Csongor puso bruscamente el todoterreno en marcha, pisó el acelerador, y salió del aparcamiento. Había tenido el contacto puesto para poder mantener conectado el portátil de Marlon.

—¿Qué demo…? —preguntó Marlon, mientras veía desaparecer su conexión wi-fi. Csongor no pudo saber si había aprendido esta expresión de los bocadillos de los cómics o si hacía una referencia velada a los frikis chinos que aprendían expresiones sueltas de diálogo en inglés de esa forma. Era difícil saberlo, a veces, con Marlon.

—Algo va mal —dijo Csongor.

—Creí que habías dicho que no podías conducir este trasto.

—No puedo conducirlo legalmente.

—Oh.

—Pero puedo manejarlo, como puedes ver.

—Estaba transfiriendo dinero —dijo Marlon. No como queja, sino para asegurarse de que Csongor supiera que su importante trabajo había sido interrumpido.

—Llevas tres horas transfiriendo dinero —recalcó Csongor—, mientras que yo he estado mirando el reloj y el mapa —agitó un mapa de carreteras de Idaho que Seamus había comprado el día anterior en una gasolinera—. Es imposible que estén todavía fuera. Los da O shou pueden esperar su dinero, lo llevan esperando mucho tiempo.

Como había estado estudiando el mapa, Csongor sabía cómo salir de Coeur d’Alene y encontrar la carretera hacia Sandpoint y Vado de Bourne. Siguió la ruta, cumpliendo escrupulosamente todas las reglas de tráfico para minimizar sus posibilidades de ser detenido. No creía que un carné de conducir húngaro tuviera validez aquí.

—Tal vez han encontrado algo interesante que mirar.

—No es eso —dijo Csongor—. El helicóptero solo puede llevar una cantidad concreta de combustible: solo puede estar en el aire un tiempo limitado.

Notó que Marlon lo miraba incrédulo.

—Lo busqué en Google cuando fuiste a orinar —explicó Csongor.

—Vale…

—Sé qué es lo que vas a decir: tal vez han tenido una avería y han tenido que aterrizar. Pero en ese caso nos habrían llamado para decir que llegarían tarde.

—¿Cómo de tarde llegan?

—Muy tarde.

Marlon seguía mirándolo con expectación.

—Matemáticamente, el helicóptero está sin gasolina —dijo Csongor. Miró el reloj del salpicadero—. Desde hace quince minutos.

—Tal vez deberíamos llamar…

—¿Llamar a quién? —preguntó Csongor, con una especie de cruel satisfacción, pues había recorrido mentalmente el mismo camino y solo había encontrado callejones sin salida. Esperó a que Marlon llegara por su cuenta a la misma conclusión.

Atravesaron lo que parecía ser un importante cruce en el límite extremo de la zona metropolitana de Coeur d’Alene y siguieron hacia el norte por una bonita carretera recta. El día empezaba a ser precioso.

—¿Qué vas a hacer?

—Vamos a ir a Vado de Bourne, que está a pocos kilómetros de donde ellos volaban, e iremos al aeropuerto del condado y le preguntaremos a la gente de allí si saben algo de un helicóptero desaparecido.

Media hora más tarde se encontraron cruzando un largo puente sobre un lago. Ante ellos vieron la ciudad de Sandpoint. Csongor advirtió que Marlon estiraba el cuello para ver de reojo el cuentakilómetros. Al bajar la mirada, vio que iba a noventa.

—No son noventa kilómetros por hora —le informó Marlon—. Con su sistema métrico, vas a unos ciento cincuenta.

—No tanto —dijo Csongor, pero redujo la velocidad a ochenta.

Un minuto más tarde, explicó:

—Creo que Seamus ha ido a buscar a Jones. Ese era su verdadero plan. Pero no podía decirlo en voz alta. Entonces Yuxia le preguntó por qué no podía ir también, si era solo un viaje para ver las vistas. Seamus se vio atrapado.

—Yuxia es buena para esas cosas.

—¿Qué te parece? ¿Es tu chica?

—Durante un tiempo pensé que tal vez —admitió Marlon—, pero luego decidí que era mi hermana.

—Oh.

—China es curiosa. Un hijo por familia, ya sabes. Todos buscamos hermanos.

Csongor asintió.

—Es un sistema mucho mejor que el que usamos en Hungría.

—¿Por qué?

Csongor lo miró.

—Porque puedes elegir.

Marlon sonrió.

—Ah.

Csongor devolvió su atención a la carretera.

—Tu hermano en California —dijo Marlon.

—¿Qué pasa con él?

—¿Vas a ir a visitarlo?

—¿Quieres ver California?

Pudo oírlo sonreír.

—Sí.

—Probablemente sea mejor sitio para ti que para mí —dijo Csongor—. Si voy, te llevaré. Puedes ser la estrella. Yo seré tu…

—¿Guardaespaldas?

—Una mierda. Pensaba en ser tu séquito.

—¡California, allá vamos! —exclamó Marlon.

Csongor señaló con un grueso dedo una señal de carretera que decía CANADÁ 50 MI/80 KM.

—Vamos en dirección contraria —recordó—. Antes de ir a California, tenemos que meternos en problemas. Luego habrá que salir de ellos.

Marlon se encogió de hombros.

—Pero eso es lo que hacemos.

Csongor asintió.

—Eso es lo que hacemos.

Cuando Csongor terminó de reducir la velocidad tras salir de la autopista, ya estaban a la mitad de Vado de Bourne y corrían peligro de dejarlo atrás del todo. Para recuperarse un poco, Csongor se detuvo en una gasolinera. Usando dinero americano que llevaba en la cartera (Seamus les había dado un poco de dinero para gastos), le entregó al cajero cuarenta dólares, luego se dirigió a la trasera del todoterreno y empezó a echarle gasolina. La forma en que funcionaba el surtidor le resultó levemente desconocida y le hizo sentirse inepto y sospechoso. Pero al final acabó por descubrir cómo poner la boquilla en posición, y luego se apoyó contra el costado del vehículo y se cruzó de brazos mientras esperaba que el enorme depósito se llenara. Marlon había hecho una rápida escapadita al cuarto de baño y estaba ya sentado en el asiento de pasajeros, buscando redes wi-fi abiertas.

Un monovolumen Subaru azul salió de la carretera y se detuvo al lado opuesto del surtidor. Su parte delantera estaba cubierta de cadáveres secos de insectos. En la baca del techo llevaba atados un montón de fardos. Como claramente no era de allí, Csongor le miró la matrícula. Era de Pennsylvania.

Permaneció allí detenido un rato con el motor en marcha, y Csongor apenas pudo oír los sonidos ahogados de una discusión que tenía lugar en el interior. La gota final, sospechó, de una discusión entre turistas que llevaban demasiado tiempo juntos en este pequeño vehículo.

Entonces la puerta del conductor se abrió y salió un hombre: un tipo con aspecto de ser de Oriente Medio con barba cerrada y oscuras gafas de sol. Se dirigió al cajero y le entregó unos cuantos billetes, regresó al Subaru y empezó a echarle gasolina.

Otro hombre, un africano de rostro anguloso que le recordó a Zula, salió del asiento trasero, entró en la estación de servicio y fue al cuarto de baño. Cuando regresó, traía un libro de gran formato y tapa roja, que al parecer acababa de comprar: Atlas Geográfico de Idaho.

Al advertir movimiento con el rabillo del ojo, Csongor miró en el retrovisor lateral del todoterreno, que Marlon acababa de ajustar para poder mirarlo a los ojos. La expresión de su rostro decía: «¿Puede estar pasando esto de verdad?»

Csongor miró en otra dirección y respondió asintiendo con la cabeza.

Había decidido que quería ser el último vehículo en salir de la gasolinera, así que cuando terminó de repostar, entró como si quisiera usar el cuarto de baño. En cambio se quedó en el fondo de su pequeño supermercado, fingiendo ser incapaz de decidirse entre su sorprendente variedad de cecinas y vigilando el Subaru azul.

—El circuito de las Selkirk —dijo con asombro el encargado, mirando lo mismo—. Atrae a todo tipo de gente.

El conductor retiró la boquilla del surtidor. Csongor se dirigió a la caja registradora, depositó en el mostrador unas bolsas de cecinas y dos botellas de agua, y cogió del expositor un ejemplar del Atlas Geográfico de Idaho.

—Hoy se están vendiendo como rosquillas —comentó el encargado.

Csongor no dijo nada. El encargado lo había catalogado como americano, y no vio ningún motivo para poner eso en duda abriendo la boca.

El conductor del Subaru entró entonces para visitar el cuarto de baño, y Csongor no tuvo más remedio que salir, subir al todoterreno, y ponerlo en marcha. Salió a la carretera, avanzó media manzana hasta una zona comercial, y entró en el aparcamiento de un restaurante de comida rápida. Resultó ser un MacAuto, así que, por impulso, se dirigió a él y pidió un par de hamburguesas. Dio media vuelta y pagó en la ventanilla. El todoterreno apuntaba de nuevo hacia la calle.

—¡Allí! —dijo Marlon mientras el hombre de la ventanilla metía el pedido en una bolsa, y Csongor se volvió a ver cómo el Subaru azul pasaba de largo a velocidad segura y legal.

Le puso un poco nervioso la posibilidad de haber perdido a su presa como resultado del subterfugio de la comida, pero unos momentos más tarde, cuando volvió a salir a la carretera, mientras sorbía un Mountain Dew tamaño cubo, pudo verlo claramente a unos cientos de metros por delante, avanzando tranquilamente entre los semáforos.

Lo siguiente fue un poco impredecible, ya que, dependiendo de los semáforos, a veces parecían quedarse muy atrás y en otras ocasiones estar incómodamente cerca. Pero había quedado claro que aquellos hombres se dirigían al norte de la ciudad. Marlon usó esos minutos para hojear el Atlas Geográfico de Idaho y encontrar el mapa relevante.

—Al norte, dentro de unos pocos kilómetros, hay un cruce —anunció Marlon—. Si siguen recto, es que se dirigen a Canadá, y no significará nada. Pero si giran a la izquierda y cruzan el río es que intentan llegar al lugar donde Seamus y Yuxia volaron esta mañana.

—¿Hay otra manera de poder cruzar el río? —preguntó Csongor—. ¿Para que no parezca que los estamos siguiendo descaradamente?

—Sí. Gira aquí.

Y se desviaron, apartándose de la persecución directa del Subaru, y volvieron a la ciudad y cruzaron por un puente diferente. Minutos más tarde se dirigían al oeste, al parecer directo hacia las montañas; pero justo antes de que el terreno se volviera realmente empinado, Marlon le indicó a Csongor que girara a la derecha para pasar a un camino de grava que se dirigía al norte, en paralelo al río. Durante sus tres horas de intenso aburrimiento en el aeródromo, Csongor había revisado el manual del vehículo para aprender cómo pasar a la tracción a las cuatro ruedas, así que tomó un instante para hacerlo, y luego subió por la carretera a un ritmo loco durante varios kilómetros. No pensaba que por ahí hubiera policías que le hicieran detenerse; y si lo hacían, les diría simplemente que había terroristas en la zona, conduciendo un Subaru azul.

Ahora que lo pensaba, tendrían que haberlo hecho antes de salir de Vado de Bourne. Pero su propio estatus legal los había puesto en un estado mental confuso, sin saber cuándo ocultarse de las autoridades o cuándo pedir su ayuda. No sabían con seguridad que esos hombres fueran terroristas. Cuando Marlon dijo, minutos antes, que podían tirar a la derecha en el cruce y dirigirse al norte a Canadá, presumiblemente para disfrutar del Circuito Selkirk, a Csongor le pareció perfectamente razonable y él dudó de si era por albergar el estereotipo racista que aquellos hombres eran terroristas.

Y ahora estaba ahí en mitad de ninguna parte por su incapacidad de reconocer lo obvio.

Remontaron una pequeña elevación en la carretera a tiempo de localizar el Subaru azul cruzando el puente. Había girado a la derecha y se dirigía a las montañas.

Marlon abrió la boca para decir algo, pero Csongor lo había visto también.

—¡Mierda!

—¿Esta es la parte en la que nos metemos en problemas?

—Evidentemente. Asegúrate de no perderlos de vista —dijo Csongor, y dedicó entonces toda su atención y energías a impedir que el todoterreno se saliera de la carretera, pues su suspensión estaba siendo forzada tanto que apenas había un momento en que sus cuatro ruedas tocaran el suelo.

—Ahí —dijo Marlon un minuto más tarde. Se acercaban a una bifurcación, una pequeña carretera de grava que conducía a un valle a la izquierda.

—¿Ahí es donde los has visto girar?

—No los he visto —dijo Marlon.

—¿Entonces cómo puedes estar seguro?

—Porque dejan una pista en el aire —dijo Marlon—, como un jet.

Y en efecto Csongor vio ahora que el aire sobre la pequeña carretera lateral mostraba el polvo lechoso levantado por las ruedas del Subaru un minuto antes. Mientras que, cuando miró al norte a lo largo de la carretera que se extendía junto al río, el aire estaba despejado.

Un cartel, oxidado y aplastado por el peso de la nieve y acribillado a balazos, se alzaba en el cruce. A ARROYO PROHIBICIÓN, decía.

—Allá vamos —dijo Csongor. Giró el volante y pisó el acelerador a fondo.

Zula no tenía ninguna comunicación con la gente de arriba, aparte de ver a uno de ellos agitar una camiseta al aire, y sin embargo comprendía el estado general de las cosas con bastante claridad: el lugar en el que llevaba tendida desde hacía un cuarto de hora o más era completamente insostenible. Cualquiera con un arma de largo alcance podía mantenerla allí inmovilizada de forma indefinida mientras sus amigos maniobraban para poder dispararle desde otros ángulos, un procedimiento que estaba segura que se llamaba «flanquear». Aunque no le estuvieran disparando, moriría de hipotermia si se quedaba allí mucho más tiempo. Y sin embargo la persona que agitaba la camiseta allá arriba parecía no tener ningún resquemor en estar allí de pie, completamente expuesta. O era idiota, o bien (Zula estaba cada vez más segura de que se trataba de una mujer, y asiática) sabía algo que Zula no sabía.

Lo comprendió claramente cuando se incorporó y empezó a trepar pendiente arriba: el lugar donde había estado agazapada era una especie de parada natural en la pendiente. Por debajo era todo escarpe, extendiéndose en su ángulo de reposo, pero por encima la pendiente era ligeramente más suave, quizá por la enorme roca que se proyectaba sobre el eterno alud a cámara lenta del escarpe y creaba un remolino a su paso. El movimiento de Zula y su súbita escalada hacia la base de aquella roca causó varias ráfagas de fuego desde abajo, cada una de las cuales fue respondida por un nítido disparo de rifle desde la roca. Los tiradores de abajo, a quienes imaginaba disparando de pie después de subir corriendo los últimos senderos en zigzag, no tuvieron realmente tiempo de situarse y apuntarle bien a Zula: le pareció oír los insanos ruidos de abejorros que al parecer indicaban la aproximación de balas de alta velocidad. Pero la marcha era aquí mucho más fácil que abajo, en parte por la pendiente más suave y en parte porque el asidero era mejor: más roca dura y menos piedras sueltas. Se obligó a cubrir los últimos treinta metros antes de arriesgarse a mirar atrás. La línea de los árboles ya no era visible. Experimentó con erguirse un poco y la vio asomar lentamente sobre el horizonte, y luego agachó la cabeza antes de que nadie pudiera apuntarle y disparar el gatillo. Corrió ahora en postura de jorobado, dirigiéndose hacia aquella camiseta que se agitaba frenéticamente, y cubrió otros doscientos metros antes de mirar de nuevo atrás. En este momento pudo erguirse del todo sin exponerse. Sin resuello y agotada, el frío aire seco clavaba un frío punzón de hielo en la raíz de su diente roto cada vez que tomaba aliento. Se permitió caminar con rapidez el último tramo, y finalmente llegó a poca distancia de la mujer que agitaba la camiseta.

Había esperado, de forma completamente irracional, que fuera Qian Yuxia, pero supo que no era ella desde cien metros de distancia. La voz que la saludó habló con acento inglés.

—¿Eres Zula?

Incapaz de hablar, ella solo asintió y sonrió. La inglesa salió a recibirla y le estrechó la mano en la base de la enorme piedra.

—Me llamo Olivia. Siento lo de tu labio; ¿duele tanto como parece?

Zula se encogió de hombros y asintió.

—Ojalá pudiera decirte que tenemos una ambulancia, un helicóptero, algo. Pero me temo que no hay nada de eso. Nos espera una buena caminata. ¿Te ves capaz?

—¿Quiénes sois?

—El hombre de ahí arriba —dijo Olivia, volviendo momentáneamente la mirada hacia lo alto de la roca—, te es conocido, creo. Se apellida Sokolov.

—Alguien tendría que averiguar su nombre de pila —ceceó Zula.

—Lo sé, parece un poco raro ir por la vida llamándolo así.

—¿Qué demonios está haciendo aquí Sokolov? Aparte de lo obvio, quiero decir.

—Creo que considera que te debe algo.

—Podríamos decir que sí.

Zula siguió a Olivia mientras ascendía por el lado del gran macizo rocoso. La pendiente había vuelto a hacerse muy empinada, y Zula pudo ver en la grava las marcas de derrape donde esa tal Olivia se había deslizado.

—Hay un trecho ahora donde tendremos que mantener la cabeza gacha —informó Olivia, señalando la pendiente—. Volveremos a quedar a la vista de los tipos de abajo.

Zula miró hacia atrás y asintió.

—Él nunca pretendió que las cosas se complicaran tanto —dijo Olivia, volviendo al tema de Sokolov—. Te estuvo echando un ojo. No quería que salieras lastimada.

—Me dio esa impresión, pero era difícil asegurarlo.

—Entonces, cuando Jones entró en escena, me temo que nuestro Sokolov se lo tomó de forma bastante personal. En otras palabras, no creo que sea ya por ti.

—Me siento plenamente feliz de que no sea ya por mí.

—Muy bien, pues. ¿Preparada?

—Supongo que sí —dijo Zula, aunque en verdad difícilmente podía estar más agotada.

—Un esfuerzo hacia la cima.

Y Olivia empezó a subir por la cuesta de piedrecillas sueltas, provocando pequeños aludes que Zula tuvo que esquivar. Su avance por este último tramo descubierto no fue probablemente ni tan ágil ni tan rápido como Olivia había imaginado, y Zula, cuando se atascó un momento, se arriesgó a mirar atrás y comprobó que estaban de nuevo a la vista de la línea de árboles. Pero la distancia era tan grande que el disparo habría sido imposible sin un rifle con mira telescópica, y los tiradores de allá abajo parecían muy desmoralizados por la política de Sokolov de disparar balas de alta velocidad en cuanto veía iluminarse las bocas de sus armas. Cuando Zula volvió a mirar, todo lo que pudo ver fueron rocas, y entonces Olivia y ella disfrutaron de un fácil ascenso por una pequeña rampa y llegaron a la ancha y generalmente llana cima de este gigantesco macizo.

Hasta ahora Zula solo tenía una vaga idea de dónde se encontraba, lo cual no había tenido mucha importancia porque no había podido pensar en ninguna gran estrategia. Pero desde ahí todo quedó claro. Monte Abandono quedaba a su espalda. El territorio por el que acababa de ascender apuntaba al oeste. A la derecha, a unos cuantos kilómetros de distancia, estaba la montaña que Chet y ella habían atravesado el día anterior por medio de los viejos túneles mineros. A su izquierda, una larga y sinuosa pendiente escarpada cubría una distancia de un par de kilómetros hasta un gran risco que se extendía hacia el sur. Sabía por las indicaciones de Richard que si recorría esa pendiente y subía a aquel risco podría descender al valle de Arroyo Prohibición y encontrar la casa de Jake.

Captó todas esas impresiones mientras seguía a Olivia, a paso agotado y tambaleante, a través de la meseta de roca hacia el borde del precipicio desde donde Sokolov había estado disparando a los yihadistas. Cuanto más avanzaba Olivia, más tendía a encogerse, luego a agacharse, después a gatear. Profundamente cansada de tan ineficaces formas de locomoción, Zula no quiso continuar. Avanzó despacio hasta el punto donde tenía que empezar a arrastrarse a cuatro patas, entonces se detuvo y se puso en cuclillas, estirando los doloridos músculos de sus muslos y pantorrillas. A unos diez metros de distancia pudo ver las suelas de las botas de Sokolov, los talones hacia arriba y las punteras hacia abajo, mientras él yacía boca abajo en el borde del precipicio, apuntando con la mirilla telescópica de un rifle AR-15 modificado que parecía extrañamente similar al que Peter guardaba en su caja fuerte. Olivia estaba tendida junto a él, hablándole al oído, y él asentía y le hacía pequeñas observaciones. Algo en el lenguaje corporal de Olivia (la casi total relajación con la que estaba tumbada junto a él) le dijo a Zula que estaba viendo una especie de momento íntimo, lo cual la hizo sentirse incómoda. Pero después de unos instantes, Olivia empezó a arrastrarse para apartarse del precipicio, y Sokolov volvió la cabeza y miró a Zula con sus ojos azules. Un americano habría hecho un gesto más sentimental, sensiblero, pero Sokolov se contentó con un mínimo gesto con la cabeza y la sugerencia de un guiño. Zula respondió alzando la mano y agitando los dedos a modo de saludo. Eso fue suficiente para Sokolov, que volvió de nuevo la cabeza y regresó a su ocupación.

Olivia la condujo a un lugar donde Sokolov y ella habían dejado un par de bicicletas de montaña. Estaban cargadas de cosas que eran en gran parte irrelevantes, o tal vez le resultaban más útiles a Sokolov que a ellas. Olivia las descargó y las dejó en el suelo. Habían venido bien pertrechados de agua y comida, y Zula engulló buena parte mientras Olivia rebuscaba entre el resto. Un kit de primeros auxilios contenía analgésicos que Zula consumió en dosis mayores de las recomendadas. Olivia la ayudó a ajustar la altura de su sillín (al parecer iba a utilizar la bici de Sokolov) y la condujo por un pequeño trayecto por ese saliente de roca hasta la cumbre de la montaña. Un par de minutos después llegaron a un lugar desde donde pudieron bajar por un levísimo sendero que corría en horizontal por el escarpe en la dirección que querían seguir.

El trayecto pareció interminable. Al principio lo animaron unos cuantos disparos desde abajo, al parecer dirigidos contra ellas. Parecía que los yihadistas se replegaban hacia el sur, intentando evitar o flanquear la posición de Sokolov moviéndose entre la espesura. Un campamento minero abandonado al pie de la pendiente parecía capaz de ofrecerles cobertura de sobra si podían alcanzarlo. Pero Olivia y Zula estaban fuera de su alcance, y Sokolov continuaba con su política de tratar de eliminar a todo el que las apuntara, así que en cuestión de minutos Zula dejó de preocuparse por los pistoleros y dedicó toda su atención al proyecto de sobrevivir al siguiente par de horas. Parte del tiempo pudieron montar en sus bicis con las marchas más bajas, pero durante la mayor parte era más eficaz empujar o incluso llevar a cuestas las máquinas. Olivia insistió en que merecía la pena, que las bicis serían muy útiles cuando superaran esa parte del viaje. Zula no respondió, y apenas le importaba: se había sumergido en un estado de aturdimiento semicomatoso donde todo lo que la rodeaba parecía reproducirse tenuemente en una pantalla con un proyector defectuoso con un mal sistema de sonido.

Pero al rato llegaron a un lugar desde donde pudieron ver un sendero despejado y razonablemente bien definido que conducía al valle, flanqueado por un bosque verde oscuro, y Zula recordó la historia del tío Richard de cómo había encontrado hacía tiempo Arroyo Prohibición después de una penosa y calurosa caminata por una pendiente descubierta y arrasada por el sol. Le pareció que sabía el camino de bajada por una especie de instinto familiar, e ignoró las solícitas preguntas y las amables sugerencias de Olivia de que se detuvieran a tomar agua y comer. Pasó la pierna por encima del sillín de su bici y dejó que la gravedad empezara a tirar de ella hacia el valle, apretando los frenos cada par de segundos, asegurándose de que no perdía el control. Pudo oír a Olivia siguiéndola de un modo similar. Este sendero tenía también un montón de zigzags, pero cuesta abajo en una bici eran, naturalmente, puro éxtasis comparados con subirlos a pie, y por eso no hizo otra cosa sino disfrutar del viaje y sentir que su espíritu se animaba y su energía regresaba durante los primeros minutos. Entonces la voz de Olivia se entrometió en su consciencia, advirtiéndola de algo. Se detuvo y escuchó. Bajo ellas rugía un motor: no una sierra eléctrica, sino una especie de vehículo, una moto de cross o un quad.

—Podría ser tu tío —dijo Olivia. Probablemente el peor consejo para Zula, que respondió soltando los frenos y dejando que la bicicleta corriera colina abajo a una velocidad que estaba al borde de hacerle perder el control. Consiguió frenarla lo suficiente para evitar salir despedida en la siguiente curva, le dio media vuelta, ganó de nuevo velocidad, y entonces tuvo que frenar en seco para evitar chocar de frente con un quad pintado de camuflaje que venía en dirección contraria.

Conducía el tío Jake y el tío John iba en el asiento de atrás, y ambos llevaban rifles y tenían expresiones preocupadas. La transformación que se produjo en sus caras cuando descubrieron a Zula bloqueándoles el paso fue, esperaba, algo que ella recordaría durante el resto de su vida y contaría a la gente en la reunión.

Richard, naturalmente, había empaquetado las cosas a la carrera, con Jones siguiéndolo por el Schloss apuntándolo con una pistola y diciéndole que fuera más rápido. No había escasez de ropas de abrigo entre las que elegir. Todo era material para practicar el esquí; el Schloss no era un albergue de caza. Ahora llevaba puesta una parka amarilla y pantalones rojos para la nieve, con guantes blancos y un gorro azul. Debajo llevaba una camisa verde de franela y pantalones vaqueros. Así que podía hacerse levemente menos conspicuo quitándose la ropa de fuera, al coste de morirse congelado.

Qian Yuxia llevaba justo lo que mandaban los cánones para ese tipo de situaciones: camuflaje de la cabeza a los pies. Cuando Richard recalcó la disparidad, más por humor negro que por otra cosa, ella inmediatamente se ofreció a cambiarse la ropa con él. Pero esto habría llevado un montón de tiempo; las ropas de ella no habrían cubierto gran parte de su cuerpo, y se habría quedado congelada en ropa interior o bien sería un destello de colores primarios en la mira telescópica de Jahandar.

Entonces ella se ofreció a coger la escopeta, buscar un buen sitio donde esconderse, y cargarse a Jahandar cuando pasara. Richard no se lo habría tomado en serio si lo hubieran propuesto otras mujeres de la edad y la estatura de Yuxia. En su caso, le pareció completamente plausible. Pero habría sido la primera vez que ella disparaba un arma. Solo tendría una oportunidad. Tendría que esperar a que él estuviera muy cerca; si calculaba mal la distancia y disparaba demasiado pronto, fallaría, o solo lo heriría levemente, y entonces él la haría pedazos con las balas de alta velocidad mientras Richard observaba indefenso desde un escondite. No era la forma en que Richard quería pasar sus últimos minutos en la tierra.

Se estaban quedando sin tiempo, hablando demasiado. Yuxia se estaba convirtiendo en un problema, ya que no se contentaba con nada que no fuera un papel activo en la muerte de Jahandar. Más abajo en la pendiente sonaban leves ruidos de roce, que podían explicarse de muchas formas, pero era más prudente asumir que era el francotirador que se acercaba.

Lo zanjaron de la siguiente forma: Richard bajó por el camino en zigzag en el que se encontraban y se agazapó tras el cepellón de un árbol enorme que se había desplomado por la pendiente. El cepellón tenía al menos tres metros y medio de diámetro, un hirsuto estallido de raíces enormes pero poco profundas, los intersticios enmasillados con barro marrón y moho. Se alzaba sobre él casi como una pared vertical. No podía haber quedado mejor oculto; Jahandar podía escrutar la pendiente todo lo que quisiera, podía ascender el camino en zigzag que corría diez metros más abajo de donde Richard estaba agazapado y nunca sospecharía que estaba allí. Pero, por el mismo motivo, Richard no podía ver a Jahandar.

Yuxia mientras tanto se dirigió a un lugar directamente colina arriba donde podía agazaparse entre la maleza y vigilar, casi completamente invisible desde abajo. Tenía una visión panorámica de la pendiente bajo ella y podía mirar a Richard a la cara desde una distancia de unos dieciocho metros. Esperaría a que Jahandar pasara justo por debajo de Richard y alzaría ambas manos al aire en el momento en que el francotirador estuviera justo debajo del cepellón, moviéndose lateralmente a lo largo del sendero en zigzag de abajo.

Richard esperó, observando la cara de Yuxia y prestando atención a los sonidos del bosque.

Pasaron diez minutos de lo que casi fue una sensación de éxtasis, en lo que a Richard respectaba.

Zula estaba viva. La había visto. Pero eso no explicaba el éxtasis. Después de todo, Chet había muerto. Aún más, había un piloto malherido esperando ser rescatado en lo alto de la montaña. Toda la felicidad que sentía por Zula debería ser contrarrestada por la tristeza hacia ellos.

Pero no era el caso.

Se encontraba en el hermoso paisaje salvaje que conocía desde hacía casi cuarenta años, sentado y esperando, alerta y vivo, hecho polvo, medio en shock, pero probablemente hasta arriba de endorfinas y adrenalina por ese mismo motivo. Y nadie podía contactar con él a través del teléfono o el correo electrónico, Twitter o Facebook, y molestarlo. Su mente entera, su atención entera estaba enfocada en una sola cosa por primera vez que pudiera recordar.

Disparos ocasionales sonaban más arriba: gente disparándose, le pareció. La mayoría de los disparos parecían tentativos, exploratorios. ¿Cómo lo llamaba John? Reconocimiento por fuego. Pero entonces se produjo un intercambio prolongado, docenas de balas disparadas, algunas con armas semiautomáticas y otras con armas completamente automáticas, y tuvo la sensación de que de algún modo habían llegado a un punto crítico.

Sabía que un bando de esta pequeña guerra tenía que ser Jones y sus yihadistas, ¿pero quién estaba en el otro bando? ¿Había llegado por fin la policía? Si era así, ¿por qué no habían traído helicópteros?

Esas disquisiciones hicieron que su atención flaqueara durante algún tiempo, mientras que le dificultaban también oír ruidos más sutiles que llegaban del sendero de abajo.

Advirtió que Yuxia gesticulaba furiosamente. Eso le causó un retortijón de culpa, ya que le dio la impresión de que llevaba algún rato haciéndole señales más discretas y él no se había dado cuenta, obligándola a hacerse más obvia.

La expresión de Yuxia se volvió desconsolada antes de que la muchacha desapareciera de la vista.

Un poderoso estampido sonó en lo que parecía estar justo encima del hombro de Richard, y el barro y el moho explotaron en la pendiente justo detrás de donde la cabeza de Yuxia se hallaba un momento antes.

Jahandar debía de haber subido por el sendero tras Richard y lo había adelantado, y al mirar colina arriba había visto a Yuxia agitando los brazos.

Oyó el cerrojo del rifle, expulsando el casquillo vacío y cargando una nueva bala. Luego el roce de tela. Luego el sonido, sorprendentemente nítido y claro en el aire tranquilo, del percutor de un arma al ser amartillado.

¿Por qué cambiaba Jahandar a una pistola?

Porque había visto a Yuxia haciendo gestos, intentando llamar la atención de alguien abajo. Sabía que había alguien escondido allí. Esperándolo. Y el lugar obvio donde esconderse era el cepellón que se encontraba solo a unos pocos metros de donde Jahandar estaba. El rifle de francotirador no iba a servirle de mucho en ese tipo de lucha.

Se oyó un rumor lento y sutil cuando Jahandar salió del sendero y se internó en la espesura, buscando un modo de rodear a Richard por el flanco.

Richard había revisado cien veces la escopeta para comprobar que había una bala cargada, y se obligó a no hacerlo de nuevo, ya que haría ruido. Bajó la mirada e inspeccionó la palanca de seguridad para asegurarse de que aparecía el punto rojo. Estaba lista para disparar.

Se había acurrucado en un hueco entre las raíces del árbol muerto, lo cual podía no ser la mejor de las situaciones ya que constreñía su campo de visión, limitando el movimiento de su brazo. Estaba pensando cómo mejorar el estado de las cosas sin hacerse matar cuando su mirada se posó en una piedra redonda, del tamaño de una pelota de béisbol, que había quedado atrapada hacía cientos de años en el sistema de raíces de ese árbol y que sobresalía del barro junto a su rodilla. Recordando un truco que usaba de niño, al acechar y ser acechado por John en el barranco del arroyo de la granja, actuó en ese momento sin pensar. Hasta este punto había estado empantanado en una especie de fría melaza mental. Pero entonces extendió la mano izquierda, agarró la piedra, la sacó de su matriz de barro, y la lanzó a unos matorrales a unos cinco metros a su derecha. La piedra voló sin hacer ruido, probablemente invisible, y luego rozó los matojos y golpeó el suelo con un ruido súbito y sorprendente. Jahandar respondió al instante, disparando una bala, volviendo a cargar. Eso descubrió su posición: demasiado a la derecha para que Richard pudiera dispararle sin apartarse del cepellón. Considerando que era ahora o nunca, Richard se impulsó con el culo contra las raíces, giró sobre el pie derecho mientras el izquierdo se movía como el brazo de un compás que trazara un ángulo de noventa grados. Al mismo tiempo se llevó la escopeta a la cara y apuntó, preguntándose dónde demonios iba a aparecer Jahandar en su línea de visión. Finalmente lo vio con su visión periférica y advirtió que no había girado lo suficiente: le dio un impulso extra a sus caderas. Su pie izquierdo caía, un poco antes de lo que le habría gustado; trató de alzar la rodilla, retrasar la pisada, darse un poco de rotación extra, pero el resultado fue que el pie se le enganchó en una raíz y se torció de mala manera. Cayó hacia la izquierda, perdido el equilibrio, todavía sin tener un lugar donde plantar el pie izquierdo, que se posó con fuerza y sin control en lo que quiera que hubiese allí. Fuera lo que fuese, era resbaladizo e irregular e hizo que su pie se torciera de un modo que no era el esperado. No sintió dolor, todavía. Había dejado de mirar a Jahandar solo una fracción de segundo. Devolvió ahora su atención al punto de mira. Richard se sintió tentado de disparar a ciegas, pero mantuvo el dedo apartado del gatillo, consciente del número limitado de cartuchos en el cargador. El reconocimiento por fuego no iba a funcionar para él.

Agacharse parecía una buena idea así que se dejó caer, cosa que ya estaba haciendo de todas formas: su tobillo estaba bien fastidiado, y la primera punzada de dolor recorrió su pierna hasta su cerebro. Apartó la mano izquierda del guardamanos y dejó que el cañón quedara en vertical unos instantes mientras caía de culo, usando la mano izquierda para detener un poco la caída.

Entonces alzó la cabeza y vio a Jahandar mirándolo a través de una abertura entre las retorcidas raíces, a menos de tres metros de distancia. Jahandar estaba alzando su revólver para apuntarle.

Richard, que había estado a merced de la gravedad un segundo antes, la notó ahora demasiado débil y lenta para bajar el cañón de la escopeta con la rapidez que le gustaría. En vez de esperar a que le dispararan, torció el cuerpo hacia un lado, se apoyó en la espalda y luego el costado, girando. Un hombre más joven en terreno mejor podría haber seguido rodando y disparando a la vez, pero Richard tropezó con piedras y raíces a la mitad de esa maniobra y se encontró en la peor situación posible de tener que levantarse apoyándose en las manos y las rodillas con el culo apuntando directamente en dirección a Jahandar y con la escopeta en el barro. ¿Cómo podía salir todo tan mal? Era como en las historias de Vietnam de John, las que contaba cuando estaba borracho y le daba por llorar. Una pistola disparaba, disparaba, disparaba. Richard no estaba muerto aún. Su mente había registrado algo extraño en esos disparos, pero no había tenido tiempo de pensar en ello todavía. Una eternidad más tarde cayó pesadamente de culo, finalmente de cara al enemigo, finalmente con la escopeta donde la quería. Esperaba ver a Jahandar apuntándolo con la pistola, el fuego brotando del cañón y chamuscando la parka de nailon de Richard, pero el yihadista se había vuelto a mirar colina abajo y se había agachado, de forma que solo mostraba la curva de su espalda.

Los disparos no procedían de la pistola de Jahandar. Debía de ser Seamus, disparando desde más lejos.

Richard, aprovechando la pendiente, rodó hasta ponerse en pie, vio con más claridad el centro de masa de Jahandar, apuntó con la escopeta, y disparó. Entonces se desplomó de cara contra el cepellón mientras su tobillo cedía bajo su peso. Una raíz rota le golpeó en el ojo. Alzó la mano involuntariamente, y la escopeta cayó en su regazo. Se oyó a sí mismo soltar un breve grito.

En el silencio que siguió, una suave pisada, muy cerca. Alzó la cabeza y miró con su único ojo operativo y no vio más que el bosque moviéndose con él. La escopeta resbaló de su regazo como moviéndose por voluntad propia.

Qian Yuxia tiró hacia atrás del guardamanos. Bruscamente. Un cartucho vacío salió volando y rebotó en la cabeza de Richard. Ella volvió a cargar, se llevó la escopeta al hombro. Alguien dijo, con voz borboteante:

Alá akbar.

Pero la última sílaba quedó enterrada en el estampido que brotó por la boca de la escopeta.

—Bien —dijo una voz. La voz de Seamus—. Pero no te acerques tanto a él la próxima vez. He estado a punto de joderte viva.

—Sigue soñando —dijo Qian Yuxia.

Sokolov vio la partida de Olivia y Zula con una enorme sensación de alivio: una emoción que, naturalmente, nunca compartiría, ni insinuaría, con aquellas dos estimables mujeres. A esas alturas ya había visto lo suficiente de ellas para saber que eran más frías bajo presión, y era mejor estar con ellas en una situación difícil que con 999 de cada 1.000 mujeres. Pero su presencia lo obligaba a desviar una fracción significativa de su atención a considerar sus necesidades, responder a sus preguntas, y mantenerlas con vida. En la mayoría de las circunstancias no habría sido un problema, y se habría sentido más que satisfecho con el placer de su compañía. Pero este asunto iba a convertirse en un problema formidable, y tenía que pensar en él dejando a un lado todo lo demás.

El entorno era, en conjunto, notablemente similar a Afganistán. Los yihadistas se sentirían allí como en casa, sabrían de forma instintiva cómo moverse, dónde buscar refugio, cómo reaccionar. Sokolov, naturalmente, había estado en Afganistán. Pero fue hacía mucho tiempo, y la mayor parte de su trabajo desde entonces había tenido un carácter decididamente urbano. Ventaja para Jones.

Había más. Sokolov estaba solo, al menos hasta que Zula y Olivia pudieran regresar al complejo donde los fanáticos (aquellos talibanes americanos) vivían con todas sus armas y sus municiones y su material acumulado y a mano. Incluso así, no estaba claro hasta qué punto esta gente podía convertirse en una fuerza efectiva con tan poco tiempo. Estaba claro que los parientes de Zula estaban bien armados y tenían bien cubierta la parte de la puntería en su currículum. Pero los reclutas militares pasaban solo una pequeña porción de su tiempo haciendo prácticas de tiro; otras formas de instrucción eran más importantes. Incluso suponiendo que salieran de sus búnkers con sus rifles de asalto y sus caros cuchillos, podrían ser más un riesgo que una ayuda para Sokolov. No tenía forma de comunicarse con ellos. Era igual de probable que lo identificaran como amigo que como enemigo. Pronto podría tener no un grupo de hombres de las montañas bien armados intentando matarlo, sino dos. Ventaja para Jones.

Sokolov actuaba completamente solo, lo cual, aunque técnicamente lo ponía en inferioridad numérica, le proporcionaba otro tipo de beneficio, en tanto no tenía que coordinar sus acciones con nadie más. Que no hubiera ninguna comunicación significaba que no había ninguna metedura de pata. El escondite más diminuto podía ser utilizado de manera provechosa. Ventaja para Sokolov, suponiendo que mantuviera la distancia y evitara que lo rodearan.

Ese detalle, no ser rodeado, era lo que los americanos llamaban «el nombre del juego». La sorprendente aparición de Zula le había obligado a revelar su posición. De no haber sido por eso, habría esperado a que todos los yihadistas se pusieran al descubierto en la pendiente de más abajo y se habría pasado toda la mañana abatiéndolos.

Según Olivia (que había obtenido la información de Zula), el contingente de Jones alcanzaba los nueve hombres aquella mañana. Uno de ellos había muerto de algún modo hacía horas. Durante la acción que acababa de terminar, Sokolov y Zula habían eliminado a uno cada uno. Eso dejaba a seis. Era posible que los disparos de contención de Sokolov hubieran alcanzado a alguno entre los árboles, pero lo dudaba.

Otro detalle: Zula había informado de que una retaguardia de número desconocido (probablemente no más de dos hombres) iba una hora o dos por detrás del grupo principal de Jones. Pero uno de ellos era un francotirador.

Lo cual planteaba la pregunta de si alguno de los hombres de allá abajo podría estar igualmente equipado. Había intercambiado varios disparos con ellos hasta el momento, pero con tantos oponentes, todos ocultos en el bosque, disparándole desde distintas direcciones, le había resultado difícil llevar la cuenta de sus armas. Por el sonido solo estaba claro que la mayoría tenía pistolas ametralladoras o rifles de asalto. Pero el disparo casual de un rifle de cerrojo podía haberse perdido fácilmente en todo ese ruido. Algunos de ellos podían incluso tener miras telescópicas en las mochilas, y por lo que sabía podían estar en ese instante montándolas en sus armas para apuntar mejor. El rifle de Sokolov era bonito y caro, con una buena mira, pero su cañón y su munición imponían ciertas limitaciones inherentes en su alcance efectivo. En un duelo contra un hombre armado con un rifle de largo alcance adequado, perdería.

Antes, Olivia le había ayudado trayendo un saco de dormir, comida y agua al borde de roca donde había hecho su pequeño nido. Se había vuelto cómodo hasta el punto de poner activamente en peligro su vida; se sentía reacio a moverse de ese emplazamiento que ya había dado a conocer al enemigo. Como primer paso para abandonarlo, regresó a un punto desde donde no podían verlo desde abajo, y luego dedicó unos minutos a extraer el saco de dormir de su bolsa de nailon y meterlo dentro de su parka. Subió la capucha y se aseguró de que estuviera lo suficientemente compacto, luego le puso sus gafas de sol y envolvió una bufanda en torno a las partes inferiores de su «cara». Mientras hacía todo esto experimentó una moderada sensación de vergüenza por preparar un truco tan tonto. Pero había leído todas las historias de propaganda sobre los francotiradores de Stalingrado y sabía que habían logrado muchas cosas con un repertorio de trucos sencillos como ese. Cuando terminó, se arrastró hacia delante, poniendo el muñeco ante él de modo que su cabeza asomara por el borde de la roca mucho antes de que el propio Sokolov quedara al descubierto.

Le habría venido bien tener un espejo a estas alturas. Tuvo que usar el oído. El resultado del experimento fue una andanada de disparos de unas cuatro armas diferentes, la mayoría disparando en modo semiautomático, lo que quería decir que disparaban una bala cada vez que apretaban el gatillo en vez de simplemente enviar descargas. Estaban, en otras palabras, apuntando. Tal vez Jones había llegado por fin a lo alto del sendero e impuesto un poco de disciplina. Las balas mordieron la roca cerca del muñeco, otras silbaron por los aires. Sokolov cerró los ojos y prestó atención a la lenta y pesada cadencia de un rifle de cerrojo disparando balas de alta velocidad. Una sacudida le corrió por los brazos cuando el muñeco recibió una bala en la cabeza, y oyó un castañeo de plástico cuando las gafas de sol se cayeron y se perdieron acantilado abajo.

Así que al menos una persona de allá abajo era un buen tirador y tenía un rifle de asalto en condiciones. Pero si tenían un arma de francotirador, habían decidido no utilizarla; y eso era, en estas circunstancias, una decisión extraña. Zula le había dicho a Olivia que había un francotirador en la retaguardia. Tal vez tenía todo el buen material.

O tal vez un arma con un largo alcance fantástico apuntaba en ese preciso momento a ese sitio, y su operario, al haber detectado la patética mascarada de Sokolov a través de su excelente mira telescópica, había decidido no mostrar su mano.

Pero lo dudaba. ¿Por qué estaba haciendo eso Jones? Su plan era casi con toda certeza montar un ataque al estilo Bombay en un objetivo densamente poblado de Estados Unidos, y para eso querría granadas y armas plenamente automáticas. No es que un francotirador no pudiera hacerse útil en un proyecto semejante; pero, al contrario que las granadas y las armas automáticas, los rifles de alta potencia y las miras telescópicas podían comprarse en cualquier tienda de Estados Unidos, así que no había ninguna necesidad de malgastar un espacio precioso en las mochilas para hacerlos pasar por la frontera.

Tras coger solo lo que pensaba que necesitaría para sobrevivir las siguientes horas, Sokolov se retiró del saliente de roca. La vanguardia de Jones podía estar compuesta por idiotas, pero la selección darwiniana los había apartado de la batalla, y los únicos que quedaban ahora allá abajo eran los listos y cautelosos, probablemente guiados por el propio Jones. No se expondrían de nuevo a sus disparos. Si se sentían extraordinariamente intrépidos, podrían buscar un modo de flanquear su posición y pillarlo en un fuego cruzado, pero eso les llevaría medio día, y debían de saber que no tenían tanto tiempo. La línea de árboles se extendía al sur hasta… bueno, hasta donde demonios necesitaran ir aquellos hombres. Moverse a través del bosque era lento y molesto, pero resultaba preferible a recibir disparos desde las alturas. Sokolov estaba seguro de que era eso lo que iban a hacer. Solo apostarían algún tipo de retaguardia para vigilarlo y asegurarse de que no los sorprendiera por detrás.

Su comprensión de la geografía local no era perfecta, pero tenía la impresión general de que, camino de las carreteras de Estados Unidos, pasarían cerca de los complejos de viviendas de los talibanes americanos. Si no fuera por el hecho de que Olivia y Zula se dirigían hacia uno de esos complejos en ese mismo momento, Sokolov podría haber sentido la tentación de establecer una trampa y esperar a los rezagados contra los que lo había advertido Zula. Después de todo, los supervivencialistas americanos podían cuidar de sí mismos, y Sokolov no estaba por encima de cierta actitud de «caiga la peste sobre vuestras casas» hacia esos grupos.

Pero tal como estaban las cosas, se sentía obligado a perseguir a aquellos hombres. Ya tendrían una ventaja considerable. Sin embargo, podría reducirla moviéndose por territorio despejado y descendiendo por la pendiente.

Echó a correr por la cima de la gran roca, siguiendo más o menos las huellas que Zula y Olivia habían dejado un rato antes, y luego empezó a bajar con precaución por el escarpe rocoso. Debajo podía ver las instalaciones mineras abandonadas. No las había examinado con atención cuando Olivia y él las dejaron atrás unas cuantas horas antes. Entonces confirmó su vago recuerdo de que el lugar estaba repleto de matorrales y hierbajos, pues estaba situado en el borde de la zona donde era posible que la vegetación sobreviviera. Detrás se hallaba el bosque por donde avanzaban los yihadistas, o lo harían pronto.

Estaba expuesto en esta pendiente, pero ofrecía suficientes puntos para cubrirse que (al ser un agente solitario, no un pelotón) le permitirían moverse de uno a otro, lanzándose al suelo cuando los alcanzaba y haciendo pequeñas paradas para escuchar y observar. Durante la primera mitad de su avance por el escarpe, no vio ni oyó nada. Los yihadistas (suponiendo que vinieran por ahí) se habían visto obligados a abrirse camino rodeando la montaña, viajando dos kilómetros para cubrir lo que en línea recta sería uno solo. Sokolov bajaba de manera algo intrépida por la cara sur del macizo, de modo que era de esperar no verlos al principio. El recluta de diecisiete años que había en él solo quería correr todo el camino hasta abajo y ponerse a cubierto en los edificios de la vieja mina dispersos en torno a la base de la pendiente. El veterano quería arrastrarse de un lugar donde esconderse a otro, sin ponerse nunca en pie. En el camino sencillo, el recluta ganó la discusión, pero a medida que iba perdiendo más y más altura, la linde del bosque empezó a parecer más repleta de riesgos y la política del veterano empezó a dominar. Estaba más abajo ya, más al nivel de los posibles atacantes, y eso le facilitó encontrar sitio donde ponerse a cubierto.

Llegó a un punto donde pudo oír claramente a los yihadistas avanzando entre los árboles, y entonces fue cuestión de cálculo: no tenía que llegar tan lejos, pero tenía que hacerlo con más cuidado. No parecían creer que estuviera cerca. Tal vez creían que, al disparar al señuelo en lo alto de la roca, lo habían matado. Tal vez la geografía los había confundido. En cualquier caso, no sabían que los había rodeado por el otro lado para emboscarlos, y mientras permanecieran en semejante estado de ignorancia Sokolov contaba con una enorme ventaja que podía perder en un instante si se comportaba de manera indiscreta. Y por eso la última parte de su viaje fue una repetición de los peores momentos de su entrenamiento en las fuerzas especiales: se pasó todo el tiempo reptando, al principio sobre rocas afiladas y luego sobre barro helado repleto de vegetación espinosa y punzante.

Pero eso lo llevó, por fin, a las inmediaciones del campamento minero, una tierra plana en la linde del bosque, en realidad una especie de sumidero que había aceptado más nieve derretida en las últimas semanas de las que podía realmente absorber. Se extendía unos cincuenta metros desde la base de la pendiente hasta la linde del bosque y varios cientos de metros en la dirección paralela a la pendiente, y estaba regada de camiones abandonados, trailers, cobertizos, y una estructura que parecía una cabaña de troncos. Sokolov se dirigió hasta esta última. Su tejado de cedro se había caído y cubría el suelo, y las agujas de pino arrastradas por el viento se habían acumulado contra sus paredes hasta casi un metro de altura. Sokolov se enterró entre las agujas de pino, luego tanteó a su alrededor y lo dispuso todo para formar una montaña de camuflaje donde no asomaba nada excepto el cañón de su Makarov.

Entonces se relajó y sorbió del tubo de su CamelBak. Diez minutos más tarde, escuchó cómo Jones, probablemente a no más de veinte metros de distancia, les daba órdenes a sus hombres. Sokolov tenía el árabe un poco oxidado. Incluso sin el vocabulario recordado a medias que había conseguido retener, pudo imaginar lo que estaba diciendo Jones, simplemente basándose en las realidades tácticas de la situación. Les estaba diciendo a algunos de sus hombres (probablemente a no más de dos de ellos) que buscaran un lugar adecuado donde ocultarse en este campamento minero y que vigilaran la pendiente. Todo el que intentara bajarla debería ser detectado hasta que estuviera lo bastante cerca para convertirse en un blanco fácil, al que luego había que disparar. Todo el que apareciera en la carretera debería ser acosado con fuego de largo alcance, que tal vez no lo abatiera pero le daría al menos algo en qué pensar mientras Jones y los demás comprendían que estaban siendo abordados desde las alturas.

Jones se marchó entonces con el grupo principal.

Los que se habían quedado atrás hablaron entre sí en voz baja durante un minuto y luego empezaron a explorar el campamento, buscando lugares donde poder esconderse a esperar. Sokolov estaba convencido de que eran exactamente dos.

Uno de ellos entró en la cabaña. Era un árabe alto y delgado, bastante joven. Sokolov le disparó dos veces en el pecho y luego, mientras el chico se quedaba allí de pie preguntándose si esto le estaba pasando de verdad, una vez más en la cabeza.

Como había tenido tiempo de sobra para hacer inventario de las rutas de escape de esta estructura, salió de debajo de la pila de agujas de pino, cogió la pata de una vieja mesa, y la lanzó a través de una ventana rota. Estaba seguro de que la mayor parte de la cabaña se interponía entre él y el otro yihadista, que estaba familiarizándose con un camión abandonado. Tras dirigirse dando un rodeo a un lugar donde podía ver dicho camión, cogió el rifle, lo alzó, y disparó cuatro balas a través de la plancha de metal, distribuidas a través de la parte de la cabina donde un hombre aterrorizado se lanzaría en una situación apurada.

De los matorrales situados a diez metros del camión llegaron disparos que lo obligaron a agazaparse aún más. Al alzar la cabeza un momento más tarde, vio un hombre que corría hacia un excusado exterior. Apuntarle a un blanco en movimiento, a esa distancia, era imposible. En cambio, apuntó al excusado y disparó cuatro balas más que atravesaron la estructura y salieron por el otro lado, probablemente sin darle a nada pero manteniendo al corredor entretenido.

Se embarcó entonces en una retirada hacia la linde del bosque. El combate había empezado demasiado pronto: menos de un minuto desde que Jones y el grupo principal se separaron. Volverían, descubrirían dónde estaba, y lo rodearían. Con más tiempo, Sokolov habría ganado el duelo con el hombre escondido detrás del excusado. Ahora no tuvo más remedio que ocultarse en el mejor escondite que pudiera encontrar, y esperar a que ellos se movieran.

En efecto, los otros cuatro yihadistas regresaron corriendo del bosque, disparando sin orden ni disciplina. El hombre tras el excusado pidió que cesaran el fuego y luego se levantó, exponiéndose de una forma que bordeaba lo insolente. Este hombre era bueno y valiente: estaba retando a Sokolov a dispararle y revelar su posición. Sokolov, que se alejaba arrastrándose de espaldas del campamento minero, se sintió tentado. Pero estaba dejando una pista clara en el barro y pronto la encontrarían y lo seguirían. Su único propósito para el próximo cuarto de hora era llegar al bosque y correr y esconderse. Si sobrevivía a eso, los yihadistas volverían a ponerse en movimiento y él podría volver a perseguirlos.

El todoterreno se lanzó en un brusco ángulo hacia arriba y remontó una empinada cuesta, casi saltando al aire. En el mismo instante, vieron un amplio lugar ante ellos donde un camino más pequeño se desviaba a la izquierda y se perdía en las montañas. Dos vehículos se habían aprovechado de ese lugar para aparcar al lado de la carretera. Uno era el Subaru que estaban siguiendo. El otro era un Camry cubierto de polvo. Las puertas de ambos vehículos estaban abiertas, en perfecta posición para que los guardabarros del 4×4 se las llevaran por delante. De los dos coches habían bajado unos hombres y estaban manteniendo una reunión improvisada tras el Camry. Algunos miraban unos mapas abiertos contra el parabrisas trasero. Uno tenía un portátil abierto en el techo del Subaru y le señalaba algo a otro. Un hombre caminaba de un lado a otro por el lado de la carretera, hablando por un móvil muy grande. No, pensándolo bien, era un walkie taklie. La mayoría estaban fumando. Eran al menos ocho; más de los que podían contar de una ojeada. Todas sus cabezas se volvieron alarmadas al ver el todoterreno, que coleó salvajemente en lo alto de la cuesta mientras Csongor giraba el volante. Durante un momento, casi en el aire, el gran vehículo apenas tuvo contacto con la carretera. Entonces chocó contra el suelo, poniendo a prueba sus amortiguadores.

—¡A la izquierda! —gritó Marlon—. ¡Ve a la izquierda!

Csongor aceleró hacia la pequeña carretera que se desviaba a la izquierda. Mientras pasaban de largo ante los vehículos aparcados, Marlon les dirigió una sonrisa alegre y un saludo amistoso. No le devolvieron la galantería. Csongor sintió que los neumáticos perdían tracción un momento cuando cambió de rumbo, y todos los músculos de su cuello y su espalda se endurecieron cuando imaginó que las balas atravesaban la puerta trasera. Pero entonces empeazaron a remontar la pequeña carretera lateral, mucho más despacio ahora porque era aún más empinada, más expuesta y más escarpada que la que acababan de dejar atrás.

—Sigue adelante —dijo Marlon.

—Lo sé.

—Tienen armas.

Csongor se volvió a mirarlo.

—¿Viste armas?

—No. Pero cuando aparecimos movieron las manos —hizo la pantomima de mover el codo y los dedos extendiéndose hacia un arma oculta.

—Mierda. ¿Cuántos había, ocho?

—Al menos.

—¿De dónde ha salido ese Toyota?

—De algún sitio con un montón de polvo.

Csongor había estado reduciendo gradualmente la velocidad del todoterreno a poco más que al paso. Habían ganado rápidamente altura y ahora se encontraron subiendo por el borde de una pendiente tan empinada que podían acusarla de ser un acantilado. En cualquier caso, era demasiado empinada para que crecieran los árboles, y por eso Marlon tuvo ahora una vista excelente del río y la carretera principal que serpenteaba junto a su orilla.

—Vale, vuelven a ponerse en marcha —dijo, desde su olímpica perspectiva.

—Debemos de haberlos asustado.

—Deberíamos dar media vuelta, porque esta puñetera carretera no lleva a ninguna parte.

Pero Csongor, que carecía de la vista lateral de Marlon, había estado observando el terreno que tenía delante y pensaba lo contrario.

—Estas carreteras son para los hombres que cortan los árboles —dijo. No estaba seguro de cuál era el término en inglés para esa ocupación, y aunque lo hubiera sabido, Marlon tal vez no lo habría reconocido—. Están por todas partes.

Y en efecto, cien metros después, cuando dejaron atrás un recodo de la montaña, la carretera volvió a bifurcarse, la parte izquierda serpenteando hacia un valle en las montañas, la derecha, de bajada. Csongor cogió la segunda. Unos segundos después atravesaron otro cruce y se encontraron en un pequeño promontorio que descendía para unirse a la carretera que corría junto al río. Una vez más siguieron un camino de tierra. Pero el polvo era ahora tan denso que no podían ver a más de cien meros; el Subaru y el Camry podían estar justo ante ellos, tan cerca que podrían disparar por las ventanas y alcanzar el todoterreno. Csongor tuvo que tranquilizarse recordando que el polvo era aún más denso en la estela de aquellos vehículos; podían asomarse a las ventanillas todo lo que quisieran, pero no podrían ver nada, ni siquiera un vehículo tan grande como aquel.

A lo largo de la curva del río vieron el vehículo guía (el Camry) a poca distancia de ellos, y Marlon lo exhortó a que redujera un poco la velocidad, no fueran a ser localizados.

—¿Qué demonios vamos a hacer cuando lleguemos al final de la carretera? —preguntó Csongor.

La pregunta provocó una expresión distraída y boquiabierta en Marlon. A Csongor le dio la impresión de que el muchacho, nacido y criado en una ciudad enorme y abarrotada, no tenía ningún instinto que resultara útil para estar en mitad de ninguna parte.

—Ocultarnos y esperar a que salgan —dijo Marlon—. Luego los seguiremos. Cuando lleguemos a esa ciudad, nos paramos y llamamos a la policía.

—Podríamos hacerlo aquí.

—Aquí no hay lugar para esconderse.

Marlon decía una verdad evidente: la carretera era una estrecha tira de grava entre una montaña y un río.

Pero las respuestas de Marlon se fueron hiciendo cada vez más lentas, y después de esta última guardó silencio durante un rato.

—Deberíamos empezar a buscar un sitio donde escondernos —sugirió Csongor, intentando ser amable—. Tal vez haya algo allá arriba.

El valle se ensanchaba ahora, como si el río estuviera a punto de dividirse en afluentes. La distancia entre la carretera y la ribera creció rápidamente, y pronto su visión del arroyo quedó bloqueada por un denso bosque de coníferas, iluminado aquí y allá por los retoños y los capullos de los árboles de hoja caduca. La tendencia general era cuesta arriba, pero el terreno era más llano que el que habían atravesado unos minutos antes; parecían haber encontrado el camino hacia un valle entre las montañas. Hasta que lo vio, Csongor pensaba que se habían aventurado más allá del límite de la civilización y entrado en territorio salvaje, pero ahora comprendió que simplemente habían estado recorriendo un cuello de botella natural. Tierra despejada, ganado, buzones de correos y casas empezaron a complicar su visión.

—Deberíamos continuar —dijo Csongor—. Tal vez haya un pueblo o algo.

—No hay ninguna población en el mapa —respondió Marlon, concentrado en el Atlas Geográfico—. Solo un monte, llamado Abandono. Y después Canadá.

—Entonces tal vez deberíamos parar en una de esas casas y pedir ayuda —dijo Csongor. Redujo la velocidad y tomó la siguiente desviación a la derecha, pasando a un camino de acceso que corría entre los árboles durante unos pocos metros (lo suficiente para dejar sitio a un vehículo aparcado) antes de terminar en una verja.

—SE DISPARARÁ A LOS INTRUSOS —dijo Marlon, leyendo las palabras pintadas con spray con letras de un palmo en un tablero de madera prensada que cubría casi toda la reja—. ¿A qué se refiere? ¿A algún tipo de animal?

—A nosotros —dijo Csongor, metiendo la marcha atrás y saliendo de nuevo a la carretera.

Continuaron sin decir nada más durante un kilómetro, luego redujeron la velocidad al acercarse a un remolino de polvo que llenaba toda la carretera, de un lado a otro. Csongor apartó el pie del acelerador y dejó que el todoterreno avanzara solo. El parabrisas estaba cubierto de suciedad, así que bajó el cristal de la ventanilla y se asomó para ver mejor.

Eso le permitió ver que un vehículo grande (una camioneta, roja) estaba detenida en el carril de frente, apuntando hacia ellos. No se veía ninguna silueta tras el volante. A Csongor le pareció preocupante.

Una figura emergió del polvo, caminando por el lado del conductor de la camioneta. Tras él venía un segundo hombre, moviéndose de la misma forma. El primero de ellos extendió la mano hacia la puerta y tiró de la manecilla, pero descubrió que estaba cerrada. Metió entonces la mano por la ventanilla, que al parecer estaba abierta, y quitó el seguro. El gesto fue acompañado por algunos extraños gestos como de mover una garra que causaron que pequeñas cascadas de trocitos chispeantes cayeran de la ventanilla al suelo.

—Cristales rotos —dijo Marlon.

El hombre abrió la puerta y retrocedió, como sorprendido por lo que estaba viendo allí. Se detuvo un momento, sacó un walkie talkie de su cinturón y dijo algo. Entonces volvió a guardarse la radio y le asintió a su compañero. Los dos se inclinaron hacia delante al unísono y buscaron en la cabina de la camioneta antes de echarse hacia atrás.

Lo que sacaron de la cabina era claramente reconocible como una forma humana flácida aunque la cabeza le había reventado en una masa grisosa en forma de champiñón que tenía que ser el cerebro. Los pies salieron lo último; calzados con un par de botas de trabajo, rebotaron en el estribo de la camioneta y luego gopearon el suelo con los talones primero.

—Mierda, Csongor. ¡Csongor! ¡CSONGOR! —estaba diciendo Marlon.

Csongor estaba tan absorto en la visión del cadáver que había dejado de prestar atención a los dos hombres vivos que lo arrastraban por los brazos. Advirtió entonces, débilmente, que esos hombres lo estaban mirando directamente a la cara desde una distancia no superior a diez metros.

Entonces notó algo que le golpeaba la rodilla y sintió que le quitaban el volante de las manos. El todoterreno se abalanzó hacia delante, viró a la izquierda, luego a la derecha, luego de nuevo a la izquierda. Los hombres que arrastraban el cadáver llenaron el parabrisas; luego desaparecieron bajo el borde del techo y el vehículo se estremeció y se sacudió mientras los empujaba contra el asfalto y los arrollaba.

Csongor bajó la mirada y vio la mano izquierda de Marlon en su rodilla, empujando su pie contra el acelerador, y su mano derecha en el volante. Marlon se había tendido de lado en la cabina del todoterreno y estaba prácticamente en el regazo de Csongor.

—Lo tengo —dijo Csongor—. ¡Lo tengo! ¡Está bien!

Marlon lo soltó y volvió al asiento de pasajeros.

—Tal vez deberíamos regresar y coger sus armas —sugirió Marlon.

—Así funcionaría en un videojuego —replicó Csongor, su forma de mostrar su acuerdo. Levantó el pie del acelerador un momento.

Entonces Marlon gritó cuando la trasera del Subaru apareció ante ellos. Había hombres de pie alrededor, con aspecto asombrado. Csongor giró el volante para esquivarlos. Entonces recordó que aquellos eran los tipos que quería atropellar. Trató de corregir el error. Sintió el vehículo inclinarse bajo ellos mientras se posaba sobre dos ruedas.

En su visión periférica, algo venía hacia él. Miró por la ventanilla de Marlon y vio que era la carretera, que se acercaba directamente al cristal. Marlon se apartaba, alzando las manos para protegerse la cara.

Era obvio que habían volcado. Lo que no fue tan obvio durante unos momentos fue que habían seguido rodando y habían acabado de lado en la carretera, apoyados en las cuatro ruedas, moviéndose suavemente de un lado a otro gracias a la suspensión.

Csongor miró por su ventanilla abierta y vio que los yihadistas (ya era hora de empezar a llamarlos así) rebuscaban en sus ropas, haciendo el gesto que Marlon había imitado hacía unos minutos.

Giró el volante.

—¡Abajo! —dijo.

Los cristales se rompían por todas partes. Su puerta se había salido de sus goznes durante el vuelco. La abrió del todo para poder tener espacio para inclinarse de lado. Mirando directamente a la carretera, guiándose por el borde, apuntó el todoterreno en lo que esperaba que fuera la dirección correcta y pisó el acelerador.

Unos momentos después se irguió en el asiento, justo a tiempo de ver que iba a chocar de frente con un hombre grueso que venía por el centro de la carretera con un vehículo todoterreno y un rifle en el regazo. Los dos viraron y evitaron chocar.

Csongor se volvió a mirar y vio que Marlon al menos se movía. Se había golpeado la cabeza con algo durante el vuelco y sangraba por un corte que intentaba retener con una bola de papel arrancada del Atlas Geográfico.

La carretera continuaba hacia una suave curva a la izquierda. Dejaron atrás casas rústicas, principalmente a la derecha.

Algunas de ellas empezaron a parecerle familiares, y comprendió que estaba conduciendo en círculos. La carretera terminaba en una gran curva que volvía sobre sí misma. No podía ir a ningún sitio desde allí.

¿Excepto, tal vez, un camino de acceso? Tenía que hacer algo porque los yihadistas vendrían pronto (podrían estar dando vueltas a la misma curva ya) y lo tenían atrapado allí, en la cabecera del valle. Se detuvo en la entrada de un camino de acceso y vio a un hombre acercarse empuñando un rifle de asalto. ¡Un rifle de asalto! Pasó al siguiente camino de acceso, pero estaba bloqueado por una verja. No había sitio donde esconderse de los vengativos yihadistas.

El siguiente camino de acceso parecía perderse en el bosque durante cierta distancia. Csongor, reaccionando sin pensar, lo siguió, rezando para que ninguna de las personas que los perseguían hubiera visto ese movimiento. Porque no era una decisión que pudiera deshacer: no podía suponer que había una conveniente curva infinita al final de esa carretera.

Continuaba tras una sola curva y terminaba en una enorme reja de madera. Csongor se detuvo y aprovechó un pequeño espacio despejado justo delante de la barrera para permitir que los vehículos dieran la vuelta. Incluso así, conseguir que el todoterreno lo hiciera en tan poco espacio requirió muchas maniobras. Durante una de ellas, se encontró mirando curiosamente por la ventana un panel de documentos plastificados y pegados a la madera. Ninguno de ellos parecía ser una amenaza directa de muerte. Estaban más bien en la onda de los documentos legales y los manifiestos político-religiososo.

Ante sus ojos pasó una palabra que tardó un momento en calar. Cuando lo hizo, pisó a fondo el freno. Invirtió la dirección del vehículo. Volvieron por donde habían venido, tan lentamente como pudo hacer moverse al coche. Escrutó los documentos de la verja, incapaz de creer lo que había visto.

—¿Qué pasa, colega? —preguntó Marlon. Entonces soltó un grito de dolor cuando Csongor volvió a pisar el freno, haciendo estremercerse al vehículo, y a él, y a su dolorida cabeza.

—Creo que ahora lo entiendo —dijo Csongor.

—¿Entender el qué?

—Lo que está pasando.

Estaba mirando un documento, una especie de carta abierta, firmada al pie. La firma era tan clara que se podía leer perfectamente. Decía JACOB FORTHRAST.

El tío John condujo el quad hacia la cabaña de Jake con Zula sentada tras él en la reja portaequipajes. Jake montaba su bici. Olivia y Jake habían sugerido caballerosamnete que los dos se adelantaran cuanto fuera posible, para alcanzarlos con las bicicletas cuando pudieran. John, sin embargo, estaba en contra de cualquier plan que implicara dividirse; la intensidad de su reacción demostraba que tenía en mente algo que no había funcionado bien en Vietnam. El viaje de regreso, por tanto, lo hicieron en modo tortuga y liebre, el quad adelantándose unos cientos de metros y luego esperando a que Jake y Olivia los alcanzaran.

Durante esas pausas, John intentaba comunicarse con personas que no estaban presentes. La gente que vivía alrededor de Arroyo Prohibición se había ido a vivir allí específicamente para alejarse del mundo, y por eso una recepción telefónica excelente no se contaba entre sus prioridades. No eran de los que miraban con buena cara a los técnicos de las compañías de teléfonos que merodeaban por el vecindario escondiendo cables bajo tierra y levantando misteriosas antenas para bañar cada centímetro cúbico de su hábitat de emanaciones codificadas. A pesar de eso, a veces podías encontrar una barra de cobertura si te plantabas en un lugar elevado y expuesto en la postura adecuada. Pero estaban en una combinación demasiado alejados de las torres de comunicaciones que daban al valle y demasiado profundamente atrapados en los pliegues de las pendientes inferiores de Monte Abandono para que funcionara.

John también tenía un walkie talkie, que Jake y los miembros de su familia solían llevar consigo como medida de seguridad cuando se aventuraban en la espesura en expediciones de caza y para coger arándanos. Esta era de marca corriente, tamaño bolsillo, y notablemente endeble cuando se usaba en el convulso paisaje de las Selkirk; a veces podían contactar con gente a treinta kilómetros de distancia, y a veces no era mejor que si se gritaran unos a otros. Los primeros esfuerzos de John por contactar con Elizabeth en la cabaña fueron infructuosos.

Después de eso, Zula le quitó el aparato y probó con otros canales. El artilugio era capaz de usar veintidós. John lo había dejado fijo en el canal 11, que era el que la familia Forthrast tenía por costumbre utilizar. Zula pulsó el botón de búsqueda y llegó al canal 1 y se detuvo en cada uno para escuchar el tráfico durante unos momentos. Luego llegó de nuevo hasta el 11 y trató de contactar con Elizabeth unas cuantas veces más, sin resultado. Luego pasó al 12. Nada. Después al 13. Una descarga de ruido surgió del diminuto altavoz del aparato, y tuvo que bajar el volumen. Varias personas trataban de transmitir por el mismo canal a la vez, y todas estaban gritando.

—¿Por qué es especial el canal 13? —le preguntó a Jake, que corría a unos quince metros tras el quad.

—Es el canal de emergencia de la comunidad. ¿Por qué?

—Creo que hay una emergencia.

—Por eso no ha respondido Elizabeth —sugirió John—. Debe de haber pasado al canal 13.

Aceleró el quad y le dio a Zula unos cientos de metros de viaje movidito hasta que llegaron a un punto donde el camino rodeaba el pie de una montaña y les permitía ver el valle, aunque lejano, polvoriento y atestado de árboles. Desde abajo llegaban disparos esporádicos y el rugido de motores.

Las voces del canal 13 eran un poco más claras ahora, pero seguían siendo fragmentarias ya que distintas transmisiones se solapaban unas con otras. Un hombre seguía insistiendo en que necesitaban disciplina para hablar.

—¡Cortad la cháchara!

—Recibido…

—Matrículas de Pennsylvania…

—¿Puedes repetir?

—Múltiples vehículos…

—Cuatro por cuatro negro, dos sujetos…

—Frank está muerto, repito, lo emboscaron en su camioneta…

—Camry…

—Automáticas…

Zula tardó un par de minutos en absorber todo aquello. Al principio supuso que la noticia de la llegada de Jones al valle lo había precedido y que estaba escuchando los sonidos de la comunidad preparándose para ser invadida desde el norte. Pero eso no casaba con lo que escuchaba sobre los vehículos… vehículos que tenían que llegar desde el sur.

—Debe de tener amigos —concluyó— que vienen a su encuentro.

John sabía a quién se refería, y aproximadamente lo que estaba haciendo, porque Zula lo había informado durante el viaje. Lo consideró y se encogió de hombros.

—No es que vaya a hacer autostop por todo Estados Unidos. Tiene que tener compinches. Supongo que están aquí.

Lo pensó un poco más, mirando a Olivia y a Jake que jadeaban y rezongaban tras ellos.

—Me pregunto qué se esperaban. Posiblemente caminos vecinales vacíos. La comunidad de Jake no tiene nombre, no aparece en los mapas. Con todo, es extraño que lleguen disparando.

Jake no había oído el tráfico radial, pero los disparos que llegaban del valle eran bastante claros, y tenía en los ojos una expresión que Zula esperó no ver nunca más en la cara de un ser querido. Él estaba ahí arriba y su mujer y sus hijos estaban allá abajo, donde tenía lugar la lucha.

John también vio aquella expresión.

—Saben lo que tienen que hacer —le dijo a su hermano menor—. Puedes estar seguro de que se habrán atrincherado y estarán bien.

—Tengo que ir allá abajo —dijo Jake.

Sin decir palabra, John se bajó del quad y se lo entregó a Jake. Zula se bajó de un salto y se quedó en pie, un poco insegura, pero sintiéndose mucho mejor.

Jake se apartó del sendero y empezó a bajar por la pendiente, acortando camino donde podía.

—Está a cosa de un kilómetro de aquí —dijo John—. Bajar por pendientes empinadas no es mi fuerte. Os sugiero, jóvenes y sanas damas, que sigáis juntas. Ya os alcanzaré.

Llevaba cruzado a la espalda un rifle de caza de la vieja escuela, con una culata de madera marrón y mira telescópica. Zula sabía que lo traía solo por si tenía que enfrentarse a un oso rabioso. Se quitó el arma y se la entregó.

—Funciona con corredera —dijo—. Calibre treinta y seis, cuatro balas en la recámara.

Una parte de Zula (la de la educación pueblerina) quiso decir «Oh, no, no podría», pero la reprimió; la expresión en el rostro de su tío (quien, a los efectos, era su padre desde hacía quince años) decía que no aceptaría ninguna discusión. Recordó, solo un instante, el día que los enganchados a la meta vinieron a la granja a robar su amoniaco anhidro.

Solo murmuró una palabra:

—Gracias.

Olivia resultó estar bastante en forma; más que Zula, al menos, en su actual estado. Se ciñeron principalmente al sendero y ocasionalmente siguieron los surcos que Jake había ido dejando en su impetuosa zambullida hacia su cabaña. La expectación de Zula de que Jake pronto las dejaría atrás resultó ser falsa. Cuando el quad se movía, lo hacía más rápido de lo que ellas podían correr, pero parecía perder una enorme cantidad de tiempo sorteando obstáculos o abriéndose paso por pendientes demasiado empinadas. Su sonido siempre estaba allí, un poco por delante de ellas, ahogado ocasionalmente por los disparos. Un extraño e inadecuado instinto de competitividad familiar hizo que Zula quisiera alcanzarlo y adelantarlo. Pero antes de que eso sucediera, vieron la cabaña, su tejado de placas de metal verde entre los picos de los árboles adyacentes, y entonces todo fue cuestión de llegar hasta allí de la manera más rápida y directa posible.

Jake y su familia habían peinado el bosque en un radio de cien metros de la cabaña y habían quitado todos los matorrales y las ramas muertas que tendían a proyectarse de los troncos de las coníferas. Se suponía que era una medida antiincendios forestales: impedía que las llamaradas causadas por las tormentas prendieran en el suelo seco y consumieran la casa. Tuvo el efecto secundario de aumentar enormemente su invisibilidad. En los bosques naturales de estas zonas, no se podía ver a más de una docena de metros entre el follaje, pero desde las ventanas de la cabaña de Jake se podía ver hasta el borde de la zona que habían despejado. Lo cual hizo sospechar a Zula que se trataba también de una medida táctica que dificultaba que alguien se acercara a través del bosque sin ser visto. Fuera cual fuese su propósito, el resultado fue que cuando Olivia y Zula llegaron a esa zona, de pronto tuvieron una visión clara de la parte trasera de la cabaña, donde Jake acababa de saltar del quad. Corrió hacia las puertas del sótano, un par de gruesas planchas de acero montadas en un armazón de hormigón reforzado. Zula vio cómo las puertas se abrían y Elizabeth, armada con una escopeta además de su Glock semiautomática habitual, salió para arrojarse en brazos de su marido y darle un beso.

Pero no fue un abrazo largo y afectuoso, pues su siguiente acción fue agarrar la cara de Jake entre sus manos y decirle algo que parecía muy importante. Mientras hablaba, volvió la cabeza significativamente hacia la parte delantera de la cabaña.

Jake asintió, besó a Elizabeth y dio un paso atrás. Elizabeth volvió a bajar los escalones y cerró la puerta. Zula, que corría ahora entre los árboles a no más de cincuenta pasos de distancia, tuvo deseos de gritar «¡No, espéranos!». Pero estaba demasiado agotada para poder hacer otro sonido que no fuera jadear, y, pensándoselo bien, estar atrapada en un refugio antibombas con Elizabeth y los chicos no parecía nada atractivo.

Mientras tanto, Jake se había descolgado el rifle y había cargado una bala antes de adoptar un estilo de movimientos que debía de haber aprendido asistiendo a algún seminario de combate táctico con rifles o viendo DVDs de películas de acción. Lo esencial era que mantenía el rifle apuntando en la misma dirección en la que miraba, y tenía mucho cuidado en las esquinas.

—¡Voy detrás de ti, tío Jake! —consiguió decir Zula, ya que había algo en su lenguaje corporal que sugería que no se tomaría a bien ser sorprendido.

Él se dio media vuelta y le hizo un gesto de silencio, luego se aventuró en la esquina del edificio y se perdió de vista.

Ella intentó sacarle sentido a todo esto. Montones y montones de hombres armados delante de la cabaña implicarían que Jake bajara con su familia y reuniera consigo a Zula y Olivia. Así, que lo que había delante de la cabaña no podía ser tan malo.

—Quiero ver qué hay ahí —dijo Zula, rompiendo el paso y haciendo un movimiento lateral para rodear el mismo lado de la cabaña por el que avanzaba Jake—. Podría ser de ayuda —se soltó el rifle del hombro.

—¿Puedo unirme a ti? —dijo Olivia entre jadeos.

—Por supuesto.

Olivia parecía dispuesta a hacerlo en cualquier caso.

El terreno era irregular, la visión interrumpida no solo por los troncos de árboles sino por las pilas de leña y edificios anexos. Se movían en un amplio arco alrededor de la propiedad mientras Jake avanzaba en línea recta por el lado de la cabaña. Pasó un minuto ansioso y confuso mientras intentaban volver a ver a Jake sin exponerse a quien pudiera venir desde el camino de acceso. Se toparon con las jaulas de alambre que los Forthrast habían levantado para alejar a los conejos de sus verduras, a los coyotes y los linces de sus gallinas, a los lobos y pumas de sus cabras. Pero finalmente, después de recorrer ese laberinto durante lo que pareció un lapso de tiempo ridículo, Zula llegó a una posición desde donde pudo ver a Jake de cintura para arriba, de pie en el camino, apuntando con su rifle a un blanco cercano, y gritando.

Zula se levantó con cautela. Dos cabezas asomaron, al nivel de la cintura de Jake. ¿Estaban de rodillas? Ambas personas tenían las manos encima de la cabeza, los dedos entrelazados.

Uno de ellos parecía horriblemente familiar. Pero lo que estaba pensando no podía ser real. Tras comprobar que el seguro estaba puesto, alzó el rifle y usó la mira telescópica para observar al tipo de la derecha. Un hombre grande, no mucho más bajo que Jake incluso de rodillas. Fornido. El pelo cobrizo muy corto y el cuello quemado por el sol.

—Oh, Dios mío —dijo.

—Dos hombres vienen por la verja —dijo Olivia—, y no me gusta su aspecto.

Zula barrió con el rifle hasta que la mira encontró la gran verja de madera. Estaba entornada. Un todoterreno medio desvencijado era en parte visible al otro lado, bloqueando la carretera. Y como Olivia acababa de decir, dos hombres acababan de rodear el vehículo y se acercaban a la verja. Encajaban perfectamente con el perfil de los yihadistas con los que Zula había convivido durante las tres últimas semanas. Uno de ellos tenía una pistola desenfundada, el otro tenía una carabina, que ahora se llevó al hombro, al parecer para apuntar a Jake: el blanco más obvio. Y el más vulnerable.

Zula apuntó a este último y apretó el gatillo. No sucedió nada.

—¡Cuidado! —gritó Olivia.

Zula quitó el seguro y lo intentó de nuevo. Al parecer falló el tiro: respiraba con dificultad y no se había preparado bien. Pero tuvo un efecto notable en los dos yihadistas, que saltaron hacia lo que percibían como el refugio de la verja y se lanzaron al suelo.

Gritos ahora desde el camino de acceso. Zula reconoció claramente la voz de Csongor y comprendió su tono: «¿Está loco? ¡Somos los buenos!»

—El asiático —dijo Olivia— encaja con la descripción del hacker que se hace llamar Marlon. ¿He de suponer que el grandullón es el famoso Csongor?

«Tía, ¿quién demonios eres?», fue lo que Zula quiso decir. En cambio, solo pudo exclamar, mientras salía al descubierto:

—¡Tío Jake! ¡Déjalos entrar! ¡No hay problema!

Dos cabezas (la de Marlon y la de Csongor) se volvieron a mirar en su dirección. Parecían anonadados. Especialmente Csongor.

—¡Vamos! ¡Vamos! —dijo Jake, volviéndose hacia la verja. Moviéndose con cierta inseguridad, Csongor y Marlon se quitaron las manos de las cabezas y se pusieron en pie. Empezaron a dirigirse hacia la cabaña. Jake fue por el otro lado, adelantándose a ellos y llevándose al hombro su AR-15. Apuntó hacia la verja. Disparó varias veces seguidas, y luego empezó a retroceder, sin dejar de apuntar a la verja mientras cubría la distancia que lo separaba de su casa. Mientras tanto, Zula se escudó tras un árbol y apuntó al mismo objetivo, dispuesta para disparar de nuevo si alguno de los dos yihadistas se asomaba. Pero no sucedió nada. Nada se movió.

Lo que le había pasado a Richard Forthrast en el tobillo era claramente un esguince, no una rotura. Podía dar saltitos y cojear, pero no caminar. Esto le creó a Seamus una situación interesante, y no es que hasta entonces la situación hubiera carecido de cualidades fascinantes. Según Richard, estaban solo a unos pocos minutos de caminata (para una persona capaz, al menos) de salir a un espacio despejado donde podrían dirigirse al sur, recorriendo la cara occidental de la montaña, y bajar al valle donde el hermano de Richard vivía en una cabaña. Richard quería que Seamus lo dejara atrás y se dirigiera hacia allí lo más rápido posible, porque le preocupaba que el grupo principal de Jones fuera a atacar el lugar.

Cosa que Seamus estaba más que dispuesto a hacer. Sufría un poco de culpa de superviviente, tras haber dejado a Jack el piloto del helicóptero tras él antes, y se preparaba, ahora, a abandonar al cojo Richard. La insistencia de este en que debería hacerlo y que podría cuidar de sí mismo mientras tanto lo hizo más fácil.

Yuxia era otro cantar. Seamus había imaginado que sería una buena chica y se quedaría a cuidar de Richard y hacerle compañía, que haber sobrevivido a un accidente de helicóptero y ser perseguida por los bosques por un francotirador fanático debería haber saciado su sed de aventuras, al menos por el momento. Y aparte de eso, que la pesada carga psicológica tras haber matado a un hombre con un tiro de escopeta podría haberle causado la necesidad de sentarse en un lugar tranquilo durante un rato y pensar en todo lo que eso significaba.

Pero no, todo en su cara y su lenguaje corporal decía que iba a ir con Seamus, que estaba molesta por la estúpida deliberación que Seamus llevaba mostrando, en los sesenta segundos transcurridos desde que Jahandar fue al encuentro de sus setenta y dos vírgenes de ojos negros, y que si Seamus se pasaba más tiempo pensándoselo, era capaz de coger un arma y marcharse sin él.

La inevitabilidad de la participación de Yuxia en la siguiente fase de la operación hizo que Seamus se pensara un poco más sus detalles. Parecía que atravesarían una pendiente al descubierto, donde podrían dispararles desde lejos hombres armados con buenos rifles.

—¿Hay algún modo de llegar al mismo lugar sin recorrer una pendiente descubierta? —le preguntó a Richard.

—Puede hacerse a través de la espesura —reconoció Richard, señalando el sendero que conducía a un bosque de aspecto formidable—. Mucho más despacio —se lo pensó—. He oído disparos en esa dirección hace un minuto.

—Yo también. O bien Jones se ha encontrado con oposición, o ha decidido emboscar un laboratorio de meta.

—Aquí arriba, lo más probable es que sea una plantación de marihuana. Está demasiado lejos de la carretera para ser de meta.

—De todas formas, parece que están atravesando el bosque —dijo Seamus—, y eso los retrasará.

—Si coges el camino de arriba, podrás adelantarlos. Podrás ponerte a cubierto si es necesario —dijo Richard—. Y si te llevas el rifle, tendrás ventaja.

—Por el camino de arriba será —dijo Seamus, tratando de que su voz sonara decidida, como forma de aplacar a Yuxia, que daba saltitos como el osezno compañero del Oso Yogi de los dibujos animados—. ¿Qué arma, o armas, quieres que te deje?

—Puedes llevártelas todas, si tu intención es dispararle con ellas a un montón de tipos malos.

—Tendría que haber mencionado que era una pregunta trampa —continuó Seamus—. Nos sigue un león de las montañas que no nos tiene tanto miedo como nosotros a él.

—Lo sé —Richard miró alrededor—. Por mucho que me gustaría el rifle de francotirador de Jahandar…

—¿Así se llama el último tipo que cabreó a Yuxia?

—Sí. En estos bosques, no puedo ver lo bastante lejos para que las excelentes cualidades de esa arma sean de ninguna utilidad aparte de ciertos impulsos masturbatorios propios de los chalados de las armas.

—¿Y la escopeta? —preguntó Seamus.

—Yuxia debería quedársela. Sabe usarla, y le queda bien.

Esto, al menos, provocó una sonrisa por parte de Yuxia mientras se regodeaba unos instantes bajo el escrutinio de los dos hombres.

—Sin discusión.

Seamus se acercó al cuerpo acribillado y le dio la vuelta.

—Tiene un revólver, si te lo puedes creer.

—Ya me pareció que sonaba a un seis tiros —dijo Richard.

—Cinco tiros, más bien. Calibre grande.

Seamus se arrodilló y estudió el revólver, que había quedado oculto bajo el cuerpo de Jahandar y ahora yacía en mitad del sendero. Lo desamartilló con cuidado, luego lo alzó.

—Un trofeo. Debe de habérselo quitado a un contratista americano muerto.

—Parece justo lo que se necesita para defenderse de los pumas. Me lo quedo. Llévate tú el rifle.

—Hecho —dijo Seamus, y menos de un minuto más tarde Yuxia y él, armados y pertrechados de nuevo, corrían por los senderos.

Durante el cuarto de hora que Sokolov pasó huyendo de los yihadistas y escondido en un lugar frío y húmedo tras un tronco caído, pensó en la edad. Esas cavilaciones estaban causadas por todo lo que había hecho en la última media hora. Había creado un señuelo, lo había visto destrozado a tiros, había corrido por una gran roca, y luego había bajado como loco por una gran pendiente al descubierto. Veinte veces se había lanzado y rodado por una superficie que consistía principalmente en grandes piedras afiladas, cada una de las cuales había dejado algún tipo de marca en él, y alguna incluso le había lastimado huesos que tardarían semanas en mejorar. Otras veinte veces se había lanzado y rodado en barro helado. Había corrido hacia un campamento minero abandonado y desconocido sin tener ni idea de qué iba a hacer, y luego había encontrado un lugar ideal para esconderse y lo había aprovechado. Había descansado allí unos tres minutos antes de reventar el escondite disparándole al alto yihadista africano, y desde entonces se había visto obligado a abandonar la posición y buscar otra en una intensa serie de carreras, volteretas, giros y escondites en lugares incómodos.

Todo ese esfuerzo, todos esos riesgos corridos y esos daños sufridos, habían conseguido una cosa para él: había matado exactamente a uno de sus numerosos enemigos.

Si hubiera tenido diecisiete años, habría albergado necias e irreales expectativas de lo que podía conseguir realmente en una situación como esta, y habría creído que la recompensa por todo ese trabajo, ese riesgo y ese dolor deberían ser mayores que abatir a un solo enemigo. Impulsado por ese error, habría abandonado más lentamente la cabaña de troncos, habría renunciado más lentamente a la esperanza de dispararle al hombre que se había escondido detrás del excusado. Habría adoptado una pose de combate hacia el grupo principal de yihadistas que había venido corriendo al campamento. Como resultado, lo habrían rodeado y lo habrían matado. Todo porque era joven y estaba imbuido de una sensación irreal de lo que el mundo le debía.

Por otro lado, si hubiera sido unos cuantos años mayor de lo que realmente era, o no estuviera en tan buen estado físico, todas las carreras y los saltos y la exposición a los elementos le habrían resultado mucho más onerosos. Insoportables. Descorazonadores. Y esas emociones le habrían llevado a tomar emociones tan fatales, en el fondo, como las del hipotético chaval de diecisiete años.

Así que, por mucho que odiara felicitarse a sí mismo, vio pruebas que apoyaban la conclusión de que tenía exactamente la edad y el nivel físico adecuados para realizar esa misión.

Lo cual, visto de manera superficial, parecía un juicio favorable. Pero con un poco más de consideración (y, mientras se ocultaba detrás del árbol y escuchaba a los yihadistas batir los matorrales, tuvo unos pocos minutos para pensarlo) era realmente algo preocupante, ya que implicaba que todas las operaciones en las que había participado durante su carrera antes de ese día las había realizado un muchachito alocado que no estaba preparado y que había sobrevivido por pura suerte. Mientras que cualquier operación que pudiera realizar en el futuro serían excursiones mal aconsejadas de un hombre que estaba ya de vuelta, pasado su mejor momento.

Tenía que dejar ese tipo de trabajo.

Pero llevaba diciendo lo mismo desde Afganistán, y mira dónde lo había llevado.

Después de un rato, oyó a Jones llamando a los demás, diciéndoles que cancelaran la búsqueda. La necesidad de continuar el camino era más fuerte que el deseo de vengarse del hombre que los estaba acechando. Sokolov esperó hasta que ya no pudo oír a los yihadistas, y luego se movió con mucho cuidado, empezando con un rápido movimiento de la cabeza seguido de una retirada inmediata. Cuando varios movimientos no atrajeron disparos, empezó a sentir cierta confianza en que no habían dejado a nadie atrás para matarlo cuando salió de su escondite, y se movió con más libertad. Pero tenía la incómoda sensación de que ahora estaban muy por delante de él, y empezó a considerar cómo compensar el tiempo perdido. Jones y su grupo habían tomado la decisión de avanzar por el bosque, que era más lento que cruzar el territorio elevado sobre la línea de árboles, y por eso una manera obvia para que Sokolov recuperara el tiempo perdido sería volver al campamento minero y continuar moviéndose a través de la espesura justo en la linde de los árboles.

Eso implicaba hacer un gran esfuerzo, ya que el terreno en la base de la pendiente estaba saturado de residuos. Después de varios minutos de lento avance, un sonido en las alturas le recordó su estupidez: roces y golpes de rocas. Se puso a cubierto lo mejor que pudo, en un puñado de matorrales que parecían esforzarse por vivir en el terreno pantanoso, y alzó la cabeza a tiempo para ver una pequeña avalancha que caía por el escarpe, quizás a mil metros sobre él: solo unas pocas rocas que habían sido desalojadas por alguien o por algo y que habían caído dando tumbos antes de detenerse. Eso le dio la idea de dónde debía mirar, así que se soltó el rifle y observó a través de su mirilla, empezando por el lugar donde las rocas habían dejado de moverse y luego subiendo hacia arriba hasta que pudo ver la leve cicatriz horizontal del rastro del alud. ¡Tras un breve movimiento lateral, se encontró con la sorprendente visión de un hombre, sentado en el suelo, que lo apuntaba con un rifle! Su primera reacción fue dar un respingo y buscar mejor cobertura, lo que hizo que perdiera la imagen. Mientras lo hacía, sin embargo, su mente procesó lo que había atisbado y encontró unas cuantas peculiaridades.

La principal era que el cerrojo del rifle sobresalía en perpendicular del lado del arma, lo que significaba que no estaba preparado para disparar.

Y (a menos que su memoria le estuviera jugando una mala pasada) el hombre empuñaba el arma de forma extraña. Su mano derecha no estaba donde debería estar, en posición para apretar el gatillo.

Levemente envalentonado por estas observaciones, volvió a observar por la mirilla y lo comprobó. Esa vez, en cuanto tuvo al otro hombre a tiro, el tipo apartó la cabeza de su mirilla, revelando un rostro de aspecto europeo. Eso no demostraba nada, pero había algo en la expresión de aquella cara que no decía «yihadista rostro pálido».

Ese tipo, fuera quien fuese, estaba de parte de Sokolov. Lo había visto desde arriba, probablemente lo había localizado a través de su mira telescópica, y lo había identificado como amigo. Había causado el pequeño alud para llamar su atención. Y ahora quería comunicarse.

Sonrió y miró hacia un lado. Un momento después a su rostro se sumó el de una joven asiática.

Muy familiar.

Sokolov había sido entrenado durante más de dos décadas para permanecer absolutamente en silencio en situaciones de combate, pero no pudo impedir que una expresión de sorpresa escapara de sus labios cuando reconoció a Qian Yuxia.

El hombre que la acompañaba empezó a gesticular. Era imposible comunicarse bien de esa forma. Los rusos y los americanos (supuso que ese tipo era americano) usaban sistemas distintos de señales de manos. Pero los gestos eran bastante elocuentes. El hombre indicaba algún tipo de movimiento envolvente. Yuxia y él continuarían por el camino alto, Sokolov seguiría haciendo lo que estaba haciendo, y convergerían sobre los yihadistas en el objetivo, que Sokolov supuso sería la cabaña de Jake Forthrast.

Todo lo cual era bastante obvio. Y aunque no lo hubiera sido, era más o menos obligatorio: ninguno de ellos tenía mucha capacidad de decidir adónde ir o qué hacer a continuación. Ese no era el argumento.

El argumento era que deberían intentar no matarse el uno al otro por accidente durante el combate que iba a empezar en unos minutos. Y a Sokolov le pareció un argumento excelente.

—¡Por aquí! —llamó Zula, pues Csongor y Marlon precedían a Jake por el camino de acceso, dirigiéndose a la cabaña. Zula pudo ver por la mirilla de su rifle que los yihadistas habían aparcado un par de vehículos cruzados tras la entrada, donde se unía con la carretera. Habían apostado a unos cuantos hombres detrás de esos vehículos y en los bosques adyacentes, al parecer para disparar a cualquier vecino o policía curioso que pudiera intentar seguirlos. El grupo principal, unos cinco en total, corría hacia la verja, usando el todoterreno medio desvencijado como cobertura. Cuando llegaran allí podrían disparar contra el camino de acceso y abatir a todos los que estuvieran al descubierto.

Olivia había visto lo mismo.

—¡Poneos a cubierto! —gritó—. ¡Venid hacia mí!

Los hombres fueron lentos en oír y responder. Tenían muchas cosas en la cabeza. Olivia pasó al mandarín y dijo algo con un tono brusco y agudo que hizo que Marlon girara la cabeza para mirarla. Pareció recuperar el sentido entonces y agarró a Csongor por la manga y lo dirigió hacia el sonido de la voz de Olivia. Csongor era demasiado grande y llevaba demasiado impulso para poder ser desviado solo con ese gesto, pero pudo ser dirigido, y momentos después Marlon y él atravesaron el cinturón de maderas y malezas que corrían a lo largo del borde del camino de acceso. Llegaron al espacio semidespejado donde estaban Zula y Olivia. Unos segundos después los siguió Jake. Zula advirtió todo eso por el sonido, ya que su mirada seguía fija en la verja a través de la mirilla. Había cargado una nueva bala. Solo le quedaban cuatro. Los destellos de las bocas de las armas iluminaron su visión a través de la mirilla, y varias balas rozaron el follaje por encima de su cabeza.

—Estoy cubriendo la verja —anunció Jake—. Deberías retirarte, Zula.

Zula se volvió y vio a Jake arrodillado tras el tronco de un gran árbol, apuntando con su rifle a través de lo que ella solo pudo suponer que era una abertura entre los matorrales. Disparó un tiro, estudió el resultado, disparó dos más. Entonces la miró y usó los ojos y la barbilla para indicar la dirección en la que pensaba que debía ir.

—¡Por aquí, Zula! —llamó Olivia. Zula se agachó y corrió hacia una abertura entre un corral de cabras y la estructura cubierta por una red donde Jake y Elizabeth cultivaban arándanos. Unos segundos después, salió a un espacio abierto tras el cobertizo donde las cabras se refugiaban del clima de las montañas. Olivia, Marlon y Csongor estaban allí.

Fue, como poco, embarazoso. Csongor dio un rápido paso hacia ella, luego vaciló.

¿Por qué vacilaba?

¿Porque ella llevaba un rifle?

¿Porque su cara era un horror?

¿Porque no estaba seguro de si a ella le gustaba?

Ella estudió su rostro en busca de pistas pero no encontró ninguna respuesta, aparte de una poderosa, desconocida e inadecuada, dada la situación, sensación de placer por que él estuviera vivo y aquí.

Dos disparos sonaron en la montaña. Luego un tercero. Luego un montón de disparos como respuesta.

—El tío John —explicó Zula, en el silencio que siguió—. Lo dejé con la Glock.

—Así que, a riesgo de decir lo obvio, vienen al encuentro del resto —dijo Olivia, indicando con la cabeza el camino de acceso, que de pronto parecía una zona libre de disparos. Zula se asomó al borde del cobertizo y vio que Jake se retiraba hacia donde estaban.

—¿Qué pasa? —preguntó la voz de Elizabeth por el walkie talkie—. Que alguien me informe.

Zula se llevó el aparato a la cara y estaba a punto de decir algo cuando Jake la alcanzó, extendió la mano izquierda y se lo arrebató.

—Ciérralo, nena —dijo—. No nos esperes.

—¿Dónde estás?

—Dime que os habéis encerrado y responderé a tu pregunta —respondió Jake, irritado.

Se produjeron unos momentos de silencio. Jake se volvió a mirar a los demás.

—Estamos aislados —dijo—. Es imposible que lleguemos a la cabaña antes que ellos.

—Hecho —confirmó Elizabeth.

—El refugio está sellado —anunció Jake, y pulsó de nuevo el botón de transmisión del walkie talkie—. Muy bien. Estamos detrás del cobertizo de las cabras. Intentaré ir informándote. ¿Pueden oírme los chicos?

—Sí, están aquí conmigo.

—Sed valientes y rezad —dijo Jake—. Os quiero a todos, y espero veros pronto. Pero hasta que veáis mi cara por la cámara de seguridad, no abráis esas puertas pase lo que pase.

Cuando estuvo seguro de que nadie podía verlo, John se sentó y empezó a bajar la pendiente de culo. Sus piernas artificiales estaban muy bien (Richard le compraba un par nuevo cada pocas navidades y no reparaba en gastos), pero eran peor que inútiles cuando se trataba de ir colina abajo. Incluso moviéndose en modo caminar con el culo, no hacían más que engancharse en los matojos, así que se detuvo un momento para quitárselas y frotarse los muñones irritados. Se las echó a la espalda y las metió en su mochila abierta, y luego continuó arrastrándose por la montaña. El avance era lento, pero (considerando los senderos en zigzag) no mucho más que caminar de pie. En circunstancias normales, se habría sentido mortificado por la falta de dignidad personal, pero estaba solo, y como su cabeza no estaba a más de un par de palmos del suelo, nadie lo podía ver de todas formas.

Fue probablemente este detalle lo que le salvó la vida, ya que el explorador que avanzaba por delante del grupo principal de Jones estaba haciendo un buen trabajo en su avance silencioso por el bosque, y John (cuyo sentido de la audición no era el mejor) no lo advirtió hasta tenerlo a seis metros de distancia.

John, naturalmente, había estado usando las manos para impulsarse. La Glock que Zula le había dado estaba en el bolsillo de su chaqueta.

El explorador lo habría volado en pedazos demasiado rápido para que John hubiera podido reaccionar, de no ser por el hecho de que sonaron disparos abajo que llamaron su atención e hicieron que se detuviera. De espaldas a John, miró hacia la cabaña de Jake y se llevó un walkie talkie a la boca. Era un hombre rubio de pelo muy corto con una cicatriz en la parte de atrás de la cabeza. John ya había sacado la Glock. El disparo era tan ideal que se adelantó un poco, alzando el arma con ambas manos y perturbando por tanto su asidero en la pendiente. Sintió que su culo empezaba a resbalar y consiguió disparar un tiro antes de perder el equilibrio y resbalar un metro hasta un lugar más estable.

El explorador se había dado la vuelta para mirarlo y probablemente lo habría matado si no hubiera estado ocupado con el walkie talkie. Todo lo que pudo hacer fue disparar una especie de advertencia antes de que John le disparara dos tiros más en el pecho y lo abatiera. Su cuerpo giró alrededor del tronco de un árbol y resbaló unos metros por la pendiente. Abandonando toda pretensión de moverse en silencio, John se deslizó tras él, usando el culo como trineo, y rompiéndose probablemente el coxis con una piedra por el camino. Sintió tal descarga de dolor que su cuerpo giró al caer por la colina y todas las cosas cayeron de sus bolsillos y su mochila en una especie de alud de patio de saldo. Pero llegó junto al yihadista y le quitó su arma antes de que los demás pudieran venir a investigar. Era una pieza bonita, una ametralladora automática Heckler & Koch. John no estaba familiarizado con ella. Sin sus gafas de leer no podía entender las letritas grabadas en el metal alrededor de los controles. Pero tanteando y experimentando un poco pudo descubrir cómo se cargaba y se quitaba el seguro.

Una voz ansiosa crepitó en el walkie talkie del yihadista. Pero al mismo tiempo John oyó la voz diciendo lo mismo a unos pocos metros de distancia.

El hombre que se acercaba lo oyó también, y empezó ahora a usar el walkie talkie como forma de localizar a su amigo, pulsando el micrófono cada par de segundos y escuchando el chisporroteo de estática como respuesta. John, a la desesperada, cogió el aparato y lo lanzó como si fuera una granada a punto de explotar. Pero el yihadista que se acercaba no se dejó engañar; al parecer, había oído las ropas de John rozar con el súbito movimiento. No se paró. John apuntó hacia el sonido y apretó el gatillo. Una ráfaga entrecortada surgió del arma. No había apuntado bien y era probable que no alcanzara nada; pero John, al no estar familiarizado con el arma, no estaba seguro al cien por cien de que estuviera en condiciones de disparar cuando apretó el gatillo, y necesitaba comprobarlo.

El yihadista, quizás a diez metros de distancia pero completamente oscurecido por los helechos y los arbustos, reaccionó inmediatamente lanzándose por la pendiente abajo; un movimiento desesperado, pero lógico, si tenía motivos para dudar de la seguridad de su posición. Pues John ahora no tenía ni idea de dónde estaba el hombre, y con la densidad de la maleza, así seguiría hasta que revelara su posición al moverse.

Hablando de lo cual, la posición de John tampoco era para tirar cohetes, y de todas formas ya se había descubierto al disparar. Haciendo una razonable suposición de dónde había caído rodando su oponente, se deslizó un poco más por la pendiente, tratando de moverse con el mayor silencio posible, es decir, despacio. Mientras lo hacía, fue consciente de que más de una persona se movía entre los matorrales a su alrededor.

Estaba sentado muy quieto, tratando de escuchar sus movimientos, cuando una bota golpeó su Heckler & Koch y la lanzó al suelo. Como John la sujetaba con fuerza, cayó de lado. Dobló el cuello entumecido y vio la cara de un hombre que lo miraba desde un metro ochenta de altura.

O tal vez era más. El hombre era alto. Negro. No es que John tuviera ningún problema con los negros. Siempre había juzgado a los demás por sus cualidades únicas como individuos.

Parecía familiar. John había visto su foto hacía poco.

Abdalá Jones sujetaba una pistola con una mano y, con la otra, una de las piernas artificiales de John, que había resbalado por la pendiente por delante de él.

—Demasiado patético para hacer ningún comentario —dijo Jones.

—Que te den por el culo a ti y a la cabra que te parió —replicó John.

—Así que voy a usar esto —dijo Jones, sopesando la pierna artificial—, en vez de esto —agitó la pistola.

Se inclinó, alzó la pierna por encima de su cabeza, y golpeó con ella como si fuera una maza la cara de John.

Cuando los disparos cesaron, Sokolov abandonó el sigilo y echó a correr. No tenía sentido ya avanzar con cautela por los bosques. Jones no había dejado a nadie para que le disparara. Los yihadistas corrían ahora hacia el complejo de Jake, disparando a todo lo que se movía, intentando llegar a la caretera para poder salir de esa zona antes de que la policía la acordonara. O al menos esa era la imagen que Sokolov construyó en su mente. Se preguntó cómo pensaba escapar Jones. ¿Planeaba apoderarse de vehículos? ¿O tenía compinches que venían a su encuentro? Esto último parecía un plan mejor, ya que significaba que Jones tendría refuerzos, presumiblemente armados gracias a todas las tiendas de armas que había en Estados Unidos. En general, a Sokolov le gustaba prepararse para lo peor. Una imagen empezó a tomar forma en su cabeza. Si Jones contaba con refuerzos, probablemente se dirigirían al complejo Forthrast, ya que era la orden más difícil de incumplir que Jones podía darles. Si Olivia y Zula estaban ya allí, esperaba que tuvieran el buen sentido de esconderse en el búnker que Jake Forthrast había construido en su sótano. Si no, esperaba que se ocultaran en el bosque, donde no pudieran resultar heridas.

Sokolov asumía, en otras palabras, que toda la gente clasificada como civiles (no combatientes) estuviera a salvo fuera de la escena. ¿Qué harían entonces los yihadistas? Sospechaba que irían a la cabaña de Jake. En situaciones como esta, los hombres se guiaban por el instinto, y su instinto sería gravitar hacia algo que pareciera un refugio y sirviera como punto de encuentro para que ambos grupos se reunieran y planificar las cosas.

Mientras se acercaba al complejo, empezó a escuchar más disparos de armas cortas, viniendo de más direcciones de las que habría esperado si solo hubieran sido Jones y su pequeño grupito en busca de una camioneta que robar. Parecía que era la prueba de que su teoría del encuentro era correcta.

Rodeó un promontorio y se encontró solo a doscientos metros de la cabaña. Si no hubiera sido por los árboles habría podido verla con claridad. Tal como estaban las cosas, solo podía atisbar una esquina del tejado, una chimenea con un pararrayos, el anemómetro giratorio de la pequeña estación meteorológica casera que Jake y sus hijos habían montado allí arriba. Los disparos y los gritos procedían de más lejos; del camino de acceso, sospechaba. Y otros sonidos de batalla de más cerca: el lado de la colina que bajaba del sendero superior. Pero de la cabaña propiamente dicha no parecía haber nada, lo que le hizo pensar que había llegado justo a tiempo, antes de que los hombres del grupo de Jones o los establecidos en Estados Unidos hubieran conseguido ocupar el lugar.

Y por eso decidió ocuparlo primero. Sus paredes eran troncos sólidos, de casi medio metro de grosor, suficiente para detener la mayoría de las balas que disparaban las armas de los yihadistas.

Bajó la colina y cruzó el terreno hasta llegar al borde de la zona que Jake había despejado. Aquello iba a convertirse en un lugar muy peligroso en unos pocos segundos. Se tumbó boca abajo y se arrastró varios metros hasta un punto donde pudo escudarse tras un árbol recién talado que aún no habían convertido en leña. Su tronco era demasiado fino para ocultarlo o detener las balas, pero sus innumerables ramitas muertas, esparciéndose en todas direcciones, creaban una pantalla visual. Se arrastró a lo largo del árbol, acercándose un poco más a la cabaña, y entonces alzó con cautela la cabeza y, como no atrajo ningún disparo, pasó unos instantes mirando por las ventanas de la cabaña. No vio cristales rotos, ni caras asomándose por los bordes de las ventanas: ningún signo, en otras palabras, de que hubiera sido ocupada todavía. Pudo distinguir dos grupos de gente armada moviéndose por la propiedad, intentando acercarse a la cabaña… pero sin llegar todavía.

Se puso en pie y corrió hacia la puerta trasera de la cabaña.

Parafraseando un proverbio familiar, Seamus tenía un martillo (un rifle de francotirador bastante bueno) y ahora estaba buscando los clavos. Yuxia y él habían pasado los últimos minutos descendiendo por el sendero que, a juzgar por la evidencia (montones de pisadas recientes y huellas de un quad) conducía adonde fuera que se dirigían todos: una cabaña, según algunas rápidas indicaciones suministradas por Richard, perteneciente a su hermano Jake y ocupada por miembros de la familia, incluyendo mujeres y niños, que no deberían tener que formar parte de esta riña.

En su prisa por llegar abajo, Seamus casi se topó con el grupo principal de Jones. Alertado, casi demasiado tarde, por unos cuantos disparos justo debajo (disparos que evidentemente no iban dirigidos hacia él), se lanzó al suelo, se situó en posición de disparo con una cobertura razonable, quitó los cubrelentes de la mirilla telescópica del rifle, y se dispuso a disparar.

Se había adelantado a Yuxia, que ahora lo alcanzó. No hubo que decirle que se tirara al suelo junto a él para no servir de blanco.

Ahora, si alguno de los gilipollas de allí abajo se ofrecía de blanco… Esa era la pega del problema del martillo y el clavo. Si Seamus no hubiera conseguido el rifle, tendría que recurrir a una habilidad completamente diferente, moviéndose por la pendiente de la manera más sigilosa posible en busca de oportunidades para combatir desde más cerca. En cambio, ahí estaba, inmovilizado en una posición demasiado alejada de la acción para ser de utilidad.

Un movimiento captó su atención a través de una abertura en el follaje. Yuxia lo vio también y señaló. Para cuando él volvió los ojos en esa dirección, lo que había atisbado había dejado de estar allí. Perdió interés, pensando que ninguno de los yihadistas se mostraría dos veces en el mismo sitio. Pero entonces un pequeño jadeo por parte de Yuxia le dijo que había supuesto mal. Movió el rifle en esa dirección, miró por el teleobjetivo, esperó unos segundos y entonces, finalmente, lo vio con claridad.

Pero no era lo que esperaba. No era una cabeza. Ni un arma. Ni una mano. Sino un pie. Un pie sin cuerpo al final de un palo.

Alzando el palo, una mano enguantada. Descendió bruscamente, luego volvió a alzarse.

Seamus se arriesgó a ponerse de rodillas, para poder ver mejor. La escena tardó un instante en volver a su punto de mira. Esta vez pudo ver el brazo además de la mano. Al seguirlo, identificó el rostro nada menos que de Abdalá Jones.

Estaba a punto de apretar el gatillo cuando su visión a través de la mirilla quedó oscurecida por la cabeza y los hombros de otro hombre que había entrado en la escena, gesticulando como un loco y tratando de llamar la atención de Jones. Seamus apartó el ojo del visor, tratando de ver lo que ese otro yihadista estaba mirando, pero su visión del mundo quedaba limitada por una estrecha abertura entre las ramas de un árbol, y lo que ponía tan nervioso a este hombre quedaba fuera de su alcance.

Así que resopló, volvió a acercarse la mirilla al ojo, se aseguró de que seguía apuntando a la espalda del hombre, y apretó el gatillo. El rifle disparó por todos sus muertos y el yihadista dio un salto hacia delante como si le hubieran dado una patada en la espalda. Se perdió de la vista, revelando a Jones, a quien Seamus esperó que le hubiera alcanzado la misma bala. Pero la bala se había fragmentado en el cuerpo del primer hombre o había rebotado en las vértebras y salido despedida en otra dirección.

Tal vez existiera un universo alternativo y paralelo, diseñado según las especificaciones exactas de los francotiradores, donde Jones quedaría paralizado de terror lo suficiente para que Seamus tirara del cerrojo, cargara otra bala, y disparara. Pero no allí. Jones dio un salto y rodó y desapareció mucho antes de que Seamus estuviera en posición para disparar de nuevo.

—Saben que estamos aquí —dijo Seamus.

—¿Eso crees?

—Lo que estoy diciendo es que tenemos que actuar con cautela.

—¿Por qué agitaba los brazos ese hombre?

—Puede haber sido cualquier cosa —dijo Seamus—, pero apuesto a que ha visto a Sokolov.

—¡No dispares! —gritó Olivia, pues Jake Forthrast, atraído por el movimiento que había visto con su visión periférica, había vuelto su AR-15 para apuntar a un hombre que corría en zigzag por su patio trasero, dirigiéndose a la cabaña. Olivia acababa de reconocer a Sokolov.

—Gracias —dijo Jake, y se volvió a apuntar en la dirección general de los disparos que sonaban en la base de la colina. Allí arriba había algunos yihadistas, tratando de abatir a Sokolov. Un único disparo muy agudo sonó en una posición más elevada de la pendiente.

—Tienen un francotirador —dijo Jake. Pero casi al mismo tiempo pudo oír voces nerviosas donde Jones y sus hombres se habían puesto a cubierto, diciendo al parecer lo mismo.

—Tal vez somos nosotros los que tenemos un francotirador —sugirió Csongor.

—Tal vez —respondió Jake—, ¿pero quién demonios?

Olivia oyó todo eso como desde una gran distancia, concentrada como estaba en Sokolov. A la mitad de la carrera había desaparecido de la vista, oculto tras la esquina de la cabaña, y ella no tenía forma de saber si había encontrado refugio allí o si había caído por los disparos. Era demasiado listo para exponerse donde ella, o nadie, pudiera verle la cara, así que ella no vio más que ese sutil movimiento, pero eso sirvió para darle la confianza de que quien estaba detrás de aquella cortina era él.

—Creo que lo ha conseguido —dijo—. Está dentro de la cabaña.

Se oyeron cristales rotos delante de la casa y sonó una serie de disparos. Un grito de angustia brotó del camino de acceso.

—Eso parece —dijo Zula.

—¿Qué hacemos ahora? —quiso saber Marlon.

—Por lo que a mí concierne —dijo Jake—, si todos podéis esconderos en alguna parte sin que os maten, bueno, es lo que mejor que podemos esperar.

—Estoy a favor de que no nos maten —dijo Olivia—, ¿pero qué vas a hacer tú, Jake?

—Mis vecinos vienen ya de camino, probablemente, llenos de furia —dijo Jake—. Si irrumpen aquí, los aniquilarán: no tienen ni idea de dónde van a meterse. Voy a volver a la reja y hacer lo que pueda para impedir que eso suceda.

Un yihadista salió corriendo de su cobertura, dirigiéndose a la parte trasera de la casa: pensaba al parecer que podría entrar por la puerta de atrás mientras Sokolov disparaba por delante. Subió los escalones del porche, echó mano al pomo de la puerta, y descubrió que estaba cerrada. Zula se puso en posición para apuntar al hombre con su rifle. Sin embargo, antes de que pudiera hacer nada, su cabeza se inclinó hacia delante como si intentara abrir con ella la puerta. Se desmoronó y cayó al suelo y se quedó allí, retorciéndose. El eco de otra aguda detonación resonó desde arriba.

—Definitivamente, es nuestro francotirador —concluyó Marlon.

Jake ya había partido, aprovechándose de estas distracciones, para correr hacia la cobertura de un montón de leña apilada a unos cuantos metros de distancia. Desde allí podía salir rápidamente de la propiedad, o al menos de su campo de visión. Más disparos sonaron desde las ventanas del piso superior de la cabaña, ya que Sokolov al parecer se movía de una ventana a otra apuntando a cuanto blanco se presentara: a veces disparaba desde atrás al grupo de Jones, a veces lo hacía desde delante al grupo que intentaba llegar por el camino de acceso. Este último parecía más numeroso y mejor armado. El contingente de Jones había perdido unos cuantos miembros y también tenía que lidiar con el fuego del francotirador que llegaba desde la colina de atrás.

—Se nos están acercando —dijo Marlon. Tenía la cara vuelta hacia la parte trasera de la propiedad, y sus oídos captaban el ronroneo de una ametralladora que disparaba ráfagas ocasionales a medida que se iba aproximando. Cada una de aquellas ráfagas dañaba una ventana o el marco de una ventana del piso superior de la cabaña, y esos blancos se movían lentamente a lo largo de la parte trasera y la esquina del edificio. La oscura superficie desgastada de los troncos se astillaba para revelar madera blanca debajo, como si el lugar estuviera siendo acosado por sierras invisibles.

Sokolov se asomó a la ventana donde había movido la cortina antes, y disparó dos veces antes de agacharse para esquivar una larga descarga. Parecía que el dueño de la ametralladora avanzaba hacia la propiedad, rodeando la cabaña en un gran arco, probablemente intentando conectar con sus hermanos del camino de acceso sin exponerse a los disparos de Sokolov o del francotirador. Cuanto más avanzara sin ser detenido, más probable era que los demás lo siguieran y que los cuatro que había tras el cobertizo (armados solamente con el rifle para cazar ciervos de Olivia y la pistola que Jake Forthrast le había tendido a Csongor) se encontraran enfrentándose a todo el grupo de Jones, que eran pocos en número pero estaban armados hasta los dientes. Y sin duda fastidiados. Los cuatro vieron mentalmente esta imagen en unos instantes e instintivamente se retiraron del tirador que se acercaba, buscando refugio en la esquina del cobertizo o tras los troncos de los árboles. Pero las noticias no eran particularmente buenas desde la parte del camino de acceso tampoco. Los yihadistas de allí se comunicaban con los de atrás usando walkie talkies. Mientras que Sokolov había estado concentrando toda su atención en el grupo de Jones, intentando impedir que dieran la vuelta y se enzarzaran con Zula, Olivia, Marlon y Csongor, los atacantes del camino de acceso habían empezado a avanzar hacia la cabaña.

Zula, tendida tras un cedro y apuntando por la mira del rifle para cazar ciervos, intentaba localizar al ágil tirador de la ametralladora, era cada vez más consciente de un rítmico zud-zud-zud que llenaba el aire y estremecía el suelo. Concentrada como estaba al principio en otros asuntos, no le hizo mucho caso al principio. Ahora reconoció el sonido de un helicóptero. Sonaba en las alturas pero ahora pasaba lentamente sobre el complejo. Zula se dio media vuelta para tenderse de espaldas y ver casi encima de ella el vientre de un helicóptero que pasaba a unos treinta metros de distancia. Había gente asomándose a las ventanillas, intentando encontrarle sentido a lo que pasaba allá abajo. Mientras pasaba y viraba, pudo ver las insignias de la Patrulla Estatal de Idaho.

El helicóptero viró perezosamente sobre la propiedad y luego se dirigió a la entrada y flotó sobre la autopista.

Una andanada de disparos surgió de entre los árboles cerca de la verja y alcanzó el rotor de cola. La mitad trasera del helicóptero desapareció durante un momento en una llamarada de fuego blanco. Lo que quedó empezó a girar, descendiendo rápidamente. Se perdió de vista y un momento después Zula oyó cómo se estrellaba en el camino de acceso y las descargas de disparos mientras los yihadistas de ese lado atacaban los restos.

Sokolov comprendió que el lanzagranadas iba destinado a él. Retenidos por sus disparos desde el piso de arriba de la cabaña, los yihadistas habían enviado a un hombre a coger el artilugio a uno de los coches. Se internaba entre la maleza, intentando colocarse en posición para lanzar una granada a través de la ventana, cuando el helicóptero apareció en las alturas y le ofreció un blanco aún más tentador. Y por eso aprovechó la oportunidad y estropeó la sorpresa.

La siguiente granada vendría hacia aquí en cuanto el yihadista pudiera recargar.

La parte trasera de la cabaña tenía balcones cubiertos tanto al nivel del suelo como del piso superior; Elizabeth, noche anterior, se había referido al segundo como el «porche para dormir». Sokolov se lanzó dando una voltereta a través de una ventana rota y aterrizó en el suelo del porche para dormir. Si alguno de los yihadistas lo había advertido (y probablemente lo habían hecho) entonces sabían que ahora tenían que dispararle. No era un disparo fácil, porque si estaban cerca tendrían que disparar hacia arriba a través de los gruesos tablones del porche: y si estaban lejos, su visión quedaría obstruida por los muebles. Pero su exceso de munición compensaría muchas de esas deficiencias. La esperanza de vida de Sokolov en ese balcón era de menos de sesenta segundos.

O al menos así estaban las cosas antes de que el piso superior de la cabaña explotara. El hombre del lanzagranadas sabía lo que estaba haciendo: con dos disparos había abatido a un helicóptero y esencialmente decapitado el edificio que Sokolov había estado empleando como nido de francotirador.

Sokolov se convirtió entonces en parte de una gran masa de escombros, principalmente troncos, camino del suelo. El porche se desgajó del costado de la casa y se desmoronó, y él naturalmente cayó con él y golpeó el suelo con menos violencia de la que cabría esperar. Pero los troncos, y una considerable parte de la estructura del techo, cayeron detrás, y el mundo de Sokolov se volvió oscuro y confinado, y cuando intentó mover la pierna derecha, no se movió. Respondió solamente con extrañas sensaciones hormigueantes que sabía eran heraldos de serios dolores por venir.

La búsqueda de Seamus de clavos para golpear con su martillo se había ido extinguiendo a medida que los posibles clavos morían o huían, rodeando la cabaña y poniéndose a cubierto tras los numerosos árboles, estructuras pequeñas, y pilas de madera que complicaban esa parte de la propiedad. Quedó claro que tenía que cambiarse a una posición más abajo en la pendiente para poder conseguir algo. Y sin embargo, vaciló. Sabía que Yuxia insistiría en acompañarlo, y no quería llevarla a lo que iba a convertirse con toda seguridad en un sañudo tiroteo entre los árboles, la típica lucha feroz en un sótano oscuro. Intentaba pensar en algún modo de abordar ese tema con ella cuando advirtió al helicóptero pasar por encima de la parte trasera del complejo, justo por encima de la copa de los árboles, lo que significaba que estaba casi a su nivel. Si hubiera sido uno de los malos podría haber abatido al piloto y al copiloto con un solo tiro que atravesaría los cascos de ambos. Tal como estaban las cosas, simplemente se apoyó en los codos y lo vio pasar con la actitud cínica y despreocupada del veterano experimentado en el combate. Porque estaba claro que los dos policías del helicóptero no tenían ni idea del peligro que corrían. Probablemente habían venido en respuesta de alguna vaga y nerviosa denuncia telefónica que los alertó de que había disparos en el bosque: algo que debía de suceder a todas horas en aquellos parajes. Suponiendo que no eran más que cazadores furtivos, o chicos jugando con las armas de sus padres, habían hecho una pasada lenta y a poca altura sobre la zona, solo para asustar a los malandrines. Después volarían de vuelta a casa y se pasarían la tarde bebiendo café y escribiendo un aburrido informe.

Iban a morir.

El copiloto giraba la cabeza de un lado a otro, escrutando el terreno, volviéndose ocasionalmente hacia un ángulo en el que Seamus podía (solo podía) aparecer en su visión periférica. Si no estuviera vestido de la cabeza a los pies con ropa de camuflaje.

Seamus se puso en pie y dio unos cuantos saltos. Se quitó la parca, le dio la vuelta y empezó a agitarla sobre su cabeza.

El helicóptero volvió el rotor de cola hacia él, como un perro presentándole el culo para que lo oliera, y empezó a marcharse.

Seamus advirtió algo rojo en su brazo, justo por encima del codo, y bajó la mirada con curiosidad para ver que le faltaba un trozo de carne.

Yuxia se puso en pie de un salto y disparó la escopeta. Empujó la corredera, expulsando el casquillo vacío, y cargó el último.

Zula tenía una suerte espantosa con el rifle. Los yihadistas parecían estar escondiéndose muy bien. Había disparado otro tiro pero no había alcanzado a nadie. Solo le quedaban dos.

Olivia se había puesto en pie de un salto cuando la mitad superior de la cabaña de Jake se desintegró, y había avanzado unos cuantos pasos hacia las ruinas que todavía seguían cayendo antes de que Marlon diera un brinco y la derribara al suelo. Estaba tendido junto a ella ahora, con una mano consoladora sobre su hombro, hablándole.

Zula dio un respingo al sentir movimiento cerca, y se volvió para ver que se trataba de Csongor, que se acercaba gateando. Se lanzó contra ella, apretujándola. Su cuerpo reaccionó al contacto como si él estuviera solo mostrándole compañía. Pero su mente comprendió que se estaba convirtiendo en un escudo humano para protegerla de cualquier disparo que pudiera venir de la dirección que más les preocupaba.

—No tienes que hacer eso —le dijo.

—Chsss —respondió él—. Es lo lógico.

—¿De veras?

—Sí. Tienes que usar tu rifle para alcanzar al tipo del arma grande… supongo que será un lanzagranadas, ¿no? Pero no puedes hacerlo si ese gilipollas de allí —señaló vagamente con la pistola en la dirección donde habían estado oyendo los estallidos de la ametralladora— te dispara. Así que me encargaré de él.

Ella estaba a punto de poner objeciones cuando un estrépito sonó sobre sus cabezas. Alzaron la cabeza, parpadeando al ver una bruma de polvo que caía, y vieron una línea entrecortada de agujeros de bala en la pared del cobertizo.

Zula miró a Olivia a los ojos un momento.

—¡Dispersaos! —gritó Zula, y rodó y corrió al otro lado del cobertizo. Oyó a Olivia transmitir la orden a Marlon y luego sintió y oyó sus pisadas y su respiración entrecortada mientras buscaban otra cobertura.

Estaba mirando en derredor, tratando de averiguar dónde había acabado Csongor cuando una descarga, la más larga y ruidosa hasta el momento, sonó en el camino de acceso, cerca de la verja. Apretujada contra la pared del cobertizo, comprendió que tenían que ser Jake y los vecinos, montando algún tipo de ataque organizado. Subían por el camino, lo que significaba que los yihadistas restantes de ese lado tendrían que retirarse hacia la casa.

¿Habían visto Jake y su grupo el lanzagranadas? ¿Comprendían a qué se enfrentaban?

Zula, haciendo acopio de fuerzas que no tenía derecho a tener, se arriesgó a ponerse en pie y a correr varios metros hasta la cobertura del montón de leña que Jake había utilizado antes. Tras arrojarse al suelo, alzó la cabeza con cautela y trató de evaluar la escena que tenía delante.

En aquel entorno, tan lleno de formas naturales irregulares, todo lo que fuera recto y liso llamaba la atención. Vio una de esas cosas ahora, sobresaliendo cerca de la base de un árbol. Definitivamente, una forma hecha por el hombre. Pero no era un rifle. Sospechó que pudiera tratarse de la culata del lanzagranadas. Se movía, como si su operario estuviera preparándose para utilizarlo.

Preparándose para disparar una granada al centro del grupo que Jake guiaba por el camino de acceso.

Fue demasiado lenta. Se sentó, se apoyó contra un lado de la pila de leña para afinar su puntería y apuntó.

Desde ese punto de observación pudo ver claramente la cabeza y los hombros de un hombre, agazapado contra un árbol de espaldas a ella, sujetando con el hombro un lanzagranadas cargado.

Apuntó entre los omóplatos y tensó el dedo sobre el gatillo. Entonces oyó un fuerte estampido y sintió algo caer encima de su cabeza.

El hombre de la ametralladora había sido enloquecedoramente elusivo. Cuando los cuatro se dispersaron a sugerencia de Zula, tendría que haber disparado a ciegas en todas direcciones, intentando alcanzar al menos a uno. Eso, en cualquier caso, le habría facilitado las cosas a Csongor. En cambio, el yihadista había contenido prudentemente el fuego, advirtiendo quizá que en semejante caos solo iba a malgastar munición.

Csongor confiaba en haber hallado una cobertura razonablemente segura. Como era un blanco grande con un arma pequeña, no confiaba en sus posibilidades en un duelo de carreras y disparos con una persona pequeña y elusiva que llevaba un arma automática. Así que, por difícil que eso fuera, se quedó tendido muy quieto, y simplemente esperó a que el otro tipo hiciera un movimiento.

No sucedió nada durante un minuto o así, aparte del sonido de los disparos que procedían del camino de acceso.

Pero entonces el hombre se incorporó, quizás a diez metros de distancia, y disparó una andanada desde la cadera. Examinó los resultados, luego se llevó el arma al hombro para disparar con mejor tino.

El hombre le estaba disparando a Zula.

Csongor hincó una rodilla en tierra, alzó la pistola, y disparó media docena de balas. Para cuando terminó, el hombre ya no estaba: muerto o escondido, era difícil decirlo.

Zula había sido golpeada por un montón de leña que se había soltado de lo alto de la pila por lo que suponía era una andanada con mala puntería. Le dejaría un feo chichón, pero nada grave.

Tratando de no pensar en lo que esto significaba, volvió a apuntar y vio al hombre del lanzagranadas, todavía donde estaba antes, agachado, girando y moviéndose de vez en cuando mientras evaluaba diferentes blancos.

Entonces cambió de actitud. Se había mostrado inquieto, nervioso, pero en ese momento adoptaba la actitud de un gato que se prepara para saltar. A través de la mira telescópica pudo ver su ojo acomodándose en el visor de su arma, a su dedo buscando el gatillo.

Ella se adelantó apretando el gatillo primero.

No sucedió nada. Comprendió entonces que su dedo debía de haberse contraído contra el gatillo y disparado un tiro cuando la madera la golpeó en la cabeza. La recámara estaba vacía.

Descorrió el arma, cargando su última bala, apuntó de nuevo rápidamente, y disparó. Tras retirar la cabeza del visor vio que el hombre se desplomaba hacia delante y un chorro de fuego brotaba de su espalda mientras lanzaba la granada. El proyectil cabrioló en el suelo a unos pocos metros ante él, saltó al aire dando vueltas, y se perdió ululando.

—De acuerdo —dijo Seamus—. Supongo que puedes venir conmigo. Guarda la última bala para algo que sea realmente importante, ¿vale?

Y con eso echó a correr pendiente abajo, sujetando el rifle con el brazo bueno y dejando que el dañado quedara colgando. La sangre manaba libremente y goteaba por las yemas de sus dedos. Casi tropezó con el cuerpo del hombre que le había disparado, y que había sido destruido por la andanada de la escopeta de Yuxia. Jones debía de haber enviado a aquel tipo a localizar al molesto francotirador y matarlo, cosa que Seamus le puso casi demasiado fácil al saltar y presentarse como blanco.

Aunque, por otro lado, eso tal vez le había salvado la vida. Si se hubiera quedado agachado, el acechante se habría acercado más antes de disparar. Al dar saltos a plena vista, Seamus se hizo irresistible, y el acechante cedió a la tentación de abrir fuego a una distancia superior de la que su pistola realmente podía lograr.

—¿Le quito la pistola? —preguntó Yuxia, avanzando unos metros tras él.

—Buena idea, nena —respondió Seamus—. Pero ten en cuenta que si aprietas el gatillo, disparará.

—De acuerdo.

—En la parte de arriba hay una piececita que se mueve y que saltará y te arrancará un trozo de carne de la mano si sigues sujetándola de esa forma.

—Mmm, vale —dijo ella, un poco ausente.

—Hablo en serio. Retira la mano.

Ella acabó por hacerle caso.

—¿Estás bien? —preguntó Seamus.

—Corremos al descubierto.

—Puedes pararte cuando quieras —señaló Seamus, un poco molesto—. Lo hacemos porque el final de esta historia está sucediendo ahora mismo, y ya no estamos cerca del lugar donde está sucediendo. Necesito un ángulo, y un disparo.

—Estás sangrando por todo el suelo.

—Excelente sitio para hacerlo.

Corrieron durante unos doscientos metros a través del espacio despejado a lo largo del perímetro del complejo, sin ver ningún yihadista vivo. Algo espectacularmente malo le había sucedido a la cabaña, pero Seamus lo vio y lo comprendió solo tenuemente. Advirtió que iba a entrar en shock con toda seguridad. Y le avergonzó un poco, ya que la herida de su brazo no debería de haber sido gran cosa. Su acción de bajar corriendo por la colina hasta el complejo, en cierto modo, había sido una táctica semiconsciente para apartarlo de su mente y concentrarse en otra cosa.

—Veo al mamón —anunció. La cabeza de un hombre alto asomó a la vista a unos cien metros de distancia. Tras avanzar hacia el siguiente árbol, se apoyó contra él, para fijar el tiro, y entonces hincó la rodilla izquierda.

No había planeado hacerlo: sucedió sin más. Su pierna derecha había cedido.

Algo pesado había estado chocando contra su muslo con cada zancada. Algo en el bolsillo derecho de su pantalón. Cuando se arrodilló, el bolsillo se arrugó y una gran cantidad de fluido cálido salió de él y le bañó el glúteo derecho y corrió por su muslo.

Se miró por primera vez desde hacía un rato y observó que también le habían alcanzado en el lado derecho del abdomen y que la sangre había estado manando todo el rato de la herida y se había acumulado, por algún motivo, en su bolsillo.

Estaba tendido de espaldas, y Yuxia estaba sobre él con las manos sobre la boca. Puede que dejara escapar un gritito.

Él alzó el rifle con su brazo bueno.

—Mátalo —dijo—. Mata a Abdalá Jones.

Csongor avanzó con cautela para ver si había conseguido alcanzar al hombre de la ametralladora. Oyó un leve roce y se volvió para encontrarse con Abdalá Jones, allí de pie, mirándolo. Csongor giró la pistola para apuntarle. Jones volvió el Kalashnikov y apuntó a Csongor al mismo tiempo.

La distancia era mayor de la que Csongor deseaba. Sus manos temblaban.

—Tú —dijo Jones—. Si fuera otro, ya habría apretado el gatillo. Pero aquí estoy, aturdido. ¿Cómo demonios, Csongor? Te llamas Csongor, ¿verdad?

—Sí.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí?

—La historia es complicada.

—Lástima. Porque me encantaría oírla. Pero claro, no hay tiempo.

Se llevó el Kalashnikov al hombro.

Sonó un disparo desde el lado. El francotirador otra vez. Jones miró en esa dirección, pero no mostró ninguna reacción; el francotirador había fallado.

Csongor se tiró al suelo y empezó a disparar a ciegas a través del follaje.

Varias balas corrieron hacia él, pero solo era Jones disparando para que mantuviera la cabeza baja. Funcionó. Cuando Csongor fue capaz de volver a alzar la cabeza, Jones no estaba por ninguna parte.

Cerca de la cabaña, oyó el zumbido de un motor arrancando.

Se levantó y vio a Jones montado en un quad. Jones dedicó unos instantes a intentar comprender los mandos, luego le dio la vuelta al vehículo y se dirigió al lateral de la casa, intentando llegar a la carretera.

Sokolov sintió un dolor como nunca había experimentado en su vida, y pensó que podía perder la pierna antes de que todo esto acabara. Incluso había considerado sacar el cuchillo y autoamputársela. Sin embargo, aparte de eso, no se encontraba mal. No le había alcanzado ninguna bala. No había sufrido ningún trauma serio durante el derrumbe del porche. La terraza, que había caído al suelo junto a él (una hoja de guillotina roma que lo habría cortado por la mitad si hubiera caído mal) había formado un bolsillo; todos los troncos y otros escombros que habían caído desde arriba quedaron contenidos por el entarimado, que se había arrugado y comprimido pero no se había hundido en el suelo.

Así que estaba bien. Simplemente, no podía moverse. El montón de troncos proporcionaba varias aberturas por las que podía asomarse a ver sus aledaños, y había experimentado con apuntar el rifle a través de ellas. Pero no se había presentado ningún blanco.

Hasta que oyó arrancar el quad.

No podía verlo (su visión en esa dirección quedaba bloqueado por un trozo del tejado de la cabaña) y por eso asumió que era Jake, que volvía a reclamar su vehículo.

Permaneció al ralentí unos instantes. El conductor aceleró y lo puso en marcha, y luego empezó a rodear la cabaña, sorteando el montón de escombros donde estaba atrapado Sokolov.

A través de una abertura entre los troncos Sokolov atisbó brevemente la cabeza del conductor. Jones.

Se agitó, enviando una descarga de dolor por toda su pierna, y se retorció hasta adoptar una posición en la que poder disparar el rifle a través de otra abertura. Esperaba que Jones pasara muy pronto.

Cosa que Jones hizo al punto, y Sokolov apretó el gatillo varias veces cuando el vehículo asomó a la vista.

El motor se detuvo con un crujido mecánico, y Jones maldijo. Por desgracia, el impulso del vehículo lo había llevado fuera de la vista de Sokolov. Oyó a Jones desmontar y echar mano al Kalashnikov. El extremo del cañón del arma apareció un instante, recortado en el borde del agujero de Sokolov.

Pero los disparos que oyó a continuación no eran balas de Kalashnikov disparadas desde cerca, sino disparos de pistola desde más distancia. No solo una, sino dos pistolas disparando sin cesar.

Totalmente al descubierto en la base del montón de escombros, acosado por los disparos de pistolas lejanas, incapaz de buscar cobertura en los troncos porque sabía que allí dentro acechaba un hombre armado, Jones rodó hasta ponerse en pie y echó a correr, alejándose de la cabaña por el camino por el que había venido. Cuando quedó claro lo que estaba haciendo, Yuxia salió de su escondite y lo persiguió, maldiciendo y disparando la pistola a ciegas hasta que se quedó sin munición. Pero para entonces Jones ya había desaparecido en el bosque al pie de la colina.

Unos minutos después de que Seamus y Yuxia lo dejaran atrás, Richard se obligó a ponerse en pie y a empezar a subir cojeando el sendero. Había tragado todo el ibuprofeno que su sistema podía soportar y se había vendado el tobillo torcido con trozos de tela cortada de la ropa de Jahandar. Una rama larga, recortada y tallada, le servía de bastón. El camino alto (la escalada a la cima de la gran roca plana, seguida por el largo recorrido por el escarpe), serían muchas horas de miseria para un hombre en su estado. Pero había otro modo de llegar a casa de Jake, un camino bajo que bordeaba el bosque, a través del viejo campamento minero abandonado y luego alrededor de un saliente de la montaña hasta llegar al valle de Arroyo Prohibición. Así que se desvió del sendero poco antes de que se desviara de la línea de los árboles, y caminó cojeando hacia el sur a través de la espesura. Temía que eso se convirtiera en una marcha mortal interminable y penosa, pero cuando encontró el ritmo, empezó a hacer un tiempo razonablemente bueno, no mucho más lento que si no se hubiera torcido el tobillo.

El primer tramo del viaje, desde el sendero hasta el viejo campamento minero, presentó alguna dificultad en ciertos sitios. En un momento dado, se vio obligado a subir y bajar una pendiente buscando la forma más fácil de atravesarla. Al final, encontró el lugar al advertir un rastro que habían marcado en el suelo varias personas que habían pasado antes que él. Quedó claro por lo fresco de las huellas y la basura dejada que ahora seguía literalmente los pasos del contingente de yihadistas de Jones. Cuando terminó la parte difícil, que implicó deslizarse varias veces de culo, manteniendo el palo clavado para impedir que resbalara colina abajo, llegó a una extensión de terreno más llano que, si la memoria no le engañaba, acabaría por conducirlo al campamento minero. Allí la pista de los yihadistas se esparcía, ya que habían formado un amplio frente mientras reconocían el terreno. Richard avanzó libremente tras su estela, plantando el bastón con cada paso.

Empezó a divagar. Se atrevió ahora a creer que todo iba a salir bien, que Zula habría llegado ya a salvo a casa de Jake, y que él lo haría pronto. Que Jones se perdería en el territorio salvaje de Idaho/Montana, o que sería capturado, y que la vida para los Forthrast volvería a la normalidad. Lo cual lo llevó a pensar en todos los e-mails, todos los tweets que le estarían esperando, todas las cosas que quedaban por hacer. Y como parte de todo eso, se le ocurrió preguntarse qué estaría haciendo Egdod. Richard estaba conectado como Egdod cuando Jones le cortó Internet. Egdod habría revertido a su botducta, que en su caso significaría caminar durante miles de kilómetros por todo T’Rain, tratando de volver a su palacio en lo alto de la montaña. Eso, por decirlo con suavidad, atraería mucha atención en ese mundo. Se preguntó cuántos personajes de alto nivel habrían aparecido para atacar a Egdod, y si alguno de ellos habría conseguido abatir al viejo. Trató de recordar cómo era el paisaje entre Carthinias y la zona-hogar de Egdod. Imaginó al anciano mago chapoteando entre pantanos, tropezando a través de desiertos, escalando montañas, y atravesando bosques.

Más o menos como estaba haciendo Richard. Egdod, naturalmente, llevaba un báculo de mago, un simple bastón, sin tallas llamativas ni joyas. Igual que el que Richard llevaba en este momento. La barba de Egdod era larga y blanca, mientras que la de Richard era una barba gris de dos días. Y Egdod, claro, no tenía ninguna necesidad de llevar un enorme revólver robado en la pretina. Demonios, Egdod ni siquiera tenía pretina. Pero a pesar de todas aquellas diferencias, a Richard seguía pareciéndole enormemente gozoso que, al mismo tiempo, tanto él como Egdod estuvieran deambulando solos por sus respectivos mundos, viéndolo todo de cerca de un modo que rara vez tenían oportunidad. Volviendo a entrar en contacto con los territorios de donde habían surgido.

Y posiblemente acosados por enemigos desconocidos. Richard, en su ensimismamiento, se había olvidado de tener cautela con el león de las montañas. Ejecutó una lenta pirueta alrededor de su bastón, solo para ver si algún animal lo acechaba. Pero naturalmente, la gracia de ser acechado es que no sabías que te estaba pasando. Se quedó inmóvil durante un par de minutos, escuchando, evaluando el lugar. Disfrutando del momento. Porque muy pronto esa parte de su vida se terminaría, y descendería al valle de Arroyo Prohibición como había hecho aquella tarde de otoño de 1974 con una piel de oso a las espaldas. Excepto que en vez de encontrar una cabaña de contrabandistas oculta, encontraría una cabaña bonita y moderna con Internet, llena de gente que querría hablar con él.

Cuando estuvo preparado nuevamente, se dio media vuelta y siguió las huellas embarradas de los yihadistas y salió al llano del viejo campamento minero.

Un hombre solitario caminaba hacia él, a un par de cientos de metros de distancia, con un rifle al hombro. Se movía con el paso cansado de quien sabía que tendría que estar corriendo pero simplemente no era capaz de hacer acopio de energías. De vez en cuando se giraba y caminaba de espaldas un par de pasos, como había hecho Richard unos minutos antes cuando le preocupó la presencia del puma. Al contrario de Richard, también escrutaba el cielo. Y en efecto, una vez que Richard había dejado el bosque atrás, advirtió el sonido de al menos un helicóptero.

El hombre se volvió de nuevo hacia delante y se detuvo al ver a Richard. Era Abdalá Jones.

Richard pensó en echar mano al cinto y sacar su revólver, pero incluso con su largo cañón y su gran calibre, era inútil a esa distancia. No tenía sentido, entonces, hacer saber a Jones que iba armado. Usando el bastón para ayudarse, clavó una rodilla en tierra. Jones y él se miraban entonces a través de una bruma de maleza. Jones alzó su rifle: un Kalashnikov. Richard se arrodilló del todo, se puso luego a cuatro patas, y se arrastró buscando una posición diferente justo cuando unas cuantas balas volaban por el aire sobre él y se clavaban en el terreno enfangado de detrás.

Era difícil moverse de esa forma sin hacer que los matorrales se agitaran, lo que daría a Jones un modo de localizar dónde estaba. Y en cualquier caso estaba dejando un rastro claro que Jones podría seguir simplemente hasta que tuviera un tiro fácil. Richard, al mirar tras él, vio ese rastro y advirtió su embarazosa anchura e, incluso allí, oyó la voz de una Musa Furiosa recordándole que tenía que perder peso. Zigzaguear rompería el rastro en cortos segmentos y dificultaría a Jones pegarle un tiro mientras lo seguía. Pero también lo retrasaría a él. Así que necesitaba encontrar una cobertura adecuada y refugiarse allí y obligar a Jones a exponerse.

Recordando lo último que había visto antes de reparar en Jones, le vino a la mente una cabaña de troncos desvencijada que debería estar a unos cincuenta metros. No estaba terriblemente lejos de la linde del bosque; y podía llegar hasta los árboles con una carrera corta y muy dolorosa desde donde se hallaba ahora. Se arrastró, por tanto, hacia la espesura, deteniéndose ocasionalmente para escuchar, esperando poder localizar a Jones.

Cosa que Jones proporcionó muy servicial al gritar:

—¿Quién es tu sibilino amigo, Dodge?

Richard se puso en pie y corrió hacia la espesura, y se lanzó al suelo en cuanto empezó a escuchar disparos. «Correr» era en realidad una forma muy optimista de describir su movimiento; para Richard, significaba simplemente moverse lo más rápido posible. Varias balas pasaron cerca, o eso le pareció por los extraños sonidos que parecían rasgar las moléculas del aire en sus inmediaciones. Desde el lugar donde había aterrizado, solo tenía que arrastrarse un trecho por el barro hasta los árboles. Allí se sintió seguro para poder agazaparse y moverse por el bosque hasta que la vieja cabaña de troncos quedó visible a un tiro de piedra de distancia.

Pudo ver a Jones, siguiéndolo a paso tranquilo por la parte del campamento por la que él se había arrastrado y corrido unos momentos antes. Jones dirigía su atención hacia el bosque. Pero seguía volviéndose a mirar atrás en la dirección por la que Richard había emergido al campamento un minuto antes. Richard se aprovechó de uno de esos momentos para salir de su cobertura y «correr» la mitad del camino que lo separaba de la cabaña, vigilando a Jones mientras lo hacía. Jones acabó por localizarlo y volvió el Kalashnikov. Richard saltó de nuevo y se arrastró el resto del camino hasta la cabaña mientras las balas de Jones silbaban en el aire. Si Jones hubiera dispuesto de munición ilimitada, habría disparado mucho más, y casi con toda seguridad le habría alcanzado. Pero parecía conservar las balas. Lo cual era buena cosa, aunque hizo que Richard se preguntara qué le habría salido mal a Jones durante las últimas horas. ¿Por qué se retiraba, solo, falto de munición? ¿Qué había sucedido en Arroyo Prohibición esta mañana?

Cuando llegó al lado seguro de la cabaña, Richard se puso en pie y avanzó tambaleándose hacia la puerta principal. En la oscuridad, tropezó con algo blando que resultó ser el cadáver de Erasto. Las moscas ya se estaban cebando en él. ¿De dónde salían las moscas en situaciones como esta?

Controlando una poderosa urgencia por vomitar, Richard palpó el cadáver en busca de armas. Pero alguien lo había hecho ya y había librado a su difunto camarada de todo excepto de un cargador de munición para una pistola que ya no estaba allí.

Richard caminó de rodillas por encima de los restos putrefactos del techo desplomado hasta llegar a una ventana rota, asomó la cabeza un momento, y la retiró. Jones había alterado su rumbo y se acercaba directamente hacia la cabaña ahora, el rifle al hombro, listo para disparar.

—Otro Forthrast escondido en las ruinas de otra cabaña, esperando morir —dijo Jones—. Sois consistentes, lo reconozco. Por desgracia no tengo un lanzagranadas como el que usamos en la casa de tu hermano, pero los resultados van a ser los mismos: un montón de carne muerta en una cabaña destrozada.

Si hubiera sido más joven, Richard podría haberse sentido conmovido por este tipo de charla. Pero en ese momento ignoró el significado de las palabras y las usó como medio para situar la posición de Jones. Había sacado el revólver, comprobado el tambor, verificado que estaba cargado con las cinco balas. Puso el dedo en el enorme percutor y lo retiró hasta amartillarlo.

—Verás —dijo Jones—, cuando cometes el error de dejar que me acerque tanto, la granada no necesita lanzador.

Richard estaba sentado en el suelo bajo la ventana, mirando el haz de luz que entraba por ella, y vio entrar un objeto volando, rebotar en la pared del fondo, y caer al suelo, que en realidad era el antiguo techo. Rebotó y se detuvo casi al alcance de su brazo. Richard rodó hacia el objeto. Su mano lo recogió en el mismo momento que su mente consciente comprendía lo que era: una granada. Más tarde supuso que lo inteligente habría sido volver a lanzársela a Jones a través de la misma ventana, pero la forma fácil y obvia (y rápida) era arrojarla por la puerta rota de la cabaña. Así que la lanzó allí, y se sintió aliviado al verla desaparecer de la línea directa de metralla más allá de la puerta delantera. Estalló, y durante unos segundos después, la vida de Richard no se centró en otra cosa.

Pero solo durante unos pocos segundos. Había esperado demasiado tiempo, había sido demasiado conservador; había escapado a los efectos de aquella granada solo por pura suerte. Se puso en pie, tambaleándose un poco, no solo por el tobillo sino por los efectos aturdidores de la explosión, y pegó la espalda a la pared junto a la ventana. A través de la abertura pudo ver una estrecha franja de lo que había allí fuera, pero Jones no estaba allí. Con el revólver por delante, giró en torno a su pie bueno y se presentó en la abertura de la ventana el tiempo suficiente para poder echar un buen vistazo al exterior de la cabaña.

Jones estaba a las diez, y más bajo de lo que Richard esperaba, ya que al parecer se había tirado al suelo esperando los resultados de la granada. Estaba poniéndose en pie, y cuando Richard lo miró a la cara, dio un súbito giro hacia la cabaña. Richard movió el revólver hacia un lado, tratando de seguir el movimiento, pero su codo chocó con el marco de la ventana en el mismo momento en que decidía apretar el gatillo. El revólver hizo un sonido que habría parecido fuerte si la granada no hubiera acabado de estallar, y una bala dibujó un rastro a través del follaje a un palmo de la cabeza de Jones, que alzaba su rifle para devolver el fuego, pero Richard se retiró inmediatamente de la ventana. De hecho, lo hizo tan rápidamente que perdió el equilibrio y cayó de culo.

Jones y él estaban ahora a poco más de un metro de distancia, separados solamente por la larga pared de la cabaña.

Richard podía agazaparse allí y esperar a que Jones se moviera a la posición adecuada para poder disparar a través de algún agujero entre los troncos. O podía salir por donde había venido, rodear la cabaña, y tratar de disparar desde la esquina. O podía apretujarse de nuevo contra la ventana y disparar a quemarropa.

Estaba amartillando de nuevo el revólver cuando Jones abrió fuego con su Kalashnikov. Todo el cuerpo de Richard se estremeció, y estuvo a punto de soltar el percutor. Pero ninguna bala parecía atravesar la cabaña. No podían hacerlo, realmente, dada la localización de Jones. ¿Entonces a qué demonios le estaba disparando Jones?

Se le ocurrió que estaba dándole demasiada importancia a eso.

Era un tiroteo. Nada podía ser más simple. Pero lo estaba complicando demasiado intentando usar su inteligencia para hallar los ángulos, encontrar algún modo astuto de evitar la naturaleza esencial de lo que estaba pasando, de llegar al otro lado sin resultar herido. A su oponente, claro, le importaba una mierda qué le pasaba y probablemente era ya hombre muerto, cosa que daba a Jones una ventaja que Richard solo podía igualar adoptando la misma actitud. Era una actitud que resultaba natural en él cuando era joven, cuando abatió al grizzly con la escopeta e hizo otro montón de cosas que más tarde parecían poco recomendables. El dinero y el éxito lo habían cambiado: ahora contemplaba todas aquellas aventuras con fastidioso horror. Pero tenía que volver a aquel estado mental en ese mismo momento o Jones sencillamente lo mataría.

Todo eso se le ocurrió en un instante, como si las Musas Furiosas hubieran elegido este momento para dejar de estar furiosas por una vez (quizá para siempre) y cantaran ahora en sus oídos como ángeles.

Richard se alzó junto a la ventana, empuñando el revólver con una mano, y buscó.

Jones estaba allí mismo, sentado en el suelo, apoyado contra la pared de la cabaña, apuntando con su rifle no a Richard, sino al espacio más allá. Había estado disparando en esa dirección por algún motivo.

Miró a Richard a los ojos.

—¡No es más que un maldito gato grande! —exclamó Jones.

Richard apretó el gatillo y le disparó a la cabeza.

Amartilló de nuevo el revólver y esperó unos segundos, esperando una reacción para asegurarse de que no malinterpretaba la prueba que tenía ante sus ojos, ni que estuviera haciéndose ilusiones. Pero Jones estaba incuestionablemente muerto.

Finalmente, apartó la mirada de lo que quedaba de Jones y contempló el campo de hierbajos y matorrales. No le quedó nada claro de qué se había maravillado Jones en el último momento de su vida. Pues las hojas verdes no habían empezado a brotar todavía, y el lugar tenía el tono pardo oscuro de las hojas muertas del año anterior. Sin embargo, finalmente, los ojos de Richard se fijaron en algo que había allí fuera y era incuestionablemente una cara. No una cara humana. Los humanos no tenían ojos dorados.

Los ojos miraron tanto tiempo a los de Richard que experimentó un cálido arrebato de sangre en las mejillas. Se estaba ruborizando. Una especie de respuesta atávica, al parecer, a ser observado. Pero entonces los ojos parpadearon, y la diminuta cabeza del puma se volvió a un lado, agitando las orejas como reacción a algo que no se veía. Entonces se dio media vuelta, y lo último que Richard vio de él fue su cola peluda chasqueando como un látigo, y las almohadillas blancas de sus patas mientras se marchaba corriendo.