ruso. Sokolov notó que hablaba ruso de academia, se sentía más cómoda con las abstracciones y las frases formales, no tenía ni idea de cómo expresarse de manera coloquial.

—¿Estabas vigilando a los yihadistas? —preguntó—. ¿O a los hackers que vivían en el piso de abajo?

—A los yihadistas.

—¿El nombre del líder? ¿El negro?

—Abdalá Jones.

Sokolov asintió. Había oído hablar de Jones, y había visto su foto en algún periódico.

—¿Trabajas para el MI6?

Ella hizo un esfuerzo visible por mantener una cara de póker, entonces pareció advertir su futilidad y asintió.

—¿El MI6 tiene un procedimiento de extracción?

—Recursos que pueden emplear —le corrigió Olivia—. Para improvisar un procedimiento.

A él eso le pareció un procedimiento.

—¿Cómo activas ese procedimiento?

—Si no tuviera otro remedio, haría cierta llamada telefónica —dijo ella—, pero es algo a evitar si puedo usar Internet.

—¿Tienes un ordenador aquí?

—Ya no. Y aunque lo tuviera, no lo haría desde aquí. Iría a un wangba.

—¿Lo has hecho antes?

Ella negó con la cabeza.

—Sin carné gubernamental, no hay acceso al wangba —dijo—. Pero ahora que tengo esto… —agitó el carné de identidad y sonrió.

—¿Nosotros vamos a ir al wangba?

Pareció que ella estaba a punto de decir que sí. Entonces su rostro se endureció.

—¿Quién es «nosotros», hombre blanco?

—¿Cómo dices?

Ella cerró los ojos, sacudió la cabeza.

—Es un viejo chiste americano.

—Me gustan los chistes. Cuéntamelos.

—¿Conoces al Llanero Solitario?

—¿El cowboy enmascarado? ¿El que tiene un amigo indio?

—Sí. Pues van el Llanero Solitario y Toro y son emboscados por unos comanches y los persiguen hasta un cañón y acaban ocultos tras unas rocas disparándoles a los indios, y el Llanero Solitario mira a su amigo y dice: «Bueno, Toro, van a acabar con nosotros.» A lo que Toro responde…

—«¿Quién es “nosotros”, hombre blanco?»

—Sí.

—Es un chiste divertido —dijo Sokolov.

—Lo curioso es que lo digas sin que yo vea el menor atisbo de diversión en tu rostro.

—El sentido del humor ruso. Lo que llamáis seco.

—De acuerdo.

—El chiste tiene significado.

—Sí, señor Sokolov, tiene significado.

—¿Por qué ayudar al pobre ruso jodido? Ese es el significado.

—Más importante —dijo Olivia—, ¿por qué debe ayudarte el MI6? Porque al final no importa lo que yo quiera o esté dispuesta a hacer. Lo que importa es lo que el MI6 esté dispuesto a hacer. Y aunque estén dispuestos a pararlo todo para sacarme de China, puede que no sea capaz necesariamente de persuadirlos para que hagan lo mismo en tu caso.

—Diles que tengo información útil.

—¿La tienes?

Sokolov se encogió de hombros.

—Probablemente no. Pero eso no tiene nada que ver.

—Si les digo que tienes información útil y resulta que no la tienes, quedaré como una idiota.

—Tal vez haya cosas más importantes de las que preocuparse que si eres idiota o no cuando estés a salvo en Londres comiendo pescado y bebiendo cerveza.

Ella se pasó un rato dándole vueltas a esas palabras.

—Conozco a los británicos. Parecer idiota es parte de ser británico. Sucede continuamente. Ellos entienden. Tienen procedimientos.

—¿Puedes conseguir acceso a Internet más tarde? —le preguntó ella.

—Mmm, difícil. ¿Por qué?

—Ahora mismo tengo que coger el ferry para volver a la ciudad e ir a un wangba y enviar mi llamada de auxilio —dijo ella—. Más tarde probablemente recibiré instrucciones de adónde ir. Tendré que pasarte esa información de algún modo.

Sokolov negó en redondo.

—¿Estabas pensando en quedarte aquí? Porque no te vas a quedar —le dijo Olivia—. Por motivos obvios, Meng Anlan no puede tener un mercenario ruso durmiendo en su puñetero sofá. Tienes que buscarte un lugar para pasar la noche, y encontrar un modo de acceder a Internet. Porque si puedes hacer eso, puedo enviarte un mensaje a un chat o algo.

—Mmm —observó Sokolov—. Hay una solución.

—¿Sí?

—Tengo un lugar donde quedarme. Con Internet. Iré allí. Esperaré instrucciones.

Una pausa.

—¿De verdad? —preguntó ella.

—Es peligroso —admitió Sokolov—. Tal vez una estupidez absoluta. Pero puede que esté bien.

—¿Implica secuestrar o matar a alguno de mis vecinos?

—No a menos que tengas un vecino que no te guste.

Ella no supo qué decir.

—Es broma —explicó él. Entonces señaló hacia la ventana. El sol se ponía sobre Fujian, y la luz anaranjada brillaba en las ventanas de los rascacielos al otro lado del agua—. Está allí —explicó—. No será ningún problema para ti.

—Entonces vamos. Obviamente, tendremos que salir de este edificio por separado. Puedo hacerte de vigía. Te diré cuándo la escalera está despejada, cuándo puedes moverte con seguridad.

—Muy bien.

—Caminaremos hasta la terminal del ferry por separado y tomaremos barcos separados —dijo ella—. Después de eso, no puedo prometer nada.

—Tal vez me saques de China, tal vez no —dijo Sokolov—. Tal vez me capturen. Y me interroguen. Tendré que decirles la localización del equipo de espionaje británico y los documentos de la oficina.

Ella se le quedó mirando.

—Detalles —continuó él—, para que los compartas con tu jefe cuando vayas al wangba.

Más tarde, cuando uno de los miembros de la tripulación abrió la escotilla para traerle un cuenco de tallarines y vaciarle el cubo, Zula vio que fuera estaba oscuro.

Había intentado aprovechar el tiempo para pensar. No se le ocurrió nada.

Parecía que lo adecuado era llorar por Peter. Se preparó para hacerlo. Sentada en el borde de un camastro de hierro, los codos sobre las rodillas, preparada para dejar escapar el llanto. Y algunas lágrimas sí que vinieron. Suficientes para nublar su visión y hacerla moquear, pero no las suficientes para despendolarse y correrle por la cara. La entristecía que Peter hubiera muerto. Lo suficiente para perdonar, pero no para olvidar, el hecho de que Peter la había abandonado en el sótano momentos antes de que Ivanov básicamente lo ejecutara por hacerlo. Eso era lo verdaderamente triste sobre la muerte de Peter: lo que había hecho justo antes.

Pero su mente se apartó de ese sentimiento de pena forzado y autoconsciente y se encontró a sí misma preocupándose por Csongor. Y por Yuxia.

A su mente acudió un recuerdo, casi tan sorprendente como la primera vez, del rostro del joven chino en la ventana de la escalera, a pocos centímetros del suyo.

Parecía que era adecuado rezar. Rezar por los muertos, por los desaparecidos, y por ella misma. Como había sido criada por gente que iba a la iglesia, era un poco raro que no se le hubiera ocurrido antes. Nada de lo que estaba sucediendo parecía que pudiera ser mejorado comunicándose con una deidad. Con la posible excepción, eso sí, de que podía hacer que se sintiera mejor. Ese, por lo que podía decir, era el sentido de la religión en la que había sido educada: hacía que la gente se sintiera mejor cuando sucedían cosas realmente horribles, y ofrecía un repertorio de ceremonias que se empleaban para añadir un toque de clase a situaciones como tener que arrejuntarte con alguien y arrojar tierra sobre un cadáver. Nada de lo cual molestaba especialmente a Zula ni la hacía dudar de su validez. Hacer que la gente triste se sintiera mejor le parecía bien.

Ese tipo de religión no tenía el poder de hacer que uno entregara todo el dinero a un charlatán, bebiera veneno o se atara explosivos al cuerpo, pero al mismo tiempo no parecía igual a los desafíos impuestos por una situación como esta. Como le había parecido perfectamente aceptable antes, no le parecía que fuera completamente adecuado, en un momento como este, cambiar de repente a algo más ferviente.

Era lo de rezar a cambio de resultados lo que no le encajaba. ¿Desde cuándo tenía ella voz y voto? El barco iría adonde ellos quisieran.

Y podría ir a cualquier parte. Eso estaba claro. Los barcos de pesca servían para salir al mar, a aguas internacionales. Zula no tenía ningún mapa, pero sí una vaga idea de que este barco podía llevarlos a cualquier parte del Sudeste Asiático en unos cuantos días. Ese tenía que ser el plan de Jones.

La quincalla de la puerta empezó a sonar de nuevo. La escotilla se abrió y Jones entró. Cerró la escotilla tras él, se sentó luego con las piernas cruzadas sobre la alfombra, apoyando la cabeza contra un mamparo de acero. Ella permaneció sentada en el borde del camastro.

—Háblame del jet.

—Vinieron desde Toronto.

—Eso ya lo sé. ¿Dónde está el jet ahora?

—Estás de mal genio esta noche.

Él la miró con dureza.

—La adrenalina se ha agotado —dijo—. Diez de mis camaradas han muerto hoy. Creo que la mitad de ellos gracias a tu amigo Sokolov. Había una muralla de fuego en mi apartamento. Él estaba atrapado dentro. No había salida. Mató a uno de mis hombres para conseguir su rifle y luego disparó a través de las llamas. Alcanzó en la cabeza a varios de mis compañeros. Me jode bastante.

—¿Cuántos hombres de Sokolov sobrevivieron?

—Ninguno.

—¿Entonces?

—En las horas posteriores a algo así, tienes un subidón. Cuando se pasa… bueno, es el momento en que los cristianos van y se emborrachan.

—¿Y qué hacen los musulmanes?

—Rezan sus oraciones y sueñan con vengarse.

—Bueno, no tengo ni idea de dónde pueda estar Sokolov, ni siquiera si está vivo.

—Está vivo —dijo Jones—. No te pido que me digas dónde está. Reconozco que no puedes saberlo. Te estoy preguntando por el avión.

—Y yo estoy pensando en voz alta —respondió Zula—. No creo que fuera propiedad de Ivanov. Creo que lo alquiló.

—¿Y en qué te basas para eso?

—Algunos de los otros parecían sorprendidos por sus acciones. Como si lo que estaba haciendo fuera pasarse de la raya.

—Estoy dispuesto a creer eso —dijo Jones, y Zula se animó al oírle decir algo positivo—. No me importa cuánto dinero tienen esos rusos, no pueden ir por el mundo viajando en jets privados como cosa rutinaria.

—Bueno, yo no sé nada de ese mundo. Crecí en una granja en Iowa. Pero he oído que aunque no seas dueño de uno de esos jets, puedes alquilarlo. Creo que es lo que hizo Ivanov.

—¿Está en el aeropuerto de Xiamen?

—No tengo ni idea. Lo vi allí por última vez.

—¿Los pilotos?

—Los dejamos en el Hyatt, cerca del aeropuerto.

—Llevas tres días en Xiamen.

—Este es el final del tercer día entero —dijo Zula.

—¿Te enteraste por Ivanov o por Sokolov de cuál era el plan para hoy? ¿Aparte de coger a los hackers?

—Nos dijeron que sacáramos todas las cosas del piso franco.

—Así que el plan era marcharse. Salir de aquí volando hoy.

Zula se encogió de hombros, dejando saber a Jones que no tenía ganas de especular.

—Sigue allí —dijo Jones—. El avión sigue allí.

—No tengo forma de saberlo.

—Cuenta con ello. Lo más caro en la aviación es el combustible. Todo lo demás es una minucia en comparación. Es absolutamente imposible que ese avión se marchara y volara a otro sitio durante tres días, solo por ahorrarse la factura del hotel de los pilotos. No. Créeme, los pilotos llevan todo el tiempo en el Hyatt, viendo pornografía y acabando con el minibar, y probablemente les han dicho que estén preparados para partir hoy. Probablemente estarán sentados allí ahora mismo preguntándose cuándo demonios va a aparecer Ivanov.

Zula se contentó con dejar hablar a Jones. No veía que nada de esto fuera relevante para ella.

—Pero Ivanov no va a aparecer, porque yo lo maté —continuó Jones.

Se puso en pie y empezó a caminar de un lado a otro, pensando. El camarote era tan pequeño que sus pasos se redujeron pronto a un irritado cambio de peso de un pie al otro. No quiso mirarla a los ojos. Estaba en la pista de una idea, intentando elaborar algo.

—De modo que, ¿cuáles serían sus órdenes, si el jefe no aparece? —continuó—. No pueden marcharse sin más. Tienen que esperarlo. Es todo lo que hacen esos tipos, sentarse y esperar a que sus amos chasqueen los dedos.

La idea que había empezado a gestarse en la cabeza de Jones era tan grande que Zula tardó el percibirla. Entonces tuvo que morderse la lengua antes de exclamar: «¡Quieres el jet!»

¿En qué estaba pensando? Necesitaría a los pilotos para que lo sacaran de aquí. Lo que significa que tenía que obtener poder sobre ellos de alguna manera.

Fue consciente, de pronto, de que Jones la miraba.

Zula intentó poner cara de esfinge. Pero supo que era demasiado tarde. Él había visto la verdad.

Menos de treinta minutos después de la conclusión de la charla en el apartamento de Olivia, Sokolov estaba de vuelta en el piso franco de la planta 43 del rascacielos.

Todo había desaparecido excepto la basura que habían dejado, y el ordenador que habían adquirido mientras estaban aquí. Cuando el consejo de Peter de no dejar esto atrás cayó en los oídos sordos de Ivanov, Peter había empezado a abrirle la carcasa para quitarle el disco duro, que pensaba llevarse consigo. Pero lo hizo demasiado despacio para el gusto de Ivanov y se vio interrumpido a la mitad.

Sokolov se vio de pronto ante una máquina desmantelada en parte, cuyo disco duro (un bloque de acero del tamaño de un sándwich) había sido desconectado pero no extraído físicamente de la carcasa. Volver a conectarlo fue estúpidamente sencillo, ya que los contactos solo encajaban en los enchufes de una forma. Reinició la máquina y se encendió con normalidad. Internet parecía funcionar, pero no navegó, ya que casi todo lo que buscara podría alertar a la OSP. Olivia había escrito la URL de un popular chat chino donde ocasionalmente había conversaciones en inglés. La introdujo en la barra de direcciones y visitó la página y navegó por el chat que le había dicho que buscara. Parecía muy tranquilo, y no vio ninguna de las frases en código que ella le había dicho que buscara. No era sorprendente, ya que probablemente ni siquiera había llegado al wangba todavía.

Lo que realmente tenía que hacer era dormir, para poder estar en plenitud mañana. Odiaba desperdiciar las horas de oscuridad, durante las cuales le resultaba más fácil moverse sin llamar demasiado la atención. Pero no había ningún motivo para ponerse en movimiento, nada que hacer. Recorrió de arriba abajo la suite de oficinas un par de veces, contemplando la galaxia de colores que se extendía debajo, las letras de neón que no sabía leer.

Ya sabía que a pesar de su inmenso cansancio no dormiría bien.

Su comando había sido eliminado hoy. Todos los hombres a sus órdenes habían muerto. Tenían esposas, madres, novias en Rusia que esperaban oír noticias suyas y no sabían, todavía, que los habían perdido para siempre. Había mantenido esto apartado de su mente hasta ahora, ya que pensar en ello era inútil. Llevaba mucho tiempo dirigiendo hombres, desde que lo ascendieron a cabo y le asignaron la responsabilidad de un pelotón. Dada la naturaleza de los lugares a los que lo habían enviado, las bajas fueron frecuentes y graves. Había escrito cartas a los hogares de aquellas madres y esposas en duelo. Había usado la misma cansada verborrea de cómo aquellos hombres habían caído mientras luchaban por la patria: algo difícil de sostener durante la invasión de Afganistán, algo más fácil en Chechenia.

Si tuviera aquí lápiz y papel, y las direcciones de los deudos, ¿qué mentiras reconfortantes escribiría? Estos hombres habían sido mercenarios que trabajaban para una oscura organización cuyo único motivo era el beneficio.

Igual que lo era él.

Aunque fuera posible instalar una sensación de lealtad personal hacia un cartel criminal organizado (cosa que, puestos a pensar, no debía ser tan difícil, ya que los hombres luchaban y morían por grupos así todo el tiempo) la cruda verdad era que esta no había sido una operación justificada, sino un colosal error, emprendida por un hombre que había defraudado a ese grupo y se había vuelto medio loco.

Incluso eso podía explicarse. Haría falta ser ingenioso a la hora de hacerlo, pero podía ser expresado de manera coherente, si llegaba el caso. Lo que nunca podría poner por escrito en una carta era el hecho de que se hubieran topado accidentalmente con una fábrica de bombas dirigida por una célula de yihadistas.

No era extraño que las autoridades chinas dijeran que había sido una explosión de gas. No es que estuvieran intentando encubrir nada. Era sencillamente una explicación mejor.

Si iba a decirles algo a los familiares, tendría que ser que habían muerto en una explosión de gas, o un accidente de coche, o algún otro de los azares de la guerra, sin sentido y aleatorio. Como los soldados americanos que murieron electrocutados mientras se duchaban en sus bases militares construidas de manera chapucera. ¿Quién escribió aquellas cartas?

Mientras caminaba de un lado a otro contemplando las luces veloces e intermitentes de la ciudad, vio que solo había un modo de hallarle sentido a toda esta situación, si «hallarle sentido» quería decir «llegar a la conclusión de que había que escribir cartas adecuadas a las madres de los hombres que habían muerto esta mañana». Y era cazar a Abdalá Jones y matarlo.

Se sentó en cuclillas, estirando los músculos cansados y doloridos de sus piernas de un modo que le dolió pero le sentó bien, y cruzó los codos sobre las rodillas y apoyó la barbilla en sus antebrazos y contempló China.

Lo tenía todo claro, excepto cómo salir de este país. Eso dependía de Olivia. Indefensa como una niña descalza, sola. Y sin embargo infinitamente más poderosa, más capaz que Sokolov en este contexto.

Había habido un momento extraño allí, hacia la conclusión de su entrevista, cuando ella insistió en que no podía quedarse en su apartamento. Un detalle extraño por su parte. Como si Sokolov hubiera esperado semejante invitación. Y sin embargo a ella le pareció importante dejarlo claro. ¿Por qué? Porque se sentía atraída hacia él, como él hacia ella, y era imperioso que se observaran los escrúpulos, que se siguieran las normas.

Hundió la barbilla, se dejó caer sobre el trasero, rodó, lanzó los brazos hacia atrás y dio una palmada contra el suelo alfombrado para evitar la caída, como en el SAMBO. No sería el peor lugar donde había dormido. Incluso mejor si se sacaba la Makarov de la cintura. Eso hizo, colocándola junto a su cabeza, y se sacó también el cargador de repuesto del bolsillo del pecho del traje de chaqueta y una linterna pequeña del bolsillo trasero del pantalón y lo puso todo junto. Se quitó los cordones de los zapatos de Jeremy Jeong. Pero en vez de quitárselos, decidió aprender de la lección de Olivia y dejárselos puestos sueltos, por si había alguna otra fuga de gas.

Pero el sueño no vino, ya que no podía dejar de pensar en lo vulnerable que sería si alguien entrara en el piso franco.

Se echó al hombro la CamelBak y entró en la sala de reuniones. La mesa grande estaba preparada para Internet, con un montón de cables grises sujetos con trabas de plástico debajo. Con un rápido trabajo con el cuchillo soltó unos metros de cable y se los echó a la espalda. Plantó una silla en medio de la mesa, se subió encima, extendió las manos y desplazó una placa del techo.

Encima de él, como recordaba, había un zigzagueante puntal de acero. Estaba fuera de su alcance, pero con un par de intentos pudo lanzar un extremo del cable a través y luego suministrar más cable hasta que el cabo suelto se dobló por su propio peso y quedó a su alcance. Tiró del cable y ató los extremos para formar un lazo que colgaba del agujero del techo hasta aproximadamente un metro de la superficie de la mesa.

Entonces colocó la silla en el suelo, se acostó en el centro de la mesa de reuniones, y durmió profundamente.

—El argumento a transmitir con esta pequeña demostración debería quedar claro para cualquiera con una pizca de imaginación. Y tú obviamente eres de ese tipo de chica. Así que yo, personalmente, lo considero una pérdida de tiempo. Pero mis colegas aquí presentes son poco sofisticados. Les gusta la concreción. No se fían de su capacidad para comunicarse a través de barreras culturales y lingüísticas.

Jones precedía a Zula bajando una escala de peldaños de hierro camino de la bodega del barco.

—Oh —añadió sonriente—, tal vez solo sean unos sádicos.

Zula volvió la cabeza y atisbó brevemente un espacio grande y pobremente iluminado con varios hombres dentro, y a Yuxia sentada en una silla en el centro. Sus instintos, claro, le dijeron que saliera de allí. Pero el lugarteniente de Jones (había descubierto que se llamaba Khalid) estaba tras ella en la escala, prácticamente pisándole las manos.

Los motores del barco habían arrancado hacía unos minutos, habían levado anclas, y se habían apartado de la atestada cala y se dirigían hacia la parte trasera de la isla, que parecía completamente despoblada, expuesta a las inclemencias del mar y sin bahía natural, por lo que probablemente no era apreciada. Aquí, entre cubiertas, los motores hacían un ruido ensordecedor. Pero cuando Zula llegó al último escalón y pisó el suelo, el sonido se redujo a un grave ralentí, suficiente para poder seguir avanzando y mantener el barco bajo control.

Habían atado las piernas de Yuxia por los tobillos y las rodillas, y tenía los brazos sujetos a la espalda.

Un miembro de la tripulación bajó por la escala detrás de Khalid, doblado bajo el peso de un cubo de plástico de veinticinco litros lleno hasta arriba de agua de mar. Buena parte se derramó mientras avanzaba por el camarote, pero cuando lo depositó en el suelo delante de Yuxia, seguía lleno hasta un par de pulgadas del borde.

—Alto —dijo Zula—, esto es totalmente…

—Innecesario. Sí. Acabo de decírtelo —respondió Jones—. Para ti y para mí, sí. Y para ella, desde luego. Pero parece enormemente importante para todos los demás.

Khalid se había colocado detrás de Yuxia, y durante un momento el panorama que se presentó antes los ojos de Zula pareció uno de esos granulosos vídeos tomados con webcam donde un rehén indefenso es decapitado.

Pero no era uno de esos casos. No exactamente.

—¡Tu amiga! —anunció Khalid, y asintió a los hombres que estaban a cada lado de Yuxia. Estos se dirigieron hacia ella y, con una muestra de torpeza e ineptitud que habría sido graciosa en otras circunstancias, consiguieron ponerla boca abajo, los pies al aire, la cabeza abajo, y después le metieron la cabeza dentro del cubo. El agua desplazada rebasó el borde y se derramó por el suelo.

—No —dijo Zula en voz baja.

—Considéralo una actuación —dijo Jones.

—Por favor, diles que paren.

—No lo entiendes —continuó Jones—. Eres tú quien tiene que actuar. Quieren reducirte a la histeria. Y cuanto más tiempo continúes haciéndote la dura, más tiempo estará ella sin oxígeno.

Zula se abalanzó hacia delante y casi lo consiguió. Jones le puso una zancadilla y la derribó. Cayó de cara, la mano estirada solo a unos pocos centímetros de la base del cubo. Se dispuso a saltar de nuevo, pero una bota descendió y le atrapó la mano. Se retorció y vio el rostro de Khalid mirándola directamente con expresión de fascinado éxtasis. Con la mano libre, le arañó el tobillo. Él llevaba botas militares con ganchos para los cordones. Uno de ellos se enganchó en la venda que cubría su meñique, y la venda salió despedida de su mano y se llevó la uña consigo. El otro pie de Khalid pisó su brazo izquierdo, atrapándolo también. Zula se había retorcido, de modo que yacía de lado, ambas manos inmovilizadas, a pocos centímetros del cubo con el que Yuxia luchaba ahora por su vida, su bello cabello negro agitándose contra el plástico transparente mientras ella se movía de un lado a otro intentando volcarlo y la superficie del agua borboteaba mientras sus pulmones se vaciaban.

Zula no sentía nada de lo que ellos querían que sintiera. Simplemente, quería matarlos. Y si no hubiera sido por la valiosa sugerencia de Jones, tal vez no les hubiera podido ofrecer la actuación que ellos querían: lo único que podía salvarle la vida a Yuxia. Pero un par de detalles (el pelo de Yuxia agitándose en el agua, y la sangre que corría libremente por la yema del meñique de Zula) fueron suficientes para sacarla de sus casillas y empujarla a una especie de estado de actuación basado en el método donde finalmente dio salida a toda la pena y toda la furia que se habían estado acumulando en su amortiguador emocional durante los últimos días, y se permitió perder el control y degenerar en el llanto, los gemidos y los estertores sin control que estos tipos aparentemente querían ver.

Comprendió lo que le había estado intentando decir Jones. Estos hombres necesitaban saber que estaba rota. Porque solo entonces podrían fiarse de ella.

Lo cual planteaba la pregunta: ¿Fiarse de ella para que hiciera qué? Porque si solo querían matarla, bueno…

¿Qué podía hacer Zula para estos hombres que mereciera todas estas molestias?

—¡Por favor, por favor, por favor —se oyó farfullar—, por favor, por favor, soltadla!

Khalid retiró el pie de su mano y le dio una patada al cubo, que rodó bajo la cabeza de Yuxia y vació su contenido en el suelo, lo que significaba que Zula acabó empapada. La cabeza de Yuxia seguía colgando boca abajo fuera de su alcance. Tosió, escupiendo agua de los pulmones, jadeó una vez, y luego vomitó. Cuando terminó con eso, la volvieron a enderezar y la sentaron en la silla. Lo primero que Yuxia debió de haber visto fue a Zula tirada en el suelo a sus pies, con el meñique lastimado sangrando. Zula no pudo verla bien hasta que Jones la puso en pie. Quiso ir y abrazar a Yuxia y decirle lo muchísimo que sentía que hubiera pasado todo eso, simplemente porque, unos cuantos días atrás, Yuxia se había hecho amiga de un grupo de occidentales perdidos por las calles de Xiamen. «Ninguna buena acción es castigada» era uno de los aforismos favoritos del tío Richard. Pero Jones sujetaba por detrás los dos brazos de Zula y la arrastraba hacia la escala.

—Hora de irse —decía—. Cuanto antes nos pongamos en camino, más pronto será libre.

La hizo volverse hacia la escala, y luego la empujó con tanta fuerza hacia delante que tuvo que extender ambas manos para no chocar de cara contra un peldaño.

Lo miró por encima del hombro. En su rostro debió de asomar alguna expresión que indicaba su falta de comprensión, porque de repente él pareció disgustado.

—El sentido de todo lo que acabas de ver —dijo—, es que tu amiga se quedará aquí como rehén, y que si no te portas bien en todo momento durante lo que va a suceder a continuación, simplemente la arrojarán por la borda con algo pesado atado a los pies y sufrirá el destino que acaba de insinuarse.

Zula se volvió para ver a Qian Yuxia, sentada en su silla, todavía respirando entrecortadamente, mirando a nada en concreto. Era difícil imaginar cómo una persona podía estar más tranquila, más impertérrita, tras la experiencia de la tortura y casi la muerte por ahogamiento. Tal vez Yuxia estaba solo aturdida, o tenía alguna lesión cerebral, o contenía algún profundo trauma emocional que más tarde saldría a la luz de forma dramática e impredecible.

Pero no parecía así en ese momento. Parecía estar calculando cómo vengarse mejor de aquellos hijos de puta.

—Amiga querida, haré lo que pueda para asegurarme de que no te vuelvan a hacer daño —dijo Zula.

—Lo sé —murmuró Yuxia.

Entonces Jones empujó a Zula escala arriba, y ella empezó a ascender hacia la luz de las estrellas.

Un barco más pequeño, similar al que los había traído de Xiamen, pero sin un agujero de taxi en la bodega de carga, se había abarloado a ellos. Zula recibió la orden de bajar a él. Así lo hizo y buscó un sitio para sentarse donde no estuviera por medio.

Al menos pasó una hora entre discusiones y preparativos. Le pareció que estaban recogiendo un montón de equipo de los diversos camarotes y bodegas y taquillas distribuidos por el barco grande y que todo estaba siendo analizado, etiquetado, comprobado y redistribuido. Y tras haberse pasado toda la vida entre armas, supo por el sonido, por el peso y simplemente por las posturas de los hombres que las llevaban, que parte del equipo era armamento. Le interesaba enormemente lo que se decían los hombres unos a otros y estaba enloquecedoramente cerca de poder entender el árabe. Oyó claramente decir avión y aeropuerto, cosa que complació a una parte infantil de su alma («¡Sí, vamos de viaje!») aunque su cerebro superior iba llevando la cuenta de todas las cosas malas que podrían suceder cuando hombres como Jones estuvieran cerca de un avión.

Estaba también bastante segura de haber oído la palabra «ruso». Pero era difícil distinguir nada, ya que todas las conversaciones eran sotto voce, y todo el que alzara la voz a nivel de conversación era reprendido con la mirada y silenciado.

Parecían estar haciendo una especie de clasificación. Había advertido que algunos de los hombres de Jones tenían rasgos de Oriente Medio y preferían hablar en árabe al lenguaje que empleaban los otros hombres, de aspecto más chino. Estos hombres se quedaron atrás mientras los primeros ocupaban el barco más pequeño.

De un modo conocido para todo el que hubiera hecho alguna vez las maletas para un viaje familiar, la confusión general dio paso a la impaciencia, luego a furiosos ultimátums, luego a decisiones de última hora. Finalmente soltaron los cabos y el barco más pequeño empezó a alejarse.

Tras haber delegado aparentemente en Khalid para que le diera órdenes al piloto y dirigiera la función, Jones se separó del grupo general y se acercó a sentarse junto a Zula.

—Antes —dijo—, buscaba un modo de decirte que has caído entre hombres que son felices lapidando hasta la muerte a las mujeres jóvenes como castigo por conductas equívocas.

Y señaló con la cabeza en dirección a la tripulación de Khalid, que se ocupaba de distribuir y volver a guardar todo el material que habían traído a bordo.

—Pero probablemente ya lo habrás deducido —se volvió y la miró sonriente—. Entonces recordé algo sobre Khalid. ¿Sabes cuál es?

—¿El que me está mirando ahora mismo?

Jones se volvió.

—Sí. Ese —devolvió su atención a Zula—. Cuando Khalid combatía a los cruzados en Afganistán…

—¿Y eso se refiere a qué? ¿A caballeros con cruces rojas en el escudo?

—Los norteamericanos, en este caso —dijo Jones—. Su grupo y él fueron expulsados, durante un tiempo, del distrito que habían controlado durante varios años. Los americanos lo ocuparon y empezaron a imponer su cultura en el lugar. Las cosas cambiaron. Se estableció una escuela para niñas.

—Déjame adivinarlo… ¿Khalid no lo aprobó?

—En modo alguno. Pero no había nada que pudiera hacer excepto vigilar desde las montañas y esperar su ocasión. Naturalmente, nada impedía que él y otros miembros de su grupo se colaran en la ciudad de vez en cuando, solo para realizar operaciones de espionaje. Se disfrazaban (esto te gustará), poniéndose burkas, de modo que la gente pensaba que eran mujeres. Khalid tenía un montón de cosas en que pensar aparte de la escuela para niñas, pero hizo incursiones de vez en cuando. Dos hombres en moto, uno conduciendo, otro con una botella de plástico llena de ácido. Esperas hasta ver a un grupito de niñas caminando por la calle camino del colegio, pasas ante ellas, les apuntas a la cara… zas zas.

Jones hizo la pantomima, apuntando una botella de plástico imaginaria a la cara de Zula, y ella trató de no dar un respingo.

—Asustó a algunas de ellas. Y el ataque con gas venenoso casi acabó por cerrar la escuela. Pero la maestra era una mujer dura. Indomable. Incontenible. El tipo de mujer que tú aspiras a ser, Zula. Y por eso, con mucha ayuda de los americanos, la escuela siguió abierta a pesar de todos los esfuerzos de Khalid. Pero al final los americanos decidieron, como hacen siempre, que habían pacificado lo suficiente el lugar y que estaban cansados de enviar a sus jóvenes a que fueran abatidos uno a uno por los francotiradores y los atentados con bombas. Así que dieron el trabajo por terminado y se retiraron de esa ciudad. ¿Sabes lo que hizo Khalid entonces?

—Por la forma en que estás contando la historia, yo diría que cerró la escuela y lapidó a muerte a la maestra o algo por el estilo.

—Es lo que hizo antes de lapidarla a muerte lo que resulta especialmente interesante —dijo Jones.

—¿Y qué hizo?

—La violó.

—Muy bien —dijo Zula—, ¿cuál es entonces la lección de la historia? ¿Qué no es tan musulmán como dice ser?

—Al contrario —respondió Jones—, lo hizo por la más islámica de las razones. Según sus luces, al menos. Yo estoy en desacuerdo con él en este detalle teológico.

—¿Estás diciendo que hay una justificación teológica para lo que hizo?

—Más bien un motivo teológico —dijo Jones—. Verás, al violar a la maestra, la convirtió en adúltera. ¿Y sabes lo que le sucede a una adúltera cuando es lapidada hasta la muerte?

—¿Va al infierno? —Zula intentaba mantenerse firme, pero su voz se quebró.

—Exactamente. Así que, para Khalid, no estaba simplemente matando a la maestra… lo estaba haciendo de un modo que la condenaba a…

—Sé lo que es el infierno.

—Solo intento que comprendas el peligro de estar en poder de gente como Khalid.

—Me lo figuro.

—Puede que te lo figures, pero ahora has hecho algo más que figurártelo. Ahora lo sientes de forma que guiará tus acciones.

—¿Guiará o controlará?

—Eso es una distinción occidental. Da igual, Ahora ellos tienen lo que querían de ti: histeria sollozante. Bien interpretada. Para mí, su patente falsedad casi lo hizo más conmovedor.

—Gracias.

—Yo, por otro lado, occidental como soy, necesito algo que sea un poco más intelectual.

—¿Cómo por ejemplo?

—Islam —dijo él—. Sumisión.

—Quieres que me someta.

—Ese detalle de astucia en la bodega esta mañana —dijo—. Enviar a Sokolov al apartamento equivocado. Me costó mucho.

—¿Cómo crees que me siento ahora mismo?

—No tanto como te mereces.

Ella había conocido a hombres como este, acechando en las ramas exteriores del árbol familiar. Hombres que parecían asistir a la reunión por el único propósito de hacer que los niños pequeños se sintieran mal consigo mismos. Por fortuna, el tío John y el tío Richard siempre los habían mantenido a raya.

Sus tíos, claro, no estaban aquí.

Se estaba cansando de esto.

—Me someto —dijo.

—¿No más jugarretas?

—No más jugarretas.

—¿No más planes astutos?

—No más planes astutos.

—¿Obediencia perfecta y total?

Esto fue más difícil. Aunque en realidad no tanto, cuando pensó en Yuxia y el cubo.

—Obediencia. Perfecta. Y total.

—Buena elección.

Cuando pusieron a Yuxia boca abajo, su mayor temor no fue que la metieran de cabeza en el cubo de agua (pues se dio cuenta, de algún modo, de que esto no era más que una demostración), sino que el teléfono se le cayera de la bota.

Se había estado preguntando si estos hombres habrían visto alguna vez una película. Porque en las películas los prisioneros eran cacheados siempre para asegurarse de que no llevaran nada encima. Pero Qian Yuxia no había recibido ese tratamiento. Tal vez porque eran islamitas y tenían algún tabú contra tocar a las mujeres. Tal vez porque era mujer, y por tanto era considerada inofensiva. O tal vez porque llevaba puestos un par de vaqueros ajustados y una camiseta sin mangas igualmente ceñida que dejaban claro que no tenía nada más. Fuera cual fuese el motivo, no se habían molestado en cachearla: la habían metido en un camarote grande en la cubierta principal y la habían esposado a la pata de una mesa. El camarote era un lugar abarrotado, pues servía como cocina y comedor de la tripulación, y la mesa a la que la encadenaron era donde comían y bebían té. Siempre había alguien allí, y por eso no le había parecido aconsejable sacar el teléfono de la bota y usarlo para algo. De vez en cuando un zumbido contra el tobillo le informaba de que ella, o más bien Marlon, acababa de recibir otro mensaje de texto. Si el lugar hubiera sido más tranquilo, le habría preocupado que alguien pudiera oír el zumbido, pero con el gruñido de los motores, el lamido de las olas contra el casco, el claqueteo y el sisear de los utensilios de cocina, y los estallidos de estática y conversación que surgían de la emisora de radio, estaba a salvo de eso. Habían llevado a Zula a otra parte, al parecer a un camarote separado, y Yuxia se había estado preguntando, si sus prisiones hubieran sido al revés, y ella hubiera estado sola, ¿qué habría hecho con el teléfono? La dos opciones básicas eran comunicarse con Marlon o llamar a la policía y contárselo todo.

Cuando los hombres entraron a amarrarla, uno se arrodilló delante de ella y Yuxia contuvo un jadeo, pensando que sabía lo del teléfono en su bota y que estaba a punto de meter la mano allí dentro para sacarlo. Yuxia cruzó los tobillos para ocultarlo. Pero el hombre no prestó ninguna atención al contenido de sus botas. En cambio, pasó una cuerda tras sus tobillos y sacó los extremos por delante y los amarró por encima del teléfono, lo que significaba que quedó atrapado allí dentro. De manera tan firme que cuando la pusieron boca abajo no se soltó.

Después de aquella terrible experiencia con el cubo, la arrastraron de vuelta a la cocina. Uno de los miembros de la tripulación (el que parecía encargado de la cocina) le puso una taza de té delante. Ella estaba mareada y temblorosa, tosía y le dolía el pecho, pero básicamente estaba ilesa, así que cogió la taza, sujetándola fuerte con las dos manos, que temblaban de manera incontrolable, y bebió. Era un té bastante bueno. No tan bueno como el gaoshan cha, pero compartía algunas de las mismas propiedades medicinales, que eran lo que ordenaba el médico para todo el que hubiera estado recientemente boca abajo respirando agua del mar.

Hasta ahora, lo que impulsaba principalmente sus acciones era la preocupación por Zula. Y seguía muy preocupada por ella. Pero esa emoción había sido sustituida por una mucho más intensa e inmediata: el deseo de ver muertos a todos los hombres de este barco. No era ni siquiera un deseo, sino una exigencia absolutamente innegociable.

Sus manos no temblaban de miedo. Era cólera.

Después de unos minutos, la trasladaron a un camarote: el mismo, supuso, donde habían encerrado antes a Zula. Lo cual planteó la pregunta: ¿Qué le habían hecho a Zula?

Debían de haberla llevado a Xiamen por algún motivo. Todo el propósito del incidente con el cubo era obligar a Zula a hacer algo por ellos.

Se sentía tan preocupada con eso que durante un rato no advirtió que el teléfono zumbaba contra su tobillo. No solo una vez, para anunciar un mensaje, sino una y otra vez, con ritmo firme.

Lo sacó llena de pánico, temiendo que saltara el buzón de voz antes de poder responder. El número que aparecía en la pantalla era el suyo: era Marlon, llamándola con su propio teléfono.

—¿Wei? —susurró.

Al fondo, pudo oír un ruido rítmico y chirriante.

—¿Qué es ese sonido? —preguntó.

—Csongor remando —respondió Marlon.

Durante el largo viaje a Isla Sin Corazón, Marlon y Csongor habían aprendido a través de la observación directa lo que todos los marinos sabían por experiencia, y lo que los ingenieros sabían por la teoría de ondas: los barcos más largos van más rápido que los más cortos. Le habían dado cierta ventaja al barco grande, ya que no querían seguirlo de manera descarada. Poco después del principio del viaje, habían advertido que su presa se alejaba, a pesar de que usaban el motor fuera borda a toda potencia y sentían como si su frágil estructura de madera fuera a hacerse pedazos con las olas a cada momento. El barco al que seguían no parecía ir a mucha velocidad y sin embargo se distanciaba gradualmente de ellos.

Como habían sorteado unas cuantas islas pequeñas por el camino, habían podido recuperar un poco de terreno perdido cortando directamente entre las olas donde el barco grande se había visto obligado a dar un amplio rodeo. Pero para cuando tuvieron a la vista la apiñada isla que parecía ser su destino, el barco de los terroristas se había convertido en un punto casi invisible, y Csongor tuvo que echar mano a todos sus poderes de concentración para mantenerlo a la vista e impedir que no se perdiera contra un fondo de incontables barcos más.

Pero naturalmente había reducido velocidad conforme se iba acercando a su destino, y por eso Marlon y Csongor habían podido por fin ganarle terreno. El problema de seguirlo se hizo más fácil, y más todavía cuando decidió apartarse del apiñamiento de la bahía y amarrar junto a un barco de pesca que permanecía apartado de los demás.

Csongor no podía estar seguro de haberse confundido y perdido durante aquellos ansiosos minutos, así que con una lenta sensación de alivio acumulado pudo distinguir las planchas dañadas, los palés aplastados, y otras marcas identificativas que había memorizado durante los primeros minutos de la persecución.

Entonces se quedaron sin combustible y se vieron obligados a emplear los remos.

Gran parte del resto del día se consumió con asuntos igualmente importantes aunque enfurecedores como conseguir agua y comida. Sin Csongor, a Marlon le habría resultado más fácil, pero no demasiado, en el sentido de que no habría tenido que explicar la presencia de un hombretón blanco en el barco. Pero habría continuado siendo obvio a la sociedad del muelle de esta pequeña isla que no era ni de lejos marino. Si hubiera aparecido con un resplandeciente barco blanco de fibra de vidrio, podrían haberlo etiquetado de nuevo rico con un juguete nuevo y habrían prestado poca atención a su obvia falta de pericia náutica. Pero venía en una barca vieja y trabajada, por decirlo de manera caritativa, que no tenía motivo alguno para cruzar la mar desde Xiamen en primer lugar. La explicación más sencilla posible para esta combinación de pistas era que Marlon había robado el barco a un honrado marinero xiamenés y ahora era prófugo de la justicia.

Todo eso resultaba obvio, y por eso no pareció inteligente acercarse remando a la parte más poblada de la bahía. En cambio, aunque ya sufrían de sed y de la sensación general de estar en las últimas, remaron por turnos para trazar un amplio arco alrededor de la isla, buscando un lugar menos sospechoso donde recalar. Por el camino, pasaron ante el barco de pesca junto al que habían amarrado los terroristas, sin acercarse a menos de varios centenares de metros y sin atreverse a mirarlo directamente. No había nada que ver de todas formas. Un par de hombres eran visibles a través de los ventanos del puente, y otros dos más descargaban en la cubierta principal a popa, pero aparte de eso no había nada que hiciera sospechar que el barco estuviera ocupado por gente distinta a los pescadores habituales.

Durante su interminable y lento acercamiento a la isla, quedó claro que tenía forma de hueso de perro, ya que había una colina, cubierta de vegetación verde oscuro, a cada extremo, y la población se extendía a través de un valle intermedio. Se orientaba mas o menos norte-sur y los barcos de los terroristas estaban anclados hacia el extremo meridional de la bahía, donde las plataformas de barcos abarloados se establecían en cuadrículas de piscifactorías flotantes. Mientras avanzaban despacio hacia el sur, la población dejó bruscamente de existir y fue sustituida por un inhóspito terreno compuesto de roca sedimentaria marrón, vieja y erosionada, que surgía del agua para ser colonizado por matojos oliváceos en las faldas inferiores y una mata revuelta de vegetación tropical verdinegra más arriba. Csongor observó el hecho, para él extraño, de que en China algunos lugares estaban increíblemente poblados y otros totalmente deshabitados, pero no había término medio. A Marlon le resultó curioso que esto le pudiera parecer notable a nadie. Si un lugar iba a ser habitado, entonces debería ser utilizado lo más intensamente posible, y si era un lugar salvaje, todas las personas cuerdas debían evitarlo.

Csongor supuso que la pendiente del terreno era contraproducente. Era lo bastante suave para que los peligrosos bajíos rocosos se extendieran a considerable distancia de la línea de la marea, creando una trampa mortal para los barcos, y sin embargo era lo bastante empinada para que, por encima de la línea del agua, fuera difícil construir. Y por eso aunque se movieran a un ritmo que parecía agónicamente lento, pasaron, en el curso de unos cinco minutos, de estar en un lugar donde podían verlos diez mil ojos a otro donde eran perfectamente invisibles. Los estratos de roca, erosionados en diversos estadios, se internaban en el agua con largos dedos huesudos separados por profundas grietas en sombras, y la colina se alzaba sobre ellos, sin ningún objeto creado por el hombre excepto una torre de radio en la cumbre.

Después de otra media hora, quedó claro que habían rodeado el extremo meridional de la isla y se encontraban ahora en el lado oriental. Extendida entre colinas a cada lado, como una vela tensa entre dos palos, había una larga playa absolutamente desierta. Piedrecillas desgastadas corrían de un lugar a otro, pero en su mayor parte era una extensión casi completamente plana que había sido dejada por la corriente mientras rodeaba el cabo que acababan de circunnavegar. Por encima se alzaba una duna sujeta por vegetación baja y verde moteada de flores amarillas y salpicada por basuras dispersas que al parecer habían sido arrojadas por el borde del precipicio de arriba. Pues apoyada contra la cima de la pendiente había un amasijo de casas bajas que, advirtieron ahora, era simplemente el otro lado de la única población de la isla. Habían recorrido la mitad de la isla y estaban contemplando ahora la espalda de la ciudad, acurrucada contra el clima que procedía del mar del Sur de China.

Acercaron la barca a la playa, que estaba cubierta de basura de naturaleza más marina, y la dejaron entre unos peñascos medio carcomidos donde podría resultar menos sospechosa. Csongor se sentó a la sombra de una roca, protegiéndose con el parasol, y esperó, contando con que Marlon regresaría pronto y nadie vendría a preguntarle qué hacía aquí. Marlon subió hasta la ciudad, llevando un poco de dinero del bolso de hombre de Ivanov, y regresó media hora después con dos paquetes de botellas de agua y unos tallarines en cuencos desechables, tibios ya pero exquisitamente satisfactorios para Csongor. Marlon ya había comido, así que se encargó ahora de los remos y volvieron al sur mientras Csongor se llenaba la barriga. En su primera vuelta al extremo sur de la isla, habían advertido unas cuantas hendiduras profundas en las rocas: pasillos de agua de no más de un par de metros de anchura, donde suaves capas de roca habían sido devoradas por las olas. Caía la tarde y ya los cubrían las sombras. Dirigieron la barca hacia una de ellas y dejaron que una ola los impulsara hasta que la quilla rozó contra el lecho de grava y material arrastrado por la resaca que intentaba llenar ese hueco. Hacía fresco ahí dentro, y se sintieron invisibles y a salvo. Tanto, que ambos casi se sintieron abrumados por una poderosa necesidad de dormir. Pero se turnaron manteniéndose despiertos el uno al otro hasta que sus estómagos digirieron la comida y la sensación pasó. Entonces Marlon salió del hueco y desapareció de nuevo durante un rato.

Csongor despertó cuando alguien lo sacudió por el hombro. Era Marlon. En el cielo se veía un profundo crepúsculo.

—El barco se mueve —anunció Marlon.

Csongor todavía estaba intentando comprender dónde se hallaba: no se trataba solo de un mal sueño.

—¿Vuelve a Xiamen?

—No. ¡Viene hacia nosotros!

La marea había bajado, y por eso los dos hombres tuvieron que bajar de la barca y empujarla por el canal de roca durante unos metros para volver a ponerla a flote. El espacio era demasiado estrecho para desplegar los remos, y por eso tuvieron que protegerse de la acción de las olas empujando con las manos las paredes de roca. Pero al final consiguieron llegar a una zona donde pudieron volver a remar, y entonces Csongor vio inmediatamente al barco en cuestión. El barco más pequeño, el del agujero del taxi en su bodega de carga, no estaba a la vista. El barco de pesca se movía directamente ante ellos, a solo unos pocos cientos de metros de su proa, navegando hacia la zona oscura y deshabitada de la isla.

Sin combustible para su motor, quedaba fuera de toda cuestión seguir al barco. Csongor supuso que viraría hacia mar abierto y desaparecería. Pero en cambio redujo los motores a un bajo ronroneo y se mantuvo delante de la playa durante un rato, el suficiente para que pudieran cubrir remando la mitad de la distancia que los separaba. Luego les dio un susto de muerte un barco más pequeño, similar en líneas generales al que antes había absorbido los impactos del taxi y la furgoneta, que salió del extremo norte de la isla y navegó directamente hacia el barco de pesca, hasta abarloar junto a él. Marlon y Csongor mientras tanto ciaron y se pusieron al socaire de las rocas. A estas alturas estaba ya tan oscuro que había pocas posibilidades de ser vistos, mientras mantuvieran una separación prudente.

Pasó una hora. Voces y golpes apagados les dijeron que estaban pasando gente y artículos del barco de pesca a la lancha. Entonces la lancha dio marcha atrás y se dirigió al sur, hasta desaparecer rápidamente al rodear la isla, lo cual sugirió que tal vez volvía a Xiamen.

Después de un ratito, el barco de pesca empezó también a dirigirse al sur, moviéndose a un ritmo enormemente lento, quizá como forma de ahorrar combustible. Pero para entonces Marlon y Csongor ya habían salido remando a mar abierto y se habían colocado directamente en su camino.

El barco que llevaba a Zula, Jones y la tripulación deshizo el camino emprendido antes entre Xiamen y Gulangyu. Pero justo cuando rebasaban el extremo septentrional de la batería de terminales de ferris de pasajeros, el piloto redujo la marcha y puso rumbo a la orilla, para dirigirse a una oscura extensión del muelle. A medida que se acercaban, la luz ambiental de los edificios del centro hizo posible ver unos cuantos embarcaderos de mala muerte, carentes de zonas de espera acristaladas o bares y que albergaba un grupo disperso de barcos más pequeños. Sin embargo, eran lo bastante recios para albergar vehículos. Un taxi esperaba en uno de ellos. Apoyado contra él, una oscura forma humana suspendida entre el cristal azulado de una pantalla de teléfono y la intermitente estrella roja de un cigarrillo.

Además del piloto, Jones y Zula, había seis hombres en el barco. Dos de ellos saltaron de la proa al embarcadero y amarraron el barco, luego se acercaron al taxi y saludaron al hombre que los estaba esperando.

Siguiendo a Jones un paso por detrás, como le había instruido, Zula desembarcó. Él la condujo hasta el taxi. Los dos subieron al asiento trasero donde las ventanas tintadas los harían invisibles.

Un hombre subió alegremente al maletero. Otros dos se apretujaron en el asiento de atrás con Zula y Jones, y otro se sentó delante. Los demás se quedaron en el barco.

Se dirigieron al rascacielos donde estaba el piso franco. Los hombres hicieron preguntas, que Jones tradujo al inglés para Zula; luego tradujo sus respuestas al árabe. Eran todas preguntas mundanas pero prácticas sobre salidas de emergencia, puestos de guardia, el aparcamiento subterráneo, y esas cosas. El interrogatorio duró más que el trayecto, y por eso el conductor dio la vuelta a la manzana unas cuantas veces mientras los hombres de Jones satisfacían su curiosidad.

Finalmente el taxi aparcó en la misma entrada cubierta donde, mucho tiempo atrás, Zula, Peter, Csongor y todos los rusos habían subido a la furgoneta alquilada y tontearon con Qian Yuxia.

El hombre del asiento de pasajeros se bajó del taxi y entró en el vestíbulo, donde se puso a charlar con un guardia de seguridad sentado tras un mostrador de mármol.

Después de unos minutos, se volvió, sin dejar de mirar al guardia, e hizo un pequeño gesto al taxi.

La entrada al aparcamiento subterráneo estaba justo delante de ellos, bajando una rampa cerrada con una puerta de acero. La puerta gimió al ponerse en movimiento y se levantó, dejándoles paso. El taxi entró y se dirigió a una zona de ascensores, donde los dos hombres del asiento trasero se bajaron y liberaron al que iba dentro del maletero. Mientras lo hacían, las puertas de uno de los ascensores se abrieron para revelar al primer hombre junto al guardia de seguridad. El guardia tenía las manos a la espalda y una pistola en la cabeza. Todos se metieron en el ascensor y las puertas se cerraron.

El taxi salió entonces del sótano del rascacielos y se dirigió al bulevar ante el muelle. Unos minutos más tarde habían vuelto al embarcadero. Khalid y uno de los otros yihadistas se subieron entonces al taxi, y Jones le dijo al conductor que se dirigiera al Hyatt que estaba junto al aeropuerto. Cuando el taxi se internó en la carretera principal, sacó su teléfono, miró a Zula y dijo:

—Aquí es donde vas a ser maravillosamente cooperadora.

—¿Qué le estás preguntando? —exigió Csongor.

—En qué lado del barco está —respondió Marlon, apartándose el teléfono de la oreja un momento. Se lo volvió a acercar y escuchó—. Está en ese lado —señaló con la mano el mar abierto.

Csongor miró el barco de pesca. Estaba a unos cien metros de distancia. Si dejaba de remar, y seguía avanzando recto, pasaría justo ante ellos, por estribor… es decir el lado que daba a la isla. Marlon le estaba diciendo que Yuxia estaba en un camarote a babor.

Decir que intentaban interceptar el barco habría sido dar a entender, de algún modo, que tenían un plan. Lo cual, a su vez, habría sido dar a entender que Marlon y Csongor se habían estado comunicando entre sí sobre lo que deberían hacer. Ninguna de las dos cosas era cierta. Antes, habían aprovechado la cobertura que les permitía la oscuridad, y el hecho de que su barca sin combustible fuera incapaz de hacer ruido, para ponerse en movimiento y no perder de vista las actividades de los terroristas. Esto casi les causó un problema cuando la lancha rápida que le había dado encuentro al barco de pesca vino de pronto corriendo hacia ellos. Desde entonces, Csongor llevaba remando con todas sus fuerzas. Y cuando se rehidrató con unas cuantas botellas de agua y llenó su barriga de tallarines, sus fuerzas aumentaron considerablemente y pudo hacer que la barquita se deslizara por las planas aguas como un patín. ¿Pero por qué lo hacía? ¿Cuál era el plan? Ni idea.

—¿Qué vamos a…? —empezó a decir Csongor, pero Marlon lo interrumpió. Estaba colgando el teléfono.

—Le he dicho que gao de tamen ji quan bu ning —dijo.

—¿Y eso qué significa?

Marlon sonrió, impacientando a Csongor mientras preparaba la traducción.

—Haz que ni sus perros ni gallinas estén en paz.

—¿Y eso es…?

—Que la líe parda, más o menos.

—Vale. ¿Y luego qué? —Csongor dejó de remar y miró a Marlon.

Marlon señaló significativamente el barco.

—Las ruedas —dijo.

Csongor se dio media vuelta y miró. Marlon había usado la palabra equivocada, pero estaba claro a qué se refería. Todos los neumáticos arrumbados del mundo industrializado parecían haber acabado aquí en la costa de China, donde eran usados por los lugareños igual que sus primos los marineros de agua dulce usaban el bambú: como la Sustancia Universal de la que podían hacerse todos los demás objetos sólidos. A veces tenían que ser reprocesados una y otra vez para cumplir su función prevista. En otros casos, seguían pareciendo neumáticos. Todos los barcos (no, todos los objetos flotantes) en este universo estaban protegidos por todos lados por neumáticos colgados de sus bordas, colocados en filas como escudos en un barco vikingo. Este no era ninguna excepción. Colgaban sobre la línea de flotación. Sería fácil extender los brazos desde la barca, agarrarse a uno, y usarlo para trepar y abordar el barco. «Las ruedas.»

—Esto no es ningún videojuego —dijo Csongor—. Es real.

—¡Entonces vuelve real, gilipollas! —sugirió Marlon.

No era una expresión amable ni bien expresada, pero Csongor entendió el significado.

—Quieres coger ese barco —dijo Csongor. Solo para asegurarse de que los dos se entendían.

—¿Conoces algún otro modo de salir de China?

—¿Adónde vamos?

—¡Adonde sea!

—¿Cómo vamos a…?

—¡Escucha! —dijo Marlon—. Lo está haciendo.

Csongor se volvió hacia el barco de pesca, que estaba ya sorprendentemente cerca, y oyó golpes y gritos y las voces de hombres airados. Un pestillo de acero chasqueó, se abrió una puerta, y la cacofonía, que sonaba apagada, se extendió sobre las aguas: una voz de mujer, apenas reconocible como la de Yuxia, gritando y, supuso, maldiciendo, y el sonido de cristales rompiéndose. Hombres diciéndole que se estuviera quieta.

—¿Recuerdas esto? —preguntó Marlon.

Csongor miró a Marlon, que se hacía ahora un poco más visible para él por la luz que brotaba de los ventanos del barco de pesca, y vio que tenía en la mano uno de los objetos que habían identificado antes como granadas aturdidoras.

—Llévate dos —dijo Csongor. Se metió la mano en el bolsillo, sacó la segunda granada, y se la entregó a Marlon. Se echó al hombro la correa del bolso, para no perderlo pasara lo que pasase a continuación, y sacó la pistola. Jones la había identificado, antes, como una Makarov. Retiró la corredera para verificar que había una bala en la recámara y, recordando su error de antes, la amartilló antes de ponerle el seguro.

Luego se la guardó en la cintura, cogió los remos y empezó a remar con todas sus fuerzas. Había atisbado una oportunidad, aunque improbable, de salir de China.

Sokolov despertó en una oficina completamente silenciosa. Y sin embargo, alojado en su memoria a corto plazo, estaba el sonido de la puerta de un ascensor abriéndose.

Se obligó a no volver a dormirse y pronto escuchó débiles voces.

Palpó en la oscuridad y verificó que su pistola y su linterna estaban donde las había dejado, junto a su cabeza. Se llevó una rodilla al pecho, luego otra, para poder atarse los zapatos. Fueran quienes fuesen, los visitantes se movían con cautela, explorando, discutiendo. No era una de esas visitas de patada en la puerta.

Ahora se habrían detenido junto a las puertas de cristal. Sokolov las había cerrado con el candado de cable. Estarían intentando hallar un modo de franquear esas puertas, debatiendo si romper el cristal o no. El ruido sería estupendo, pero estaban en mitad de la noche, y el edificio estaba vacío en su mayor parte.

Sin saber cuántos eran ni cuáles podrían ser sus intenciones, Sokolov decidió retirarse y acechar. Se levantó y puso un pie en el lazo de cable de red que había atado antes, apoyó su peso y estiró la pierna, asomando así la cabeza y los hombros por el hueco del techo.

Dejó la pistola, el cargador y la linterna de momento en lo alto de una placa adjunta. Entonces extendió la mano y se agarró al pesado acero. Una vez hecho eso, fue fácil alzar las rodillas y dar la voltereta, colgando por las manos mientras metía las piernas por las aberturas triangulares del puntal. Tras conseguirlo, pudo colgar por las rodillas, boca abajo, las manos libres.

Tiró del cable tras él y lo dejó a un lado sobre las placas del techo.

De la entrada llegaron un par de golpes de exploración, seguidos de un estrépito tremendo y un largo crescendo de agudos tintineos mientras los fragmentos de cristal se esparcían por todo el suelo del vestíbulo. Prestó atención durante unos segundos, solo para calibrar cuántos eran y cómo se movían. Luego cogió la placa suelta del techo y la puso en su sitio.

Al hacerlo, algo llamó su atención en la mesa de abajo: su teléfono y un trozo de papel. Estaban en el bolsillo trasero de sus pantalones de vestir. Normalmente, llevaba pantalones con cremalleras en los bolsillos y las mantenía cerradas. Así no tenía que preocuparse de que se le cayeran las cosas mientras no estaba recto y vertical, y a su vez le permitía libertad para hacer uso de sus bien ganadas habilidades a la hora de tirarse y rodar.

Pero el traje de chaqueta de Jeremy Jeong había convertido ese entrenamiento en una mala costumbre.

No había nada que hacer: pudo oír a los intrusos llegando a la oficina. Colocó con cuidado la placa restante en su lugar. Luego recogió la linterna y se la puso en la boca, apagada por el momento. Recogió la Makarov y cargó una bala con un movimiento lento y cuidadoso de la corredera, apagando el sonido lo mejor que pudo con la mano. El cargador de repuesto era un problema, ya que seguía colgando boca abajo y no podía fiarse de ninguno de sus bolsillos. Lo dejó donde estaba por ahora, pero practicó tantear con la mano en la oscuridad hasta que pudo encontrarlo al primer intento.

Y luego ya no pudo hacer nada durante al menos un cuarto de hora, excepto escuchar. Y ni siquiera escuchar era algo especialmente bueno ya que estaba separado de lo que escuchaba por un falso techo de placas que había sido diseñado específicamente para amortiguar el sonido. Y los intrusos, al menos al principio, intentaban moverse con sigilo: no tenían ni idea si había alguien en la oficina o qué tipo de recepción podían esperar, y por eso tenían que despejar la zona. Despejarla, en el sentido en que una unidad militar o policial repasaba cada habitación de una casa para asegurarse de que ningún atacante estaba escondido en ninguna parte. Por lo poco que Sokolov podía deducir basándose en los sonidos, parecían saber lo que estaban haciendo: no caminaban por ahí como idiotas, juntos, asomando la cabeza en los despachos, sino que saltaban de puerta en puerta y se comunicaban con murmullos de una sola palabra, o tal vez con lenguaje de signos. En otras palabras, habían recibido algún tipo de entrenamiento. Y tenían que estar armados: no tenía sentido que hicieran lo que estaban haciendo a menos que contaran con armas y las tuvieran en la mano y listas para abrir fuego.

Pero finalmente llegó un momento en que empezaron a hablar en voz normal. Sokolov oyó los leves chasquidos metálicos de las armas cuando volvieron a colocar los seguros.

Los intrusos (Sokolov calculó que eran cuatro o cinco) no hablaban en chino. Como había oído un montón de lenguas de Asia Central supuso que era una de ellas, pero no pudo entender una palabra. En una ocasión oyó a un hombre hablar rudamente en chino y una mansa voz china respondiendo. Debían de tener un rehén.

Durante varios minutos, prestaron mucha atención al ordenador. Sokolov lo había dejado apagado, ya que le daba mala espina compartir espacio con una máquina inteligente que estaba conectada a Internet todo el rato. Lo encendieron y pasaron un rato curioseando. Se aburrieron pronto pues no encontraron nada, y por eso al menos uno de los hombres empezó a recorrer la oficina. Sokolov pudo ver algún reflejo ocasional de su linterna.

Ese hombre acabó directamente debajo de Sokolov. Permaneció en silencio unos segundos, y luego llamó a sus camaradas.

Unos cuantos se congregaron debajo, y Sokolov supo que estaban mirando el teléfono que se le había caído.

Entonces tuvo lugar una conversación curiosa, donde varias voces decían unas cuantas palabras más o menos al unísono, seguidas por una pausa, seguidas luego por una repetición de lo mismo. Sokolov no estaba seguro de cómo interpretarlo hasta que oyó decir «Westin». Entonces comprendió que estaban repasando las fotos del teléfono, mirándolas una a una y tratando de identificarlas.

Cuando terminaron con las fotos hubo una discusión general durante un rato. No pareció llevar a ninguna parte. Ni lo haría. No había nada interesante en el teléfono. Solo los números de algunos hombres muertos.

Entonces uno de ellos empezó a hablar en chino. Entrecortadamente. Como si leyera.

Sokolov oyó claramente la palabra «Gulangyu».

Era el papel, el que se había caído a la mesa junto con el teléfono. El papel donde había copiado la dirección de Meng Anlan.

Esto los alborotó como no había conseguido hacerlo el teléfono y llevó a que uno de ellos cogiera su propio teléfono e hiciera una llamada. Discutieron en un idioma que Sokolov reconoció como árabe. Sabía unas cuantas palabras, pero una vez más lo único que pudo distinguir a través del techo fue «Gulangyu».

Eso y «De acuerdo» repetido varias veces.

Unos cálculos a continuación. Sokolov podía deslizar la placa del techo y empezar a disparar. Sin duda podría eliminar a algunos antes de que le quitaran los seguros a sus armas y empezaran a disparar a su vez. Pero cuando dispararan, le resultaría muy difícil moverse desde esta posición tan increíblemente expuesta; y todo lo que tendrían que hacer ellos era vaciar sus cargadores en su dirección general y pronto estaría muerto.

Aún más, ahora estaba seguro de que Jones no se encontraba entre los hombres de abajo. Estos hombres hablaban una lengua de Asia Central que Jones no conocería. Pero cuando hicieron la llamada telefónica, pasaron al árabe. En ese momento debían de estar hablando con Jones. De modo que, si por algún milagro, Sokolov pudiera matar a todos los tipos de allá abajo, no acabaría con Jones.

Ahora tal vez planeaban una expedición al apartamento de Olivia. Si era así, quería detenerlo antes de que llegaran.

Tal vez podría esperar a que salieran de la habitación, bajar, localizarlos desde algún sitio donde pudiera lanzar un ataque, y acabar con todos.

Pero acababan de darle a Jones por teléfono la dirección de Olivia. Así que el gato había escapado de la caja. Aunque pudiera detener a todos estos tipos, eso tal vez no protegiera a Olivia, si Jones iba ahora de camino por su cuenta.

Esa sí que era una idea. Si Sokolov fuera a Gulangyu ahora, ¿había alguna posibilidad de que pudiera interceptar a Jones allí y acabar con este asunto esa misma noche?

Su mente decidió en cuanto se formó la idea.

Los hombres de abajo se movían ahora con decisión, presurosos por salir de este lugar y embarcarse en su siguiente misión. Sokolov esperó hasta estar seguro de que se habían marchado, entonces apartó una placa y miró alrededor. Nada.

Pero podrían haber sospechado que estaba allí arriba y dejado a alguien para que lo matara cuando saliera.

Así que se agarró al puntal de acero, se aupó, sacó las piernas, las pasó por el hueco y simplemente se dejó caer, aterrizó en la mesa de reuniones y luego de un salto y un giro se lanzó hacia la puerta.

La atravesó con una voltereta, se agazapó, el arma en alto, y se volvió a mirar a ambos lados. Nada. Pero…

Se dio un susto de muerte. En el suelo había tendido un hombre a no más de tres metros de distancia.

Pero estaba inmóvil, las manos sujetas a la espalda por unas correíllas de plástico. Y estaba desnudo.

No, no exactamente inmóvil. Todavía se estremecía. Una gran mancha se extendía cerca de su cabeza, que estaba doblada en un ángulo extraño. Le habían cortado la garganta.

Sokolov recuperó su cargador y otros artículos del caos disperso ahora por la mesa, pero se detuvo al salir de la suite para iluminar con la linterna la cara del muerto. Era chino.

¿Por qué le habían quitado la ropa?

Porque les resultaba útil para algo.

Un uniforme. El tipo era policía, o guardia de seguridad.

Ni yao gao de tamen ji quan bu ning.

Para Marlon era fácil decirlo. Para Yuxia era difícil cumplirlo, encerrada como estaba en un camarote de paredes de acero donde todo lo importante parecía estar soldado. Aquí había poco que una persona pudiera aplastar o romper. Había intentado romper el cristal de la portilla y casi se rompió la mano. Pero había una silla de madera que no estaba clavada, y descubrió que podía levantarla y emplearla para golpear. Sus primeros intentos fueron salvajes y golpeó la puerta de acero, tan fuerte que la silla misma empezó a desintegrarse y a enviar fragmentos de madera seca rota de vuelta contra su cara. Se quitó las astillas del pelo, luego cogió con las dos manos la parte más grande de la silla que todavía quedaba de una pieza y volvió a ponerse a trabajar, empezando por golpear el cristal de la portilla. El cristal no se inmutó. Golpeó con más fuerza. Nada. De algún modo esto la irritó más que el engaño de Ivanov, ser esposada al volante, el secuestro de Zula o que la metieran de cabeza en agua salada.

No gritaba lo suficiente. Empezó a soltar un profundo gruñido desde el vientre con cada golpe. Como esa tenista americana, la negra grande, que gritaba cada vez que golpeaba la bola. Además, gritar era parte de liarla parda, ¿no? Se encogió como un jugador de béisbol y golpeó lo que rápidamente quedaba reducido a un palo corto de madera y gritó con todas sus fuerzas y descargó un golpe sañudo contra la portilla, aunque falló. Esto la enfureció aún más, así que tomó aliento y soltó otro grito y descargó otro golpe salvaje que volvió a fallar. Empezó a mezclar sus gritos con maldiciones que había aprendido de las mujeres de su aldea cuando estaban muy enfadadas con los hombres de sus vidas, y finalmente dio un golpe tan fuerte contra la portilla de cristal que la resquebrajó. Los hombres del barco habían cubierto la portilla con periódicos y alguien al otro lado los quitó y se asomó al cristal roto justo a tiempo de ver otro ataque con la pata de la silla directo contra su cara. Se apartó mientras trozos de cristal volaban de la fractura cada vez mayor, y cuando volvió a asomarse, le gritó.

Unos cuantos golpes más y una cuña de cristal saltó. Tres hombres más se reunieron con el primero. ¡Cuatro! Solo había seis hombres en todo el barco. Yuxia agarró la pata de la silla como si fuera la mano de un mortero y empezó a usar lo que quedaba de cristal como almirez, atacándolo con golpes cortos. Era, más que nada, una forma de recuperar el aliento. Vio moverse el picaporte de la puerta y supo que venían; se apartó de la puerta, tomó todo el aire que pudo, y recibió al primer hombre en entrar con una andanada de insultos que, si hubiera comprendido el dialecto que empleaba, sus genitales se habrían encogido hasta convertirse en algo parecido a pasas. Otros hombres siguieron al primero a través de la estrecha escotilla y se desplegaron por los laterales, contra las paredes, fuera del alcance de la pata de la silla. La expresión de sus rostros era de auténtico miedo. Yuxia se había convertido en una loca, una bruja. Porque solo una loca o una bruja se comportaría de esa manera cuando estaba totalmente en manos de un grupo de hombres que podían violarla y matarla cuando se les antojase.

Un hombre entró en el camarote con tanta fuerza que prácticamente derribó a los otros. Era el capitán del barco. La odiaba. Se fue directo hacia ella. Yuxia instintivamente lo atacó con la pata de la silla, pero él debía de saber artes marciales porque la cazó al vuelo y se la arrancó de la mano y la arrojó despectivo al suelo y luego al mar.

Yuxia rebuscó en su bota y sacó el teléfono y lo alzó para que todos lo vieran.

—¡He llamado a la policía! —anunció—. Estáis todos muertos.

Esto era quizá lo único que podría haber detenido al capitán. Se quedó absolutamente inmóvil durante tres segundos.

Un objeto pequeño y cilíndrico rebotó en el umbral del camarote y aterrizó en mitad del suelo. No era la primera vez que Yuxia veía uno. Antes, ese mismo día, Marlon y Csongor habían descubierto un par de ellos entre los efectos personales de Ivanov, y habían hecho algunos comentarios, usando una terminología en inglés que ella apenas reconocía. Palabras no usadas comúnmente pero que había oído antes. «Granada» y «aturdidora». Por las películas, entendía bastante bien el concepto granada. La cosa que había en el suelo no se parecía a las granadas de las películas y por eso no la habría reconocido si no hubiera sido por la afortunada coincidencia de la charla en la furgoneta unas cuantas horas antes.

O tal vez no fuera tanta coincidencia.

Vio que a la granada le faltaba la anilla.

Yuxia se apartó, cerrando los ojos, y se llevó las manos a ambos lados de la cabeza.

Zula no podía recordar una época en que no hubiera sentido que llamaba la atención. Sentada sola en el bar del Hyatt con ropa mojada y rota, no se sentía más fuera de lugar que de costumbre. Se había habituado a ello. La miraban varios hombres de negocios que, suponía, se preguntaban cómo una puta adicta al crack había conseguido llegar a Xiamen.

Los únicos hombres presentes que no la estaban mirando eran una pareja sentada en la mesa de al lado: un par de tipos de Oriente Medio/Sudeste Asiático con gruesos chaquetones impermeables. Sin embargo, incluso ellos miraban a Zula por el rabillo del ojo, por si tuviera la intención de echar a correr.

De todas formas, no tuvo que esperar mucho a que los dos pilotos bajaran. Uniformados y todo. Llevaban sus maletines especiales de piloto y arrastraban tras de sí sus maletas con ruedas como si fueran perros cúbicos. Estaban preparados. Zula había hablado con ellos con el teléfono de Jones. Llamó a la operadora del hotel, pidió que la pusieran con los dos rusos que se habían registrado al mismo tiempo hacía tres días. Tardaron un rato en encontrar las habitaciones, pero el primero de los pilotos que llamó, Pavel, cogió el teléfono a la primera llamada. Contrariamente a lo que pensaba Jones, no estaba tirado viendo pornografía y bebiendo. Estaba esperando.

Naturalmente, lo que esperaba era la voz de Ivanov, hablando en ruso. Zula hablando en inglés fue una clara sorpresa. Pero ella pudo convencerlo de que, sí, era la chica que vino en el vuelo esta semana. Que algo había salido mal con el plan. Y que sería mejor que bajara y se reuniera con ella en el bar del hotel.

Pavel y el otro piloto, Sergei, se acercaron con cautela, mirándola de arriba abajo. Como haría cualquier otra persona cuerda.

—Por favor —dijo ella con un gesto—. Siéntense.

Incluso eso requirió cierta persuasión.

Pero no pasaba nada. No tenía que persuadir a Pavel y Sergei de nada más. Solo de que se sentaran a la mesa.

En cuanto ocuparon sus asientos, los dos hombres de los chaquetones impermeables se levantaron y trajeron sus aguas minerales y se reunieron con ellos. Cinco entonces a la mesa. Pavel y Sergei se sorprendieron aún más que al principio. Pero la situación quedó interrumpida cuando una camarera se acercó a tomar la comanda. Zula notó con aprobación que ambos pilotos pedían bebidas no alcohólicas.

Uno de los hombres con chaquetón (Khalid) anunció:

—Esta noche volarán a Islamabad.

Entonces sonrió dulcemente mientras Pavel y Sergei estallaban en una risa nerviosa.

—¿Dónde está Ivanov? —quiso saber Pavel. Lo había preguntado varias veces durante la llamada telefónica. Pero Zula no había contestado directamente hasta ahora.

—Muerto —dijo, y miró significativamente a Khalid.

Pavel y Sergei no se lo creyeron. Pero solo durante un instante.

—¿Quién es este hombre? —le preguntó Pavel.

Khalid soltó su bebida, extendió la mano, agarró la cremallera de su chaquetón y la bajó hasta su vientre. El atuendo se separó para descubrir una especie de chaleco, cosido con lona, que albergaba una fila de largos y finos bolsillos verticales en torno al torso. Cada bolsillo estaba lleno. En la parte superior de cada uno de ellos sobresalía un cilindro de plástico transparente, como una pieza de papel de cocina enrollada en torno a un tubo aplastado, del tamaño de un burrito gigante, de amorfa materia amarillenta, un poco como una pasta que no ha sido amasada todavía. De la parte superior de cada tubo de pasta emergían cables eléctricos. Todos estaban conectados y corrían hasta el hombro de Khalid y bajaban por la manga del chaquetón. Khalid tenía la mano en el regazo, pero en ese momento la mostró tímidamente a Pavel y Sergei, permitiéndoles ver un objeto negro de plástico rematado por un botón rojo.

Pavel y Sergei no pudieron encontrarle sentido durante unos instantes. Naturalmente, estaba claro que era un chaleco con explosivos. Sin embargo, ver uno allí mismo, en el cuerpo de una persona, era tan sorprendente que la mente no podía aceptarlo al principio. Era como si hubieras encontrado a Hitler en tu cocina.

—Me han ordenado que les diga que pasan cosas desagradables cuando eso estalla —dijo Zula—. ¿Hace falta? Quiero decir, el fondo de esta cuestión es que no solo nos matará a nosotros sino que básicamente volará medio edificio.

Ni Pavel ni Sergei tuvieron nada que decir.

La cremallera volvió a cerrarse.

La camarera les trajo las bebidas. Zula pidió la cuenta.

—También me han ordenado que les diga que hay dos taxis esperando fuera. Pavel irá en el primero, Sergei en el segundo. Uno de estos tipos con los chalecos irá en cada taxi, para mantener, supongo, la amenaza. Iremos directamente al aeropuerto y partiremos para Islamabad en cuanto obtengan el permiso de despegue. ¿Hay alguna pregunta?

No hubo ninguna.

Al guiar a los cuatro hombres por el vestíbulo hacia la salida, Zula se sintió como una terrorista.

Era emocionante.

No es que corriera peligro de sumarse a estos tipos. La obligación del burka, la lapidación y todo eso lo descartaban. Pero se había sentido carente de poder durante tanto tiempo (y sin embargo no había pasado tanto tiempo, menos de una semana), que salir del Hyatt con suficientes explosivos a su estela para derribar el edificio le proporcionaba una extraña sensación subrogada de poder; el cansado hombre de negocios que se registraba en el hotel seguía dirigiéndole la misma mirada de arriba abajo y sin embargo a ella ya no le importaba lo que pudieran decir. Había llegado mucho más allá, era parte de una realidad mucho más grande y más intensa que nada de lo que ellos pudieran imaginar. Ellos y sus opiniones hacia ella eran irrelevantes. Insignificantes.

¿Ser un hombre que había estado indefenso toda su vida? ¿Y tener este poder? ¿Ser capaz de acceder a esta sensación que estaba saboreando ahora mismo? Debía de ser la droga más poderosa del mundo.

Cuando se sentó en el asiento trasero del taxi, pudo ver por la expresión de Jones que también él estaba colocado con esa droga.

—Quiero dar media vuelta y volver a la ciudad —observó. Jugueteaba con la pantalla de su teléfono.

—¿Por qué?

—Encontramos a Sokolov.

De repente ella dejó de sentirse colocada. Esperó que no se notara demasiado en su rostro.

—O, al menos, sabemos adónde fue. A una casa en Gulangyu.

«¿Entonces qué va a pasar ahora?», quiso preguntar. Pero no deseaba meterse en problemas por meter la nariz donde no debía.

Él la miraba como si pudiera leerle la mente. Quería decírselo. Quería que ella preguntara.

Se negó a darle esa satisfacción.

—Van a ir allí ahora —dijo—, y se encargarán de él.

Si su experiencia como creador de REAMDE le había enseñado algo a Marlon, era que siempre había alguna cosa que salía estrepitosamente mal en cualquier plan, y nunca sabías qué era hasta que sucedía. En este caso, fue que Csongor remaba con demasiada fuerza. Marlon había encontrado al húngaro en circunstancias extremadamente caóticas, y durante la mayor parte de su relación había estado demasiado distraído para prestar mucha atención a la presencia física del hombre. Con metro noventa de altura, Marlon se consideraba a sí mismo inusitadamente alto. Pero al mirar a Csongor, tenía la desacostumbrada experiencia de ver a alguien que era más alto aún. Y casi podría jurar que Csongor lo doblaba en peso, aunque sabía que eso no podía ser posible. Tenía cierta protuberancia en el torso, pero no lo que podríamos llamar grasa acumulada; su cabeza era grande y ancha, pero no tenía papada de más. La potencia con la que impulsaba los remos producía en Marlon la nerviosa sensación de que la barca se sacudía bajo él, y eso era solo remar de manera normal. Durante el último minuto o así antes de su colisión con el barco de pesca, a Csongor por fin se le había metido en la cabeza que estaba remando por su vida, y posiblemente por la de Zula, y había empezado a manejar los remos con tanta energía que Marlon se agachó por instinto y se agarró con una mano a cada borda.

Csongor, naturalmente, no podía ver adónde iba y por eso en los últimos momentos Marlon, que no confiaba en su capacidad para comunicarse en inglés, empezó a señalar a un lado y a otro, diciéndole hacia dónde dirigirse. No había contado con la ola que dejaba el barco a su estela, lo que hizo que su proa se alzara bruscamente casi al final; entonces uno de los neumáticos colgados en su costado los golpeó y volcó la barca en un instante. Marlon, que lo vio venir, dio un salto mientras la barquita giraba bajo él y consiguió agarrarse al borde de un neumático con una mano. La otra mano la siguió un instante después, y menos mal, porque de lo contrario habría perdido su asidero. El barco de pesca se movía más rápido de lo que había calculado, y tiró de él hacia delante. Esto requirió toda su atención durante un momento, pero entonces miró hacia atrás y vio la barca volcada que quedaba rápidamente a popa, y ni rastro de Csongor.

Entonces una mano salió del agua y tanteó inútilmente en la quilla volcada. Otra mano la imitó. La barca se agitó, como agarrada por un tiburón desde abajo. Csongor seguía intentando un modo de subirse, pero quedaba rápidamente a popa. Finalmente el torso de Csongor surgió en parte del agua y una mano se disparó y agarró el borde del último neumático. Al instante Csongor quedó enterrado en una ola propia, lo mismo que había golpeado a Marlon unos momentos antes: se movía a remolque de su propio brazo, y su cabeza rompía las olas. Pero con un poco más de esfuerzo y lucha, pudo sacar el segundo brazo del agua y agarrarse a una de las cuerdas de la que colgaba el neumático, y luego elevarse hasta que su cabeza quedó fuera del agua y pudo respirar.

Marlon dejó de mirar y atendió a sus propios problemas durante un momento. La parte superior de su cuerpo estaba fuera del agua, pero sus piernas se arrastraban detrás, creando una poderosa succión que amenazaba con arrancarlo del neumático. Poco a poco, como un escalador, buscó un asidero mejor y pudo sacar una pierna y apoyarla en un neumático, y esto redujo la succión y le dio el equilibrio para ascender y encontrar mejores asideros. Logró apoyar un pie en el borde del neumático y extender las dos manos por encima de la cabeza y agarrarse a la borda del barco.

Se arriesgó a mirar atrás y vio que Csongor había conseguido resultados similares. La barquita de remos no se veía ya por ninguna parte. Csongor se agarraba con una mano, usando la otra para palparse el cuerpo y comprobar que la pistola estaba todavía donde la había puesto, y que el bolso seguía cruzado en bandolera sobre su cuerpo.

Entonces empezó a escalar, y Marlon lo imitó. En unos instantes, pudo rebasar la borda y agazaparse en la cubierta principal. No parecía haber nadie cerca. Por el sonido, Yuxia seguía haciendo un trabajo excelente liándola parda al otro lado.

Csongor, agachado en la popa, se volvió para mirar hacia el otro lado, luego se volvió hacia Marlon y se encogió de hombros, indicando que no veía nada. Se puso en pie, sacó la pistola del bolsillo, la comprobó, y empezó a andar hacia la parte trasera de la superestructura.

Marlon se sacó del bolsillo una de las granadas aturdidoras y metió el dedo en la anilla. Entonces se dirigió a la parte delantera de la superestructura, manteniéndose cerca del mamparo frontal por si alguien se asomaba desde el puente, y se asomó a la esquina. A unos tres metros de la popa asomaba luz por una escotilla abierta. Dos hombres, uno grande y otro más pequeño, estaba de pie en la pasarela de fuera, mirando. El más grande de los dos hizo una mueca y atravesó el umbral del camarote. En cuando desapareció, Marlon pudo mirar hacia popa y ver a Csongor allí.

Marlon empezó a andar hacia popa. Csongor empezó a avanzar. El hombre pequeño que estaba todavía en la pasarela vio primero a Marlon, y todo su cuerpo entró en una especie de espasmo. No pudo evitarlo: no pudo impedir verse sorprendido al ver a un extraño en su barco. Marlon lo miró a la cara y señaló a popa. El hombre se volvió a mirar en la dirección indicada y vio a Csongor alzando una pistola y apuntándole a la cara. Mientras el pobre tipo se distraía con esto, Marlon tiró de la anilla de la granada (fue sorprendentemente difícil) y luego extendió la mano y la arrojó al interior del camarote. Advirtió, entonces, que la puerta se abría hacia fuera y por eso le dio un empujón y la cerró y se apoyó contra ella justo a tiempo de sentir un poderoso estruendo que hizo estremecer su culo y sintió una vaharada de aire caliente y cristales rotos golpearle la cabeza.

Sokolov tenía una llave de tarjeta que le permitía llamar al ascensor, pero pensó que los yihadistas podían estar abajo en el vestíbulo, viendo el panel indicador. Podrían advertir que uno de los ascensores se ponía en movimiento y se detenía en la planta 43, y si era así, simplemente podrían matarlo cuando la puerta se abriera. Así que cogió mejor las escaleras, como había hecho Zula el otro día. Las bajó rápido, saltando por las barandillas y rebotando en las paredes. Pero seguía moviéndose mucho más despacio que aquellos tipos en el ascensor.

Temiendo que la salida de emergencia pudiera hacer saltar una alarma, corrió el riesgo en la puerta del vestíbulo, y la abrió un poco para comprobar si habían preparado una emboscada. No había nadie.

Podrían estar esperando para emboscarlo en las plantas de fuera, pero si sabían que estaba allí y quisieran hacerlo, lo habrían hecho de forma diferente. Así que salió impasible del edificio, bajó el camino de acceso y llegó a la calle. Entonces echó a correr, dirigiéndose a las terminales de los ferris, a menos de un kilómetro de distancia. Todo el camino estuvo alerta por si aparecían los yihadistas, pero no vio nada.

Un ferry cargaba en la terminal para Gulangyu. Sokolov trazó un amplio rodeo, evitando las farolas, y se dirigió a un muelle más pequeño y más bajo, donde había amarrados varios fuerabordas, con sus conductores fumando y charlando. Eran los taxis de alta velocidad para los pasajeros con dinero, y Sokolov los había observado con interés todo el tiempo que llevaba en Xiamen.

Por el camino había hecho buen reembolso en el Banco de CamelBak. Dejó que los taxistas vieran el fajo de billetes magenta en su mano. Esto atrajo su atención. No de un modo favorable. Los hizo ponerse nerviosos y recelar. Sokolov no podía preocuparse ahora mismo de su estado emocional. Señaló el agua con la cabeza y dijo:

—Gulangyu.

Uno de los taxistas fue más rápido que los demás; Sokolov acabó en su barco. Era del tipo de pequeño barco de placer que se ven a millones en los lagos y ríos de todo el mundo: un esquife blanco de fibra de vidrio con un gran motor fuera borda detrás, capaz de alojar a seis personas cómodamente. En un compartimento abierto había salvavidas de color naranja, probablemente cumpliendo alguna normativa, y ponchos de plástico desechables para los pasajeros con ropa fina que fueran sorprendidos por algún súbito aguacero.

El ferry había zarpado ya. A esta hora de la noche no había mucha gente que se dirigiera a Gulangyu. La mayoría de los pasajeros permanecía en el interior del ferry, iluminado, con techo y paredes de plexiglás, quizá para evitar el leve atisbo de frío en el aire; aunque aquí «frío» quería decir que a una mujer con un vestido con cintas finas como spageti podría ponérsele la carne de gallina al estar expuesta a la fuerza del viento.

Ni pizca de frío sentían cuatro pasajeros varones agrupados en una cubierta despejada en la proa del ferry, que miraban a Gulangyu señalando y charlando.

Mientras el bote adelantaba al ferry (pues iba el doble de rápido), Sokolov cogió un poncho de plástico, se lo echó sobre los hombros, y asomó la cabeza por el agujero central, luego se puso la capucha. Se la dejó puesta y no miró atrás, hasta un par de minutos después, cuando el taxista apagó el motor y dejó que el barquito se deslizara los últimos metros hacia la terminal de Gulangyu.

Mientras desembarcaba, Sokolov volvió la vista atrás y vio que el ferry no estaba tan lejos como esperaba. La lancha había acelerado más rápidamente al principio del viaje y lo había adelantado, pero el ferry, una vez en marcha, se movía más deprisa de lo que parecía.

De todas formas, seguía habiendo motivos por los que la gente pagaba más por las lanchas rápidas, y Sokolov supuso que tenía que ver con la congestión en las terminales. La isla de Gulangyu tenía parques, atracciones turísticas y bares que atraían a los jóvenes, muchos de los cuales intentaban volver a Xiamen en este momento, y por eso la terminal de este lado estaba mucho más abarrotada.

Hizo ademán de quitarse el poncho de plástico, pero entonces se lo pensó mejor. El taxista lo miró con extrañeza. Sokolov extendió la mano, la palma hacia arriba, y miró al cielo, tratando de comunicar por señas: «¿No le parece que va a llover?» No podía decir si el taxista lo entendía o no. Finalmente metió la mano dentro y sacó un par de billetes magenta. El taxista los aceptó y se dio media vuelta. Transacción finalizada.

Sokolov se echó la capucha sobre su cabeza afeitada. Se había rapado el pelo para hacerse más difícil de identificar, en el caso de que la OSP hubiera encontrado algún testigo de los acontecimientos de esta mañana o hubiera captado algo en las cámaras de vigilancia. Pero ahora lo hacía destacar y lo ponía en desventaja.

Atravesó el parque que asomaba al muelle para alejarse, sobresaltando a unas cuantas parejas de jóvenes enamorados, y luego cortó colina arriba por una empinada calle que se abría paso entre viejos muros de piedra. Era una de las pocas carreteras que aparecían en el mapa. Serpenteaba de un lado a otro, siguiendo los empinados contornos de la isla, evitando enormes macizos de piedra gris repletos de enredaderas, atrapados en las monstruosas raíces de los árboles, y ocasionalmente tallados con escaleras. De vez en cuando, al doblar una esquina, Sokolov se detenía y miraba atrás para ver si alguien venía por el mismo camino. No vio nada obvio. Pero la red de carreteras de la isla era un laberinto, y se podía llegar al edificio de Olivia desde más de una dirección.

De hecho, no estaba completamente seguro de dónde se hallaba; le parecía que tendría que haber llegado ya, pero en la oscuridad no podía ver ninguna de la referencias indicativas en las que se había fijado antes.

Su vista quedó bloqueada durante un rato por una hilera de altos árboles que crecían en la parte interior de un muro, marcando el límite de un complejo: una escuela o una institución gubernamental. Entonces llegó a un cruce y vio la referencia que estaba esperando: un hotel construido en lo alto de un promontorio rocoso, con terrazas y jardines que permitían una buena vista de Gulangyu, el estrecho, y la ciudad más allá. Había permanecido aquí un rato hoy, contemplando el patio del edificio de Olivia, viendo a la gente ir y venir, y tratando de elaborar un Plan C para entrar en el apartamento después de que los Planes A y B lo hubieran expuesto a riesgos inaceptables de ser detectado.

Así que ahora comprendió dónde estaba y dónde tenía que ir: por una calle que se bifurcaba a la izquierda. Pero bajando por esa calle, hacia él, llenando su anchura de una pared a otra, venía un grupo de media docena de jóvenes que, lo notó, habían estado disfrutando de unas copas y se dirigían ahora a la terminal de ferris. Se hallaban en un estado de embriaguez alegre y gregario, acosando a todo el que veían y tratando de entablar conversación de un modo que parecía amistoso pero en realidad era bastante agresivo. Uno de ellos ya había visto a Sokolov, absurdamente llamativo con su cabeza afeitada y su poncho de plástico, y lo señaló a uno de sus amigos. Sokolov se desvió a la otra rama de la calle y, en cuanto quedó fuera de la vista, salió corriendo durante unos cien metros para escapar del alcance de sus gritos.

Un callejón se presentó a su izquierda, y se internó en él. Tras seguirlo hasta el acechante hotel, empezó a ver referencias que reconocía. Tras subir corriendo por una escalera de piedra flanqueada por grandes árboles viejos, salió a la calle algo mayor que pasaba ante el edificio de Olivia. Allí se topó con un par de señoras mayores que habían salido a dar un paseo y lo miraron como si fuera un tití en un zoo. Las saludó amablemente con la cabeza y se volvió en dirección al edificio de Olivia. Dos mujeres jóvenes salieron de una verja y lo siguieron por la calle, riendo y haciendo gestos de querer sacarle una foto para enseñársela a sus amigas. Sokolov avivó el paso y rechazó la oferta.

Tenía que salir de este puñetero país ahora mismo.

Entonces allí apareció. La verja del complejo que albergaba el edificio de Olivia, absolutamente distintiva a causa de un árbol que había echado raíces en lo alto de la pared adjunta y extendía sus extraños miembros retorcidos por toda la mampostería, tratando de encontrar tierra donde crecer, posiblemente buscando refugio de la implacable atención de tres tipos distintos de enredaderas en flor que lo utilizaban como espaldera. Sokolov miró en todas direcciones y no vio nada raro en la calle. Atravesó la verja y entró en el jardín amurallado que rodeaba el edificio.

El lugar había sido construido al estilo general europeo tal como lo había reinterpretado el artesano local que el dueño había podido contratar hacía cien años. Era vagamente clásico, con una fila de cuatro finas columnas que sostenían un porche y, encima, un balcón. Ante él, en el porche, recortados contra las luces de la entrada, había cuatro hombres que comprobaban el lugar y hablaban por teléfono, moviendo la cabeza a un lado y a otro. Sokolov, sintiéndose como un niño que juega a algún tipo de juego ridículo, se ocultó tras un árbol para que no pudieran verlo si miraban atrás. Había pasado muchísimo tiempo desde la última vez que se vio reducido a esconderse tras un árbol, y no lo consideró un gran logro profesional.

Uno de los cuatro hombres iba vestido con un uniforme que le quedaba grande.

Sokolov se agachó y miró a través de un matorral.

El hombre de uniforme subió la escalinata de entrada y atravesó una fila de cuatro puertas de madera, con ventanas de cristal pero protegidas por barrotes de hierro. Más allá había un amplio vestíbulo de entrada, probablemente un recibidor en la época en que fue la mansión de un importante hombre de negocios. En esa nueva encarnación, estaba lleno de buzones de correos y tenía unos cuantos bancos y mesitas. Una serie de puertas interiores lo aislaban de las escaleras que daban acceso a los diversos apartamentos, pero Sokolov sabía que no estaban cerradas con llave gracias a su anterior exploración. El edificio no era seguro: el único cerrojo entre esos hombres y el interior del apartamento de Olivia era el de su puerta.

Los otros tres hombres echaron un último vistazo alrededor y entró.

Sokolov salió de su escondite y corrió hasta el lado del edificio que daba al agua y las luces de Xiamen. La pequeña terraza de Olivia estaba a dos pisos por encima de su cabeza. Un árbol brotaba del suelo cerca de la esquina del edificio, demasiado cerca. Probablemente había sido plantado al principio de la Segunda Guerra Mundial. Había crecido salvaje durante las décadas en que nadie cuidó del lugar, hasta que los nuevos dueños, al encontrar este árbol maduro de quince metros en su propiedad, fueron a por él con sierras, cortaron las ramas inferiores, y lo podaron hasta convertirlo en algo que se parecía más al producto de un jardín. No era el árbol más fácil ni más difícil de escalar que había conocido Sokolov: el único motivo por el que no lo había escalado antes fue que, a plena luz del día, podían haberlo visto desde las ventanas de los apartamentos de los pisos más bajos.

Lo escaló ahora, sin mucha gracia ni dignidad, pero no se cayó ni perdió mucho tiempo. Una rama superviviente brotaba arqueada desde el tronco hacia la esquina del edificio. Trepó por ella, hasta que quedó a un par de metros del techo del edificio. El salto no era especialmente difícil, aunque los zapatos de vestir de Jeremy Jeong lo traicionaron mientras se lanzaba y acabó alcanzando el alero con el vientre en vez de aterrizar de plano sobre las tejas como había previsto. Extendió la mano izquierda y se aferró a la abrazadera de una antena parabólica. Con la derecha agarró el cable coaxial que conectaba con ella. Luego se sujetó al cable con las dos manos y se deslizó hasta que sus pies encontraron lo que estaba seguro que era la barandilla de hormigón de la terraza de Olivia. Apoyó su peso, se inclinó hacia atrás para soltarse del alero del edificio, y giró y se dejó caer a la terraza. Esta era apenas lo bastante grande para alojar una silla y una mesita. Desde aquí, el acceso al apartamento quedaba contenido por una puerta de cristal con reja de hierro. A través de ella podía ver hasta el dormitorio y el pequeño saloncito que había más allá.

La puerta estaba cerrada con llave. Antes, la había abierto sacando los pernos de la bisagra, pues había advertido en una de las fotos del teléfono de Olivia que los instaladores habían cometido el enorme error de dejarlos por fuera. De todas formas, había necesitado varios minutos desatornillando.

No podía ver a Olivia, pero sí veía su sombra moviéndose en la pared y el suelo. Estaba seguro de que se hallaba cerca de la puerta del apartamento.

Sacó la linternita de la bolsa, la deslizó entre los barrotes, y llamó bruscamente al cristal. Entonces la encendió y se apuntó a la cara.

La sombra se detuvo y luego empezó a moverse muy despacio. Olivia se asomó a la esquina un instante, luego echó bruscamente la cabeza atrás. Sokolov pudo ver que se llevaba una mano a la boca. Entonces se arriesgó a echar otro vistazo.

¿Qué haría cuando lo reconociera? Llamar a la OSP sería una opción perfectamente racional.

En cambio, actuó con decisión y abrió la puerta de la terraza. Luego se hizo a un lado para dejarlo entrar en el dormitorio.

—Alguien está llamando a la puerta… Dice que es un guardia de seguridad —informó.

—Coge ropa oscura y de abrigo —dijo Sokolov—. Métela en una bolsa con agua y comida. Aparte de eso, ignóralo todo.

—¿Qué significa eso?

Todo.

Sokolov descorrió la Makarov, insertando una bala. Luego se la guardó en la cintura.

Se dirigió a la puerta del apartamento, descorrió el cerrojo y la abrió.

El hombre con el uniforme del guardia de seguridad estaba allí de pie, con la mano alzada para volver a llamar. Dos de sus amigos acechaban un par de pasos más atrás. El tercero estaba más lejos, vigilando las escaleras.

Sokolov agarró al «guardia de seguridad» por el pelo, lo arrastró al interior del apartamento, cerró la puerta de golpe, y le echó la llave.

El guardia sacó un cuchillo (Sokolov lo notó por la forma en que había decidido moverse) y trató de golpearlo con una puñalada directa. Sokolov la bloqueó hacia fuera con el antebrazo derecho, enroscó el brazo alrededor del brazo del hombre como si fuera una enredadera, sujetándolo por encima del codo, y luego dio un tirón hasta que oyó un crujido. El guardia de seguridad quedó muy cerca de Sokolov, un poco ladeado. Sokolov descargó la rodilla derecha contra la entrepierna del hombre. Cuando este se dobló, le metió el pulgar en la garganta para enderezarlo de nuevo, y luego le dio un cabezazo en la nariz, partiéndosela. Finalmente, Sokolov sacó el cuchillo del bolsillo del pantalón, aprestó el brazo sobre el hombro opuesto como para descargar un revés al cuello, y rebanó con la hoja el cuello del guardia de seguridad.

Antes de que el hombre pudiera caer, Sokolov abrió de nuevo la puerta del apartamento y lo empujó, lanzándolo directamente en brazos de sus amigos, chorreando sangre por ambas carótidas.

El otro amigo estaba de pie a un lado. Sokolov agarró al hombre por la chaqueta, lo atrajo y le metió el cuchillo por debajo de la barbilla hasta que el mango se detuvo contra la punta de su mandíbula.

El sonido de un arma al amartillarse: el hombre junto a la escalera. Sokolov dio un paso atrás, cerró la puerta del apartamento, echó la llave, y luego disparó la mitad del cargador a través de la madera, apuntando al hombre que sujetaba la carga del cuerpo del guardia de seguridad.

Al ver cómo había empezado el tiroteo, Sokolov comprobó su reloj, preguntándose cuántos minutos pasarían antes de que las autoridades cerraran la terminal de ferris.

Unas cuantas balas atravesaron la puerta en su dirección, pero era el hombre de las escaleras que disparaba desde el pasillo: las balas se clavaban en la pared en ángulo inclinado y se perdían mientras se abrían paso por la estructura interna. El arma era una pistola ametralladora que disparaba balas de pistola sin la energía cinética de los cartuchos de un rifle. Pero en unos momentos este hombre estaría delante de la puerta y dispararía de frente, y Sokolov quería estar con Olivia en un lugar distinto para entonces. Se dio media vuelta y entró en el dormitorio, donde Olivia guardaba cosas en una bolsa que tenía sobre la cama. Le quitó la bolsa de las manos sin detenerse, salió a la terraza, y la lanzó por encima de la barandilla. Con la otra mano cogió a Olivia por el brazo y la llevó hasta el pequeño balcón y la dejó de espaldas contra la pared exterior, que estaba hecha de ladrillo: sería suficiente para detener el tipo de munición que el yihadista superviviente pronto dispararía a través de la puerta principal. Sokolov se subió entonces a la barandilla de la terraza y se agarró a la yedra que había advertido que corría por la pared. Al tirar de ella, descubrió que se desprendía de la pared si aplicaba suficiente fuerza, pero estaba bien sujeta. Así que, a falta de mejores opciones, se sentó en la barandilla, pasó las piernas por el borde, y saltó. La enredadera se desprendió, rociándolo con polvo de escayola y restos vegetales, y cayó, a trompicones, pero con rapidez, durante un par de metros antes de que finalmente aguantara y lo detuviera. A partir de aquí pudo agarrarse a los barrotes de una ventana y descender hasta una altura donde fue posible saltar el resto del camino, hasta que llegó al suelo con una voltereta. Tras ponerse en pie, rodeó el edificio hasta llegar a la entrada, atravesó el vestíbulo y subió por las escaleras. La gente gritaba y chillaba en sus apartamentos. Trató de no pensar en lo que esto implicaba, y resistió la tentación de comprobar nervioso la hora. Lo primero era lo primero. Al mirar por el hueco de la escalera no vio a nadie: el pistolero se había apartado de su anterior posición y probablemente se había acercado a la puerta de Olivia. Oyó otra andanada de la pistola ametralladora. Así que subió los escalones de tres en tres y, después de comprobar la Makarov, salió al pasillo de la planta de Olivia.

El pistolero estaba justo delante de la puerta, que acababa de terminar de abrir de una patada. Al ver a Sokolov por el rabillo del ojo, ejecutó una típica acción tardía, mirando a ambos lados. Sokolov le disparó dos tiros a la cabeza. Por la forma en que el hombre se desplomó pudo ver que las balas le habían alcanzado en el cerebro y que estaba muerto, pero mientras se acercaba disparó dos veces más solo para asegurarse, luego cogió la pistola ametralladora, que el hombre había dejado caer al suelo. El cargador probablemente estaba ya medio vacío. Al registrar el cuerpo del hombre advirtió un cargador extra que sobresalía de un bolsillo, así que lo cogió. Vio además un teléfono, y lo cogió también. Y finalmente, lo mejor de todo, encontró su propio teléfono, que este hombre había cogido del piso franco y se había guardado en el bolsillo.

Atravesó entonces el apartamento, anunciándose para que Olivia supiera quién era.

Se inquietó al ver que ella ya no estaba en la terraza, pero al asomarse vio que había llegado hasta la calle, al parecer sin romperse ningún hueso, y estaba recogiendo las cosas que se habían salido del bolso cuando Sokolov lo arrojó. Silbó. Ella alzó la cabeza. Sokolov señaló la verja que conducía a la calle. Ella la vio y asintió. Sokolov giró sobre sus talones y salió del apartamento. Se quitó el poncho ensangrentado y lo arrojó al suelo, bajó corriendo las escaleras, salió del edificio y terminó de bajar los escalones de entrada a tiempo de ver la silueta de Olivia en la verja.

—A la terminal de ferris —dijo—. Evita las calles grandes.

Ella lo condujo colina arriba, cosa que no se esperaba, ya que el agua estaba generalmente hacia abajo… pero solo lo hizo para poder llegar a los terrenos de una escuela que había al otro lado de la calle. Cruzaron el patio y salieron por una verja trasera, siguiendo después por una serie de callejones y escaleras que los llevaron hasta uno de los grandes parques que se extendían a lo largo del lado de la isla que daba a Xiamen.

Al ver la terminal de ferris, Sokolov comprobó su reloj y descubrió que habían pasado cuatro minutos desde el principio del tiroteo. La mayoría de los departamentos de policía no podía responder tan rápido; pero si los polis locales estaban en alerta tras el desastre de esta mañana en Xiamen, era posible que tuvieran una presencia más grande de lo normal en las terminales de ferris. Y en efecto, a través de las puertas de la terminal Sokolov pudo ver a agentes de la OSP, al menos media docena de ellos, prestando atención a sus walkie talkies.

Redujo el paso.

Al ver lo mismo, Olivia se volvió hacia él.

—Necesitamos un taxi acuático rápido —dijo Sokolov.

Olivia señaló el parque cercano.

—Ve por ahí y espera al pie de la estatua grande.

No era posible confundir lo que esto significaba, igual que ningún turista en la bahía de Nueva York podía dejar de comprender lo que era «la estatua grande». Ella hablaba de una enorme imagen de piedra de Zheng Chenggong que se alzaba en un pedestal al borde del mar y estaba iluminada con reflectores que podían verse desde kilómetros de distancia.

—Contrataré un taxi acuático y me reuniré allí contigo —explicó ella.

A Sokolov le pareció ver sinceridad en su rostro. Confiar en ella era un riesgo, pero acercarse a la terminal de ferris en este momento lo era también. Asintió y se dio media vuelta y se dirigió al parque.

Era un parque grande, y tardó unos minutos en llegar a la estatua de Zheng Chenggong.

El pedestal surgía del agua y no era un buen sitio para subir a un barco, pero debajo había una pequeña franja de playa arenosa. Vio un taxi acuático virar hacia la bahía, así que bajó corriendo unos escalones de piedra que permitían acceder a la playa y esperó a que se acercara para poder llegar chapoteando. Pero el conductor paró el motor y no pareció dispuesto a acercarse más; Sokolov pudo oír una desagradable conversación entre Olivia y él.

El problema, tal vez, era que la gente normal no chapoteaba en el agua para subir a un taxi, y el simple hecho de que le sugirieran esto había levantado sus sospechas.

Miró alrededor. El pedestal de la estatua estaba a unos cien metros a su derecha. Corriendo a lo largo de su base había un paseo que se convertía en una pequeña carretera elevada que se extendía sobre las aguas poco profundas y rocosas hasta un peñasco del tamaño de una casa a un tiro de piedra de la orilla. Habían construido una especie de pequeño templo o mirador encima. Desde allí, otra pequeña carretera elevada se extendía hasta una roca aún más pequeña que albergaba un faro. Sokolov apuntó con su linterna al taxi para llamar su atención, luego señaló claramente en esa dirección. No quiso decir nada, ya que eso revelaría que no era chino. Obligándose a no echar a correr, recorrió caminando rápidamente la playa, subió una escalerita de piedra hasta el nivel de la carretera elevada y luego la cruzó hasta el peñasco. La carretera elevada lo rodeaba y luego continuaba hasta el faro. Para cuando Sokolov llegó al segundo tramo de la carretera, pudo ver que el taxi acuático se acercaba y la discusión continuaba.

Probablemente había levantado las sospechas de los taxistas locales con su conducta anterior. Se había corrido la voz. Tal vez incluso habían oído los disparos en lo alto de la colina.

La lancha se acercó. Sokolov le dio la espalda.

Olivia le habló en inglés.

—Se niega a llevarnos —anunció—. Así que le pregunté: «¿Qué quiere que haga, que salte y nade hasta la orilla?» Y al menos ha accedido a traerme hasta aquí para dejarme. ¿Puedes echarme una mano?

—Naturalmente —dijo Sokolov, y se volvió hacia la lancha.

La expresión del rostro del taxista era todo lo que Sokolov esperaba. Pero ya había apagado el motor y se acercaba. Extendió la mano para meter marcha atrás, pero Olivia interpuso el codo y se lo impidió. La lancha siguió acercándose. Sokolov saltó por encima de la barandilla del camino elevado y aterrizó en la proa, luego se lanzó por encima del parabrisas y se puso en pie a tiempo de intervenir en una pugna física entre Olivia y el taxista. Detuvo al hombre con una presa sencilla, solo para llamar su atención, y entonces le dejó ver la pistola ametralladora.

En ese punto, el conductor entró en razones y se sentó.

—Dile que vaya al norte rodeando Xiamen —sugirió Sokolov.

Olivia dijo algo. El conductor dio marcha atrás y luego viró hacia el canal abierto. Cuando dejaron atrás los bajíos, trazó un nuevo rumbo dejando a Gulangyu a la izquierda y el centro de Xiamen a la derecha, y aceleró.

Sokolov se sentó en la parte de atrás, sacó un salvavidas de una cesta, y se lo colocó a Olivia.

No tardaron mucho, así que cuando terminaron, se acomodó y disfrutó de la vista de la ciudad, los colosales puentes tendidos sobre los estrechos que la separaban del continente, el puerto de contenedores, los grandes cargueros anclados. No volvería a ver Xiamen de nuevo, eso seguro.

Algo tembló contra su pierna. Extendió la mano y sacó el teléfono que le había cogido al yihadista muerto. Tenía un mensaje de texto compuesto por signos de exclamación.

Sokolov revisó el menú de «llamadas recientes» y encontró catorce llamadas consecutivas y del mismo número, todas de las últimas diez horas o así.

Decidió si hacerlo o no. No era la empresa más conservadora ni segura. Pero ya habían dejado atrás la parte más desarrollada de la isla, rodeando la curva norte, la zona llana donde habían construido el aeropuerto. Dentro de unos pocos minutos, el territorio taiwanés quedaría a la vista.

Marcó rellamada.

—¿Estás bien? ¿Dónde está Zula?

—¿Estás bien? ¿Dónde está Zula?

—¿Estás bien? ¿Dónde está Zula?

Incluso con los ojos cerrados y vuelta de espaldas, el destello de la granada había dejado enormes parches púrpura flotando en el centro de la visión de Yuxia, oscureciendo la cara de Csongor. Pero sabía quién era.

—Se la llevaron —respondió.

La estaba sujetando por los brazos. Entonces la soltó. Ella se dio cuenta de que solo estaba de pie porque Csongor la había levantado. Así que hubo unos instantes, ahora, en que estuvo a punto de caerse y tuvo que controlarse y empezar a mover las piernas y recuperar el equilibrio. Acabó medio apoyada contra el poste de un camastro de acero soldado. El camarote estaba lleno de humo, y más humo surgía de un millar de diminutas ascuas que había visto extenderse por las colchas y ardían o se apagaban en las sábanas. Tosió y se llevó la mano libre a la boca. Csongor, mientras tanto, se puso en marcha y entró y salió del camarote. Lo vio recoger a un hombre caído en el suelo. Se lo cargó al hombro como si fuera un saco de arroz y salió. Hubo una salpicadura. Luego volvió a entrar en el camarote y repitió el procedimiento.

Desde fuera, ella oyó a Marlon poniendo una leve objeción.

—¡Esos hombres están aturdidos!

—Esto los despertará —dijo Csongor.

Por lo que a Yuxia concernía, lo único malo que Csongor estaba haciendo era que tal vez no causara la muerte de aquellos hombres. Quería arrojarlos al agua ella misma.

No podía oír los motores del barco y supuso que era porque la explosión de la granada la había dejado sorda. Pero tampoco podía sentir la vibración. Entre Marlon y Csongor tenía lugar una conversación apresurada y ansiosa. Yuxia salió a tomar aire. Vio al cocinero (el hombre que le había ofrecido té antes) acorralado contra la barandilla. Había estado viendo a Csongor arrojar a los demás tripulantes por la borda y daba por hecho que era el siguiente.

—Ese tipo fue amable con amigo —anunció Yuxia en inglés, y le dijo al hombre en mandarín que no iba a pasar nada. Pero no estaba segura de que entendiera el mandarín.

Ni Csongor ni Marlon la oyeron, ya que estaban subiendo con mucho estrépito una escalera de acero que conducía al puente, un nivel más arriba. Se produjo una especie de festival de fritos.

—Vamos a ver qué pasa —le sugirió Yuxia al hombre del té, e hizo un gesto de «tú primero» en dirección a las escaleras. Con gran nerviosismo, el hombre subió al puente del barco por delante de ella.

Csongor estaba de pie en un rincón, apuntando con una pistola a un tripulante que, al parecer, había permanecido a los controles mientras sucedía todo lo demás. Marlon le hablaba en mandarín.

—No tienes ninguna posibilidad —dijo, como si repitiera algo que había dicho antes y que el piloto fuera incapaz de comprender por pura estupidez—. Tienes que sacarnos de aquí. Llévanos a Taiwán o las Filipinas o donde sea. ¡No tenemos tiempo que perder!

El piloto pareció incapaz de tomar un decisión hasta que por fin el cocinero habló en fujianés y le informó de que habían arrojado por la borda a todos los demás miembros de la tripulación. Esto pareció causar una considerable impresión en el piloto. Por fin se volvió hacia la consola de control y empujó una manivela que hizo que los motores arrancaran. Yuxia sintió el barco acelerar bajo sus pies, lo cual era una buena sensación.

—¡Aléjanos de la costa! —ordenó Marlon, como temiendo que el piloto pudiera hacer un intento deliberado por varar el barco en la playa. El piloto hizo un intento de cambio de rumbo que hizo que la proa se apartara de la Isla Sin Corazón. No fue suficiente para Marlon, que dio un paso adelante y giró el timón en la misma dirección. Esto provocó un grito de pánico por parte del piloto. Yuxia lo tradujo al inglés.

—Dice que acabas de enfilar el barco directamente hacia Kinmen. Si seguimos este rumbo, nos volarán.

Marlon se apartó del timón y dejó que el piloto volviera a cambiar el rumbo, esta vez más al sur, pero estaba claramente receloso y nervioso y lo demostró paseando por el camarote y asomándose a todas las ventanas para comprobar que no iban hacia tierra.

—GPS —dijo Csongor, y señaló una vez con la cabeza hacia el puñado de pantallitas y aparatos electrónicos montados en la consola.

Instantes después se congregaron en torno al aparato que Csongor había advertido. Identificarlo como una unidad GPS había necesitado una observación cuidadosa. Era rudo y de aspecto industrial comparado con las unidades con brillantes pantallas en color que alguna gente tenía en el coche. La pantalla de este era diminuta y gris y mostraba solo los detalles que interesaban a los marineros: costas, bajíos y boyas. Pero la latitud y la longitud quedaban claramente mostradas como largas cadenas de dígitos en la parte inferior, y los burdos contornos y símbolos de la pantalla ascendían a medida que el barco se dirigía al sur.

—No me lo puedo creer —dijo Csongor—. Hace cuatro días estaba en Budapest bebiendo cerveza. Ahora he secuestrado un barco en China y me he enamorado y he matado a gente.

Nadie tuvo mucho que decir al respecto. Marlon se volvió hacia Yuxia y dijo en mandarín:

—¿Hay alguien más?

—No lo creo —respondió ella—, pero deberíamos echar un vistazo.

Acordaron que Csongor se quedara en el puente con la pistola mientras Marlon y Yuxia se familiarizaban con su nuevo barco.

El cocinero los siguió a la cubierta principal, y entonces le dijo a Yuxia:

—Hay una pistola en el puente, oculta bajo el panel de control.

Así que regresaron al puente e hicieron que el piloto se apartara mientras Marlon se ponía a cuatro patas y tanteaba en busca del arma: un antiguo revólver, oxidado en los bordes, pero cargado y listo para ser usado. Lo arrojó al océano. Luego, solo para asegurarse, hicieron que el piloto y el cocinero se desnudaran hasta quedar en ropa interior y rebuscaron entre sus ropas y encontraron un teléfono y dos cuchillos. Marlon le quitó la batería al teléfono del piloto, y luego hizo lo mismo con el suyo y con el de Yuxia.

Siguiendo instrucciones de Khalid, el piloto Pavel se sentó en el asiento trasero del taxi robado, donde Jones había estado esperanto tras el cristal tintado todo el tiempo. Zula se sentó con ellos. Khalid ocupó el asiento de pasajeros. Una disposición similar se hizo en el segundo taxi tras ellos, que simplemente llamaron de la fila del hotel. Sergei acabó en ese taxi junto con el otro terrorista del chaleco bomba.

Cuando se pusieron en marcha y pudieron ver el segundo taxi por el retrovisor (pues al parecer al conductor le habían dicho simplemente que los siguiera), Jones le dijo a Pavel:

—En circunstancias normales planearía esto con mucho cuidado. Tal vez construiríamos un señuelo de avión en mitad de Yemen y nos entrenaríamos en él. Pero tal como están hoy las cosas, vamos a tirar adelante y confiar en Alá. Llámelo fatalismo si quiere: yo creo que es la actitud tradicional de los occidentales.

Pavel dio toda la impresión de no haber entendido ni una sola palabra.

—Así que —continuó Jones—, dígame cómo es la terminal de jets privados de Xiamen. Nunca he disfrutado del lujo de viajar en jet privado. ¿Habrá alguien para sellar mi pasaporte?

Pavel siguió sin decir nada.

—Hablo en serio —dijo Jones—. Necesito saber si tenemos que pasar por un control de emigración. Para mostrar documentos. Porque —y aquí sonrió de un modo que a Zula le habría parecido encantador si no hubiera sabido nada más de él—, verá, me temo que he perdido mi pasaporte británico. Y ella el suyo americano —señaló a Zula.

—Si quiere parecer normal —dijo Pavel—, entonces, normalmente, yo cursaría un plan de vuelo a la ciudad de destino. También un manifiesto de pasajeros. Si el destino está en el mismo país, entonces obviamente no hace falta tratar con inmigración. Si el destino es otro país, entonces hay que sellar el pasaporte al salir.

—Pero el tipo de gente que viaja en un avión privado siempre está demasiado ocupada para guardar cola para que le sellen el pasaporte, ¿no? —dijo Jones.

—Frecuentemente, sí. Depende del país. Depende también del tipo de pasaporte.

—Continúe.

—En algunos sitios no hay FBO…

—¿Cómo?

—Operador de base fija. Una terminal especial para los jets privados.

—Ah, gracias por la aclaración.

—Si no hay FBO, hay que guardar cola con todos los demás en emigración.

—¿Y si hay FBO?

—Entonces muchas veces se hace en el avión. Vas directo al FBO. Subes al avión. Esperas a que llegue un funcionario. El funcionario sube al avión. Cuenta los pasajeros. Comprueba con los papeles. Sella los pasaportes. Se marcha. Y el avión despega.

—¿Hay FBO aquí?

—Naturalmente, nuestro avión lleva tres días aparcado en el FBO.

—¿Cómo entraron en el país? ¿Todos tenían visado?

—No —dijo Pavel.

Zula proporcionó una breve explicación de cómo lo habían hecho.

Jones reflexionó.

—¿Y si cursara un plan de vuelo para una ciudad china y luego volara a Islamabad?

—En algunos sitios se darían cuenta. En otros… —Pavel se encogió de hombros.

—Muy bien. ¿Qué hay en la dirección general de Islamabad?

—¿Dushanbe?

—Estoy hablando de aeropuertos en China… para que no haga falta un plan internacional de vuelo.

—Comprendo.

—Corríjame si me equivoco. Pero creo que acaba de decirme que, si cursa un plan de vuelo para otra ciudad de China, los agentes de inmigración no tienen que venir a bordo para sellar los pasaportes.

—Generalmente correcto.

—¿Dónde sería eso?

—¿Urumqi? —supuso Pavel.

—¿Qué tal Kashgar?

—Sí, por supuesto, Kashgar.

—Nunca he estado allí —admitió Jones—, pero he estado cerca, por la parte de Tajikistán.

Pavel esperó.

Jones sonrió.

—Me atrevo a decir que si cursamos un plan de vuelo a Kashgar, y luego nos lo saltamos y nos dirigimos a Islamabad, nadie se dará cuenta. O, si lo hacen, será demasiado tarde para que emprendan ningún tipo de acción.

—Solo hay unos pocos cientos de kilómetros hasta la frontera occidental de China —concedió Pavel.

—Entonces le sugiero que coja su portátil, o lo que sea que use, y lo haga posible —dijo Jones.

—¿Partimos cuándo?

Jones miró a Pavel como si fuera un idiota babeante.

—Partimos ahora. Vamos directamente al aeropuerto.

—No es posible.

—¿Qué quiere decir con que no es posible?

—Las normas en China dicen que el plan de vuelo debe cursarse con seis horas de antelación.

—Hmm.

—Antes eran seis días, ahora es mucho más fácil.

Permanecieron en silencio unos minutos mientras Jones lo consideraba. Entonces, justo cuando Zula empezaba a preguntarse si se había quedado dormido, volvió a hablar.

—Estaba usted sentado en su hotel esperando a Ivanov.

—Sí —dijo Pavel.

—Si Ivanov hubiera vuelto al hotel hoy, según lo planeado, y le hubiera recogido, habrían ido al FBO, subido al avión, ¿y luego qué?

—Habríamos volado a Calgary.

—¿Qué hay en Calgary?

—Combustible.

—Entonces me está diciendo que Calgary sería una mera parada para repostar.

—Sí.

—¿Cuál sería el destino final?

—Toronto. Donde empezamos.

—¿Por qué no volar directamente a Toronto, entonces?

—Grandes círculos.

—¿Cómo dice?

Pavel suspiró, luego extendió las manos ante él como si sujetara un globo del tamaño de una calabaza.

—Verá…

Jones lo interrumpió.

—Sé lo que es una maldita ruta en círculo.

—Muy bien, vale. Entonces será mucho más fácil de explicar.

—Pues explíquelo.

—Si trazamos un gran círculo de aquí a Calgary, pasa por la costa de China. Corea del Sur. La isla de Sakhalin. Kamchatka. Luego sigue por la costa de Alaska y Columbia Británica a cierta distancia. Luego atraviesa las montañas y llega a Calgary. Todo esto es un pasillo aéreo bastante utilizado, ¿entiende? Todos los aviones entre Asia y América del Norte siguen esa ruta. No pasa por ninguna zona sensible. Bien. Si trazamos un gran círculo desde aquí a Toronto, es totalmente diferente. Sube por China. Luego Corea del Norte… muy malo. Luego una gran parte de Siberia que no es definitivamente un pasillo aéreo normal. Conseguir la aprobación de ese plan de vuelo es imposible. Así que debemos seguir el pasillo normal hasta que estemos en la zona oeste de Canadá. A partir de ahí las cosas son más fáciles. Pero entonces estamos tan lejos de seguir una gran ruta en círculo que es necesario repostar. El lugar mejor es Calgary. Ahí es donde cursamos el plan de vuelo.

—¿Me está diciendo que ya está cursado?

—Naturalmente.

—Lo dice por ese retraso de seis horas que ha mencionado —musitó Jones, reflexionando—. Ivanov era un hombre con prisa. Quería estar preparado para salir de aquí al instante. Cosa que es difícil reconciliar con el retraso de seis horas ordenado por el gobierno chino. Así que tenían un plan de vuelo establecido y preparado por anticipado.

—Es lo que hago cuando estoy en el hotel —dijo Pavel—. Mi trabajo.

—De modo que sería posible ir directamente al aeropuerto y subir a ese avión y empezar volar en la dirección general de Calgary inmediatamente.

—En la dirección general no. En la dirección exacta. Pero sí. No hay problema para que nos den permiso para hacerlo.

—Pero obviamente se trata de un vuelo internacional.

—Sí.

—Y los agentes de inmigración querrán subir a bordo y sellar los pasaportes.

—Sí.

—¿Dijo algo de un manifiesto de pasajeros antes?

—Sí. Les suministramos esos documentos a los agentes.

Jones dio un respingo.

—Apuesto a que tiene los nombres de un montón de rusos. Eso sería una desgracia, ya que todos esos rusos menos uno están muertos.

—No es problema —dijo Pavel—. El manifiesto de pasajeros es un documento diferente del plan de vuelo. Va a funcionarios distintos. No tiene que ser suministrado por adelantado. Verá, los manifiestos cambian todo el tiempo. Alguien cambia de planes en el último minuto, decide no volar, o se añade alguien más. Cursamos el manifiesto inmediatamente antes de partir.

—Muy bien —dijo Jones—, entonces lo peor que puede pasar es que jugueteando con el manifiesto podríamos despegar y dirigirnos a Canadá.

—Tal vez. Depende de los funcionarios y los pasaportes.

Jones no le dio importancia a eso.

—Nos preocuparemos por eso más tarde. Ahora mismo quiero hablar de planes de vuelo.

Otro largo periodo de reflexión.

—Me gustaría mucho hacer una parada en Islamabad —concluyó—. Repasemos los pasos de esta maniobra de Kashgar.

—Eso depende de lo que quiera hacer después de Islamabad. Si quiere abandonar el avión allí, entonces su plan funcionaría. Podríamos cursar un plan con destino a Kashgar y desviarnos a Islamabad y nadie podría detenernos.

—Ah, pero Islamabad no es el destino final —dijo Jones—. Tras una breve parada allí, querría volar a otro lugar.

—¿Cómo de breve?

—Un día o dos. Tal vez tres.

Pavel lo consideró.

—Podría funcionar —concedió por fin.

Pero Pavel lo había estado pensando tanto tiempo que había atraído la atención, y luego las sospechas, de Jones, que sacó ahora algo del bolsillo e hizo algo que hizo que Pavel se agitara incómodo en su asiento. Zula miró y vio una farola que pasaba reflejarse en el metal pulido de una hoja, que Jones sujetaba contra el lado de la mano de Pavel.

—Puede pilotar un avión con nueve dedos, ¿verdad? —preguntó Jones.

Pavel no dijo nada.

—Estoy un poco preocupado —continuó Jones—. Hasta ahora, ha estado respondiendo a mis preguntas sin vacilación, que es como me gusta. Pero la última respuesta ha tardado en venir. Lo cual me hace pensar que está empezando a jugar al ajedrez conmigo. No quiero que juegue al ajedrez. Tiene que comprender que el éxito de mis empresas, y su supervivencia personal, son ahora lo mismo, Pavel. Sería una terrible lástima, y muy mala para usted personalmente, si yo descubriera, dentro de unos cuantos días, que ha hecho alguna trastada y me ha fastidiado. Fastidiado, es decir, explotando algún matiz técnico en el mundo de los viajes de jets privados que yo no puedo conocer.

—Estaba pensando en las consecuencias de permanecer en Islamabad varios días —concedió Pavel.

—Y eso está muy bien —replicó Jones—, siempre y cuando comparta esos pensamientos conmigo sinceramente.

—Es un aeropuerto moderno. No se puede llegar con un jet a un aeropuerto así y aparcarlo como si fuera un coche en un centro comercial. Lo verán. Levantarán actas.

—Le animo a que siga alertándome de ese tipo de complicaciones —dijo Jones—. Pero el hecho de que nos vean puede que no sea mala cosa. Después de Islamabad, solo necesito hacer un vuelo más.

—¿Adónde?

—Casi cualquier ciudad importante de Estados Unidos de América valdría. Tengo predilección por Las Vegas, pero estoy dispuesto a ser flexible.

Khalid, que estaba sentado en silencio en el asiento delantero, hizo una observación por encima del hombro, completamente en árabe, excepto por las palabras «Mall of America».

—Mi camarada plantea una opción excelente —dijo Jones—, y es que si no podemos llegar a Las Vegas, el Mall of America de Minneapolis sería magnífico. Resultaría más sencillo, ¿no? Porque está más al norte.

—Depende de los grandes círculos —replicó Pavel, inflexible—. ¿Puedo usar mi portátil?

Jones lo consideró.

—Esto va a tardar más de lo que esperaba —dijo—. Tenemos unos asuntos que atender primero. Pero después de eso, sí, puede usar su portátil.

Llegaron al embarcadero que habían utilizado antes. El barco había estado esperando en el canal pero volvió para reunirse con ellos.

El conductor del segundo taxi fue obligado a subir al barco a punta de pistola, y su lugar al volante fue ocupado por el terrorista del chaleco bomba que iba en su asiento de pasajeros. Llenaron los maleteros de ambos taxis. Los dos últimos yihadistas con aspecto de ser de Oriente Medio, que habían estado esperando en el barco todo el tiempo, subieron al segundo taxi con Sergei. Los dos taxis volvieron a la carretera de circunvalación y se dirigieron al aeropuerto y luego a la terminal de jets privados, lo que Pavel había llamado FBO. El acceso estaba controlado por una verja con un guardia de seguridad, pero Pavel, con su uniforme de piloto, parecía conocer qué cosas decir, y por eso les dejaron pasar y dirigirse al avión. Jones y Zula y los dos pilotos subieron a bordo mientras los hombres de Jones, bajo la dirección de Khalid, empezaron a descargar cosas de los maleteros y a meterlas en la bodega de carga del avión.

El interior del jet había sido limpiado y adecentado al nivel que la gente que podía permitirse viajar de esta manera esperaba, completado con adornos florales, bombones, y bebidas en frigoríficos. El interior de madera panelada brillaba suavemente bajo las luces halógenas de diseño artístico, y tras los rigores de los últimos días, los asientos de cuero proporcionaron la sensación de acunarse en el regazo de un bebé gigante. Jones no se sentó inmediatamente, sino que pasó unos minutos caminando arriba y abajo por todo el avión, alternando entre el asombro, la ira por el nivel de lujo, y la risa.

Estaba en la cabina, mirando los mandos de tecnología punta, cuando sonó su teléfono. Miró la pantalla.

—Ah —dijo—, lo único que podría hacer que este momento fuera aún más dulce.

Abrió el teléfono, se lo llevó a la oreja, y habló con tono de voz encantado. Zula no entendía su árabe, pero pudo suponer lo que estaba diciendo: «¡Eh, tío, nunca imaginarías desde dónde estoy hablando!»

Entonces giró sobre sus talones y salió de la cabina, con una expresión de asombro en el rostro. Se dirigió a la puerta abierta del avión, como intentando obtener mejor cobertura. Pasó al inglés y preguntó:

—¿Quién es?

—Sokolov —dijo el ruso al teléfono—. Nos conocimos antes cuando maté a la mitad de tus hombres. Hace diez minutos maté a la otra mitad. Ahora solo quedas tú, hijo de puta. Un puñetero montón de mierda que usa un teléfono para enviar a hombres mejores que él a morir. Y luego huye a un aeropuerto.

Olivia, que observaba con interés desde el otro lado del barco, se preguntó cómo sabía Sokolov que la persona con la que estaba hablando se hallaba en el aeropuerto. Tal vez podía oír los motores de los aviones de fondo. De todas formas, ahora viraban hacia el extremo norte de Xiamen, donde estaba el aeropuerto; y al advertir esto, Sokolov empezó a mirar alrededor, justo a tiempo de ver un 747 despegar de la pista y perderse en el cielo nocturno. Sokolov extendió el brazo hacia el lugar donde había dejado la pistola ametralladora y Olivia se agachó en el banco de fibra de vidrio, esperando con una mezcla de terror y deleite que fuera a coger el arma y tratar de abatir al avión. Pero entonces su mente racional pareció poner bajo control esa idea.

—Huir como una puñetera rata mientras hombres valientes mueren en la ciudad. Qué valiente eres, Jones. ¿Todavía tienes a Zula? ¿Estás siendo amable con ella? Te sugiero que seas amable con esa chica, Jones, porque cuando te encuentre, te mataré rápido si la has tratado bien y si le has hecho algún tipo de daño, te mataré de un modo que no será tan agradable. He enviado a mil yihadistas al cielo para que estén con sus vírgenes, pero a ti te voy a enviar al infierno.

Y colgó el teléfono y lo arrojó al mar.

Hubo varios minutos de silencio en los que Olivia trató de repasar mentalmente todo lo que había sucedido hoy. Tal vez esto era un error. Sospechaba que hombres como Sokolov no dedicaban mucho tiempo a este tipo de introspección. Parecía, sin embargo, que era parte de su propia programación académica/analítica, que era todo lo que tenía que ofrecer realmente a esta relación ad hoc. Los talentos y habilidades de Sokolov habían quedado expuestos a la claras durante la última media hora y habían hecho sentir a Olivia, de vez en cuando, como un trozo de carne que se viera obligado a llevar consigo como parte de una novatada (aunque ella le había salvado la vida al contratar el taxi acuático y luego había convencido al conductor para que lo acercara a un sitio desde donde Sokolov pudiera saltar, y se preguntaba si él entendería ese hecho). Existía la tentación de disolver su voluntad en la suya y quedarse mirando. Pero las cosas en las que Sokolov era tan bueno eran útiles en circunstancias específicas y limitadas que, en la vida normal, no surgían demasiado a menudo. Llegaría un momento en que él se sentiría tan indefenso y dependería tanto de ella como ella se había sentido durante la huida de los misteriosos atacantes en Gulangyu.

Hablando de lo cual, Olivia había visto pero no daba crédito a lo que él les había hecho a aquellos hombres. Tuvo que haber sido real, ya que habían caído y no habían vuelto a levantarse. Pero por el momento era solo una pauta de impresiones sensoriales pintadas en la pantalla de su memoria, no había calado aún, no las comprendía, ni siquiera les otorgaba la dignidad de que hubieran sucedido de verdad.

El teléfono de Sokolov tenía GPS y mapas, que había estado observando con interés desde que dejaron el aeropuerto atrás. Recorrían Xunjianggang, un estrecho de unos tres kilómetros de ancho que corría entre la isla de Xiamen y el distrito noreste de Xiang’an. Apuntaba como una pistola a una isla oscura situada a unos diez kilómetros de distancia: Kinmen, la Quemoy de la propaganda de la Guerra Fría. Aunque no lo había discutido con Sokolov (en realidad no habían discutido nada de nada), era obviamente su destino. Durante otro minuto o así estarían a fácil alcance del territorio de la República Popular a babor y estribor, y por eso todo el que siguiera su lancha por radar (suponiendo que fuera discernible entre el puñado de contenedores gigantescos y barcos más pequeños) vería sus movimientos como habituales. Pero cuando pasaran del Xunjianggang a mares más abiertos, llamarían todo tipo de atención, ya que no había nada en esa dirección que no fuera taiwanés.

La costa a babor (el barrio continental de Xiang’an) estaba menos edificada que la costa de Xiamen a estribor, y se extendía más al este y por tanto los acercaba más a Kinmen. Sokolov dijo que quería seguir esa costa, y Olivia transmitió esa orden al conductor.

Sokolov se levantó y se sentó junto al taxista. Llevaba la bolsa consigo. Encendió la linterna y se la puso en la boca como si fuera un puro, y luego iluminó la bolsa, que había abierto. Estaba repleta de una miscelánea de chorradas, pero el color predominante era el feo rojo/magenta de los billetes chinos grandes. Gran parte eran billetes arrugados y sueltos, pero Sokolov los removió y sacó un fajo envuelto de una pulgada de grosor. Dejó que la luz lo iluminara y miró al taxista para asegurarse de que lo había visto. Entonces sacó una bolsa de plástico, una bolsa blanca de lavandería con el logotipo de un hotel de lujo. Dejó caer dentro el dinero e hizo un cuidadoso paquete.

Entonces miró a Olivia.

—Por favor, conduce tú —dijo.

—Voy a conducir ahora, por favor, apártese —le dijo ella al taxista en mandarín.

El hombre fue lento en reaccionar.

—Llevo un rato observando a este hombre, y no creo que haga daño a nadie que no sea su enemigo —dijo ella—. Creo que todo saldrá bien.

Observando con atención a Sokolov, el taxista se levantó y dejó libres los controles. Olivia pasó por encima de su asiento y se puso al volante. Atisbó una luz en la distancia y la utilizó para guiarse por el momento.

Habían salido del estrecho y ahora estaban en poder de las olas del océano que sacudían la pequeña lancha. Manteniendo bajo su centro de gravedad, el conductor se sentó en uno de los bancos. Sokolov se puso de rodillas delante del hombre y le lanzó el fajo de billetes envuelto, luego hizo el gesto de metérselo por dentro de los pantalones. El conductor, cuyo estado de ánimo pasaba del temor absoluto a la curiosidad extrema, obedeció. Sokolov le tendió entonces un salvavidas e hizo gestos para que se lo pusiera.

—Más cerca de la playa, por favor —le dijo a Olivia, y ella acercó el barquito a unas marismas que, como la marea estaba baja, se extendían a gran distancia desde la costa de Xiang’an y reflejaban sus luces rosáceas y anaranjadas.

El conductor se puso el chaleco y se ató la correa a la cintura. Sokolov, inspeccionándolo como un jefe de pelotón que comprueba el paracaídas de un recluta, tiró de la correa y la ajustó. Luego alzó el puño, y se llevó el pulgar y el meñique a la barbilla. El conductor, comprendiendo este gesto universal, se metió la mano en el bolsillo y sacó su teléfono, que Sokolov confiscó.

Entonces Sokolov hizo un pequeño gesto con la cabeza y miró expectante al conductor a los ojos.

El conductor no quería hacerlo, pero pronto llegó a una situación en que prefería ahogarse que seguir sufriendo aquella mirada, así que se levantó, se tapó la nariz con una mano y se lanzó por la borda.

—A Kinmen —dijo Sokolov—. A toda velocidad.

Olivia dio un volantazo a estribor y empujó la palanca aceleradora hasta el fondo. El motor aulló, la lancha se lanzó hacia delante en la oscuridad y empezó a atravesar las crestas de las olas en perpendicular. Sokolov se sentó junto Olivia y fue tocando los interruptores del salpicadero hasta que encontró el que apagaba las luces de posición.

Luego pasó un rato intentando leer la diminuta pantalla de su teléfono a pesar de los estremecedores impactos de las olas contra el casco.

—¿Los militares taiwaneses le dispararán a la lancha?

—Tal vez.

—¿Sabes nadar? —gritó.

—Muy bien.

—Mejor que yo —admitió él. Se retiró y regresó unos momentos después con un par de chalecos salvavidas, uno de los cuales colocó sobre el regazo de Olivia. Se puso uno, entonces cogió el volante y ella hizo lo mismo.

Ella había dado por hecho que Kinmen estaba más lejos de lo que estaba en realidad, debido a la barrera política y militar; pero internarse en sus aguas requirió tan poco tiempo que apenas habían terminado de ponerse los chalecos cuando estuvieron lo bastante cerca para llegar a nado. Sokolov experimentó apartando las manos del volante y descubrió que la lancha estaba preparada de modo que básicamente seguía en línea recta.

Y por eso en un momento dado, mucho antes de sentir que estaba preparada, él asintió de pronto y ella (ya que parecía que era eso lo que esperaba) asintió a su vez. Sokolov giró el volante y la lancha apuntó mar adentro, luego la cogió de la mano y puso un pie en la borda. Con la mano libre recogió la bolsa que antes había preparado con un chaleco salvavidas. Otro intercambio de asentimientos y saltaron.

El agua estaba cálida para tratarse del océano, pero la inmediata y poderosa impresión que Olivia tuvo fue de frío. Entonces se recuperó y empezó a nadar.

Parecían estar a sotavento de Kinmen. Las olas no eran tan poderosas, pero llegaban de muchas direcciones y entrechocaban con súbitas pirámides de agua que se colapsaban con la misma rapidez. Ella intentó no perder de vista la luna y siguió nadando con todas sus fuerzas. Lo que más le preocupaba era que alguna corriente invisible la arrastrara mar adentro, y de hecho cuando sacó la cabeza para mirar las luces de la isla, tuvo la impresión de que se movían de lado al menos tan rápido como avanzaban. No era una persona de mar, pero sí lo bastante británica para haber absorbido, por ósmosis, cierta terminología como «remanso de agua», y estaba segura de que esto era lo que experimentaba en este momento: la marea estaba baja, ni subía ni bajaba, y el agua no se movía mucho. Pero ríos enormes desembocaban en Xiamen y su caudal tenía que desviarse en torno a estas islas, y debía de haber corrientes asociadas con eso.

Después de experimentar unos cuantos bandazos emocionales, llegó a comprender que simplemente no llevaba tanto tiempo en el agua, que no podía rendirse, y que tenía que seguir nadando. Sokolov y ella recurrían a nadar de espaldas y a estilo perrito cuando se fatigaban. En la primera posición, Olivia vio un helicóptero que pasaba varias veces sobre las aguas más cerca de Kinmen que de Xiang’an, sondeando los mares con un reflector, y pensó que la lancha debía de haber sido detectada en algún radar. Era natural sentirse vulnerable y obvia y expuesta. Pero trató de imaginar cómo sería estar sentada en la cabina de aquel helicóptero con muchos kilómetros cuadrados de aguas oscuras debajo y solo un rayito de luz fino como una aguja. Si fuera un marinero naufragado, anhelante por ser visto y rescatado, desesperaría pensando que no iban a encontrarlo jamás. ¿Por qué preocuparse ahora?

Sokolov se quitó el salvavidas y desapareció bajo el agua durante quizá medio minuto, luego volvió a salir a tomar aire.

—Tal vez tres metros —dijo, al parecer haciendo una estimación de la profundidad del agua. A ella le gustó cómo sonaba aquello.

Media hora más tarde, algo rozó la yema de sus dedos durante una brazada, y Olivia advirtió que podía ponerse en pie. Probablemente podría haberlo hecho hacía un rato.

Un momento después estaba contemplando el rostro atónito de Sokolov, que nadaba de espaldas. Pisó el fondo, y luego hizo un gesto con una mano de un modo que claramente significaba: «¡Agáchate, idiota!»

Se agacharon, dejando solamente la cabeza fuera del agua y escrutaron la costa que tenían delante lo mejor que pudieron a la débil luz de la luna. Olivia tenía la impresión de que miraba entre los dientes rotos de un peine viejo.

—Trampas para tanques —dijo Sokolov—. Para impedir los desembarcos anfibios. No son problema para nosotros. Mientras nos mantengamos apartados de los tanques.

Humor. Ella estaba demasiado agotada para apreciarlo. Cuando regresó al apartamento tras el tiroteo y la explosión, con una venda improvisada en la cabeza, tenía planeado meterse en la cama y no levantarse en mucho tiempo. Con algún esfuerzo, y con la ayuda de Sokolov, se había obligado a hacer un viaje al wangba para enviar una llamada de socorro. La adrenalina la había impulsado durante los acontecimientos de la última hora. Pero en cuanto sintió tierra bajo sus pies y dejó de sentirse en estado de nada-o-muere, ya no pudo más. Cayó a cuatro patas en las aguas poco profundas, no como forma de agachar la cabeza, sino porque no se consideraba capaz de seguir en pie. Como un pez prehistórico que se arrastraba a la playa con sus aletas vestigiales, siguió a Sokolov hasta aguas cada vez menos profundas y finalmente hasta una playa arenosa protegida por enormes obras defensivas: una doble línea de pinchos que apuntaban hacia tierra. Como quedó claro a medida que se acercaban, cada pincho era una vía de ferrocarril que había sido plantada en una enorme maceta de hormigón y cortada en ángulo para que fuera afilada. Un grueso perno de arillo se proyectaba desde lo alto de cada bloque de cemento: al parecer era así como los habían colocado, uno a uno, desde una barcaza, durante alguna olvidada construcción defensiva de la Guerra Fría. El óxido había devorado el acero, los percebes lo habían recubierto. Los bloques habían caído en diversos ángulos. Sokolov tenía razón y no eran ningún impedimento para ellos.

Un par de metros más allá de las trampas para tanques encontraron una región de bloques hexagonales hundidos en la arena, al parecer para impedir la erosión de la playa: formaban una franja de pavimento salvajemente irregular de diez metros de ancho que se extendía hasta donde podían ver (que no era muy lejos) en cada dirección.

Aparte de eso, era una playa como cualquier otra. Viva, sin embargo, bajo sus manos, pues miles de diminutos cangrejos, no más grandes que escarabajos, correteaban y entraban y salían de agujeritos del tamaño de lápices en la arena.

Sokolov le siseó, y Olivia advirtió que había llegado demasiado lejos. Se aplastó contra la arena, alegre por tener una oportunidad para tumbarse y dejar de moverse, aunque estuviera mojada y tuviera frío. Él estaba a unos metros por detrás, tendido en los oscuros bloques hexagonales, invisible incluso para ella, que sabía dónde estaba.

Permanecieron allí tendidos durante unos minutos, esperando y observando. Olivia había empezado a tiritar al salir del agua y ahora lo hacía de manera convulsiva. Sus dientes castañetearon literalmente por primera vez desde que tenía cuatro años. Abrió más la boca para evitar el ruido.

La luz de la luna y una larga y cuidadosa observación revelaron que la playa daba, sobre ellos, a un largo glacis de lo que solo podía suponer que era suelo arenoso, retenido por una vegetación baja, salpicada de flores amarillas. Por encima se alzaba una fila de burdas estructuras cuadradas que estaban completamente oscuras. A unos cuantos cientos de metros a la izquierda había una pequeña casamata blanca alzaba sobre la playa, con un puñado de antenas y luces. Pero las luces no apuntaban en su dirección, no parecía probable que fueran visibles, suponiendo que alguien los estuviera buscando.

Cuando quedó satisfecho, Sokolov se deslizó desde el puñado de bloques hexagonales y se arrastró sobre los codos hasta que llegó al límite entre la arena pelada y la alfombra de flores amarillas. Olivia lo siguió mientras pasaba por debajo de un cable de acero tendido entre una fila de postes.

—Quédate atrás —dijo él. Ella se detuvo antes de llegar al cable.

Hizo una flexión, atrajo las rodillas hasta quedar en cuclillas, sacó el cuchillo y lo clavó en la arena. Después de unos instantes, lo sacó, avanzó, lo volvió a clavar. Luego otra vez. Y otra.

—Sigue mis pasos —dijo.

—¿Qué estás haciendo?

—Lee las señales —sugirió él.

Al acuclillarse, ella se encontró directamente ante un triángulo rojo, sujeto por un cable, donde había una calavera y unas tibias y decía PELIGRO MINAS.

Se preguntó si una mina podía detonarse temblando.

Sokolov había estado arrastrando el bolso tras él. Como ninguno de los dos estaba todavía en el campo minado, ella se acercó, lo abrió y sacó un jersey que había metido antes. Estaba húmedo, pero era de lana y sería cálido de todas formas. Se lo puso y de inmediato se sintió algo mejor. Entonces se acercó la bolsa a las rodillas y se arrastró bajo el cable, siguiendo la estela de Sokolov.

Pasaron cerca de una hora cruzando el campo de minas.

—Las minas son muy antiguas —mencionó Sokolov después de un rato.

—Oh, bien —dijo ella.

—No, mal. Son más peligrosas.

Y se acabó la conversación.

Quizá sintiendo el estado de ánimo de Olivia, Sokolov probó a decir:

—¿Quieres hacer una llamada telefónica?

—He perdido el teléfono.

Lo había perdido mientras nadaban.

—Bien.

Ella estuvo de acuerdo. La OSP estaría ya en su apartamento. Allí no encontrarían nada que pudiera incriminarla: solo los efectos personales de Meng Anlan. Pero un poco de investigación dejaría claro que Meng Anlan era una persona inventada. Descubrirían que había contratado un espacio directamente enfrente del epicentro del revuelo de esta mañana, y se convertiría en objeto de intenso interés, y escucharían toda la actividad relacionada con su número de teléfono. No es que importara mucho desde que Sokolov y ella habían llegado a un país diferente, pero lanzar una bengala no parecía el paso más adecuado.

—Mira en la CamelBak —sugirió Sokolov.

Ella no había visto una de esas mochilas antes, pero descubrió cómo se abría y encontró un par de teléfonos dentro.

—¿Cuál uso? —preguntó.

—El pequeño Samsung.

—¿De quién es?

—De nadie. Lo compré ayer. No lo he usado.

Ella lo encendió y observó que la señal era débil. Al parecer había conseguido conectar con un repetidor al otro lado del estrecho, en Xiang’an.

Escribió un breve mensaje de texto y lo envió a un número que había memorizado pero no utilizado nunca antes. Parte de su entrenamiento. Qué hacer cuanto todo se va al garete. No usar ninguno de los números de teléfono ni direcciones de correo electrónico habituales. Enviar un mensaje a este número especial, el número oh mierda, que has memorizado y que tienes que volver a memorizar cada día antes de irte a la cama y cuando te despiertas por la mañana. Usa el número oh mierda una vez y no lo vuelvas a usar nunca más.

El mensaje decía: HE IDO A HAICANG A VISITAR A LA ABUELA. Significaba: «Estoy en Kinmen y mi tapadera ha volado.»

Entonces apagó el teléfono.

Media hora más tarde llegaron al otro lado del campo de minas y entraron en una zona de vegetación más tupida de aloes y cactus en flor que crecían en torno a viejos cuadrados de hormigón medio enterrados que reconoció como búnkers, hechos para resistir la artillería del continente. Los suelos estaban cubiertos de basura militar, pero por lo demás estaban vacíos, con abrazaderas dobladas y oxidadas colgando de las paredes donde habían arrancado los cables. Más allá, el follaje crecía en una pared, completamente salvaje. Sokolov se aventuró en su interior y salió cargando con grandes montones de enredaderas verdes que había cortado y arrancado de las marañas. Las amontonaron en el suelo de hormigón del búnker hasta una altura que les llegaba a la mitad del muslo. Se pusieron toda la ropa que tenían y luego se tendieron el uno al lado del otro y se cubrieron con más follaje para crear una especie de manta. Sokolov abrazó a Olivia y ella enterró la cabeza en su pecho. Entrelazaron las piernas. Un cuarto de hora más tarde, ella dejó de tiritar. Entonces se sumió en un sueño tan profundo que bordeaba la muerte.

Jones no había dicho mucho durante su misteriosa conversación telefónica. Principalmente había escuchado. Fuera lo que fuese, había cambiado su estado de ánimo. No había habido más jactancia desde entonces. En cambio había exigido, de manera malhumorada e insistente, que empezaran a trabajar.

Y este avión había sido diseñado especialmente para eso. La cabina principal podía convertirse en una sala de reuniones; había un proyector de datos oculto en el mamparo de popa y podía proyectar una imagen en una pantalla plegable situada al fondo del pasillo. Así que bajaron todas las persianas de las ventanillas y conectaron el portátil de Pavel al proyector.

Los dos yihadistas que conducían los taxis los retiraron de los aviones y al aparecer los aparcaron en el espacio reservado del FBO y luego subieron a bordo. De modo que ahora había nueve personas en el jet: los pilotos Pavel y Sergei, Abdalá Jones, Zula, Khalid y cuatro más a quienes Zula consideraba soldados: el que había pasado todo el rato conduciendo el taxi robado por Xiamen, el segundo hombre del chaleco explosivo del Hyatt, y dos más que habían recogido recientemente del barco. Estos dos parecían más jóvenes, más inexpertos. Ciertamente, más obsequiosos. En cualquier caso, los cuatro soldados se metieron en la cabina privada al fondo del avión, dejando la cabina principal disponible para la reunión. Zula no estaba invitada, pero tampoco le dijeron que se moviera, y de hecho, a menos que la encerraran en el cuarto de baño, poco más podrían haber hecho.

Y así, poco antes de medianoche, reemprendieron la anterior conversación sobre planes de vuelo y grandes rutas circulares, esta vez con ayuda visual. Pues Pavel tenía un programa informático que podía calcular y trazar esas rutas en un mapa del mundo, y ahora lo usó para dar forma a rumbos diversos desde Islamabad a varias ciudades de Estados Unidos.

El alcance máximo del avión era de 10.700 kilómetros. Los pilotos querían que Jones comprendiera que había que restar cierta distancia a esa cifra por si se producían vientos frontales inesperados y para maniobrar en las cercanías de los aeropuertos a cada extremo del plan de vuelo.

La imagen resultante fue que Islamabad estaba básicamente situada al lado opuesto del mundo con respecto a Denver, y por eso una gran ruta circular trazada directamente a través del Polo Norte llevaría al jet a Mile High City, si tuviera tanto alcance, que no tenía. De hecho, si tuvieran que dirigir allí el avión, tendrían suerte de llegar tan al sur como Regina, Saskatchewan. Lo más probable era que tuvieran que aterrizar en Saskatoon para repostar.

Este tipo de conversación pareció poner a Abdalá Jones de un humor de perros. Después de recorrer airado el pasillo de un extremo a otro, pareció calmarse y les confesó algo a los pilotos. O al menos hizo como que confesaba algo. Zula había visto ya lo suficiente de este hombre y sus manías, a esas alturas, para dudar de que confesara sinceramente nada.

Todo lo que quería, dijo, era cruzar el paralelo 49 y aterrizar en suelo norteamericano. No tenía que ser un aeropuerto grande. De hecho, prefería un destino más pequeño, más rural. El lugar de aterrizaje ideal sería una pista de tierra abandonada en mitad de ninguna parte. Su único objetivo era colar a algunos de sus hermanos en Estados Unidos, donde pudiera desaparecer entre la población general y esperar luego órdenes futuras. Pero si el avión solo podía llegar hasta Saskatoon, no funcionaría.

A continuación se enfrascaron con más mapas y cálculos detallados. La pega de todo ello era que Estados Unidos era el peor sitio al que apuntar. Debido a las matemáticas de los cálculos de gran círculo, resultaba que las esquinas noreste y noroeste de los estados continentales estaban mucho más cerca de Islamabad, tanto, que el avión podría llegar hasta allí sin necesidad de repostar.

Luego empezaron a trazar y examinar grandes rutas circulares desde Islamabad a diversos destinos de Nueva Inglaterra y el noroeste. A Jones le fascinaron las diferencias que encontraba. La ruta de Islamabad a Boston, por ejemplo, pasaba por la zona occidental de Rusia, Finlandia, Suecia, Noruega, se internaba entre Islandia y Groenlandia, y luego pasaba sobre las provincias marítimas de Canadá y Maine. Cada uno de estos lugares parecía provocar su propio conjunto de recelos en la mente de Jones. La ruta a Seattle, por otro lado, atravesaba la parte menos poblada de Siberia, cruzaba el océano Ártico, entraba de nuevo en tierra por el extremo noroccidental de Canadá, y seguía las montañas del Yukón y la zona occidental de Columbia Británica antes de cruzar la frontera norteamericana a pocos kilómetros de su destino. La trayectoria era un rumbo sin interrupciones por los lugares más despoblados y desolados del globo. Una pequeña desviación a un lado o a otro llevaría al jet a los páramos de la península olímpica de Washington o las montañas y desiertos del este del estado de Washington.

Una vez comprendido esto, Jones ya no tuvo dudas de qué ruta seguir.

—Cuando lleguemos a Islamabad —dijo—, cursaremos un plan de vuelo a Boeing Field en Seattle. Podremos llegar hasta allí sin necesidad de repostar. Me gusta esta idea porque no levantará ninguna sospecha en las mentes de las autoridades. Partieron ustedes de Boeing Field cuando salieron de Estados Unidos.

—Pero si aterriza allí… —empezó a decir Pavel.

—Seremos arrestados, naturalmente, por Seguridad Nacional —dijo Jones—. Pero no vamos a aterrizar allí. Nos desviaremos en el último minuto y aterrizaremos en mitad de ninguna parte y nos dispersaremos. Así que tendrá usted que reservar combustible suficiente para eso.

—¿Quiere llegar desde Islamabad a Seattle sin repostar? —preguntó Pavel.

—¿No es ese el motivo de todo este ejercicio?

—Hemos estado trazando grandes rutas circulares —le dijo Pavel—. No es lo mismo que un plan de vuelo.

—Eso lo entiendo —dijo Jones.

—No se puede volar siguiendo una gran ruta circular a través de Rusia —dijo Pavel, asombrado de que Jones no supiera ya esto. Dirigió su atención al arco rojo que el programa había trazado hacia el norte desde Islamabad, atravesando Siberia camino del Ártico—. No existe ese pasillo aéreo. Las fuerzas aéreas rusas nos abatirán en cuanto crucemos la frontera. No se puede hacer.

—Mierda —dijo Jones—. Mierda mierda mierda.

Pensó durante un rato.

—¿Podemos rodear de algún modo el espacio aéreo ruso?

—Puedo decirle ya mismo que si intentamos llegar a Estados Unidos desde Islamabad sin pasar por Rusia, tendremos que seguir una ruta indirecta, y no tendremos suficiente combustible —dijo Pavel.

—Entonces deberíamos volar desde Islamabad hasta otro sitio —sugirió Jones—, como Hong Kong, y repostar allí, y luego seguir por el pasillo habitual.

—¿Qué hay de tanta importancia en Islamabad? —preguntó Pavel.

—Eso no es asunto suyo —replicó Jones—. Usted solo necesita pilotar el avión.

Pavel lo corrigió.

—Es usted quien necesita que pilotemos el avión.

E intercambió una mirada con Sergei, que asintió. Durante la discusión, los dos pilotos se habían puesto a hablar ocasionalmente en ruso con pequeñas conversaciones privadas, y ahora parecía que habían hablado de otras cosas que no eran solo las grandes rutas circulares.

—Es divertido pensar en Islamabad y volar aquí, volar allá, por todo el mundo, pero ahora mismo está atascado en el FBO de Xiamen y somos los únicos que podemos sacarlo de aquí.

Jones suspiró.

—Esperaba poder evitar ser tan brusco —dijo—, pero el trato es que, si no cursan el nuevo plan de vuelo y nos llevan a Islamabad, los mataremos.

—En Islamabad —continuó Pavel, sin inmutarse en lo más mínimo por la amenaza—, tiene la protección de funcionarios a quienes puede sobornar, y conexión con sus amigos de Waziristán, Afganistán o Yemen. Sin duda podrá encontrar uno o dos camaradas que sepan pilotar un avión. Pretende matarnos allí y usar sus propios pilotos después.

Jones puso cara de ir a negarlo, pero Pavel alzó una mano y lo detuvo.

—No —dijo—. Es ridículo. Tiene algo muy malo que quiere recoger en Islamabad. Es totalmente obvio. Tiene una bomba nuclear, o unos gérmenes, o algo. Y tiene planeado meterlo en este avión y luego llevarlo a una ciudad norteamericana. Estrellará el avión contra un edificio y volará la ciudad, o la envenenará, o esparcirá alguna plaga. Y todos a bordo de ese avión morirán, de un modo u otro. Es ridículo. Debe creer que Sergei y yo somos estúpidos. No lo somos. Comprendemos. Obviamente, moriremos pase lo que pase. Y por eso hemos acordado que nos mate ahora. Adelante. Mátenos, y luego busque otro modo de salir de China.

Jones lo consideró durante un rato. Eso, o simplemente estaba esperando a volver a tener su temperamento bajo control.

—Sin duda tendrá una contrapropuesta —dijo por fin—. Aparte de la ejecución sumarísima inmediata.

—Podemos sacarlo de aquí —dijo Pavel—, en cuanto tengamos un plan que nos garantice seguir con vida —intercambió una mirada con Sergei y luego señaló a Zula—. Nosotros, y la chica.

Era la primera vez que reconocían la presencia de Zula, y ella se sintió extrañamente agradecida por eso. La reacción de Jones fue un poco extraña: avergonzado y a la defensiva. Similar al aspecto que tenía cuando terminó aquella conversación telefónica en la puerta del avión.

¿Por qué reaccionaba de esa forma?

Porque, comprendió Zula, probablemente tenía intención de matarla. O al menos no le importaba si vivía o moría. Lo que al parecer a Jones no le importaba mucho mientras fuera un asunto privado. Pero cuando la gente se daba cuenta, no le gustaba.

—Muy bien —dijo Jones—, ya que esto es ahora sobre ustedes, y lo que quieren, ¿ha considerado lo que va a ocurrirles si los arrestan en China? Porque son responsables de haber traído a mala gente al país, ¿no?

—Obviamente, nos gustaría salir de China —concedió Pavel.

—Y pronto, pienso yo, ya que no pasará mucho tiempo antes de que saquen el cadáver de Ivanov de ese sótano y descubran quién es, y lo conectarán con este avión, que está aquí parado, con nosotros dentro.

—De acuerdo.

—No podemos cursar un plan de vuelo internacional porque los agentes de inmigración querrán subir a bordo y comprobar nuestros documentos —dijo Jones.

—Sí.

—Así que no tenemos más remedio que cursar un plan de vuelo doméstico, esperar seis horas, y luego, a falta de una expresión mejor, hacer trampas —dijo Jones—. En el sentido de que no podemos aterrizar en otro aeropuerto de China o estamos muertos. Así que tenemos que desviarnos del plan, ¿no?, e ir a algún sitio donde tengamos alguna posibilidad de sobrevivir.

—Algo así, sí —respondió Pavel.

Jones se encogió de hombros.

—Ilumíneme entonces. ¿Cómo podemos hacerlo?

Pavel lo consideró y lo discutió con Sergei en ruso. Después de un momento, Zula advirtió que la conversación tardaría un rato, así que se levantó y fue al cuarto de baño. Una vez sentada, advirtió que había pasado ante el espejo sin mirarlo, como si su propio reflejo fuera un amigo/enemigo profundamente distanciado con quien no fuera posible hacer contacto ocular. Así que se obligó a girar la cabeza hacia un lado (pues en ese cuarto de baño de lujo todo el mamparo era un espejo) y a mirarse a la cara. Le sorprendió descubrir que nada menos que Zula Forthrast la miraba. La misma chica de siempre. Un poco más cansada, claro. Más vieja. No en el sentido de vieja-vieja, sino de haber visto más cosas durante su vida. Se preguntó qué verían los demás en ella; por qué Csongor, nada menos, se tomó tantas molestias para protegerla. Por qué Jones la retenía. Por qué Pavel y Sergei habían decidido (espontáneamente, pensó) incluirla en el trato que estaban haciendo con Jones. Pero sobre todo, por qué Yuxia hizo lo que había hecho. No lanzar la furgoneta de morro contra un barco, porque eso había sido un accidente, sino embestir al taxi en el embarcadero y recibir el golpe del airbag en la cara.

Porque en cierto sentido lo único que Zula había hecho todo el día había sido intentar ayudar a los hackers de aquel piso. Y Yuxia no había visto eso. Ni tampoco lo habían hecho Manu y los otros hackers, los beneficiados. Solo Csongor. ¿Tal vez le había contado la historia a los demás?

O tal vez nada de todo esto había sido racional. Tal vez Yuxia no sabía lo del SOS con los fusibles. Tal vez todo se reducía a un efecto sobrenatural, como la gracia, que fluía a través de las vidas de la gente aunque no comprendieran por qué.

Lo cual la llevó a un instante, allí en el cuarto de baño, mirando de reojo en el espejo, a algo parecido a una oración. Sus anteriores pensamientos sobre este tema aún eran firmes y por eso no fue una oración de esas donde se unen las manos antes de dormir. Más bien fue un acto de voluntad. Porque si había algún poder como la gracia, la Fuerza, o la Providencia, o lo que fuera, eso había estado en funcionamiento en el mundo hoy, y tenía que encontrar el camino al barco donde Qian Yuxia estaba cautiva y tenía que ir un paso más allá en la misteriosa cadena de transacciones que se estaban efectuando aquí. Y si fuera posible que eso sucediera por un esfuerzo consciente de voluntad por parte de Zula, entonces deseaba que ocurriera.

Se controló, se echó agua en la cara y regresó a la cabina del jet. Pavel y Sergei seguían hablando en ruso, ampliando y repasando mapas digitales del mundo en la pantalla grande. Jones estaba de pie, el teléfono contra la cabeza, con aspecto aturdido. Habló en árabe durante un rato, la voz y los ojos apagados. No derrotados, pensó ella, sino completamente exhaustos. Entonces colgó.

—Puedes irte —dijo, mirando a Zula a los ojos.

—¿De qué estás hablando? —replicó ella. Porque él tenía tendencia a ser sarcástico y cruel, y este parecía uno de esos momentos.

—El barco donde va tu amiga…

—¿Sí?

—Ha desaparecido.

—¿Qué quieres decir?

—De-sa-pa-re-ci-do. Sin dejar rastro. No responden al teléfono. Ni a la radio. No hay signos de naufragio. Ni llamada de socorro.

—¿Cómo lo sabes?

—Los chicos que nos dejaron en el muelle —dijo Jones—. Volvieron a la isla, y allí no hay nada.

Zula quiso mostrar lo feliz que se sentía, pero había que zanjar algunas cosas primero.

—¿Por qué me dices esto?

—Porque da lo mismo —respondió Jones—. Vas a quedarte en el avión de todas formas.

—¿Eso crees?

—Sí. Porque estás ilegalmente en China. Estás relacionada con gente que ha cometido más asesinatos en unos pocos días de lo que Xiamen ve normalmente en un año. Y solo hay un modo de que puedas salir de este país, y es quedarte en este avión —Jones extendió una mano, haciendo una floritura sarcástica, indicando a Pavel y Sergei—, con tus caballeros blancos.

Zula no pasó por alto la pulla racial.

—Aceptaría caballeros de cualquier color —respondió, sustituyendo los juegos de palabras por la acción. Porque sabía que Jones tenía razón. Este avión era su única salida.

—Muy bien —dijo Pavel—, tenemos un plan para salir.

—¿Cómo va a funcionar?

—Cursaremos el plan de vuelo ahora. Lo explicaremos más tarde.

—Cúrselo —dijo Jones—. Voy a echar una puñetera siesta.