DÍA 3

—¡Muchachita, es la tercera vez que vienes por aquí, déjame acabar con tu miseria!

La voz era aguda y confiada: alguien con un oído excelente para la pronunciación, aunque su dominio de ciertas expresiones era un poco débil. Zula giró sobre sus talones, luego bajó la mirada veinte grados para descubrir un rostro, algo familiar, que le sonreía desde metro y medio de altura sobre el nivel de la calle.

Era la mujer (no, una chica, no una mujer) que le había vendido un kilo de té verde en la calle la tarde anterior. Un kilo era una cantidad bastante grande. Pero había hecho que pareciera una idea razonable en ese momento.

La confusión chica/mujer era inevitable. Era pequeñita y esbelta, tendencia bastante común entre las mujeres chinas. Tenía el pelo muy corto, cosa que no era común. Pero esto no parecía ser una cuestión de moda, dado que llevaba vaqueros y un par de botas hasta las rodillas de color azul brillante, el tipo de botas que usa la gente cuando friega la cubierta de un barco o chapotea por un campo de arroz. Una camiseta negra y un chaleco negro completaban su indumentaria. No llevaba maquillaje. Ninguna joya excepto un reloj de hombre que se veía enorme en su muñeca. Estaba clavada al suelo de un modo que seguía llamando la atención de Zula: plantaba esas botas sobre el asfalto, separadas, y se colocaba delante de la persona a quien hablara, empinándose ocasionalmente cuando se sentía divertida o entusiasmada por algo. Su confianza hacía que pareciera que tenía cuarenta años, pero su piel era la de una chica de veinte, así que Zula llegó a la conclusión de que era joven pero extraña de un modo que tardaría un rato en dilucidar.

No todas las jóvenes de por aquí llevaban tacones altos y vestidos, pero era lo bastante corriente para que esta vendedora de té se situara a kilómetros de distancia de la tónica general con su aspecto. Y sin embargo Zula no tenía ninguna sensación de inconformismo por su parte. La mujer no hacía conscientemente ningún tipo de declaración. Era así.

Se había acercado a entablar conversación con Zula la tarde anterior. Zula, Csongor y Sokolov se habían abierto paso por una calle donde tenían sus tiendas un montón de vendedores de té, y Zula había empezado a mirarlos, tratando de decidir a cuál acercarse, preparándose para otra ronda de regateos. Y de repente esa mujer se le puso delante, las botas azules plantadas en el suelo, sonriendo confiadamente, y comenzó una conversación en un inglés extrañamente coloquial. Y después de un par de minutos sacó aquella bola enorme de té verde, al parecer de ninguna parte, y le contó a Zula una historia al respecto. Cómo ella y su pueblo (Zula había olvidado el nombre del grupo, pero Botas Azules quería que comprendiera que se trataba de una etnia separada) vivían en las montañas de Fujian occidental. Los habían perseguido hasta aquí hacía un millón de años y vivían en fuertes en las brumosas cimas de las montañas. Por tanto, no había nadie encima de ellos: el agua caía limpia del cielo, no había ningún desecho industrial contaminando su suelo, y nunca lo habría. Botas Azules pasó a enumerar otras diversas virtudes del lugar y a explicar cómo estas cualidades superlativas se habían impregnado en las hojas de té a nivel molecular y podían ser transferidas a los cuerpos, mentes y almas de la gente condenada a vivir en reinos no tan benditos simplemente bebiendo enormes cantidades de dicho té. Un kilo desaparecería en un momento y Zula suplicaría por más. Pero sería difícil comprar más en América. Hablando de lo cual, Botas Azules estaba ansiosa por encontrar un distribuidor occidental para este producto, y Zula parecía una buena candidata…

Si Zula hubiera sido una turista que solo quisiera que la dejara en paz, se habría hartado de Botas Azules. Pero se sentía tan feliz de ver un rostro casi familiar que tuvo que contener el impulso de abrazarla.

—Buenos días —dijo Zula—. Tenías razón. Me bebí todo el té.

—¡Ja, ja, no me vengas con chorradas! —dijo Botas Azules, encantada.

—Tienes razón. No necesito más hoy, gracias.

—¿Quieres distribuirlo?

—No —empezó a decir Zula, pero entonces se dio cuenta de que Botas Azules se estaba burlando de ella y se calló.

—Estáis tan jodidamente perdidos que es triste —dijo Botas Azules—. Todo el mundo en la calle habla de eso.

—Estamos tratando de encontrar un wangba —respondió Zula.

—¿Un huevo de tortuga? Eso es un insulto muy grave. Ten cuidado a quién se lo dices.

—Tal vez lo estoy pronunciando mal.

—¿Y en inglés?

—Intentamos encontrar un café con Internet.

Botas Azules arrugó la nariz de una manera que en la mayoría de las mujeres de su edad habría sido todo un esfuerzo para parecer simpática pero que en ella parecía tan pura como el agua de las montañas de su región natal.

—¿Qué tiene que ver el café con Internet?

—Café de cafetería —dijo Zula.

—¡Un café es un sitio donde se bebe café!

—Sí, pero…

—Esto es China —dijo Botas Azules, como si Zula no se hubiera dado cuenta—. Bebemos té. ¿Has olvidado nuestra conversación de ayer? Sé que todos os parecemos iguales, pero…

—Yo soy de Eritrea. Allí cultivamos café —respondió Zula, pensando con rapidez.

—Aquí en vez de cafés tenemos teterías.

—Comprendo. Pero no estamos buscando algo que beber. Buscamos Internet.

—¿Cómo dices?

Zula miró a Csongor, quien cansado mostró un papel con los caracteres chinos de wangba escritos. Se lo habían estado enseñando a gente al azar en la calle desde hacía una media hora. Todos con los que hablaban parecían tener al menos una vaga idea de dónde podían encontrar una cosa así y señalaban en una dirección o en otra mientras hablaban sin parar, normalmente en chino pero a veces en inglés.

—¿Por qué no lo dijiste antes? —dijo Botas Azules. Señaló—. Es por ahí, justo encima de…

Zula negó con la cabeza.

—¿Cómo crees que nos perdimos?

—Venid, yo os llevaré.

Y cogió a Zula de la mano y empezó a caminar con ella. El gesto era demasiado familiar, pero al menos por ahora a Zula le pareció agradable estar sujetando la mano de alguien y por eso entrelazó los dedos con los de su guía y dejó que su brazo oscilara libremente.

Parecía inconcebible que ninguno de ellos, ni siquiera Sokolov, la desafiara, así que Csongor y Sokolov las siguieron diligentemente.

El pelo cortado de punta se sacudió.

—Necesitas un traductor, tío.

—De acuerdo.

—¡Excelente!

Y Botas Azules soltó la mano de Zula, se detuvo, giró, y extendió la mano derecha. Zula, por costumbre, empezó a extender la suya, entonces comprendió que estaba a punto de forjar un contrato vinculante y vaciló.

—¡Awwa! —dijo Botas Azules, y chasqueó frustrada los dedos—. Casi picas.

—Ni siquiera conocemos tu nombre.

—Yo no conozco el tuyo.

—Zula Forthrast —dijo Zula en voz baja. Miró entonces a Sokolov, que miraba distraído alrededor con su expresión habitual. Un atisbo de sonrisa asomó a su rostro.

—¿Qué? —quiso saber Botas Azules.

Zula dejó de sonreír y sacudió la cabeza. Le había transmitido su nombre a alguien. ¿Y si ese alguien fuera a buscar en Google el nombre, qué podría encontrar? Quizás un artículo en el Seattle Times sobre una joven que había desaparecido inexplicablemente.

—Yo me llamo Qian Yuxia.

Zula, que se había pasado la vida con la nariz apretada contra la ventana del mundo del pelo liso, empezaba a obsesionarse cada vez más con el corte de pelo de Qian Yuxia, que era uno de esos en cuña, corto por arriba, más largo por abajo. Alguien que la amaba y que era muy bueno con los objetos afilados lo había estado manteniendo, y Qian Yuxia lo había ignorado con la misma determinación.

—¿Es un nombre corriente de donde eres? —preguntó Zula, por decir algo.

—Yongding —le recordó Yuxia—. Donde las mujeres de pies grandes hacen el gaoshan cha. Té de las altas montañas.

—¿Eres una mujer de pies grandes?

Yuxia la miró como si fuera idiota y extendió una bota azul.

Zula se encogió de hombros.

—¡Pero podrías tener un pie muy pequeño ahí dentro!

—Soy hakka —dijo Qian Yuxia, como si eso debiera poner fin a toda esta parte de la conversación—. Ya te lo dije ayer.

—Lo siento, olvidé el nombre.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué estáis aquí?

Sokolov estaba ahora tan cerca que Zula consideró que lo mejor era ceñirse al guion. Porque habían elaborado un guion el día anterior.

—¿Has oído hablar de la conferencia? ¿Sobre Taiwán?

—Sí, ¿qué eres tú, la embajadora de Eritrea?

—Vengo con la delegación americana —dijo Zula—. Csongor viene con los húngaros y…

—Ivan Ivanovich —dijo Sokolov, con un gesto con la cabeza.

—Ivan viene con los rusos. Tenemos un par de días libres y estamos…

—¿Relajándoos?

—Sí. Relajándonos.

—¿Uno de estos tipos es tu novio?

—No. ¿Por qué?

Qian Yuxia le dio a Zula un juguetón revés en el brazo, como para reprenderla por ser una alumna torpe.

—¡Quiero saber si mola flirtear con ellos!

—¡Claro, adelante! —Zula había dado por hecho que Qian Yuxia era lesbiana. Tal vez no lo fuera. O tal vez era una lesbiana a quien le resultaba divertido flirtear con varones heterosexuales.

—¿Vuestro hotel no tiene Internet?

—Pues claro que lo tiene. —Lo cual no contestaba a la pregunta implícita—. Csongor es tan friki que no puede pasarse una hora sin comprobar su correo.

—Hmm. Bueno, aquí hay un sitio.

Yuxia los había hecho cruzar una calle y se había internado por una calleja llena de pequeñas tiendas. Junto a una de estas, unas escaleras conducían al interior de un edificio. No tenía indicativos a excepción de una antigua pieza de parafernalia de World of Warcraft pegada a la pared, la cabeza de una criatura llamada Tauren. Casi como un cartel de taberna medieval.

Se detuvieron allí un momento.

—Se llaman escaleras —dijo Qian Yuxia.

Ayer parecía que estaban recopilando un número impresionantemente grande de IPs y parejas de latitud/longitud. Sin embargo, cuando Csongor finalmente sacó un mapa y lo colocó sobre una imagen de Xiamen, pareció desalentador: sus datos conseguían de algún modo ser escasos y densos al mismo tiempo. No obstante, unas cuantas tendencias resultaban evidentes, y les había dado motivos para creer que la IP que todavía estaba escrita con tinta medio borrada en la mano de Sokolov estaba asignada a un punto de acceso, ni en los barrios del extrarradio ni cerca de la universidad, y ni siquiera en una de las partes más remotas de la isla, sino dentro de un radio de un kilómetro o dos respecto al piso franco.

Probablemente podían ver el edificio del Troll desde su ventana. Lo cual era un poco como decir que podías ver la Tierra desde la Luna. Pero era una especie de progreso.

El plan general para hoy, pues, era visitar todos los cibercafés que pudieran encontrar que estuvieran en la zona general de interés, y tratar de conseguir datos más concretos.

Mientras elaboraron este plan en presencia y bajo la absoluta supervisión de Ivanov, todos hablaron confiadamente de cibercafés, como si fueran un tema que todos dominaban. ¿Y por qué no? Eran hackers, eran de Seattle; el loft de Peter estaba a unos quinientos metros de la sede mundial de Starbucks, una organización que había acribillado el planeta con cibercafés con wi-fi.

En otras palabras, habían estado asumiendo tres cosas de los cibercafés chinos: (1) que estaban por todas partes, (2) que eran fáciles de encontrar y (3) que servían café; es decir, que eran literalmente cafés, pequeños lugares acogedores donde los clientes podían aislarse con un portátil y comprobar su correo electrónico.

La patética ingenuidad y el Seattle-centrismo de estas suposiciones ya había empezado a infiltrarse en la consciencia de Zula, pero la golpeó en los dientes mientras seguían a Qian Yuxia a lo alto de las escaleras. Los serviciales desconocidos que les habían estado dando indicaciones inútiles siempre parecían decir que el cibercafé estaba «arriba de» o «al fondo de» tal o cual negocio, y esto le había dado a Zula la idea de que estaban hablando de empresas pequeñas.

Ahora comprendió que estos negocios tenían que estar arriba de, o al fondo de otras empresas porque eran enormes. Esta ocupaba toda una planta del edificio. PCs flamantes con pantallas planas colocados lo más juntos que permitían las leyes de la termodinámica, y esencialmente todos ellos estaban en uso. Había al menos cien personas aquí dentro, todas con cascos y por tanto extrañamente silenciosas.

—Santo Dios —dijo Csongor.

—¿Qué? —preguntó Yuxia.

—Es diez veces más grande que el más grande que hemos visto jamás —explicó Zula.

—Esto es solo la mitad —dijo Yuxia, señalando con la cabeza otra escalera que conducía a otro piso más arriba—. ¿Cuántos queréis?

—¿Cómo dices?

—¿Cuántos de vosotros queréis usar un ordenador?

—Uno —dijo Zula—, a menos…

Miró a Sokolov, que estaba mirando más chorradas decorativas pegadas en la pared. Era un póster promocional perteneciente a una serie que el departamento de marketing de la Corporación 9592 había producido poco después del lanzamiento del juego, cuando hacían un feroz esfuerzo por robarle clientes a World of Warcraft. Eran falsos pósters de viaje, mostrados con detalles foto-realistas. Este en concreto mostraba a un dwinn encaramado a un peñasco en el borde de un prístino lago montañoso, la caña de pescar en la mano, batallando con una dentuda bestia prehistórica que podía verse saliendo a la superficie a media distancia con un anzuelo enganchado en el labio. El verdadero propósito del póster era mostrar el increíble realismo del software generador de formas de tierra de Plutón, que era un espectacular alarde en las faldas de las montañas al fondo del lago. Pero los dibujantes y animadores, para no quedarse atrás, habían invertido un montón de tiempo y energías en que la postura del dwinn fuera exacta: inclinado hacia atrás por la tensión del sedal, un pie hacia delante, el otro un poco despegado del suelo. Para Zula fue como ver una foto de casa y el impacto fue fuerte: no estaba preparada para verlo aquí.

Convenientemente, Sokolov escogió este preciso momento para hablar. Volvió lentamente la cabeza para mirar a Zula, y luego a Yuxia.

—Tal vez busque una tienda de equipos de pesca.

Zula estaba todavía lidiando con un apreciable nudo en la garganta, y Yuxia no tenía ni idea de cómo interpretar a Sokolov.

—Pesca —repitió Sokolov, señalando el póster y haciendo la mímica de lanzar y recoger el sedal—. Mi jefe quiere ir de pesca. Pero no trajimos material.

—¿Cuándo? —preguntó Yuxia.

Sokolov se encogió de hombros.

—Tal vez mañana. Tal vez pasado. Depende. Pero hoy yo podría comprar el equipo. Tengo que buscar una tienda en Google.

—No le funcionará si no sabe leer en chino —dijo Yuxia.

—Entonces necesito ayuda. Tengo que comprar sombreros especiales. Neveras pequeñas. Una funda para la caña —se encogió de hombros—. Lo de costumbre.

Yuxia se dio media vuelta y se acercó al mostrador del wangba, que era una instalación de tamaño apreciable a su derecha, de seis metros de largo y con dos cajas registradoras. La pared de detrás estaba ocupada por un par de frigoríficos de puertas de cristal, repletos de bebidas, y algunos estantes con cuencos de tallarines liofilizados, sellados con discos de papel de estaño e impresos con colores llamativos. Tras el mostrador había tres personas: dos empleados, ambos jóvenes veinteañeros, y un oficial de la Oficina de Seguridad Pública con su camisa celeste, corbata y pantalones oscuros. El oficial estaba sentado de espaldas a ellos y le prestaba atención a un par de monitores de pantalla plana subdividos en cuatro paneles cada uno. Zula supuso que mostraban imágenes de las cámaras de seguridad, pero luego vio que cada uno de ellos mostraba una imagen de la mitad de tamaño de una pantalla de ordenador. Algunas mostraban pantallas de usuario como las que se ven cuando se navega por la red o se comprueba en Facebook, pero la mayoría mostraba videojuegos. Cada panel cambiaba cada pocos segundos.

Miró a Csongor, que había reparado en lo mismo. Se volvió a mirarla. Sus ojos se encontraron y los dos se echaron a reír.

—¿Dónde está la gracia? —preguntó Sokolov.

Csongor se volvió hacia él.

—Este tipo está mirando por encima del hombro de todo el mundo —dijo—. Asegurándose de que no vean porno, o lo que sea.

Sokolov lo pilló, pero no le vio la gracia.

Qian Yuxia mientras tanto se había acercado en tromba al mostrador y se había dirigido a uno de los empleados al estilo de un sargento de instrucción saludando a un recluta que ha aparecido borracho y desaliñado. El empleado, por su parte, empezó y terminó la conversación mirándola atentamente de arriba abajo, cosa que confirmó para Zula que Yuxia era una clienta desacostumbrada, aunque no fuese la primera vez que aparecía por aquí. El oficial de la OSP dejó de mirar sus pantallas el tiempo suficiente para examinar a los tres occidentales, mirar luego a Yuxia, y volverse después a sus pantallas. Al parecer ser occidental no era gran cosa si tenías a un lazarillo chino que te guiara: eran los occidentales despistados y sin compañía los que atraían toda la atención.

Tuvo lugar una especie de transacción. Yuxia llamó a Sokolov haciendo chasquear los dedos y le hizo sacar dinero, que desapareció en la caja registradora. El empleado tendió dos tiras de papel con un código alfanumérico impreso: las ID y las contraseñas de usuario.

Entraron en la planta principal del wangba, que recordó a Zula la parte de un casino donde se alinean las máquinas tragaperras, aunque sin el ruido: humanos apretujados en una sala oscura y de techo bajo, sentados en sillas idénticas y concentrados en sus máquinas. Y de hecho la comparación con las tragaperras no era mala, en tanto la mayoría de esta gente estaba jugando a videojuegos. Unos cuantos jugaban a World of Warcraft, Contraataque y Aoba Jianghu, que era un juego completamente chino que había creado Nolan Chu antes de fundirse con la Corporación 9592 y que seguía viviendo en el mundo de los wangba como una antigualla buena, frecuentemente imitada, siempre pirateada (su plan de protección anti-copia fue aniquilado a las veintidós horas de su lanzamiento), nunca igualada. Pero una clara mayoría estaba jugando a T’Rain, lo que significaba que la mayoría estaba aquí por negocios y no por placer. Zula tenía a esas alturas suficiente experiencia con el juego para poder identificar, de una mirada, la mayoría de los paisajes y situaciones que pasaban ante sus ojos mientras seguía a Yuxia pasillo abajo hacia la escalera. Al echar un vistazo mayor al wangba, vio que unas cuantas cabezas habían asomado, estilo topo, por encima de las bajas semiparedes que separaban una fila de ordenadores de la de al lado. Algunos eran jóvenes que sorbían tallarines en cuencos y veían a sus amigos jugar, pero Zula también vio a otro oficial de la OSP haciendo sus rondas.

La planta de arriba era una repetición de la primera, con más terminales vacantes. Un tercer oficial de la OSP estaba estacionado allí, sentado en una silla en lo alto de la escalera, bebiendo té de un alto termo de cristal y aburrido de muerte. Csongor se sentó ante un terminal y Sokolov lo hizo en el de al lado. Csongor fingió comprobar su correo electrónico mientras Sokolov buscaba utensilios de pesca en el centro de Xiamen.

Una vez conectado a un ordenador, Csongor solo tardaba unos instantes en establecer su IP y unos instantes más en curiosear por la red local para tener una idea de qué IPs podían estar asignadas a las máquinas vecinas. Así que «comprobar su correo electrónico» llevó solo unos segundos, y entonces desconectó y estuvo listo para marcharse. Se acercó a Zula, rompió el paso en cuanto estuvo a cosa de un metro de ella y se giró de lado. No se había acercado para charlar, ni por otro motivo que para estar en su presencia. Se había convertido en una costumbre suya. Zula se había habituado a ella. Se sentía mejor cuando él estaba allí, justo al borde de su espacio personal. Parecía que también él se sentía mejor.

Sokolov había tomado algunas fotos con el móvil de unos pescadores que salían de un terminal de ferris la tarde anterior y se las mostró a Yuxia, ampliando sus cabezas e instándola a conseguir un puñado de sombreros. Eran los sombreros de aspecto más patético que Zula había visto jamás, y no creyó ni por un momento que Sokolov quisiera ir de pesca. Tenía otro plan en mente y se había dado cuenta sin pensarlo de que Yuxia podía ayudarle.

La sensación agradable que ella obtenía con la proximidad de Csongor se hizo añicos por una especie de sensación de hielo a través del corazón cuando se dio cuenta de que Yuxia iba a acabar metida en todo este lío. Y eso era en parte por su culpa.

Yuxia y Sokolov terminaron sus asuntos y desconectaron.

—Tenemos que ir a comprar sombreros —anunció Sokolov, y entonces se hizo a un lado, como era su costumbre, para dejar que las damas salieran primero.

Yuxia iba a hacer que encontrar wangbas fuera un millón de veces más fácil, pero había un precio que pagar, y era que no podían ir simplemente de uno a otro mientras mantenían el pretexto de que solo lo hacían para que Csongor pudiera comprobar su correo electrónico. Nadie necesitaba hacerlo con tanta frecuencia; y si así fuera, solo tenía que quedarse en un wangba un rato en vez de pasar de uno al siguiente.

El plan de Sokolov (fuera cual demonios fuese) de comprar equipo de pesca ayudó a resolver este problema. Dedicaron unos cuarenta y cinco minutos a ir caminando hasta una tienda donde era posible encontrar los sombreros de tela de aspecto ridículo que tanto gustaban a los pescadores chinos septuagenarios. Durante el camino, Zula llegó a conocer un poco mejor a Yuxia. De hecho, la acribilló a preguntas, porque le ponía un poco nerviosa que Yuxia pudiera empezar a hacerle a ella preguntas que, dadas las circunstancias, sería difícil responder. El guion que estaban siguiendo era débil y no soportaría el escrutinio de la vivaz mente de Qian Yuxia.

Descubrió que Yuxia vivía en una ciudad más allá de Yongding que era una especie de atracción turística debido a sus tulou: enormes fortalezas redondas de tierra aplanada, construidos hacía siglos por los hakka. La mayoría de los turistas eran chinos que venían en autobuses desde Xiamen. Pero el lugar atraía también a algunos viajeros occidentales, y por eso durante la temporada turística ella trabajaba en un hotel que atendía a esa gente. Frecuentaba la estación de autobuses y deambulaba por las principales rutas de diversión de los turistas, y cuando veía a occidentales que parecían perdidos, los saludaba, hablaba con ellos, y los guiaba hasta el hotel. Los llevaba por la región en una furgoneta para que pudieran ver algunos de los tulous más recónditos. Eso, y ver películas, y leer libros que dejaban olvidados en los hoteles, era lo que le había hecho aprender inglés. Durante la temporada baja venía en furgoneta hasta los barrios del extrarradio de Xiamen y hacía un acuerdo para aparcar en alguna parte, luego cogía el autobús hasta el centro, se alojaba en un hostal, y montaba su negocio como comerciante itinerante de té. Esto era principalmente cuestión de vender té al por mayor a tiendas minoristas establecidas, pero no le hacía ascos a abordar directamente a los consumidores finales, como había hecho ayer con Zula.

Con eso llegaron a la sombrerería, donde Sokolov compró la docena de sombreros informes que quería. Entonces le tocó a Csongor «comprobar el correo electrónico» otra vez. Así que buscaron otro wangba y Csongor se dedicó a eso mientras Zula sorbía tallarines y Yuxia ayudaba a Sokolov a encontrar una tienda que comerciara con fundas para cañas y rollos.

Zula le preguntó a Yuxia qué eran los hakka y se enteró de que eran los únicos chinos que se habían negado a seguir la práctica de vendar los pies. Así que «mujer de pies grandes» no era solo una réplica. No solo eso, sino que además compraban a las niñas no deseadas de sus vecinos que no hablaban cantonés y las criaban. Yuxia no era de las que empleaban términos como «feminista» o «matriarcal», pero la imagen quedó bastante clara para Zula. Pudo trazar comparaciones con sus primeros años, educada por maestras marxistas-feministas en las cuevas de Eritrea, lo que proporcionó un tema seguro para charlar y matar el tiempo mientras deambulaban por las calles.

El tercer wangba estaba en el piso superior de un edificio comercial de tres plantas que asomaba a una calle lateral, quizá lo bastante ancha para que pasara un coche en cada dirección si no había problemas con los peatones, ciclistas o carreteros. Era un wangba un poco más pequeño que los dos primeros que habían visitado y tenía una clientela más joven y un tono algo más dinámico. Había un único oficial de la OSP en la entrada, pero no tenía el sistema de alta tecnología para controlar lo que aparecía en los terminales de los clientes. Había unos cuantos espejos repartidos por el lugar, lo que teóricamente hacía posible que mirara por encima del hombro de la gente, pero para que eso funcionara tendría que interesarle y levantar la mirada de la revista que estaba leyendo (en chino, pero dedicada exclusivamente a los equipos y hazañas de la NBA), aunque no estaba por la labor de ninguna de las dos cosas. Este wangba era considerablemente más ruidoso, no por el sonido de la música o las bandas sonoras de los juegos, sino por la conversación. Como advirtieron después de pagar la entrada, el jaleo procedía de un rincón, donde una docena de adolescentes ocupaba un puñado de terminales y jugaba al mismo juego, mirando por encima del hombro unos de otros y gritando advertencias, órdenes, ánimos, y gemidos de desesperación.

Como de costumbre, Csongor se dirigió a un terminal mientras que Yuxia y Sokolov se dirigían a otro. Zula se acercó al rincón donde estaban jugando los jóvenes. En cuanto pudo ver las pantallas reconoció que estaban jugando a T’Rain. El estilo en que se comunicaban le dijo que debían de ser todos parte de un grupo de saqueadores que iban juntos de aventura; sus personajes estaban todos en el mismo lugar en el mundo T’Rain, probablemente saqueando un calabozo o luchando con una banda rival, y por eso un mago podía estar pidiendo ayuda a un sacerdote que necesitara ser curado o un mago podía estar solicitando protección de una bestia amenazante mientras lanzaba sus hechizos. Era un estilo de juego bastante corriente.

Notó que iban de chulitos. Lo confirmó cuando se colocó de forma que pudo ver mejor a sus personajes: masivamente poderosos y con equipos caros.

El paisaje donde combatían parecía sorprendentemente familiar.

Eran las montañas Torgai.

Estaban luchando cerca de la intersección de línea ley de los lanzapiedras.

De repente Zula fue consciente de que llevaba unos cuantos minutos mirando y que Sokolov estaba a su lado, tan cerca que pudo sentir su calor. Había leído la expresión de su rostro y se había acercado para ver qué la había aturdido de esa forma.

Sintiéndose súbitamente sospechosa, se dio media vuelta y se encaminó hacia el lugar donde estaba sentado Csongor. Miraba asombrado la pantalla de su terminal.

—¿Qué ocurre? —quiso saber Qian Yuxia—. ¿Cuál es vuestro problema?

Sokolov se volvió a mirarla.

—Mañana vamos de pesca —anunció—. Necesitamos neveras.

Media hora más tarde Zula estaba encadenada a un lavabo en el cuarto de baño de señoras del piso franco.

Cuando Sokolov comprendió que los jóvenes del rincón estaban conchabados con el Troll, que uno de ellos incluso podía ser el Troll, y Csongor lo llamó y le mostró una IP en su pantalla que encajaba con la que Sokolov tenía escrita en la mano, el ruso actuó con una combinación de extremo despegue y perfecta calma que en otras circunstancias Zula habría admirado. Hizo una llamada telefónica. Pocos minutos más tarde escoltó a Zula a la calle justo cuando se detenía un taxi donde venían cuatro asesores de seguridad. Uno de ellos se quedó en el taxi y los demás rodearon a Zula de un modo que no resultaba descaradamente amenazador pero que dejó claro que no tenía más remedio que subir al asiento trasero. Unos minutos más tarde el asesor de seguridad y ella estaban en el aparcamiento del rascacielos, y un minuto después en el cuarto de baño de señoras. Los rusos, cansados de escoltarla al cuarto de baño y esperar en un cubículo, se habían buscado un trozo de cadena de unos seis metros de largo y habían asegurado un extremo al codo de un sifón de desagüe bajo uno de los lavabos. El otro extremo estaba unido a unas esposas que acababan en el tobillo de Zula. Ya habían dejado en el suelo su equipaje y su saco de dormir, junto con un puñado de raciones, un modesto montón de comida basura, y un rollo de toallas de papel. Tenía suficiente cadena para llegar al inodoro, y podía conseguir agua del lavabo. ¿Qué más podía pedir una chica?

Fue la única vez que lloró con todas sus ganas. En posición fetal, golpeándose la cabeza con el suelo. Fue por estar encadenada. Había pasado por cosas muy duras, pero a nadie se le había ocurrido encadenarla antes.

Al cabo de un rato se puso a cuatro patas y usó las toallas de papel.

Luego escapó.

Durante la universidad había alquilado una casa con otras chicas. El sifón de desagüe se atascaba continuamente. No tenían dinero para contratar a un fontanero. Zula no había crecido en Iowa para nada. Lo que tenías que saber era que las tuercas que sujetaban los sifones de desagüe, aunque parecían enormes e inamovibles, se aplicaban normalmente haciendo presión con los dedos, ya que lo único que hacía falta era apretar una anilla interna alrededor de la tubería, y ajustarla con una llave inglesa no la sellaría mejor, sino que podía incluso causar daños.

El fontanero que había instalado el sifón de desagüe al que estaba encadenada Zula tenía manos más fuertes que ella, pero acabó por poder mover las tuercas y desplazar el tubo.

Metió la cadena suelta en su mochila y luego se la echó al hombro.

Se subió entonces a una de las tazas y desde allí a lo alto de una de las particiones entre los cubículos y apartó una placa del techo. Llevaba una linterna en la mochila (otra costumbre residual de la chica de granja de Iowa) y la usó para buscar alrededor aquello que había preocupado tanto a Sokolov cuando la vio por primera vez.

No le resultó totalmente obvio al principio, y por eso se encaramó al espacio sobre el techo y se agarró a uno de aquellos puntales en zigzag y empezó a avanzar a rastras para dejar atrás el piso franco y dirigirse el corazón del edificio. Los huecos del ascensor estaban cerca, pero estaban recubiertos de hormigón y era imposible entrar en ellos: aunque hubiera podido hacerlo, no estaba claro cómo eso podría haberla ayudado.

Cuando estuvo segura de que debía de haber pasado los límites del cuarto de baño de señoras, soltó una placa del techo y se asomó. Parecía un pasillo secundario, oscuro en este momento.

Se apoyó en la superficie superior de la reja de metal a la que estaban sujetas las placas del techo. La reja sostuvo su peso, pero se destruyó en el proceso: las débiles protuberancias se combaron y las placas adyacentes se doblaron y agrietaron. No importaba. Se agarró a la reja estropeada y se dejó caer hasta que sus pies quedaron colgando a un metro del suelo. Luego saltó.

Como había deducido tras mirar la disposición de las verticales de hormigón que atravesaban el espacio del techo, la escalera de incendios estaba al otro lado de una pared, y todo lo que tenía que hacer, para llegar allí, era salir de este pasillo y entrar en el vestíbulo del ascensor y luego atravesar una puerta adyacente. Durante esos pocos momentos la podría ver claramente cualquier guardia apostado en el mostrador de recepción del piso franco, pero sabía que al menos cuatro de los siete asesores de seguridad estaban desplegados fuera del edificio, y esperaba que el mostrador estuviera desatendido. Fue bastante fácil comprobarlo abriendo un poquito la puerta y asomándose a la rendija.

No había nadie. En el interior de la suite pudo ver a otros asesores de seguridad caminando, hablando por teléfono, rebuscando en su equipaje, pero nadie miraba hacia el vestíbulo del ascensor.

Salió, cruzó de dos zancadas el pulido suelo de mármol, abrió la puerta que daba a la escalera de incendios, y la atravesó. Conteniendo la urgencia de echar a correr, usó el trasero para suavizar el cierre de la puerta. Entonces empezó a bajar las escaleras lo más rápido que pudo con diez kilos de cadena sacudiéndose en la mochila que llevaba al hombro y con un extremo atado al tobillo.

Bajar cuarenta y tres pisos le dio tiempo de sobra para pensar en esto de un modo que no había hecho cuando tomó la decisión de hacerlo. En realidad solo había pensado: «¿Qué haría Qian Yuxia?», o si acaso: «¿Qué pensaría de mí Qian Yuxia si pudiera verme enroscada en el suelo llorando como una niña pequeña?»

Hasta ahora su complicidad en todo este asunto se había basado en una especie de acuerdo no hablado entre Ivanov y ella, un acuerdo que se resumía en: «Te estamos tratando mal y probablemente te mataremos pero podríamos tratarte mucho peor y podríamos matarte antes.» No era un gran trato, pero ella no había tenido mucha opción para negociar los términos. La forma en que se había visto arrastrada a esta terrible situación ya era mala de por sí, pero la idea de que era ahora responsable en parte de haber enredado en ella a Yuxia era intolerable.

En teoría, Peter estaba siendo retenido como rehén y podría pagar por su huida, pero lo dudaba. Peter se había pasado al otro lado. Les era útil. Matarlo no la haría volver. Y en cuanto a Csongor… esperaba que nada malo le sucediera a Csongor, pero también tenía derecho a pensar en sí misma y su propia supervivencia.

Y eso era todo en lo que estaba pensando cuando llegó al pie de las escaleras, rodeó corriendo una esquina, y tropezó con un hombre que por algún motivo estaba allí de pie. Se apartó de él instintivamente. El hombre hizo intención de agarrarla, pero tuvo que contentarse con la mochila.

Zula la dejó en sus manos y siguió corriendo, arrastrando la cadena tras de sí mientras se iba desenrollando de la mochila.

Entonces su pierna cedió al sentir un tirón, giró y se dio la vuelta mientras caía de modo que, mientras golpeaba el suelo de hormigón, pudo ver a un hombre a unos seis metros de distancia, sujetando la mochila vacía y pisando con un pie el extremo de la cadena.

Sokolov.

Recogió la cadena. Con la mano libre, hizo una llamada telefónica de una sola palabra por su teléfono móvil.

Y la llevaron de vuelta al cuarto de baño de señoras donde retiraron la cadena de Sokolov, la pasaron por el espacio del techo y la cerraron en torno a una tubería de hierro forjado de seis pulgadas de diámetro.

Richard se encontraba en el salón de cerchas góticas de un castillo de piedra roja en la Isla de Man, anunciado por el heraldo de D-al-cuadrado en un idioma que parecía vagamente francés.

Una vez más, su llegada había sido inesperada (aunque, como resultó, sí anunciada). Esta vez, el elemento sorpresa se redujo a un backup que se había desarrollado en la cuenta de correo de D-al-cuadrado. Don Donald usaba el e-mail cuando estaba en Cambridge y cuando estaba de viaje, pero había prohibido Internet en su castillo, e incluso había instalado un neutralizador de señales telefónicas en el palomar. Venía aquí a leer, a escribir, a beber, a comer, y a conversar, actividades que no podían ser mejoradas por ningún artilugio electrónico. Y sin embargo tenía el embarazoso problema de que gran parte de su sustento procedía de T’Rain. Y aunque no jugaba al juego y declaraba que la misma idea le parecía «aterradora», no podía dedicarse a ese trabajo sin comunicarse frecuentemente con la gente de la Corporación 9592.

Richard había buscado una vez a D-al-cuadrado en la Wikipedia y descubrió que era archiduque o terrateniente o algo por el estilo. Este castillo, sin embargo, no era su mansión ancestral. Lo había comprado, al contado. Al principio su personal había hecho uso de un aparcamiento para caravanas plantado ante su bastión, colocado allí para servir como oficina portátil para los contratistas que estaban arreglando el lugar. Estaba equipado con Internet y una impresora láser donde los e-mails que merecían la atención del lord de la mansión podían ser impresos en papel A4 y entregados en la torre principal dentro de una cartera de cuero. Más tarde el papel blanco fue sustituido a favor de un pseudopergamino marrón claro. Fue una simple cuestión de gusto. El papel moderno, con su 95 por ciento de albedo que lastimaba la vista, simplemente estropeaba el aspecto que estaba tomando forma lentamente dentro de los muros. Los tipos de letra sans-serif fueron cambiados por otros de aspecto antiguo. Pero no es que la erudición de un hombre como Donald Cameron podía ser medida por un tipo de letra elegido por un ayudante de entre una fuente de Word’s de un kilómetro de largo. Y el contenido y el estilo de estos mensajes de Seattle eran tan discordantes como el papel en el que estaban impresos. Siendo medievalista, le gustaba estar en un marco mental medievalista; de hecho, tenía que estarlo para poder escribir. Sentado en su torre «con vistas, los días claros, a Donaghadee al oeste y Cairngaan al norte», escribiendo con pluma en un escritorio de mil años de edad, entraba en un estado de flujo cuya productividad solo rivalizaba con la de Devin Skraelin. Enfrentarse de pronto con una copia impresa de un e-mail donde un tipo de veinticuatro años de Seattle con un aro en la nariz escribía algo como «stamos preocupa2 xq el kpítulo 27 no resuena con el 16 n la demografía del juego» era, como poco, hostil al progreso. Habría que diseñar algún modo de que las comunicaciones importantes le llegaran sin perturbar el ambiente requerido.

Por fortuna, sin haberlo intentado realmente, había conseguido atraer a una corte de personas que, dependiendo del punto de vista del observador, podrían haber sido descritas como adláteres, lacayos, ocupas, parásitos o acólitos. Eran de diversas edades y entornos, pero todos compartían la fascinación de D-al-cuadrado por lo medieval. Algunos eran autodidactas de clase obrera que habían ido ascendiendo por las filas de la Sociedad de Anacronismos Creativos, y otros tenían licenciaturas múltiples y hablaban con fluidez dialectos extintos. Habían empezado a aparecer en su puerta, o más bien en su rastrillo, cuando se corrió la voz de que estaba considerando la posibilidad de convertir algunas partes del castillo en lugar de recreación histórica como forma de generar algunos ingresos e impedir que el castillo cayera víctima de los sutiles pero aniquiladores peligros del abandono. En aquellos días el plan era mantener una especie de cortafuegos entre la parte de la mansión donde él vivía y la parte donde iba a tener lugar la recreación. Pero unos cuantos años de experiencia le habían enseñado que mientras prestara un poco de atención a descartar a los borrachos y a los necios, las personas que estaban dispuestas a vivir al estilo medieval veinticuatro horas al día siete días por semana eran justo los que necesitaba tener por aquí.

Por fácil y tentador como era divertirse un poco a expensas de D-al-cuadrado y su banda de medievalistas, Richard tenía que admitir que varios de ellos eran tan serios y dedicados y competentes como cualquier persona con la que él hubiera trabajado en ambientes del siglo XXI; y en algunas entretenidas conversaciones mantenidas entre hidromiel y cerveza (fabricada allí mismo, por supuesto) habían conseguido convencerlo de que el mundo medieval no era peor ni más primitivo que el moderno, solo distinto.

Y por eso el contacto e-mail funcionaba así: en Douglas, que era la ciudad principal de la Isla de Man, la novia de uno de los medievalistas, que vivía allí en un apartamento («da la casualidad de que me gustan los tampones»), leía el e-mail para D-al-cuadrado cuando llegaba, filtraba la basura obvia, e imprimía una copia en papel de todo lo que parecía importante y lo guardaba en una bolsa de mensajería impermeable. Cuando llegaba la hora de sacar al perro, se acercaba al paseo marítimo hasta llegar al trenecito de su extremo norte, donde le entregaba la bolsa al encargado de la estación, quien a su vez la entregaba al conductor del estrecho tren eléctrico que serpenteaba por el interior de la isla. En cierto punto a lo largo de la línea lo arrojaban a un lado y más tarde era recogido por un guardabosques de D-al-cuadrado, que lo llevaba colina arriba y colocaba su contenido en la mesa del trovador residente que lo traducía al occitano medieval y luego se lo cantaba y/o recitaba a D-al-cuadrado a la hora de comer. El señor de la mansión dictaba entonces una respuesta que seguía la ruta inversa colina abajo hasta el portátil de la novia e Internet.

¿Ridículo? Sí. ¿Todo hecho con la cara seria? Por supuesto que no. Después de haber comido aquí unas cuantas veces, Richard podía decir, por las reacciones de los presentes (al menos, los que comprendían occitano), que el trovador era un cachondo. Muchas de las risas parecían ser a costa de la fauna americana que pensaba en PowerPoint y tecleaba con los pulgares, y por eso Richard tenía cuidado de redactar todos sus e-mails a Don Donald de formas que dejaban claro que formaba parte de la broma.

El mensaje donde anunciaba su inminente llegada a la Isla de Man estaba todavía siendo traducido.

Y sin embargo que Don Donald recibiera una visita sorpresa era menos problema que con Skeletor. Esto era el mundo medieval. Las comunicaciones eran penosas. La mayoría de las visitas eran por sorpresa. Mientras los visitantes no tuvieran alabardas o bubas, estaba bien. Había espacio de sobra en el castillo, y había intermediarios, es decir, sirvientes-recreadores, que hicieron que Richard y Plutón se sintieran cómodos mientras la noticia corría hacia la torre principal. Cuando D-al-cuadrado bajó por su peligrosa escalera de caracol de un porrón de años para comer, Richard y Plutón fueron anunciados, de manera cortés y un tanto pomposa, por parte del heraldo… de hecho (puesto que el lugar estaba un poco corto de personal), por un hombre que alternaba los papeles de Heraldo, Cervecero y Borracho Tercero.

—Puede que exista la necesidad de otorgar poderes extraordinarios a la Coalición Terrosa —propuso Richard.

Don Donald se acomodó en su sillón y empezó a juguetear con su pipa. Cuando Richard era niño, todos los hombres fumaban en pipa. Ahora, por lo que podía discernir, D-al-cuadrado era el único fumador de pipa que quedaba en todo el mundo.

—Para impedir que sean extinguidos, quieres decir.

—Sí.

—¿Cómo podía hacerse una cosa así —se preguntó D-al-cuadrado, mordiendo la pipa y mirando con los ojos entornados algo situado encima del hombro derecho de Richard—, sin ratificar una distinción cizañera?

—¿Estás hablando en occitano? Porque tengo que decirte que entre el jet lag y el delicioso clarete…

—No hay ninguna base en el mundo del juego —dijo D-al-cuadrado—, para nada de lo que ha sucedido durante los cuatro últimos meses. Los guardias de las ciudades, las unidades militares, las partidas de saqueadores divididas, sin advertencia, en dos segmentos, con las dagas dispuestas. O tal vez debería decir con las dagas repuestas, ya que, si los informes que he oído son de fiar, muchos miembros de los que llamáis Coalición Terrosa se han encontrado de pronto e inexplicablemente en el Limbo con estiletes en la espalda.

—No cabe duda de que fue un acontecimiento estilo Pearl Harbor, muy bien planeado —dijo Richard.

—Y muchos de tus clientes parece que se lo están pasando de miedo. Pero se presenta un problema, ¿verdad?, si esta extraordinaria fisión de la sociedad no está justificada, prefigurada, incluso insinuada en ninguna parte del Canon que el señor Skraelin y los otros escritores y yo hemos suministrado.

D-al-cuadrado se sentía dolido, y no le importaba quién lo supiera.

—Me atrevo a decir que deberías dar marcha atrás —continuó—. Es un hackeo, ¿no? Es como si alguien hubiera hackeado tu página web y la hubiera pintarrajeado con garabatos infantiles. Cuando eso sucede, no incorporas el vandalismo en tu web. Lo arreglas y sigues adelante.

—Han pasado demasiadas cosas —dijo Richard—. Desde el principio de la Guerrea hemos registrado un cuarto de millón de jugadores nuevos. Todo lo que saben sobre el mundo y el juego es post-Guerrea. Volver el mundo atrás sería deshacer a todos y cada uno de sus personajes.

—Así que tu estrategia es manipular la balanza. Darle poderes especiales a los personajes que quieres que ganen. Como Atenea con Diomedes.

Richard se encogió de hombros.

—Es una idea. No estoy aquí para imponer nada ex cátedra. Esto es una colaboración.

—Lo que quiero decir es que, si ayudas a la Coalición Terrosa, entonces estás admitiendo, implícitamente, que la Coalición Terrosa existe. Estás otorgando legitimidad a esta ridícula distinción que ha sido creada por niños traviesos.

—Fue una moda. Una enorme conducta de rebaño, una fase de transición.

—No muestra respeto por la integridad del mundo.

—Todo lo que podemos hacer —dijo Richard—, es actuar más rápido que los otros tipos. Adelantarnos a ellos. Sorprenderlos con lo molones y adaptables que podemos ser. Encantarlos al incorporar su creación en el Canon. Mostrarles de qué estamos hechos.

—Y eso me pone en el candelero, ¿no? ¿Cómo puedo rechazarlo, en esos términos?

—Pido disculpas por mi forma de expresarlo —dijo Richard—. No pretendo acorralarte. Pero creo que con pensarlo un poco podrás idear algo que no te desagrade.

Don Donald pareció estar pensándoselo.

—De otro modo, empezará a dar vueltas. Como un avión sin control de superficie.

—Oh. ¿Entonces soy el penacho?

Richard se encogió de hombros.

—Las plumas de la cola de la flecha —explicó D-al-cuadrado— que la hacen volar recta. Plumas, como…

—Las que usan los escritores para escribir. Lo entiendo.

—Van detrás…

—Pero guían la punta. Sí. Eh, ¿eres escritor o algo?

D-al-cuadrado se rio sin ganas.

—Lo quieren —dijo Richard—. No lo querían al principio. Estaban encantados de ir por su cuenta, creando su propia historia.

—Los jugadores, quieres decir.

—Sí. Esto quedó muy claro en los chats, las webs del tercer grupo. Ahora ya se ha olvidado. Están diciendo que quieren recuperar algo de dirección, quieren que la historia del mundo vuelva a tener sentido.

Algo le ocurrió a Don Donald, y señaló con la caña de la pipa a Richard.

—¿En qué idioma hablan en esos chats? ¿Todo es en inglés?

—¿Por qué lo preguntas?

—Me gustaría saber quién es esa gente. Los instigadores, los líderes. ¿Son asiáticos?

—Es un error común —contestó Richard—, creer que los asiáticos, menos fluidos en inglés, menos conocedores de la mitología europea, no conectan con el tipo de historias y personajes que te gusta escribir… pero que les atraían los colores brillantes —sacudió la cabeza—. Lo hemos analizado por activa y por pasiva. Carece completamente de fundamento. Entre los chinos, con su formación confuciana, y los japoneses, que no se quedan atrás en su respeto y tal vez incluso adoración a la VMMA.

—¿VMMA?

—Vieja Materia Marrón Arrugada. Lo siento.

—¿Otro de vuestros acrónimos internos?

—Un departamento entero. Cuando uno sale al mundo (cosa que tú no haces nunca), pero cuando sales, por ejemplo, a la choza de Galdoromin el Eremita, al Final del Camino, y pasas ante su lobo de dos cabeza y entras y echas un vistazo, todas las chorradas que cuelgan de las paredes fueron producidas por VMMA.

Richard decidió no compartir el hecho de que el decorado de la choza de Galdoromin había sido inspirada por un T.G.I. Friday’s de Issaquah.

—El diseño de máximo nivel se hace en Seattle, pero el modelado detallado de material se realizó en China. Hicieron un gran trabajo.

Don Donald pareció estar pensándoselo. Richard intentó callarse para variar. Apuró su jarra y se dirigió al guardarropa. Entonces volvió con una idea.

—Estaba durmiendo en el avión y no paraba de pensar: «¡Se han burlado de todos nosotros!» Reflejaba cómo me sentía respecto a la Guerrea. Pero más tarde pensé: ¿Por qué no darle la vuelta y metérsela en la boca de la gente que nos considera más molestos?

D-al-cuadrado, sentado de perfil, con un codo en la mesa y la pipa en la mano, se volvió a mirar a Richard a los ojos. La pipa, sujeta por la mano, permaneció inmóvil, como si estuviera funcionando una física de personaje de dibujo animado.

—¿Darle la vuelta para que sean los que piquen?

—Sí, erigir algún tipo de historia donde han sido seducidos a este enorme acto de traición por charlatanes que más tarde no resultaron ser lo que parecían.

—¿Y lo del pelo azul?

—Tendríamos que afinarlo un poco, pero la idea es que le dijeron a la gente que se enroló en esta rebelión que vistieran ropas y adornos chillones como seña, para que supieran quién estaba dentro de la conspiración.

—«¡Se han burlado de todos nosotros!» —repitió D-al-cuadrado—. Casi parecen las uvas verdes si lo pones en boca de gente que uno no aprecia especialmente.

—Repito. Afinación.

—¿Qué tipo de poderes de emergencia estarías dispuesto a poner en manos de… me deprime, Richard, oír estas palabras surgir de mis propios labios, la Coalición Terrosa?

—Una respuesta completa podría ser molestamente técnica. Las estadísticas del juego son muy complicadas. Por tanto, si quisiéramos ser sibilinos, hay todo tipo de formas de poder manipular la balanza, como dijiste antes. O podríamos ser descarados e invocar a alguna nueva deidad o un rasgo anteriormente desconocido de la historia del mundo.

—Que tendría que ser escrito.

—Que tendría que ser escrito.