DÍA 20

Cuando el grupo principal se dirigió al sur, el campamento redujo en gran medida el número de tiendas (solo quedaron dos, sin contar con el pequeño refugio monoplaza de Zula), pero aumentó enormemente su rastro de residuos sólidos. Gran parte de lo que habían traído aquí había venido directamente de almacenes o Walmarts, y durante el frenesí de última hora de la mañana lo habían sacado todo de sus sacos y bolsas, que simplemente habían dejado caer al suelo. Ahora el viento lo revolvía todo, haciéndolo rodar hasta que se enganchaba en los matorrales o las ramas de los árboles. Zula se preguntó si era una estupidez por su parte ofenderse por esta profanación del entorno natural, dado el objetivo superior de la misión de los yihadistas y el número de personas que ya habían matado.

Ershut y Jahandar pasaron casi toda la tarde durmiendo. Zula no podía saber si era consecuencia de haber despertado temprano o por la expectativa de tener que hacer guardia esa noche.

Mientras ellos dormían, Zula se puso a trabajar cortando cordero para hacer pinchitos. Sayed se pasó el tiempo leyendo y rezando, y Zakir, tendido en una esterilla al sol, o bien miraba a Zula por debajo del ala de su sombrero o roncaba. Cuando roncaba, Zula cogía recortes de grasa, huesos e incluso trozos enteros de carne roja, y los metía en bolsas de papel y los arrojaba pendiente abajo en dirección a las tiendas. En cualquier campamento adecuado esto habría llevado a una investigación al nivel de los juicios de brujas de Salem, pero aquí, como los yihadistas eran insensibles a la basura, pasaría desapercibido excepto para los animales salvajes. La noche pasada no habían visto osos, pero como este no era un campamento muy frecuentado, los animales no tendrían ningún motivo para visitarlo hasta que llegaran a asociarlo con la disponibilidad de comida.

Mientras hacía todo esto, mantenía, en su cabeza, un debate sobre si era una buena idea. Si no la ejecutaban antes del anochecer, tenía una buena posibilidad de escapar de esos hombres, incluso sin la ayuda de la comunidad local de Ursus arctos horribilis. No es que fuera a estar ahí sentada toda la noche, la llave del candado en su mano caliente, esperando la llegada de los osos antes de actuar. Si aparecían, sería tan probable que despertaran a sus captores como que la ayudaran a cubrir su huida; y si iban dispuestos a matar y devorar humanos, estarían tan interesados en ella como en los yihadistas. Pero siguió haciendo lo que hacía de todas formas, porque parecía una buena forma de mostrar desprecio por esos hombres.

La tarde pareció hacerse eterna. Los hombres que dormían despertaron cuando el sol solo estaba a una cuarta por encima de las Selkirk y empezaron a deambular por la pequeña zona de la cocina de esa forma atemporal de las personas hambrientas que esperan que otras les preparen la comida. Zula mostró los pinchitos ya ensartados y listos para cocinar y les hizo comprender que sabrían mejor cocinados sobre brasas que sobre las llamas azules del hornillo. Pronto Ershut y Sayed estuvieron recorriendo el bosque cercano para reunir leña.

Zula se había acostumbrado a escuchar sus pesados y ruidosos movimientos en los árboles y por eso no hizo mucho caso al principio cuando sus oídos detectaron el leve crujido de las agujas secas de pino al ser pisadas, el rumor de los matorrales al ser apartados por algo que se abría paso por el bosque. Cuando finalmente rompió la superficie de su consciencia, tuvo la inmediata sensación de que llevaba algún tiempo escuchándolo. En el fondo de su mente había estado pensando: «¿Por qué se mueve Ershut tan despacio? Así no reunirá nunca mucha leña.» Pero entonces vio a Ershut que llegaba al campamento desde la dirección opuesta, cargando a manos llenas ramas muertas. ¿Entonces era Sayed? Pero Sayed emergió de entre los árboles solo unos pasos por detrás de Ershut.

Zakir, entonces, el espeluznante, se encaminaba subrepticiamente hacia ella a través del bosque. ¿Pero por qué molestarse? Estaba encadenada a un árbol. Ya la habían capturado.

¿Era Jahandar, que se situaba en un nuevo puesto de vigilancia? No, lo había visto dirigirse hacia el Blue Fork, llevando una garrafa de agua vacía.

Entonces tenía que ser Zakir.

Dos minutos más tarde, mientras Zula echaba más combustible a los restos casi consumidos de la hoguera, oyó el fuerte ruido de una cremallera al descorrerse, y al volverse vio a Zakir salir de su tienda, donde al parecer había ido a ponerse ropa más abrigada. Preparándose para la bajada de temperaturas, pues el sol era ya solo una burbuja roja sobre las Selkirk.

¿Entonces quién, o qué, se estaba moviendo por el bosque allí arriba?

Se puso nerviosa un momento, imaginando que venía alguien a rescatarla. Un tirador de precisión de la Real Policía Montada de Canadá, enviado para infiltrarse en el campamento por delante de una operación de rescate en helicóptero. Siguiendo esa ilusión, se obligó a no mirar hacia el bosque y no mostrar ninguna curiosidad sobre lo que podía haber allí.

Pero después de un ratito, cuando el fuego se avivó y luego empezó a menguar, formando lechos de brasas en los intersticios entre los leños cruzados, sacudió la cabeza como avergonzada por haber imaginado algo así. No venía nadie a rescatarla. Tenía que hacerlo ella misma. Y probablemente era mejor así. Tenía una oportunidad si echaba a correr por el bosque en la oscuridad. Encadenada a un árbol en mitad de un duelo de armas automáticas no duraría mucho. Peor, no tendría poder ninguno para cambiar su situación.

Nada de lo cual respondía a la pregunta.

Ahora se permitió mirar hacia la espesura. Ninguno de los hombres lo advirtió; a ninguno le importaba.

Pero había esperado demasiado. El sol estaba ya tras las montañas. El fuego casi proyectaba ahora más luz que el cielo. Pero fue paciente y se mantuvo de espaldas a la puesta de sol y la hoguera y esperó a que sus ojos se ajustaran mientras escrutaba la negrura casi perfecta de la espesura.

No vio nada. No había nada que ver.

Y sin embargo algo la molestaba. Después de todo lo que había soportado a manos de seres humanos, parecía inconcebible que algo del mundo natural pudiera aterrorizarla. Pero había algo ahí fuera, y la aterraba. No en el sentido intelectual de «Espero que Jones no les ordenara matarme», sino a un nivel mucho más profundo.

Pudo sentir un cosquilleo en la nuca. Era algo que solo le había sucedido unas pocas veces en la vida. El pelo intentaba erizársele, como el de un perro que siente que está mirando algo lo bastante grande para poder matarlo y quiere parecer más grande.

Pero no importaba cuánto tiempo mirara las profundas sombras no vio nada más. Finalmente se obligó a dejar de pensar en ello y atender la cocina. Giró sobre sus talones.

Un par de chispas trazaron finas líneas rojas en el rabillo de su ojo.

Recordó antiguas lecciones: la visión periférica era más sensible al movimiento que la central. Se volvió, girando la cabeza de un lado a otro como un lobo que busca un olor, y atisbó de nuevo las chispas gemelas.

Allí estaban. Ahora los veía. Dos puntos de luz roja.

Antes no los había visto porque no estaban a ras de suelo, donde había estado mirando. Estaban en lo alto de un árbol.

Casi se había convencido a sí misma de que eran solo gotas de savia que reflejaban la luz de la hoguera cuando se apagaron un instante y luego volvieron a encenderse.

Para bien o para mal, la estrategia de «atraer al campamento vida salvaje» daba fruto unas horas más tarde. Zula no tenía idea de la hora que era (un reloj le habría venido bien) pero el cielo no había empezado a aclararse todavía por el este. Tal vez las tres de la madrugada.

Se había quedado adormilada pero ahora la despertó un ruido de roce en las inmediaciones de las tiendas de los yihadistas.

Extendió la mano y abrió el candado, y luego murmuró una pequeña oración o una resolución de que nunca volvería a ponérselo.

Eso hizo posible que pudiera quitarse algunos de los jerséis de lana que llevaba puestos desde que le habían puesto la cadena. Encima también llevaba una cazadora de cremallera que podía quitarse y ponerse incluso con la cadena, pero de la que se había despojado hacía unas cuantas horas cuando se fue a dormir. Ya vestida solamente con unos leguins sintéticos azul marino, metió la abultada ropa de lana en el saco de dormir tratando de que pareciera que todavía estaba dentro.

Había preparado una cabeza falsa metiendo puñados de agujas de pino en una bolsa de plástico hasta que quedó redonda y del tamaño adecuado, y luego le puso una gorra encima. La metió en la capucha de una sudadera y luego cerró el cordón a su alrededor, la cubrió con el saco de dormir, disponiéndolo todo de modo que si iluminaban la tienda con una linterna pareciera que se había acostado y se había tapado la cara. Metió el extremo de la cadena debajo.

La cremallera de la pequeña tienda ya estaba descorrida; se había encargado de eso antes. Solo después de tenerlo todo preparado extendió la mano y separó las portezuelas una fracción de pulgada para asomarse.

A la luz de la luna, pudo ver al menos a dos criaturas merodeando los restos de comida que había dejado. Por el ruido que hacían, supuso que eran oseznos. Pero se trataba solo de mapaches.

Vio ahora, demasiado tarde, que dejar la comida había sido un error. Había atraído a animales que eran lo bastante grandes para despertar a los hombres pero no lo suficiente para suponer una verdadera amenaza para ellos.

En cualquier caso, no podía quedarse allí agazapada en la entrada de la tienda. Tarde o temprano los hombres se despertarían. Salió de la tienda. El aire húmedo le heló las extremidades, pero sabía que pronto estaría sudando. Tratando de ignorar el frío, caminó en línea recta, moviéndose deliberadamente hacia la tienda que compartían Zakir y Sayed. Las botas de acampada del segundo (recién compradas en Walmart) estaban colocadas delante. Las recogió del suelo con un rápido movimiento con la mano (un movimiento que había ensayado mentalmente toda la noche) y se dio media vuelta. Se encaminó entonces hacia la tienda que compartían Ershut y Jahandar. Su intención era coger también sus botas y perderlas en el bosque. No le preocupaba tanto Zakir, pero le ayudaría enormemente dejar a esos dos descalzos.

Algo cruzó su visión a seis metros de distancia, gris oscuro moviéndose velozmente contra un gris más oscuro. Hubo un alboroto, luego un grito, como un bebé atropellado por un coche. Zula se detuvo. Dejar de moverse era una mala idea, pero su mente no funcionaba al nivel de las ideas.

Una especie de lucha estaba teniendo lugar, sacudiendo las paredes de la tienda de Ershut y Jahandar, revolcándose por el suelo, enviando por los aires ramas y basura.

Un mapache había sido atacado por otra criatura. Algo que lo había estado acechando.

Zula echó a correr.

Nunca sabría, ni le importó especialmente saberlo, en qué orden habían sucedido las cosas en el campamento. Ershut y Jahandar no podían haber seguido dormidos. Habrían salido de sus tiendas, las armas dispuestas, y se encontraron una especie de melé sacada de Wild Kingdom en progreso, o tal vez solo su sangrienta consecuencia. Sin saber que a cien metros de distancia Zula estaba sentada en el suelo, entre los árboles, calzándose las botas de Sayed. Su adrenalina bombearía como loca. Puede que se rieran al advertir que todo el alboroto no habían sido más que animales salvajes peleando en la noche. Tal vez esa risa despertó a Zahir y Sayed, si no estaban despiertos ya, y quizá Sayed miró alrededor y se dio cuenta de que sus botas habían desaparecido. O tal vez Ershut se acercó a la tienda de Zula con una linterna, miró dentro, y vio el engaño, o no.

Todo lo que sabía era que, quizás un cuarto de hora después de su marcha, empezaron a oscilar luces en la pendiente formada por el alud tras ella, siguiendo el sendero por el que Zula corría tan rápido como podía.

Corrió más rápido.

Una oleada de náusea se apoderó de ella, y tuvo que detenerse a vomitar. Le picaban las manos. No estaba absorbiendo suficiente oxígeno. Había corrido anaeróbicamente. No tuvo más remedio que continuar los tres kilómetros siguientes a paso más medido. Tras ella (a poco más de un kilómetro) podía ver una linterna oscilando rítmicamente mientras su propietario corría por el sendero. Eso le proporcionó una idea aproximada de cuánto tiempo tendría, cuando llegara al Schloss, para entrar y llamar a la policía. Ahora mismo era bastante favorable. Temblando un poco por la náusea pero sintiéndose mejor a medida que su corazón y sus pulmones se recuperaban de la pérdida de oxígeno, ganó velocidad hasta que consiguió el ritmo más veloz que creía ser capaz de mantener.

En su mente, la distancia del campamento al Schloss había aumentado cada hora que había pasado encadenada a aquel árbol, y por eso se sorprendió cuando vio uno de sus tejados a la luz de la luna. Había cubierto la distancia en muy poco tiempo. Cuando corrió el riesgo de reducir la velocidad un poco para poder mirar por encima del hombro, vio la luz tambaleante que todavía la perseguía, quizás un poco más cerca que la última vez, pero todavía a unos pocos minutos de distancia.

Probó con la puerta delantera solo para ver si estaba abierta, pero el tío Richard al parecer la había cerrado con llave al salir. No importaba. Había estado visualizando mentalmente el lugar y ya había decidido por dónde entrar. Dio la vuelta hasta el lado que daba a la presa, que era la parte menos escénica de la propiedad y por tanto donde habían situado cosas como los cobertizos y los aparcamientos. Las habitaciones que daban a ese lado solían ser salas de reuniones y oficinas. Cogió del suelo una piedra redonda, del tamaño de un meloncillo, puesta allí de adorno. Cargándola con las dos manos, corrió hacia la ventana de una oficina y la lanzó contra el cristal, que estalló con un ruido que debió de escucharse en Elphinstone. Se apoyó en un pie y usó el otro para apartar los añicos que sobresalían, luego metió la mano y abrió la ventana.

Unos momentos más tarde estaba dentro de la oficina, llevándose el teléfono al oído. No oyó nada.

Las luces tampoco funcionaban.

Toda la energía, todos los teléfonos, todas las conexiones a Internet estaban muertas.

Jones debía de haber cortado los cables cuando vino a visitar a Richard.

Un impulso muy poderoso la presionó entonces para que estallara en lágrimas, pero le dio la espalda, como si fuera un invitado no deseado en una fiesta, y trató de pensar.

Todo su plan se había basado en la suposición de que podría hacer una llamada telefónica desde aquí. O al menos disparar el sistema de alarma. Encender y apagar las luces. Era todo lo que necesitaba; llamar la atención de alguien en el valle. Chet era su mejor esperanza: vivía en una casita ocho kilómetros carretera abajo. En una noche tranquila tal vez fuera posible escuchar la alarma desde esa distancia.

Esta orilla del río (la orilla derecha) era infranqueable más allá de ese punto, debido a la Roca del Barón, que convertía la orilla en una muralla vertical de piedra azotada por agua helada en violento movimiento. Para llegar a Elphinstone tendría que cruzar la orilla izquierda a través de la presa, siguiendo la carretera que corría por encima. Desde allí tendría treinta kilómetros de mala carretera entre Elphinstone y ella. Jahandar (estaba segura de que el yihadista que corría veloz era él) estaba ya solo a corta distancia, y corría más rápido. Si Zula seguía la carretera, podría abatirla de un disparo, o simplemente alcanzarla y clavarle un cuchillo por la espalda.

Tendría que subirse a los árboles y esconderse.

Entonces sucederían dos cosas. Una, los yihadistas controlarían la carretera. Para poder llegar a la ciudad, ella tendría que subir a las montañas boscosas que se alzaban sobre la orilla izquierda y luego atravesar toda la espesura. Dos, empezaría a sentir frío y sufriría los efectos del hambre y la sed. Se lo había jugado todo en esta carrera, dejando atrás sus ropas de abrigo, sin traer comida ni agua.

Lo único que se le ocurría para llamar la atención era prenderle fuego al edificio y esperar que alguien advirtiera el humo y las llamas.

Y eso podría funcionar o no. Pero tardaría un tiempo. Y no podía esperar en un edificio en llamas. Una vez más, tendría que huir a la espesura y tratar de seguir viva durante unas cuantas horas, posiblemente más.

Solo tenía unos pocos minutos para equiparse para un viaje de supervivencia en los bosques de duración desconocida.

Ni siquiera podía ver nada. Había localizado a tientas el teléfono siguiendo el tenue brillo de la luna. La única fuente de luz en aquella habitación era una LED roja, a la altura de las rodillas, en la pared.

Esto le trajo un vago recuerdo: el Schloss tenía linternas de emergencia colocadas en las paredes, una en cada habitación, cargándose todo el tiempo, excepto cuando se iba la luz.

Obligándose a moverse con pasos lentos y cuidadosos (no quería tropezar y caer sobre los cristales rotos) cruzó la habitación, llegó hasta la pared, y encontró la linterna. Se encendió, deslumbrantemente brillante. La cubrió con la palma, pues no quería convertirse en un claro blanco para alguien que estuviera apuntando con su teleobjetivo, y permitió que un resquicio de luz escapara entre sus dedos, iluminando el camino para salir de la oficina.

Llegó a un pasillo y se alejó de la entrada principal. A la derecha había una fila de oficinas y almacenes que contenían en su mayor parte material de cocina. A la derecha estaba la zona donde se preparaba la comida para la taberna. Al pasar rápidamente por allí, se arriesgó a retirar la mano de la luz (la cocina no tenía ventanas) y cogió un largo y afilado cuchillo de carnicero y otro cuchillo más pequeño de una panoplia magnética de la pared. Los metió en un cubo de plástico blanco que había en el suelo bajo un fregadero. Usándolo como una especie de bolsa de la compra, metió unas cuantas cosas que podrían servirle: dos manoplas de cocina, por ejemplo, que podrían mantenerle las manos calientes si no podía encontrar algo mejor. No había, naturalmente, ninguna comida perecedera almacenada en el lugar, ya que habían cerrado para el Mes del Barro. De un frigorífico cogió una botella de aceite de colza que habían dejado allí para que no se pusiera rancio, y unos veinte botellines de agua. En los cajones encontró paquetes de patatas y otros aperitivos, además de arroz, pasas y pasta. El cubo empezaba a llenarse, y Zula pensó que tenía suficientes calorías para seguir viva durante días, suponiendo que pudiera encontrar un sitio donde cocinar las cosas.

Lo que le llevó a la idea de los hornillos de acampada y otro equipo. ¿Era esperar demasiado, en un albergue de esquí en las montañas?

Alguien golpeaba la puerta principal del albergue de manera exploratoria, tratando de calcular cuánta fuerza necesitaría para derribarla. Así que estaban aquí.

¿Por qué no disparaban a las cerraduras? Desde luego, tenían medios para hacerlo.

Porque tenían miedo de que escucharan los disparos en el valle.

El tío Richard tenía armas aquí. Una buena idea. Pero imposible. Estaban guardadas en una caja fuerte en su apartamento.

Tenía la impresión general de que el equipo de acampada solía estar guardado en el sótano. Un mapa de emergencia en la pared le dijo dónde estaban las escaleras. Encontró unas y las bajó.

Una ventana se rompió en la fachada del edificio.

Zula casi se dejó llevar, por un momento, por el impulso de huir. Pero solo acabaría muriendo de hipotermia.

Su nariz le dijo que no se había equivocado con respecto al equipo. No era exactamente un mal olor, pero todo el material de acampada olía igual después de un tiempo. Escrutó con la luz y encontró lo que necesitaba, disperso por todo el suelo.

Naturalmente. Si Jones había obligado a Richard a acompañarlo, habría necesitado su propia mochila, ropas de abrigo, el saco de dormir, la tienda. Tendrían que haber bajado aquí y saqueado el lugar.

Eso, al menos, le estaba saliendo bien. Casi tropezó con una mochila vacía, grande y con un armazón exterior de aluminio. Soltó el cubo, cogió la mochila, y comprobó que estaba más o menos en buen estado. Cogió un saco de dormir, metido ya en su funda, y lo amarró a la mochila con un par de cuerdas elásticas. Vació el cubo indiscriminadamente en el compartimento superior y recordó que había un par de cuchillos en el fondo. Guardarlos sería peligroso, así que los apartó por el momento.

En un estante había almacenados hules de nailon verde, perfectamente doblados en rectángulos. Cogió tres. Si le cortaba un agujero en el centro, uno de ellos podría servirle como poncho para la lluvia. Otro podría ser una estera para el suelo, y el tercero servir de tienda improvisada. Cogió algunas cuerdas de otro estante, una CamelBak de un gancho donde la habían colgado boca abajo para vaciarla.

El albergue había recopilado tantos pantalones, guantes y parkas de esquí usados que estaban almacenados en bolsas de basura en los rincones. Abrió dos y rebuscó en ellas, seleccionando un abrigo y unos pantalones para la nieve más por su color (negro) que por su tamaño (demasiado grande), y cogió dos pares de guantes azul marino. Una gorra de lana. Un par de gafas de esquí, ya que no tenía gafas de sol, y podría encontrarse con nieve.

La mochila se tensaba a medida que la iba llenando de cosas. Volvió a los cuchillos y descubrió un modo de insertarlos con cuidado entre el armazón de aluminio y el saco de nailon. Allí quedarían sujetos y las hojas no estarían en posición de hacerle daño, ni dañar otro material. Los mangos sobresalían en la parte superior: podría extender la mano por encima del hombro izquierdo y cogerlos si hacía falta.

Un fuerte olor la asaltó: combustible. Abrió el mueble más cercano y encontró un compartimento donde guardaban los hornillos de campo y los suministros.

Los yihadistas parecían estar dándole todo el tiempo del mundo. Había alguien haciendo ruido arriba, pero por lo que podía decir era una sola persona.

Entonces adivinó por qué. Jahandar había llegado primero. Pero no había entrado en el edificio. En cambio, se había apostado en la carretera, o cerca de la presa, para impedir que Zula cruzara a la orilla izquierda. Jahandar podía ser un pez fuera del agua en Columbia Británica, pero tenía más que suficiente del equivalente afgano de la sabiduría callejera para comprender que, si Zula no cruzaba a la orilla izquierda, no podría llegar hasta Elphinstone. Ershut, probablemente, había llegado unos cuantos minutos después; sería él quien lo estaba revolviendo todo, intentando hacerla salir del Schloss para que Jahandar pudiera abatirla con el rifle. Zakir, que no estaba en forma, y Sayed, que carecía de zapatos, no llegarían hasta dentro de un rato.

Los hornillos eran de los que se conectan directamente a las bombonas, que no tenían depósitos propios. Zula metió un hornillo, una caja de cerillas impermeables, y un puñado de velas en un bolsillo lateral de la mochila. En el compartimento principal metió unos cuantos útiles de cocina: una olla pequeña, una sartén y un plato, todo perfectamente unido. Era difícil usar el hornillo sin eso.

Las bombonas de combustible (cápsulas de aluminio con cuellos estrechos y tapones de plástico) estaban desperdigados por el suelo como si fueran un puñado de bolos después de un pleno. Abrió una, se agachó, la sujetó entre las rodillas, luego cogió una lata de combustible de cinco litros del estante inferior, le quitó el tapón, y descubrió lo difícil que era decantar gasoil blanco de un receptáculo de cuello estrecho a otro sin que le temblaran violentamente las manos. La mitad se le derramó sobre las rodillas y empapó sus leguins, un detalle que tendría que recordar si se acercaba a un fuego en algún momento cercano.

Cosa que tenía intención de hacer. Solo un cuarto de la lata grande bastaba para llenar la bombona. El resto quedaba para otros usos.

Primero tuvo cuidado de volver a colocar el tapón y guardar la bombona en la mochila. Luego cogió un par de cerillas que había guardado antes y las sostuvo con la boca. Se levantó y se echó la mochila a la espalda. Durante todas esas acciones, había encontrado una vieja linterna con las pilas casi agotadas, así que la dejó en el suelo, apuntando al techo, encendida. Eso le permitió apagar su propia linterna. Con la lata de combustible en una mano, subió las escaleras lo más rápido que pudo sin hacer mucho ruido. Que Ershut la persiguiera por el Schloss sería malo, y quedarse acorralada en el sótano sería peor, pero ser capturada en medio de la escalera era lo peor que podía ocurrírsele.

Se detuvo al llegar arriba, horrorizada un momento por el desagradable pensamiento de que Ershut podría estar al otro lado de la puerta, esperándola. Eso fue más que suficiente para que tanteara por encima del hombro y comprobara que el mango del gran cuchillo de cocinero estaba allí donde podía agarrarlo.

Esperó en la oscuridad hasta estar segura de que oía un estruendo lejano: probablemente Ershut abriendo de una patada una puerta en el ala de invitados.

Abrió la puerta y esperó algún tipo de desastre, o al menos movimiento cercano: pero el lugar estaba tranquilo a excepción del eco de otra puerta abierta a patadas.

Avanzó a tiendas dos esquinas y entró en la taberna. Guiándose por el leve brillo rojo de la linterna a través de la carne de su mano, encontró el camino al comedor y de allí a la sala dominada por la barra y el televisor y los cómodos sofás y los sillones. Un puñado de bolsas vacías de patatas y latas de refresco le dijeron dónde estaba su tío en el momento en que Jones vino a hacerle una visita.

Odiaba hacerlo, porque sabía cuánto amaba este lugar el tío Richard. Pero la gomaespuma de este mueble ardería mejor que ninguna otra cosa, cuando prendiera. Roció el gasoil por todo el sofá y los brazos de los sillones adyacentes, y luego vació el resto en un charco en el suelo.

Antes de encender la cerilla, se acercó a una ventana desde la que podía ver la zona norte de la propiedad y comprobó sus sospechas de que Jahandar (o al menos alguien con una linterna) estaba allí apostado, justo en mitad de la carretera, en el lugar donde empezaba a descender hacia la presa.

Ershut seguía dejando claro dónde se hallaba. No estaba cerca de ella.

Se sacó una cerrilla de la boca, la encendió, y la arrojó. Demasiado rápido, pues falló el objetivo y se apagó en la alfombra. La segunda prendió y las llamas se extendieron con sorprendente efecto, cegando sus ojos aclimatados a la noche. Para Jahandar o cualquiera que estuviese en la carretera, sería tan brillante como el amanecer, incluso con las persianas echadas. Parecía desaconsejable salir por una puerta que estuviera cerca, así que dio un rodeo hasta el ala de invitados, donde no parecía estar Ershut. Esta era solo un largo pasillo recto que apuntaba al sur, flanqueado por puertas de habitaciones de invitados a ambos lados. Moviéndose lo más rápido que pudo con la pesada mochila a la espalda, fue derecha al fondo, atravesó la salida de emergencia (combatiendo una ridícula sensación de vergüenza de niña buena porque nunca debía usarse excepto en una emergencia real) y se encaminó lo más directamente que pudo en dirección al escondite más cercano: la línea del bosque a lo largo de las orillas del Blue Fork, a unos treinta metros de distancia.

Le resultó sorprendentemente fácil ver por dónde iba sin la ayuda de la linterna y pensó durante un segundo que era debido al gran incendio que asomaba por las ventanas de la taberna. Entonces comprendió que el cielo empezaba a iluminarse por el este. Quien había escrito aquello de «la hora más oscura es antes del amanecer» al parecer no había pasado mucho tiempo en el Noroeste, donde, durante horas antes de llegar al horizonte, el sol esparcía una vaga luz azul por debajo de la omnipresente capa de nubes.

Un timbre empezó a sonar, asustando su corazón de loca niña buena mientras se preguntaba si lo había causado ella misma al usar la salida de emergencia. No era un timbre eléctrico. Sonaba como una pieza de metal de verdad golpeada por un percutor. El sonido era intermitente y vacilante, como si el artilugio que lo impulsaba estuviera en las últimas. Pese a todo, se transmitió claramente por el aire tranquilo del valle.

La silueta de un hombre fornido (Ershut) se recortó contra las brillantes ventanas de la taberna mientras corría delante de ellas. Había salido al exterior cuando advirtió que el edificio estaba ardiendo. Se dirigía hacia la fachada, con intención, supuso ella, de llegar a la fuente del ruido. Lo perdió en la oscuridad. Entonces Zula volvió la mirada hacia las ventanas y advirtió un dramático descenso en la intensidad de la luz.

Los aspersores debían de haber entrado en acción dentro de la taberna. Estaban conectados a algún tipo de aparato en la parte delantera del edificio; el agua que corría por las tuberías de los aspersores hacía girar una ruedecita que golpeaba el timbre, haciendo sonar la alarma aunque no hubiera energía eléctrica.

Las grandes ventanas de la taberna empezaron a explotar: alguien las atacaba con una maza o la culata de un rifle, venteando humo. Tenues llamaradas de luz naranja brillaban en los sitios que no cubría el sistema de aspersores. Unos minutos más tarde Zula escuchó el siseo rugiente de un extintor que funcionaba con breves estallidos y vio que esos pequeños incendios eran apagados uno a uno. El timbre siguió sonando incluso después de que el fuego hubiera sido extinguido, y continuaría hasta que el sistema se quedara sin agua o fuera desconectado cerrando una válvula en alguna parte.

Zula había hecho esas apreciaciones mientras se movía furtivamente a través de la espesura, ascendiendo las laderas que daban al norte para poder ver el Schloss. El cielo era apreciablemente más claro. Cuando llegó, no pudo ver nada más que tenues reflejos de la luz de la luna en los tejados, y los puntos de luz de las linternas, pero ya podía ver todo el complejo, aunque de un débil gris sobre gris, y podía ver a Ershut y Jahandar moviéndose de un lado a otro aunque no estaban usando sus linternas.

Todo lo cual iba a su favor pero le decía que era mejor que se internara más en el bosque antes de que hubiera suficiente luz para que la localizaran con facilidad.

Retrocedió otros cien metros, preocupada por la cantidad de ruido que hacía mientras se movía con la gruesa mochila entre los matorrales. Entonces se dio la vuelta y miró atrás, ya que había captado luces brillantes en su visión periférica.

Un coche bajaba por la carretera, acercándose a la presa. Le emocionó verlo y luego se horrorizó ante la certeza de que quien estuviera dentro iba a ser tiroteado.

Sin embargo, Jahandar se acercó, agitando los brazos y haciendo que el coche se detuviera en el extremo de la presa. Llevaba el rifle colgado al hombro. Se puso a charlar con el conductor.

Debía de ser el equipo de apoyo. Dos días antes, debieron de llevarse la caravana a Elphinstone para dejarla aparcada en un camping o algo por el estilo. Cuando Zula escapó, Jahandar o Ershut debieron de contactar con ellos por teléfono o walkie talkie para decirles que acudieran rápido. Las puertas traseras del coche se abrieron y un hombre salió de cada lado, arrastrando una bolsa que se cargaron a la espalda.

Después de unos minutos más de conversación, el coche volvió a ponerse en marcha, dio media vuelta y regresó a Elphinstone.

Oyó un chasquido tras ella: el crujido de una rama.

Se volvió para ver a Sayed que se acercaba, a unos tres metros de distancia.

La estaba mirando directamente. En los pies llevaba puestas las Crocs rosas que ella había dejado en el campamento. Se movía con torpeza debido a las zapatillas y porque tenía las manos ocupadas con una escopeta de corredera.

Los movimientos de Zula no eran menos torpes. Pero sabía que tenía que permanecer alejada del alcance de esa arma, y por eso retrocedió. Al comprender que lo había visto, él avivó el paso y empezó a vacilar, agitó el arma peligrosamente a su alrededor, cayó de rodillas cuando las Crocs resbalaron en el empinado terreno, maldiciendo y dejando escapar pequeñas exclamaciones cuando las ramas lo golpearon en la cara.

Las correas de la mochila tiraron violentamente de sus hombros. Zula pensó que había tropezado con un árbol, que sus ramas se habían enganchado en la mochila, trató de volverse.

Pero cayó de bruces. Extendió las manos en un intento por impedir la caída, pero las palmas le resbalaron y acabó despatarrada en el suelo. Sintió en la espalda el peso de la mochila. Un momento después, sintió un peso mucho más grande. Un peso que se movía.

—¡La tengo! —dijo Zakir. Su voz sonaba encima de ella: estaba arrodillado sobre la mochila o algo. Pero entonces hubo un súbito y violento movimiento y todo su peso se cernió sobre ella con una fuerza que bien podría haberle roto las costillas. Ciertamente, la estaba dejando sin aire en los pulmones.

—Puta, ¿qué tal sienta estar muerta? —le preguntó.

Ella solo podía hacer un movimiento, lo que hizo que la elección fuera mucho más fácil.

Doblando bruscamente el codo, llevó la mano derecha al hombro izquierdo, tanteó hacia arriba un par de pulgadas, encontró los mangos de los cuchillos, cogió el grande. El peso de Zakir casi lo inmovilizaba, pero ella lo liberó con un movimiento convulsivo. Entonces, sin solución de continuidad, invirtió el movimiento y apuñaló hacia atrás, apuntando al sonido de su voz.

Él se atragantó con su propio grito y rodó apartándose. Mientras se movía, ella sintió el mango del cuchillo retorcerse en su mano. Lo sujetó con fuerza, tiró, sintió el chorro de sangre. Plantó ambas manos en el suelo y se puso a cuatro patas, luego rodó para apartarse y terminó sentada de culo.

Zakir estaba arrodillado en el suelo con ambas manos sobre la boca. Sus antebrazos se teñían de rojo. La sangre empezaba a correr por un codo, luego por el otro.

Ella oyó una exclamación. No de Zakir, que había perdido la capacidad de hablar. Alzó la cabeza y vio a Sayed allí de pie con sus Crocs, a tres metros de distancia, sujetando flácidamente la escopeta en sus manos, mirando horrorizado a Zakir.

En ese momento estaba definitivamente dentro del alcance de aquella escopeta. Llevaba a la espalda la mitad de su propio peso, y estaba sentada, inmovilizada por la mochila.

Por primera vez en mucho tiempo no tuvo ninguna idea concreta de qué hacer. Estaba cansada de elaborar ideas.

Sayed y ella se miraron mutuamente unos instantes. Él le miró la mano y vio el cuchillo ensangrentado.

Posiblemente quería ir en ayuda de Zakir, que estaba desplomado contra un árbol, desmoronándose mientras se quedaba sin sangre y sin aire. Pero no quería ponerse al alcance de aquel cuchillo. Debería hacerla volar por los aires con la escopetea. Pero no era capaz de hacerlo.

Así que estaban en tablas.

Algo cruzó el aire tras él. Una especie de ave, excepto que pesaba tanto como Zula. Pero la calidad de su movimiento (una combinación extraña y casi sobrenatural de velocidad y silencio) era ajena a la de las aves.

Sayed cayó de cara como si hubiera sido atropellado por un coche. La escopeta salió volando de sus manos y rebotó en el suelo y resbaló hacia Zula.

Ella se centró tanto en ese detalle que no vio nada más hasta que liberó los brazos de las correas de la mochila y se lanzó a recoger el arma de la gruesa capa de hojas y viejas agujas de pino marrones donde había acabado por posarse.

Entonces alzó la cabeza y se encontró ante el dorado rostro de un felino enorme que la miraba desde unos dos metros de distancia. El animal tenía sangre en los colmillos. Había plantado ambas patas en la espalda de Sayed; cada una de sus garras estaba metida en un disco de sangre que se extendía. Pero la mayor parte de la sangre procedía del cuello de Sayed, que había sido destruido: el animal lo había abatido de un salto, y lo había mordido hasta la cervical, en el mismo instante.

Zula recordó que tenía una escopeta en las manos. Apuntó con ella al puma. Pues su mente, pasando tardíamente al análisis taxonómico animal, lo había identificado como tal. El mismo puma, sin duda, que había estado acechando la pasada noche el campamento y había atacado a los mapaches. Se preguntó si Sayed habría tenido la presencia de ánimo de cargar una bala y quitar el seguro. Tiró hacia atrás con la mano derecha, vio el brillo amarillo del cartucho en la recámara, la cerró. Miró de nuevo al puma. Encontró el seguro con el pulgar, miró y vio que estaba puesto, lo empujó hacia arriba hasta que apareció un punto rojo. Rojo, estás muerto. Miró de nuevo al puma. No hacía ningún esfuerzo por atacarla, pero estaba decididamente prestándole atención, rugiendo, dejando claro que no la quería allí.

Estaba defendiendo su presa.

Sujetando la escopeta con la mano derecha, apuntando al puma, Zula se agachó, metió el brazo izquierdo por una de las correas de la mochila, y se echó la carga a la espalda. Esto irritó al puma, que se puso a rugir y a amagar. Pero Zula retrocedía claramente ahora, aumentando la distancia.

Algo la cogió por la rodilla. Ella vio con horror que era la zarpa ensangrentada de Zakir, intentando no tanto detenerla como implorarle ayuda. Se zafó de él y se apartó. Hasta que no estuvo a treinta metros de distancia no se echó bien al hombro la mochila y se abrochó el cinturón de la cadera.

Su sentido del oído se había embotado durante todo el incidente, pero cuando volvió a la normalidad, advirtió que Ershut o alguien más parecían haberse encargado de la alarma. Todavía un leve sonidito repicante, pero la campana ya no sonaba y probablemente no podría oírse a mas de unos cientos de metros de distancia.

Eso hizo posible oír dos sonidos que antes habían quedado oscurecidos por el tintineo del timbre. Uno, tras Zula, era Zakir gritando. Al parecer había conseguido volver a encontrar la voz. Sus gritos tenían un sonido borboteante e incompleto. El otro era un motor que venía por la carretera desde la dirección de Elphinstone.

Zula estaba bastante segura de que era una Harley Davidson.

Chet venía. Había oído la alarma de incendios y subía a ver qué sucedía.

Zula lo había atraído aquí al iniciar el incendio, y ahora iban a matarlo.

Oyó la voz de Jahandar, gritando por el walkie talkie o por teléfono. Mientras hablaba, Zula lo vio retirarse de la presa y apostarse tras una esquina del edificio principal del Schloss.

Chet no estaba todavía a la vista, pero la luz de su motocicleta iluminaba los árboles de la carretera a un kilómetro de distancia, y Zula pudo oír el motor acelerar y desacelerar cuando tomaba las familiares curvas.

Desde el día en que Chet tomó la decisión de sentar la cabeza y unir su fortuna a la de Dodge y su alocado proyecto del Schloss, no había pasado una hora sin que pensara, y habitualmente se preocupara, por algún aspecto del edificio y sus terrenos. Esta era su vida ahora. No era una mala vida. Pero parte del trabajo era levantarse en mitad de la noche y correr al lugar para apagar incendios.

No literalmente. Nunca había habido un incendio serio en el lugar y dudaba de que lo hubiera jamás, dadas las capacidades del sistema de aspersores que habían instalado, a un precio desorbitado, en todas las habitaciones del complejo. Pero era inútil contra los fuegos metafóricos: pequeños robos, estorninos en los aleros, osos y mapaches en los contenedores de basuras. Cuando el personal creció hasta un tamaño en el que pudo delegar buena parte de todo eso, adquirió una propiedad a unos cuantos kilómetros carretera arriba y construyó su propia cabaña en ella, para poder vivir lo suficientemente ceca del Schloss por comodidad, pero lo bastante lejos para despejar su mente de sus miles de tareas y preocupaciones.

La única excepción era el Mes del Barro, cuando todo el personal se iba de vacaciones. Entonces no podía delegarse nada: Chet o Dodge tenían que estar de servicio las veinticuatro horas hasta que regresaran todos.

Dodge estaba allí ahora. Llevaba varios días. Eso le había dado a Chet una oportunidad para relajarse, ponerse al día con sus lecturas, dar unos cuantos paseos en moto con los miembros supervivientes de los Paladines de Septentrión. Acababa de regresar de uno de esos paseos, siguiendo la orilla occidental del lago Kootenay, unas cuantas horas antes de anochecer. Después de hacerse un filete a la parrilla y matar media botella de cabernet, se había acostado temprano y había dormido bien. Pero una hora antes del amanecer se encontró despierto, convencido de que oía algo en el valle: un timbre tintineante.

Aquel puñetero sistema de aspersores acababa de saltar por otra gotera.

No podía ser un incendio de verdad. Si lo fuera, el sistema de alarma lo habría detectado, llamado al departamento de bomberos, y habría enviado un mensaje de texto a su teléfono. Las sirenas estarían ululando ya junto a la cabaña. Y Dodge le estaría llamando.

No, algo debía de haber golpeado la cabeza de un aspersor y lo había puesto en marcha. El agua estaría cayendo en torrentes en una de las habitaciones del Schloss. Siempre era un enorme lío. Probablemente se trataba de Dodge, despierto temprano, que perseguía a un murciélago perdido con una raqueta de bádminton, dando manotazos en la oscuridad y sin pensar en las delicadas cabezas de los aspersores. En ese preciso momento estaría solo en el Schloss de madrugada, a oscuras, mojado, furioso y humillado, demasiado orgulloso para llamar pidiendo ayuda.

Chet se levantó de la cama, orinó y se puso el mono de motero encima del pijama. No era muy digno, pero solo lo vería Dodge, y no tenía secretos para él. Salió al camino de grava entre la cabaña y la carretera. La moto estaba allí. Estaba sucia y cansada, necesitaba un cambio de aceite. Conducirla en la oscuridad sería incómodo y frío. Un hombre en su sano juicio cogería el todoterreno que estaba aparcado al lado. Pero Chet, por impulso, había decidido coger la moto. Qué demonios, estaba despierto ya y a punto de pasarse todo el día liado con el caos que habría montado Dodge. No podía ser más incómodo que eso.

Montó en la Harley, la arrancó, salió del patio de grava y se dirigió al pequeño camino de acceso que conducía a la carretera desde su propiedad. Era una antigua carretera minera, reparada una vez al año después de que el deshielo primaveral terminara de convertirla en un patatal lleno de surcos. Así que nunca podría ser peor que hoy. Siguiendo la hipérbole de luz que proyectaba el faro de la moto, puso toda su atención, durante los primeros minutos, en mantenerse apartado de los canales más profundos que se habían abierto durante las semanas transcurridas desde que la nieve empezó a derretirse. Su lento avance fue una bendición disfrazada: si fuera más rápido, trozos de barro semicongelado saltarían de los neumáticos y se pegarían a la parte interior de los guardabarros de la moto.

A medida que se acercaba a la orilla del río, los árboles se fueron haciendo más dispersos y le permitieron ver con claridad el cielo por el este, que se había vuelto rosa y coralino. Sintió la tentación de apagar el faro y correr a oscuras, como solía hacer en los viejos tiempos. Antes del accidente. Pero el accidente le había inculcado sentido, si tener un tallo de maíz metido en el cerebro podía llamarse así. Y al vivir en esa zona había aprendido que esa era la hora del día en que salían los bichos: había luz suficiente para que pudieran ver qué demonios hacían, pero no tanta para que los depredadores tuvieran fácil localizarlos, y por eso esta era la hora en que un motorista solitario tenía más probabilidades de matarse estrellándose contra un alce en mitad de la carretera. Los depredadores habrían salido también, buscando presas crepusculares con sus grandes ojos brillantes y sus retorcidas orejas como radares. Las Selkirk estaban repletas de depredadores máximos: osos de dos tipos, lobos, coyotes, pumas y diversos gatos más pequeños, por nombrar solo a los de cuatro patas, hasta el punto de que su puesto en la pirámide alimenticia no parecía ser tanto una cúspide como un llano o una meseta. Si atropellar a un ciervo con la moto era malo, ¿qué adjetivo podía aplicarse a embestir a un grizzly que estaba acechando a un ciervo?

Así que mantuvo la luz encendida mientras giraba al sur en la carretera y ganaba lentamente velocidad, dando a los neumáticos medio kilómetro de rodaje libre en la zona limpia para que pudieran deshacerse de los pegotes de frío barro. Entonces aceleró y empezó a tomar las curvas hacia el Schloss, ganando velocidad cuando había una recta larga delante, reduciendo un poco cuando se acercaba a curvas cerradas donde pudieran estar pastando ciervos en los ricos matojos que cobraban vida, en esta época del año, en las zanjas y bordes que flanqueaban la carretera.

En unos pocos minutos (no el tiempo suficiente, en realidad, ya que había empezado a disfrutar del viaje) tomó la amplia curva a la izquierda a la sombra de la Roca del Barón y sintió la carretera inclinarse mientras se dirigía a la presa. Se ensanchaba aquí, proporcionando una salida para que los vehículos demasiado largos y pesados para cruzar pudieran dar media vuelta, y una especie de aparcamiento informal para conductores que querían pescar en el río o hacer un picnic en el mismo coche mientras contemplaban la vista de la Roca, el río y las torres de piedra del Schloss alzándose sobre los árboles al otro lado.

Debido a los árboles y las características del paisaje, la vista del Schloss no se despejaba realmente hasta la mitad de la presa. En ese punto, Chet (que no iba muy rápido de todas formas) relajó un poco el puño y permitió que la moto continuara a ritmo relajado. Había advertido algunas cosas que le resultaron chocantes. El timbre de alarma seguía sonando, pero tenía un sonido plano y ahogado, como si lo hubieran atascado con algo. ¿Por qué Dodge no había cerrado la válvula, y apagado el sistema, para impedir que el agua siguiera dañando el edificio? Otra cosa era que no había ninguna luz encendida. Naturalmente, como Dodge estaba allí solo, no podía esperarse que hubiera muchas luces. Pero cabía esperar al menos alguna, sobre todo si Dodge corría por el lugar tratando de encargarse de una cabeza de aspersor estropeada.

Pero lo que realmente llamó su atención, y le dijo que algo no encajaba seriamente, fue el olor. El olor a plástico quemado que asociaba con los incendios en las casas. Aún más, había suficiente luz ahora para poder ver el humo lechoso que remoloneaba en los árboles y el valle.

Así que había habido un incendio de verdad.

¿Por qué el sistema de alarma, el electrónico, no había enviado una llamada?

¿Por el mismo motivo que no había luz?

Pero el sistema de alarma tenía una batería de apoyo que se suponía debía funcionar todo el día.

¿Tal vez los teléfonos estaban cortados también?

El primer pensamiento de Chet fue entrar corriendo en el Schloss y tratar de encontrar a Dodge, pero había oído demasiadas historias de gente que hacía eso, dándoselas de héroes, y habían sucumbido a la inhalación de humos y muerto junto con la gente que intentaba salvar. Tenía que buscar ayuda antes de hacer algo. Detuvo la moto en el extremo del Schloss de la presa y sacó el móvil del bolsillo.

SIN SERVICIO, dijo la pantalla.

Otra rareza. El Schloss tenía su propia torre de comunicaciones. La cobertura aquí tendría que ser fantástica. Pero al parecer también se había estropeado.

¿Qué podía explicar que tantas cosas salieran mal a la vez?

Estaba reflexionando al respecto cuando oyó un claro disparo.

Se produjo a cierta distancia, y Chet estuvo seguro de que era una escopeta, no un rifle.

Su instinto le dijo que saliera de allí pitando, así que metió el puño, aceleró, soltó el embrague. La rueda trasera empezó a girar en la tierra suelta y las agujas muertas que cubrían el asfalto, y aprovechó eso para dar media vuelta y enfilar al otro lado de la presa.

Estaba a punto de salir pitando cuando advirtió dos figuras que corrían hacia él desde el desvío. Habían salido de escondites entre los árboles. En su paso había algo raro. Sus piernas se movían adecuadamente, pero sus brazos no se agitaban.

Vio que no se agitaban porque cada uno de ellos sujetaba una escopeta con las dos manos. Y apuntaban a él directamente.

Para cruzar la presa tendría que pasar directamente ante estos tipos, fueran quienes fuesen, ya que se interponían en su camino. Tendrían tiempo de sobra para vaciarle los cargadores encima.

Ya había hecho un giro de ciento ochenta grados. Mantuvo el impulso en marcha y completó los trescientos sesenta, por lo que quedó de nuevo con la presa detrás y el Schloss delante. Huir hacia el Schloss no serviría de nada. Fueran quienes fuesen esos tipos, ya habían entrado en el lugar, le habrían hecho a Dodge lo que hubieran querido (¿algún viejo ajuste de cuentas de los tiempos de las drogas?), cortado la luz y el teléfono, y le habían prendido fuego. Tenía que poner distancia entre ellos y él. Apuntó con la moto no hacia el Schloss, sino a la carretera que pasaba de largo, aceleró al máximo y soltó el embrague, y la moto se alzó sobre su rueda trasera, haciendo un caballito mientras se lanzaba hacia la carretera.

Al pasar junto al Schloss vio por su visión periférica una forma parecida a un lirio, hecha de luz amarillo-anaranjada, y advirtió que estaba mirando la boca de un rifle que le disparaba: un rifle con un silenciador en el extremo del cañón, que canalizaba la llama en seis chorros equiangulares, como pétalos. El rifle escupió una, dos, tres, cuatro balas, produciendo un sonido martilleante con cada una, y tras él pudo oír el agudo pop-pop de los otros hombres armados de la presa, soltando todo lo que tenían en sus cargadores.

Un giro a la derecha en la carretera puso algunos árboles entre él y los locos que intentaban matarlo. Finalmente tuvo la cordura de apagar el faro de la moto. Su brazo se movía con pesadez. Tenía un vago recuerdo de haber recibido un golpe hacía unos pocos segundos, una roca proyectada por uno de los neumáticos o algo. Debía de haberle entumecido un nervio. Su cuerpo era viejo y gastado y sufría extrañas enfermedades de vez en cuando.

Una luz destellaba entre los árboles, agitándose. Bajaba una pendiente. No corría hacia él, sino a un punto de la carretera ante él.

La luz rebotó en la carretera, luego se alzó para iluminar el rostro de quien la empleaba. Estaba demasiado lejos para que Chet la viera con claridad, y no quería acercarse mucho. Estaba fuera del alcance de una pistola o de una escopeta, pero si tenía un rifle…

—¡Chet! ¡Soy yo! ¡Zula!

Avanzó y se detuvo junto a ella. Mientras se acercaba, advirtió con interés que empuñaba una escopeta.

—Creíamos que estabas muerta —dijo.

—No lo estoy.

—¿Dónde está Dodge?

—No está aquí. Vamos, tenemos que movernos.

—No me digas.

Ahora podía oír las voces de los pistoleros, que corrían tras ellos.

Zula le puso el seguro a la escopeta. Llevaba una mochila grande y molesta. Se apoyó en uno de los estribos, pasó la pierna por encima y se sentó en la moto. En cuanto Chet sintió el peso de su cuerpo contra su espalda, soltó el embrague y se puso de nuevo en marcha, a la carrera al principio, para que los pistoleros no pudieran ganar más terreno, y luego más rápido, en cuanto consideró que Zula había recuperado el equilibrio y no iba a caerse de la moto.

Durante un rato, luego, lo único que hicieron fue correr. A Chet le gustó esa parte, correr por la carretera en la oscuridad, mientras la luz de color salmón se extendía sobre la bóveda del cielo, los brazos de Zula alrededor de su cintura.

No hablaron hasta que llegaron a la rotonda cerca del complejo de minas abandonado donde un millón de viejos tablones de madera intentaban caer en avalancha hacia el río. Desde aquí podían subir por una breve rampa hasta el sendero de ciclistas y esquiadores, que la Harley podría recorrer con facilidad. Pero parecía razonable detenerse.

—No veo otra opción sino continuar —dijo Zula.

—Allí no hay nada —replicó Chet, señalando el sendero.

—Excepto Estados Unidos —recalcó ella—. Y sabes cómo llegar hasta allí, ¿no?

—¡No en esto! Solo nos llevará hasta el túnel.

—Pero eso serán unos cuantos kilómetros más entre nosotros y los yihadistas.

—¿Cómo los has llamado?

—Y sabes seguir a partir de allí. A pie. ¿Verdad? Solías hacerlo con Richard.

—Oh, han pasado años, chica.

—Pero lo sabes. Sabes el camino. Y ellos no. Así que podremos dejarlos atrás.

—Deberíamos dejar que nos adelantaran. Y luego dar la vuelta.

—Lo estarán esperando. Son listos. Apostarán a alguien para que vigile el cruce en la presa.

—De todas formas, si nos quedamos entre los árboles y avanzamos por el bosque…

—Escucha. Los amigos de esos tipos tienen a Richard. Tienen a Dodge.

—¿Dodge está bien?

—Que yo sepa, sí. Van camino del sur. No tienen moto. Podemos alcanzarlos.

—¿Por qué demonios querríamos alcanzarlos?

—Todo lo que tengo que hacer es mostrarme al tío Richard, hacerle saber que ya no me tienen de rehén, y entonces será libre, podrá correr a la espesura, escapar de esos tipos.

Chet no dijo nada. No porque no estuviera de acuerdo, sino porque tenía problemas para concentrarse.

—Tengo que salvarle la vida —dijo Zula, casi carente de emoción. «Ah, veo que no lo he dejado claro… esta es la situación; tengo que salvarle la vida.»

Eso le proporcionó a Chet algo en lo que concentrarse.

—Bueno, ya que lo pones así, te llevaré al túnel —dijo, y dejó que la moto saliera de la carretera y pasara al sendero de grava.

Cuando llegaron al final, fue consciente, de algún modo, de que estaba sangrando. No podía recordar cómo lo sabía, cómo había sido por primera vez consciente del hecho. Había un tenue recuerdo, como una ensoñación, de que la chica a su espalda —Zula—, se lo había mencionado, y él se echó a reír y aceleró un poco más.

Entonces advirtió que estaba tendido en el suelo mirando el cielo azul.

¿Se habían estrellado?

No. La Harley estaba aparcada a su lado. Zula había extendido una esterilla. Estaba tendido en ella, dormitando. Cubierto por un saco de dormir.

Ella se agachó junto a él y retiró el saco para descubrir su costado derecho. Le faltaba la camisa. La piel desnuda se encogió ante el aire frío. Ella lamentó lo que vio, pero no le sorprendió. Lo había estado mirando mientras él yacía allí.

—¿Cuánto tiempo llevamos aquí parados? —preguntó él.

—No mucho.

Él se sintió demasiado avergonzado para preguntar qué le pasaba. Le pareció que debía de ser obvio.

Ella hizo algo con una venda. Tenía un patético kit de primeros auxilios.

—Déjalo —dijo él—. Es una pérdida de tiempo.

—¿Entonces qué quieres hacer?

—Ponte en camino. Salva a Dodge. Yo te seguiré.

—¿Tú… me seguirás?

—No puedo ir tan rápido como tú. Pero no hay motivos para que me quede aquí tirado. Quiero morir en el paralelo cuarenta y nueve.

Ella estaba en cuclillas, con los brazos cruzados sobre las rodillas. Miró al sur, hacia la luz del sol, hacia la frontera. Entonces dejó caer la cabeza sobre los antebrazos y lloró.

—No importa —dijo él.

—No, sí que importa. Ha muerto gente —alzó la cabeza, se sentó en el suelo, extendió las piernas junto a Chet—. No los maté yo. Pero han muerto por las cosas que hice. ¿Tiene sentido? Peter. Los pilotos. La gente de la caravana. Todos estarían vivos si yo hubiera tomado otra decisión.

—Pero no estás ayudando a los asesinos —dijo Chet. Estar tumbado en el suelo, junto con el estallido de ella, lo había revivido un poco, y le hacía sentirse casi normal.

—Pues claro que no les estoy ayudando.

—Disparaste esa escopeta, ¿verdad? Para avisarme.

—Jahandar, el francotirador, te estaba apuntando. Sí. Te avisé disparando la escopeta.

—Entonces estás luchando contra ellos.

—Pues claro que sí. ¿Pero qué sentido tiene, si solo lleva a que maten a más gente?

—Es una pregunta demasiado difícil para mí —dijo él—. Tú haz lo que puedas, bella dama.

Ella trató de resistirse, pero las comisuras de sus labios mostraron una sonrisa.

—Llamas así a todas las mujeres.

—Es verdad.

—Hace tiempo que no oía hablar así.

Chet se encogió tímidamente de hombros.

—Bueno —continuó Zula—, toda esa gente habrá muerto para nada a menos que ayude a Richard a escapar. Entonces podremos ir a pedir ayuda. Pero primero tengo que llegar a la frontera. Y necesito tu ayuda para eso.

—Las Cataratas Americanas —dijo Chet—. Ahí es donde vamos a ir.

—¿Cómo llego… cómo llegamos hasta allí?

Él volvió la cabeza, alzó el brazo bueno y señaló el pico que se alzaba sobre ellos, al sur: una mole de granito, coronada de nieve, rodeada por una rampa de peñascos que habían estado desgajándose y cayendo al valle durante millones de años. El sendero los había llevado hasta las laderas medias del pico, saltando sobre unos pilares de creosota sobre el campo cubierto de rocas, y terminaba en un lugar donde una pared de sólida roca sobresalía del escarpe. El túnel había sido horadado justo allí, apuntando en horizontal a través del corazón de la montaña.

—Usamos los túneles mineros para dejar atrás este monte. Así no tenemos que escalar hasta la cima. Eso nos llevaría días. Me mataría. Demonios, te mataría a ti. No. Usamos los túneles. Eso es lo que descubrió Richard. Es su secreto. Salimos al otro lado. Luego bajamos el río hasta las Cataratas. Latitud cuarenta y nueve norte. Ahí es donde yo me paro y tú sigues.

—Entonces vamos —dijo ella—, si eso es lo que quieres.

—Sí. Es lo que quiero.

El túnel era lo bastante grande para que cupiera un tren de vía estrecha, lo que quería decir que un coche podría haber pasado con espacio de sobra. Para impedir este tipo de conducta, los dueños habían fabricado una enorme reja de acero, atornillada a la roca, que bloqueaba el paso. La barrera estaba situada veinte metros dentro de la entrada del túnel. Esos diez metros eran un tornado de escabrosos grafitis y basura hasta los tobillos de botellas de cerveza, bolsas de patatas, condones anudados, y pilas agotadas. Justo a la entrada había el anillo de una hoguera; Zula, actuando en modo Sherlock Holmes, comprobó que las cenizas estaban todavía calientes. Solo iban un par de horas por detrás de Jones y compañía.

En mitad de la reja había una puerta. Estaba claro que la habían cerrado con cerrojos y había sido destrozada, la habían encadenado y había sido destrozada, la habían soldado y había sido destrozada, tantas veces que la integridad de toda la estructura había quedado amenazada. Ahora estaba levemente entornada. La linterna de Zula, al enfocar a través de la reja, descubrió que las pintadas y basura del otro lado eran solo un poco menos abundantes. Su nariz captó un olor fuerte y familiar: pintura en spray fresca. Al iluminar con la linterna la placa de acero de la puerta vio unos caracteres en árabe. No supo leerlos. Tocó uno de los glifos y la pintura verde fresca le manchó las yemas de los dedos.

—¡Cuidado! —alertó Chet, caminando lentamente tras ella.

—¿Por qué?

—Solían poner trampas bomba.

—¿Quiénes?

—En los viejos tiempos, empezó a haber competencia por el negocio —dijo Chet—. Fue un poco desagradable. Se metió por medio gente loca. Gente dispuesta a matarte. Fue entonces cuando Dodge y yo decidimos dejarlo.

Zula iluminó con el rayo de luz toda la longitud de la puerta, y advirtió, en lo alto, un brillo acerado. Cuerda de piano. La habían atado a la barra vertical que servía como borde de la puerta, y extendido en horizontal sobre la separación entre el marco y la puerta, cruzando la reja hasta la pared del túnel. Entonces desaparecía en un montón de basura que habían apilado en la esquina que formaban la pared y la reja de acero.

Cuando terminó de advertir todo eso, Chet la había alcanzado y seguía el cable con sus propios ojos mientras se apoyaba contra la reja, respirando de manera entrecortada y borboteante.

—Joder —dijo—. No esperaba encontrarlo de verdad.

—¿Crees que hay algo oculto en ese montón de basura?

—Debe de haberlo.

En un bolsillo de su mono de cuero Chet llevaba una Leatherman que incluía tenazas y un cortador de alambre. Después de insistirle a Zula para que saliera y se colocara de espaldas a la montaña, extendió la mano, cortó el cable, y abrió la reja. Ella pudo oír los enormes goznes chirriando.

—Todo despejado —anunció Chet, tras contar hasta diez—. Pero antes de que pasemos, voy a descansar aquí un poco mientras tú me traes algo de la moto.

Ese algo resultó ser un enorme cerrojo de cable. Zula lo trajo y ayudó a Chet a colocarlo a través de los barrotes de la reja y la puerta, cerrándolo tras ellos.

Después de eso, avanzaron con extrema cautela, cosa que no fue difícil de todas formas ya que Chet no podía moverse muy rápido. Cuando dejaron atrás los restos de basura que cubrían el suelo cerca de la reja, ya no hubo muchos lugares donde esconder trampas bomba. Y si la primera era un indicativo, Jones las habría marcado todas con advertencias pintadas con spray para que el grupo siguiente (presumiblemente Ershut, Jahandar, y todos los demás considerados dignos) no se dejaran engañar. Así que Zula estuvo alerta al fuerte olor de la pintura, y sus ojos atentos al color verde fluorescente que Jones había estado empleando.

Unos minutos después llegaron a un lugar donde el túnel terminaba en un muro de roca perforado por un agujero que apenas era lo bastante grande para que Chet caminara erguido.

—Esto era una galería —explicó—, un túnel en horizontal, lo bastante llano para poder emplear vagonetas. Directo del yacimiento al corazón de la montaña. Solo esta parte se amplió para el ferrocarril. Pero ahora vamos a entrar en la galería propiamente dicha.

Había otro montón de basura y otra puerta de acero que impedía la entrada a la galería y que habían abierto a la fuerza y dejado entornada. Habría sido un lugar natural para poner otra trampa. Pero Zula no vio ni olió pintura en spray, y la minuciosa inspección que Chet hizo de la basura y la puerta no reveló nada sospechoso. Entraron en el espacio mucho más confinado de la galería y descubrieron que, como siempre, los grafiteros y los jóvenes de marcha habían estado aquí primero.

—El tercero a la derecha —entonó Chet, y entonces tosió y expectoró algo oscuro que escupió contra la pared. El esfuerzo físico de toser lo dejó mareado, y se apoyó contra la piedra unos instantes, pero luego avanzó a trompicones, insistiendo en abrir el camino.

Zula quiso preguntar, «¿Tercero a la derecha qué?», pero pensó que lo vería pronto y no quería que Chet hiciera el esfuerzo de hablar. Captó una pista cuando pasaron ante un agujero en la pared, y ella apuntó con la linterna para ver otra galería que conducía a lo que supuso sería el yacimiento. Habían entrado claramente en un tipo de roca que era diferente a la que habían visto en la superficie: más oscura pero marcada con vetas de color y rociada de chispeantes protuberancias cristalinas, sobre todo en aquellos lugares donde el agua manaba por las grietas y corría por el surco tallado en el suelo de la galería. Solo unos momentos después pasaron ante otro indicativo similar, y quizás unos veinte metros más adelante, tras pasar momentáneamente ante otro tipo de roca, volvieron a entrar en el yacimiento y llegaron a la galería número tres. Zula podría haberlo deducido solo por el olfato, ya que el olor de la pintura se había vuelto de nuevo fuerte. Esta vez habían garabateado varias líneas de texto en la pared junto al pasadizo lateral.

Se detuvieron para que Chet pudiera recuperar fuerzas. Había estado consumiendo agua a un ritmo alarmante y seguía quejándose de que tenía sed.

—Sigue por la galería, no sé, unos treinta metros, y encontrarás un pozo en el suelo. Debería haber una escala de acero. Era un montacargas, pero ahora está estropeado. Baja por la escala hasta el fondo. Son unos cincuenta peldaños. Eso te llevará a una galería que conduce a otra intersección como esta.

—¿Eso significa que no vas a venir conmigo?

—Es una forma de hablar —dijo él, después de una pausa para considerarlo—. Solo hago acopio de fuerzas para esa maldita escala.

Era más o menos como Chet había dicho. La cámara al fondo de esa galería contenía una máquina sorprendentemente grande que debían de haber traído en piezas para montarla aquí dentro. Su rasgo más destacado era una gigantesca rueda mohosa con cables que corrían sobre su borde y descendían al agujero de abajo. Obviamente no se había movido desde hacía una eternidad y Zula, si hubiera sido una espeleóloga aficionada, se habría rendido y habría dado la vuelta en este punto. Pero Chet insistió, y lo confirmaron más grafitis fosforescentes, en que había un camino hacia abajo. Lo siguió a la parte trasera de la máquina. Empezó a comprender que el pozo que había bajo ellos era circular en transversal, pero que el círculo había sido parcelado en unos cuantos pasadizos cuadrados o rectangulares. El más grande de ellos estaba en el centro y lo ocupaba la rueda gigante, pero los más pequeños parecían reservados para otros propósitos como cableado, ventilación, equipo rodante para transportar el mineral, y la escala que podía utilizarse cuando no funcionaba nada más. Chet le echó un buen vistazo a la escala, inspeccionando en busca de trampas explosivas. Entonces se soltó el cinturón, lo amarró a la correa de su linterna, y volvió a ponérselo de modo que la luz colgara delante de su entrepierna y el rayo apuntara hacia abajo. Empezó a descender por la escala con tanta velocidad que Zula temió que estuviera cayendo, en vez de bajando. Tuvo la impresión de que él solo quería acabar de una vez. Tal vez esperaba encontrar una trampa bomba en el fondo y quería dispararla mucho antes de que ella llegara. Eso no le dio muchos incentivos para moverse con rapidez. Agarrando la linterna con una mano para que apuntara hacia abajo, empezó a bajar por la escala, y rápidamente se encontró en un entorno que habría sido violentamente claustrofóbico si pudiera sentir ese tipo de cosas. El espacio en el pozo era al parecer preciso y los ingenieros no quisieron sacrificar más que lo absolutamente necesario para su propósito. La mochila seguía atascándose contra la pared, o se enganchaba, obligándola a contener una pequeña oleada de pánico cada vez.

—Creo que hay otra trampa bomba —dijo, al pasar junto a una anotación de pintura verde fresca.

—Yo también la he visto —anunció Chet—. Espera un segundo.

Ella se detuvo y se obligó a mirar hacia abajo. Chet colgaba de un peldaño cerca del fondo y abría su Leatherman. Oyó un nítido chasquido cuando cortó la cuerda de piano, y luego varios segundos de silencio absoluto mientras ambos esperaban la detonación.

—Creo que no hay problema —anunció él.

No se habían molestado en ocultar esta: era una placa curva rectangular, colocada en el suelo en la base de la escalerilla y sujeta con trabillas de plástico.

—Claymore —anunció Chet—. Apuntando hacia arriba. Habría eliminado a todo el que estuviera en la escalera.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Zula, ya que no parecía que hubiera mucho más que decir sobre ese tema.

—¡No estoy mal! —dijo Chet, un poco sorprendido—. Voy a sentarme a descansar un poco. Me reuniré contigo en la intersección que hay más allá.

Señaló con la linterna una de las tres galerías que se extendían desde la base del pozo.

—Sigue unos treinta metros, luego tomaremos la segunda galería a la izquierda.

Zula se había dado cuenta de que el estado de Chet mejoraba notablemente cuando sucedía algo que provocaba un subidón de adrenalina y menguaba durante las partes menos interesantes del viaje. En este momento parecía lleno de energía, así que le sorprendió que solicitara un descanso; pero tal vez era su forma educada de decir que quería que lo dejara solo para poder orinar. Desde luego, había bebido mucha agua. Así que Zula se acercó a la galería hasta el segundo agujero a la izquierda y olió y vio más grafitis. Pero olió también algo nuevo: una corriente de aire fresco que venía de esa dirección.

Trató de apagar la linterna y permitir que sus ojos se ajustaran, y se convenció a sí misma de que podía ver leves rayos de luz reflejándose en las paredes del túnel cubiertas de humedad.

Un fogonazo de la linterna de Chet lo anuló todo. Había terminado su pausa para ir al baño, o lo que fuera, y se acercaba por detrás. Se movía de nuevo pesadamente, escorándose hacia un lado, como si necesitara que la pared de la galería lo sujetase. Se había cerrado la chaqueta de cuero como para protegerse del frío.

—Esta es la salida —dijo Zula, anunciándolo y preguntándolo al mismo tiempo.

—Puedes encontrar la salida desde aquí —confirmó Chet—. Ve despacio y cuidado con las trampas explosivas.

Le permitió entonces que abriera el camino. Ella avanzó unos quince metros, luego esperó a que la alcanzara, repitió la maniobra. Llegó a otro cruce, pero ya estaba claro qué camino seguir, pues del túnel llegaban ahora inconfundiblemente aire y luz. Empezó a avanzar a ritmo deliberadamente lento, casi a la par de Chet. No tenía sentido alejarse demasiado, ya que tenía que esperarlo para que la alcanzara, y avanzar lentamente le daba más tiempo para buscar trampas. Llegaron a lo que debía de ser la galería principal que conducía al sur de la mina y encontraron una vagoneta plana que todavía podía rodar por los raíles clavados al suelo. Zula, después de inspeccionarla en busca de cuerdas de piano y minas Claymore, insistió en que Chet se sentara en ella. Apoyó las manos sobre sus hombros y lo empujó durante un buen rato, algo sorprendente, mientras el brillo ante ellos aumentaba cada vez que llegaban a un recodo en el túnel, y finalmente rodearon una curva y los cegó la luz casi directa del sol que iluminaba la entrada sur de la mina. Parecía un lugar obvio para colocar una tercera trampa bomba, y estaban demasiado deslumbrados para ver, así que esperaron durante unos minutos, comiendo chucherías y dejando que Chet engullera otra botella de agua. Luego Chet se puso en pie, y recorrieron los últimos cien metros del túnel pasito a pasito, con cuidado.

La última trampa explosiva era un simple cable extendido de pared a pared a nivel de los tobillos, a pocos metros de la salida, donde la impaciencia por salir del túnel provocaría la tentación de echar a correr a grandes zancadas. Chet insistió en que Zula pasara por encima y se alejara del peligro antes de cortarla con su Leatherman. Temía que fuera algún tipo de artilugio explosivo especialmente retorcido que detonara al cortar el cable. Pero no sucedió nada, y Chet salió tambaleándose del túnel unos momentos después, como si fuera el fantasma de un minero que hubiera muerto en el corazón de la montaña cien años antes.

Habían viajado poco más de kilómetro y medio a vuelo de pájaro, pero habían entrado en un mundo diferente. Zula dedujo que los vientos dominantes debían de traer aire húmedo del Pacífico desde el sur para descargar lluvia en el valle que ahora se extendía ante ellos, pues el aire era palpablemente más húmedo que el que habían estado respirando en la parte del Schloss de la montaña, y la vegetación era completamente diferente. Habían entrado en la mina en una árida tierra de escarpes y salido en mitad de algo que parecía una selva.

Y un desierto. No había grafitis, no había restos de basura en ese extremo. Cerca se veía el rastro de una hoguera, y a su alrededor había algunos puntos llanos donde parecía que los excursionistas podían clavar sus tiendas si se aventuraban a llegar hasta ahí arriba. Pero comparado con el otro lado, que estaba cerca de Elphinstone y era un breve paseo desde las instalaciones del Schloss, aquel lugar estaba en mitad de ninguna parte, una porción de territorio atrapada entre la frontera norteamericana y la barrera casi infranqueable de la montaña que se alzaba tras ellos. Si las vistas hubieran sido más espectaculares, podría haber atraído a mochileros y excursionistas. Pero había mejores vistas en lugares más accesibles como Glacier y Banff, que no estaban tan lejos, y por eso habían dejado este lugar tranquilo, excepción hecha de los contrabandistas y los terroristas internacionales. Parches de nieve, rodeados de otras zonas derretidas por la primavera, se extendían en los árboles alrededor y lamían las laderas de la montaña, contribuyendo a una escorrentía general que se filtraba por el barro y corría en pequeños riachuelos hacia fríos arroyos que se unían, quizás un kilómetro más abajo, a un río que fluía hacia el sur por el valle; y aunque no podían verlo desde aquí, podían oír el rugido de la catarata que casi coincidía con la frontera, no marcada en los mapas, pero conocida por las pocas personas que vivían en esta zona como las Cataratas Americanas.

Naturalmente, habían advertido a Olivia que trabajar para el MI6 no sería romántico. En otras palabras, no sería como en el cine. Era un poco embarazoso que hubiera que mencionarlo. Nadie que fuera lo bastante mundano e inteligente para trabajar para el MI6 pensaría de verdad que iba a ser como una película de James Bond, ¿no?

Así que desde el principio se había esperado un tedio atroz y situaciones profundamente carentes de romanticismo. Su estancia en Xiamen había cumplido ampliamente esas expectativas. La parte deslumbrante al final había sido anómala en el mejor de los casos.

Y sin embargo esta cuidadosa eliminación de todo tipo de esperanzas y expectativas no la había preparado del todo para el trabajo de viajar desde Wenatchee a Vado de Bourne en transporte público. Había tenido suerte de llegar a la estación de autobús de Wenatchee unos minutos antes de la partida del autobús con destino a Spokane. Llevaba media hora de retraso. No tenía importancia. Compró un billete en metálico y subió a bordo de un cansado autobús interurbano que apestaba a moho y a ambientador y permaneció sentada en él varias horas, viendo pasar el desierto de la zona central y oriental del estado de Washington, tratando de no llamar demasiado la atención a los cascados ciudadanos mayores y los trabajadores inmigrantes que se sentaban a su alrededor. Unas cuantas horas después desembarcó en la estación de trenes y autobuses del centro de Spokane: una ciudad que estaba segura que tenía bonitas características pero que parecía inhóspita y anónima al nivel de la calle al anochecer. Allí hacía diez grados menos que en la costa. El siguiente autobús para Vado de Bourne no salía hasta la mañana siguiente. No podía registrarse en un hotel sin mostrar un carné de identidad y lanzar por tanto una bengala, así que se dirigió a un restaurante italiano razonablemente agradable y se tomó una cena lenta y larga que pagó en metálico. Luego se fue a un cine y vio el último pase de una comedia que, supuso, iba dirigida a adolescentes. Del cine salió a un aparcamiento a la una de la madrugada. Todo estaba cerrado. Ni siquiera había bares abiertos. Pillada al descubierto, simplemente siguió andando, tratando de parecer que tenía un destino. Si tenía que caminar durante cinco horas, no sería el fin del mundo. Llevaba zapatos cómodos y la energía invertida en caminar la mantendría en calor, a pesar de que no iba adecuadamente vestida para este clima. Pero después de dos horas, mientras recorría una calle comercial aparentemente interminable, divisó un Perkins Family Restaurant que estaba abierto las veinticuatro horas. Entró y tomó el desayuno más colosal que había probado en su vida, se pasó una hora leyendo un único ejemplar gastado de USA Today, luego pagó, salió y volvió a recorrer las calles.

A las seis de la mañana el cielo empezó a iluminarse, los aficionados al footing habían salido, y los Starbucks empezaban a abrir sus puertas. Mató otra hora en uno de ellos y luego regresó a la estación de autobuses, donde cogió el de las 8.06 con destino a Sandpoint y Vado de Bourne. Era muy parecido al primero, aunque con cierto aire de locura montañera al estilo del Viejo Oeste que resultaba difícil de situar. El trayecto Wenatchee-Spokane había sido una simple cuestión de recorrer un desierto poco poblado, irrigado en algunas zonas, y por tanto con un tono granjero general. Había advertido, a medida que se acercaban a Spokane, que los árboles empezaban a sobrevivir, al principio especímenes aislados, luego macizos, después pequeños bosques. Pero al norte de Spokane el bosque se hizo continuo, la carretera empezó a subir y bajar considerables cuestas, y los negocios y viviendas dejaron de parecer granjas para parecer puestos fronterizos. Empezaron a asomar signos decididamente excéntricos: carteles manifestándose contra las Naciones Unidas, y quejas escritas a mano sobre la amenaza existencial que suponía el déficit del presupuesto federal. Pero, naturalmente, ella advertía esas cosas porque las estaba buscando; eran principalmente restaurantes de comida rápida y supermercados como en cualquier otro lugar de América, intercalados con bloques de casas de vacaciones (ya hubiera un lago o un bonito tramo de río), ranchos (donde el terreno era abierto y llano), o muestras de pobreza rural al estilo de los Apalaches. A veces subían una montaña y atravesaban lo que parecía una tierra inhóspita y desolada hasta que veía las huellas en zigzag de los caminos forestales.

De repente atravesaron una población bastante agradable, Sandpoint según descubrió, y que tenía todos los indicios (cervecerías, galerías de arte, Pilates, restaurantes tailandeses) de ser un lugar donde la gente progresista iba a disfrutar de un alto nivel de vida mientras mantenía una conectividad continua y aplacaban sus conciencias culpables respecto al calentamiento global, el libre comercio, y los lamentables efectos secundarios del Destino Manifiesto. El autobús hizo una parada de un rato; muchos pasajeros se bajaron, y solo unos pocos volvieron a subir. Pues, quedaba claro con mirar por las ventanillas, el norte de Idaho no era un lugar donde no podía vivir nadie a menos que tuviera acceso a un vehículo, así que el mercado para el transporte público era pequeño y limitado a los jóvenes, los muy ancianos, y gente de aspecto desaliñado que parecía estar un paso por encima de los indigentes, y mujeres con vestidos por los tobillos al estilo de La casa de la pradera, al parecer miembros de alguna secta religiosa muy tradicional.

Una hora más tarde estaba en la población considerablemente más pequeña y menos progresista de Vado de Bourne, y media hora después (pues había una pequeña caminata) llegó a su Walmart.

Había estado esperando el momento del viaje en que empezarían las locuras: cuando cruzara algún umbral invisible que separara la América del sentido común de la subcultura donde Jacob Forthrast, su familia y sus vecinos vivían sus vidas. Hasta ahora, había sido más bien una lenta desviación que un umbral. El Walmart la hizo sentir claramente que se estaba acercando. Entró por la parte que era una enorme tienda de alimentación y medicamentos: en sí mismo, probablemente era más grande que cualquier tienda del Reino Unido. Era el tipo de lugar que animaba a sus clientes a comprar en masa, y los carros de la compra eran por tanto de gran tamaño. Con todo, no eran lo bastante grandes para algunos de los clientes: un gigantón estilo Grizzly Adams, que llevaba claramente una pistola semiautomática en la cadera, empujaba un carro cargado hasta arriba y tiraba de otro, ambos llenos de enormes sacos de comida para perros, judías, beicon, macarrones. El siguiente pasillo había sido ocupado por una familia de las que usaban aquellas faldas largas: la madre, dos hijas adolescentes, una niña más pequeña, un bebé atado a la cesta del carro y otro que era perseguido por un joven que era o bien el padre o un hermano mayor. Los hombres vestían ropas normales: nada de sombreros estrafalarios ni rostros barbudos para ellos. Controlaban una caravana de tres carros, y la madre comprobaba la compra con una lista impresa por ordenador que abarcaba cuatro páginas. Pero ninguno de los demás clientes se diferenciaba de los que se veía en unos grandes almacenes en cualquier lugar de Estados Unidos, o del Reino Unido, ya puestos.

Así que todavía no se había encontrado con la locura. Pero con un poco de introspección (y tenía un montón de tiempo para eso, mientras se abría paso entre acres y acres de espacio dedicado a las máquinas), vio que lo que realmente buscaba era algo que hiciera que este viaje no fuera completa y perfectamente banal. Si la policía los hubiera perseguido a Sokolov y a ella tras el tiroteo en Tukwila; si se hubieran visto obligados a abandonar el coche en las Cataratas y se hubieran tenido que dirigir al norte a través de las montañas; si los miembros de una banda de traficantes de droga la hubieran perseguido por las oscuras calles de Spokane; si las montañas del norte de Idaho estuvieran infestadas de nazis locos… entonces todo eso habría sido más de lo que era. Pero como no se había cumplido ninguna de aquellas condiciones, esto no era más que la forma más tediosa imaginable de pasar dos días cruzando una de las fronteras más fáciles de cruzar del mundo entre dos países relativamente tranquilos y dóciles.

O de eso acababa de convencerse a sí misma cuando se perdió en la parte del establecimiento donde se mostraban los televisores de pantalla plana, y advirtió que un centenar de clientes, de espaldas a ella, contemplaban la emisión en directo de alguna noticia.

Los televisores no estaban sintonizados todos con el mismo canal: algunos mostraban la Fox, otros la CNN, y otros, canales locales de Sandpoint o Spokane. Pero todos cubrían la misma noticia y emitían imágenes similares: una carretera, vista desde un helicóptero, en un paisaje verde y despejado. La carretera se ensanchaba de dos a siete carriles a medida que se acercaba a una estructura que parecía un peaje. Todos los carriles estaban llenos de coches parados. En mitad de ese atasco de tráfico había un agujero gris. Un cráter. Como causado por un meteorito. Los coches alrededor del borde habían quedado aplastados, destrozados, alejados del centro, y estaban todavía humeando a pesar de los chorros de agua de los coches de bomberos cercanos. El atasco estaba rodeado de veloces vehículos de socorro y repleto de camillas. A un lado había alineadas formas inertes en bolsas de plástico.

Olivia se acercó lo suficiente para leer los rótulos al pie de las pantallas:

EXPLOSIÓN EN OKANAGAN.

ESTALLIDO EN C.B.

¿TERROR A LAS PUERTAS DE AMÉRICA?

Una cámara a ras de tierra mostraba las banderas norteamericana y canadiense ondeando con la brisa, la una al lado de la otra. Parecía ser la imagen de fondo de los periodistas allí destacados, quienes, dedujo Olivia, debían de estar de pie unos al lado de los otros hablando por sus micrófonos. Con varios de ellos haciéndolo a la vez, era difícil distinguir el sonido. Escuchó un montón de frases repetidas por los periodistas de la «Noticia de impacto» para admitir que en realidad no sabían lo que pasaba. Pero de vez en cuando, uno de ellos hacía un resumen «para los espectadores que acaban de incorporarse». Gracias a ellos Olivia dedujo que la explosión había tenido lugar en Canadá, a pocos metros de la frontera norteamericana, y que lo que había confundido con un peaje era en realidad un cruce fronterizo. Un vehículo detenido allí, esperando ser inspeccionado, había estallado con horrible violencia. La cifra de muertos se elevaba al centenar, sin contar los cuerpos que habían sido volatilizados completamente, y los encargados de las labores de rescate todavía estaban abriendo los coches destrozados con cizallas mecánicas y buscando en los restos de los edificios desplomados a ambos lados del cruce fronterizo.

Los presentadores de estudio, al entrevistar a los corresponsales en la escena, hicieron las preguntas obvias: ¿Tenemos una descripción del vehículo que transportaba la bomba? ¿O de su pasajero o pasajeros? Pero no había nada. El vehículo y sus ocupantes habrían sido invisibles, anónimos para todos excepto para aquellos que estaban atascados en el tráfico cerca, y todos los que hubieran estado cerca estarían muertos.

—Nunca he lamentado más tener razón —le dijo Olivia a Sokolov, cuando lo encontró empujando un carrito en un pasillo de la sección de camping y naturaleza.

Se puso a su altura y le echó una ojeada al contenido de su carro, preguntándose si eran cosas al azar que había ido metiendo para perfeccionar su disfraz de cliente de Walmart o si eran cosas que realmente pretendía comprar: cartuchos de 5,56 milímetros, un purificador de agua, cecina, repelente de insectos, un gorro de camuflaje, guantes gruesos. Comida congelada. Un rollo de plástico negro. Cuerda de paracaídas. Pilas. Una sierra plegable. Prismáticos de camuflaje.

—¿Te refieres a la explosión? —preguntó Sokolov.

—Sí. Me refiero a la explosión. ¿Tuviste problemas para llegar hasta aquí?

Como respuesta, Sokolov la miró con recelo, sin saber si ella preguntaba irónicamente.

—No importa —dijo ella, y lo acompañó unos metros—. Estoy intentando decidir si voy a ser la heroína o el chivo cuando vuelva a Londres.

—¿El chivo?

—Al que le echan la culpa por haber metido la pata.

Sokolov simplemente se encogió de hombros, un gesto que a ella no le pareció reconfortante. «Siempre hay meteduras de pata, y siempre hay chivos expiatorios. A veces el chivo eres tú.»

—Es una maniobra de distracción —anunció.

—Ooh, esa idea es interesante. ¿Por qué crees que es una distracción?

—Por el enorme tamaño de la explosión. Es ridículo. Su objetivo es volatilizar los cuerpos, destruir las pruebas.

—Crees que Jones envió a unos tipos a inmolarse en un lugar llamativo, para atraer toda la atención…

—Jones está cruzando la frontera ahora mismo —dijo Sokolov—, por Manitoba —volvió a encogerse de hombros—. Estamos perdiendo el tiempo.

Resultó que Sokolov quería realmente comprar todas aquellas cosas. No porque esperara darles ningún uso particular, pero creía en acumular cosas, por principio general, cada vez que se presentaba una oportunidad.

Encajaría bien allí.

Lo que realmente quería comprar eran bicicletas de montaña. Ya había recorrido el pasillo de las bicis (evidentemente había llegado hacía horas) y hecho su selección. Ella no pudo discutir con su lógica. Tenían que llegar al complejo de Jake Forthrast en Arroyo Prohibición, a cincuenta kilómetros en línea recta, más distancia por las carreteras que tendrían que tomar. No había autobuses. Pero en bici podrían llegar antes del anochecer si hacían un ritmo decente.

Olivia comprendió entonces lo que Sokolov quiso decir con «Estamos perdiendo el tiempo». Decía: «Yo podría hacer este trayecto en dos horas. Contigo pedaleando en tu pequeña bici para chicas, tardaré cuatro.»

De todas formas, comprar el material no fue ningún problema (si había algo en lo que los espías eran buenos, era en llevar un montón de dinero encima) y acabaron en una especie de escena festiva en la parte trasera del Walmart donde sacaron las bicis de montaña nuevas de sus grandes cajas planas, las montaron, y tiraron los cartones arrugados a un contenedor. Sokolov, desechando la idea de comprar agua embotellada, llenó varios de sus nuevos recipientes con agua de un grifo para mangueras y usó una cuerda de paracaídas y unas cuerdas elásticas para sujetarlos en las bandejas de las bicis. A ella le habría parecido divertido si no hubiera visto lo que había visto en todos aquellos televisores.

Echaron a pedalear hacia el norte, hacia las proverbiales montañas.

Las nubes se abrieron lo suficiente para mostrarles la incuestionable prueba de que hacía frío allá abajo.

Seamus había olvidado el frío.

Iba a tener que comprar cuatro chaquetones. Uno de ellos de talla XXXL. Cuatro gorros, cuatro pares de guantes.

¿Cuándo fue la última vez que había pagado la factura de su tarjeta de crédito?

No importaba, Marlon lo cubriría. ¿Qué mella harían cuatro chaquetones en su valor neto, comparado con contratar este avión? Marlon no solo compraría los chaquetones, sino que se aseguraría de que fueran a la moda. Parkas para esquí de diseño, o algo así. Tal vez todas del mismo estilo y color, para que pudieran parecer los Cuatro Fantásticos.

Fascinado, Seamus empezó a explorar la analogía mientras se disponían a aterrizar. La azafata (todos los vuelos privados tenían una, al parecer) hizo una ronda final por la cabina, recogiendo platos a medio comer de sushi y copas vacías de cócteles.

Obviamente, Csongor era La Cosa. Seamus era Reed Richards, la desgarbada figura paternal, extrañamente flexible, siempre arreglando cosas de un lado a otro. Marlon era una Antorcha Humana, si jamás hubo una. Yuxia era…

¿La Chica Invisible? Qué más quisiera.

El avión aterrizó y se detuvo bruscamente. Seamus notó una pequeña oleada de depresión que asolaba a los Cuatro. Contratar este jet, subir a él ilegalmente en la base aérea en las afueras de Manila y lanzarse al cielo (pues estos aviones eran la caña cuando se ponían en marcha) había sido la experiencia más estimulante del mundo. Incluso Seamus, que se ganaba la vida combatiendo terroristas, se había sentido entusiasmado. Aterrizar en el empapado paisaje gris de la Base Conjunta Lewis-McChor fue una decepción.

La larga experiencia volando por todo el mundo le había condicionado para relajarse, pues pasaría otra media hora antes de que pudieran salir del avión. Pero, naturalmente, esto no se cumplía en el caso de los jets privados. Olió el aire húmedo y frondoso que entraba por la puerta abierta y advirtió que nada le impedía que bajara.

—Gracias por el viaje, Marlon —dijo, poniéndose en pie y dándose de nuevo un golpe en la cabeza con el techo.

—Gracias por sacarme de allí —contestó Marlon, sonriendo, y se puso en pie encogiendo prudentemente la cabeza.

Seamus alzó el dedo índice.

—No me des las gracias hasta que hayan pasado los próximos quince minutos.

—Pongamos las cosas claras —había dicho el jefe de Freddie por el enlace encriptado desde Langley. Nunca era agradable escuchar esa frase de labios de alguien que estaba considerablemente por encima de ti en la cadena de mando.

—No estamos pidiendo dinero —intervino Seamus antes de que Freddie pudiera decir nada.

—Apuntado —respondió el jefe—. Siempre es un plus.

—No le pedimos que imprima ningún pasaporte o falsifique ningún papeleo.

»El sentido de todo esto —intervino Seamus, quizás un poco nervioso—, es no dejar ningún rastro de papel.

—Dos chinos y un húngaro, lanzados prácticamente a un estado vecino sin ningún tipo de papeles.

—El húngaro es legítimo, tiene visado.

—Dos chinos, entonces.

—Sí.

—Dado que chinos ilegales son enviados a paladas al Puerto de Seattle, parece que apenas se notaría.

—¡Ese es el espíritu! —dijo Seamus—. Y estos no son los inmigrantes económicos pobres. Dentro de quince días estarán dirigiendo corporaciones importantes.

—No sin tarjetas verdes.

—Creo que voy a casarme con la chica. Eso resolvería su estatus.

Freddie se volvió a mirarlo con incredulidad.

—¿Lo sabe ella?

—No tiene ni idea. Solo es una impresión.

—Una impresión por tu parte.

—Estamos a la mitad. Un progreso bastante respetable.

—Lo que quiero saber —dijo el jefe—, es si tiene algún plan a largo plazo para esta gente, aparte del matrimonio, que pueda acabar causándonos problemas.

—No nos concentremos en complicaciones hipotéticas —respondió Seamus—. Concentrémonos en el hecho de que esta gente ha estado en contacto físico con Abdalá Jones, han embestido su vehículo, le han disparado a la cabeza, han sido torturados por él, en el pasado muy, muy reciente. Parece digno de un billete gratis a Langley, ¿no le parece? ¿No podemos invitar a esos chicos a una taza de café al menos?

—Podemos invitarlos a una taza de café en Manila —señaló el jefe.

—Solo a riesgo de ser detenidos —replicó Seamus—. Y en ese punto la información empezará a desparramarse como gominolas en una piñata rota.

—Sería fácil en este lado —dijo el jefe—, suponiendo que aterrizaran en una base militar. Meterlos en un avión en su extremo, sin pasar por formalidades, queda fuera de mi alcance.

—Rechace todo conocimiento de nuestras acciones.

Miró a Freddie en busca de confirmación, y este volvió hacia abajo las comisuras de sus labios (era muy bueno haciéndolo), y asintió.

—La decisión más fácil que he tomado jamás. Considérense rechazados.

Nada de todo esto le proporcionó a Seamus ninguna idea de qué podía esperar, veinticuatro horas más tarde, mientras bajaba la pequeña y empinada escalerilla hasta el hangar. La Base Conjunta Lewis-McChord era una instalación compartida por el ejército y la marina, bastante importante en la guerra global contra el terror puesto que era la sede de las Brigadas de Strykers tan utilizadas en Afganistán, además de ser una importante base de operaciones especiales. Seamus la conocía bien. Estaba a una hora de viaje al sur de Seattle, en medio de un bosque enorme cuyo suelo y clima hacían que los de Seattle parecieran áridos en comparación.

Lo que estaba viendo ahora parecía salido de una película de David Lynch en toda su crudeza surrealista. El avión, aparentemente siguiendo órdenes de la torre, se había dirigido a un pequeño hangar que por lo demás estaba vacío. Había encendidas unas potentes luces, como intentando expulsar la bruma gris que se colaba por las puertas del hangar, que se cerraron de golpe, aparentemente impulsadas por motores eléctricos.

Ahí dentro no había nada más excepto una furgoneta marrón con una pegatina de BEBÉ A BORDO en el parabrisas y un puñado de lazos de APOYA A NUESTRAS TROPAS en la puerta trasera. Junto a la furgoneta había un hombre vestido de civil. Su porte y su corte de pelo lo habrían identificado como militar aunque Seamus no supiera ya quién era: Marcus Shadwell, mayor de una unidad de fuerzas especiales destinada en la base. Seamus había estado con Marcus en algunos lugares y situaciones pintorescos.

Ninguna más pintoresca que esta, al parecer.

—¿Dónde están? —fue como lo saludó Marcus.

—Están en el puto avión, Marcus. ¿Qué crees, que los trajimos en el portaequipajes?

—Pues en marcha —dijo Marcus—. Mis órdenes son sacaros de esta base y llevaros al mundo civil.

Alzó las manos, las palmas hacia fuera, e hizo un gesto como de retroceder. Luego se frotó las manos, como si se las lavara.

Acabaron en un aeropuerto regional a unos pocos kilómetros de distancia, en las afueras de Olympia, solo porque era lo bastante grande para alojar un par de agencias de alquiler de coches. Seamus entró y contrató un todoterreno. Su tarjeta de crédito sirvió para eso, al menos. Marcus los ayudó a trasladar su mínimo equipaje de la furgoneta al nuevo vehículo mientras Marlon y Yuxia se acurrucaban en el asiento trasero, frotándose los brazos y tiritando. Csongor, por el contrario, parecía en su elemento y miraba con curiosidad alrededor, hasta un grado que Seamus encontró vagamente irritante. Había una oficina de aduanas en el aeropuerto, y a Seamus le preocupaba un temor paranoico de que algún agente armado y uniformado saliera de allí y exigiera ver los papeles.

Pero no sucedió nada de eso.

—Me marcho —dijo Marcus.

—Muchas gracias. Tal vez podamos vernos luego —dijo Seamus. Pero Marcus ya había vuelto la espalda y se dirigía a la puerta de su furgoneta como si esperara que se produjese un tiroteo de un momento a otro.

Cumpliendo escrupulosamente el límite de velocidad (algo difícil para él), Seamus los condujo a la interestatal y retrocedió unos cuantos kilómetros hasta un centro comercial situado en mitad de ninguna parte que había advertido mientras Marcus los introducía en el mundo civil. Estaba emplazado junto a unos grandes almacenes Cabela’s, donde pensaba que podrían encontrar ropa de abrigo. Pero, como cualquier otro Cabela’s, estaba rodeado de restaurantes y otros pequeños negocios que se alimentaban del tráfico del Cabela’s sin competir con la nave madre.

Acabaron en un japonés, ante un televisor de pantalla plana sobre la caja registradora donde, sin sonido, pudieron ver las imágenes en directo de la explosión de un coche bomba en la frontera entre Estados Unidos y Canadá.

Aquello se convirtió entonces en el tema de la conversación que Seamus tuvo con el jefe de Langley. Lo hizo fuera, mientras caminaba de un lado a otro ante las ventanas del japonés, viendo a la Cosa, la Antorcha Humana, y la Chica No-tan-invisible atacar su teriyaki. Sobre ellos, imágenes del cráter y las bolsas de cadáveres en el televisor. Ahí fuera, la lluvia le daba en la cara, lo cual parecía de algún modo adecuado.

—Yo diría que esta operación se ha acabado —dijo el jefe—, a falta de los informes por escrito.

—No lo creo —respondió Seamus—. Este asunto del coche bomba es obviamente…

—… una diversión que Jones ha utilizado para desviar la atención de sus verdaderos planes —dijo el jefe, terminando su frase.

Eso dejó a Seamus sin habla, algo poco habitual en él.

—¿Lo entiende así? —preguntó por fin.

—Sí —dijo el jefe—. No es usted la única persona del mundo que sabe lo que es una diversión.

—Pero en ese caso…

—No tiene ninguna relevancia práctica, al menos para las siguientes noventa y seis horas (probablemente durante una semana), porque funcionó, Seamus. Nos guste o no, sea una diversión o no, el hecho es que cuando un terrorista se inmola en un cruce fronterizo y se lleva por delante a ciento cincuenta ciudadanos canadienses y norteamericanos, es en eso en lo que el FBI y la Policía Montada y todos los demás en la cadena de mando van a concentrar sus energías y personal durante una temporada.

—¿Entonces qué quiere que haga?

—¿Tiene coche?

—Sí.

—¿Tiene dinero? ¿Tarjetas de crédito? ¿Todo el mundo está bien?

—Todo el mundo está cojonudo.

—Entonces vayan al este —dijo el jefe—. Enséñeles a los chicos el Monte Rushmore de paso, y para cuando llegue aquí, tal vez pueda dedicar algunos recursos a interrogar a sus amigos. Y Little Bighorn también, ya que estamos en ello. A los extranjeros les encanta esa chorrada.

—¿Qué hay de Olivia? ¿Qué esta haciendo?

—¡Olivia! —exclamó el jefe—. Tiene suerte de que ese tipo se inmolara.

—¿Por qué tiene suerte?

—Porque, (a) eso demuestra que tenía razón, y (b) da al FBI y la policía local algo en lo que concentrar sus energías además de quejarse por lo que hizo en Tukwila.

—¿Qué es Tukwila, y qué hizo allí?

—Se lo explicaré cuando llegue aquí.

—¿Qué está haciendo ella ahora?

—No tengo ni idea —dijo el jefe—. Y créame, eso es bueno.

Las compras en el Cabela’s se desarrollaron tal como Seamus había previsto, excepto que todos acabaron camuflados. Porque camuflaje era lo que vendían en Cabela’s. Si querías parkas de esquí con diseños molones y colores llamativos, había que ir a otra parte.

Seamus dedujo que la cultura de la caza no estaba muy desarrollada en China.

—¿Aquí es donde vienen los soldados a comprar sus uniformes? —preguntó Yuxia, mirando estante tras estante, acre tras acre de suelo dedicado a toda clase de ropa en distintos tipos de camuflaje. Su confusión era comprensible; acababa de entrar en el país a través de una base militar y Seamus no había sido muy diligente a la hora de explicar dónde estaban los límites entre la base y el mundo civil. Tuvo que pasar unos minutos explicándole a Marlon y a ella que montones de personas cazaban aquí, y a todavía más les gustaba asumir cierta pose o actitud al respecto, usando el camuflaje como un identificador cultural, y aquí era donde esa gente venía a comprar ropa. Marlon, Csongor y Yuxia podían, en otras palabras, comprar lo que quisieran en esta tienda sin exponerse a la acusación de que llevaban de manera inadecuada los uniformes e insignias de las fuerzas armadas de Estados Unidos. Cuando superó esa barrera inicial de shock cultural, a Yuxia le pareció divertido.

Los Extranjeros Fantásticos también se quedaron anonadados ante el tamaño y la variedad de la sección de armas, y de esa forma perdieron otros cuarenta y cinco minutos de shock cultural, puro y simple. Seamus notó que Csongor se moría por un 1911, pero por fortuna el papeleo habría hecho imposible comprar una cosa así, y por eso la relación tuvo que continuar siendo platónica por ahora. Debido a la desusada forma en que habían entrado en el país, Seamus había podido conservar su arma (una Sig Sauer) todo el tiempo, pero había acabado con un solo cargador, y por eso mientras los demás estaban distraídos entrando y saliendo de los probadores, compró otros dos cargadores adicionales vacíos y cuatro cajas de balas, además de una pistolera que pudiera emplear para llevar todo aquello debajo de la chaqueta. No esperaba realmente tener que usar su arma, ni desenfundarla siquiera, mientras atravesaba el país y les enseñaba el Monte Rushmore. Pero el hecho era que tenía la pistola, y que necesitaba llevarla de manera segura sin llamar la atención. No estaría bien tenerla suelta dentro de la mochila.

Resuelto ese tema, se acercó a Yuxia, que estaba mirándose dando vueltas ante un espejo mientras se probaba un chaquetón con capucha que la hacía parecer un duende de camuflaje. Se había mareado un poco, cosa que él achacó a una combinación de jet lag, shock cultural y trauma emocional por haber sido arrancada del seno de su familia y su patria. A ese lado del Pacífico había, naturalmente, muchas personas de etnia china cuyos antepasados habían ido a ese país en las circunstancias más jodidas imaginables, y suponía que si esa aventura estuviera mejor organizada, tal vez con algunos psicólogos en su consejo asesor, pondría a Yuxia en contacto con los grupos de apoyo más relevantes Pero tal como estaban las cosas iban a tener que meterse en el todoterreno y empezar a conducir, y ella iba a tener que seguir aguantándose un rato, y él seguir echándole un ojo.

Y eso fue lo que sucedió. Csongor ocupó el asiento del copiloto. Yuxia se sentó detrás, acurrucada en su cálido chaquetón de camuflaje recién adquirido, y se quedó dormida. Marlon se centró en el centro del asiento, bloqueando la línea de visión de Seamus por el retrovisor y viendo pasar América con toda la curiosidad debida. Seamus se sentía vagamente como uno de esos ex militares que encuentra trabajo como guardaespaldas de algún famoso y acaba conduciendo de un lado a otra a las estrellas del rock.

Sentía una inexplicable necesidad de alejarse de la zona metropolitana Seattle-Tacoma, así que se dirigió al este atravesando las montañas y luego se internó en el desierto. En ese punto parecía que nada se interponía entre él y el océano Atlántico, y por eso empezó a conducir en serio, se puso en modo profesional y recorrió la I-90 como si no hubiera ningún mañana. Condujo de manera abstraída durante casi todo el estado. Pero entonces algunos asuntos del mundo real (el tamaño limitado de su vejiga y el tanque de combustible) empezaron a interferir con el sueño. Estaba viendo un montón de carteles que indicaban una población llamada Spokane. Había oído hablar de ella. Resultó ser una ciudad de tamaño decente con el habitual complemento de calles comerciales y hoteles. Ninguno parecía absolutamente perfecto, y por eso siguió conduciendo y descubrió que se había metido en Idaho sin salir realmente de Spokane: la ciudad había extendido un pseudópodo de desarrollo extraurbano a través de la frontera, tanteando en dirección a un lugar llamado Coeur d’Alene. Fue ahí donde Seamus finalmente localizó el hotel barato de sus sueños, situado en el centro de un desarrollo urbano de unos mil quinientos kilómetros de largo que incluía, a unos pocos cientos de metros de la entrada del hotel, una estación de servicio/almacén y un restaurante que parecía que podría tener cerveza de barril. Tras presentar su tarjeta de crédito (que, increíblemente, no había sido cancelada todavía), alquiló tres habitaciones, una para Yuxia, porque era una chica. Una para Marlon, porque, en el fondo, pagaba todo esto y parecía sensato que tuviera su habitación propia. Y otra que él compartiría con Csongor, ya que parecía haber desarrollado con el húngaro una relación de comprensión mutua que bordeaba la amistad.

Acordaron verse en el vestíbulo una hora más tarde y se dirigieron al restaurante que parecía tener cerveza de barril.

Seamus bajó el primero y se encontró sin nada que hacer excepto echarle un vistazo a los folletos de viajes que había junto al mostrador de recepción: publicidad de estaciones de esquí, parques de atracciones, recorridos por minas de oro, excursiones de pesca y esquí acuático en el lago cercano. Se aburrió y se sentó. Pero su mente se inquietó como no lo estaba cuando entró en el vestíbulo. Se levantó de nuevo, regresó al expositor y lo escrutó de nuevo, tratando de averiguar qué había visto allí que lo había irritado subliminalmente.

Lo encontró, por fin, la tercera vez que revisó el expositor: la palabra «Elphinstone».

Era un mapa esquemático y caricaturesco de algo llamado el Circuito Internacional Selkirk: un nudo de carreteras norteamericanas y canadienses, a caballo de la frontera, que, a juzgar por las numerosas imágenes, pasaba junto a un puñado de bonitos lagos y escenarios montañosos. Ese folleto quería hacer comprender a Seamus que una persona podía recorrer ese tramo en moto o en caravana durante un día o dos de viaje de placer, ver un montón de parajes naturales, probar comidas excelentes, comprar cosas chulas. Era, en otras palabras, un folleto de viaje, sin ningún interés para Seamus.

Excepto por una palabra: «Elphinstone.»

Era el nombre de la ciudad donde Richard Forthrast tenía su estación de cat-esquí. El lugar donde había desaparecido hacía un par de días.

Corrección: Seamus no tenía ninguna prueba de que hubiera desaparecido. Había dejado bruscamente de jugar a T’Rain. Una prueba muy débil. Pero habían pasado veinticuatro horas (era difícil decirlo con exactitud, con las zonas horarias y todo eso) desde que Seamus comprobó el estado de Egdod. Y a juzgar por lo que había dicho el jefe, Olivia tenía problemas propios, relacionados con alguien, algo o algún lugar llamado Tukwila. Jones, o más probablemente sus secuaces, estaban volando cosas por la frontera, atrayendo a todos los policías del mundo al epicentro. Así que parecía probable que nadie hubiera atendido en algún tiempo al Misterioso caso del Empresario de Juegos online posiblemente desaparecido. Seamus no había pensado en ello, al menos no a nivel consciente, desde que meter a esa gente ilegalmente en el país ocupara todos sus pensamientos, y llevaba actuando por impulso e instinto durante al menos un día. Cuando estás atascado en la embajada americana de Manila con tres ilegales que pueden ser arrestados y deportados de un momento a otro, es difícil concentrarse en hechos hipotéticos que pudieran estar ocurriendo cerca de la frontera Idaho/Columbia Británica.

Pero ahora estaba allí. Literalmente, estaba en el mapa. Pues cuando sacó del expositor el folleto del Circuito Selkirk, Coeur d’Alene se hizo visible en el mapa, en la parte inferior. Sus ojos empezaron a saltar de un lado a otro, de arriba abajo: Elphinstone, Coeur d’Alene. Elphinstone, Coeur d’Alene.

El único problema era aquella línea horizontal trazada a través de la mitad del Circuito: la frontera americano-canadiense. Era imposible que Marlon y Yuxia pudieran cruzarla.

Pero tal vez no hacía falta. Tal vez lo que estaba buscando viniera hacia él.

—¿Seamus?

Alzó la cabeza. Allí estaban Csongor, Marlon y Yuxia, recién duchados y con pinta de ser la rama de Xiamen del club de fans de Lynyrd Skynyrd. Le dio la impresión de que llevaban un rato mirándolo, preguntándose cuándo iba a reaccionar.

—¿Tienes hambre? —continuó Csongor. No es que le importara una mierda: Csongor sí que tenía hambre.

Una parte de Seamus se preguntó por qué estos chicos no se dirigían al restaurante y pedían de comer, si eso era lo que querían. Pero los había arrastrado hasta ese lugar y había creado una situación en la que dependían completamente de él, autoproclamado Reed Richards de esta pequeña banda de superhéroes, y tenía que apechugar con sus responsabilidades.

—Sí —dijo—. Estaba pensando en el programa de actividades de mañana.

—Guau —dijo Yuxia—. ¡Actividades! —tradujo esa abstracción al mandarín, y Marlon asintió, un poco inseguro.

Csongor no sabía hasta qué punto estaba siendo sarcástico Seamus, y lo miró con recelo aumentado.

—¿Qué tienes en mente? —preguntó.

—Bueno —señaló Seamus—, vamos vestidos para cazar.

—No tenemos armas.

—Habla por ti.

Csongor lo observó ahora con mucha atención. Seamus dejó de mirarlo a los ojos y devolvió su atención al expositor durante un momento.

—Era broma —dijo. Pasó un dedo por una fila de folletos, buscando algo que había advertido antes.

Allí estaba. Cogió el folleto, luego se volvió hacia la salida.

—Vamos a comer —dijo.

Pero los otros no lo consintieron. Se agolparon tras él, mirando por encima de su hombro para leer la portada del folleto que acababa de coger: RECORRIDOS TURÍSTICOS EN HELICÓPTERO POR LAS SELKIRK.

Tras haber guiado a los terroristas a través de la mina hasta el otro lado, Richard fue consciente, a cierto nivel, de que tenía que empezar el servicio de venta de su vida: necesitaba que Abdalá Jones creyera que llegar a las Cataratas Americanas no sería sencillo y que sus habilidades como guía eran todavía (en palabras del viejo como-se-llamara, el presidente ejecutivo de la Corporación 9592) una misión crítica. Que Richard todavía tenía ahí un valor añadido de primer orden.

Pero Richard no podía hacerlo, por el mismo motivo que, cuando la Corporación 9592 creció hasta cierto nivel, se volvió indiferente durante las reuniones y se permitió alejarse a la periferia de lo importante. Richard era, en el fondo, un tío que hacía cosas. Un granjero. Un fontanero. Un Barney.

En lo que no era tan bueno era manipulando los estados internos de otros humanos, en lograr que hicieran las cosas a su modo, en que hicieran cosas por él. Su actitud básica hacia otros seres humanos era que podían irse todos a tomar por el culo y que no iba a malgastar ningún esfuerzo en cambiar la forma en que pensaban. Probablemente esto estaba anclado en una creencia que le había sido inculcada desde niño: que había una realidad objetiva, que toda la gente con la que merecía la pena hablar podía observar y comprender, y que no tenía sentido discutir sobre algo que podía ser observado y comprendido. Mientras te aseguraras de tratar exclusivamente con gente que tuviera inteligencia para ver y comprender esa realidad objetiva, no tenías que malgastar mucho tiempo hablando. Cuando una tormenta se dirigía hacia ti por la pradera, recogías la ropa tendida y cerrabas las ventanas. No era necesario tener una reunión para discutirlo. Los ejecutivos de ventas no tenían que intervenir.

De ahí su reciente implicación con la compañía de nuevo, para resolver varios problemas atribuibles a la Guerrea. La Guerrea le había dado algo que hacer y él había ido y lo había hecho. Lo mismo con la búsqueda de Zula. Mientras hubiera puertas que tirar abajo con mazas, allí estaba él. Más tarde en el proyecto, cuando fue cuestión de mantener la página en Facebook de «¿Dónde está Zula?» y politiquear con la policía, se había desconectado y había dejado de ser útil.

Y ahora esto: Jones quería ayuda para abrirse paso entre los túneles mineros o mataría a Zula. Richard había echado en la mochila un saco de dormir y unas mudas de ropa y se había puesto a hacer el trabajo. Lo terminaron cuando salía el sol y emergieron en la ladera sur para disfrutar de una vista que en otras circunstancias le habría parecido inmensamente placentera; el sol encendiendo las diáfanas cortinas de bruma que brotaban de los bosquecillos de antiguos cedros, el distante rugido de las cataratas, hinchadas por el deshielo, las Selkirk y las Purcell y otras cordilleras alzándose en la distancia, mostrando picos en profundos lagos azules y valles cavernosos. La masa granítica de Monte Abandono se alzaba de su muralla de escarpes, a unos pocos kilómetros al sur de la frontera, su cara oriental brillando con la rica luz dorada del sol del amanecer.

Misión cumplida. Jones, o cualquier idiota, podría ver claramente que ya podían pegarle un tiro a Richard en la cabeza y dejarlo ahí, pues encontrarían un modo de franquear las cataratas y entrar en Estados Unidos sin su ayuda.

Era el momento, en otras palabras, de llamar a los empleados de ventas, llevar a Jones a almorzar, iniciar contactos personales, dar forma a su precepción del paisaje competitivo. Forjar una relación. Exactamente el tipo de trabajo para el que Richard siempre había encontrado un modo de excusarse, incluso cuando había en juego grandes cantidades de dinero.

Sin embargo ahora su vida estaba en juego, y no había nadie para ayudarlo, y seguía sin ponerse manos a la obra. Simplemente, no podía superar su convicción de que Jones podía irse a tomar por el culo y que no iba a ponerse a dar vueltas y planear y maniobrar por su causa.

Tal vez porque toda esa conducta le parecía humillarse. Ese era su problema: en el fondo, creía que la gente que actuaba así se humillaba a sí misma.

Hicieron una pequeña pausa en la boca de la mina para disfrutar el paisaje, para poner la última trampa bomba, preparar té, rezar y tratar de conseguir cobertura telefónica. Era bastante razonable: parecía que casi todo Idaho era visible desde aquí, y tenía que haber una torre de telecomunicaciones en alguna parte. El experimento habría terminado muy rápidamente si no hubiera habido ninguna cobertura, pero parecía que algunos yihadistas podían conseguir una barra si adoptaban una postura concreta en un lugar concreto y sujetaban el teléfono de una manera concreta e invocaban diversos poderes superiores. Richard estuvo tentado de hacer una agria analogía respecto a colocarse en dirección a La Meca, pero le pareció que eso no resultaría demasiado favorable para su esperanza de vida. Sus rituales se volvían ridículos después de cierto punto. Porque ninguno de esos tipos tenía una actitud irónica moderna, ninguno veía el humor.

No, olvida eso. Casi todos ellos habían estado viviendo encubiertos en el mundo occidental y eran tan capaces de ver el humor como cualquier americano de catorce años que se sentara en su sillón a ver reposiciones de South Park y enviar chistes por Twitter a sus amigos. Pero ellos habían tomado una decisión consciente de darle la espalda a todo eso. Como los fumadores o bebedores que lo dejan, eran más dogmáticos en eso que nadie que hubiera llegado a esa situación de manera natural. Solo Jones tenía la confianza en sí mismo para permitirse un atisbo de humor, y por eso Richard y él acabaron mirándose a los ojos.

—¿Así que va a pegarme un tiro ahora —preguntó Richard, después de que Jones y él hubieran disfrutado del momento—, o le muestro el camino más fácil para franquear las Cataratas Americanas?

—Estoy satisfecho con el acuerdo en su forma actual —respondió Jones—. Si eso cambia, será usted el primero en saberlo. Suponiendo que se lo vea venir.

—Bueno, plantea usted una pregunta interesante, Abdalá. ¿Lo vería venir? ¿Va a ser una de esas decapitaciones lentas? ¿O solo un tiro sin avisar a la cabeza?

Richard vio ahora, fascinado, cómo Jones se lo pensaba.

—Si las cosas no cambian —dijo—, preferiría darle una oportunidad para rezar primero, quizá para escribir unas palabras. Pero si nos encontramos atrapados en una situación embarazosa, puede que no haya tiempo para eso.

—¿Eso que me muestra es un pequeño programa de incentivo? ¿Una penalización por situaciones embarazosas?

—El programa de incentivo, como estoy seguro de que comprende, trata de Zula. Debido a la lamentable falta de cobertura telefónica, no hemos podido contactar con nuestros camaradas. Puede usted asumir que sigue viva y que puede mantenerla en ese estado si nos libra de situaciones embarazosas y hace otras cosas por nosotros.

—¿Significa eso que si hubiera encontrado cobertura, habría dado la orden de matarla?

—No hay ningún plan fijo. Evaluamos nuestra situación de hora en hora.

—Entonces evalúe esto: estamos en un lugar expuesto aquí arriba. Cualquiera que esté en esos valles de allá abajo puede vernos. ¿A qué estamos esperando?

Jones actuó como si no lo hubiera oído.

—¿Eso es Monte Abandono? —preguntó, indicando al sur.

—Sí.

—Las carreteras conectan con el lado opuesto.

—Las faldas inferiores, sí. Es la salida.

—Entonces vamos —dijo Jones, poniéndose en pie y sacudiéndose el culo.

Richard acababa de ponerlo a prueba; le había dicho que tenían que retirarse de aquel lugar expuesto. Jones, que no quería ceder ante él, había fingido no oírlo. Pero unos momentos después había hecho lo que Richard había sugerido, como si hubiera sido idea suya. Ese sí era el tipo de programa psicológico en el que Richard podía implicarse, si podía encontrar, o crear, más oportunidades para desarrollarlo.

Esa oportunidad se presentó muy pronto, en cuanto llegaron a un lugar donde pudieron ver un camino obvio donde desviarse en dirección general de Monte Abandono. Todos los contrabandistas de hierba novatos que iban por ahí lo intentaban, solo para descubrir que estaban metidos en dificultades más tarde cuando se enteraban de que ese sendero de aspecto fácil conducía a un callejón sin salida. Para demostrar que era un callejón sin salida, era necesario pasar unas cuantas horas buscando una forma de salir de allí, desperdiciando por tanto casi un día.

Y por eso Richard tuvo que realizar una pequeña operación de venta, convenciendo a Jones de que sería mucho mejor si se desviaran del sendero obvio y fácil y pasaran en cambio el siguiente par de horas abriéndose paso por una ladera que, si hubiera tenido un camino adecuado, habría sido una interminable sucesión de serpenteantes zigzags. Pero nadie podría haber construido un camino adecuado sin usar armas nucleares tácticas. Era un amasijo de troncos caídos sobre el escarpe primigenio y cubierto de una resbaladiza pátina de musgo y vegetación podrida. Tras dejar una anotación con pintura verde en la cima, dedicaron cuatro horas a bajar, cubriendo un kilómetro del mapa.

Richard, en sus días dedicados al tráfico de drogas, había hecho ese viaje tres o cuatro veces antes de perder la paciencia. Había venido aquí sin otra cosa a la espalda que comida y un petate y había dedicado varios días a encontrar un camino de bajada más rápido y sencillo: el proverbial Atajo Secreto: un brusco y arriesgado descenso a un lecho seco seguido por un relativamente rápido y fácil descenso por un barranco hasta un lugar cercano al comienzo de las cataratas. Si no hubiera sido por ese descubrimiento, su naciente carrera de contrabandista probablemente habría acabado debido a lo poco atractiva que era esa parte del viaje. Pero no sentía ninguna necesidad especial de compartir el atajo con Jones y sus hombres. Por el momento, estaban atascados en un lugar donde no había cobertura telefónica: un estado que parecía limitar la cantidad de daño que Jones podía causar. Cuanto más durara, más posibilidades habría de que alguien advirtiera los signos de su apresurada partida del Schloss y lanzara una investigación adecuada.

Y también estaba el hecho de que, le gustara o no, Richard estaba guiando a esta gente directamente hacia el lugar donde vivía Jake. Lo hacía para salvar la vida de su sobrina. Todo había parecido fácil hasta que se asomó a la boca de la cueva y vio Monte Abandono. Ahora reflexionaba sobre el hecho de que, para salvar a su sobrina, estaba guiando a una banda de terroristas directamente hacia una remota cabaña donde vivían dos hermanos, una cuñada y tres sobrinos.

El plan que tomó forma en su cabeza, entonces, mientras dedicaban toda la mañana a bajar al valle, era escabullirse del campamento aquella misma noche y llegar a la casa de Jake y avisarlos.

Echaron una larga siesta al lado del río, rezaron un poco más, cocinaron el almuerzo, descansaron los músculos doloridos, y se vendaron los tobillos torcidos. Richard se cubrió la cara con el sombrero y fingió dormir, pero de hecho permaneció despierto todo el tiempo trazando su plan. Harían un tramo más después de esa pausa, y les mostraría cómo sortear las cataratas: otra operación sorprendentemente difícil. Después de eso acamparían para pasar la noche, y Jones lo mataría o no. Si no lo hacía, Richard intentaría salir de allí después de oscurecer. Las cataratas estaban inmersas en una concavidad de piedra, cubiertas de una vegetación tan densa, alimentada por la bruma, que ni siquiera las señales GPS podían abrirse paso. Se acabaron los teléfonos.

Si tuviera una linterna…

Entonces recordó que sí tenía una, una LED del tamaño de un meñique en el llavero.

Podría conseguir agua del río. Algunas barritas energéticas podrían ser útiles, y tenía un par de ellas en la mochila que podía meterse en los bolsillos cuando no hubiera nadie mirando.

Había pasado, a lo largo de las horas, de un cinismo completamente falto de esperanzas a juguetear ociosamente con esa idea de locos, a ponerse a elaborarla en serio y a decidir que era factible. Que iba a hacerlo. Cuando volvieron a ponerse en marcha, abriéndose camino río abajo hacia las cataratas, él ya estaba pensando con varios kilómetros de ventaja, tratando de recordar el camino que seguiría aquella noche tras salir del barranco y bajar a las faldas inferiores de la montaña.

Cruzaron a Estados Unidos, un hecho discernible solamente por un monumento cubierto de musgo con el que uno de los yihadistas estuvo a punto de tropezar. Las cataratas estaban ante ellos, hacia la derecha. Se abrieron paso cruzando un alto macizo de roca que asomaba a las cataratas por la zona este. Terminaba en un acantilado que los obligó a descender hasta la ribera del río para seguir avanzando hacia el sur. Richard explicó que había un camino de bajada desde ahí; tenía que haberlo, o de otro modo no habría sido posible hacer el viaje de vuelta. Pero en aquella dirección, el descenso era considerablemente más fácil si usabas cuerdas. Richard había advertido de ello a Jones con bastante antelación, y por eso Jones se había asegurado de llevar cuerdas largas. Se detuvieron un rato para que algunos pudieran disfrutar del panorama mientras que otros, que eran buenos en ese tipo de cosas (o decían serlo) ataban la cuerda a un cedro gigante que crecía cerca del borde del acantilado. La mitad de los hombres bajó a explorar. Luego enviaron a Richard. Después bajó el resto. A Richard le dio la impresión de que esto había sido cuidadosamente pensado: les ponía nerviosos que intentara escapar y querían asegurarse de que hubiera gente a cada extremo de la cuerda para no perderlo de vista.

En cuanto llegaron abajo, Jones le dio una orden a Abdul-Ghaffar, el yihadista americano blanco, y asintió significativamente hacia Richard. Todavía estaba Richard digiriendo esto cuando Abdul-Wahaab («el otro Abdul» para él; al parecer, el primer lugarteniente de Jones) sacó su pistola, cargó una bala, y le apuntó al pecho desde unos tres metros de distancia.

—Me gustaría que separara las piernas —dijo Abdul-Ghaffar con su llano acento del Medio Oeste. Sacó de su mochila un montón de gruesas correíllas de plástico negro: no las finitas que se usaban para sujetar los cables de red en las oficinas. Estas tenían un cuarto de pulgada de ancho y un par de palmos de largo.

No parecía que fuese el principio de una ejecución. Richard, cansado y tomado por sorpresa, ya tenía separadas las piernas de todas formas. Se quedó quieto, como le había dicho Abdul-Wahaab, y Abdul-Ghaffar se arrodilló tras él y ató cuatro de las gruesas correíllas a cada una de sus botas, apilándolas para construir una pesada esposa para cada tobillo. Deslizó otras correíllas por dentro de esas esposas y las fue enlazando hasta construir una cadena para unir los pies de Richard con una especie de traba. Cuando terminó, Richard solo podía moverse en pasitos de veinte centímetros, siempre que el suelo fuera llano. Aplicaron un tratamiento similar a sus muñecas, dejando unas ocho pulgadas de espacio entre ellas, pero las ataron por delante, presumiblemente para que pudiera abrirse la bragueta para orinar, o llevarse comida y agua a la boca.

Todo sucedió tan rápido que su cerebro no tuvo tiempo de comprenderlo hasta que se terminó. No iban a matarlo, al menos todavía. Pero parecían haberle leído la mente y anticipado que podría intentar escapar. Ahora lo registraron a conciencia, quizá para asegurarse de que no llevaba una navaja o un cortaúñas que pudiera utilizar para cortar las ligaduras de plástico durante la noche.

Y la noche llegó pronto, pues estaban en las profundidades de una hondonada y el cielo era una rendija sobre ellos, atravesada por el sol apenas unas pocas horas cada día. Buscaron refugio en aquel plano saliente de terreno rocoso a medio kilómetro de las cataratas corriente abajo y usaron agua del río para cocinar una generosa cantidad de arroz instantáneo y comida liofilizada.

A Richard no se le ocurrió nada que hacer, así que entró en la tienda que le habían asignado, se metió en el saco de dormir completamente vestido y calzado y, con muchos problemas, se dispuso a dormir.

Atravesaron pedaleando Vado de Bourne, calentando lentamente, y se detuvieron dos veces para ajustar las bicicletas y tensar las cargas. Como la mayoría de las poblaciones americanas, aquella se había desarrollado a ambos lados de una carretera. Las granjas asomaban tras las calles comerciales y los establecimientos de comida rápida. Oliva pensó que se dirigían al norte en el valle del río, que quedaba a su izquierda, a veces tan cerca de la carretera que podían verlo bien, a veces perdiéndose en la distancia. No era un arroyo que bajara veloz desde las montañas sino un lento cauce que serpenteaba por todo el lugar, como un cable de extensión de treinta metros arrojado con descuido en tres metros de espacio. La cuenca por la que corría tenía como máximo ocho kilómetros de anchura, pero a juzgar por la intensidad con la que era cultivada, se trataba de un terreno excelente. A la derecha surgían colinas bajas de la cuenca, bloqueando su visión de lo que sabía que tenían que ser montañas mucho más altas en las cordilleras principales de las Rocosas de más allá. A la izquierda el panorama era completamente distinto, con las verdes montañas alzándose bruscamente al otro lado del río. El tráfico era ligero, y parecía que la mayoría de las matrículas eran de Columbia Británica. A excepción de las oscuras montañas que acechaban a poniente, podría haber sido un idílico paisaje del Medio Oeste, y Olivia pudo comprender perfectamente por qué la gente que solo deseaba que la dejaran en paz y vivir vidas sin complicaciones venían de todo el continente a establecer ahí su casa.

Las granjas contaban con una irregular red de carreteras rurales. Una de ellas conducía a un puente sobre un río. Se dirigieron hacia allí y cruzaron el arrollo, enfilando ahora directamente hacia la pared montañosa. Olivia vio ahora la sabiduría de intentar hacer un buen promedio, ya que el sol iba a ponerse al menos una hora antes, ya que caía tras la alta cordillera de las Selkirk.

El puente conectaba con una carretera de sur a norte justo en la linde del bosque, a una altitud donde no quedaría inundada por las riadas estacionales. Olivia consultaba cada vez más un mapa que había dibujado a mano en una servilleta de Starbucks, pues Jake Forthrast le había dado unas coordenadas generales, pero no parecía tener una dirección per se, o si lo hacía, negaba la autoridad del gobierno de Estados Unidos para hacer semejantes asignaciones. No tuvieron que llegar muy lejos para encontrar un cruce con una carretera de asfalto que descendía hacia el oeste. Parecía corresponder con una que Olivia había dibujado en la servilleta, así que metieron marchas más bajas y empezaron a recorrerla. Altos árboles flanqueaban cada lado. Un kilómetro más tarde la carretera se hizo de grava. Al mismo tiempo, se volvió considerablemente menos empinada, ya que seguía el curso de un afluente que bajaba de las montañas hacia el gran y perezoso río.

Olivia continuaba siendo bastante sensible, o eso imaginaba, a la Locura que imaginaba debía de acechar en esos lugares. La frontera canadiense se había convertido en su mente en algo parecido al fin del mundo, un escarpado y recto acantilado que conducía directamente al pozo de Abadón; mientras se acercaban dando vueltas, la escena debía de volverse más y más apocalíptica y la gente que decidía vivir allí, más extraña. Cosa que era, claro, completamente ridícula, ya que lo que había al otro lado de aquella línea imaginaria era Columbia Británica, un lugar próspero y bien regulado de medicina socializada, señales en dos lenguas y policías montados.

Y sin embargo la línea estaba allí, trazada en todos los mapas. O más bien, en el borde superior de todos los mapas, sin nada más allá. Como la gente (al menos antes de que apareciera Google Earth) no podía flotar kilómetros sobre el terreno y ver el mundo como lo veían los pájaros y los dioses, tenían que apañárselas con mapas, que sustituían a ver las cosas; y, de esa manera, los productos de la imaginación de los topógrafos y las convenciones de los cartógrafos podían volverse tan reales como las rocas y los ríos. Quizás aún más, ya que podías mirar el mapa cuando quisieras, mientras que mirar la frontera física implicaba un montón de esfuerzo. Así que tal vez bien podría ser el fin del mundo, en lo referido a alguno de los lugareños, y podía afectar a su manera de pensar.

Pero mientras subían aquellas montañas, Olivia descubrió que los seres humanos, y lo que pensaban y hacían y construían, eran lo menos importante del lugar. No importaba lo extraños que fueran los lugareños cuando había tan pocos, dispersos sobre tanto espacio que era difícil moverse por él.

Eventuales señales de tráfico, acribilladas a disparos de escopeta y el ocasional cartucho de caza, insistían en que estaban en territorio del Servicio Nacional de Bosques y que la misma agencia era responsable de esas carreteras. Y de hecho frecuentemente veían empinadas rampas de grava que conducían a las laderas de montañas que estaban siendo taladas o lo habían sido en el pasado reciente. Pero de un lugar a otro entraban en un tramo de carretera que atravesaba un territorio relativamente llano y manejable, frecuentemente cerca de puentes. En esos sitios había ranchos pequeños, y a veces varias viviendas juntas en una especie de aldea dispersa entre pinos y cedros. No estaban lo bastante cerca para considerarlas barrios, pero seguía habiendo una sensación de lugar, aunque no tuvieran nombre ni aparecieran en los mapas. Algunas de las viviendas reflejaban un estado de pobreza que Olivia asoció con los Apalaches, o incluso Afganistán. Pero a medida que se internaban en el valle, esos lugares se fueron haciendo menos frecuentes; o tal vez los elementos los habían destruido ya. Porque estaba claro que, aunque no hacía falta ser rico, ni siquiera acomodado, para sobrevivir en ese entorno, era necesario tener algunas de las cualidades que permitían serlo cuando se aplicaban a lugares más poblados. Los montones de madera ordenadamente apiñados bajo tejados corrugados, todavía abundantes aunque estaban al final de un largo invierno en las montañas, y muchos otros detalles, le dijeron a Olivia que la misma gente, trasplantada a Spokane, pronto estaría dirigiendo pequeños negocios y presidiendo organizaciones cívicas.

Pedalearon hacia el oeste y su avance por el valle fue bloqueado por un par de perros grandes que los catalogaron como intrusos. Cada uno de aquellos animales pesaba probablemente más que Olivia. Uno parecía tener parte de labrador, pero ella pudo convencerse fácilmente de que el otro era en gran parte lobo, si no en la totalidad. Pero ambos tenían collares, y ambos estaban bien alimentados.

—No los mires a los ojos —sugirió Sokolov, desmontando y colocando la bici entre los animales y él—. Dale la vuelta a tu bici y márchate si las cosas se ponen feas.

Olivia, que no tenía ningunas ganas de comportarse heroicamente, invirtió la dirección de su bicicleta y mantuvo una pierna por encima del sillín. Sokolov aguantó. Ella sabía que podía acabar con esos animales pegándoles un tiro en el cerebro con la pistola que llevaba en alguna parte, y que se abstenía de hacerlo solo por el deseo de no ofender a sus dueños.

Los ladridos de los perros acabaron por llamar la atención de un hombre que vino en un todoterreno desde un complejo cercano. Lo hizo, sospechó Olivia, porque era demasiado pesado para moverse con comodidad. Iba armado con (al menos) una gran navaja y una pistola semiautomática que llevaba en una sobaquera. Empezó a gritarles a los perros mientras se acercaba, pero le resultó difícil calmarlos, así que tuvo que recurrir a un montón de gritos y competición entre machos alfa antes de poder lograr que se sentaran y se callaran. No dejó de vigilar a Sokolov y, en menor grado, a Olivia en todo el tiempo.

Ella no tenía ni idea de lo que pensaba esa gente de las razas. Había visto ese día muchos más nativos americanos que asiáticos y suponía que podrían creer que era miembro de alguna de las tribus locales. Pero no parecía haber problema con aquel tipo; o al menos no hizo que fuera más receloso y hostil que al principio.

Cómo reaccionaría ante un hombre con un marcado acento ruso era imposible de adivinar.

Olivia dejó su bicicleta en mitad de la carretera, se acercó a Sokolov, y se colocó bajo su brazo. Una mujer que hubiera sido reclamada por un hombre de aspecto dominante era un organismo completamente distinto al de una mujer que parecía estar a disposición del primero que llegara. Acortando las vocales y tratando de parecer lo más americana posible, dijo:

—Estamos buscando la casa de Jake Forthrast. Nos invitó a venir a hacerle una visita.

Eso lo cambió todo. El hombre, que ahora se presentó como Daniel («como en El libro de»), no quiso oír hablar de que terminaran el viaje en bici; regresó a su complejo y regresó unos momentos más tarde conduciendo una enorme camioneta. Sokolov metió las bicicletas en la parte trasera y viajó con ellas mientras Olivia ocupaba el asiento de pasajeros con Daniel. Por la forma en que había hablado, se esperaba un viaje largo, pero la distancia cubierta, desde allí, apenas era de unos pocos kilómetros. Unos kilómetros algo aventurados, ya que la carretera se volvía cada vez más empinada y en peor estado, produciendo en Olivia la impresión de que en efecto se dirigían al Fin del Mundo. Pero luego penetraron una estrecha grieta entre un gigantesco acantilado de granito todavía cubierto de nieve y un furioso río y entraron en una pequeña hondonada de poco más de un kilómetro de anchura donde habían construido cuatro casas distintas alrededor de un pequeño cuerpo de agua que Olivia supuso que estaba aquí debido a los castores. Directamente al otro lado del agua, y reflejada en ella, había una montaña solitaria, tan cerca que podía decirse que estaban en su cara sur.

La laguna estaba rodeada por un camino de tierra del que partía otra carretera que se extendía entre dos casas y se perdía en los bosques que crecían en el flanco sureste de la montaña. Daniel la siguió, avanzando despacio y asegurándose de intercambiar saludos amistosos con los niños, los perros y los propietarios que habían reparado en ellos.

El paisaje cambió ahora dramáticamente, haciéndose más húmedo y más frío, con olor a cedro. Cien metros carretera arriba llegaron a una verja, atornillada a enormes maderos, que bloqueaba por completo el paso. En ella había varios documentos, preservados bajo plástico transparente. Olivia les echó un vistazo mientras se acercaba, soltaba el pestillo y abría la verja. Daniel le había asegurado que podía hacerlo. Uno de los documentos era la Constitución norteamericana, con varios artículos subrayados. Otro era una especie de manifiesto, al parecer colocado allí para ilustrar a los agentes federales que pudieran venir a recaudar impuestos o recopilar datos para el censo. Había también algunos pasajes favoritos de la Biblia, y una página del Código Estatal de Idaho explicando exactamente qué podía y qué no podía hacerle un ciudadano a un intruso en defensa de su propia morada.

Todo lo cual resultaba bastante intimidatorio, y probablemente habría impedido que Olivia entrara en el lugar, si hubiera venido sin un guía local; pero Daniel parecía pensar que podía franquear las defensas de Jake tocando mucho el claxon. Los perros vinieron corriendo. Olivia cerró la verja tras la camioneta y saltó al guardabarros trasero; Sokolov la ayudó a subir antes de que llegara la escolta canina. Continuaron viaje durante unos minutos, ya que al parecer Jake no veía ninguna ventaja en tener la verja delantera cerca del lugar donde vivía. La carretera rodeó un peñasco, y entonces pudieron ver una casa: alta y estrecha para tratarse de una cabaña de troncos, encaramada al otro lado de un arroyo que cruzaba un puente de troncos y tablones. La camioneta lo cruzó y se detuvo en la parte trasera. Junto a la cabaña había un espacio llano, parcialmente despejado, embrollado con corrales, jardines y cobertizos. Se extendía durante varios acres de terreno hasta la base de una ladera boscosa.

Un chico con un hacha salía de un cobertizo. Una mujer con un vestido largo se asomó a un balcón. Jacob y John Forthrast rodearon la esquina del edificio limpiándose las manos de grasa negra.

—He encontrado a un par de vagabundos —bromeó Daniel, señalando hacia atrás con el pulgar. Olivia se levantó, ya que la camioneta se había detenido. La firma térmica de la camioneta había disparado unas luces automáticas que iluminaron su rostro. Estaba a punto de recordarles quién era cuando oyó a Jake explicar:

—Es Olivia.

Suponía, tal vez, que la vista de John no era tan buena como para reconocerla bajo la súbita luz. Le resultó extraño que esta familia la llamara por su nombre de pila.

—¡Oh, hola de nuevo, Olivia! —exclamó John—. ¿Quién es tu amigo?

—Es una larga historia… pero ha venido porque quiere ayudar a Zula.

—Entonces es amigo nuestro —dijo Jake—. Bienvenido a Arroyo Prohibición.