DÍA 21

Richard se quedó dormido con tanta facilidad que cuando despertó un par de horas más tarde se sintió mal por haberlo hecho. Después de varios días de ausencia, las Musas Furiosas lo habían localizado en ese lugar remoto y venían a por él con saña. La tienda se quedó muy pequeña.

Los yidahistas podrían matarlo por la mañana. Pero parecía improbable. Si ese hubiera sido el plan, lo habrían hecho ya y se habrían ahorrado todas aquellas correíllas de plástico.

Si no iban a matarlo, entonces por la mañana lo obligarían a guiarlos por el viejo sendero de los contrabandistas hasta Monte Abandono y Arroyo Prohibición. Para que eso funcionara tendrían que quitarle las trabas. Entonces tendría la opción de salir corriendo. Parecía probable que eso acabara en persecución, captura y decapitación ceremonial.

Así que iba a tener que buscar un sitio donde pudiera desaparecer de forma súbita, fuera del alcance de los rifles, de un modo que les resultara difícil seguirlo.

Un héroe del cine habría saltado el día anterior desde lo alto del acantilado a las Cataratas Americanas. Después de unos momentos de tensión, su cabeza habría asomado en la superficie del río a cierta distancia corriente abajo. Richard sabía que eso no era una buena estrategia. Pero podría haber partes del río que tal vez pudiera utilizar de un modo similar, para deslizarse por los rápidos.

El problema era que su ruta no seguía realmente ese río. El río fluía al suroeste. Su destino estaba más al este, y por eso su plan de hoy era recorrer la orilla izquierda durante un par de kilómetros y luego subir por una ladera interminable hasta asomar por encima de la línea de los árboles y llegar a un macizo rocoso que sobresalía de la montaña. Desde allí atravesarían un escarpe que constituía la falda oriental del pico y finalmente llegarían al valle de Arroyo Prohibición. La única forma de poder escapar rápidamente en este tipo de paisaje era dejar que la gravedad interviniera y resbalar o deslizarse por una pendiente. Cosa que podría haber sido divertida, o al menos factible, en un campo de dunas o de nieve, pero este territorio tan solo conducía a una muerte lenta con los huesos rotos y los órganos destrozados.

Con todo, siguió reflexionando al respecto durante las largas horas de la noche, ya que era la única forma de quitarse de encima a las Musas Furiosas. Rápidamente estuvo de acuerdo con su premisa básica, que era que, puesto que estaba a punto de guiar a una banda de terroristas armados hasta los dientes a la casa donde varios parientes cercanos vivían tranquilamente, sus vidas estaban en juego también.

La decisión obvia era guiarlos a otra parte. Pero había límites respecto a cómo podía despistarlos: Jones había hecho obviamente sus deberes, interrogando a Zula con considerable detalle, examinando el artículo sobre Richard en la Wikipedia, imprimiendo páginas de Google Maps, e incluso escrituras reales del archivo del catastro del condado. Tenía una idea muy clara de adónde iban. En realidad, podía encontrar él solo el camino hasta Pocatello sin ninguna ayuda, lo que hizo que Richard sospechara que ahora lo mantenían con vida no como guía, sino como rehén y posible sujeto de una horrible ejecución por webcam. Ya podía ver la página en YouTube, Dodge arrodillado en una alfombra con la cabeza cubierta por un saco, Jones tras él con el cuchillo y bajo la ventanita del vídeo, el primero de muchos miles de comentarios en letras mayúsculas enviados por todos los gilipollas inútiles del mundo.

No, en ese punto la única carta que podía jugar (la única forma de ayudar a Jake y John y los demás a salvarse) era avisarlos. Porque hasta ahora Jones no había mostrado ningún indicio de saber que Arroyo Prohibición estaba habitado. Debía de haber visto unos cuantos tejados asomando entre los árboles en las fotos por satélite de Google Maps, pero podía haber hecho la razonable suposición de que eran solo cabañas de verano para los odontólogos de Spokane, cerradas y tranquilas en aquella época del año. Aunque supiera que allí vivía gente todo el año, no podía haber adivinado (¿verdad?) que se trataba de los civiles más armados de la historia del mundo, chalados de las armas que hacían que los pastunes parecieran cuáqueros.

Incluso los chalados de las armas podían ser víctimas de un ataque sorpresa, pero si Richard podía hacerlos conscientes de algún modo de que corrían peligro, entonces podrían demostrar quiénes eran.

El plan que acabó por elaborar, justo cuando el techo de su tienda empezaba a arrojar unos cuantos fotones dispersos a sus ojos abiertos, era que podía actuar dócilmente hasta que pudieran oír disparos desde la casa de Jake, y entonces intentarlo. Los yihadistas le dispararían, y probablemente lo alcanzarían. Pero todos los habitantes del valle lo escucharían.

Y entonces se desataría el infierno.

Dormitó un poco más, tal vez una hora, y despertó para ver que había más luz filtrándose a través de la lona de la tienda y escuchar el siseo de un hornillo al ser encendido.

Algo le dijo que empezara a moverse. Salió como pudo del saco de dormir, giró sobre su culo, sacó los pies inmovilizados por la puerta, y luego se arrastró por el suelo.

Solo había dos de los nueve yihadistas allí: el alto somalí-minesotano llamado Erasto, y otro tipo cuyo nombre Richard no era capaz de recordar. Un egipcio con una oscura mancha callosa en la frente, causada por el contacto con el suelo durante la oración. Estaban calentando una olla de agua, presumiblemente para cocinar algunas gachas. Richard se arrastró hasta el hornillo y acercó sus manos sujetas por las trabillas a la olla para hacerlas entrar en calor. Erasto comía una barrita energética, y el egipcio tan solo miraba a la nada.

Richard advirtió que tenía que cagar, y que tenía que hacerlo en ese momento.

Se levantó. Erasto lo observó con atención. Miró hacia la letrina del campamento, que se hallaba a unos treinta metros en la base del acantilado por el que habían descendido ayer.

—¿Tenéis papel higiénico, tíos?

No hubo respuesta.

—Tíos, tengo que ir de verdad —dijo Richard—. No es broma.

Erasto parecía entre incrédulo y asqueado por tener que tratar con esas cosas.

—¡Jabari! —dijo. Eso pareció atraer la atención del egipcio. Richard lo aprovechó para aprenderse el nombre del tipo. Jabari. Como jabalina. Como clavarle a alguien un cuchillo.

Erasto hizo una especie de pregunta. Jabari se puso en movimiento y empezó a hurgar en una mochila cerca, aparentemente buscando el suministro de papel higiénico.

Richard saltaba de un pie a otro, lo mejor que podía con las trabas. La duda era si llegaría a un lugar adecuado a tiempo.

—Voy a empezar a ir a saltitos para poder ir a cagar —anunció. Hablaba con toda la calma posible, ya que no quería gritar y causar una idea equivocada a los que no hablaban inglés, como Jabari—. Podéis seguirme, podéis pegarme un tiro por la espalda, lo que queráis. Pero tengo que hacerlo.

Recalcó la frase con un pedo impresionante, que demostró ser una comunicación mucho más efectiva que nada de lo que escapaba por el otro extremo de Richard. Dio saltitos hasta quedar de espaldas a Erasto y luego empezó a cruzar el campamento, alejándose del río hacia los matorrales que creían profusamente entre la orilla y la base del acantilado. Después de medio minuto de saltos, maldiciones y pedos entre la maleza (que creía intensa aquí, regada por la bruma que caía de las cataratas) llegó a un lugar despejado, salpicado de mojones y papel higiénico usado, en la base del acantilado.

«Acantilado» era una palabra demasiado simple para describir el fenómeno geológico que se alzaba sobre él. No era tanto una pared vertical como un rápido aumento de la pendiente hasta hacerse completamente vertical, y luego se convertía en una especie de saliente, cinco o seis metros por encima. No se trataba de un simple monolito, sino de un amasijo de peñascos, tenaz vegetación y tierra compactada que era realmente empinada. No veía la cima, pero sabía que estaba a unos quince metros más arriba. De todas formas, estaba lo suficiente a resguardo para poder considerar que podía cagar decentemente, así que saltó arriba y abajo varias veces, invirtiendo su dirección grado a grado, y luego empezó a luchar con su cinturón.

Un rollo de papel higiénico dentro de una bolsa de plástico le golpeó en el pecho, lanzado por Jabari desde unos seis metros de distancia, y rebotó en el suelo a sus pies.

—Gracias —dijo Richard, bajándose los pantalones. Jabari le dio la espalda y se retiró un poco. Richard, al asomarse por encima de los matorrales mientras se acuclillaba para obedecer la llamada de la naturaleza, vio al egipcio alzar ambas manos y agitarlas alegremente hacia alguien en el campamento: al parecer, alguien, probablemente Abdul-Wahaab, quería saber qué demonios estaba pasando y necesitaba confirmación de que todo iba bien.

Richard estaba a la mitad del asunto cuando un oscuro objeto cayó del cielo ante él. Al principio pensó que era una rama que habría caído de algún árbol desde lo alto del acantilado. Pero al mirarlo con atención vio que era perfectamente rectangular.

Era, lo vio ahora, una navaja multiusos de bolsillo (una Leatherman o similar), dentro de su negra funda de nailon.

—Se trata de construir un caso —dijo Seamus.

La máquina de gofres automática emitió un penetrante pitido electrónico, indicando que le dieran la vuelta. Seamus extendió la mano y así lo hizo. Los Cuatro estaban en el salón de desayunos de su hotel en Coeur d’Alene. Ninguno de los demás había visto antes una máquina de gofres automática, y por eso Seamus les estaba haciendo una demostración sobre la marcha de lo mejor que América tenía que ofrecer.

—No estoy seguro de cómo se traduce eso al chino o al húngaro —continuó—. Lo que estoy intentando decir es lo siguiente: Vamos a ver a mi jefe, que casualmente vive en la otra punta del país. Tendremos que ir en coche porque no puedo meteros en un avión sin documentos de identidad. Da la casualidad de que estamos a un tiro de piedra de un lugar por donde creo que Jones podría cruzar la frontera. La última vez que conecté con T’Rain (hace como media hora), Egdod seguía deambulando por el desierto, seguido de un par de centenares de curiosos y buscadores de fama. Lo cual apoya mi teoría.

—¿Ah, sí? —preguntó Yuxia.

—Vale, dejemos a un lado lo de Egdod. Es algo que se cree o no se cree. Yo lo creo. De todas formas, he llamado a este tipo que tiene un helicóptero —Seamus palpó el folleto del tipo en cuestión, que sobresalía de su bolsillo trasero—. Está dispuesto a llevarme allí para sobrevolar la zona. Solo estaré fuera un par de horas. Nos pondremos en camino por carretera a media tarde. Hay posibilidades de que lleguemos a Missoula esta noche. Vosotros podéis quedaros aquí, ver una peli, lo que sea. Evitad que os detengan o hacer cualquier cosa que pueda llamar la atención sobre vuestro complejo estatus de inmigración.

—Quiero ir contigo —dijo Yuxia.

—No hay suficiente sitio en el helicóptero.

—El folleto dice que puede llevar cuatro pasajeros —dijo Yuxia, y se sacó otro ejemplar del mismo folleto del bolsillo de la chaqueta.

Durante el embarazoso silencio que se produjo a continuación, Seamus alzó la cabeza y vio que Csongor y Marlon lo miraban expectantes. El gofre parecía haber quedado olvidado.

—El grande puede llevar a cuatro —admitió Seamus—. Yo le había echado el ojo al pequeño.

—¿Qué es exactamente lo que piensas hacer? —preguntó Csongor.

—Sobrevolar la zona en la que estoy interesado. Sacar fotos. Captar una impresión general.

—¿Y en qué impediría eso que nosotros vayamos en el mismo helicóptero? —quiso saber Marlon.

Seamus se encogió de hombros.

—Tal vez en nada.

—¿Nos estás mintiendo? —preguntó Yuxia.

—¿Por qué iba a mentiros?

La máquina de gofres volvió a pitar.

—Actúas de forma rara —dijo Yuxia—. ¿Esperas, no sé, aterrizar y luchar con Jones?

—No, no voy a tener que luchar con Jones. No se trata de eso.

—Bien, porque si ese es tu plan, deberías avisar al piloto.

—¡SU GOFRE ESTÁ YA HECHO! —gritó un cliente molesto desde el otro lado de la sala.

Yuxia apartó a Seamus de un codazo, descubrió cómo abrir la plancha de hierro, y depositó su humeante contenido en un plato. El pitido cesó.

Csongor quiso intentarlo ahora. Cogió un recipiente de masa líquida y vertió el contenido en el aparato y observó asombrado cómo se infiltraba en los valles entre los surcos.

—Naturalmente —dijo Seamus—, si creyera que existe alguna posibilidad de entablar combate con los yihadistas, sería conveniente que se lo dijera al piloto.

—¡Muy conveniente! —coincidió Yuxia.

—Así que es totalmente seguro —dijo Csongor.

—Tan seguro como jamás será volar en helicóptero —reconoció Seamus. No creía una palabra de todo eso, pero lo habían acorralado.

—Pero si nos quedamos aquí, existe la posibilidad de que nos metamos en líos —señaló Csongor—. Eres responsable de nosotros.

—Ay, sí.

—Si el helicóptero se estropea, y te quedas atrapado en el norte, entonces nosotros estaremos aquí sin las llaves del coche, sin hotel, sin documentos…

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Seamus—. Podéis venir conmigo y contemplar los árboles desde las alturas toda la mañana.

Richard había visto esa navaja y su funda antes. Estaba seguro de que era la que Chet llevaba siempre en su cinturón.

Estaba a un par de metros de él. Cuando terminó de vaciar los intestinos, se inclinó hacia delante hasta quedar arrodillado, luego a cuatro patas, extendió los brazos y la recogió del suelo con las yemas de los dedos. Entonces volvió a ponerse en cuclillas. Dejó la navaja multiusos en el suelo junto a su pie, y luego cogió la bolsa de plástico que contenía el rollo de papel higiénico y la abrió.

Pudo oír a algunos de los otros yihadistas salir de sus tiendas en el campamento, a unos cincuenta metros de distancia. Si se comportaban como de costumbre, comenzarían el día calculando la dirección de La Meca, y luego arrodillándose a rezar.

Cuando terminó de usar el papel higiénico, volvió a guardar el rollo en la bolsa de plástico. Con una mano agitó y sacudió la bolsa, haciendo ruido con el que esperaba cubrir el sonido del velcro de la funda de la Leatherman, pues usaba la otra mano para abrirla. Sacó la navaja y la manipuló hasta convertirla en unas tenazas con cortadores de alambre que se encargarían de las correíllas de plástico produciendo un sonido característico, un nítido chasquido que Jabari sin duda reconocería si lo escuchaba. El rugido de las Cataratas Americanas y los rápidos corriente abajo podrían cubrir parte de ese sonido, pero Richard tuvo cuidado en cortar las correíllas con el mínimo de fuerza requerida, serrando el plástico en vez de cortarlo de golpe. Solo quitó las ataduras que unían sus tobillos y las de sus muñecas, dejando en su sitio las que servían como esposas.

Cerró entonces la herramienta multiusos y estaba a punto de guardársela en el bolsillo cuando advirtió que un cuchillo le vendría bien. El artilugio tenía varias hojas externas, limas, escofinas. Richard encontró la que tenía la hoja más afilada y más tradicionalmente parecida a una navaja y la abrió hasta que un chasquido anunció que estaba encajada.

La dejó en el suelo, se medio levantó, se subió los pantalones y se abrochó el cinturón. Todavía en cuclillas, recogió la navaja y empezó a caminar por el espacio relativamente despejado que corría a lo largo de la base del acantilado. Hasta ahora no se había molestado en alzar la cabeza porque sabía que solo vería un saliente a varios metros por encima. Pero al avanzar por la base del acantilado encontró una zona donde el saliente retrocedía, y en ese momento alzó la cabeza, esperando ver la cara de Chet mirándolo.

En cambio, vio una mata de pelo negro asomando bajo una gorra de lana.

Tardó unos instantes en comprender que la persona a la que estaba mirando era Zula.

Ella extendió un brazo y señaló, llamando su atención sobre algo a sus espaldas: Jabari, que venía a investigar.

Richard volvió a mirar hacia atrás y la vio haciendo señas frenéticamente, diciéndole que continuara avanzando por la base del acantilado. Ella había empezado a moverse en esa dirección, exhortándolo con sus gestos a seguirla.

Hasta ahora Richard se había movido despacio, para ocultar el hecho de que se había quitado las trabas. Pero Jabari se acercaba al lugar donde había cagado y vería las correíllas cortadas muy pronto. Richard echó a correr.

Momento después comprendió que Jabari venía a por él.

Era difícil correr, echarle un ojo a Jabari, y al mismo tiempo mirar hacia arriba, donde estaba Zula. Pero en un momento determinado advirtió que ella extendía las dos manos, indicándole que se detuviera.

Lo cual no tenía sentido. ¿Por qué quería que se parara?

Miró hacia atrás y vio a Jabari mucho más cerca de lo que esperaba. El egipcio había sacado una pistola semiautomática pero no apuntaba todavía con ella: seguía usando ambas manos para apartar los matorrales que impedían su avance.

Richard alzó de nuevo la cabeza y vio a Zula en el mismo borde del acantilado con un puñado de palos en los brazos. Los lanzó al espacio.

Jabari salió de los matorrales. Estaba a unos tres metros de Richard, mirándolo de arriba abajo, asombrado de que se hubiera quitado las correíllas.

Richard miró de nuevo hacia arriba y vio una extraña construcción desplegándose: dos finas líneas de cuerda de paracaídas con palos entrelazados a intervalos regulares.

Una escala de cuerda.

Jabari la había visto también. Parecía solo ligeramente más aturdido que Richard.

La escala estaba enrollada y empezó a caer y desenrollarse en una maraña. El peldaño central era el más largo y pesado de todos, y su peso ayudaba a que todo el rollo cayera y se mantuviera recto. Richard comprendió que caía hacia su cabeza, así que se apretó contra la pared del acantilado, permitiendo que cayera delante de él.

La escala se detuvo, girando y balanceándose. Jabari miraba hacia arriba, tratando de ver quién la había arrojado. Apuntó al aire con su pistola.

Richard no pudo ver a qué apuntaba. Pero sí advirtió un hecho curioso: el escalón inferior de la escala (el objeto pesado que hacía que se desenrollara del todo) era una negra escopeta de corredera.

Mientras Jabari se preocupaba intentando identificar amenazas en lo alto del acantilado, Richard dio un paso adelante, cogió el arma, quitó el seguro, y tiró levemente hacia atrás de la pieza delantera para poder ver la recámara. Ya había una bala cargada.

Manejar el arma no era fácil debido a las sacudidas de la cuerda y las ramas de las que colgaba, pero, a tres metros de distancia, eso no iba a ser una operación que requiriera precisión de todas formas. Se llevó la culata al hombro y apuntó a Jabari.

El movimiento finalmente llamó la atención del egipcio. Miró a Richard. Al mismo tiempo empezó a bajar la pistola. No lo suficientemente rápido para crear ninguna diferencia.

—Lo siento —dijo Richard, mientras se miraban a los ojos. Entonces apretó el gatillo y le voló a Jabari la cabeza.

Seamus había desarrollado una serie de instintos sobre tiempo y planificación que debían mucho a su educación en Boston y sus destinos en rebosantes megaciudades del Tercer Mundo como Manila, lo que quería decir que siempre esperaba que hicieran falta horas para llegar a cualquier parte. Esa costumbre hizo que se sintiera cómicamente perdido en Coeur d’Alene a las seis y media de la mañana. Llegaron al aeropuerto municipal en menos tiempo del que las ventanillas del todoterreno tardaron en librarse de la escarcha. Los helicópteros estaban justo a la entrada. Había dos, uno grande y uno pequeño, estacionados delante de una oficina portátil. Delante estaba aparcada una camioneta, de cara al helicóptero grande, los faros encendidos, proporcionando iluminación suplementaria a un hombre con una chaqueta de piloto azul marino que estaba tumbado de espaldas bajo el panel de instrumentos, las piernas colgando, mientras manipulaba unos cables.

—Nunca es buena señal —observó Seamus, y aparcó delante de la oficina portátil.

Por el aspecto y el estilo del lugar quedó claro que no era un negocio para hacer felices a los turistas: su medio para ganarse la vida era transportar clientes de la industria maderera. Cuando eso fallaba, aceptaban alegremente llevar a la gente de paseo. El cien por cien de su presupuesto para esa parte del negocio había sido invertido en imprimir el folleto. Lo cual era una decisión completamente racional, ya que cuando los clientes aparecían y descubrían lo cutre que era el negocio, ya habían tomado su decisión. Nadie, tras haber llegado tan lejos, iba a darse media vuelta simplemente porque no sirvieran café con leche y bollitos en una zona de espera decorada con gusto.

Yuxia estaba a favor de arrastrar por los tobillos al hombre de la chaqueta azul marino, pero Seamus la convenció de que a la larga todo saldría mejor si lo dejaban terminar su trabajo. Hacía un frío sorprendente. Permanecieron sentados en el coche y dejaron el motor en marcha hasta que se calentó. Al cabo de un rato el hombre salió del helicóptero y se puso en pie, sujetando una caja electrónica con un conector colgando.

Seamus se bajó del todoterreno y lo saludó.

—Buenos días, Jack. —Los apellidos no se usaban mucho en esas tierras.

—¿Es usted Seamus? Lo noto por el acento.

Jack era probablemente ex militar, y ahora llevaba una barbita rojiza perfectamente recortada bajo un rostro redondo, algo regordete.

—¿Problemas eléctricos?

—Creí que sería una reparación rápida y que ya estaríamos en el aire —dijo Jack, agitando la caja—, pero los conectores no encajan.

—La tecnología no funciona como se supone. Qué sorpresa.

—De todas formas, ¿cuántos son? —Jack dirigió la mirada hacia el todoterreno—. Iba a meterlos en el 300 —medio se volvió y señaló con la cabeza al más pequeño de los dos helicópteros—. Es un poco menos cómodo, pero si no les importa…

—En absoluto —contestó Seamus—. ¿Pero cuántos pasajeros admite?

—Dos. Tal vez tres apretujados.

—Y el grande queda definitivamente descartado.

—El 500 no va a volar hoy.

—Un segundo.

Seamus volvió al todoterreno.

—Cambio de planes —anunció—. El helicóptero grande está estropeado. El pequeño solo puede llevar a dos o tres de nosotros. Uno o dos tendrán que quedarse en tierra y esperar.

—Obviamente, yo no quepo en esa cosa —se ofreció Csongor, mirando incrédulo al 300—. No me gustaría de todas formas.

Yuxia había empezado a dar botes en su asiento, temiendo que la dejaran atrás. Parecía como si estuviera dispuesta a saltar del coche, echar a correr y agarrarse a los patines del helicóptero. Marlon, al darse cuenta, miró a Seamus y dijo:

—Yo me quedaré y usaré la wi-fi.

Durante la espera había tomado prestado el portátil de Seamus, había conectado con una cuenta que Seamus le había abierto, y había descubierto una red no segura que salía de la oficina portátil.

Seamus quitó el contacto, apagando el motor, y luego volvió a girar la llave en la posición accesoria para que el portátil tuviera corriente del enchufe del encendedor de a bordo.

—¡Nada de hacer tonterías! —les advirtió. Luego le hizo un gesto a Yuxia, que saltó a tierra.

Antes de despegar, discutieron el plan de vuelo y el tiempo del viaje. Jack calculó cuarenta y cinco minutos en cada sentido para cubrir los ciento veinte kilómetros hasta la zona que Seamus quería ver, más otra media hora o cuarenta y cinco minutos para sobrevolarla y echarle un vistazo. Eran las siete menos cuarto. Deberían estar de regreso a las nueve, nueve y media como mínimo.

Los asientos traseros del 300 eran decididamente estrechos, y Seamus se alegró de que Marlon hubiera decidido no venir. Después de unas indicaciones de seguridad muy superficiales, metieron a Yuxia detrás y Seamus ocupó el asiento del copiloto delante. Aquel aparato no ganaría ningún premio de espacio ni comodidad, pero no era peor que otras situaciones que Seamus había tenido que soportar continuamente en su carrera.

Jack caminó alrededor del helicóptero haciendo algunas comprobaciones previas. Csongor se bajó del todoterreno para ver el despegue. Jack subió, le entregó unos cascos ajados pero en funcionamiento a Seamus y Yuxia, y luego se puso unos más bonitos. Los conectó al sistema intercomunicador del helicóptero e hizo una comprobación de sonido.

Después de una lacónica conversación con el control del tráfico aéreo local, Jack puso el motor en marcha y las cosas se volvieron muy ruidosas y muy ventosas durante unos momentos. Mientras los miraba desde no muy lejos, Csongor encogió los hombros y desvió la mirada. El suelo quedó atrás. El 300 dio un brinco y empezó a ganar velocidad y altura, dirigiéndose hacia el norte.

Había algunas preguntas por hacer respecto a cómo podría Richard subir por la escala mientras empuñaba la escopeta y la pistola semiautomática (una Glock 27) que le había quitado al egipcio muerto en la base del acantilado. No era el tipo de pregunta que le dejara rascándose la cabeza todo el día, pero sí para frenarlo un poco. La Glock no tenía palanca de seguro: el seguro estaba en el gatillo. Teóricamente, no podía dispararse por accidente. Richard se la metió en el bolsillo del chaquetón y corrió la cremallera, pues no quería que el arma se cayera durante el ascenso. En algún momento de toda aquella excitación se le había caído la navaja: lo recordó cuando notó algo duro bajo la suela de la bota. Apartó el pie y recuperó la herramienta del frío y húmedo suelo, luego se puso a tensar las dos cuerdas de paracaídas que aseguraban la escopeta a la parte inferior de la escala. Una de ellas estaba atada al cañón, justo detrás de la pequeña perla de latón que servía de punto de mira del arma, y el otro alrededor de la parte más estrecha de su negra culata, cerca del seguro. Colgando del arma había un complejo de telarañas de nylon negro que su mente saturada procesó e identificó como algún tipo de arnés o cinta táctica. No tuvo tiempo para deducirlo ahora así que simplemente metió un brazo y confirmó que no iba a caerse. Entonces alzó una rodilla, extendió los brazos, y aplicó su peso a la escala.

Le pareció arriesgado en exceso, algo que nunca habría hecho si no tuviera a una camada de furiosos yihadistas armados corriendo hacia él a través del bosque. O al menos asumió que estaban haciendo eso: el estampido de la escopeta le había embotado los oídos, y no podía conseguir mucha información escuchando. La cuerda tenía un octavo de pulgada de grosor. Su fuerza, la tensión, sería suficientemente alta para que con dos hilos soportaran su peso (algo más de ciento veinte kilos) en teoría. Pero si estaba dañada, o los nudos de Zula no aguantaban…

Daba igual. Empezó a escalar. O, más bien, empezó a tirar de los peldaños hacia él. La cuerda era fina y no soportó su peso al principio. Pero después de un par de intentos los peldaños empezaron a empujar contra sus pies y contra sus dedos y notó que la cara del acantilado se movía hacia abajo. Cuando ganó unos tres metros de altura, tuvo la tentación de girar la cabeza y mirar hacia el río para juzgar el avance de los yihadistas, a quienes suponía corriendo en esa dirección desde que oyeron el disparo. Pero no pensó que le fuera a servir de nada y por eso trató de concentrarse en el ascenso. Escaló unos cuantos peldaños más y entonces se arriesgó a mirar hacia arriba. La cima del acantilado parecía descorazonadoramente lejana. Había perdido de vista a Zula. Pero entonces algo se movió allá arriba y él advirtió que la había estado mirando todo el tiempo: estaba tendida boca abajo con la cabeza apenas asomando en lo alto de la escala, perdida en el ruido visual del bosque que se alzaba sobre su cabeza. La luz brillaba en las lentes de sus gafas. Estaba mirando el terreno de más abajo, y lo que veía la ponía nerviosa.

—¡Lánzame la pistola! —gritó.

Richard se detuvo, se apoyó contra la húmeda roca de la cara del acantilado, se palpó el costado hasta que sintió la dura forma de la pistola que llevaba en el bolsillo, descorrió la cremallera, sacó el arma y la arrojó hacia arriba, extendiendo el brazo hacia fuera todo lo que pudo y poniendo todo su empeño en el lanzamiento. No quería ver el arma caer ante él un momento más tarde. El rostro de Zula se alzó mientras la seguía, y luego se puso a cuatro patas y desapareció de la vista.

Hasta el momento la gravedad había sujetado a Richard contra la cara del acantilado, que no era completamente vertical. Pero entonces llegó a una concavidad, creada por un grueso labio de roca que sobresalía levemente, quizás a unos cuatro metros por encima de él. Trepar por la escala de cuerda se hizo mucho más difícil a medida que sus pies empujaban hacia el vacío, haciendo que todo su cuerpo se inclinara hacia atrás y quedara colgando de los brazos, casi rectos. Su avance se redujo de manera considerable, y empezó a escalar con algo rayano al pánico, tan ansioso estaba por superar esa parte de la escalada y superar aquel reborde, donde imaginaba que podría quedar protegido de quien pudiera dispararle desde la base del acantilado. Sus movimientos se hicieron entrecortados y empezó a oscilar. Demasiado tarde vio que el filamento de cuerda del lado izquierdo rozaba con un afilado borde de roca que sobresalía por encima de él.

La roca estaba casi a su alcance, unos dos peldaños por encima, cuando sintió que la cuerda se rompía. La escala se convirtió en un solo filamento de cuerda de paracaídas con una serie de palos colgando. Richard osciló a la derecha y todo su cuerpo rotó sin control, haciendo que el mundo girara a su alrededor y permitiéndole ver la orilla del río abajo: matorrales agitándose salvajemente mientras los yihadistas se abrían paso entre ellos, llamando a Jabari a gritos. Más lejos pudo ver una alta figura que se subía a un enorme tronco caído para ganar altura y ver mejor lo que ocurría. Era Jones. Su mirada se dirigió al brillante chorro de sangre donde había caído Jabari, y luego ascendió por la escala de cuerda hasta que sus ojos se cruzaron con los de Richard.

Richard no era de los que retiran la mirada en un enfrentamiento, pero en este momento tenía otras preocupaciones, así que pataleó para girar, y luego siguió agitando las piernas hasta que atrapó un peldaño caído entre los tobillos, y enderezó las rodillas mientras tiraba con todas sus fuerzas con ambos brazos. Escaló mano sobre mano hasta una posición superior, alzó las rodillas, restableció su presa con los tobillos, y repitió el procedimiento.

Algo zumbó junto a él y en el mismo instante causó un brusco sonido contra la roca de la pequeña concavidad. Luego se repitió un par de veces más, y oyó las detonaciones de un arma allá abajo. No había ningún motivo racional para que esto le hiciera dejar de escalar. Al contrario. Pero no pudo evitar detenerse unos instantes.

Una serie de estampidos sonaron más cerca, sobre él. Alzó la mirada y vio una serie de destellos de luz que surgían del cañón de la Glock, justo en lo alto de la escala.

Otro impulso con las piernas, otra vez mano sobre mano, y un desesperado esfuerzo cargado de adrenalina le hizo ganar altura para aferrarse al primer peldaño sobre la rotura de la cuerda. Puso ambas manos en él, se impulsó, pataleó con desesperación, y finalmente consiguió plantar los pies contra el saliente de roca. Luego cubrió unos cuantos peldaños muy rápido.

La escala había empezado a sacudirse y a bailar como loca, y se dio cuenta de que alguien en la base del acantilado empezaba a escalarla, o bien tiraba intentando romperla. Se detuvo el tiempo suficiente para sacar la navaja y cortar la cuerda justo por debajo del peldaño donde apoyaba los pies. La escala cayó y se perdió de vista. Mirar su caída fue un error, ya que le produjo vértigo. Vio destellos de disparos abajo. Pero al mismo tiempo sacó valor del hecho de que la distancia que había entre el terreno llano, el río y donde estaba quedaba bloqueada por el denso follaje de los árboles de hoja perenne. La mayoría de los yihadistas disparaban a ciegas, o intentaban apuntarle entre las pequeñas aberturas entre las ramas, o corrían para buscar un sitio desde donde poder hacerlo.

No sería adecuado decir que un hombre de su edad y peso pudiera corretear, pero le pareció que hacía eso mismo mientras cubría los diez últimos peldaños y finalmente se lanzaba de boca contra la cima. Zula se retiró de su asidero casi al unísono y los dos corrieron unos treinta metros o más hacia el bosque, el uno al lado del otro, antes de detenerse. Como si las balas pudieran perseguirlos por encima del borde del acantilado y cazarlos a través de la espesura. Pero no podían, naturalmente. Solo Jones y sus hombres podían hacerlo. Y como Richard comprendió en el momento en que se dio cuenta, la escala les había dado una buena ventaja sobre los yihadistas.

Entonces Zula lo adelantó y dio un brusco giro y chocó contra él y rodeó su torso con sus brazos y los unió como si fueran unas enormes correas. Enterró el rostro en su pecho y empezó a sollozar. Cosa que Richard casi consideraba como su prerrogativa, ya que era ella quien lo había salvado a él; pero no iba a ponerse a discutir por eso. Todavía estaba tan aturdido por todo lo que había sucedido en los pocos minutos transcurridos desde que se alejó dando saltitos del campamento para atender a la llamada de la naturaleza, que no pudo hacer otra cosa sino quedarse allí de pie, obnubilado, y esperar el paro cardiaco que parecía inevitable. Sujetó con el hueco del codo la cabeza de Zula y la apretó firmemente contra su pecho, aguantó a pie firme, y suspiró.

Fue ella quien se recuperó primero. Richard oyó sonidos apagados y advirtió que quería hablar. Relajó su abrazo, vio que su rostro se alzaba hacia él. Un milagro. Cada vez que viera ese rostro durante el resto de su vida lo llamaría un milagro.

Ella movía los labios.

—¿Qué?

—Chet está más allá de la catarata —dijo Zula—. Está malherido.

—Mierda. Sabes que tenemos que llegar a Arroyo Prohibición y avisar a Jake.

—Si, lo sé. Por eso te lo digo.

En su tono había una especie de incipiente shock similar al de las Musas Furiosas que obligó a Dodge a no pensar siquiera en no retroceder para ayudar a Chet.

—¿Le han disparado esos cabrones? —preguntó, volviendo la cabeza hacia el lugar por donde habían venido.

—Otros cabrones distintos —dijo ella—. Pero todos parte del mismo grupo, como habrás podido suponer. Ni siquiera estoy segura de que Chet siga con vida, sinceramente —añadió—. Tenía mala pinta.

—¿Crees que podrás encontrar el camino hasta la casa de Jake desde aquí?

Eso la hizo vacilar un momento.

—¿Pretendes que nos dividamos? ¿Qué yo me adelante hasta casa de Jake mientras tú das media vuelta para ver cómo está Chet?

—Es solo una idea. Conozco un atajo. Puedo volver donde está Chet en un periquete.

—Creo que es la única forma —admitió ella, y pareció que iba a empezar a llorar de nuevo. Un tipo diferente de llanto. El último caso había sido para soltar terribles emociones acumuladas. El que venía era de tristeza por tener que apañárselas de nuevo sola tan pronto.

—Lo único es… —dijo, y se detuvo, como avergonzada por lo que había estado a punto de murmurar.

—Tengo que informar a la reunión.

—Sí.

—Tengo que contar la historia de que sobreviviste en Xiamen, que sobreviviste al infierno que habrás vivido este último par de semanas, y que continuaste sola para avisar a los demás.

—Sí —dijo ella—. Lo que significa que tienes que sobrevivir.

—Tengo que sobrevivir si tú no lo haces —la corrigió.

—Es cierto —respondió ella, como si él hubiera planteado un argumento convincente durante una reunión de negocios.

—La pega es…

—Que yo tengo que sobrevivir si tú no lo haces —dijo ella—. Pero lo harás. Lo haces siempre.

—No se sobrevive siempre —la corrigió él—. Pero lo intentaré con todas mis fuerzas, sabiendo que solo sobreviviendo tendré la dicha y el privilegio de contarle tu historia al mundo.

—No es una historia tan grande —dijo ella tímidamente.

—Chorradas. Eh, mira. Chet se está muriendo. Los putos terroristas se dirigen a casa de Jake. Tenemos que poner este plan en marcha. Aunque no sea capaz de mejorar el mundo. ¿De acuerdo?

—Sí. —Ella extendió una mano enguantada, la palma hacia fuera.

Él la recibió con la suya. Se estrecharon las manos con fuerza durante unos momentos.

—Siempre has sido para mí una especie de heroína —le dijo él.

—Tú siempre has sido mi… tío —respondió ella.

—Muy honrado.

—Nos vemos.

—Mueve el culo —dijo él—. Y recuerda, si te acercas lo suficiente y luego vacías ese cargador al aire, será suficiente para poner a Jake y sus amigos pirados en alerta roja. Porque no hace falta gran cosa.

—Anotado.

Ella le dio la espalda, y echó a andar. Después de unos pasos, empezó a correr.

—Debe de ser obvio a esta alturas —le gritó él—, pero te quiero.

Ella volvió la cabeza y le dirigió una tímida mirada por encima del hombro, luego siguió corriendo.

Chet era visible desde un kilómetro de distancia, tendido sobre una roca como un saltador al que no se le hubiera abierto el paracaídas. Un río de sangre caía por el lado de la roca. Algo colgaba de una de sus manos. Mientras Richard subía la montaña (una acción que pareció durar una eternidad) comprobó que eran unos prismáticos.

Todo ese tiempo invertido en la máquina elíptica de ejercicios daba sus frutos. Cualquier otro hombre grueso de su edad se habría desplomado muerto hacía ya mucho tiempo. No podía recordar la última vez que no jadeara y sudara.

Ya había llegado a la conclusión de que Chet estaba muerto, cuando el brazo se movió, el cuerpo se irguió, los binoculares se elevaron hacia su rostro. Richard estuvo a punto de gritar, igual que cualquiera que viese a un muerto moverse. Pero la agónica lentitud de viajar por el escarpe le dio tiempo de sobra para controlar sus emociones a medida que se acercaba.

—Eh, Chet —dijo, cuando estuvo lo bastante cerca para hacerse oír. Chet había vuelto a desplomarse y no se movía desde hacía un rato.

—Dodge. Has venido.

—Lo dices como si te sorprendiera.

—Sé que estás ocupado. Tienes un montón de cosas en la cabeza.

—Siempre hay tiempo para ti, Chet. Siempre he intentado dejar eso claro.

—Es verdad. Lo agradezco. Siempre lo he hecho.

—No hables así.

—Ah, Dodge, sabes que soy hombre muerto.

—Pero fuiste un hombre muerto antes… en el campo de maíz. ¿Recuerdas?

—No. Tenía amnesia. ¿Recuerdas?

Chet se echó a reír, y Richard le sonrió.

—Fue entonces cuando comprendí —continuó Chet—, lo de los paralelos y los meridianos. El hecho de que vivimos en un espacio curvo. Los paralelos son rectos. Los meridianos se curvan unos hacia otros y en el principio y en el final son todo uno. Cuando el Nautilus, el primer submarino nuclear, llegó al Polo Norte, transmitió un mensaje. ¿Sabes qué decía ese mensaje?

—No —mintió Richard, aunque había oído a Chet contar aquella historia un centenar de veces a los asombrados miembros de los Paladines de Septentrión.

—Latitud noventa grados norte —dijo Chet—. ¿Sabes? No pudieron especificar su longitud, porque allí todos los meridianos son uno. Estaban en todos los meridianos, y por eso no estaban en ninguno. Es una singularidad.

Richard asintió.

—Nacimiento y muerte —dijo Chet—. Los polos de la existencia humana. Somos como meridianos, todos empezamos y terminamos en el mismo lugar. Nos extendemos desde el principio y vamos por caminos separados, por mares y montañas e islas y desiertos, cada uno contando nuestra propia historia, tan diferentes como puedan serlo. Pero al final todos convergemos y nuestros finales son iguales que nuestros principios.

Richard siguió asintiendo. Temía no encontrar la voz.

—¿Te das cuenta de dónde estamos? —le preguntó Chet.

—En algún lugar bastante cerca de la frontera —consiguió decir Richard.

—No solo cerca. ¡Mira! —dijo Chet, extendiendo un brazo en una dirección, y luego volviendo la cabeza como la hoja de una cortadora de papel para señalar exactamente en la dirección opuesta. Al seguirla, Forthrast advirtió una línea de monumentos de topógrafos ampliamente espaciados que se extendía por el paisaje.

—Estamos en el paralelo cuarenta y nueve —dijo Chet—. Mis pies están en Estados Unidos de América, y mi cabeza está en Canadá —la expresión de su cara decía que eso era enormemente profundo para él, así que Richard solo asintió y trató de mantener el tipo—. Estoy cortando el camino. Sus meridianos van a terminar aquí.

—¿De qué estás hablando?

Chet señaló vagamente al norte y luego le ofreció a Richard los prismáticos. Richard los cogió, los ajustó, plantó los codos en la frontera, y enfocó al norte, hacia las pendientes del escarpe que bajaban desde la cordillera. Al observarlas a simple vista, pudo distinguir un par de figuras humanas, separadas unos treinta metros, que se abrían paso entre las rocas. Con ayuda de los prismáticos los vio claramente como hombres armados de pelo oscuro, respondiendo al estereotipo general de los yihadistas. El que iba en cabeza era fornido y llevaba una ametralladora al hombro. El de detrás era delgado y llevaba un rifle más largo cruzado a la espalda. Un francotirador.

—La retaguardia —dijo Chet—. Intentando alcanzar al grupo principal.

Se rio y tosió, una tos húmeda. Richard imaginaba perfectamente qué estaba escupiendo y evitó mirar. Chet continuó.

—Están tan concentrados en alcanzar a los otros que no se han molestado en mirar atrás.

Richard se apartó sorprendido de los prismáticos, y sus ojos cansados se esforzaron por concentrarse en Chet, que asintió, dirigiendo sugestivas miradas hacia arriba. Había escupido una fina bruma de sangre sobre su barbilla, donde había quedado prendida en la barba gris. Richard buscó de nuevo a los yihadistas y luego siguió la pendiente hasta que vio algo en movimiento. Era difícil de distinguir porque su coloración se mezclaba con el tono pardo de la roca desgastada. Se movía como una gota de glicerina que pasara de un peñasco al siguiente. Manteniendo la mirada clavada en su objetivo, alzó los prismáticos y los insertó en su línea de visión. Tras un poco de búsqueda pudo concentrarse en aquella cosa y ver claramente que se trataba de un león de las montañas que bajaba por la cordillera. Sus ojos brillaban como fósforos a la luz del sol naciente. Esos ojos estaban fijos en los dos hombres que se esforzaban por bajar la ladera.

—La leche jodida —dijo Richard. Chet se sumergió en otro arrebato de risa y tos—. Esos tipos sí que están fuera de su elemento. Esperemos que los alcance pronto.

—Ya lo hizo —respondió Chet—. Zula me dijo que ya se cargó a uno de los rezagados.

—Ja. Un comedor de hombres.

—Tienen miedo de los humanos. No los molestes, y ellos no te molestarán —dijo Chet, imitando lo que diría un ecologista mojigato. Los pumas atacaban a los humanos continuamente en esos lugares, y la obstinada negativa de los amantes de la naturaleza a aceptar el hecho de que, a los ojos de un depredador, no había ninguna distinción entre los humanos y otras formas de carne se había convertido en tema de amarga hilaridad en el bar del Schloss.

Richard percibió en esto una oportunidad.

—Bueno, mierda, Chet, eso lo resuelve todo. No puedo dejarte aquí. Ese bicho probablemente te ha olido ya.

—¿Tanto apesto?

—Ya sabes lo que quiero decir. No puedo dejarte aquí indefenso. Si los yihadistas no te pillan, lo hará el león de las montañas.

—No estoy indefenso —dijo Chet. Se abrió la chaqueta de motero para descubrir un horrible y peculiar estado de cosas. La prenda superior era una camiseta térmica, ahora empapada en sangre por un lado, y abultada, bien fuera por vendajes o por la hinchazón. Se había echado la chaqueta de cuero por encima. Pero entre esas dos capas, había sujetado un objeto grande contra su pecho: un grueso plato de metal, ligeramente convexo, atado a su cuerpo y colgando de su cuello por una loca e irregular telaraña de cuerda de paracaídas. Había palabras en cirílico grabadas en el plato.

—Dice algo así como «Este lado hacia el enemigo» —dijo Chet. Y entonces, al ver la incomprensión todavía escrita en el rostro de Richard, añadió—: Es una mina Claymore rusa.

Richard no fue capaz de decir nada durante unos instantes.

—Si ellos pueden hacerlo, yo también.

—¿Quieres decir… volarte?

—Sí.

—No te hacía de terrorista suicida.

—No es suicidio —dijo Chet—, cuando ya estás muerto.

A Richard no se le ocurrió nada que decir.

—Ahora escucha —dijo Chet—, es hora de que salgas de aquí pitando. Ya estás al alcance del tipo del rifle. Vete. Tu meridiano no ha terminado todavía, aún te falta ir al sur. Yo estoy curvándome hacia el polo. Puedo verlo ante mis ojos. Esos tipos de ahí arriba van a llegar al mismo tiempo que yo.

—Te veré allí —fue todo lo que Richard pudo decir.

—Allí te espero.

Richard abrazó a Chet, tratando de hacerlo con suavidad, pero Chet pasó un brazo por detrás de su nuca y lo atrajo con fuerza, lo suficiente para presionar la mina Claymore contra su pecho y arañar la cara de Richard con su barba ensangrentada. Entonces lo soltó. Richard se dio media vuelta y empezó a dirigirse hacia el sur. Las lágrimas nublaban su visión, y prácticamente tuvo que ponerse a cuatro patas para evitar torcerse un tobillo con las rocas desparramadas.

Sabía que Chet tenía razón en lo del alcance del rifle del francotirador, y por eso su primer instinto fue alejarse de la línea de visión y de fuego. Fue bastante fácil hacerlo debido a lo abrupto del terreno y los ocasionales macizos de árboles desesperados. Sin embargo, no podría moverse con libertad hasta que llegara a la linde del bosque, que estaba un kilómetro ladera abajo. Al subir hasta la posición de Chet, había recorrido con dificultad y gateado por el terreno roto y cubierto de peñascos, mientras diversos músculos le gritaban todo el tiempo, ya que habían sido explotados demasiado los días anteriores. Había seguido un rumbo más o menos serpenteante entre zonas de nieve derretida. Le pareció que esos campos nevados le permitirían bajar rápidamente. Sería rápido, sí, y un poco peligroso también. Pero ahora que se había despedido de Chet, sentía un pánico casi imperativo por dirigirse al sur y alertar a Jake, y tal vez volver a alcanzar a Zula en ruta. Así que retrocedió hasta el borde de una gran zona de nieve que se extendía hasta el bosque. Sus pies perdieron tracción inmediatamente. Sin embargo, en vez de permitirse caer de culo, se inclinó con cuidado hacia delante y se permitió resbalar por la pendiente sobre la suela de sus zapatos, un procedimiento conocido como deslizamiento de pie. Esencialmente, esquiaba sin esquís. Era una práctica bastante común, cuando la pendiente y las condiciones lo permitían, y su implicación en la industria del cat-esquí le había ofrecido muchas oportunidades para practicarlo. Cubrió la distancia que lo separaba de la línea de árboles en una pequeña fracción del tiempo que habría tardado en ir caminando de roca en roca. Se cayó tres veces. La última caída fue una zambullida deliberada en un banco de nieve para controlar su velocidad antes de chocar contra los árboles.

El banco de nieve era blando, y en ese momento mostraba una depresión con la forma de Richard que acunó su cuerpo cansado y maltrecho de un modo extremadamente cómodo. El frío no había empezado a calar todavía a través de sus ropas. Giró la cabeza y comprobó que los yihadistas armados no podían verlo.

Se sintió tentado de quedarse allí tumbado y dormir. Se metió un puñado de nieve en la boca, masticó y tragó. Su corazón había estado latiendo muy rápido durante el deslizamiento, y no vio nada malo en relajarse en ese lugar seguro durante unos minutos, sin prisa, dando a su cuerpo un poco de descanso, dejando que su pulso bajara a un nivel más moderado.

Cosa que no parecía estar consiguiendo. Pudo sentir un firme martilleo en el pecho y se preguntó si por fin iba a sucumbir a algún tipo de arritmia cardiaca.

Pero esto parecía ser lo contrario, pues no tenía más que ritmo. Casi mecánico en su perfección. Se llevó una mano al pecho bajo el pezón izquierdo y observó que esta sensación de latido no tenía nada que ver con su corazón.

Venía de fuera de su cuerpo.

Estaba en el aire a su alrededor.

Era un helicóptero.

Se puso en pie y salió tambaleándose al descubierto, agitando los brazos.

Desde seiscientos metros de altura, la I-90 alrededor de Coeur d’Alene parecía la típica expansión americana, aunque con más elementos boscosos que de costumbre. Al dirigirse hacia el norte, dejaron atrás algunos lagos pequeños rodeados de cabañas y casas, y de ahí pasaron a un paisaje de uso mixto compuesto por montañas bajas que se alzaban sobre llanuras horadadas por los ríos y salpicadas de lagos. Las partes más altas y empinadas de las montañas estaban cubiertas de un oscuro pelaje verde de coníferas, moteadas aquí y allá con árboles caducos cuyas hojas nuevas casi parecían verde fosforescente en comparación. En otros lugares, las montañas habían sido parceladas en solares de bordes rectos que habían sido talados, algunos recientemente, algunos hacía tanto tiempo que los había cubierto la maleza, unos con densas capas de follaje, otros con árboles sembrados en las granjas. Las llanuras eran una mezcla de granjas y ranchos, con ocasionales propiedades comerciales más pequeñas, como fábricas de madera o vendedores de equipo, cerca de la carretera. De un lugar a otro las casas se agrupaban para formar aldeas: pero parecía que la gente parecía preferir mantener las distancias con sus vecinos, así que rara vez conseguían la densidad suficiente para ser consideradas pueblos. Hasta que no llegaron a Sandpoint, veinte minutos después, no vieron un pueblo propiamente dicho, e incluso así se perdió de vista rápidamente cuando dejaron atrás las grises paredes como lápidas de su Walmart y se internaron en el terreno de granjas. Otros veinte minutos los llevaron a Vado de Bourne y entonces el piloto cambió de rumbo, dirigiéndose hacia la cordillera de montañas (las Selkirk, como las identificó) que llevaban alzándose firmemente a su izquierda desde hacía media hora o así.

Y eso fue lo que llamó la atención de Seamus, pues las montañas que entonces llenaban el parabrisas, alzándose del llano valle por encima de sus cabezas, le parecieron familiares. No porque hubiera estado allí antes: no lo había hecho. Pero había estado en cordilleras como esa por todo el mundo. Eran el tipo de montañas que les encantaba frecuentar a los insurgentes.

A los insurgentes no les interesaban las cordilleras cubiertas de nieve. La nieve impedía el movimiento e implicaba un frío atroz. «Espectacular» significaba «fácil de ver desde lejos», y a los insurgentes no les gustaba que los vieran. A los insurgentes les gustaban las cordilleras que se extendían sobre grandes zonas de territorio. Que cruzaban fronteras nacionales. Que eran lo suficientemente altas y escarpadas para desanimar a los visitantes casuales e impedir las operaciones de la policía y las fuerzas militares, pero no tanto como para carecer de la cobertura de los árboles o que fueran insoportablemente frías todo el tiempo. Muchos de los rasgos que los turistas apreciaban los insurgentes los consideraban claramente indeseables: sobre todo, la presencia de turistas. Pero Seamus podía ver a simple vista que los turistas no elegirían visitar esas montañas cuando las Rocosas estaban a unas pocas horas en coche al este y las Cataratas a la misma distancia al oeste. Esas eran montañas bajas y olvidables que no eran buenas para esquiar, repletas de senderos, en parte desforestadas de un modo que proporcionaba empleo a los lugareños pero eran consideradas antiestéticas por los turistas.

No era extraño que todos los pirados ultraderechistas acabaran aquí. No era extraño que les encantara a los contrabandistas.

Seamus se sentía extraño. No era difícil comprender por qué. Siempre se sentía así cuando recorría en helicóptero unas montañas como estas. Porque normalmente significaba entrar en combate. Tenía que recordarse continuamente que toda la adrenalina que fluía por su sistema iba a malgastarse. Y que si no se malgastaba (si realmente sucedía algo) sería muy mala cosa, ya que la gente que lo acompañaba no estaba preparada, ni física ni mentalmente, para el combate.

Asumiendo, de manera bastante razonable, que estos turistas querrían ver las montañas más altas, el piloto trazó un largo giro en un valle que tenía un hilo blanco serpenteando en el fondo: un río de aguas violentas hinchadas por el deshielo. Después de unos minutos, se desgastó en varios afluentes que desaparecían a unos cuantos kilómetros de las cimas de las Selkirk. Todas las montañas a lo largo de la cordillera en sí estaban por encima de la línea de los árboles y ofrecían una sombría perspectiva de peladas peñas y riscos que se alzaban sobre enormes escarpes rocosos donde no crecía nada más que algún extraño árbol ocasional. Quemaron un montón de carburante en poco tiempo ganando altura y remontaron un bajo collado entre picos que de repente les ofreció la vista de muchas más montañas refugio de insurgentes más allá, extendiéndose hasta el horizonte, interrumpidas solamente por un lago hacia la mitad. Volviéndose de nuevo al norte, el piloto se dirigió a la frontera, siguiendo la lenta curva de la cordillera, y dejando atrás algunos picos especialmente prominentes. Pero durante las últimas millas hasta la frontera, la cordillera perdió unos quinientos metros de altura y quedó de nuevo por debajo de la línea de los árboles. Un pico pelado sobresalía a unos cuantos kilómetros al sur de la frontera (Monte Abandono, lo llamó el piloto), pero aparte de eso, eran árboles y matorrales, parches nevados, y escarpes que se extendían hacia el norte hasta internarse en Canadá. A lo lejos, las Selkirk aumentaban de altura y se convertían en una cordillera realmente magnífica, pero eso era en Columbia Británica, donde, claramente, todo era mejor y más grande.

Seamus, sin embargo, solo tenía ojos para los oscuros valles que asomaban entre la maleza abajo. Era un terreno completamente agreste. Unos cuantos caminos antiguos serpenteaban por él, conectando con minas o campamentos madereros dispersos. Pero era lo más salvaje y más a salvo de los humanos que podría esperarse ver en el país. Y cuando el piloto, respondiendo a las indicaciones de Seamus, redujo la velocidad y descendió, esos valles empezaron a adquirir un mareante tono tridimensional que no había advertido desde arriba. Como si acabara de ponerse un par de gafas 3D en un cine, vio la profundidad de las gargantas y comprendió lo empinado que era el terreno. La furia de los ríos contaba la misma historia.

—¿Qué le gustaría ver? —le preguntó el piloto. Llevaban allí un par de minutos, admirando una cascada que parecía una joya engarzada en una profunda cuenca neblinosa.

Seamus estaba buscando senderos. El rastro de insurgentes serpenteando por los caminos secretos del bosque.

—La frontera —respondió.

—La está mirando —dijo el piloto, señalando hacia el norte—. No quiero cruzarla, pero le llevaré justo hasta allí si quiere.

—Claro.

Sobrevolaron una ladera parcialmente poblada de árboles que se alzaba de la cascada hacia una llanura irregular de peñascos y campos nevados y árboles apilados. Más allá se alzaba un escarpe mucho más ancho y alto que, según el piloto, estaba a un par de kilómetros de la frontera y corría más o menos en paralelo a ella. La pared de roca que se elevaba a partir de allí estaba horadada en un lugar por una abertura hecha por el hombre, evidentemente la galería de una antigua mina.

—Alguien ha pintado la roca —observó Yuxia.

—¿Dónde? —preguntó Seamus.

—Justo debajo.

Seamus había estado mirando en horizontal y hacia el norte, pero entonces miró hacia abajo y vio que Yuxia tenía razón. Lo que había identificado, unos momentos antes, como un árbol retorcido, las ramas cubiertas de brillantes retoños verdes de hojas nuevas, resultó ser, al examinarlo con atención, un garabato de pintura de spray verde en una roca. Como grafitis. Pero era imposible encontrarle sentido.

Pudo ver ahora el leve trazo de un rastro, que conducía hasta el grafiti desde el norte, viniendo desde la dirección aproximada de aquel viejo túnel minero. En el escarpe era casi imperceptible, pero de un lugar a otro vio mechones de basura reciente, y en un lugar quedó perfectamente claro que alguien se había deslizado por la nieve, dejando dos surcos paralelos, aún nítidos en los bordes, sin difuminar todavía por la exposición de un día, ni siquiera unas horas, al calor del sol.

Siguió el surco hacia arriba y le sorprendió ver, a cierta distancia, a un muerto tendido sobre una roca.

—La leche —dijo el piloto, viéndolo también.

—Echémosle un vistazo —dijo Seamus, sintiendo de nuevo aquella extraña sensación: la adrenalina volviendo a su sistema. El helicóptero enfiló hacia abajo y aceleró rumbo al norte.

Pasaban sobre aquel surco en la nieve cuando Yuxia dejó escapar un jadeo que fue casi un grito.

—¡Nos está haciendo señas! —exclamó.

—¿Quién nos está haciendo señas? —replicó Seamus, escéptico, pues el hombre del peñasco claramente no hacía seña ninguna, y era el único hombre que podía ver.

—Creo que es el tío de Zula —respondió Yuxia—. Lo vi en Wikipedia.

Un fuerte estampido sonó sobre ellos. Luego dos más.

—¿Qué demonios? —dijo el piloto en medio del extraño silencio que se produjo entonces. El silencio, en general, era mala cosa en un helicóptero.

—Nos están disparando —dijo Seamus. Había oído ruidos similares antes. En general, los helicópteros militares soportaban un poco mejor que aquel el tratamiento—. Han alcanzado el motor. Nos caemos.

Se dio media vuelta para que Yuxia pudiera verle la cara, abrió la boca, se metió el folleto de la compañía de helicópteros, y mordió con fuerza, manteniendo los labios retirados de una forma tan grotesca que ella pudo ver las mandíbulas apretadas.

Mirándolo fijamente, ella extendió una mano, mordió el extremo de su guante de camuflaje, y sacó la mano.

—Prepárense para el impacto —dijo el piloto. Pero a mitad de la frase Seamus dejo de oír su voz por los cascos, porque otra bala parecía haberse alojado en mitad del panel de instrumentos y se había cargado el sistema eléctrico.

El piloto, había que reconocerlo, sabía qué hacer: manipuló los controles para hacer que el helicóptero girara solo, convirtiendo parte de la energía de su caída en un giro pasivo de las aspas que rompió marginalmente el descenso. Eso, y el hecho de que aterrizaron en ángulo en el campo de nieve, los salvó. Incluso así, el impacto fue tan brusco que Seamus sintió los dientes rechinar. Como estaba mordiendo el folleto, no entrechocaron y no se arrancó la lengua. Esperó que hubiera sucedido lo mismo con los demás.

El helicóptero plantó el morro en la nieve y empezó a patinar pendiente abajo como un gran tobogán fuera de control. Directamente delante de ellos había árboles. Y de pie delante de los árboles estaba, tal como le había dicho Yuxia, Richard Forthrast. Alias Dodge.

Él esquivó.

Los árboles no.

Los diez o quince segundos transcurridos entre la aparición del helicóptero en el cielo y su parada en los árboles, a solo unos metros de donde se había arrojado al suelo, provocó en Richard una cadena continua de sensaciones nunca experimentadas antes que, en circunstancias normales, se habría pasado semanas examinando para hallarles sentido. Había algo en la mente moderna que no paraba de decir «Si lo hubiera grabado en vídeo» o «¡Esto será una entrada cojonuda en mi blog!». Aparte de eso, quería poder quedarse allí tumbado unos instantes preguntándose si eso había sucedido de verdad.

Había gente moviéndose tras el parabrisas agrietado y descascarillado. Al mirarlo le pareció que eran dos personas. Al pensárselo mejor, tres: había una persona pequeña, una mujer, en el asiento trasero. El piloto parecía semiinconsciente o al menos incapaz de moverse. El pasajero que tenía al lado era un hombre larguirucho con pelo rojizo y barba, y se meneaba como una araña en una bañera, intentando liberarse de varias correas mientras era fustigado por la persona del asiento trasero, que no podía salir hasta que él lo hiciera. Y ella (la voz, hablando en lo que suponía que era chino, era claramente de mujer) quería salir de allí con todas sus fuerzas. El hombre iba vestido de la cabeza a los pies con ropa de camuflaje, lo que sugería que había volado hasta allí para ir de caza. Era la estación equivocada, pero tal vez era un furtivo que había llegado a esa zona específicamente para escapar de los montaraces.

Richard miró ladera arriba, solo para ver si el yihadista del rifle había aparecido a la vista ya. O no lo había hecho, o tenía cuidado de no ser visto. De todas formas, quedaría a la vista muy pronto, y Richard quiso avisar a los recién llegados del hecho y sacarlos del helicóptero. Se puso en pie tambaleándose y se abrió paso entre la nieve y los matorrales para dirigirse al costado derecho del aparato caído… solo para ser saludado por el cañón de una pistola semiautomática, que había aparecido como por arte de magia en la mano derecha del pasajero y le apuntaba directamente.

—De acuerdo —dijo Richard, mostrando las manos—. Si yo hubiera pasado por eso, también estaría un poco nervioso.

—No es por eso —dijo el pasajero—. Es la Mossberg 500 que lleva colgando —señaló el arma, que pendía del hombro de Richard.

—Muy justo —concedió Richard.

—Usted es Richard Forthrast —dijo el pasajero, y bajó la pistola. Entonces lo distrajo una serie de feroces patadas dirigidas contra el respaldo de su asiento.

—¿Jugador de T’Rain? —preguntó Dodge.

—Sí, la verdad es que sí. Pero esto no es solo un encuentro casual. Tenemos información sobre su sobrina. O más bien la tiene ella —señaló hacia atrás con la cabeza—. No he llegado a conocerla, pero he oído decir que es buena chica.

—Acabo de verla hace una hora.

Las patadas y sacudidas cesaron. Una cara se asomó tras el asiento.

—¿Está viva? —preguntó la joven asiática.

Salir del helicóptero requirió emplear la navaja, ya que partes del panel de instrumentos habían quedado aplastadas hacia arriba, y había afilados bordes de metal que se enganchaban en los cinturones de seguridad y la ropa de camuflaje. Pero al final el hombre, que dijo llamarse Seamus, y la mujer, Yuxia, lograron salir y se dirigieron al otro lado para examinar al piloto. Estaba despierto ahora. Richard, condicionado por una larga exposición a Hollywood, se preguntaba cuándo iba a estallar en llamas el helicóptero, pero a medida que fue pasando el tiempo eso pareció menos y menos probable. El tanque de combustible no tenía pérdidas, y no había ninguna fuente de ignición que Richard pudiera ver.

El piloto informó, con bastante calma, que todas las partes de su cuerpo de ombligo para abajo parecían haberse quedado dormidas. No en el sentido de tenerlas completamente entumecidas, pues podía moverlas y notaba sensaciones, sino en el sentido de que hormigueaban como locas. Su columna dorsal, obviamente, había quedado afectada por la fuerza del impacto y tal vez sufría algún daño en las vértebras que interfería con su médula espinal. No estaba paralizado. Pero podría estarlo si intentaban moverlo como si fueran «un puñado de buenazos con mierda por cerebro», como lo expresó Seamus.

Yuxia y Seamus parecían haber salido del choque con pocos traumas aparte de un montón de golpes que los dejarían al día siguiente entumecidos y magullados. La adrenalina parecía estar haciéndose cargo del resto. Eso, y, en el caso de Yuxia, lo que parecía un serio subidón de endorfinas generado por saber que Zula estaba viva… o que al menos lo estaba hacía una hora. Mientras Seamus interrogaba al piloto y trataba de decidir qué hacer, Yuxia se concentró en Richard.

—Su sobrina le admira mucho.

—Acabo de descubrir quién eres —dijo Richard—. Escribió sobre ti en una toalla de papel.

Una vez que decidió que el helicóptero no iba a explotar, y teniendo en cuenta el hecho de que para entonces tenían dos armas de fuego, había empezado a sentirse bastante optimista, como si todo hubiera acabado ya, a falta de rodear a los malos y comprarle a la gente billetes de avión para regresar a casa.

—¿Hay más en camino? —le preguntó a Seamus.

—¿Más qué? ¿De qué está hablando?

—De… ¿refuerzos?

—Estamos solos —dijo Seamus.

—Pero sabían que yo estaba aquí… que los yihadistas estaban aquí.

—Si hubiéramos sabido que estaban aquí, habríamos aparecido con toda la puñetera Guardia Nacional de Idaho. Y al llegar, no nos habríamos parado en un sitio donde un gilipollas con un rifle pudiera abatirnos.

Richard tan solo se le quedó mirando.

—Hago esto por mi cuenta —dijo Seamus—. Compruebo una hipótesis. Nadie más me cree. Solo tenía vagas sospechas de que Jones podría haber venido aquí hasta que las balas empezaron a atravesar nuestro motor.

—¿Pudieron mandar una señal de auxilio o…? —entonces Richard se calló la boca al darse cuenta de que estaba quedando como un tonto. Había visto el tiroteo. No habían tenido tiempo de enviar ningún mensaje—. Vale, pero en algún momento alguien se dará cuenta de que el helicóptero no ha vuelto.

—Es una empresa de un solo hombre. Podrían tardar horas. Para entonces, todo habrá acabado.

—¿Qué habrá acabado?

—Lo que vaya a pasar ahora —dijo Seamus—. ¿Dónde demonios está Jones, por cierto?

—Los tipos que los acaban de abatir son la retaguardia. Jones está más al sur. Le mostraré el camino. Pero primero le sugiero que pensemos en los que nos están disparando.

Mientras Richard hablaba, los ojos de Seamus se dirigieron hacia donde estaban más o menos los malos en cuestión. Entonces captó alto.

—Parece que hay alguien más tratando ese tema —señaló—. Muertos en pie.

El trayecto hacia la frontera había implicado varios acontecimientos que Ershut podría haber considerado decepciones, penurias, y contratiempos si hubiera crecido en una decadente democracia occidental. Lo único que le había perturbado de verdad fue lo que le había sucedido al pobre Sayed. Un largo rastro ensangrentado a través del bosque conducía a un pequeño árbol donde habían arrastrado el cuerpo de Sayed para dejarlo a tres metros del suelo en un hueco entre dos ramas. Tenía la cabeza inclinada hacia delante, la nariz apretada contra el pecho, ya que toda la estructura había sido eliminada de la parte trasera de su cuello. En su abdomen habían abierto un agujero y le habían sacado el hígado. La misma extrañeza del espectáculo lo había dejado mucho más preocupado que el cuerpo de Zakir, que había expirado de un modo enormemente sangriento pero mucho más convencional.

Desde allí, habían vuelto al campamento, permaneciendo siempre en el sendero para impedir que el hombre de la motocicleta se diera media vuelta y escapara hacia el valle. Ershut y Jahandar se habían turnado: uno vigilaba el sendero para que el otro pudiera subir al campamento a recoger todas las cosas que necesitarían para la fase final del viaje. Luego recorrieron el valle, siguiendo la pista de la motocicleta, salpicada con ocasionales gotas de sangre. Esto fue fuente de gran satisfacción para Jahandar, que estaba convencido de que había alcanzado al motorista.

El viaje a través de la cordillera no fue bien, ya que el camino a través de los túneles había quedado cortado por un candado de moto en la verja, y los intentos de Jahandar por abrirlo a tiros no habían servido de nada. Pero solo un infiel blando y corrupto imaginaría que esto sería obstáculo para hombres como Ershut y Jahandar. Se retiraron de la mina y simplemente subieron a lo alto del monte, acamparon cerca de la cima, donde podían ver claramente en todas direcciones, y luego se dirigieron al sur en cuanto hubo luz. Ershut había dormido mal, recordando a Sayed en aquel árbol, y preguntándose quién o qué había cometido esa atrocidad. Ershut era fornido y anormalmente fuerte, y sin embargo dudaba de ser capaz de cargar con la carga flácida de Sayed hasta lo alto del árbol que carecía de convenientes ramas laterales. Su corteza estaba marcada con profundos surcos hechos por cuatro garras paralelas, lo que hizo que Ershut pensara que era obra de un depredador que había subido a su presa al árbol para mantenerla fuera del alcance de los chacales o las bestias similares que pudieran habitar estas montañas. Jahandar desdeñó esa teoría. Estaba convencido de que era obra de un humano que intentaba asustarlos mutilando el cuerpo de Sayed y dejándolo allá arriba para que no pudieran dejar de advertirlo.

En cualquier caso, habían dormido poco y mantenido las armas cerca. Durante su guardia, Ershut estuvo convencido de que sentía algo acechando alrededor del campamento, y una vez, al hacer un barrido con la linterna a su alrededor, estuvo seguro de haber visto, durante una fracción de segundo, un par de brillantes ojos resplandeciendo en la oscuridad. Pero cuando volvió a enfocar con la linterna, ya habían desaparecido.

Habría tenido sentido, entonces, no descuidar la retaguardia mientras bajaban por el risco con las primeras luces de la mañana. Pero dos cosas les hicieron fijar su atención hacia delante. Una, una andanada de disparos que resonó en las paredes de todo el valle poco después de que reiniciaran la marcha. Y dos, un hombre acechando en un peñasco bajo ellos, ocasionalmente visible durante unos momentos cuando despertó y escrutó la cima con sus prismáticos. Jahandar le apuntaba de vez en cuando con la mira telescópica del rifle e informaba de que no parecía armado. Estaba borracho o impedido, y permanecía tendido durante largos periodos de tiempo y luego se movía de manera inestable. Jahandar podría haberse apostado en un buen asidero y esperado a tenerlo bien a tiro y deshacerse de él antes de terminar de acercarse, pero el hombre parecía tan indefenso que no vio motivos para hacerlo. Tal vez podrían sonsacarle información cuando descendieran a su altura.

La discusión, de todas formas, fue interrumpida por la llegada de un helicóptero y todo lo que sucedió después de que Jahandar le disparara. Para gran frustración de ambos, se perdió de vista, y no les fue posible ver si alguien había sobrevivido para poder dispararles. Primero tendrían que bajar un buen trecho. Empezaron a hacerlo lo más rápido que pudieron, desprendiéndose de las mochilas para poder tener más libertad de movimientos y saltando de roca en roca, resbalando ocasionalmente en las pequeñas avalanchas que causaban en las zonas empinadas de rocas de grano más fino. Su plan era que Jahandar se quedara atrás y tratara de encontrar un emplazamiento donde poder cubrir el helicóptero caído; Ershut, que llevaba una pistola ametralladora que sería efectiva solo desde mucho más cerca, descendería hasta encontrar un lugar donde poder disparar desde otra dirección. Cuando Ershut abriera fuego, los supervivientes (suponiendo, una vez más, que hubiera alguno) buscarían un sitio donde ponerse a cubierto, escondiéndose detrás de árboles o rocas, y Jahandar podría abatirlos desde su escondite en las rocas. Era difícil juzgar la dirección de la que llegaban los disparos de un francotirador, así que era probable que todos estuvieran muertos mucho antes de poder descubrir dónde estaba Jahandar, o incluso de poder comprender que les disparaban desde otra dirección.

Tan concentrado estaba Ershut en llevar a cabo su parte del plan que se olvidó del extraño merodeador de los prismáticos hasta que llegó cerca del peñasco manchado de sangre donde estaba el hombre. Pero ya no estaba aquí. Lo que desde arriba parecía una sola roca era en realidad un macizo de piedra que se había desgajado en varios grandes trozos en la pendiente, formando un pequeño rastro de escombros. Ershut lo consideró un lugar conveniente para bajar la ladera sin exponerse a ser visto desde abajo, y se dirigió hacia allí.

Y fue entonces cuando se dio cuenta de que el hombre de la ropa de cuero negro no había bajado a investigar la caída del helicóptero sino que estaba simplemente oculto en el espacio entre dos peñascos. El hombre salió cuando Ershut se acercó, alzando las manos por encima de la cabeza para demostrar que iba desarmado.

Tenía un aspecto casi más horrible que el de Sayed. Pues Sayed, al menos, estaba muerto, y por tanto en reposo. No había que preocuparse de que bajara de su árbol y avanzara hacia ellos. Pero este hombre se tambaleaba hacia Ershut con una enorme sonrisa en la cara. Tenía todo un lado cubierto de sangre, y su piel habría parecido blanca si Ershut no lo hubiera visto contra un fondo de nieve: ahora su carne parecía gris.

El hombre estaba diciendo algo en inglés, que Ershut apenas hablaba. Mientras hablaba, avanzó tambaleándose, paso a paso, cerrando la distancia entre ambos. A Ershut no le preocupó especialmente ya que el hombre estaba todavía a unos cuantos metros de distancia, y seguía con las manos en alto, y él le estaba apuntando con la pistola ametralladora. No obstante, deseó que el hombre se detuviera, más que nada porque había algo perturbador en su color y la expresión de su cara y la manera en que hablaba.

Ershut miró ladera abajo, intentando ver el helicóptero siniestrado. Pudo ver las puntas dobladas de las aspas colgando más allá de la larga marca de patines en la nieve. Había gente moviéndose allá abajo, mirándolo.

El hombre gris dijo algo sobre América.

Ershut alzó la mirada y vio que el hombre gris sujetaba, en una mano, el extremo de una cuerda que desaparecía en la manga de su chaqueta de motero. Estiró el brazo, tirando de la cuerda.

Menos mal que a Olivia le gustaba mirar a Sokolov, porque sus reacciones le habían dado un montón de cosas que disfrutar desde que llegaron a la cabaña de Jake. Claramente, Sokolov no había imaginado nunca que hubiera gente así en el mundo, viviendo en mitad de ninguna parte, desconectados voluntariamente de la red, rodeados de armas, y viviendo cada día como si pudiera ser el último de la civilización. Durante el viaje en bicicleta desde Vado de Bourne, ella había tratado de explicarle dónde iban a meterse. Sokolov había asentido ocasionalmente e incluso la había mirado a la cara de vez en cuando. Sin embargo, ella sintió que lo hacía solo para ser amable. No lo creyó realmente hasta que vio a una mujer con un traje largo y anticuado con una pistolera atada al corpiño con una pistola semiautomática y dos cargadores extra. A partir de entonces, su reacción a todo fue de fascinación y diversión. Al advertirlo, y decidiendo interpretarlo de un modo favorable, Jake le llevó a hacer un rápido recorrido por el lugar, mostrándole el sistema purificador de agua, el banco para recargar munición, los depósitos de comida y antibióticos y filtros de máscaras antigás, y el refugio (un búnker de hormigón reforzado) a dos metros bajo tierra en el patio trasero. Sokolov observó a Jake con atención, y Olivia observó a Sokolov, y John, el hermano mayor, caminando unos pasos tras ellos con sus piernas artificiales, observaba a Olivia observar a Sokolov, y ocasionalmente compartía con ella una mirada de inteligencia. Sokolov empezó a advertir estos intercambios de miradas y a compartirlas, por eso para cuando entraron en la cabaña, se sentaron a la mesa, se cogieron de las manos para dar las gracias, y se lanzaron a una sencilla pero generosa y nutritiva comida equilibrada, todos parecían haber llegado a una comprensión sin palabras. Jake era un verdadero creyente. Elizabeth aún más. Pero Jake comprendía que no todo el mundo veía el mundo como él, ni siquiera sus propios hermanos, con quienes sin embargo estaba muy unido. Eso no le preocupaba especialmente. De hecho, era incluso capaz de bromear sobre sí mismo y hacer comparaciones humorísticas entre esta parte del mundo y Afganistán. John, por su parte, parecía haber desarrollado la habilidad de cerrar los oídos cada vez que Jake empezaba a hablar de lo que él consideraba tonterías. Si Jake necesitaba cambiar el aceite de su generador o tirar un cable a través de una pared para conectar un nuevo aparato eléctrico, entonces John estaba allí a su lado, ayudándole a hacerlo. Y tenía tiempo y paciencia ilimitados para los hijos de Jake, que lo querían muchísimo. Olivia sospechaba que John estaba haciendo un esfuerzo consciente para decirles a los chicos, sin decir nada explícitamente, que si, cuando crecieran, decidían que querían volver a unirse a la civilización que sus padres consideraban completamente corrupta y condenada, siempre serían bienvenidos en su casa.

En cualquier caso, la habilidad de John para relacionarse fácilmente con estas personas sin creer en nada de lo que ellos creían proporcionaba una especie de plantilla que Olivia podría utilizar para mantener relaciones cordiales e incluso cálidas con ellos durante la noche y hasta el desayuno del día siguiente. Porque en la mayoría de sus interacciones sociales eran como cualquier otra familia básicamente feliz y estable.

Olivia ofreció una vaga explicación de por qué Sokolov y ella estaban aquí. En cualquier otra parte, no habría salido muy bien. Pero Jake, que no respetaba fronteras ni leyes, accedió rápidamente a mostrarles el camino a la frontera canadiense por la mañana. Los primeros kilómetros, explicó, podrían ser peliagudos, aunque tuvieran un GPS. De hecho, el GPS podía ser más problemático ya que los induciría a seguir direcciones que resultarían callejones sin salida. Siendo un hombre que disfrutaba de la montaña, estaba más que contento de guiarlos hasta un lugar en la falda de Monte Abandono desde donde podrían ver el camino hasta la frontera. Podrían hacerlo en gran parte con sus bicicletas de montaña. En algunos sitios tendrían que llevarlas a cuestas, lo que sería tedioso, pero les compensaría luego cuando cruzaran la frontera y atravesaran la antigua mina y se encontraran en un bonito y cuidado sendero que llevaba hasta Elphinstone.

—A pie son tres días de caminata —dijo—. Con las bicis, podrán tomarse el café en Elphinstone esta noche.

Jake tenía una recia y poco espectacular bici de montaña propia. Así que por la mañana, después de levantarse, ducharse, tomar un enorme desayuno a base de tortitas y empaquetar sus cosas, partieron en una caravana de cuatro: Olivia, Sokolov y Jake en sus bicicletas, y John siguiéndolos en un quad. El quad llevó el equipaje al principio, y consiguieron viajar rápidamente durante las primeras horas mientras recorrían un sendero que los sacó del valle de Arroyo Prohibición. El sendero terminó cuando llegaron a la linde de los árboles. Jake empezó a guiarlos a lo largo de una ruta circular y, como había advertido, completamente poco clara sobre un terreno que rápidamente se convirtió casi en impracticable. Pronto tuvieron que atravesar un largo y empinado escarpe infranqueable por cualquier vehículo de ruedas, y en ese punto John desconectó el motor del quad y los ayudó a cargar las cosas en las mochilas. John apagó entonces el motor, se acomodó en el sillín, y disfrutó de un aperitivo mientras Jake guiaba a Olivia y Sokolov por el paso, a veces empujando las bicis, otras cargando con ellas, pero nunca montándolas. Se dirigían a una peña de granito de color crema que se extendía hacia el oeste desde la cima de Monte Abandono. A unos trescientos metros bajo ellos, al socaire de aquella peña, estaban los restos de lo que Olivia consideró una mina abandonada: un camino, algunas viejas barracas devastadas por el clima, camionetas oxidadas y equipo abandonado. Ahora comprendió la advertencia de Jake: si hubieran tenido GPS, probablemente se habrían dirigido hacia allí. Pero la carretera que surgía de ese sitio iba en dirección opuesta y los desviaría varios kilómetros. La única forma de pasar era ese arduo recorrido por la ladera. La peña parecía cerrarles el camino, y Olivia se preguntó cómo lograrían franquearla, pero Jake le aseguró que no era tan impresionante como parecía. Y en efecto, cuando se fueron acercando, Olivia pudo distinguir una serie de rampas y salientes naturales que parecían poder proporcionarles mucho mejor agarre que las rocas sueltas del terreno. Vista desde lejos, el escorzo de la peña daba la impresión de ser un acantilado muy empinado, casi vertical. Pero a medida que se acercaban, percibió que era un efecto visual y que la pendiente era bastante manejable.

Aquella agradable perspectiva solo hizo que el viaje hasta allí pareciera mucho más largo. Pero a su debido tiempo llegaron a un lugar donde por fin se hallaron en terreno duro y razonablemente recto. Olivia era partidaria de detenerse a tomar un bocado, pero Jake la convenció para que subieran a la peña. Lo hicieron con facilidad, incluso montados en las bicis durante parte del camino, y finalmente alcanzaron la meseta del gran macizo, desde donde pudieron ver el sendero que habían seguido y ver a John todavía sentado en el quad rojo a unos tres kilómetros más abajo. Además de disfrutar de una vista del norte que antes no podían ver.

A varios kilómetros el camino quedaba cortado por una alta cordillera que se extendía aproximadamente de este a oeste que Jake les aseguró era el norte de la frontera. Muy por debajo de ellos, y un poco más cerca, había una oscura mancha verde en el terreno que producía un rugido ensordecedor, envuelta parcialmente en humedad. Jake dijo que eran las Cataratas Americanas, y, como el nombre implicaba, estaba justo al sur de la frontera. Entre esos dos puntos de referencia, y usando una brújula, era fácil imaginar la línea este-oeste del paralelo cuarenta y nueve que corría entre ellos.

Todo lo que tenían que hacer era llegar hasta allí; y eso, dijo Jake, era seguir recto desde donde se encontraban. Había impreso algunos mapas de la zona y añadido anotaciones a mano mostrándoles hitos útiles y diciéndoles cuáles tenían que evitar.

En otras palabras, aquí era donde se separaban. Olivia le dio las gracias, e incluso lo abrazó, esperando no estar traspasando ningún límite religioso/moral al hacerlo. Sokolov le estrechó la mano y le dio las gracias con amabilidad pero, según le pareció a ella, un poco fríamente. Más tarde, tal vez, ella podría averiguar lo que pensaba realmente de Jake y su gente. Pero tal vez estaba malinterpretando la situación: tal vez la frialdad del ruso, su evidente prisa por acabar con las cortesías era solo su forma de concentrarse en la misión (probablemente lo consideraba una misión) que le ocupaba, salir de este país y decidir qué iba a ocurrir luego. Y para un hombre en ese estado mental, poder asomarse y ver una frontera engendraba una poderosa urgencia por ponerse en marcha y dejarla atrás.

Así que Jake se dio media vuelta y bajó con su bicicleta por el lado de la peña hasta un lugar donde se hacía claramente peligrosa y luego se bajó de ella y reemprendió la ardua caminata por el escarpe. Olivia, que alguna vez había sentido un leve resentimiento cuando había tenido que llevar a algún amigo a Heathrow, se sintió avergonzada en comparación.

Pero estaba con un hombre que tenía poco tiempo o paciencia para esas reflexiones, así que se pusieron en camino en cuanto pudieron tomar unos tragos de agua y terminar sus barritas de chocolate. La cara norte de la peña era distinta a la que acababan de escalar, pues era más llana, más suave, y al principio fue más fácil moverse en ella. Empujaban y a veces llevaban las bicis a cuestas, abriéndose paso entre enormes peñascos desgastados, dirigiéndose a una zona del escarpe que los llevaría hasta los árboles que asomaban a un par de metros más abajo.

Olivia llevaba unos instantes escuchando un tenue whacka-whacka-whacka.

—Un helicóptero —dijo Sokolov, y se retiró a la sombra de un peñasco, indicando con la mirada a Olivia que hiciera lo mismo. Tendieron las bicicletas de lado y se agacharon.

Un minuto más tarde, un pequeño helicóptero, moviéndose pausadamente, cruzó el ancho valle al oeste, dirigiéndose al norte. Redujo velocidad y descendió al acercarse a las cataratas y permaneció allí un par de minutos. Entonces su cola se elevó y empezó a dirigirse hacia el norte.

—¿Crees que nos estarán buscando? —preguntó Olivia—. No son policías.

Sokolov parecía haber estado haciéndose la misma pregunta. Se encogió de hombros.

—No es como yo lo haría —dijo—. Pero alguien está buscando algo. Es mejor que no nos vean.

—Dentro de unos minutos llegaremos a los árboles —señaló ella, indicando una anotación en el mapa de Jake.

—Entonces vayamos hacia allí mientras están mirando otra cosa —sugirió Sokolov, y se puso en pie y recogió su bicicleta.

El helicóptero, que volaba ahora bastante cerca del suelo, había desaparecido de la vista entre las convulsiones de los picos y valles. Sokolov fijó un ritmo que Olivia apenas pudo seguir. Él era demasiado caballeroso para dejarla demasiado atrás, pero ella no quería hacer que se detuviera y la esperara más de lo estrictamente necesario. Pronto salieron del pedregal y empezaron a abrirse paso pendiente abajo hacia los árboles.

El camino era traicionero y exigía toda su atención. Así que estuvo a punto de chocar contra él. Sokolov se había detenido en seco y alzaba una mano exigiendo silencio.

—¿Qué? —preguntó ella. Había girado a la izquierda para evitar la colisión y ahora estaba casi a su nivel.

—Disparos, tal vez.

Permanecieron en absoluto silencio durante un minuto, luego dos, luego tres. Finalmente Sokolov empezó a respirar más profundamente y a mostrar interés en las cosas que los rodeaban. Pegó el culo al sillín de su bici, puso un pie en un pedal, y miró la pendiente. Preguntándose si podría bajarla sobre ruedas. Olivia rezó para que no lo hiciera.

—Es interesante que ya no se oiga el helicóptero —señaló él.

—Quizás hayan aterrizado.

—Entonces las aspas seguirían moviéndose.

Su frase quedó recalcada por una brusca explosión impresionantemente fuerte a pesar de que se produjo a gran distancia. Los ecos continuaron repitiéndose, reflejándose en diversas laderas, durante lo que pareció ser un minuto entero.

Sokolov miró a Olivia a los ojos. Vio la incertidumbre en su rostro. Leyó su mente, tal vez, mientras ella se preparaba para lanzar la teoría de que era una gran rama de árbol rompiéndose, o un cartucho de dinamita que estallaba en una operación minera.

—Artillería —dijo Sokolov.

—¿Cómo?

—Estamos en una especie de guerra.

Y al ver la expresión de incomprensión o incredulidad en su rostro, añadió:

—Jones está aquí.

Seamus no tenía línea directa de visión con lo que sucedió abajo, pero sus ojos vieron una especie de cometa de sangre brotando hacia arriba un momento antes de que sus oídos se taponaran. El cometa se expandió y se deshizo en un banco de bruma rosa que, afortunadamente, fue desviada hacia otra dirección por la leve brisa que llegaba del valle.

Yuxia estaba junto al helicóptero, donde bromeaba con el piloto, tratando de distraerlo de sus preocupaciones. Se llevó demasiado tarde las manos a los oídos y estaba allí de pie con la boca abierta, mirando alrededor llena de incertidumbre. Richard Forthrast pareció dominado por un momento de tristeza y se sentó en el suelo y se abrazó las rodillas, mirando sin ver en la dirección general de la explosión. Seamus advirtió con interés y aprobación que, aunque Richard estaba semidesplomado en el suelo, había tenido la precaución de colgarse la escopeta al hombro, asegurándose de que el cañón no se clavaba en el suelo y se llenaba de nieve.

—¿Le importa informarme? —preguntó Seamus, cuando consideró que tenía alguna posibilidad de poder oír la respuesta.

—Eso ha sido mi amigo Chet —respondió Richard.

—¿El herido de la roca?

Richard asintió.

—Tenía una mina Claymore atada al pecho. Iba a usarla contra esos tipos si tenía una oportunidad.

—Bueno, parece que la oportunidad se ha presentado —dijo Seamus. No era precisamente un comentario sensible. Los ojos de Richard se dirigieron rápidamente hacia su rostro, buscando signos de socarronería. Pero Seamus lo había dicho en serio. Richard desvió la mirada y observó la ladera.

—La cuestión es a cuántos se ha llevado por delante.

—¿Eran dos yihadistas?

—Y un puma comedor de hombres.

Ahora le tocó a Seamus el turno de mirar a Richard en busca de signos de sarcasmo. Pero Richard hablaba completamente en serio.

—Si los yihadistas tuvieran una pizca de sentido común —dijo Seamus—, no estarían juntos. Será mejor que asumamos que al menos uno de ellos sigue vivo. Y es más seguro suponer que es el francotirador.

—Y nosotros aquí con una escopeta y una pistola —señaló Richard.

—¿Qué munición usa eso? ¿Plomillos o…?

—Postas —dijo Richard—. Quedan cuatro.

—¿Qué significan esas palabras? —preguntó Yuxia.

—Todas las armas que tenemos solo sirven para disparar de cerca —explicó Richard—. Ahí arriba pensamos que hay un hombre que puede alcanzarnos desde lejos.

Seamus reflexionó.

—Si su entrada en la Wikipedia no se equivoca, sabe usted salir de aquí.

—Esa parte sí es verdad —dijo Richard.

—Si nos vamos los tres, sucederá lo siguiente —aclaró Seamus—. El francotirador bajará aquí y…

Asintió hacia el helicóptero y se pasó el pulgar por la garganta, indicando el destino probable del piloto lisiado.

—Luego nos localizará en el valle y nos abatirá uno a uno. Así que eso no es lo que vamos a hacer.

—¿Quién demonios es usted? —le preguntó Richard.

—Un hombre en su elemento. Esto es lo que vamos a hacer: Ustedes dos, Richard y Yuxia, van a salir de aquí para intentar encontrar el camino para ponerse a salvo. Si el francotirador baja aquí, lo mataré. Si los sigue, lo seguiré. Eso será bueno para el piloto —señaló el helicóptero—, porque tiene suficientes ropas de abrigo y agua y demás cosas para seguir con vida durante un tiempo mientras los puñeteros francotiradores yihadistas no vengan a por él.

—¿Y el león comedor de hombres? —intervino Yuxia.

—¡Mierda! —exclamó Seamus, e inmediatamente se sintió mal porque Yuxia dio un respingo—. No lo sé. Avisaré al piloto. Le diré que mantenga la puerta cerrada.

Pasó un momento.

—¿A qué están esperando? —les instó Seamus.

Justo antes de despertar, estaba soñando con la huida de Eritrea, la marcha descalza de seis meses hacia Sudán y la búsqueda de un campo de refugiados dispuesto a aceptar a su grupo. Los rostros se habían borrado de su memoria, pero el paisaje, la vegetación, la sensación de la marcha no habían dejado de acompañarla y se habían convertido en la línea continua que subrayaba muchos de sus sueños. Normalmente era el norte de Eritrea, que habían atravesado durante los primeros días de viaje, cuando su mente estaba completamente abierta a los nuevos paisajes e impresiones que, una vez libres de las cuevas en las que había pasado sus primeros años, parecían presentarse a cada momento. El terreno estaba compuesto por interminables colinas marrones separadas por arroyos estacionales y apenas cubierto de matorrales. En nada se parecía al terreno que recorría ahora, densamente poblado por enormes cedros y cubierto por una alfombra de helechos. Pero sabía que si ganaba suficiente altitud, se encontraría en un territorio como el que Chet y ella habían atravesado el día anterior: un país empinado y despoblado donde se podía ver durante kilómetros. Ir hasta allí no era una opción. Si se quedaba en el húmedo valle del río que fluía hacia el sur desde las Cataratas Americanas, iría en dirección equivocada, hacia la cuenca de un sistema de lagos que se extendían hacia el sur. Podrían ser dos días de marcha hacia esos valles antes de poder llegar a un lugar donde poder pedir ayuda. Para llegar a casa de tío Jake, tendría que salir del valle y salir de los bosques para llegar a las zonas inferiores de Monte Abandono, que tendría que recorrer durante varios kilómetros hasta llegar a la cabecera de Arroyo Prohibición. Ya sabía que esa iba a ser la parte desesperada: allí tendría que recurrir a lo que fuera que habían tenido que recurrir los líderes de su grupo de refugiados en los peores días de su viaje, cuando estaban cansados, escasos de comida y agua, y perseguidos por hombres armados.

Lo único que iba a hacerlo posible era que llevaba ventaja. Los yihadistas tendrían que recorrer más camino que ella para salir del valle. Incluso así, era una larga escalada; y temía que pudieran reducir la distancia, o incluso alcanzarla, antes de que dejara atrás la cobertura de los árboles y llegara a un territorio donde sería imposible esconderse.

Así que solo podía hacer una cosa, y era correr como si la persiguiera el diablo y no detenerse por nada. Había recogido toda el agua que pudo (la CamelBak robada del Schloss, llena en sus tres cuartas partes), y tantas barritas energéticas como pudo meterse en los bolsillos, y luego simplemente se encaminó en la dirección que Richard había indicado. Abajo, los yihadistas indicaban su presencia gritándose unos a otros y comunicándose con ruidosos walkie talkies.

Su primer objetivo (conseguido quizá media hora después de separarse de Richard), fue entrar en contacto con el sendero que salía del barranco. La idea de seguir un camino marcado era ridícula en cierto modo, ya que los yihadistas usarían la misma ruta, y por tanto estarían siguiéndola todo el tiempo. Pero el terreno no ofrecía otra opción; la pendiente parecía casi vertical vista desde abajo, y era un salvaje amasijo irregular de troncos caídos y podridos. Trepar hasta la cima llevaría días, si fuera posible. Seguir el sendero, según le había asegurado Richard, podía hacerlo en horas un hombre que llevara una carga pesada a la espalda.

No le parecía que tuviera horas.

Se detuvo cuando el sendero apareció a la vista, luego retrocedió unos pasos y se acuclilló entre los helechos para escuchar y pensar un momento. Mientras lo hacía, bebió agua del tubo de la CamelBak y se obligó a comer una barrita de comida. Los sonidos que hacían los yihadistas se habían vuelto más leves durante la carrera, cosa que por supuesto era mejor que la alternativa, pero no había ningún motivo para relajarse. Si supieran lo que les convenía, hablarían menos y correrían más, bajarían por la orilla del río y buscarían el inicio de ese sendero, solo unos pocos metros por debajo de donde ella se encontraba ahora.

Mientras corría se había ido quitando capas de ropa, atándoselas a la cintura, y ahora iba vestida con una camiseta negra y pantalones de camuflaje con las perneras recogidas para dejar al descubierto las pantorrillas. Comprendió entonces que tendría que deshacerse de las capas superiores, pues no harían sino retrasarla. Y eran de brillantes colores claros que podrían ser vistas desde kilómetros. La girl scout que había en ella gritaba que era una mala idea, que sufriría hipotermia en el momento en que dejara de correr.

Pero si dejaba de correr, moriría mucho antes por otras causas. Así que dejó todas aquellas capas de lana que Jones le había comprado en diversos Walmarts, y las escondió bajo un tronco podrido donde los hombres que siguieran corriendo el sendero no las advirtieran, y continuó sin otra cosa que la ropa que llevaba puesta y la mochila de agua colgando a su espalda.

Y entonces todo fue un camino en zigzag tras otro, aparentemente para siempre. Luchó, cada segundo, con el deseo de frenar el ritmo, detenerse y descansar un poco, recordándose una y otra vez que los hombres que venían detrás de ella estaban acostumbrados a moverse por Afganistán como cabras montesas. Por lo que sabía, Jones los estaría apuntado a la cabeza para obligarlos a ir más rápido. Así que trató de recordar cómo era aquello de tener a Jones apuntándole a la cabeza con una pistola, y usarlo para arrancar un poco más de velocidad. Aunque el miedo le decía que siguiera mirando hacia abajo, su cerebro le decía que siguiera mirando hacia arriba, tratando de distinguir el siguiente tramo del sendero serpenteante en la pendiente que tenía delante, pues a veces estos senderos estaban diseñados tanto para controlar la erosión como para facilitar el camino, y podría haber lugares donde podía subir recta la pendiente durante, digamos, quince metros y ahorrarse unas docenas de metros de camino en zigzag. Percibió unas cuantas oportunidades y las aprovechó, agitando los brazos y sacudiendo las piernas mientras una parte de su mente le decía: «¡Si me hubiera quedado en el sendero, ya habría superado este punto!» Escuchando esa voz, ignoró un par de oportunidades y entonces oyó otra voz que decía: «Si hubieras seguido el atajo, ya estarías por delante.» No podía escapar de esas voces, así que intentó aprovechar cada oportunidad que parecía merecer la pena. Sabía que los yihadistas no tendrían que decidir: podrían dividirse y enviar medio grupo por un camino y el otro medio por otro, y que los mejores ganaran.

Lo cual, si era cierto, debía significar que ya se estaban esparciendo por el sendero tras ella. No tendría que enfrentarse con todos a la vez.

Gracias a Dios Jahandar se había quedado atrás. Pero había estado haciendo inventario silencioso de las armas que llevaban y había visto otras perfectamente capaces de matarla desde lejos.

No tenía noción del paso del tiempo y se había olvidado de contar los caminos en zigzag. Pero tenía la clara impresión de que el dosel de la vegetación se iba haciendo más escaso, la luz se volvía más brillante, los giros en el camino se volvían menos bruscos a medida que la pendiente remitía.

Llegó a un punto en que simplemente no pudo seguir corriendo, así que se permitió reducir el ritmo a paso rápido mientras bebía más agua (no había bebido lo suficiente, la CamelBak estaba solo medio vacía), y comía otro par de barritas. Había llegado a una zona donde parecía que podía avanzar adecuadamente por el bosque. Seguía ascendiendo, pero ya no tenía la sensación de que se aferraba a la cara de un acantilado. Al mirar hacia delante y cuesta arriba a través de los cada vez más abundantes huecos entre los árboles, vio el terreno elevado que a la vez había ansiado y temido durante el ascenso, y alzándose sobre él el pelado macizo de Monte Abandono, que no tenía nada para recomendarlo como atracción turística a menos que fueras un gran fan de lo inhóspito. Parecía la portada de una revista de ciencia ficción, una montaña de una luna muerta de Júpiter.

Durante este pequeño descanso escuchó un helicóptero en alguna parte y decidió si debía salir corriendo al descubierto y hacerle señales. Pero no tenía sentido: el helicóptero estaba bastante lejos y los árboles le impedían verlo.

Si hubiera guardado alguna de aquellas prendas claras para poder agitarlas al aire…

Hablando de lo cual, empezaba a notar el aire helado sobre los hombros. Engulló su última barrita energética y se obligó a entrar en movimiento, primero al trote, luego a la carrera.

Estaba recuperando el ritmo cuando oyó una brusca explosión. Como resonó por todas las laderas cercanas, le resultó difícil juzgar su dirección. Pero estaba bastante segura de que había sonado en la dirección de la que venía. A kilómetros de distancia.

En ningún momento pensó en dar la vuelta. Los árboles se volvieron más y más escasos, sus líneas de visión se hicieron más claras y más largas, el terreno se volvió más empinado bajo sus pies. Unos minutos antes, corría casi en terreno llano. Pero ahora advirtió que avanzaba, casi a cuatro patas, por la pendiente de un escarpe; al mirar atrás y abajo para juzgar su progreso, vio medio kilómetro de terreno perfectamente despejado, delimitado en la distancia por una hilera de matorrales que poco después se convertían en un bosque propiamente dicho.

Pudo ver movimiento en aquel bosque. Al menos un hombre, posiblemente dos. Estaban a unos cinco minutos tras ellas: una ventaja suficiente para mantenerla viva en el denso bosque de abajo, pero ahí arriba apenas era suficiente para convertirse en un tiro apetecible.

Volvió la cabeza para escrutar la pendiente que tenía por delante, esperando ver un sitio donde ocultarse.

En la mayoría de los aspectos, este lugar no podría haber sido peor. Durante sus estudios de geoingeniería, había aprendido los ángulos de reposo, que era la pendiente que un montón de materia adoptaba de manera natural a lo largo del tiempo; eso explicaba la forma de un hormiguero, una montañita de azúcar, un puñado de grava, o un pedregal. El ángulo era diferente para cada tipo de material. Su valor exacto no era importante aquí. Lo que era importante era que el ángulo era el mismo en todas partes, y por eso las pendientes hechas de esos materiales tendían a ser rectas. No había montículos o salientes para esconderse detrás.

Y, como seguía recordándose, eran inherentemente inestables. Mientras permaneciera en zonas de rocas más grandes, su peso no era suficiente para soltar nada, pero cuando pisaba zonas arenosas o de grava causaba pequeños aludes. Nada lo suficientemente grande para resultar peligroso, ni para ella ni (desgraciadamente) para los que venían detrás, pero sí para causarle la impresión de que estaba subiendo por una cinta sin fin, quemando energía pero, como Sísifo, sin ir a ninguna parte.

Había recorrido unos dos tercios de ese paraíso de francotiradores cuando empezó a oír disparos abajo. Al principio, una serie irregular de cuatro o cinco disparos, probablemente efectuados con una pistola. Una de ellas alcanzó una piedra del tamaño de un balón de fútbol situada a unos tres metros de ella y la hizo saltar. La roca cayó dando tumbos por la pendiente, sin ganar velocidad ni detenerse, soltando ocasionalmente otras piedras más pequeñas pero sin causar nada que pareciera un alud. Así que el tirador no la alcanzaba por mucha distancia, cosa que era de esperar con aquel tipo de arma; pero el simple hecho de que le dispararan y de ver las balas alcanzar cosas cercanas la hizo permanecer agachada unos instantes… momentos que, lo sabía, los miembros más lentos del grupo de Jones estaban utilizando para compensar el tiempo perdido. Se obligó a seguir escalando, dirigiéndose a una zona a unos seis metros más arriba donde había unas cuantas rocas más grandes, quizá lo bastante para poder ponerse a cubierto tras ellas. Esto funcionó durante unos tres segundos, hasta que abajo empezó un tiroteo mortífero que la sobresaltó tanto que pisó mal, perdió pie, y cayó, lastimándose un codo y casi golpeándose la cara. El aire a su alrededor estaba lleno de polvo y fragmentos silbantes de roca. Alguien allá abajo había abierto fuego con un arma automática. Zula se aventuró a mirar y vio, a través de una nube de polvo, a uno de los yihadistas allí plantado con una pistola ametralladora apoyada en la cadera. No era uno de los grandes rifles de asalto, que disparaban balas de alta velocidad. Esta podía cargarse con balas de pistola. Era perfectamente capaz de causarle daños, naturalmente, pero funcionaba mejor en distancias cortas. Combate urbano. Para abatir a la gente que iba al trabajo en autobús.

El acompañante de ese tirador, el que había estado disparando con la pistola unos momentos antes, le gritó algún consejo, y el otro hombre se llevó el arma de la cadera al hombro. Sí, esta vez iba a intentar apuntar.

Zula se levantó y trepó lo más rápido que pudo.

Más discusión a gritos abajo. El hombre de la pistola ametralladora había sido convencido de que conseguiría mejores resultados si desplegaba la culata y se la apoyaba en el hombro.

Mientras lo hacía, Zula invirtió todas sus fuerzas en una frenética serie de saltos y brincos. Cuando no lograba avanzar, se detenía, respiraba, plantaba pies y manos en las rocas grandes, y lanzaba el cuerpo hacia arriba.

El ruido empezó de nuevo y entonces se detuvo: una lluvia de lascas de roca roció su espalda. Otra andanada alcanzó la pendiente sobre ella, haciendo caer unas cuantas piedras y obligándola a apartarse un par de metros. Algo tiró del tejido suelto de sus pantalones de camuflaje, tras el muslo, y Zula no se atrevió a creer que una bala los había atravesado. Un breve silencio, luego varias balas castañearon contra un mosaico de rocas más grandes, quizá del tamaño de melones, justo encima de ella: el tirador había deducido adónde se dirigía y trataba de hacerla volverse. Pero Zula ya se había lanzado y no podía cambiar de rumbo ni aunque se lo pensara mejor. Algo la golpeó en la boca. Aterrizó de bruces y se aplastó contra este pequeño grupo de piedras más grandes. No podía ver al tirador: eso era bueno. Las balas picoteaban cerca de sus pies. Pataleó salvajemente, apartando unas cuantas protuberancias de roca, lo que le permitió reafirmar las piernas y los pies unos centímetros más abajo. Centímetros importantes.

Se estaba atragantando con algo que era frío y afilado y duro, y caliente y pegajoso y húmedo al mismo tiempo. Tosió y escupió y sintió que aquella cosa dura salía de su boca, enviando una descarga de dolor a su cráneo.

En realidad eran dos cosas duras las que asomaron entre la sangre y la saliva: un trozo de piedra, del tamaño de un garbanzo, pero anguloso y afilado. Y un diente que al parecer se había arrancado de cuajo cuando la piedra se le metió en la boca, que tenía abierta en busca de aire. Palpando con la lengua, encontró un agujero sangrante donde debería estar su canino. Delante del hueco, sentía el labio superior entumecido y enorme. Iba a dolerle pronto, si vivía tanto.

Unas cuantas andanadas más de disparos barrieron el pequeño baluarte de piedras tras las que se escondía, pero sin ningún efecto, aparte del psicológico. Pudo oír a los hombres hablando abajo. Gritando, más bien, ya que se habían quedado sordos por jugar con juguetes ruidosos.

¿Qué haría ella en su situación? Dejar al de la ametralladora abajo para impedir que se moviera con andanadas ocasionales. Mientras tanto, el de la pistola podría subir la pendiente y encontrar un ángulo desde donde dispararle.

Se despidió de su diente, se limpió en la camisa la mano ensangrentada, y luego se palpó el costado hasta que encontró la Glock en el bolsillo de sus pantalones. La sacó y se la puso delante de la cara. No tenía ni idea de cuántas balas contenía. Como parecía tener tiempo, sacó el cargador y lo giró a la luz para poder ver a través de los agujeros de su parte trasera y contar las balas. Era un cargador de diecisiete balas que contenía nueve en ese momento; la décima ya estaba en la recámara. Volvió a colocar el cargador en el mango de la pistola, se aseguró de que estaba firmemente encajado, y pasó con cuidado el dedo por el gatillo, que estaba en su posición adelantada: su arma estaba ya amartillada y preparada para disparar.

Yuxia se dio media vuelta y se lanzó hacia el bosque con Richard siguiéndola lo mejor que pudo. Seamus estuvo a punto de sentirse herido por la decisión con la que la muchacha abrazó y ejecutó su plan. Había supuesto que habría una larga y tediosa fase de transición en la que se vería obligado a convencerla, contra todas sus blandas emociones femeninas, para que lo dejara atrás en esta situación mortalmente peligrosa: casi al descubierto, enfrentándose a un enemigo con un arma de muchísimo mayor alcance, pero incapaz de maniobrar libremente porque no podía abandonar al piloto del helicóptero.

En los minutos siguientes a la partida de Richard y Yuxia, Seamus tuvo que entretenerse moviéndose por la zona de una forma muy concreta, tratando de situarse de modo que el francotirador de arriba no pudiera verlo, preferiblemente, o si no era posible, que no pudiera apuntarle bien. Su ropa de camuflaje, irónicamente, le hacía poco bien. El helicóptero se había detenido en un grupito de árboles dispersos rodeado por tres partes por un cegador campo de nieve blanca. A menos que quisiera exponerse a esa nieve como una cucaracha en una bañera, solo tenía una salida, que era moverse colina abajo hacia una pequeña vaguada, flanqueada de matorrales y pequeñas coníferas, que surgía de esta parte de la ladera y acababa por convertirse en un afluente del río que desembocaba en las Cataratas Americanas. Era la ruta que Richard y Yuxia habían seguido. Seamus tenía pocas dudas de que estaban a salvo, al menos por el momento. Esperaba que el francotirador viera la perturbación que creaban en el follaje al atravesarlo, los oyera aplastar el suelo reseco y quebrar las ramas al pisarlas, y decidiera ir tras ellos, lo cual lo traería directamente ante su línea de fuego. El francotirador no podía saber cuántos supervivientes había en el grupo, ni cuántos habían escapado por la pendiente; con suerte, asumiría que todos habían salido corriendo y no sentiría ninguna inhibición a la hora de perseguirlos abiertamente.

Seamus encontró un lugar que le venía bien, donde pudo acomodarse en una pequeña depresión en el terreno y mirar la ladera por entre los troncos de los árboles. Se había echado la capucha y había tensado el cordón que la cerraba, cubriendo su cabeza y lo máximo posible del óvalo de su cara. Esto molestaba a su audición y su visión periférica, pero parecía preferible a ofrecerle al francotirador un bonito blanco de color carne. Las gafas de sol ocultaban sus ojos. Se puso a esperar.

Lo de Yuxia no significaba nada, se dijo. No es que ella hubiera estado viviendo en circunstancias normales el último par de semanas. Incluso antes de los acontecimientos recientes, era decidida y tenaz, probablemente hasta el punto de que la gente de su aldea la considerara un poco rara. Lo notaba. Todo ese asunto con los rusos, con Jones, la excursión a Filipinas, el accidente con el helicóptero… La había vuelto más obstinada. Solo quería salir de ahí con vida.

Contento con eso, empezó a cuestionar su decisión respecto a Jack el piloto. Si el único objetivo era mantener su espina dorsal estabilizada hasta que pudieran traer ayuda médica, entonces dejarlo firmemente atado al asiento era una buena idea. Pero en esas circunstancias, dejarlo aquí, expuesto a ser observado y tiroteado desde arriba, parecía decididamente macabro.

Jack movía los brazos. No estaba claro por qué. ¿Intentaba hacer algo? ¿O solo los agitaba agónicamente? Muchas veces, el golpe no dolía. El dolor venía después. Tal vez eso era lo que le estaba pasando en ese momento. Era difícil ver lo que pasaba allí dentro. El parabrisas del helicóptero era una telaraña de grietas y lascas.

—Seamus —llamó Jack—. Tengo que salir de aquí.

—¡Joder! —dijo Seamus entre dientes.

—¡Seamus! ¡Ayúdame, tío! ¡Duele muchísimo!

Seamus se mordió la lengua. Quería que Jack se callara, pero no tenía ni idea de a qué distancia podía estar el francotirador, ni si podía decir nada de lo que Seamus pudiera decir.

Pero Jack estaba ya dejando claro que había alguien más con él y que su nombre era Seamus.

Oyó el sonido, claro e imposible de olvidar, de una bala de alta velocidad pasando cerca, y un agudo tintineo metálico en la dirección del helicóptero, y, después, la detonación de un rifle disparado desde la pendiente.

La tentación ahora, naturalmente, era moverse con rapidez, que era exactamente lo que el francotirador estaría esperando. Seamus se contentó con mover los ojos para examinar el helicóptero. Era un despojo tal que resultaba difícil ver señales claras de que le hubieran disparado de nuevo. Pero mientras observaba, oyó de nuevo el sonido de la bala y vio un nuevo impacto en el fuselaje, tras la cabina, bajo el motor. Al estudiar sus inmediaciones, vio el agujero anterior, justo a una cuarta de distancia.

Otro agujero apareció entre los dos.

El cabrón estaba usando el helicóptero como blanco para apuntar mejor.

No, espera. ¿Qué era ese olor?

—¡Gasolina! —chilló Jack—. ¡El tanque está roto, tengo que salir de aquí, Seamus!

Y Seamus vio a Jack soltarse su arnés. El súbito movimiento le hizo gritar. Seamus, como cualquier persona que no fuera un completo sociópata, sintió compasión por Jack y quiso ayudarlo, o al menos gritarle algunas palabras para alentarlo. Pero esos bellos instintos altruistas quedaron completamente suprimidos, en ese momento, por los cálculos tácticos. Jack estaba haciendo lo adecuado, sin ayuda ni ánimos por parte de Seamus, ya que si se movía o gritaba entonces, le estaría dando al francotirador exactamente lo que quería, y no le haría ningún bien a Jack.

Porque, si Seamus estaba interpretando correctamente la situación, el francotirador sospechaba que había otra persona allí abajo, otra persona que se llamaba Seamus y que suponía en plenas facultades. Debía de haberlo deducido tras escuchar a Jack. Su plan era hacer salir a Seamus de su escondite creando una amenaza implícita de incinerar al indefenso piloto.

Sin embargo, ahora que Jack se movía, el francotirador tenía que dispararle directamente para crear una amenaza. Y esto era difícil ya que gran parte del helicóptero se interponía entre su blanco y él. Jack había salido por la puerta lateral del aparato y se había desplomado en el suelo de un modo que no podía ser agradable para él. Se arrastraba colina abajo, muy despacio, el miedo a que la gasolina estallara era más fuerte que el dolor de su espalda.

La gasolina estaba helada y sería más difícil de prender que de ordinario. Dispararle simplemente desde lejos tal vez no sirviera y malgastaría balas. Seamus, experto en balas de alta velocidad, sabía que una columna de pólvora aún ardiendo y de gas caliente brotaría del cañón de su Sig cuando disparara una bala y probablemente prendería el combustible… si podía acercarse lo suficiente.

Por desgracia, estaba a unos seis metros del helicóptero.

Jack se movía de manera aceptable para tratarse de un hombre con una herida grave en la espalda, arrastrándose pendiente abajo sobre los codos.

Seamus se incorporó. Se irguió y miró directamente pendiente arriba durante unos dos segundos y vio al francotirador, que estaba apoyado en una roca, sentado, el rifle preparado, pero mirando por encima del visor, captando la escena. El francotirador reaccionó con rapidez, alzó el arma y acercó el ojo al objetivo, tratando de encontrar a Seamus con él. Pero como Seamus sabía perfectamente bien, esas cosas llevaban tiempo. Tenía una idea bastante acertada de cuánto tardaban. La transmisión de la visión normal a la del mundo visto a través de una mira telescópica era discordante y confusa para el sistema visual no importaba cuántas veces la practicaras: la mira no apuntaba exactamente en la dirección adecuada, tenías que mover el cañón para ver el objetivo, y existía la tendencia a moverlo demasiado cuando tenías prisa por alcanzar algo que se movía con rapidez.

Y Seamus estaba haciendo justo eso. Tras fijar en su mente una imagen del francotirador, se dio media vuelta y corrió hacia el helicóptero, no en línea recta sino en zigzag, como Nate Robinson rebasando una línea de defensa, y cuando llegó a un lugar donde pudo ver el costado del helicóptero mojado por el chorro de gasolina, apuntó con su Sig, se lanzó hacia delante, se preparó para dar rápidamente media vuelta, y apretó el gatillo tres veces lo más rápido que pudo mover el dedo. Sin detenerse a observar los detalles, se volvió y corrió con toda la fuerza que pudo acumular en ambas piernas, alejándose un par de metros. Se tiró de boca y resbaló por una mezcla de nieve derretida y barro helado que de repente brillaba, como si hubieran descorrido unas persianas para permitir que los rayos del sol invadieran ese bosquecillo. Un par de volteretas lo apartaron del caos ardiente mientras (esperaba) apagaban las llamas que pudieran haberle alcanzado la espalda. Luego se arrastró hacia la vaguada, siguiendo la ruta que Jack había hecho unos momentos antes.

Alcanzó al maltrecho piloto en un lugar bastante bueno: una hondonada abierta por el agua, un cuello de botella en la vaguada, repleto de vegetación, difícil de ver o disparar. Solo estaban a un tiro de piedra montaña abajo del helicóptero, pero, tácticamente, era un mundo completamente distinto.

Seamus le indicó a Jack que se detuviera y se pusiera cómodo. No apuntó con su Sig al piloto, pero no se preocupó en ocultar el hecho de que la tenía en la mano, dispuesta par disparar.

—Si haces otro puto ruido, te mato de un tiro —dijo—. Lo siento, pero esas son las reglas. ¿Comprendes?

Jack asintió.

—El francotirador tiene un problema —dijo Seamus—. Sospecha que seguimos vivos. Eso le hace querer quedarse atrás y encargarse de nosotros. Pero sabe que enviamos a los demás por delante. Tiene que alcanzarlos y matarlos. Apuesto a que el impacto psicológico de lo que acaba de pasar será que diga: «Mierda, voy a tener que buscar a los otros tipos.» Dejará atrás este sumidero, que le asusta porque iguala las perspectivas… su arma no le sirve de nada, tiene que acercarse, ponerse al alcance de esto —Seamus agitó la muñeca armada—. Nos dejará atrás. Lo seguiré. Tú te quedarás aquí. Si quieres, puedes volver al helicóptero después de que termine de explotar, y arrojar algunos palos al fuego y calentarte.

Jack asintió.

—Desde aquí no puedo ver una mierda, así que tendré que salir de este agujero y echar un vistazo. Te traeremos ayuda en cuanto podamos. ¿Entendido?

Jack asintió.

—Buena suerte. Espero que nunca vuelvas a tener un día tan jodido como este.

Seamus le puso el seguro a su pistola, se la enfundó bajo el brazo, y empezó a salir de la vaguada arrastrándose sobre codos y rodillas. Cuando llegó a un lugar donde pudo detenerse, se enterró lo mejor que pudo en las hojas secas y las agujas de pino, y esperó, inmóvil. Pero no tuvo que esperar mucho antes de ver pasar al francotirador, tropezando y resbalando torpemente en la nieve, moviéndose en paralelo a la línea de árboles, lo bastante lejos como para que acertarle con la pistola habría sido un milagro. Miraba nervioso los árboles mientras avanzaba. Sabía, o al menos sospechaba, que estaba a la vista de alguien que tenía intención de seguirlo. Pero Seamus había deducido bien: el francotirador no podía esperar más. Tenía asuntos urgentes en el valle.

El truco obvio sería que el francotirador se perdiera de vista, se detuviera, se ocultara hasta que pudiera localizar a Seamus. Por tanto, Seamus se tomó su tiempo y se movió, cuando decidió hacerlo, hasta la cobertura de la maleza que flanqueaba la vaguada. Más allá del cuello de botella donde Jack estaba escondido, la vaguada se ensanchaba firmemente hasta que se convertía en un valle, libre de nieve y densamente poblado por árboles. A lo largo del cuarto de hora siguiente, Seamus, sin descubrirse, pudo localizar las huellas del francotirador en la nieve. Pero al cabo de un rato la pista se perdió en el bosque, obligándolo a forzar un poco la mano y empezar a perseguir al otro hombre como si fuera una presa salvaje. Antes de lanzarse al valle, se detuvo unos instantes para echar un buen vistazo alrededor, fijar en su mente sus inmediaciones, y asegurarse de que no pasaba por alto nada importante. Como otro contingente de yihadistas que viniera por detrás. Sería embarazoso no advertir algo semejante.

No vio ningún otro contingente de yihadistas. Pero le preocupó la sensación de haber visto algo moviéndose por la nieve, siguiendo el sendero que el francotirador había emprendido. No vio nada. Recorrió el sendero de arriba abajo con la mirada y se convenció de que no pasaba nada. Sin embargo, advirtió una roca de color caqui que había quedado expuesta por el sol, y tuvo que admitir que esos sitios eran excelentes para ocultar algo que fuera de color marrón claro. Después de un rato, tras mirar intensamente y pensar casi igual de intensamente, se convenció de que algo podía estar agazapado en uno de aquellos lugares, mirándolo, esperando que apartara la mirada para poder ponerse en movimiento.

Podía ser real, o podía ser solo su imaginación. Pero si fuera real, podía quedarse ahí sentado todo el día y no sucedería nada. Así que se dio media vuelta y se internó en el bosque.

Durante el tiempo que pasó entre los yihadistas, Zula a menudo se asombró por la forma chapucera y desordenada en que realizaban ciertas actividades. Reconocía en esto parte de su propia herencia: una forma de pensar y unas costumbres que habían acabado por borrarse por su relación con la gente de Iowa. Tenía algo que ver con la manera en que evaluaban los riesgos. Algunos podrían llamarlo fatalismo nacido de una doctrina religiosa; otros podían señalar que las personas que crecían en zonas donde la guerra, la enfermedad y el hambre eran estados crónicos tenían unos instintos y reacciones diferentes cuando se trataba del peligro.

Y por eso cuando el yihadista armado salió al descubierto y empezó a subir por la pendiente directamente hacia Zula, ella no se sintió tan aturdida como podría haberlo estado si nunca se hubiera relacionado con gente que manifestaba hacia el riesgo la actitud típica del Tercer Mundo.

Podía ser simplemente que el hombre no comprendía que Zula iba armada. Ella no había disparado el arma recientemente, y desde luego no se la había mostrado. El yihadista imaginaba que podría subir por la loma, acercarse a ella, y dispararle.

¿O quizás el plan era hacerla de nuevo prisionera?

No importaba. El resultado era el mismo: se acercaba el momento en que Zula (tendida y razonablemente bien oculta tras las rocas) tendría a tiro el centro de masa de ese hombre y apretaría el gatillo. Cuanto más lo dejara acercarse, más fácil sería el disparo. Como la girl scout que había en ella podría haber predicho, sentía frío, y sus manos empezaban a temblar. Así que tuvo que resistir la tentación de disparar pronto. Era mejor esperar que se acercara. Pero si lo hacía demasiado, podría ver la pistola en sus manos.

Estaba tendida de costado, tras haber acomodado su cuerpo en una diminuta depresión. Era incómodo y embarazoso. Pero el hombre de abajo, que barría la zona con disparos de ametralladora, no había podido alcanzarla más que con fragmentos de roca, y eso le aconsejaba no moverse. Un cambio de postura que pudiera parecer inconsecuente podría tener como resultado que alguna parte de su cuerpo quedara expuesta a los disparos.

De todas formas, era tentador. Su visión del hombre con la pistola quedaba bloqueada por los peñascos. Si se movía un poquito hacia delante, podría verlo con claridad, agarrarse a una plancha plana de roca a unos centímetros de distancia, apartarse en busca de una distancia mayor y más segura.

En eso pensaba mientras esperaba y empezaba a sentir frío y a temblar y tiritar. Se preguntó qué habría causado la enorme explosión que había escuchado antes. La explicación obvia parecía Chet disparando la mina Claymore. Se preguntó qué implicaba eso respecto al destino de Chet, y de Richard, que había ido a buscarlo. Se preguntó cuál sería la historia del helicóptero, y si volvería.

Sus meditaciones fueron interrumpidas por un nuevo movimiento que vio con el rabillo del ojo. Había estado mirando directamente al yihadista de la pistola, visible solo de hombros para arriba, que escalaba la misma pendiente de piedras que ella había escalado hacía unos instantes. Ahora volvió la cabeza y vio que el hombre de la ametralladora también se había movido, intentando encontrar un nuevo ángulo.

Sus ojos se cruzaron un momento. Él pareció entusiasmarse y se llevó el arma al hombro para apuntar.

Ella se rebulló, moviéndose hacia una nueva posición un par de metros más adelante. El hombre de la pistola estaba sorprendentemente cerca. Agitaba los brazos, intentando conservar el equilibrio. Ella extendió los brazos sobre la roca y apuntó a la forma oscura del escalador.

Algo sonó sobre ella. Eso sugirieron sus oídos. La cara del hombre lo demostró, pues su reacción inmediata fue detenerse y mirar pendiente arriba.

Zula apretó el gatillo, sintió la pistola estremecerse cuando el tambor giró, vio el casquillo tintinear en las rocas cercanas.

El hombre estaba allí de pie con una expresión estilo «Oh, mierda» en la cara, y ella pensó durante un instante que había fallado. Pero entonces él intentó sentarse, cosa que no funcionaba si estabas subiendo una pendiente elevada. Sus piernas volaron por los aires antes de que su culo tocara siquiera el suelo, y empezó a caer dando volteretas hacia atrás, ganando velocidad mientras lo hacía.

Zula volvió la cabeza para mirar al hombre de la pistola ametralladora. Pero había desaparecido. Alzando con cuidado la cabeza, lo encontró en la base de la pendiente, tendido despatarrado.

La linde del bosque se encendió ahora con los destellos de las bocas de dos armas diferentes: yihadistas recién llegados que habían visto todo aquello. Pero si le estaban disparando a Zula, fallaban por un kilómetro.

Desde arriba llegaron los disparos de respuesta: tiros individuales, disparados deliberadamente, que parecieron desanimar a los de abajo. Zula rodó, apoyó la cabeza en la piedra plana, trató de calcular de dónde venían los disparos. La respuesta obvia era una gran masa de piedra sólida, del tamaño de una manzana de casas, que sobresalía de la rampa del escarpe. Dedujo que tenía una cima llana y que había alguien con un arma de largo alcance.

Entonces un movimiento atrajo su mirada. A lo largo de aquel macizo, alguien agitaba una pieza de tela. Una camiseta. Zula se volvió a mirarla y, después de unos momentos, respondió.

Una persona apareció a la vista y empezó a hacerle claros movimientos para llamarla. «Corre hacia mí.»

Zula no tenía ni idea de quién era. Se levantó y echó a correr de todas formas. Estaba cansada de tener frío y estar sola, y estaba dispuesta a intentar cualquier cosa. Aunque hubiera implicado algún tipo de riesgo. Llámalo fatalismo. Pero los penetrantes estampidos que sonaban arriba (disparos de rifle de alta potencia que alcanzaban la línea de árboles desde lo alto de la roca) parecían conseguir que los hombres de abajo se lo pensaran mejor antes de asomarse a dispararle.

La reacción inmediata de Sokolov a la fuerte explosión fue quitarse la mochila, abrirla, y empezar a montar el rifle de asalto que Igor le había quitado a Peter y que él le había quitado a Igor. La lógica de ese movimiento no quedó clara para Olivia. Estaban solo a un par de kilómetros de un país donde la posesión de esa arma sería espectacularmente ilegal. No habían visto un alma en todo el día, aparte de los Forthrast. Pero Sokolov estaba firmemente convencido de que lo que habían oído no era una explosión en una mina sino la detonación de un artefacto táctico militar y que ahora se hallaban en guerra abierta con enemigos desconocidos e invisibles.

Olivia vio, entonces, cómo todo tenía sentido. Lo había sabido siempre, en realidad, pero lo había suprimido por una especie de instinto burocrático: el temor de que nunca iba a poder vender la idea en una reunión. Naturalmente Jones habría interrogado a Zula, habría leído la entrada en la Wikipedia sobre Richard, se habría enterado de las operaciones de contrabando, habría ido a su vivienda cerca de Elphinstone, habría usado a Zula como chantaje para obligar a Richard a guiarlo a través de la frontera. Y naturalmente la explosión del día anterior en el cruce fronterizo había sido una diversión.

Estaba aquí, ahora.

¿Cuánto tiempo hacía que Sokolov lo sabía? Hasta el momento de la explosión no había revelado ninguna sospecha de que pudieran estar internándose en una zona de fuego con un grupo de yihadistas armados. Pero entonces comprendió que lo había estado esperando todo el tiempo.

¿Había estado jugando con ella?

Sospechó que era mucho más complicado. Sokolov había estado sopesando posibilidades. Había buenos motivos para que cruzaran la frontera. Podían haberlo hecho en cualquier parte. Sokolov había favorecido el punto de cruce que era más probable que los llevara a encontrarse con Jones.

Pasaron un cuarto de hora, aunque pareció mucho más tiempo, orquestando una retirada táctica por la pendiente, a través del campo de peñascos, hasta la cima del promontorio rocoso donde se habían separado de Jake.

Dentro de la mochila de Sokolov había una bolsa más pequeña, solo un fino saco de nailon, hecho para albergar un saco de dormir plegado. Una vez que encontró un lugar conveniente donde tumbarse en el suelo de roca, Sokolov lo sacó y lo puso en el suelo. Castañeó. Olivia vio que estaba lleno de objetos pesados y duros con esquinas. Cuando terminó de montar el rifle, Sokolov abrió la bolsa y la vació. Contenía media docena de cajas de plástico curvadas: cargadores de munición para el rifle. Por su peso, quedó claro que estaban llenos.

Sokolov había ido antes que ella a Vado de Bourne, había recorrido las tiendas de armas locales, había comprado todo ese material y había cargado los cargadores. Solo para estar preparado.

De acuerdo, así que había estado jugando con ella. Pero descubrió que no le molestaba. Porque, en cierto modo, ella también había estado jugando con él. Esperando que sucediera algo así.

En cualquier caso, había poco tiempo para esas consideraciones metafísicas. Sokolov (que se había arrastrado hasta el borde de la gran roca plana) la llamó y le dijo que mirara lo que había allá abajo: una mujer joven, de piel oscura, pelo negro, con una camiseta y pantalones de camuflaje, que subía por la cuesta temiendo claramente por su vida. Ráfagas de fuego de ametralladora desde un lugar que, al principio, fueron incapaces de ver. Cuando volvieron a situarse en un lugar donde Sokolov pudo apuntar al hombre de la ametralladora, ese tipo había dejado de disparar y esperaba mientras un compañero trepaba por la pendiente con una pistola en la mano.

—Ve abajo —le ordenó Sokolov—, y trae a Zula.

Eso, más que el helicóptero, la súbita aparición del rifle de asalto, los aturdidores disparos de la pistola ametralladora, hicieron que Olivia girara la cabeza.

—¿Esa es ella?

Sokolov apartó la cara de la mira telescópica del rifle y se volvió a mirarla con una expresión que era muy masculina, y muy rusa.

—De acuerdo —dijo ella—, ¿pero qué hay del tipo con la pistola?

—Zula va a matarlo —respondió Sokolov.

—¿En serio?

Otra vez aquella mirada.

—En serio. Pero hay poco tiempo, solo hay una ventana de oportunidad, como tú dirías, en que pueda correr hasta lugar seguro. Yo la cubriré.

Todos los chinos que Richard había conocido en su vida eran sofisticados urbanitas, así que casi esperaba tener que acabar cargando a Yuxia a sus espaldas. Pero quedó claro casi inmediatamente que era medio cabra montesa, o cualquiera que fuese el equivalente chino a las cabras montesas. Eso quedó claro por el hecho de que siempre le veía la cara. Porque ella iba siempre por delante y se volvía con frecuencia para ver por qué tardaba tanto.

Temió que fuera a preguntarle si necesitaba ayuda.

En una de esas ocasiones, solo un par de minutos después de que echaran a correr, ella mostró una expresión asombrada. Richard ya creía conocer a Yuxia, en parte por la descripción que Zula había hecho de ella en la nota escrita en las toallas de papel. Su cara era expresiva y bonita, pero no solía mostrar sorpresa. Gran parte del tiempo tenía una expresión entusiasta e interesada, y frecuentemente mostraba una sonrisa de inteligencia, como si disfrutara de un chiste privado. El asombro no era algo que se permitiera manifestar a menos que fuera importante. Así que Richard titubeó y se dio media vuelta y retrocedió sorprendido un par de pasos. Una seta de fuego amarillo reventaba en el aire sobre el lugar donde había caído el helicóptero.

—Estoy seguro de que está bien —farfulló, volviéndose y colocando amablemente una mano en el hombro de la muchacha, animándola a darse media vuelta y ponerse de nuevo en marcha.

Ella retrocedió, pero no al estilo de «deja de tocarme, viejo guarro». El choque del helicóptero le había causado más daño del que quería dejar ver. Cuando se dio media vuelta, lo hizo envarada, y Richard comprendió que el dinamismo que había envidiado en ella era en parte fingido, una negativa consciente a mostrar dolor. Porque no quería que los hombres la cuidaran. Porque la caballerosidad a veces venía con un precio.

—No he llegado a conocer a Seamus muy bien en los cinco minutos que pasé viendo estrellarse el helicóptero y todo eso —dijo Richard, avivando el paso y tratando de que la indecisa Yuxia lo siguiera—, pero me pareció un tipo listo que sabe lo que se hace, y no creo que se quedara al lado de algo que estuviera a punto de explotar.

Ella había empezado a moverse de nuevo, quizás un poco picada al ver que un viejo torpe le había ganado unos cuantos metros. Él vio entonces la tensión en su cuello, la expresión preocupada de alguien que se enfrentaba a un fuerte dolor de cabeza.

—Escucha —le dijo, después de un momento—, no sabemos cuánto tiempo vamos a pasar en estas montañas perseguidos por los yihadistas, y por eso me gustaría presentarte a nuestro nuevo amigo y compañero de viaje, Mr Mossberg.

Yuxia miró teatralmente alrededor, haciéndolo más con los ojos, ya que el cuello no quería moverse.

—No lo veo —dijo.

—Sí que lo ves —respondió Richard, y mostró la escopeta. Una parte de él se horrorizaba ante las posibles consecuencias de proporcionarle a Yuxia una escopeta de corredera y enseñarle a utilizarla, pero, en general, no le pareció mal—. ¿Has visto estas cosas en el cine?

—Y en los videojuegos —respondió ella—. Se echa hacia atrás la corredera.

—Sí. Por algún motivo, se llama guardamano. Con esta, a veces hay que tirar con fuerza… un tirón suave no funciona.

—De acuerdo, soy fuerte —dijo ella.

—Rojo, estás muerta —dijo él, mostrándole el seguro y moviéndolo adelante y atrás unas cuantas veces, ocultando y revelando alternativamente el punto rojo—. Toma, inténtalo. Acuérdate de poner así el dedo.

Le mostró cómo mantenía el índice hacia delante a lo largo de la culata, sin permitirle tocar el gatillo.

—Pan comido —dijo ella, asintiendo.

Habían reducido el ritmo a un paso vivo, pero Richard lo consideró un riesgo razonable: era importante que ella supiera cómo funcionaba el arma. Se quitó el arnés y le entregó el rifle, advirtiendo con aprobación que ella colocaba el dedo índice en la forma adecuada y de manera natural.

—Tira un poco del guardamano y podrás ver que hay un cartucho listo para disparar.

—Cartucho quiere decir bala.

—Cartucho es la palabra que usamos para indicar munición, pero en este caso no es una bala. Es un montón de pequeñas bolitas —usó las manos para hacer la mímica de esparcirlas hacia fuera—. Muy potente. Pero hay que estar cerca o las balas se extenderán y no le darán al tipo.

—¿Cómo de cerca?

—Veinte metros o menos. Y no viene mal apuntar.

Ella lo miró, sin saber si estaba siendo sarcástico.

—Hablo en serio —dijo él—. Llévatela al hombro, pega la mejilla a la culata, y mira a lo largo del cañón. Con los dos ojos abiertos.

Yuxia se detuvo para poder practicar, apuntando a un árbol situado a unos diez metros de distancia.

—Quiero dispararla —observó, y le pareció divertido y fascinante que así fuera.

—Algún día podrás venir a mi reunión familiar y disparar todo lo que quieras —le prometió él—. Ahora no. Solo tenemos cuatro cartuchos. Y no queremos que Jahandar nos escuche.

—De acuerdo, supongo que tendré que devolvértela —dijo ella, algo hosca. Él la miró con mala cara y ella le mostró una sonrisa. «¡Te engañé!»

—Probablemente es buena idea —dijo él—. Él le disparará primero al que tenga el arma. Entonces tendrás que quitármela, y esperar a que se acerque.

Esta observación pareció despojar la situación de toda la alegría, así que reemprendieron el camino y dedicaron toda su atención a ganar terreno. A Richard le sorprendió la aparente velocidad con la que volvieron al punto donde se había separado de Zula antes. Pareció el lugar ideal para hacer una pausa, o al menos reducir el ritmo, y calibrar la situación.

—Me alegro de haberme comido tantos gofres gratis —observó Yuxia, mirándolo.

—Yo estoy en ayunas —confesó él.

A Yuxia esto no le pareció muy tranquilizador. Richard se irguió y se palmeó la barriga.

—Por fortuna, tengo un montón de energía de reserva.

Yuxia analizó clínicamente su tanque de gas.

—Dentro de otra media hora o así, llegaremos a un sendero. Una larga escalada con muchos caminos en zigzag. En ese punto, deberías adelantarte. Yo solo te retrasaré.

—¿Quién se queda con el arma? —preguntó ella.

Él reflexionó unos instantes. Su cerebro estaba cansado y funcionaba despacio.

Entonces comprendió que la pregunta no pretendía ninguna respuesta. Era una opción imposible. Tenían que permanecer juntos.

Lo que significaba que tenía que mover el culo.

—Gracias —dijo, y se obligó a caminar.

—¿Es ahí adónde fue Zula? —le preguntó ella.

—Eso espero. Pero Jones y los demás probablemente la han seguido.

—Y ahora nosotros los seguimos a ellos.

—Y Jahandar nos sigue a nosotros.

—Si eso es cierto, espero que Seamus esté siguiendo a Jahandar.

Ella pareció enormemente reconfortada por esa idea, así que Richard se mordió la lengua antes de especular acerca del león de las montañas que podría ser el furgón de cola de ese tren de muerte.

—Me alegro tanto de que Zula esté viva —dijo Yuxia unos minutos más tarde. Richard tuvo la clara impresión de que estaba intentando distraer su mente de lo cansada y dolorida que estaba—. Creí que había muerto. Lloré mucho.

—Yo también.

—Le pregunté por su familia —dijo Yuxia—, pero no respondió mucho. Ahora lo entiendo: no quería que los demás oyeran esa información.

—Es una chica lista. No quería que supieran de mí.

—Descubrimos cosas sobre ti más tarde. Gran jugador.

—Sí. Soy un gran jugador.

«Acechado por un gran cazador.»

—Háblame de tu familia —sugirió Richard.

—¡Aiyaa, mi familia! Mi familia está triste. Triste, y tal vez en problemas.

—¿Por lo que te ha pasado?

—Por lo que he hecho —le corrigió ella—. No todo me ha pasado a mí.

—Cuando se sepa la historia, todo saldrá bien.

—Si no nos matan —le corrigió ella, y avivó el paso tan dramáticamente que él la perdió entre los matorrales (la ropa de camuflaje era muy efectiva) y tuvo que echar a correr.

—¡Mira, alguien ha dejado la ropa! —anunció ella un sudoroso rato después, mientras tiraba de una manga suelta que asomaba debajo de un tronco caído.

—Es de Zula —dijo él, reconociendo la prenda—. Tiró todo lo que no le hacía falta. Preparándose para el ascenso.

—¿Es lo que nos espera?

—Empieza ahora —dijo él, y adelantó a Yuxia y se abrió paso entre el follaje durante unos metros hasta que llegó al sendero en zigzag.

Durante sus esporádicos esfuerzos por perder peso, impulsados por las Musas Furiosas, se había visto obligado a recordar a la fuerza un hecho básico de la fisiología humana, y era que el metabolismo quemador de grasas no funcionaba tan bien como el metabolismo que quemaba carbohidratos. Te dejaba cansado y lento y confuso y aturdido. Solo cuando estaba realmente estúpido e irritable (y, por tanto, era completamente incapaz de hacer su trabajo o disfrutar de la vida), podía estar seguro de que perdía peso. Y así empezó a subir por el sendero en zigzag. Pero incluso en este estado de estupefacción pronto pudo detectar un hecho básico de la geometría de estos senderos que iba a ser importante. Dos caminantes que estuvieran separados un kilómetro el uno del otro en el sendero podrían sin embargo hallarse separados solo por un centenar de metros en línea recta mientras uno hacía zig por un lado y el otro zag por el otro. Suponiendo que Jahandar los estaba siguiendo (y era lo que tenían que suponer), podrían llevar una ventaja excelente. Y esperaba que hubieran mantenido esa ventaja al moverse lo más rápido que podían. Sin embargo, podía llegar el momento, dentro de un minuto o de una hora, en que cuando ellos miraran hacia abajo y Jahandar mirara hacia arriba, pudieran verse las caras y estar fácilmente al alcance del rifle, e incluso de la escopeta.

Richard deseó haberse podido engañar a sí mismo para creer que Jahandar no sería consciente de ese hecho. Pero Jahandar parecía un hombre que se había pasado toda la vida en ese tipo de senderos, y que comprendía bien sus propiedades.

Vio entonces lo que iba a suceder. Y comprendió que su confusión, su cachaza, su irritabilidad, no eran debidas a que tuviera hambre. Era su cerebro tratando de decirle algo.

Y si había algo que había aprendido en su destartalada carrera, era a prestar atención a su cerebro en esas ocasiones.

Su cerebro le estaba diciendo que su plan estaba jodido.

Su plan estaba jodido porque Jahandar iba a alcanzarlos (probablemente llevaba todo el rato ganando terreno) e iba a llegar al lugar donde podría disparar pendiente arriba desde otro sendero. Demonios, podía apostarse sin más y esperar a que Richard y Yuxia pasaran de un lado a otro por encima de él, zigzagueando por la montaña como un par de patos cojos en una galería de tiro.

«Te quiero, pero estoy cansada de ser la novia del monstruo sagrado.» Fue lo último que Alice, una de sus ex novias, le dijo antes de ascender al panteón de las Musas Furiosas. Había tardado tiempo en decodificarlo (Alice no estaba de humor para sutilezas), pero acabó comprendiendo que esto, en el fondo, era el motivo por el que la Corporación 9592 no tenía más remedio que tenerlo cerca. Todas las demás cosas que había hecho por la compañía (contactar con blanqueadores de dinero, tirar cable de red, reclutar a autores de fantasía, tratar con Plutón) lo podía hacer mejor y por menos dinero alguien que pudiera ser reclutado en una firma especializada en buscar talentos. Su función, en el fondo, se había reducido a una cosa: estar sentado en un rincón de las salas de reuniones o aparecer en las listas de correo electrónico de la corporación, aparentemente sin prestar atención, cada vez más inquieto y hosco hasta que decía algo que ofendía a un montón de gente y hacía que la compañía cambiara de rumbo. Solo después veían los bajíos en los que habrían encallado de no ser por la sorprendente y protestona intervención de Richard.

Esta era una de esas ocasiones.

Lo único que tenía sentido era detenerse, buscar un escondite, esperar que Jahandar los alcanzara, retener el fuego hasta que estuviera a cincuenta metros, y tratar de abatirlo con la escopeta antes de que pudiera devolver los disparos.

—Alto —dijo en voz baja.

—¿Estás bien, grandullón? —le preguntó Yuxia.

—Fantástico —le aseguró él—. Pero aquí es donde tenemos que plantar cara y luchar.

—Estoy a favor de eso. ¿Le podré disparar a uno de esos hijos de puta?

—Solo si yo muero primero.