DÍA 18

—Bingo —dijo Corvallis—. Ha entrado en el sistema. Acaba de salir de su cueva. Parece que va a estar activo durante un rato.

Eran las 8.23 de la mañana. Richard esperaba al lado de su Land Cruiser junto a la pista del diminuto aeropuerto de Elphinstone, viendo un Cessna subir al cielo y virar hacia el sur. Acababa de meter en él a John y Jake y le había dado un par de viejos billetes de cien a su piloto.

Veinticuatro horas antes, John, Richard y Jake habían aterrizado aquí. Un solo día de estar allí sentados había sido suficiente, de modo que John se ofreció voluntario para alquilar un coche y llevar a Jake al otro lado de la frontera y pasar un rato con su familia en Idaho. Richard, esperando que no pareciera que estaba empujando a sus hermanos a salir por la puerta, llamó a un piloto que conocía y lo hizo posible en treinta minutos. El rugido del despegue del Cessna había ahogado el sonido del teléfono sonando, pero Richard lo sintió vibrar contra su culo y lo sacó segundos antes de que saltara el buzón de voz.

—¿Sabemos dónde está? —preguntó.

—Seguimos trabajando en ello, pero creemos que en Filipinas.

—Eso tendría sentido —musitó Richard—. La mierda alcanza el ventilador en China, sale del país, permanece oculto durante un tiempo, finalmente asoma la cabeza cuando necesita pasta.

El Cessna era solo una mota que zumbaba suavemente en un amanecer nublado y rosa. Richard se sentó en el ajado asiento del Land Cruiser.

—Mierda —dijo, mirando al teléfono y la palanca de cambios—. No puedo conducir y hablar a la vez.

—Probablemente será lo mejor —respondió Corvallis—, en esas sinuosas carreteras de montaña.

—Sigue la pista de lo que está haciendo, ¿quieres? No hagas nada que pueda asustarlo.

—Ni siquiera lo tengo localizado —dijo C-plus—. Solo lo tengo en una serie de preguntas en una base de datos.

—¿Qué está haciendo?

—Principalmente, está buscando a sus amigos. Está reuniendo un grupo.

—Para poder ir a recoger el oro —dijo Richard—. Estaré en el Schloss dentro de media hora. Llámame si lo consigue.

Colgó, se metió el teléfono en el bolsillo de la chaqueta, luego abrió la puerta y tiró el café tibio y guardó la taza de viaje. Había algo de basura en el salpicadero; la barrió para arrojarla al suelo, donde iba a acabar de todas formas. Entonces salió del aparcamiento y empezó a acelerar en dirección al Schloss.

Csongor, que no jugaba a T’Rain, se sorprendió al ver el poco espacio de pantalla que se dedicaba a ver el mundo del juego. Por lo poco que pudo ver, era un sitio bastante bonito, con masas de tierra enormemente detalladas y muy realistas, nubes dispersas en el cielo iluminadas por una luna llena, y árboles cuyas ramas y hojas se sacudían de manera convincente bajo el viento. Un murciélago revoloteaba ante la entrada de la caverna, y los grillos, o algo por el estilo, canturreaban entre la maleza. Pero tenía que percibir todas estas cosas a través de una especie de portilla rectangular, no mucho más grande que su mano, en mitad de una pantalla que por lo demás estaba llena de ventanas: una mostraba una imagen de cuerpo entero de Reamde, con un puñado de estadísticas con diversos chismes pintorescos en continua fluctuación. Mapas a gran escala y a pequeña escala mostraban dónde estaba en el mundo. Una especie de radar con indicativos de diversos colores se movía al unísono. Tres diferentes ventanas de chat donde las conversaciones, el 75 por ciento en chino y el 25 por ciento en inglés, corrían hacia arriba a trompicones, como vapor que surgiera de ollas hirvientes. Cuadrículas que aparentemente describían el inventario de armas, pociones y truquitos mágicos que Reamde llevaba encima. Una especie de lista, larga y fina, que corría por todo el monitor a la izquierda, cada entrada consistente en una imagen diminuta de un personaje de T’Rain; el nombre del personaje, a veces en chino y a veces en caracteres en inglés; y varios campos de datos que, supuso Csongor, indicaban si la persona estaba conectada, dónde se encontraba, y qué estaba haciendo. Tal vez había tres docenas de entradas en la lista, y todas menos tres estaban en gris. Mientras Csongor observaba todo esto, Marlon movió el cursor a lo alto de la lista y cliqueó un rótulo que hizo que la columna se reestructurara: los pocos que aparecían en colores quedaron arriba. Picó en uno de ellos y empezó a teclear en una ventana emergente que apareció de pronto junto al icono del personaje. El proceso de teclear en chino era completamente misterioso para Csongor; mientras los dedos de Marlon saltaban por todo el teclado, una ventanita apareció en la pantalla, indicando que un programa intentaba averiguar qué intentaba decir Marlon y sugerir posibles formas de completarlo. La enorme cantidad y variedad de datos lanzados contra la cara de Marlon por, supuso Csongor, al menos mil discretos widgets de usuarios en esta enorme pantalla era abrumadora para su cansado cerebro. Pero Marlon parecía haber ahorrado energías durante el viaje por mar y por fin tenía una oportunidad de hacer lo que mejor hacía.

Un punto rojo se acercaba en la pantalla del radar y a Csongor le preocupó que Marlon, ocupado con sus chats, no se diera cuenta. Pero entonces lanzó una compleja combinación de teclas que hizo que casi todas las ventanas desaparecieran, dejando solo las que eran relevantes durante el combate. Sucedió algo muy rápido, algo que para Csongor no tenía ningún sentido, cuyas ideas de lo que debería ser un combate de videojuego eran, supuso, irremediablemente anticuadas. Las pocas veces que había intentado jugar a videojuegos populares en los cibercafés de Budapest había sido eliminado en microsegundos por oponentes que, a juzgar por la naturaleza de sus burlas, eran muy jóvenes, probablemente menores de diez años. Csongor tuvo ahora la impresión de que Marlon era uno de aquellos niños que habían crecido sin perder ninguna de sus habilidades. En cualquier caso, el tipo que había intentado sorprender a Reamde estaba muerto, y su cuerpo fue saqueado en menos tiempo del que Csongor habría tardado en estirar la mano y tomar un sorbo de café de la taza que tenía junto al teclado, y entonces todas las pantallas volvieron a ocupar la pantalla y Marlon continuó con su chat.

Csongor había supuesto que mostrar un silencio absoluto y respetuoso era la conducta correcta que debía observar, pero Marlon parecía tan diestro en multitareas que esto de ahora parecía una ridícula y apolillada etiqueta del Antiguo Mundo.

—¿Poniéndote en contacto con los da O shou? —preguntó.

—Sí.

—¿Entonces están bien?

—Algunos. Al menos —tecleó durante un rato—. Han estado esperando.

—¿A ti?

—Una ocasión para sacar el dinero.

—¿Y cómo lo van a hacer?

Csongor había aprendido lo suficiente para saber que los da O shou usaban cuentas autosostenibles, lo que quería decir que no estaban relacionadas con tarjetas de crédito. Esto resultaba conveniente para los jóvenes chinos que estaban empezando, pero dificultaba sacar los beneficios del mundo del juego.

—Puede conseguirse —dijo Marlon—. Hay agentes que transfieren dinero que lo hacen. Normalmente trabajamos con los de China pero podemos encontrar a otros, en cualquier parte del mundo. Nos pueden enviar aquí el dinero, a través de Western Union —Marlon apartó la mirada de la pantalla por primera vez desde que se conectó—. Vi un cartel de Western Union cuando veníamos en el autobús. Está solo a medio kilómetro de aquí.

—Entonces mañana por la mañana, cuando abran, podríamos tener dinero esperándonos.

—Yo podría tener dinero esperándome —lo corrigió Marlon—, pero me alegraré de compartirlo contigo y con Yuxia.

Csongor se ruborizó ligeramente, pero siguió hablando a pesar de su vergüenza.

—¿Cuál es el procedimiento?

—Intentar encontrar a más miembros de da O shou y conseguir que se conecten —dijo Marlon—. Uno de ellos puede ir a buscar un agente de transferencia de dinero extranjero y los demás podemos crear un grupo de saqueo y recoger el oro.

—¿Nunca habéis tratado antes con agentes de transferencia de dinero que no sean chinos?

—¿Por qué tendríamos que haberlo hecho? —preguntó Marlon.

—Déjame que haga unos cuantos contactos —propuso Csongor, mirando el ordenador que había asegurado antes. Yuxia había terminado de teclear y ahora parecía estar navegando por la red—. Probablemente podré encontrar uno en Hungría. Y si no, en Austria.

—¿Están cerca de… no sé el nombre… punto C H?

Csongor tardó un momento en comprender. Entonces cayó en la cuenta de que era una referencia a los nombres de dominios terminados en «.ch».

—Suiza —dijo Csongor. Confederatio Helvetica.

—El sitio de los bancos —dijo Marlon.

—Sí, Suiza está cerca de Austria y Hungría.

—Prueba en Suiza —sugirió Marlon amablemente, y luego volvió de nuevo su atención al juego, pues casi en el mismo momento las caras de otras dos criaturas pasaron del gris al color y saltaron a lo alto de la lista. Csongor imaginó a los adolescentes de todo el sur de China (refugiados aterrorizados que habían pasado las dos últimas semanas huyendo de la policía, escondiéndose en albergues para indigentes o gorroneando camas de sobra a los parientes del campo), recibiendo boletines en sus teléfonos, corriendo a los wangbas más cercanos, pegando el culo en las sillas, haciendo crujir los nudillos, y entrando en acción.

Csongor se acercó a Yuxia y miró por encima de su hombro. Estaba leyendo una página de la Wikipedia. El título del artículo era «Abdalá Jones». Mostraba la foto de un hombre a quien Csongor había intentado pegar un tiro en la cabeza en un embarcadero en Xiamen.

—¡Hijo de puta! —exclamó Csongor.

Yuxia se dio la vuelta lentamente y lo miró.

—El destino nos ha puesto delante a un enemigo formidable —observó.

—Entonces deberíamos hacerle algo formidable —sugirió Csongor—. De mala manera.

—No es tan fácil, desde la capital pervertida del mundo.

Lo dijo en voz alta. Por encima de todos los monitores del café asomaron cabezas, pero Yuxia no les hizo caso. Se había vuelto hacia su pantalla. Tras leer algunas de las hazañas de Jones, sus letales estadísticas, sacudió convulsivamente la cabeza.

—Este tipo es peligroso de veras.

—Pero eso ya lo sabías —dijo Csongor.

—No me digas.

Richard no perdió el tiempo durante su viaje a través de Elphinstone; pero el feo secreto de los canadienses era que conducían como locos, así que su velocidad y los semáforos que se saltó no estaban tan fuera de la norma como lo habrían sido al sur de la frontera. La carretera que subía el valle hacia el Schloss, en años recientes, se había convertido en un vector para la expansión urbana descontrolada y ahora estaba flanqueada por los negocios que habían sido excluidos del centro de la ciudad por su famosa fatua para conservar el entorno histórico. Pero en el fondo Elphinstone no era tan grande y solo podía soportar un número limitado de concesionarios de coches y cafés Tim Hortons, y por eso este tipo de desarrollo urbanístico acababa en una zona muerta en torno a la fábrica de madera abandonada. Más allá la carretera se dividía en dos carriles y empezaba a ascender, y luego, unos cuantos kilómetros más adelante, empezaba a contonearse como una serpiente y a patear como una mula.

Así que fue inevitable que se acercara a la trasera de una caravana gigantesca poco más de treinta segundos después de llegar a esa parte de la carretera donde adelantar quedaba completamente descartado. No llegaba a tener el tamaño de un tráiler. Llevaba matrícula de Utah. Necesitaba un lavado. La parte trasera estaba moteada de las habituales pegatinas que hacían bromas sobre gastarse la herencia de los nietos. Y avanzaba a unos cincuenta kilómetros por hora. Richard pisó los frenos, encendió los faros para dejar claro que estaba ahí, y se quedó atrás hasta el punto en que podía ver sus retrovisores. Entonces maldijo Internet. Estas cosas antes no pasaban, porque la carretera en realidad no llevaba a ninguna parte; más allá del Schloss, se convertía en un camino de grava y seguía unas cuantas curvas más hasta un campamento minero abandonado a un par de kilómetros, donde lo único que los conductores podían hacer era dar la vuelta en una rotonda y volver por donde habían venido. Pero los que practicaban geocatching se habían puesto a plantar contenedores de Tupperware y cajas de munición de chorraditas al azar en los árboles y bajo las rocas en las inmediaciones de la rotonda, y la gente seguía visitando esos sitios y colgando sus cosas en Internet, haciendo alegres observaciones del bonito panorama, la carencia de multitudes, y la abundancia de arándanos. Normalmente, Richard y los habituales del Schloss tendrían otro mes de conducir tranquilos antes de que esa gente empezara a aparecer, pero aquella caravana al parecer había decidido adelantarse a la estación del turismo y ser los primeros jugadores de geocatching del año en llegar a esos sitios en cuestión.

Richard permitió un intervalo decente de unos treinta segundos para adelantar, luego tocó el claxon, y siguió haciéndolo hasta que, menos de un minuto después, para su agradable sorpresa, las luces de freno de la caravana se encendieron y giró las ruedas hacia el escaso arcén de la carretera en un lugar donde solo era un poquito peligroso adelantar. No es que viniera nunca nadie de frente, pero Richard había aprendido los rudimentos del adelantamiento en Iowa, donde si no veías un carril despejado hasta el horizonte, esperabas. Adelantó a la caravana, y habría bajado la ventanilla y saludado al conductor si no hubiera estado preocupado. Ni siquiera miró al otro vehículo: su conductor iba sentado en un sillón a un par de metros de altura y era difícil verlo desde donde estaba Richard.

Quince minutos más tarde estaba en el Schloss. Sentía una poderosa necesidad de ir directamente al ordenador, pero supuso que podría entretenerse un rato, así que decidió poner en orden sus asuntos primero. En tiempos normales, lo habría hecho en su apartamento privado, pero estaban en mitad del Mes del Barro y no había nadie. Así que decidió ponerse cómodo en la taberna, que tenía una pantalla enorme que podía conectarse a un ordenador. Como la máquina había sido preparada para poder ser utilizada durante los retiros de la Corporación 9592, era potente, completamente actualizada, conectada a Internet por un grueso cable, y mantenida asiduamente, desde Seattle, por el departamento tecnológico. Su salida de audio estaba conectada con el excelente sistema de sonido de la taberna, y sentarse delante de la pantalla era disfrutar de cómodos sillones abatibles y sofás de cuero. Richard hizo una incursión en la cocina y apiló un montón de calorías en forma de aperitivos y refrescos, lanzando a las Musas Furiosas en estado de Alerta Roja. En su apartamento las habría aplacado caminando por la cinta sin fin mientras jugaba, pero la taberna no estaba equipada así. Abrió el portátil en una mesita lateral y conectó el cargador. Hizo un último viaje al cuarto de baño. Cuando salió, se fijo en un cubo que Chet o alguien habían dejado bajo el mostrador mientras limpiaban. Siguiendo un viejo instinto, lo cogió y se lo llevó a la taberna, y lo colocó junto al lugar donde estaría jugando. Hacía mucho tiempo que no jugaba con tanta devoción para necesitar mear en un recipiente, y bien podría pasarle ahora. Pero estaba solo en el Schloss, nadie lo sabría, era un cincuentón y había un montón de bebidas descafeinadas a su alcance.

Lo encendió todo y arrancó T’Rain. Mientras esperaba, advirtió una molesta luz que se reflejaba en la ventana y se acercó a echar las persianas de madera. Entonces, por si acaso, cerró las persianas de todas las ventanas de la habitación, pues el sol podía tener los malos modales de moverse y brillar desde otras direcciones. Mientras terminaba, un movimiento en el exterior captó su atención, y advirtió la caravana que había adelantado antes, subiendo lentamente por la carretera y reduciendo todavía más la velocidad para que sus ocupantes pudieran admirar las vistas del Schloss desde la carretera. La miró con saña, intentando usar algún tipo de poder extrasensorial para decirles que se largaran. A veces este tipo de gente subía por el camino de acceso y quería entrar en el lugar y usar las instalaciones. A Richard no le importaba mientras hubiera personal para encargarse de ellos, pero podía volverse desagradable si los afables conductores de caravanas jubilados con enormes cantidades de tiempo libre en las manos conseguían poner un pie en la puerta. Para su alivio, el gigantesco vehículo aceleró y dejó atrás el camino de acceso al Schloss.

—Estoy conectando —le anunció a Corvallis a través de un auricular con Bluetooth que acababa de colocarse. Se tumbó en un sofá de cuero, miró alrededor para asegurarse de que todo lo que pudiera necesitar estaba a su alcance, y se colocó el teclado inalámbrico sobre el regazo.

—Sigue allí —respondió C-plus—, preparando una banda de guerreros.

—¿Cuántos hasta ahora? —preguntó Richard. Pero la respuesta de Corvallis, si la hubo, quedó ahogada por una catarata de asombrosas fanfarrias, solos de tambor, acordes de órgano y cánticos pseudogregorianos que surgían de los subwoofers, altavoces de alta frecuencia, altavoces de panel plano y otras tecnologías para hacer ruido desplegadas alrededor de Richard.

—Entiendo —dijo por fin Corvallis, cuando pareció seguro salir de debajo de su escritorio en Seattle— que has entrado como Egdod.

—Si hubo alguna vez un momento mejor…

—Sabes que si el Troll advierte el menor atisbo de que Egdod sabe de su existencia…

—Egdod ni siquiera va a asomar la nariz hasta que se haya rodeado de todos los disfraces y recursos de invisibilidad conocidos por nuestros servidores.

—Es muy listo. Y rápido. Lo he visto abatir a unos pocos vagabundos realmente malos. Y los chicos de su grupo son igual de formidables.

—¿Has puesto alguna vez una trampa para mapaches?

—No —respondió C-plus—. Me dijeron que transmitían la rabia, y no le vi la gracia a cazar uno.

—Se abre un agujero en el tronco de un árbol, lo bastante grande para que quepa la mano del mapache. Pero le pones clavos en el borde y les doblas las cabezas hacia dentro para que tenga que meter la zarpa entre ellos para llegar al agujero. Luego dejas un pedazo de cebo en el agujero. El mapache mete la mano y lo coge. Pero no puede sacarla entre los clavos a menos que lo suelte. Acaba atrapado por su negativa a soltarlo.

—¿Lo has hecho alguna vez? Ya sé que tuviste una infancia rural y todo eso, pero…

—Pues claro que no —rezongó Richard—. ¿Qué demonios iba a hacer yo con un animal rabioso atrapado en un tocón?

—Por eso lo preguntaba…

—Probablemente ni siquiera funciona. Es solo una metáfora.

Pero Richard no continuó hablando porque parecía muy ocupado colocando las múltiples capas de escudos y disfraces y salvaguardias que Egdod necesitaba para poder aventurarse fuera de la casa.

—De modo que la aplicación de la metáfora, supongo, es como sigue —dijo Corvallis por fin—. Ahora mismo el Troll podría desconectarse y no perder nada. Es como el mapache que no ha metido todavía la mano en el tocón. Pero parece que está preparándose para salir con su grupo y Encontrar y desOcultar el oro que está repartido por las Torgai. Luego intentará ir a un cambista. En ese punto, es como el mapache que ha agarrado el cebo. Si lo atacas y muere, o desconecta, no se lleva el dinero que necesite.

—Lo has pillado —dijo Richard—. Y ese será el momento en que intentaré agarrar al pequeño capullo un momento y tener una conversación con él.

Csongor siempre había pensado mejor mientras caminaba irritado de un lado a otro: una tendencia que probablemente explicaba por qué no había desarrollado su pleno potencial en ambientes tradicionales académicos. Ahora le venía bien. Lo que Marlon hacía era fascinante. Más por su complicación, y por la feroz atención de Marlon a sus microscópicos detalles, que por lo que sucedía realmente en la pantalla. Pues Reamde no se había movido más que unos pocos pasos virtuales de la salida de la cueva. En cierto sentido, Csongor no podía dejar de mirarlo, pero tampoco podía soportar estar allí más de un minuto o dos, y esto le llevaba a caminar.

El otro ordenador, el de la instalación Linux nueva y la conexión anónima, estaba a cinco pasos de distancia. Csongor no dejaba de dirigirse hacia allí. Yuxia parecía haber establecido algún tipo de conexión a través de un chat con alguien que conocía en China e intercambiaba esporádicamente mensajes, con lo que alivió la enorme carga emocional que soportaba desde el principio de su aventura. Pero había mucho tiempo intermedio en el que podía navegar por la red en busca de información sobre Abdalá Jones y (a medida que su investigación continuaba e iba encontrando pistas) Zula Forthrast y, ya puestos, el propio Csongor y el hermano que Csongor tenía en Los Ángeles. Probablemente nunca había utilizado una conexión a Internet que no estuviera capada por el Gran Cortafuegos, y ya le resultaba adictivo.

Csongor casi tuvo que mostrarse maleducado para conseguir utilizar el ordenador durante unos minutos. Entonces hizo algunas búsquedas en Google, buscando páginas que contuvieran «Zula» y «Abdalá Jones». Encontró unas cuantas páginas sobre terrorismo en el Cuerno de África, haciendo referencia a la bahía del mar Rojo y el puerto de Eritrea de los que Zula llevaba el nombre, pero nada sobre Zula Forthrast.

Así que no había sucedido nada. No había llegado ninguna información todavía a la esfera pública que estableciera ninguna relación entre esos dos nombres. Probó el nombre de Jones en conexión con Xiamen y no encontró nada. Con la ayuda de Yuxia pudo encontrar algunas noticias en los medios chinos que trataban de una explosión de gas y un ataque terrorista chino que había tenido lugar en Xiamen la mañana en cuestión, pero ninguno hacía referencia a Jones ni a Zula ni a ninguna de las demás personas que Csongor sabía que habían estado implicadas. Así que se había producido una especie de mordaza totalmente efectiva en las noticias.

—Acaba de encenderse una bengala —dijo una voz familiar al teléfono.

Olivia lo reconoció, tras un momento de desorientación, como «tío Meng», posiblemente llamando desde Londres.

Se sentía desorientada porque había estado hablando con la policía montada de Vancouver y no esperaba la llamada de Londres.

—¿Hola?

—Estoy aquí. Lo siento —dijo Olivia—. ¿Qué tipo de bengala?

—Tenemos un nuevo actor en el GNA —dijo el tío Meng, que había adoptado el acrónimo de Seamus Costello para la lucha en la que todos (MI6, FBI, la policía montada, la familia Forthrast) participaban.

—¿Qué está haciendo el nuevo actor?

—Buscar en Google nombres que relacionen a Zula con Abdalá Jones. Xiamen. Csongor.

—¿Quién demonios es Csongor?

—No tengo ni idea —dijo el tío Meng—, lo cual me hace preguntarme si este nuevo actor se ha identificado inadvertidamente.

—¿Dónde está el nuevo actor?

—Ni idea. Sea quien sea, entiende de seguridad informática, se ha procurado una instalación Linux limpia y bien defendida de cosecha extremadamente reciente, está usando algún tipo de software de hackers para hacer anónimos sus paquetes. Así que no podemos averiguar dónde puede estar.

—¿Aparece algo en los sitios públicos?

—No que hayamos advertido.

—Así que el nuevo actor no está farfullando.

—No. Solo pescando. Mirando alrededor para ver si alguien más sabe lo que él sabe. Y por lo que puedo decir, la respuesta es no.

—¿Hay alguna acción que quiere que emprenda? —preguntó Olivia.

—Ya me ha ayudado al revelarme que no tiene ni idea de quién es Csongor —dijo el tío Meng—. Si necesito algo más, se lo haré saber.

Y colgó, lo cual fue buena cosa, porque llegaba otra llamada de un número que, a juzgar por el prefijo y el código de zona estaba en las oficinas de Vancouver de la Real Policía Montada del Canadá.

Sus actividades telefónicas al otro lado de la frontera habían sido una especie de repetición, en miniatura, de lo que había hecho durante su primer par de días en Estados Unidos: empezar con gente cuyos nombres conocía y cuyos números de teléfono tenía, conseguir otros nombres y números, tantear a ciegas en el laberinto de organizaciones hasta que conseguía entablar relaciones con gente que no pensara que estaba loca y a quienes podía divulgar un poco de información sensible. En contraste con Estados Unidos, con su aparato de seguridad e inteligencia estilo torre de Babel, Canadá ofrecía una posibilidad de acceso directo en forma de la Policía Montada. También había una agencia de inteligencia, el Servicio Canadiense de Seguridad e Inteligencia, pero cuando se enteraron del tipo de preguntas que estaba haciendo Olivia, simplemente la pusieron con los montados, que estaban mejor equipados para responder.

Como esperaba, esta llamada era del inspector Fournier, a quien todos parecían considerar que era el hombre con quien tenía que hablar. Olivia salió de la habitación donde había estado repasando fotos aéreas con los agentes del FBI y se dirigió a una oficina vacía cercana, desde donde se podían ver las aguas azules de la bahía de Elliot, pues era un perfecto día de primavera, el cielo estaba despejado, las montañas se vislumbraban al fondo, y en la bahía, los cargueros que eran guiados por el puerto. Después de intercambiar unos cuantos comentarios amables con el inspector Fournier, pidió y recibió permiso para usar un cuarto de hora de su valioso tiempo y le hizo un resumen de la teoría del GNA y su posible relevancia para su esfera de responsabilidades.

Después de la búsqueda inicial en Google, Csongor se sumió en una profunda sensación de bajada durante un par de horas. Durante el desesperado viaje a bordo del Szélanya había imaginado que, si pudiera conseguir un ordenador con conexión a Internet, podría conseguir cosas. En retrospectiva, no había sido una suposición realista. Pero le había dado motivos para seguir adelante a través del ocasional tifón.

Nunca habían desconectado del viaje. Ese era el problema. Si hubieran varado el Szélanya en una cala aislada y pasado algún tiempo comiendo cocos y nadando en aguas cristalinas, Csongor podría estar ahora psicológicamente preparado para lo que demonios fuera a sucederles a continuación. Pero cuando el Szélanya llegó a tierra, Csongor se había permitido relajarse durante unos treinta segundos… y durante esos treinta segundos le habían robado virtualmente todo el dinero. Desde entonces no habían parado; y en ese momento estaba descubriendo que su precioso Internet era completamente inútil para localizar a Zula.

Lo venció el sueño tan súbita y completamente como si lo hubiera barrido una ola de la cubierta.

Unas cuantas horas después de iniciar la caza del Troll, el auricular con Bluetooth de Richard empezó a entonar unas patéticas advertencias indicando que la batería estaba baja. Cortó la conexión telefónica con Corvallis, que se volvía cada vez menos útil a medida que Richard aceleraba. Inmerso en un complejo de hechizos y disfraces de unas veinte capas, había llegado a las montañas Torgai volando directamente, evitando la abarrotada red de líneas ley, que le habrían obligado a salir en un lugar donde su personaje (o más bien su versión disfrazada) podría ser advertido. Aquí luchaba contra ciertos rasgos ineludibles del sistema. No quería que entendiera que Egdod estaba en marcha, y por eso se disfrazó de Ur’Qat, un mago guerrero k’shetriae de poderes mucho menores, pero lo suficientemente poderoso para sobrevivir solo en las montañas Torgai en guerra.

Otro paso razonable podría ser hacerse invisible. Egdod era capaz de levantar hechizos de invisibilidad que casi nadie más en el juego podía penetrar. Esta era una de las formas de mantener el juego interesante: los personajes de bajo nivel siempre tenían una posibilidad de derrotar a los de alto nivel. Incluso un Egdod podía ser detectado. Era mejor disfrazarse primero del menos poderoso Ur’Qat, y luego hacer que Ur’Qat lanzara un hechizo de invisibilidad. Cualquier hechizo que Ur’Qat lanzara sería mucho menos poderoso y por tanto mucho mas fácil de ser penetrado que uno de Egdod. Así que había buenas posibilidades de que cuando Ur’Qat siguiera la línea ley para llegar a las Torgai, sería advertido, con hechizo de invisibilidad o sin él; y entonces podrían atacarlo al instante o, lo que podría ser peor, seguirlo sin que se diera cuenta mientras rondaba a Reamde. Y tal vez la persona que lo siguiera sería uno de los acólitos de Reamde. Egdod siempre podía llegar a las Torgai a toda prisa, si decidía que esto era lo que hacía falta; pero todas las señales indicaban que Reamde estaba trazando lenta y pacientemente un plan de batalla que iba a extenderse durante muchas horas. Mientras las cosas continuaran así, Egdod se contentaría con volar desde su fortaleza a las Torgai. Incluso moviéndose a velocidad supersónica, tardó un rato. Pero durante el vuelo Richard pudo volver a familiarizarse con ciertos hechizos y artilugios mágicos que pronto podrían resultarle útiles. Y, al menos hasta que el auricular Bluetooth de Richard sonó, había podido recibir información de Corvallis y aprender algo sobre los secuaces que Reamde estaba reuniendo, al parecer de todo el sur de China.

Csongor despertó acuciado por la vaga sensación de que había algo útil que podía estar haciendo y, después de unos instantes, recordó qué era: se suponía que debía estar localizando a un cambista de T’Rain, a ser posible en Suiza, pero potencialmente en cualquier parte del mundo fuera de China. Eran las 3.41 de la madrugada; llevaba durmiendo en una silla casi tres horas. Miró a Marlon y lo descubrió exactamente en la misma postura que antes. Yuxia estaba sentada delante del otro ordenador, pero estaba dormida. Trató de moverse, descubrió que se había lastimado el cuello, dedicó un minuto a desperezarse. Luego se acercó a mirar por encima del hombro de Marlon. Le sorprendió descubrir que el troll Reamde todavía no se había movido de la entrada de la cueva. Pero sería un error suponer que no había sucedido nada todo este tiempo, pues la ventana con la lista de la parte izquierda de la pantalla estaba ahora llena de arriba abajo de retratos de personajes a todo color, cada uno con su indicativo de estatus en perpetuo funcionamiento. Mientras él dormía, Marlon había reclutado a varias docenas de jugadores para que lo ayudaran. Marlon pulsó una tecla de función, y la ventana con la lista se expandió para ocupar casi toda la pantalla, y luego se reorganizó en una especie de diagrama jerárquico con Reamde en el centro.

—¿Tu organigrama? —preguntó Csongor.

—Mis orcos —respondió Marlon.

El inspector Fournier volvió a ponerse en contacto con Olivia a las tres y media de la tarde, para decirle que había hecho una comprobación de los archivos policiales y no había descubierto ningún aterrizaje extraño de aviones privados ni bandas vagabundas de terroristas de Oriente Medio. Lo único que había sido considerado como moderadamente peculiar era que un grupo de cazadores había desaparecido en la zona central de Columbia Británica, hacía unos diez días.

Cuarenta y cinco minutos más tarde (tras hacer una rápida incursión en su hotel para recoger sus cosas y pagar la cuenta) Olivia se dirigió al norte por la Interestatal 5, y casi tuvo que detenerse en seco con el inevitable atasco de la hora punta de los viernes por la tarde. Pero se había puesto en movimiento. Y lo hacía, estaba convencida, en la dirección de Abdalá Jones.

En algunos aspectos, los yihadistas de Abdalá Jones eran tan inútiles que casi («casi») provocaban sentimientos de compasión en el pecho de Zula, descubriendo los pocos instintos maternales que tenía. Pero en ciertas cosas eran muy buenos y se portaban con admirable eficacia. Una de ellas era acampar. Y después de más de una semana de vagar sin rumbo por las carreteras y caminos de Columbia Británica en una caravana, estaban claramente preparados para acampar.

A ella le había agradado que, a medida que se iban acercando al Schloss, la trasladaran a la parte delantera de la caravana para consultarle direcciones. Pero parecía que habían conseguido un GPS en uno de los muchos Walmarts que habían visitado durante su deambular y ahora simplemente lo utilizaban para localizar las coordenadas del lugar donde ella había sacado las fotos de la estructura minera abandonada hacía unas pocas semanas. Cerraron con llave la puerta de su celda para que no fuera una distracción, y por eso se había pasado las últimas horas de viaje en la oscuridad, repasando el programa de ejercicios que había inventado para adivinar dónde estaban a través de las pocas claves sensoriales que penetraban las paredes aisladas del cuarto. Atravesaron una ciudad: supuso que era Elphinstone. Compraron comida: supuso que en Safeway. Luego dejaron atrás la ciudad y empezaron a ascender (los oídos le estallaban) por una carretera serpenteante. Casi con toda certeza era la carretera que subía del valle hacia el Schloss. Alguien les tocó furiosamente el claxon durante un rato, luego los adelantó; como chiste privado, se imaginó que podría ser el tío Richard. Entonces supo de repente con toda certeza que tenía que haber sido el tío Richard.

Llegaron a un lugar donde la carretera era de grava y luego apagaron el motor de la caravana. No sucedió nada, desde su punto de vista, durante una hora; podía sentir la suspensión agitándose mientras los hombres bajaban del vehículo, presumiblemente para explorar. Ante ella pudo oír discusiones apagadas, y descargar cosas. Casi tuvo que reconocer que la caravana estaba tan llena de artículos de acampada que era difícil moverse dentro.

Entonces escuchó el sonido que había estado esperando desde que construyeron la celda y la metieron dentro: el pesado tintineo de la cadena cuando alguien la sacó de dondequiera que la hubiesen metido.

Roces en la puerta. Entonces la abrieron de golpe. Zakir (el grandullón blanduzco de Vancouver) estaba allí de pie, las gafas levemente torcidas, la cadena en los brazos. Bañarse y afeitarse no había sido para él una prioridad esos últimos días.

—Me hace falta tu cuello —anunció con sarcástica, elaborada y falsa amabilidad.

Csongor no tenía la menor idea de cómo entablar contacto con un especialista en blanquear dinero de T’Rain, pero suponía que el enfoque directo no podría hacer daño. Empezó a generar algunas búsquedas adecuadas en Google y pronto empezó a comprender las contraseñas y los términos de búsqueda.

El problema estribaba en que ninguno de estos tipos tenía páginas web per se. Eran post-web y post-email. Te ponías en contacto con ellos a través de sus dibus en T’Rain.

Así que Csongor empezó a descargar la versión Linux de T’Rain en su ordenador; y mientras esto sucedía, empezó a leer sobre el juego, intentando aprender algunas de las cosas básicas para no encontrarse completamente indefenso cuando entrara en el mundo.

El proceso de descarga era muy rápido y tenía su propio tema musical, que resonó por los altavoces del ordenador durante unos momentos antes de que Csongor descubriera cómo bajar el volumen. Marlon lo advirtió.

—¿Vas a entrar? —preguntó. Parecía un poco incómodo.

—A buscar cambistas.

—Pero no tienes dibu.

—Es cierto, Marlon.

—Tendrás que crear uno nuevo. No funcionará. Te matarán una y otra vez.

—¿Entonces qué quieres que haga?

—Mis colegas y yo nos ganábamos la vida vendiendo dibus a tipos como tú.

—No eran como yo.

—Da igual, te prestaré uno gratis.

—Es muy probable que hayamos identificado a Csongor —dijo la voz del tío Meng al teléfono de Olivia, sin ningún saludo preliminar ni ningún comentario sobre el tiempo—. Su e-mail fue muy valioso.

Olivia, después de su conversación anterior, le había enviado un e-mail describiendo el contenido del mensaje de Zula en las toallas de papel.

No dijo nada durante unos instantes. Una ambulancia, con las sirenas destellando, intentaba abrirse paso a través del atasco de tráfico, sonando el claxon y haciendo que los conductores se echaran a un lado.

—¿Todo va bien? —preguntó el tío Meng.

—Bien. Estoy en una carretera, viajando mucho más despacio que a pie —llevaba media hora conduciendo y todavía no había salido de los límites de Seattle—. ¿Qué han descubierto?

—Csongor Takács, veinticinco años, consultor de seguridad informática independiente y administrador de sistemas, con base en Budapest. Contactos conocidos con personalidades del crimen organizado. No ha conectado con ninguno de sus servidores habituales, Facebook, etcétera, desde hace tres semanas.

Olivia probablemente debería haber estado pensando en otra cosa, pero se preguntaba si debería llamar a Richard. Pero un detalle que no podía quitarse de la cabeza era que este Csongor había estado haciendo búsquedas en Google sobre el nombre de Zula. Sabía quién era. Pero no sabía dónde estaba. ¿Estaba leyendo demasiado en esa búsqueda de Google para interpretar que estaba preocupado por ella?

¿Era, en otras palabras, un buen tipo?

—¿Dónde nos lleva esto? —preguntó.

—Como todos los demás datos de inteligencia relacionados con los rusos, no nos lleva a ninguna parte —dijo el tío Meng. No lo hizo con rudeza, sino con un poco de pesar—. Es material de fondo interesante, que ayuda a explicar los acontecimientos que desembocaron en la huida de Jones de Xiamen. Pero la naturaleza de la búsqueda en Google por parte de Csongor nos dice que…

—Está tan a oscuras como nosotros —dijo Olivia—. Por favor, infórmeme si la situación cambia.

—Oh, naturalmente que lo haré —respondió el tío Meng, y colgó tan bruscamente como había iniciado la conversación.

Olivia se mordió la uña del pulgar durante unos treinta segundos, preguntándose si debería hacerse a un lado y continuar esta investigación desde el arcén durante un rato. Pero no había nada que pudiera hacer con respecto al tráfico. Cogió el teléfono, buscó en la lista de «llamadas recientes», y pulsó el número de Richard Forthrast.

Sonó unas cuantas veces. Pero finalmente su voz sonó.

—La chavala espía británica.

—¿Es así como me ve?

—¿Puede darme una descripción mejor?

—¿No le gustó mi nombre falso?

—Lo he olvidado ya. La tengo en mi directorio telefónico como la chavala espía británica.

—Estaba pensando en usted —dijo—. Y me pareció que debería comprobar cómo les va a usted y a sus hermanos.

Él se echó a reír.

—Estábamos a punto de matarnos unos a otros, así que los metí en un avión con destino a Vado de Bourne esta mañana.

—Ah. Parece encantador —Olivia se oía decir palabras sin sentido, mientras intentaba tomar una decisión sobre lo que debería o no debería contarle a Richard.

—El Troll está conectado —anunció él.

—¿Ah, sí?

—Y está actuando. Y yo lo estoy siguiendo. Lo que significa que estoy ocupado. Quiero que llame a este número —le dio un número con un código de zona 206—, y hable con Corvallis para que le dé los detalles.

—¿Qué detalles son esos? —preguntó ella, distraída, tratando de retener el número en su memoria.

—La IP del Troll —dijo Richard—. Para que puedan rastrearlo. Está en Filipinas. Con sus recursos probablemente podrán conseguir sus coordenadas exactas y atacarlo con un avión no tripulado, o algo por el estilo.

—Sin comentarios a eso.

—Pero no lo hagan —le instó Richard—, porque quiero obtener primero cierta información de él. Después de eso, pueden golpearlo con todos los misiles del infierno que quieran.

Ella no supo qué decir. Tenía problemas con el sentido del humor de Richard.

Él lo intentó de nuevo.

—Síganlo todo lo que quieran. Pero no lo asusten. Más importante aún: no intenten seguirlo en T’Rain. Porque lo sabrá. Los pillará en un segundo.

Ella colgó y marcó el número de Corvallis una décima de segundo antes de que se borrara para siempre de su memoria.

Una nueva voz al teléfono.

—¿La… ejem, mujer espía británica?

—Puede decir «chavala» si quiere, no cursaré ninguna queja.

—Intentamos que siguiera un curso de sensibilidad, pero se escaqueó.

—Oh, comparado con alguna gente que conozco, su jefe es exquisitamente refinado. No se preocupe por eso.

—Richard dijo que posiblemente llamaría usted.

—Sí. ¿Creen que el Troll está en Filipinas?

—Sí, pero no tenemos los recursos necesarios para afinar más: su IP es parte de un grupo que se reparte por una zona geográfica bastante amplia. ¿Le gustaría anotar el cuádruple de puntos?

—Me gustaría, pero estoy conduciendo. Más o menos. Voy a hacer otra cosa.

—Mmm, vale, ¿cuál es?

—Voy a darle su número a un colega mío que está en Filipinas. Se llama Seamus Costello. Sabrá qué hacer.

—Encantado de ser útil.

—Y probablemente le hará un montón de preguntas sobre cómo hacer más poderoso a su personaje.

Corvallis había estado tecleando.

—Parece que Thorakks es ya bastante poderoso.

—¿Cómo lo sabía?

—T’Rain es una gran base de datos —dijo Corvallis—, y es mi… bueno, digamos que yo soy su amo.

—Por favor, no me diga que Seamus está conectado ahora mismo.

—Desconectó hace tres horas —dijo Corvallis—. Allá son las siete de la mañana.

—¿Dónde? ¿Puede decirme desde dónde conectó?

Tecleó.

—El Hotel Manila Shangri-La. Nivel Club. ¿Quiere su número de habitación?

—Tengo el de su móvil —dijo Olivia—, pero si quisiera follar con él (y quiero), sería mejor llamarlo al fijo, ¿no?

—El puto teléfono está conectado a la pared por un cable —dijo Seamus Costello, con una mezcla de horror y disgusto, cuando estuvo lo bastante despierto para comprender algunas cosas—. ¿Cómo demonios contacta conmigo a través de un cable?

—Tiene que aprender unas cuantas cosas sobre espionaje —dijo Olivia con severidad—. De verdad, me sorprende. Espero que se le pueda confiar la información que estoy a punto de darle.

—¿Qué información es esa?

—No estoy del todo segura —admitió Olivia—, pero es una pista. En Filipinas. Que es donde está usted atascado.

—Me alojo en hoteles como este específicamente para no recordar ese hecho.

—Bien, escuche esto, y tal vez sea su billete de salida.

—¿Relacionado con la GGAJ?

—Por supuesto.

—¿Dónde demonios está, por cierto?

—Rumbo norte por la Interestatal 5, a la apabullante velocidad de cinco kilómetros por hora. Ups, retiro lo dicho, ahora estoy parada.

—Como Manila otra vez, ¿eh?

—Excepto que no puedo abandonar el vehículo.

—¿Rumbo norte desde… San Diego? ¿Los Ángeles?

—Seattle —dijo Olivia, y le dio un breve sumario de lo que había estado haciendo desde que se marchó de Manila.

—Muy bien —dijo Seamus, una vez que lo comprendió todo—. Así que el mayor impulso a la investigación, por lo que a usted respecta, es el GNA, y va a Vancouver a seguir una posible pista allí… ¿pero qué tiene eso que ver conmigo?

—Seamus, es usted un agente altamente entrenado con un conjunto de habilidades excepcional. Reflejos de gato e instinto asesino que nadie puede rivalizar.

Seamus sospechaba ya que le estaban haciendo la pelota de algún modo, así que se negó a decir una sola palabra.

—Miles de enemigos han caído bajo los mandobles de su maza afilada de guerra targadiana —continuó Olivia.

—Cuando quiera empezar a tener sentido, aquí estoy.

—Ahora hay una misión que requiere de un guerrero con sus capacidades.

Y Olivia pasó a describirle lo que sucedía en relación al Troll. Lo más importante lo dijo en las primeras frases; después de eso, le pareció que lo demás era insignificante. El tráfico empezaba a moverse, y ella a cambiar de carriles, más tareas de las que realmente quería.

Finalmente Seamus la interrumpió.

—¿He de entender que ese chico estuvo viviendo a tres metros de Jones durante meses? ¿Y que estuvo en mitad de la «explosión de gas» de Xiamen?

—Sí a ambas preguntas.

—Es todo lo que me hace falta. ¿Dónde está el pequeño cabrón?

—Es lo que tienen que descubrir usted y su estupendo aparato de inteligencia nacional —dijo Olivia. Y le dio la IP.

—Me pongo a ello.

—Una cosa más…

—¿Sí? —Seamus, que estaba dulcemente confuso y medio adormilado al principio de la conversación, estaba de repente completamente despierto e impaciente, y no le preocupaba que Olivia lo supiera.

De hecho, quería que Olivia lo supiera.

—El chico es bueno. No intente sorprenderlo.

—Thorakks puede encargarse del chico. Buena suerte con la GNA.

Y colgó.

Lo cual fue buena cosa, porque el tío Meng volvía a llamar.

Ella advirtió que era la una de la madrugada en Londres. El tío Meng sonaba como si estuviera borracho y cansado. Estaba en su club o algo.

—Tenemos indicaciones de que Csongor (suponiendo que sea él quien está usando Google) puede estar tratando de establecer contacto con un cambista de T’Rain.

Olivia, tratando de pensar demasiadas cosas a la vez, tardó unos momentos en comprender.

—Están juntos —estalló—. Csongor y el Troll —y entonces, tras un par de cambios de carril, añadió—: ¿Por qué iban a estar juntos?

—Incógnita —respondió el tío Meng—, pero tal vez su contacto pueda preguntárselo. Yo me voy a la cama.

Zula tardó un buen rato en acostumbrarse a tener espacio despejado a su alrededor, y cielo sobre su cabeza.

Estaban en la rotonda al final de la carretera, un par de kilómetros más allá del Schloss, en la base del alud de tablones que eran las ruinas del antiguo complejo minero que se alzaba sobre su cabeza en lo que parecía ser un ángulo de cuarenta y cinco grados, aunque dudaba que estuviera tan empinado. Trozos de tablas, con dientes retorcidos en los extremos formados por clavos doblados y arrancados, creaban negros estallidos contra el cielo. Las zarzamoras y la yedra intentaban unir lo que las hormigas carpinteras y la gravedad habían separado. A unos cientos de metros pendiente arriba, lo sabía, la vieja vía férrea atravesaba este despojo. Un mes antes Peter y ella habían estado practicando snowboard aquí. Dentro de un mes, vendrían los asiduos de las bicicletas de montaña. Pero ahora era un charco de barro cubierto de surcos que tendrían que ser cubiertos con grava y alisados antes de que nadie pudiera utilizarlos para nada. Dentro de unas pocas semanas, las cuadrillas de trabajadores iniciarían las labores de mantenimiento, pero por ahora estaba tan abandonado como era posible.

Era exactamente el lugar donde pensaba que iban a ir, pero incluso así parecía algo surreal y como salido de un sueño: la sensación del aire frío en la piel, el olor de los cedros y el barro y, por supuesto, el hecho de estar rodeada por yihadistas y tener una cadena al cuello. Ahora que estaban en mitad de ninguna parte, los yihadistas habían empezado por fin a mostrarse tal como eran y llevaban las armas de manera más descarada. Uno de ellos estaba sentado con las piernas cruzadas en el techo de la caravana, que habían aparcado cruzada en la carretera, impidiendo el acceso a la rotonda, donde habían descargado y habían empezado a catalogar su material de acampada. Este hombre tenía un fusil en el regazo y unos prismáticos colgando del cuello que cogía de vez en cuando y usaba para escrutar el valle. Zula tenía bien claro que si algún turista aficionado al geocatching o algún policía local subían por la carretera para investigar, esperaría a poderles ver el blanco de los ojos a través del parabrisas y luego los mataría a tiros.

Durante la última semana se habían producido algunos cambios. Zula estaba empezando a perder el cómputo de todos los jugadores. De los tres que habían salido de Vancouver la mañana siguiente al robo de la caravana, Zakir seguía ahí, naturalmente, sujetando el extremo de la cadena que ella llevaba al cuello como si sacara a pasear al perro; y Sharjeel, que era el irritable, eficiente y vagamente retorcido, parecía haberse convertido en uno de los subalternos más importantes de Jones. Ershut, el grueso trabajador que había venido en el avión, desempeñaba su función habitual, moviendo pilas de cargamento y clasificando las cosas. Mahir y Sharif, los amantes, no estaban a la vista. Tampoco Aziz, el tercero de los que habían venido de Vancouver. Abdul-Wahaab se movía de un lado a otro, mirando a la distancia y hablando con aires de importancia por muchos teléfonos, sin parar de mirar el reloj. Pero ahora había al menos cuatro tipos nuevos: el tirador de lo alto de la caravana, otro hombre claramente armado que parecía estar montando guardia cerca (había encontrado un escondite en los árboles, aunque Zula podía verlo), y dos tipos delgados y barbudos que parecían haber llegado para ir a una expedición de caza mayor. Incluso así Zula pensaba que no los había visto a todos, y que los demás se habían dispersado por las inmediaciones, en la pequeña flota de coches que la red de Jones había conseguido reunir durante las casi dos semanas que llevaban en el país.

Seguían titubeando en lo que se suponía que estaban haciendo, y Sharjeel seguía exhortándolos a que movieran el culo e hicieran progresos. A lo largo de una hora llenaron varias mochilas con cuanto fue posible, y amarraron y se colgaron más cosas, y metieron todavía más cosas en las bolsas de basura y las neveras de plástico que llevaban en brazos, y luego se dispersaron por el bosque, siguiendo un sendero que uno de los miembros más ágiles del grupo había explorado antes. Esto los llevó a las inmediaciones de las ruinas. Avanzaron muy despacio debido a lo empinado del terreno, la maleza y el barro. Pero tal vez media hora más tarde (aunque pareció más tiempo) llegaron, sudorosos, a una zona de terreno relativamente llano del tamaño de una cancha de bádminton, apenas ocupada por árboles grandes y viejos que, al ser de hoja perenne, les proporcionarían cierta cobertura para no ser vistos desde el aire, pero lo bastante llano y despejado para que pudieran colocar las tiendas y toldos y extender los sacos de dormir. Lo primero que hizo Zakir fue pasar el extremo libre de la cadena de Zula alrededor de un gran árbol en el centro de este espacio y cerrar el candado. Esto le permitió tumbarse de espaldas en una colchoneta azul hasta que Abdul-Wahaab lo reprendió por su pereza. Se levantó y se puso a trabajar. Zula cogió su colchón y se sentó. Hasta ahora había intentado prestar la menor atención posible a los candados de la cadena, ya que temía que si mostraba demasiado interés en ellos podría traicionarse. Era mucho más fácil fingir apatía desesperanzada. Peo nadie le prestaba mucha atención ahora, así que paseó la mirada por la cadena hasta el tronco del árbol donde estaba sujeta. Había dos candados en el universo de Zula. Uno era grande, pesado y de bronce, hecho para soportar los elementos, que habían cogido del campamento minero. El otro lo habían sacado de la caja de las herramientas de la camioneta; era más pequeño, de acero, con una anilla de goma azul en la base para impedir que chocara y resonara cuando movían la caja. Zula tenía una llave de ese. Durante un tiempo lo había guardado simplemente en el bolsillo, pero cuando quedó claro que algo estaba a punto de suceder, no podía dormir por las noches preocupada por la posibilidad de que pudieran registrarla y confiscársela. Había empapado un tampón en agua hasta que se hinchó, y luego metió la llave en el centro y se lo metió en el culo. Estaba allí ahora.

El candado que sujetaba la cadena al árbol era el grande. No podía ver el que tenía al cuello, pero sí explorar con los dedos y palpar la anilla de goma alrededor de su base. Este era el candado que podía abrir.

Cuando los da O Shou creaban un nuevo personaje de T’Rain para la posible reventa a un rico occidental perezoso, no querían perder mucho tiempo pensando un nombre bonito, así que solo unían algunos fragmentos de palabras sacadas de búsquedas aleatorias en Google y spam; o al menos eso era lo que imaginaba Csongor mientras deambulaba por T’Rain con la guisa de un grueso mercader llamado Lottery Discountz. Era posible cambiar el nombre (además de resolver la gordura), por un precio módico, pero le daba la impresión de que si sucumbía a la tentación de empezar a juguetear con esas trivialidades demasiado pronto, pasarían horas sin hacer nada. Tenía las manos llenas solo con aprender cómo mover al personaje.

Había cobrado existencia en una habitación alquilada en el piso superior de una taberna situada en una importante encrucijada ante la puerta suroccidental de Carthinias, que, como había aprendido en un espasmo de consultar a Google y la Wikipedia, era una de las cinco ciudades más grandes de T’Rain. Solían dejarla tranquila durante las guerras, ya que sus mercados eran útiles para todo el mundo, y nunca se posicionaba: era un lugar demasiado quisquilloso para llegar a un firme consenso político sobre ningún tema, y el último gobernante que había intentado implicarla en intrigas extranjeras fue defenestrado y depuesto por una turba bien organizada de…

Ahí estaba de nuevo, enredado en detalles seductores. Nada de esto importaba. El tema era que Carthinias era un centro comercial. Era el mejor lugar para contactar con los cambistas. Esto sucedería en un lugar llamado el Cambalache. Solo unos minutos después de salir de la posada, Lottery Discountz atravesó la puerta de la ciudad con el paso vacilante que lo señalaba como un claro recién llegado, y desde entonces había estado dando tumbos por sus estrechas calles, tratando de encontrar ese Cambalache. O más bien tratando de decidir cómo funcionaba la interfaz de usuario para navegar, que era lo mismo.

Por lo que había oído de ese tipo de juegos, Csongor se sorprendió de que no lo hubieran atacado y matado en el acto. Desde luego, había personajes en las calles que parecían capaces de ello. Lo ignoraban. De vez en cuando otro mercader, o algún personaje de estatus inferior como un chico de los recados, lo saludaba, se quitaba el sombrero y murmuraba una especie de saludo amable. Parecía que Lottery Discountz tenía estatus. Una de las formas en que se manifestaba en el juego era que los personajes de tipo no violento lo saludaban con respeto. Tal vez también explicaba por qué nadie lo había apuñalado todavía en la calle. Pero le dio la impresión de que cada vez disfrutaba de menos respeto cuanto más deambulaba, así que después de comprobar otra vez en la Wiki y levantar piedras en su interfaz de usuario, descubrió que en efecto su nivel general de respetabilidad había estado menguando firmemente desde el momento en que salió de su habitación en la posada. Al parecer era debido a que no saludaba y se quitaba el sombrero como respuesta. La gente a la que había despreciado sin saberlo había estado enviando informes negativos sobre él. Así que aprendió cómo saludar y quitarse el sombrero (era una sencilla combinación de teclas comando) y recorrió la calle arriba y abajo durante un rato siendo extremadamente amable con todos los que encontraba y reconstruyendo su reputación antes de que lo mataran.

Cosa que sucedió de todas formas. Eso lo obligó a aprender el procedimiento para sacar a un personaje del Limbo y volver al mundo de los vivos. Pero después de eso, en muy poco tiempo, pudo llegar al Cambalache de Carthinias y recorrer sus columnas doradas, saludando y quitándose el sombrero, y prestando atención a los casi totalmente incomprensibles fragmentos de conversación entre sus habitantes. Todo se expresaba en una jerga comprimida, optimizada para hablantes no nativos del inglés a quienes les gustaba teclear con la tecla de mayúsculas conectada. Era, comprendió, el equivalente en T’Rain de las crípticas señales manuales empleadas por los brokers que necesitaban comunicar instrucciones concisas en un parqué estentóreo.

Estar en un mundo virtual, naturalmente, requería cierta habilidad para suspender tu incredulidad y entrar en una alucinación consensuada. Hasta ahora Csongor solo lo había experimentado durante unos instantes, sobre todo durante actividades sencillas como chocar con las paredes de la habitación en la posada o caminar por la calle. En este lugar le resultaba completamente imposible, en parte porque no podía seguir lo que estaba pasando y en parte porque, de todos los lugares de T’Rain, la premisa ficticia era aquí más débil. El sentido de este mercado era mover dinero entre la economía virtual de T’Rain y la del mundo real. Cuando el dinero salía, tenía que ser destruido, de manera permanente e irrevocable. Se hacía sacrificándolo a los dioses. La cantidad de oro a transferir se llevaba a uno de los diversos templos que se alzaban en una escarpada acrópolis que rodeaba los límites de la ciudad y se entregaba a los sacerdotes y sacerdotisas que ejecutaban algún tipo de ritual para que dejara de existir: en algunos casos, lo lanzaban a grietas en el terreno para que lo desintegraran fuerzas sobrenaturales; en otros, lo acumulaban en elevados altares al cielo donde, después de que se entonaran los encantamientos adecuados, simplemente desaparecían. Consternado y rechazado por los mercaderes que hablaban en jerga en el Cambalache, Csongor se dirigió a aquellas colinas rocosas y observó algunos de los ritos. Lo hacían todo al aire libre, a la vista de galerías de observación apenas ocupadas, probablemente para dejar claro que todo era legal y que ninguno de los sacerdotes se guardaba un poco de oro en los bolsillos de la toga. En el curso de un cuarto de hora de observación, Csongor vio algo así como medio millón de piezas de oro que dejaban de existir en uno de esos altares, y teniendo en cuenta que era solo uno de media docena de establecimientos semejantes, y que parecía que trabajaba sin interrupción, unos cuantos cálculos mentales le sugirieron que cada año salían de T’Rain unos diez mil millones de dólares.

Diez mil millones al año.

Marlon tenía que sacar dos millones.

Csongor se llevó las manos a la cara, que era lo que hacía siempre cuando trataba de concentrarse. En el hotel, se había tomado la molestia de afeitarse, y le resultó extraño sentir las mejillas lampiñas. Este cálculo no era tan difícil, pero estaba cansado y desorientado.

Diez mil millones al año equivalían a algo así como un millón de dólares por hora. Así que iban a tener que monopolizar el Cambalache de Carthinias durante dos horas enteras. Eso, o sacar el dinero en cantidades más pequeñas durante más tiempo.

Comprendió que eso era lo que los mercaderes que ocupaban la columnata hacían para ganarse la vida: agregando transacciones diminutas a las más grandes, o cogiendo otras incómodamente grandes y dividiéndolas en porciones de tamaños más convenientes, para que los sagrados hornos de dinero pudieran funcionar a ritmo continuo día y noche.

Entender esto le ayudó a salir del estado de desesperanza en el que se había sumergido tras sus tropiezos iniciales. Lottery Discountz estaba, por el momento, sano y salvo sentado en un banco de mármol en la galería de un templo donde el oro era tragado, digerido y cagado por un gigantesco escarabajo mutante como si fuera abono sin valor. Podía alejarse del teclado unos minutos.

Csongor se levantó y se puso a caminar para estirar las piernas. Yuxia estaba encaramada en una silla en posición fetal, durmiendo. Marlon seguía exactamente igual que hacía tantas horas. Pero cuando Csongor se colocó tras él para mirar la pantalla, vio que el organigrama de orcos se había ramificado tanto como un arce de doscientos años de edad. Marlon había movilizado un ejército. Con solo mirarlo, Csongor dedujo que no podía tener menos de mil miembros.

Al notar un extraño resplandor que asomaba por un extremo del café, Csongor se volvió a mirar y advirtió, tras unos instantes de desorientación, que estaba saliendo el sol.

Al inspector Fournier le sobresaltó, y quizá le irritó levemente, que Olivia hubiera tomado la decisión de poner rumbo a Vancouver sin mencionárselo siquiera. Ella notaba que deseaba que las políticas de inmigración de la Commonwealth pudieran tensarse un poco, para dificultar a los inquisitivos espías británicos el salto entre naciones. Que hubiera sucedido en viernes no ayudaba; presumiblemente Fournier tenía planes para la noche, quizás incluso para todo el fin de semana, y ahora estaba aprendiendo que estaría obligado a actuar al menos nominalmente como anfitrión de la mujer.

—¿Dónde está ahora? —preguntó.

—Esperando en cola en el cruce fronterizo.

Los carteles electrónicos decían que pasaría dentro de otros diez minutos, lo que se le antojó pesimista. De ahí pasaría directamente al extrarradio de Vancouver; estaría en el centro de la ciudad dentro de una hora. Eso la avergonzaba. Había tardado unos quince segundos tras su primera conversación con Fournier en darse cuenta de que tenía que ir a Canadá inmediatamente, y se había puesto en marcha sin explicarle a nadie (ni siquiera a sus anfitriones del FBI) lo que estaba haciendo. Tardaría demasiado en explicarles los detalles a todos. Los llamaría por teléfono mientras conducía y se lo explicaría. Pero luego acabó discutiendo del tema con Richard y el tío Meng, con Seamus del misterioso Csongor, y se había olvidado de llamar. No era extraño que Fournier estuviera molesto. Habían pasado ya un par de horas desde el horario normal de cierre de los negocios, estaba en su oficina, retrasando su cena y pensando en tomarse una copa de vino, y le había hecho una llamada de cortesía para informarle de lo que estaba pasando… solo para descubrir que estaba intentando cruzar su frontera en este mismo momento.

—Escuche —dijo ella—. Solo quiero estar en Vancouver para así poder seguir esta pista en la próxima oportunidad.

—En realidad no es una pista —señaló él—, y la próxima oportunidad será el lunes, porque, voilà, empieza el fin de semana.

Ella decidió no insistir por ahora.

—¿Hay algo nuevo?

—Había una partida de cazadores de osos, dos guías y tres cazadores y todo el equipo que pueda imaginar, viajando en un todoterreno. Partieron hace once días. Supuestamente iban a estar fuera una semana. Así que ahora llevan cuatro días más sin que se sepa nada de ellos, desaparecidos sin dejar rastro.

—La primera vez que hablamos creí que me había dicho que llevaban diez días desaparecidos.

—Quizá se haya enterado de algo así, pero no se lo he contado yo. El problema puede haber empezado hace once días o hace cuatro.

—Porque consideran que el avión que estoy buscando habría aterrizado hace trece días.

—Así que las fechas no cuadran —señaló él.

—Pero si aterrizaron y se escondieron en algún sitio un par de días…

—¿Dónde? ¿Por qué no hay ningún rastro del aterrizaje? ¿De que se escondieran en alguna parte?

Silencio. Olivia avanzó otro tramo con su coche, se detuvo ante el semáforo en rojo. Solo tenía ya un coche por delante para cruzar la frontera.

¿Qué haría Jones, si se encontraba atrapado al norte de esta línea imaginaria en el mapa?

¿Si tenía una caravana llena de equipo para ir de acampada?

Había vivido en los desiertos de Afganistán durante años. Comparado con eso, un paseo por las Cataratas sería coser y cantar.

—Está ahí arriba —insistió—. Si no ha cruzado ya la frontera, claro está.

Fournier suspiró.

—Si piensa que puede haber cruzado la frontera, ¿por qué no se queda allí en el sur?

—Porque todo lo que puedo hacer es seguir su pista —dijo ella—, y voy a hacerlo en Canadá.

Silencio. Ella lo imaginó quitándose las gafas, frotándose los ojos cansados, pensando en aquella copa de vino.

El semáforo se puso en verde, el coche que tenía delante entró en otro país.

—Debo cortar —dijo—. Voy a cruzar la frontera.

Bienvenue à Canada, señorita Halifax-Lin —dijo el inspector Fournier, y desconectó.

Egdod acababa de reunirse con uno de los personajes favoritos de Corvallis, un vagabundo k’shetriae alineado (desde hacía unos pocos días) con la Coalición Terrosa. Estudioso del juego desde hacía tiempo, Corvallis había desarrollado un agudo aprecio por la suerte, como en las posibilidades de conseguir una tirada propicia de los generadores de números aleatorios de la Corporación 9592. Algunos personajes y alineaciones tenían más suerte que otros. Los vagabundos k’shetriae eran los que tenían más suerte de todos. Recientemente Richard había alterado las escalas y hecho que todos los miembros de la Coalición Terrosa fueran un poco más afortunados que sus contrapartidas en las Fuerzas de la Luz, y Corvallis no había tardado en aprovecharse de ello, cambiando todo su arsenal lumínico por tipos subestimados y de mejor gusto.

—Está en marcha —anunció Richard, hablando ahora a su ordenador. Era el único modo que tenía de comunicarse con C-plus. La pérdida de su auricular Bluetooth fue seguida, horas después, por su teléfono, y un hombre que llevaba seis horas orinando en un cubo desde luego no tenía tiempo para ir a buscar un cargador. Pero mientras Trébol (pues ese era el nombre del increíblemente afortunado personaje de Corvallis) estuviera cerca de Egdod para poder oírlo, Corvallis podría enterarse de lo que Richard dijera, aunque convertido digitalmente al timbre atronador de Egdod.

—Veo que ya no te refieres a él como «el pequeño cabrón» —dijo Trébol, con una voz algo aguda y temblorosa que no se parecía nada a la de Corvallis. Trébol tenía además acento irlandés, derivado de un menú seleccionado habitualmente por los jugadores norteamericanos que querían hablar como los personajes de las películas.

—Vale, vale, dejó de ser un pequeño cabrón cuando convocó un ejército de mil doscientos personajes de alto nivel y los desplegó en orden de batalla alrededor de su ruta de avance proyectada —admitió Richard—. Tengo que admitir que me estaba preguntando por qué tardaba tanto tiempo en salir de la cueva. No creía que fuera a hacer algo parecido a la marcha de Sherman hacia el mar.

—¿Te has fijado en sus pantallas de caballería saltarina?

—Sí, joder, me he fijado.

—Me ha parecido un bonito detalle —añadió Trébol débilmente.

—Bueno, antes de que te pierdas lleno de admiración por ese hijo de puta creador de virus, entérate de que puede que tenga información sobre mi sobrina.

—¿En qué puedo ser útil? —respondió Trébol.

—Dame la cuenta de cuántas piezas de oro ha conseguido. No, mejor aún, de cuántas ha convertido en dólares.

—Ciento cincuenta. Dólares.

—Pero eso no es más que lo que está tirado por el suelo. No ha empezado todavía.

—En efecto. ¿Algo más?

—Llama a tus amigos a ver si puedes convocar un grupo de saqueadores de alto nivel. No tiene que ser tan grande como el del Troll. Unas cuantas docenas de personas que sepan lo que se hacen.

—Debería ser bastante fácil.

—Cuando estés preparado, házmelo saber. Atacaremos su flanco y observaremos cómo reacciona. Yo observaré desde las alturas.

—Como un dios del Olimpo —dijo Trébol.

—¿Crees que será un problema?

—¿Qué un puñado de jugadores veteranos de T’Rain entren en acción, sabiendo que tienen encima los ojos de Egdod? No, no creo que vaya a ser ningún problema.

—Bien.

—Por cierto, ahora tiene mil trescientos dólares.

Tiempo atrás, Zula había llegado a un punto en el que no podía sorprenderla, ni mucho menos escandalizarla, nada de lo que los yihadistas hicieran. Esta debía de ser la historia de todos los grupos radicales, ya fueran talibanes, sendero luminoso, o nacionalsocialistas. Una vez que dejaban las ideas comunes de decencia en el arroyo, cuando habían abandonado todo sentido de la proporción, entonces se convertía en una especie de competición para ver quién vencía a todos los demás en eso. Aparte de eso todo era comedia, si podías hacer la vista gorda a las consecuencias. En cualquier caso, emplazaron el hornillo y las neveras con la comida, las garrafas de agua y los sacos de artículos de Walmart delante del árbol donde ella estaba encadenada, esperando que hiciera la comida y lavara.

Lo mismo había sucedido en la mina abandonada hacía dos semanas. Entonces, sin embargo, a ella le había parecido distinto. Acababan de sobrevivir a un aterrizaje forzoso y su futuro parecía incierto; se habían escondido en un refugio acogedor; y, por ridículo que pudiera parecer, había una sensación de penuria compartida que había hecho que a Zula le apeteciera echar una mano. Ahora, naturalmente, las cosas eran bien distintas. Para empezar, estaba la cadena que llevaba al cuello. Pero la calidad del personal había descendido de una manera abismal desde esos días. Había un dicho común en el mundillo de los negocios tecnológicos: «Los A contratan a los A, y los B contratan a los B», porque mientras intentaran reclutar solo a los mejores posibles, atraerían a otros, pero en cuanto bajabas el listón, los de segunda fila empezaban a buscar a gente de segunda fila para que fueran sus lacayos y pusieran al día sus agendas. Zula casi sentía haber visto toda la involución ABC desarrollarse en forma microscópica durante las dos semanas que llevaba dando vueltas por Canadá con Jones y su grupo. Jones era indiscutiblemente un A, y, en retrospectiva, los que había elegido para que lo acompañaran en el avión privado eran también A a su modo. Sharjeel era el prototipo del B y había traído consigo a Zakir, exactamente el tipo de C que la gente que citaba la máxima de «los A contratan a los A, y los B contratan a los B» temían traer a la organización.

Pero Jones, al ser un A, parecía comprender esto bastante bien y había repartido las tareas consecuentemente. Las primeras horas en el campamento habían sido tan tranquilas que Zula había dormido un rato; envuelta en cuatro capas de lana barata, podía dormir prácticamente en cualquier parte sin necesidad de mantas o saco de dormir. Despertó y encontró a Zakir mirándola de un modo que en un momento de su vida anterior a la aparición de Wallace e Ivanov habría encontrado escalofriante. Pero ahora se preguntó si Zakir sería capaz de mantener su estado de excitación cuando le hubiera envuelto la cadena en la garganta y le hubiera clavado la rodilla en la espina dorsal. Durante su confinamiento en la parte trasera de la caravana, había hecho muchas flexiones y sentadillas.

De todas formas, lo que la había despertado era la llegada al campamento de un contingente apreciable de yihadistas, unos diez además de los tres que se habían quedado ahí a vigilar el fuerte. Parecía que varios coches habían llegado a la rotonda al mismo tiempo, descargado a sus ocupantes, y luego se habían dado media vuelta, conducidos por gente que a Jones le habían parecido redundantes: tipos C, o incluso D. Todos ellos estaban ahora literalmente al final del camino, carentes de transporte (pues se habían llevado la caravana) y repletos de mucho más equipo para acampar, armas y municiones del que podrían cargar. La luz menguaba. Zula se puso la capucha para ocultar el movimiento de sus ojos e intentaba hacer inventario sin llamar la atención. No vio ninguna arma aparte de las que habían traído en el avión y las arrebatadas a los cazadores de osos. Eso tenía sentido: era mucho más fácil conseguir armas donde iban, y era menos peso con el que atravesar la frontera.

Probablemente era más útil hacer inventario de los hombres que de las armas.

Los cinco originales estaban ahí presentes: Jones, Abdul-Wahaab, Ershut, y los amantes. El Equipo-A, como quien dice. Del contingente de Vancouver seguían estando el sibilino Sharjeel y el grueso Zakir. El tercer miembro del grupo, cuyo nombre había olvidado, parecía haberse marchado; quizás era uno de los jugadores secundarios cuyo trabajo era llevarse un vehículo y no dejarse ver. Así que eran siete. Pero el número total de yihadistas presentes en ese momento era trece… una cifra que no podía situar con exactitud hasta que la obligaran a servir la cena.

La media docena adicional eran principalmente hombres a los que había visto u oído al menos una vez durante el interminable deambular de la caravana mientras se reunían con Jones venidos, imaginaba, de diversas partes de Norteamérica. Dos eran completamente nuevos para ella. Por la forma en que los saludaron entendió que acababan de unirse al grupo. La mayoría de los presentes o no los había visto en años o no tenía ni idea de quiénes eran. Los consideró tipo A. En parte porque Jones los trataba con especial respeto. Pero solo en parte. Lo notaba. Erasto era del Cuerno de África, probablemente Somalia. Hablaba un inglés con perfecto acento del Medio Oeste y disfrutaba mirándola de soslayo mientras lo hacía, saboreando su reacción: debía de ser un adoptado como ella, alguien que había sido criado en un lugar como Minneapolis pero que al contrario que ella había decidido regresar a su patria y dedicar su vida a la causa de la yihad global. Tenía metro ochenta de altura, la constitución de un galgo, la cara de un niño, y no necesitaba afeitarse. Un modelo de Benetton.

Abdul-Ghaffar («Servidor del Que Perdona»; Zula había recordado algo de árabe a estas alturas) era un americano rubio de ojos azules de unos cuarenta y cinco años, aunque podría haber sido diez años mayor y estar en buena forma. Tenía el pelo rapado muy corto, era fornido pero delgado, y parecía hacer mucho ejercicio. Un jugador de fútbol europeo o un luchador: alguien que practicaba algún deporte que no requería ser alto, pues mediría uno setenta. Su lenguaje materno era naturalmente el inglés, y seguía las conversaciones de los demás aún peor que Zula, que podía captar quizás una tercera parte de lo que decían. La pregunta obvia que planteaba su elección de nombre (¿de qué buscaba perdón?) quedaría sin contestar por el momento. Pero parecía claro que se había convertido al Islam tarde y que estaba ansioso por compensarlo. Tuvo una pista cuando él volvió la cabeza para revelar un injerto cutáneo en lo alto de la coronilla, del tamaño de un sello de correos. Había visto daños similares en sus parientes granjeros de piel clara. Estaba en tratamiento por un melanoma maligno, y probablemente le quedaba menos de un año de vida. Hasta que se dio cuenta de ese detalle, se había estado preguntando por qué un hombre como Jones no consideraba a este recluta norteamericano un topo del FBI.

El poder de la pereza era asombroso. No es que los yihadistas tuvieran el monopolio sobre ello. Pero con tantos hombres en el campamento, ¿no podían cocinar su propia comida? ¿No podían preparar un bufé, ponerse en cola y servirse en el plato sin ayuda femenina? Y dejar a Zula encadenada a un árbol, donde no podía escuchar. Pero les parecía colosal que su cautiva realizara este trabajo para ellos. Decidió que la estaban exhibiendo, como Cleopatra paseada por Roma. Jones quería que los demás vieran cómo esta muchacha infiel se había sometido a su dominio.

Cosa que no había hecho, por supuesto. Pero para esta comida estaba dispuesta a actuar así. Incluso se dejó la capucha puesta como si fuera una especie de chador. Y prestó atención a lo que estaban diciendo, sorprendida por lo mucho de la conversación que podía entender.

Comieron juntos durante un rato, satisfaciendo sus apetitos, charlando y bromeando. Y entonces Jones empezó a dirigirse a ellos en un tono que indicaba que había que ponerse serios. Y lo que dijo fue que iba a acostarse muy pronto, ya que necesitaba levantarse mucho antes del amanecer para iniciar la siguiente fase de la operación. No los vería de nuevo durante varias horas después de eso. Mientras tanto, los demás tenían que dormir bien para despertarse en buena hora y prepararlo todo para dividirse en dos campamentos: el campamento base y la expedición. El segundo grupo sería más grande que el primero y viviría una gran aventura. Pero esto no disminuía en modo alguno la importancia del grupo del campamento base ni la gloria que conseguirían y la recompensa celestial que recaudarían…

(Zula advirtió que era otra reunión de empresa. Lo único que faltaba era la presentación en PowerPoint. Algunos miembros del grupo —presumiblemente los C— tenían que hacer el trabajo de mierda, y Jones tenía que ablandarlos primero con la comida y la falsa camaradería.)

Zakir se quedaría atrás para disfrutar de la excelente cocina de campamento de Zula, junto con Ershut y otros dos. A uno de ellos, Sayed, Zula lo había clasificado mentalmente como licenciado: un hombre silencioso, más cerca de los cuarenta que de los treinta, que parecía claramente incómodo en el ambiente de acampadas y caminatas por el bosque. Estaba claro por qué Zakir y él se quedaban atrás (ella habría tomado exactamente la misma decisión), y los dos parecían sentir una mezcla de decepción y de alivio.

Ershut, sin embargo, estaba anonadado. Lo mismo le pasaba a Jahandar, el afgano al que Zula había visto por última vez encaramado en lo alto de la caravana con un fusil y unos prismáticos. La propia Zula tuvo que hacer algunos esfuerzos por ocultar su asombro, porque si había un hombre hecho para un largo viaje por una cordillera en territorio hostil, ese era Jahandar. Hasta el punto de que le costaba trabajo imaginar cómo habían conseguido colarlo en una democracia occidental. Debían de haberlo drogado, metido dentro de una caja, enviado en un avión de carga directamente desde Bora Bora y mantenido encerrado en la cima de una montaña hasta ahora. Todo en su aspecto (el turbante, la barba, la mirada, las cicatrices) tendrían que haberlo hecho arrestar nada más verlo en cualquier ciudad al oeste del mar Caspio. De todas formas, no importaba cómo lo habían conseguido, Jahandar estaba ahí, y estaba jodido. Y eso animaba al normalmente taciturno Ershut a expresar en voz alta sus objeciones al plan de Jones.

No dejaban de mirarla. Como diciendo: «¿Cuánta gente hace falta para controlar a una muchacha encadenada a un árbol?»

Jones la miró también: una mirada de inteligencia, como diciendo: «Me doy cuenta de que entiendes más de lo que dejas entrever.» Empujó su plato sucio en su dirección, luego se puso en pie e hizo gestos indicando que Ershut y Jahandar deberían ir con él. Se alejaron hasta llegar a un sitio donde no se les podía escuchar, y continuaron conversando en voz baja. Jones les estaba informando de algún aspecto del plan que ahora mismo no había que compartir con el grupo entero.

O tal vez solo querían que no se enterara Zula. Porque unos minutos más tarde los tres volvieron la cabeza para mirarla, detuvieron sus deliberaciones unos segundos, y luego se dieron la vuelta para continuar la discusión con un tono más razonable. Toda la tensión había desaparecido de su lenguaje corporal.

Habían decidido matarla.

No sucedería inmediatamente. Pero en algún momento determinado después de que el grupo principal se hubiera dirigido a la frontera, Ershut o Jahandar le cortarían la garganta (no antes, supuso, de que les hubiera preparado la comida y hubiera fregado los platos) y luego se lanzarían en persecución del grupo principal. Y conociéndolos a los dos, tendrían pocas dificultades para alcanzarlos. Zakir y Sayed se quedarían atrás para echar tierra sobre su cadáver.

Terminaron de cenar y los hombres se dispersaron en la oscuridad más allá del alcance de la luz de la hoguera, dejándola con un montón de platos de papel sucios y unas ollas que necesitaban ser fregadas. La mayoría se fue a dormir. Jahandar se preparó un té con el agua que ella había estado calentando para los platos, y luego se retiró a una posición un poco colina arriba, desde donde podía controlar todo el campamento y sus inmediaciones. Se llevó el rifle consigo.

Zula lavó los platos. Imaginando la mira telescópica de Jahandar sobre su frente.

Varias horas de desesperación habían dado paso a la vaga idea, más en el corazón de Csongor que en su cabeza, de que estaba empezando a entender el Cambalache de Carthinias y sus diversos actores. Había un pozo de comercio en mitad del lugar, un anfiteatro de trescientos sesenta grados de pulidos escalones de piedra, de unos treinta metros en la parte superior, que desembocaba en un suelo llano y diminuto de no más de tres metros de diámetro. Estaba claramente dividido por la mitad, aunque no había pantallas ni verjas ni pistas visuales para dejarlo claro: podía notarse por los diferentes tipos de personas que tendían a congregarse a cada lado: en uno, los mercaderes que intentaban sacar dinero del mundo, y en otro los sacerdotes de los templos, tratando de hacer pleno uso de su capacidad de destruir dinero cobrando menos que los sacerdotes de la competencia.

Se acabó la división equitativa. Csongor sentía que había algún tipo de estratificación de arriba abajo también, y estaba desarrollando la teoría de que la gente situada abajo comerciaba con sumas más grandes de dinero, mientras que los niveles superiores eran para las pequeñas. Para las apariencias externas, ninguno de estos mercaderes llevaba mucho oro al pozo y ninguno de los sacerdotes sacaba mucho. Por lo tanto, supuso al principio que solo comerciaban con papel y que la transferencia real de material sucedía en un banco o en un almacén en alguna parte. Pero entonces advirtió objetos pequeños y chispeantes cambiar de manos, generalmente pasando de los pequeños mercaderes de arriba hacia los peces gordos de abajo. Un poco de búsqueda en la wiki le dijo que T’Rain tenía varios tipos de metales aún más preciosos que el oro, aunque la enorme mayoría de personajes del mundo no los había visto nunca; solo se empleaba para las transacciones enormes. Un tipo de moneda (el oro rojo) valía cien piezas de oro. Una pieza de oro azul valía cien rojas, y el oro índigo, u oríndigo, valía cien azules; lo que significaba, si los cálculos mentales de Csongor eran acertados, que una sola moneda de oríndigo tenía un valor, en el mundo real, de unos 75.000 dólares.

Para los directores artísticos de T’Rain parecía de la mayor importancia que estas monedas parecieran tan deslumbrantes como su alto valor indicaba, y por eso brillaban, enviando destellos de luces de colores cuando pasaban de mano en mano. El sencillo oro de color amarillo cambiaba de manos en la plaza alrededor del anfiteatro, frecuentemente convertido en masa, por los cambistas que pasaban, en monedas de oro rojo que eran dirigidas hacia el borde del pozo y luego hacia las zonas superiores, creando una destellante constelación roja, como si pantallas LED parpadearan por todas partes. Pero más abajo, el color predominante era el azul; y en el fondo dominaba el índigo.

La transacción que Marlon esperaba realizar equivaldría a unas treinta monedas de oríndigo, o tres mil azules. Como llevar encima tres mil piezas no era nada práctico, Csongor no tuvo más remedio que entablar relaciones con los grandes mercaderes de la zona inferior del pozo que (a) trataba con oríndigo todo el tiempo, y (b) era controlada por jugadores que podían enviar fondos a Filipinas. Pero precisamente porque esos personajes llevaban esas inmensas cantidades de dinero, la seguridad aquí era sofocante, con la parte interna y la parte más baja del anfiteatro protegida por un anillo de guardias de aspecto temible, y recubierta por capas de luz titilante que Csongor reconoció, vagamente, como hechizos mágicos. En T’Rain, descubrir hasta qué punto era poderoso otro personaje era mucho más complicado que en otros juegos donde solo se podían comparar niveles. Csongor carecía de la experiencia para juzgar las habilidades de otro, pero conocía unas cuantas reglas sencillas y tenía pocas dudas de que incluso los pequeños mercaderes situados en la zona externa del anfiteatro podían dejar en el sitio a Lottery Discountz tan solo mirándolo de reojo.

Eso le dio la idea de que tal vez podría acercarse al centro de la acción precisamente por ser tan inofensivo. Trató de experimentar cruzando simplemente la plaza hasta el borde del pozo y luego ir bajando hasta el banco superior de la grada. A nadie le importó. Bajó otro. No hubo ninguna reacción. Empezó a haber más gente y tuvo que desviarse a un lado y a otro para llenar los huecos en la multitud de comerciantes, pero nadie le prestó ninguna atención especial. Estaba cerca de la línea divisoria entre los mercaderes y los sacerdotes, y oyó a los segundos decir «¡Bendición!» y acercarse a los mercaderes para cambiar dinero. Las bendiciones eran un modo de que los jugadores transfirieran dinero real a T’Rain; el personaje le rezaba a un dios, se cursaba un pago a la tarjeta de crédito del jugador, y las piezas de oro aparecían simplemente en un altar, o en el extremo de un arcoíris en un claro entre las montañas controlado por una u otra facción de sacerdotes, y entonces estos las llevaban a mercados como este para entregárselas a sus receptores. Csongor oyó unas cuantas transacciones y advirtió que se mantenían en la gama de los miles de PO, es decir, un puñado de piezas de oro rojo. Pero después de llegar hasta la mitad de la zona donde el oro rojo cambiaba de manos, todavía, de tanto en tanto, oía a algún sacerdote exclamar, en vez de «¡Bendición!», la frase «¡Bendición milagrosa!». Lo buscó y descubrió que, de vez en cuando, cuando un personaje rezaba pidiendo una bendición, recibía cien o mil veces la cantidad pedida (y que su jugador había pagado). Era un golpe de suerte, como encontrar un billete de cien dólares en una caja de galletas.

Y eso le proporcionó a Csongor todo lo que necesitaba para formar una especie de plan. Bajó todo lo que pudo hasta el anillo de guardias, la cúpula de los hechizos. Cuando descendió hasta el punto que las barreras mágicas causaron daño en Lottery Discountz y los guardias volvían los ojos en su dirección y echaban mano a sus armas, retrocedió un paso, se sentó, y empezó a observar las transacciones que tenían lugar en el círculo interno. Por todas partes se veían destellos de púrpura. Estaba viendo cómo millones de dólares cambiaban de manos. El número total de comerciantes dentro de ese anillo era de unos veinte, y cualquiera de ellos podía realizar la transacción que tenía en mente.

Estaba empezando a oír hablar a Marlon, lo que lo sacó del mundo imaginario y lo devolvió al cibercafé de Filipinas. Marlon, que había jugado casi en silencio durante el último par de horas, se comunicaba ahora directamente, en mandarín, con uno de sus tenientes. O tal vez eran generales. Csongor solo podía hacer especulaciones ya sobre el tamaño de su ejército. La voz de Marlon era tranquila, pero insistente, y sus manos revoloteaban sobre el teclado como arañas sobre una sartén caliente.

Como Lottery Discountz no estaba haciendo nada más que observar el pozo de comercio, Csongor se levantó, se estiró, y se acercó a echar un vistazo. Yuxia también parecía haberse despertado al oír a alguien hablar en mandarín y abrió levemente los ojos, pero luego se envaró al recordar dónde estaba. Sus ojos se concentraron en algo que había al otro lado de la sala. Csongor siguió su mirada y vio que el turno de la mañana, si podía llamarlo así, estaba entrando en el café. Durante las últimas horas habían tenido todo el lugar casi para ellos solos, aunque hubo un par de recién llegados que se apostaron tras sus terminales frente a Yuxia. Uno de ellos estaba desviando ahora mismo la mirada. Csongor, que no era ningún extraño en eso de mirar a las chicas, pensó que Yuxia debía de haberlo pillado y lo miraba ahora con mala cara. Como no quería verse mezclado, Csongor se acercó a mirar por encima del hombro de Marlon para ver su monitor.

La última media docena de veces que lo había comprobado, no había visto nada en la pantalla de Marlon que pareciera ni remotamente un mundo de espada y brujería. En cambio, consistía en innumerables paneles superpuestos con organigramas de orcos solapados, gráficos de barras, estadísticas en movimiento, y columnas de conversaciones que se iban sucediendo. Todo eso había desaparecido ahora, sustituido por algo que parecía más adecuado: una melé en la garganta de un estrecho paso entre las montañas. Varios miembros del ejército de Marlon (no el grupo principal, sino uno de sus flancos) habían sido atacados cuando vadeaban un arroyo que corría a través del paso. Parecía una emboscada cuidadosamente tendida, y media docena de ellos yacían ya muertos en las orillas. Pero a la zona de combate llegaban refuerzos por tierra, por aire y por el agua, para enzarzarse con los atacantes en muchos combates singulares que se mezclaban y se dividían cuando un luchador corría en ayuda de otro, y luego se daba media vuelta para enfrentarse a una nueva amenaza.

—¿Problemas? —preguntó Csongor.

—No —respondió Marlon—. Les patearemos el culo.

—¿Vas a patear tú alguno? —preguntó Csongor, ya que había advertido que Reamde estaba sentado en un peñasco en mitad del arroyo, tan tranquilo.

—No es necesario. Estoy observando.

—¿Qué ves?

Marlon tardó un rato largo en contestar. Entonces habló como si esas observaciones acabaran de penetrar en su consciencia.

—Son muy buenos. Personajes experimentados. No solo chavales. Pero no han luchado juntos antes.

—¿Cómo lo sabes?

—No saben ayudarse unos a otros como lo haría un grupo experimentado. Y son diferentes —Marlon retiró la mano del teclado por primera vez en horas, supuso Csongor, para señalar a uno de los atacantes—. ¿Ves? Definitivamente lumínico —luego indicó otro—. ¿Y ese? Terroso. ¿Por qué están luchando juntos?

Entonces, como si acabara de ocurrírsele algo, dirigió bruscamente la mano al teclado y usó las teclas para girar su punto de vista. Miró ahora a las estrellas. Flotando allí había dos personajes, suspendidos por arte de magia en el aire, mirando. Junto a ellos había unas pequeñas ventanas que mostraban sus retratos y sus nombres. Desde esta distancia, Csongor no pudo leer la letra microscópica.

—¿Quiénes son? —preguntó.

—No importa. No son quienes dicen que son —respondió Marlon.

—¿Y eso qué significa?

—Este no es el ataque real. El ataque real vendrá más tarde.

—¿Cuánto dinero tienes?

—De piezas de oro, dos millones.

Marlon hizo la conversión. Ciento cincuenta mil dólares. Cinco mil, más o menos, para cada miembro del grupo de la emboscada.

¿Por qué no podía ser el ataque de verdad? ¿Quién esperaba conseguir más de cinco mil dólares por unos pocos segundos de lucha en un videojuego?

—¿Sigues esperando conseguir la cantidad de la que hablamos antes? —preguntó Csongor.

—Ahora no podemos dejarlo. Esta noche nos lo llevamos todo o nada.

—La verdad es que el sol ha salido hace horas.

—Da igual.

Para cuando llegó a su hotel en el centro de Vancouver, Olivia pensaba que se había metido en un lío con el inspector Fournier y temía que su actitud hacia la investigación fuera a ser obstrusiva. Por lo tanto, se sintió agradablemente sorprendida cuando el empleado del hotel, mientras se registraba, advirtió algo interesante en la pantalla de su ordenador, y luego alzó la cabeza sonriente para informarle de que tenía un mensaje esperando. Sacó un sobre marrón. Su peso sugería que debía de contener unas diez o veinte páginas de material. Cuando terminó de acomodarse en su habitación, lo abrió y descubrió que contenía fotocopias de faxes de informes policiales, tanto locales como de la Policía Montada.

Sus jefes del MI6 insistían siempre en que los tuviera informados de su paradero. Se había saltado la orden a la torera desde que salió de Seattle, así que los llamó. En Londres debían de ser las seis de la mañana.

Luego se puso a leer los informes de los cazadores desaparecidos: un ingeniero jubilado de la industria petrolífera de Arizona y sus dos hijos, de treinta y dos y treinta y siete años, de Luisiana y Denver, respectivamente, todos experimentados cazadores, que habían viajado a Columbia Británica para celebrar el sexagésimo quinto cumpleaños del padre abatiendo a un grizzly. Habían contratado a una compañía de guías que se enorgullecía de atender a los cazadores serios de la vieja escuela. A juzgar por el tono de ciertos párrafos promocionales de su página web, esto los distinguía de firmas de la competencia que ofrecían una experiencia más pija, y presumiblemente mucho más cara. Los clientes recibían la garantía de que matarían a un oso durante la semana de expedición o se les devolvería su dinero.

Al parecer esta oferta había resultado convincente para los dos hijos, que habían puesto en común el dinero para el viaje como sorpresa para su padre. Por los informes policiales, y por la brutalmente deprimente página web que había abierto la familia de los desaparecidos, suplicando información al universo, estaba claro que no eran aficionados: el padre había vivido por todo el mundo durante su carrera y no había perdido ninguna oportunidad para cazar allá donde estuviera, frecuentemente llevando a sus hijos consigo. Los guías tampoco eran novatos: uno de ellos, cofundador de la compañía, llevaba haciendo esto tres décadas y el otro era un hombre de las Primeras Naciones cuyo pueblo llevaba decenas de miles de años viviendo en la zona. Viajaban en un Suburban de tracción a las cuatro ruedas de dos años de antigüedad, bien equipado con cadenas, cable de tracción y todo lo demás que pudiera ser necesario para salir de problemas o sobrevivir si quedaban atascados.

Cosa que era parte de su método, y parte del problema al que ahora se enfrentaba la policía. Como los guías no estaban anclados a una cabaña cómoda, podían vagabundear allá donde la caza fuera mejor, y como ofrecían la garantía de la devolución del dinero, tenían un buen incentivo para hacerlo. En el curso de una semana de caza, podían moverse entre varios lugares para cazar osos distribuidos en un área de cientos de kilómetros, montañosa en su mayor parte, y que apenas era franqueable sin máquinas quitanieves. La teoría más razonable era que habían ido demasiado lejos con el Suburban, se habían salido de la carretera, y estaban atascados en el lecho de un río o un banco de nieve.

O al menos esa pareció ser la teoría más razonable durante el primer par de días en que advirtieron su desaparición. Desde entonces se habían organizado búsquedas por toda la región con aviones, buscando un vehículo siniestrado o una bengala de socorro, y escudriñando las frecuencias de radio en las que pudieran enviar una señal de auxilio. La cobertura telefónica en la mayor parte de la región quedaba descartada, pero el Suburban tenía una radio de banda ciudadana, y presumiblemente la conectarían y pedirían ayuda en cuanto vieran a un avión. U oyeran uno.

«Oír» era lo más probable, ya que el tiempo había estado encapotado. Los pilotos no estaban convencidos de haber realizado una búsqueda adecuada en la zona. Por tanto, la investigación había quedado paralizada durante los últimos días. Las familias (que habían volado a Columbia Británica y que ahora parecían estar dirigiendo una especie de centro de crisis desde un hotel de Prince George, la población más cercana que parecía aunque fuera remotamente una ciudad) insistían en que algo malo debía de haber sucedido y estaban peligrosamente cerca de decir cosas desagradables sobre el modo de llevar la investigación por parte de la RPMC.

Leyendo entre líneas, era bastante fácil comprender lo que pasaba. La policía, aunque ni soñaban expresarlo a las claras, estaba casi segura de que los cazadores y guías estaban muertos, probablemente tras haberse despeñado por un precipicio en medio de la niebla. Si estuvieran simplemente atascados, habrían hecho saber su situación con la radio, o habrían ido andando hasta una carretera, algo para lo que estaban más que equipados. Pero la policía no podía ir y decirlo. Así que tenían que manejar la situación expresando su confianza en que la búsqueda aérea revelaría algo tarde o temprano. Por otro lado, había poco que pudieran hacer aparte de ruiditos consoladores y reafirmantes cuando los abordaban los periodistas o las inquietas esposas.

Olivia, no hacía falta decirlo, tenía una teoría completamente distinta. Era difícil imaginar algo que sonara más descabellado que decir que un grupo de terroristas internacionales había secuestrado un avión privado en Xiamen, lo había estrellado en las montañas de Columbia Británica, asesinado a los ocupantes de un Suburban que habían salido a cazar osos, y luego se habían dirigido a la frontera.

Sin embargo, en la parte positiva, debería ser una hipótesis bastante fácil de investigar. El Suburban podía ser un cuatro por cuatro, pero era improbable que Jones y compañía se hubieran mantenido apartados de las carreteras durante mil kilómetros. Habrían tenido que seguir el camino más fácil.

De hecho, reflexionó Olivia mientras buscaba en Google un mapa de Columbia Británica, no era solo el camino más fácil. Era «el camino». Esta región no tenía red de carreteras. Solo tenía una. A menos que hubieran seguido una ruta enormemente larga siguiendo los senderos de las montañas (cosa improbable, en esta época del año), o se hubieran desviado hacia el este, hacia el norte de Alberta, se habrían dirigido al sur por la Autopista 97.

¿Y por qué no? Si Jones había conseguido secuestrar el Suburban en mitad de ninguna parte, habría comprendido perfectamente que solo tenían unos cuantos días (quizá solo unas pocas horas) para hacer algo útil con el vehículo antes de que se produjera algún tipo de alerta. Se habría encaminado directamente a la frontera norteamericana siguiendo la Autopista 97, a través de Prince George (justo delante del hotel donde las familias de sus víctimas tenían su campamento base), para luego bajar por el sistema más ramificado de carreteras que se extendían por el sur de Columbia Británica. Si no cruzaba la frontera inmediatamente, buscaría un modo de deshacerse del Suburban donde no lo vieran, y se buscaría otro vehículo.

Y entonces pensaría un modo de cruzar la frontera, posiblemente por el centro de ninguna parte. Algo que fuera difícil impedir aunque supieran que iba a suceder y tuvieran una caza del hombre en marcha.

No necesitarían comprar comida, ya que podrían comer las raciones de campamento robadas a los cazadores. Demonios, incluso podían pasar hambre un día: no sería la primera vez.

Lo único que necesitarían sería combustible. Gasolina.

Otra mirada al mapa.

Si se habían hecho con el Suburban en la región donde estaban efectuando la búsqueda, y si el depósito estaba razonablemente lleno, habrían podido llegar hasta Prince George sin tener que repostar. Naturalmente, había otras gasolineras esparcidas por la carretera situada al norte (la gente tenía que comprar gasolina en alguna parte), pero Jones las habría evitado instintivamente, pues no querría causar ninguna impresión memorable a los propietarios, que podrían reconocer el Suburban como perteneciente a un servicio de guía local. No, lo habría llevado hasta el relativo anonimato de Prince George y luego habría comprado gasolina en la más grande e impersonal estación de servicio que hubiera podido encontrar.

Al día siguiente, Olivia se dirigiría a Prince George. En algún lugar de esa población debía de haber una cámara de vigilancia que hubiera capturado la imagen que necesitaba. Y si podía convencer a sus propietarios para que le dieran una copia de esa imagen, entonces podría usarla como una especie de esclusa para desviar buena parte de la energía mal invertida en la caza de Jones hacia un canal más beneficioso.

Esta noche, sin embargo, tenía que dormir. De hecho, estaba durmiendo.

La mayor parte del tiempo que Csongor permaneció en T’Rain lo pasó dando tumbos en un estado de desventurada confusión. El juego tenía procedimientos para aliviar el camino del recién llegado. Podías jugar en «modo diversión», que ocultaba tres cuartas partes de las características avanzadas, y los nuevos personajes eran inicialmente dirigidos a distritos controlados del mundo donde los peligros eran pocos y se podía jugar sin tener conocimientos enciclopédicos del mundo. Al hacerse con Lottery Dizcountz, un personaje de nivel comparativamente alto, Csongor había dejado atrás todas estas precauciones y por tanto se había expuesto al mundo en su plena complejidad, peligros y caprichos. Solo su larga experiencia como administrador de sistemas, enfrentándose a bizantinas instalaciones de software, había impedido que se hundiera en la desesperación y renunciara sin más. No es que los conocimientos y habilidades como administrador de sistemas fueran aplicables aquí. Lo importante era la pose psicológica: la fe implícita, un poco ingenua y un poco atrevida, de que al chocar de cabeza contra el problema durante el tiempo suficiente acabaría por abrirse paso. Los avances que había hecho para comprender el Cambalache de Carthinias lo habían animado un poco. Por otro lado, ver a Marlon dirigir una pequeña guerra estaba aplastando su moral. El inmenso poder del personaje de Marlon, su inventario de hechizos, armas y artilugios mágicos, el tamaño de su ejército y su facilidad para extraer datos relevantes del mareante montón de ventanas e interfaces de su pantalla y actuar inmediatamente siguiendo esa información, todo indicaba muchos años de experiencia jugando y dejaba claro que Csongor estaba tan fuera de lugar aquí como en el terreno de juego de un partido de fútbol de la Champions. Sin embargo, el obstinado administrador de sistemas que había en él no admitía la derrota y seguía mirando estúpidamente por encima del hombro de Marlon, tratando de encontrar sentido a lo que estaba sucediendo y captar unos cuantos indicios para poder mejorar el uso del cruelmente limitado conjunto de poderes de Lottery Discountz.

Por ese motivo se sintió completamente sorprendido y falto de preparación cuando Qian Yuxia cruzó el cibercafé y arrojó un vaso de agua a la cara del hombre que llevaba sentado frente a ella una media hora.

—¡No soy ninguna puñetera T-bird! —exclamó.

Y entonces lo dijo de nuevo.

—¡Si quieres una T-bird, vete a otra parte!

Csongor nunca había oído esa expresión antes, pero Yuxia la había murmurado ya tres veces, así que estaba seguro de que la había oído bien. No tenía ni idea de lo que significaba.

La víctima del ataque era un hombre blanco alto y delgado, de barba rubia y ojos verdes que parecía alerta y más divertido que furioso. Le sorprendió el agua en la cara, pero después se puso en pie de un salto y se volvió para enfrentarse a su atacante. No de modo amenazador (tuvo cuidado de marcar cierta distancia), sino de un modo que dejaba claro que estaba dispuesto a replicar si Yuxia decidía volver a atacarlo. La miraba con interés y no tenía ni miedo ni vergüenza. Pero en el momento en que Csongor se puso en movimiento, el tipo lo advirtió y cambió de postura, como preparándose para cualquier amenaza desde ese flanco. Los ojos verdes escrutaron rápidamente a Csongor de arriba abajo y se centraron de inmediato en el bolsillo delantero derecho de sus pantalones, donde estaba la Makarov cargada. De algún modo, se había dado cuenta de que la llevaba en el bolsillo. Y este hecho lo cambiaba todo. El hombre le mostró las dos palmas, un gesto que decía: «Mira, estoy desarmado» y «Quédate donde estás». Csongor vaciló, no tanto por obediencia sino por sorpresa ante la actitud del desconocido.

—Sería buena cosa para todos —dijo el hombre en un inglés de extraño acento— si pudieras mantener las manos por encima del ombligo, como verás que estoy haciendo yo, y mantener un poco de distancia. Luego podremos tener una conversación productiva. Hasta entonces, será lo que llevemos encima. Y como eres nuevo en esto, déjame decirte que no querrás meterte en esos berenjenales.

Si Csongor había oído correctamente, el hombre acababa de amenazarlo con sacar una pistola y dispararle.

Como para confirmar que esta interpretación era correcta, los otros dos clientes del café se marcharon a toda prisa, dejando solos a Csongor, Yuxia, Marlon y el recién llegado.

Aunque se tomó la amenaza bastante en serio, Csongor no se sintió tan intimidado como lo habría estado antes de los acontecimientos en Xiamen.

—Ya me he metido en bastantes berenjenales, así que no tengo miedo de volver a hacerlo si causas problemas a mi amiga —dijo.

Yuxia, notando que la situación no era lo que había creído al principio, había retrocedido un par de pasos para acercarse un poco más a Csongor. Mientras tanto, el filipino que dirigía la tienda había asomado la cabeza para investigar. Los ojos de Csongor se dirigieron hacia él. El hombre rubio, al advertirlo, giró hacia esa dirección, relajando las manos, y pronunció una frase en lo que Csongor supuso que era filipino. Parecía bastante alegre y animado. Lo que dijo suavizó la aprensiva expresión del rostro del encargado, que asintió y le devolvió una sonrisa.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Yuxia.

—Como no te gusta que te confundan con una T-bird, probablemente no debería decírtelo —respondió el hombre—. Pero le dije que tú y yo teníamos una pequeña pelea, una disputa común en un lugar como este, y que la habíamos zanjado.

—¿Qué es una T-bird? —preguntó Csongor.

—Una marimacho —dijo el hombre—. En este contexto, una lesbiana real o falsa que atiende a los putañeros que se ponen con esas cosas.

Lejos de querer sacar la pistola y dispararle al hombre, Csongor quiso ahora hacerle todo tipo de preguntas. Era un placer estar con alguien que sabía qué demonios pasaba.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Yuxia.

—James O’Donnell —decidió él.

—¿Eres un putañero?

—No. Pero por favor, no se lo digas a nadie.

Yuxia se echó a reír.

—¿Por qué? ¿Temes no ser un pervertido repugnante?

—¿Porque ese es el único motivo para estar aquí? —dedujo Csongor.

El hombre que decía llamarse James asintió.

—Todo varón occidental en esta ciudad que no sea un turista sexual solo levantará recelos y curiosidad. Me da la impresión de que los lugareños están fascinados con él —y asintió hacia Marlon, que había levantado la cabeza del ordenador una o dos veces, pero que, al ver que no había disparos, no había considerado adecuado interrumpir su trabajo.

—Deberías hablar —dijo Yuxia, mirando el monitor de James, que también estaba jugando a T’Rain. Csongor advirtió con interés que el personaje de James parecía estar moviéndose en un entorno muy similar a las montañas de Torgai. De hecho, el pico del fondo parecía horriblemente familiar: el personaje de James estaba a pocos kilómetros del de Marlon.

—Nos estás siguiendo en dos mundos al mismo tiempo —dijo.

James asintió.

—No sé mentir. Llevo haciéndolo unas cuantas horas.

—¿Quieres parte del oro? —preguntó Yuxia.

—A la mierda el oro —dijo James—. Quiero saber todo lo que podáis saber sobre Abdalá Jones.

—Me pediste que te avisara cuando superara el millón de dólares —mencionó Trébol—, y creo que acaba de pasar.

—¿«Crees»?

—Fluctúa arriba y abajo según los grupos de saqueadores le roban dinero. Tiene un montón de grupos que van tras él ahora mismo.

—¿Algo importante?

—No, nada tan grande como el grupo que montamos nosotros. No ha habido tiempo. Pero diría que se está corriendo la voz de que algo importante está pasando en las Torgai. Dentro de una hora espero ver partidas bien organizadas de cien hombres cargando hacia él.

—Creo que eso es buena cosa —dijo Egdod, después de pensar un rato. Richard llevaba jugando a T’Rain unas catorce horas consecutivas, y sus habilidades conversadoras no eran todo lo que podían ser—. Creo que eso le da más incentivos para acabar. Ha desOcultado un millón de pavos en oro…

—Un millón cien mil —le corrigió Trébol—. Acaba de superarlo.

—El tema es que re-Ocultarlo, con tanta gente observándolo, será difícil. Es más sencillo dar el golpe esta noche.

—¿Y eso qué significa para nosotros? ¿O para ti, ya que yo soy tan poderoso como las bacterias que viven en las entrañas de Chuck Norris?

—Significa que ha llegado el momento.

—¿Qué vas a hacer?

—¿Llevas puestos auriculares?

—Sí.

—Te sugiero que te los quites.

—Esperaba solo a un chico chino que crea virus —dijo el hombre que se hacía llamar James, indicando a Marlon con la cabeza—. No pensaba que fuera a tener una novia y un guardaespaldas húngaro con una pistola en el bolsillo.

Se habían retirado a un rincón del cibercafé donde podían hablar en privado y buscar cosas en Google. El lugar se llenaba de clientes.

—No soy su novia —dijo Yuxia—. No creo que le gusten las marimachos.

De gustibus non est disputandem —dijo el hombre.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que es un puñetero idiota.

Csongor, un poco sorprendido al advertir que James y Yuxia estaban flirteando, sintió que retrocedía a la periferia de la relevancia.

—Lo aprecio como a un hermano —dijo ella—. Pero…

Y alzó la mano, los dedos separados, y los agitó en el aire.

—Entendido —dijo James, mirándola fascinado. Pero entonces pareció recordar sus modales, y su mirada se volvió hacia Csongor—. ¿Cuál es tu historia, grandullón? Un pez fuera del agua, ¿eh?

Aunque no era inmune al encanto indiferente de James, Csongor solo podía pensar en Zula, así que desvió la mirada y se puso a contemplar la ventana de un modo que debió de parecer melancólico. Advirtió que estaba tamborileando los dedos en el mostrador, cada una de sus yemas callosas y resecas por el sol golpeando la formica como un martillo de bola.

—Le disparé a la cabeza —dijo por fin.

Se volvió a mirar a James, que para variar se había callado.

—Le. Disparé. A. La. Cabeza.

—Espera un momento, ¿estás hablando de Jones?

—Sí. Pero fue solo… ¿cómo se dice? —Csongor hizo la mímica de una bala rozando el lado de la cabeza.

—Un rasguño —dijo James—. Lo odio —reflexionó unos instantes—. Le disparaste a Abdalá Jones a la cabeza.

—Sí. Con esto —Csongor palpó la pesada pistola que llevaba en el bolsillo.

—¿A qué distancia?

—Demasiado cerca.

Y relató la historia. Tardó un rato. Tuvo la impresión de que fue el lapso de tiempo que «James» se pasó sin decir nada desde que aprendió a hablar de niño.

Pero antes de que pudiera comentar ninguna de las notables características de la historia (que era algo que claramente quería hacer de la peor forma), fueron interrumpidos por una brusca exclamación por parte de Marlon.

—¡Aiyaa!

Era la primera vez desde que todo esto había empezado que Marlon expresaba siquiera una leve preocupación por algo. Pero se trataba de algo más: era una expresión de consternación. Había apartado las dos manos del teclado (algo que no tenía precedentes) y se las llevó a las sienes. Miraba la pantalla lleno de asombro.

Su cara estaba iluminada por la fluctuante luz blanca.

James se puso en pie. Corrió para poder ver la pantalla.

—La leche jodida —exclamó—. Esto solo puede ser un hechizo. Pero no creo que se haya utilizado nunca antes.

—Una vez —dijo Marlon—. Para matar a una dinastía entera de titanes.

—¿Quién lo usó?

—Egdod.

—Voy a arrebatarte —dijo James, corriendo al terminal donde todavía tenía abierta su sesión de T’Rain.

—Tengo emplazados guardas y deflectores —le advirtió Marlon—. No puedes arrebatarme.

—Desconéctalos y déjame hacerlo. Mi nombre es Thorakks.

Csongor y Yuxia se habían acercado al espacio que James había dejado vacío un segundo antes y estaban mirando por encima del hombro de Marlon, que había retirado todas sus ventanitas de chat y sus indicadores de estatus a la periferia de su pantalla, de modo que veían el mundo de T’Rain por encima del hombro de Reamde, lo que quería decir que estaban mirando por encima de dos hombros, el de Marlon y el del Troll. Este último estaba de pie en un terreno despejado en la cuenca de un río, con el final de una cordillera visible a la derecha que daba paso a llanuras de campos verdes moteadas de aldeas. En otras palabras, casi había llegado al pie de las montañas de Torgai y parecía a punto de alcanzar un lugar habitado donde podría encontrar servicios como cambistas e intersecciones de líneas ley. Csongor, que había aprendido ya a entender la interfaz de usuario, observó que Reamde llevaba encima nueve piezas de oríndigo, 767 piezas de oro azul, 32.198 piezas de oro rojo y 198.564 piezas de oro amarillo: números que aturdían la mente t’raniana, ya que incluso unos cientos de piezas de oro amarillo se consideraban una fortuna apreciable por la que merecía la pena luchar. Tenía que ser la mayor cantidad de dinero que un solo jugador de T’Rain había llevado jamás encima. Un cálculo rápido le indicó que debía de superar el millón de dólares en dinero real, probablemente rondando los dos millones.

Por tanto, Reamde iba rodeado por una falange de otros personajes, demasiado numerosos para que Csongor pudiera contarlos o incluso verlos. La formación entera cruzaba el llano en bloque, tan bien coordinada en sus maniobras que Csongor pensó que debían de estar unidas por algún tipo de algoritmo informático; los otros jugadores debían de haber coordinado a sus personajes con los movimientos de Reamde y retirado las manos de los controles, permitiendo que Marlon dirigiera a la formación entera.

Nada más que esto (la enorme cantidad de dinero en juego, el tamaño colosal de la formación) habría absorbido la atención de los más experimentados y recalcitrantes jugadores de T’Rain. Y sin embargo la escena era dominada visualmente por algo aún más enorme y que llamaba más la atención: la llegada de un cometa. En su centro brillaba con toda la capacidad que podía mostrar la pantalla del ordenador de Marlon, y su fulgor lo iluminaba todo con un espectral brillo blanco mientras lo sumía todo en una sombra impenetrable. Aquí había un interesante fenómeno psicológico en juego, relacionado con la percepción de la luz y el color. Estaban mirando una pantalla en una sala tenuemente iluminada. El monitor era una placa de plástico negro con unos tubos fluorescentes detrás y una pantalla cubriendo su parte delantera. La ventana estaba grabada con unos cuantos millones de válvulas de luces electrónicas, hechas de cristales líquidos, que podían conectarse y desconectarse, o asumir diversas gradaciones intermedias. Si cada una de esas válvulas se abriera para dejar entrar el cien por cien de luz, entonces simplemente estarían mirando una placa con unos tubos fluorescentes detrás, y no sería tan brillante. Sería como mirar un tubo de luz en el techo de una oficina: una amplia cantidad de iluminación, ciertamente, pero nada comparado con la cantidad de luz que el sol proyectaba sobre el suelo, incluso en el día más nublado. Todo el que entrara y mirara esa placa de luz a toda potencia no la percibiría como un brillo. Tal vez ni siquiera supieran si estaba encendida o no.

Y sin embargo Marlon, Csongor y Yuxia estaban todos entornando los ojos y desviando la mirada e incluso llevándose las manos a la cara para proteger sus retinas de la luz del cometa imaginario que aparecía en la pantalla del ordenador. Lo percibían como intolerablemente brillante. Cierto, en parte era debido a que se hallaban en una habitación oscura y tenían las pupilas dilatadas. Pero aparte de eso, había un factor psicológico en juego. Se habían acostumbrado a desviar la mirada de los objetos extremadamente brillantes que hacían lo que estaba haciendo la luz de esta escena ficticia, es decir, brillar en el cielo y proyectar profundas sombras sobre el suelo, y estos instintos entraban en funcionamiento a medida que el cometa se acercaba. Aún más, el subwoofer conectado al ordenador de Marlon había entrado en una especie de sobrecarga y causaba un visible nerviosismo entre la clientela que veía porno en el café, que posiblemente conocía que había montones de terremotos, erupciones volcánicas y tsunamis en Filipinas. Uno de ellos incluso se levantó de un salto y echó a correr hacia la puerta, temiendo quedar enterrado de un momento a otro en un río de barro y cenizas volcánicas. Csongor, saliendo de aquel trance, dio un paso al frente y giró un dial en el altavoz, reduciendo los graves a un tono más soportable.

Eso hizo posible oír a James, que aullaba desde el otro lado del café.

—Tío, es el Jinete del Cometa. Y va a por tu culo. Vas a morir. Déjame que te arranque.

Las manos de Marlon se movían como llamas sobre el teclado, cambiando algunos de los parámetros de la interfaz. Csongor estaba familiarizado con lo que hacía, ya que se había visto obligado a aprender trucos similares para percibir todos los hechizos protectores que se instalaban continuamente en torno al pozo comercial del Cambalache de Carthinias. Estos se hicieron visibles de pronto, aunque mal definidos por la luz del cometa, en torno a Reamde y su falange: al menos una docena de capas concéntricas de campos de fuerza de colores, algunos en forma de cúpula, otros cónicos, algunos cilindros abiertos por arriba, todos mostrados con tonos diversos y titilando con diferentes texturas. Hechizos para desviar proyectiles, para detener bolas de fuego mágicas, para hacer visibles a personajes ocultos, y para infligir automáticamente daño a cualquier enemigo que intentara penetrar hasta el centro.

Y para impedir que el beneficiario fuera arrebatado. El arrebato era un hechizo, normalmente empleado con intenciones hostiles, que secuestraba al personaje y lo absorbía a través del espacio a una velocidad impensable y lo depositaba a los pies de quien había lanzado el hechizo.

Marlon empezó a dejar caer las cortinas de hechizos protectores. Al hacerlo, se exponía junto con los miembros de su ejército a ser atacado; pero su ejército se disolvía de todas formas, huyendo en una amalgama de monturas aladas de cuatro patas o de seis patas, alfombras mágicas, motocicletas numinosas, y corrientes mágicas de aire, intentando poner tanto espacio posible entre ellos y aquel a quien el cometa iba inconfundiblemente dirigido.

Justo cuando la pantalla se volvía completamente blanca y el subwoofer parecía a punto de reventar, una imagen transparente de Thorakks apareció en el centro, extendiendo hacia él un puño enguantado de malla. La pantalla se volvió considerablemente más oscura, y contemplaron una animación que hizo parecer que estaban siendo vomitados por un esófago de humo de extraños colores y tentáculos retorcidos.

Y entonces aparecieron en el saliente rocoso de una ladera en alguna parte, mirando a Thorakks, que estaba iluminado de blanco cegador por un lado y completamente oscuro por el otro.

Marlon giró el punto de vista para que todos miraran en la misma dirección que Thorakks, es decir, hacia el valle. Una bola de fuego del tamaño de Staten Island acababa de estrellarse contra el suelo. Marlon tuvo que apagar por completo el altavoz.

Permanecieron allí durante un minuto solo para disfrutar del espectáculo: una onda de choque que se extendía desde el centro como una onda en un estanque, hasta que se congeló creando el borde de un cráter. Columnas de vapor se alzaron del río vaporizado. Empezaron a llover rocas y árboles (tanto Thorakks como Reamde lanzaron hechizos protectores para evitar ser aplastados por los escombros). La enorme burbuja de luz y humo se convirtió gradualmente en una columna, la columna se convirtió en una figura bípeda: un hombre de larga barba blanca, contemplando el cráter y sus inmediaciones como quien acaba de encender la luz de su despensa y busca cucarachas. Pues (como Csongor comprendió ahora) ese ser había viajado literalmente en el cometa, como un niño que baja por una cuesta en la tapa de un cubo de basura.

—Egdod —dijo Marlon con una interesante combinación de reverencia, incredulidad y miedo de mearse en los pantalones.

—Nunca pensé que lo vería en el juego —dijo James claramente desde el otro lado de la sala. Un momento después las palabras se repitieron, en áspero tono metálico, y con acento diferente, por parte de Thorakks.

Marlon estaba ocupado invocando nuevos hechizos, tratando de reconstruir las defensas que había bajado para permitir ser arrebatado y, sospechó Csongor, intentando hacerse invisible. Al advertirlo, Thorakks dijo, levemente divertido:

—¿En serio? ¿Vas a pelear?

—Sí.

—Vas a esconderte de Egdod.

—No tengo más remedio.

—¿Sabes quién es ese jugador?

—Claro que lo sé.

—¿Sabes que es el tío de vuestra amiga Zula?

Marlon se detuvo un instante, y Csongor imaginó que, mentalmente, Marlon veía la imagen que les había descrito durante el viaje: un momento, justo después de que Ivanov recibiera el disparo y Csongor cayera, cuando la cara de Zula se encontró con la de Marlon a través de una ventana sucia, y sus ojos conectaron durante unos instantes.

Entonces sus ojos volvieron a centrarse en la pantalla.

—Hablaré con el tío de Zula cuando tenga el dinero —dijo Marlon—, y se lo haya dado a mis amigos. Su casa explotó y están huyendo de la policía y de todo el mundo, y dependen de mí para finalizar esto.

—Entonces vamos a patear culos —sugirió James.

Marlon colocó los dedos sobre el teclado, luego miró a Csongor.

—¿Estás preparado?

—Lo estaré cuando llegues allí.

—Eh, Pies Grandes —dijo Corvallis—. Estás rehaciendo el planeta más rápido de lo que nuestros servidores pueden ponerse al día.

—Eso es bueno para ti —murmuró Richard—. Di que es una prueba de tensión y sigue adelante.

—No ayuda mucho que lo estés haciendo a la una de la mañana cuando la mayor parte de nuestro personal veterano está durmiendo.

—Es sábado. Están de marcha. ¿Para qué crees que son los teléfonos?

—Intentaré contactar con ellos, pero…

—Antes de hacerlo, dime dónde está el pequeño cabrón.

—¿Entonces ahora vuelve a ser el pequeño cabrón?

—Hay un montón de restos aplastados e incinerados… pero debería haber sobrevivido. Lancé un hechizo protector sobre él justo antes del impacto.

Tras mucho teclear, C-plus respondió:

—No está allí. Fue arrebatado justo a tiempo por un tal Thorakks. Puedo darte las coordenadas generales, pero se mueven rápido y la base de datos se quedará atrás.

—Dame un lugar por donde empezar a seguirlos —dijo Richard, hablando cada vez más como si fuera Egdod—. No, anula eso.

—¿Cómo dices?

—Tienen que dirigirse a una ILL —dijo Richard, usando la jerga del juego para indicar la intersección de línea ley—. Solo hay un sitio donde puedan mover esta cantidad de oro.

Mientras estuviera entretenida limpiando los restos de la cena, Zula podía impedir pensar en llaves y candados. Habían comido en platos de plástico desechables, que recogió y apiló, tras echar los residuos en una bolsa de basura. Metió la pila de platos en una segunda bolsa. Lavó las ollas usando agua que había calentado en el hornillo portátil. Las puso a secar. La cadena, naturalmente, la confinaba a un área circular, y ya había decidido que dormiría lo más lejos posible del lugar donde había dejado la basura, por si se acercaban alimañas o algo peor. Por ahora, metió las bolsas (que todavía no abultaban demasiado) en una nevera, para mantenerlas a salvo de ratoncillos y similares. Pensó en explicarles a los hombres que deberían colgar su comida de las ramas de los árboles, pero luego se lo pensó mejor. En cambio, arrastró la nevera lo más lejos posible en la dirección donde estaban las tiendas donde dormían los hombres y la dejó allí. Que trataran con la vida salvaje local. En el peor de los casos, le produciría algo de diversión; en el mejor, podría cubrir su huida. Moviéndose lo más rápido que pudo en la dirección opuesta, ciento ochenta grados en torno al círculo de la basura, empezó a arreglar su pequeño campamento, que consistía en un diminuto refugio para una sola persona donde apenas cabía un saco de dormir.

No habían dicho nada del tema de los excusados. Por lo que podía distinguir, los hombres se alejaban al bosque cuando tenían que evacuar. ¿Caga un terrorista en el bosque? Al parecer sí. Pero Zula no tenía esa opción. La habían equipado con una gran pala de servir de acero. Iluminando el camino con una pequeña linterna LED que le habían suministrado, se alejó hasta donde se lo permitía la cadena, equidistante del lugar de la basura y las tiendas, y usó la cuchara para cavar un hoyo. Fue fácil al principio, pero a pocos centímetros de la superficie las raíces entrelazadas de los árboles y materiales le hicieron imposible cavar más. Se colocó encima y se envolvió en un gran toldo verde de plástico para conseguir algo de intimidad, y luego se bajó las bragas y se acuclilló, creando una pequeña tienda iluminada desde dentro por la linterna. Encogió los hombros y se cubrió la cabeza con el toldo para poder ver lo que estaba haciendo. El trozo de algodón húmedo salió primero, y pudo retirarlo antes de que llegara el resto. Cuando terminó, sacó la llave y se la guardó en un bolsillo con cremallera del pantalón antes de ponerse en pie, vestida del todo, y apartar la lona a un lado. Entonces usó la pala para llenar de nuevo el agujero y echó encima unas cuantas agujas de pino y guijarros para asegurarse. Los hombres hacía un rato que se habían metido en sus tiendas, siendo la única excepción el tirador Jahandar, que se había retirado entre los árboles después de cenar para, supuso, montar guardia mientras los demás dormían. Como Zula era la única persona que se movía en el campamento, tuvo que asumir que la estaba vigilando. Si era así, la veía como una pequeña mancha de helada luz blanca de la linterna LED que subía y bajaba mientras hacía sus quehaceres. Después de terminar de hacer sus necesidades, se quitó las Crocs (el único calzado que le permitían tener) y se metió en el saco de dormir completamente vestida y cerró la cremallera de la diminuta tienda, a excepción de una pequeña abertura en el fondo, por donde salía la cadena.

Permaneció tendida varios minutos, escuchando. Preguntándose si Jahandar o alguno de los otros hombres podía molestarse y venir a comprobar. Pero no sucedió nada. Podía oír a Jahandar moviéndose ocasionalmente, pero solo cambiaba de postura, poniéndose en pie para estirar las piernas, caminar un poco, desperezarse.

Moviéndose con todo el sigilo posible, deslizó una mano por el lado de su muslo, lentamente abrió la cremallera del bolsillo, encontró la llave con los dedos y la sacó. Se la acercó al cuello, envolvió el candado con una mano para apagar cualquier chasquido mecánico que pudiera hacer, y metió la llave. El candado se abrió, y Zula sintió que la cadena se aflojaba en torno a su garganta. No fue exactamente una sorpresa, pero una de sus pesadillas había sido que por algún motivo no funcionara.

En cierto modo, fue un error hacer aquello. Porque ahora se vio acosada por un ansia casi física de salir del saco de dormir y echar a correr.

Lo consideró en serio hasta que, a lo lejos, en la oscuridad, oyó el chasquido de un encendedor: los pulmones de Jahandar llenándose de humo de cigarrillos.

Si salía, se dirigía al extremo de la cadena como si tuviera que volver a hacer sus necesidades, y de pronto echaba a correr, ¿podría pegarle un tiro antes de que desapareciera entre los árboles? Mientras estaba allí encaramado en su atalaya, ¿la controlaba a través de la mira telescópica todo el tiempo o solo esperaba con el rifle cruzado sobre el regazo, vigilando el campamento de manera informal?

Parecía improbable que pudiera alcanzarla a la primera, ya que estaba oscuro y se sorprendería. Pero el solo hecho de que pudiera hacerlo la hizo concentrarse más. Aunque fallara, despertaría a todo el campamento, y entonces trece hombres con linternas y armas y buenas botas saldrían a perseguirla. Al menos algunos tenían experiencia como cazadores y montañistas. Zula tendría que elegir entre permanecer inmóvil, en cuyo caso la alcanzarían y la rodearían, o moverse, y entonces haría ruido al pisar ramas y tropezar.

De cerca, el sonido de una cremallera larga, algo apagado. Un saco de dormir, supuso. Luego una segunda cremallera, más aguda. Una tienda al abrirse. El susurro de alguien que salía de su saco. Probablemente iba a mear. Pisadas. Alguien se sentaba en una silla. Ruiditos de plástico y luego el tintineo meloso de Windows al arrancar.

Zula se tumbó boca abajo, se apoyó en los codos y abrió la cremallera de la tiendecita una rendija minúscula, preocupándose de hacerlo diente a diente para no hacer ruido. Al asomarse vio a Jones, sentado en la silla del campamento a unos diez metros de distancia, su cara espectral a la luz de la pantalla del portátil. Giró en la silla, extendió una pierna, se metió la mano en un bolsillo de la cadera, y sacó algo diminuto que insertó en un lado del ordenador: un pen drive. Y entonces se puso a trabajar.

Si él no hubiera estado allí, completamente despierto, con una pistola sujeta al sobaco, esa habría sido la decisión más difícil de la vida de Zula. Pero tal como estaban las cosas, tenía poca capacidad de elección: volvió a cerrar el candado. Luego volvió a guardarse la llave en el bolsillo y corrió la cremallera.

Desesperarse habría sido razonable. Pero se recordó, una y otra vez, que todos ellos no podrían permanecer juntos en este campamento indefinidamente. La mayoría se marcharía pronto, con solo un grupo residual para vigilarla, y entonces sus posibilidades aumentarían. No podía pretenderse que Jahandar estuviera despierto toda la noche, cada noche, vigilando el campamento. Tarde o temprano le tocaría el turno a Zakir, que se quedaría dormido de inmediato.

Así que trató de descansar. Dormir no parecía realista, pero al menos podía quedarse acostada y darle a su cuerpo una oportunidad de relajar los músculos, digerir la comida y hacer acopio de energía.

Debió de quedarse dormida, porque despertó con el sonido de lata de una canción pop árabe que sonaba en el teléfono de alguien: una alarma de despertador, no una llamada. Le resultaba imposible calcular la hora, pero todavía estaba oscuro y no le parecía que hubiera dormido mucho rato. Oyó movimiento en torno a una de las tiendas y hablar en voz baja.

Tras asomarse a su agujero, vio a Jones exactamente igual que antes. Pero ahora había manchas de luz en el suelo mientras dos hombres (a juzgar por sus voces, Ershut y el americano blanco Abdul-Ghaffar) salían de una de las tiendas. Sharjeel salió de otra y se acercó a Jones para dorarle la píldora una vez más, pero Jones, profundamente enfrascado en lo que estaba haciendo, le dijo que se largara. Poco a poco formaron un pequeño círculo en el suelo, con Jones alzándose en el centro, como si estuviera en un trono. De vez en cuando dirigían las linternas hacia la tienda de Zula, y ella tuvo que resistir la tentación de apartarse. Era imposible que pudieran verla a través de la pequeña abertura en la cremallera. Se reunieron en torno al hornillo, a solo unos metros de la tienda, y empezaron a hacer ruido con las ollas. Zula sintió un arrebato de malestar absolutamente ridículo porque de algún modo estaban invadiendo su territorio, causando un caos en su cocina. Era extraño cómo funcionaba la mente. Llenaron una olla de agua, encendieron el hornillo, empezaron a hacer té, y sacaron unos plátanos de una bolsa de comida.

Cuando todos estaban ya plenamente despiertos, Jones empezó a hablar, diciéndolo todo en inglés y en árabe para que Abdul-Ghaffar pudiera comprenderlo. Sharjeel era otro a cuyo árabe le vendría bien mejorar un poco. Pero Jahandar solo hablaba pastún y árabe, así que la conversación tenía que ser bilingüe.

De hecho, no era tanto una conversación como una arenga.

—Son las 3.30 —dijo Jones—. Nos pondremos en camino dentro de unos instantes. Calculo media hora para llegar hasta allí, una hora para explorar el lugar y entrar y enseñarle esto.

Mostró el pen drive, alzándolo como si todos pudieran ver lo que contenía, luego se lo guardó en el bolsillo del pecho de la camisa y cerró la solapa de velcro.

—Luego tendremos que empaquetar algunas cosas, imagino, lo que puede durar otra media hora, y luego otra media hora para llegar al punto de encuentro. Así que pienso que nos reuniremos allí a las 5.30 y nos pondremos en camino. Sharjeel, dale a los hombres otra hora para dormir. Despiértala a ella a las cuatro para que cuando despiertes a los hombres a las 4.30 el agua esté caliente y el desayuno preparado. Habrá tiempo para comer, hacer las oraciones matutinas y recoger las cosas. Jahandar y Ershut, inshalá, vendrán aquí a eso de las 5.30 para comunicaros que estamos listos para partir; cuando los veáis, guiad al resto de la expedición por el sendero. Ershut, puede que sea necesario mostrarla.

Un minuto después, Jones, Abdul-Ghaffar, Ershut y Jahandar se levantaron y se perdieron en los bosques, bajando la ladera hacia el complejo minero y dejando a Sharjeel para vigilar el campamento. Zula sintió la tentación de escapar en ese momento. Pero entonces quedaría entre el campamento despierto y el contingente de Jones. No era una buena situación. Después de las cinco y media, sin embargo, la mayoría de esos hombres se habría marchado, dejándola con solo cuatro guardias, dos de los cuales eran incompetentes. Ese sería el momento para intentar la huida.

Para estar un poco más despejada, tendría que intentarlo durante el intervalo entre las cinco y media y el momento en que fueran a matarla. No habían fijado ningún horario para eso todavía, o si lo habían hecho, habían tenido cuidado de que no se enterara.

Otra forma de llegar a la misma respuesta era preguntar: ¿Por qué no la habían matado todavía? ¿Qué servicio podía proporcionarles (aparte de cocinarles la comida y lavarles los platos) que hiciera que mereciese la pena mantenerla con vida?

Cuando Jones le puso la pistola en la cabeza, justo después del aterrizaje forzoso en las montañas, ella le dio dos motivos para no apretar el gatillo: uno, que su tío era rico, y dos, que su tío podía llevarlos a su equipo y a él a otro lado de la frontera. Había dicho que no le interesaba el dinero. Pero la perspectiva de encontrar un cruce fronterizo discreto parecía haber sido suficiente para dejarla vivir.

Ahora iban a ver al tío Richard y a enseñarle algo. Algo en un pen drive. Algo que Jones había preparado durante toda la noche.

Tenía que ser una película. No podías exigir un rescate a menos que pudieras demostrar que el secuestrado estaba vivo y en tu poder. Ella se había estado preguntando cómo iban a manejar eso. Había supuesto que tal vez traerían a Richard y se la mostrarían en persona.

Pero no había tenido en cuenta la webcam. Su celda en la caravana estaba equipada con una webcam que presumiblemente estuvo conectada veinticuatro horas al día todo el tiempo que permaneció encerrada allí. Jones o uno de sus hombres habrían estado al otro lado, observándola en la pantalla de un portátil, y nada podría haberles impedido que pulsara el botón de grabación y tomar imágenes de vídeo.

Ahora mismo, Jones debía de haber hecho un montaje de esas imágenes y metido en el pen drive una pequeña película que pudiera descargar y enseñarle a Richard y usarla para exigir rescate: no en dinero, sino en servicios.

¿Cómo aplicar todo eso a la cuestión de cuándo iban a matarla?

«Ershut, puede que sea necesario mostrarla.» Tal vez les preocupaba que Richard se negara a colaborar solo con una película como muestra e insistiera en verla con vida primero. Así que en el peor caso pretendían matarla poco después de eso: dentro de unas cuantas horas a partir de ese momento.

Pero podrían pensar que Richard recelaría y podría guiarlos por el sendero durante un día o dos y luego exigir nuevas pruebas. En ese caso podrían querer mantenerla con vida hasta que hubieran recibido noticias claras de Jones de que el grupo principal había cruzado la frontera. Podrían ser unos días. Lo cual explicaría por qué habían dejado un suministro de comida abundante en el campamento.

O tal vez querían ambos tipos de rescate: primero cruzar la frontera y luego exprimir el dinero de Richard. En cuyo caso tendrían que mantenerla con vida indefinidamente.

Aunque supiera con seguridad que ese era el caso, tenía la obligación de liberarse en cuanto fuera posible. Después del aterrizaje, con la pistola de Jones delante de la cara, ella había farfullado lo único que pudo pensar para seguir von vida. Y no imaginaba que Richard ni nadie de la familia se lo reprocharan. Pero pronto, como consecuencia, Richard estaría en su poder; y si acababa guiando a Jones por su ruta habitual hasta el norte de Idaho, los llevaría directamente a la cabaña donde vivían el tío Jake y su familia. Zula se sentía obligada a hacer lo que pudiera para ayudarlos a salir del lío en que los había metido.

A los osos, añadió botas como algo en lo que debería estar pensando. Zakir era un hombretón, pero Sayed el licenciado era unos pocos centímetros más bajo que ella. Decidió echarle un vistazo a sus pies la próxima vez que saliera de su tienda.

Lottery Discountz había pasado ya suficiente tiempo merodeando por la zona inferior del pozo comercial para darle a su dueño una impresión general de cómo funcionaban las cosas. Le sorprendió, al principio, el hecho de que T’Rain estuviera preparado para el sonido. La forma más fácil de comunicarse con los personajes más cercanos era simplemente hablar: el software se encargaba de alterar la voz y el acento para que casaran con el personaje y luego reproducía una voz sintética en los oídos de cualquier otro personaje que estuviera cerca y pudiera escuchar. Si hubiera tenido que aprender solo, habría tardado meses en descubrir que había, además, una interfaz de chat de la vieja escuela. Podías, en otras palabras, teclear pequeños mensajes, como los pioneros de Internet de antaño, y aparecían en ventanitas que corrían en las pantallas de quien estuviera escuchando. La Corporación 9592 parecía desaconsejar su uso enterrándolo en cinco capas de menús. Y de hecho Csongor, que asumía de manera natural que la solución más high-tech era siempre la preferida por los expertos, nunca lo habría empleado. Pero era claramente un caso sin el que Marlon y el resto de los da O shou no podían vivir. Así que la siguiente ocasión en que Csongor concentró su atención en el pozo de cambio de dinero, experimentó conectando la interfaz de chat. Para empezar, advirtió que el lugar, para ser un pozo comercial, estaba extrañamente silencioso. Era visualmente fuerte, y ridículamente activo, pero casi nadie hablaba.

Todo quedó claro cuando interrogó a la interfaz de chat y descubrió que había no menos de una docena de canales privados que podía escuchar. Al hacerlo, fue invitado a cascadas de conversaciones en jerga en muchas ventanas separadas.

Snarph: QV 50 OR BUX PP AHORA

Tras abrir una ventana de exploración en lo alto de su visión del juego, investigó un poco y aprendió a traducir aquel galimatías; «QV» significaba «quiero vender», es decir, que el personaje llamado Snarph tenía piezas de oro que quería cambiar por dinero; «50 OR» significaba que la cantidad a la venta alcanzaba unas cincuenta piezas de oro rojo; «BUX» significaba que el jugador de Snarph quería dólares americanos (otras opciones comúnmente vistas eran «EUR», «LBS», «YEN» y «RMB»); PP significaba que quería despejar la transacción usando PayPal, y «AHORA» significaba lo obvio.

Trabajando esforzadamente en una clave traductora que encontró en una wiki, tecleó:

Lottery Discountz: DC XX OI BUX WU 1HR

Que significaba «deseo cambiar una cantidad todavía por divulgar de oríndigo por dólares dentro de una hora, fijando la transacción por medio de una transferencia con Western Union».

Pero no pulsó la tecla de return, que habría emitido el mensaje a todos los compradores de oro importantes en los huecos más profundos del pozo, el canal en el que había estado tecleando. Él, un completo don nadie, estaba proponiendo lanzar una transacción que valía (al menos) cientos de miles de dólares, usando piezas de oríndigo que no tenía todavía en su mano. Había visto a otros posibles vendedores haciendo propuestas mucho menos extrañas que eran acosados como si fueran timadores y matados en el acto. Peor aún: puesto que la muerte, en T’Rain, era solo una molestia temporal, podía ser exiliado permanentemente.

Así que esperó y observó. Porque había una alternativa a emitir en un canal; podías enviar un mensaje privado a un individuo concreto. Solo necesitaba encontrar al adecuado. Y ahora que había descubierto la interfaz de chat y desentrañado su código, empezaba a sentir que tenía alguna esperanza plausible de lograrlo. Para empezar, podía ignorar todos los canales excepto los que usaban los mercaderes más importantes. Cuando cerró todas esas ventanas, empezó a buscar líneas que tuvieran los códigos adecuados. Una particularmente atractiva era:

Dogshaker: QC 2 OI EUR WU AHORA

Pasando el ratón por encima de los personajes que había en su campo de visión, Csongor pudo identificar a ese Dogshaker, un mercader k’shetriae de aspecto distinguido con resplandecientes túnicas púrpura, quizás una prenda de moda para enfatizar el hecho de que trataba con monedas índigo de valor ultra-alto. Después de cosa de un minuto o así, el tal Dogshaker fue abordado por otro personaje que al parecer tenía oríndigo que vender, y quedó claro por su lenguaje corporal que hablaban en susurros entre sí. Eso significaba que habían abierto un canal de chat privado y lo estaban utilizando para negociar los términos. La negociación pareció extenderse durante varios minutos, lo que hizo que Csongor se pusiera algo ansioso. Pero por fin se estrecharon las manos y se fueron cada uno por su lado, el vendedor salió del pozo y se marchó mientras que el comprador se quedó donde estaba.

Toda esta exploración había consumido una considerable cantidad de tiempo, durante el cual Marlon y James habían estado gritándose sin parar de un lado a otro en el café, al parecer ayudándose a sortear un increíble conjunto de obstáculos, emboscadas y contratiempos. Su aventura épica parecía haber expulsado el negocio al principio, ya que la misión temática de espada y brujería parecía haber destruido el ambiente erótico que traían los clientes del café. A Csongor le preocupó un poco que pudieran echarlos del establecimiento. Pero Yuxia se había puesto a distraer al propietario, no tanto engatusándolo como confundiéndolo. Cuando empezó a quedarse sin recursos, se dedicó a sacar dinero de la cartera de James y a comprar BS («Bebidas de señora») sorprendentemente caras que al parecer eran el recurso fiscal de la industria hostelera local. Así Marlon y James pudieron seguir libremente con su aventura virtual. Pero últimamente se había producido una pausa, y cuando Csongor finalmente levantó la cabeza del juego durante un momento James le informó de que se habían abierto paso hasta una intersección de línea ley y que ahora mismo iban camino de Carthinias.

Ahora o nunca. Csongor creó una nueva ventana de chat, una invitación para establecer una conversación privada entre Lottery Discountz y Dogshaker.

—¿Cuánto índigo tienes? —gritó.

—Veinte —respondió Marlon.

Lottery Discountz: QV 20 OI BUX CQ AHORA.

Tras unos momentos de pausa, vio una respuesta.

Dogshaker: DÓNDE HAS ESTADO TODA MI VIDA.

Csongor, un poco aturdido, tecleó:

Lottery Discountz: El placer es mutuo.

Dogshaker: No lo llevas encima.

Lottery Discountz: Mi amigo lo traerá.

Dogshaker: Pero tu mensaje decía AHORA.

Lottery Discountz: Vienen en ILL en este momento.

Dogshaker: ¿Tienen músculos? Son blanco tentador para un robo.

Lottery Discountz: Algo. Tal vez no suficiente.

Dogshaker: ¿Por qué ILL vienen?

(Pues uno de los motivos de que el Cambalache de Carinthinias estuviera donde estaba era que se hallaba a un par de kilómetros no de una, sino de cuatro importantes intersecciones de línea ley.)

Csongor repitió la pregunta en voz alta.

—¿Quién quiere saberlo? —preguntó James.

—Un posible comprador.

—Quiere robarnos —dijo Marlon.

—Parece respetable. Está haciendo grandes transacciones en el Cambalache. Le preocupa que os vayan a robar.

—A mí también —dijo James.

—Y a mí —repuso Marlon.

En la ventana de chat, el interlocutor de Csongor se impacientaba.

Dogshaker: ¿Vendrán por casualidad de las montañas Torgai?

—Ha deducido que venís de las Torgai —anunció Csongor.

—Naturalmente —dijo James—. Todos estos tipos deben de saber que allí está pasando algo gordo.

—El hechizo del Jinete del Cometa llama un poco la atención —añadió Marlon, quizá como efecto cómico.

Dogshaker el cambista, aparentemente harto de la tardanza de Lottery Discountz, empezó a salir del anfiteatro, encaminándose (supuso Csongor) en dirección a la intersección de línea ley que solía ser empleada por los visitantes de las montañas Torgai.

—Se dirige a vuestra ILL —dijo Csongor—. Lo estoy siguiendo.

Y acercó las manos al teclado y envió a Lottery Discountz a perseguirlo.

—¿Tiene músculos acompañándolo?

—No.

—¿Qué clase de personaje es?

—Mercader.

—Entonces probablemente no habrá problema —dijo James—, a menos que solo finja ser mercader.

Durante esta conversación, había estado sentado retirado del teclado, aprovechando la pausa para estirar los brazos. Csongor supuso que no había pasado gran cosa durante el viaje a la línea ley. Pero de repente sus ojos volvieron a la pantalla, y se inclinó hacia delante, devolviendo las manos al teclado.

—Ya casi estamos.

—¿Estás en la ILL?

—Acabo de llegar —confirmó James. Csongor vio que también Marlon había vuelto a dedicar toda su atención al ordenador.

—Entonces lo guiaré hasta vosotros.

Y tecleó en la ventana del chat:

Lottery Discountz: Sígame, señor.

A lo que el cambista respondió inmediatamente con «K», que era la abreviatura en el chat del poco manejable mensaje «OK».

La ILL estaba abarrotada, una zona del tamaño y la forma de un óvalo de críquet rodeada de puestos ocupados en su mayoría por cambistas de poca monta. Más de cien personajes estaban dispersos a su alrededor, algunos solos, otros reunidos en grupitos, otros librando duelos que frecuentemente iban acompañados de espectaculares luces mágicas. Lottery Discountz se detuvo en mitad de todo aquello y se dio la vuelta varias veces.

Dogshaker: ¿Son ellos?

Se volvió a mirar hacia donde Dogshaker estaba mirando e identificó a Reamde y a Thorakks que venían hacia ellos. Replicó con una S, pero Dogshaker corría ya al encuentro. Csongor corrió tras él. La ventana del chat experimentó de pronto una reconfiguración: al parecer el cambista había añadido a los recién llegados a la lista, de modo que todos pudieran ver los mensajes de los demás. Esto atrajo la atención de Csongor durante unos breves instantes. Otro de aquellos locos espectáculos de luces apareció en la pantalla: un personaje de alto nivel, enzarzado en un duelo, debía de estar invocando un hechizo poderoso.

—Oh, Dios mío —dijo Marlon en voz alta.

Csongor miró la pantalla. El suelo caía bajo los pies de Lottery Discountz. Algo lo alzaba por los aires. Los demás lo acompañaban.

James se rio con tristeza.

—Oh, tío —dijo por fin—. Estamos jodidos.

Reamde, Thorakks y Lottery Discountz estaban juntos, de pie en algo transparente y de un blanco azulado, una plataforma que parecía hallarse a un centenar de metros en el aire sobre la intersección de línea ley. Csongor cambió su punto de vista y se sorprendió al ver un rostro gigantesco que los estaba mirando. Completamente confundido, hizo zoom hacia atrás para poder ver a su personaje desde una distancia más grande.

Ahora percibió que Reamde, Thorakks y él estaban literalmente en la palma de una mano del tamaño de una pista de tenis. La mano pertenecía a una figura gigantesca y cuasi-divina que se alzaba como un coloso sobre la ciudad de Carthinias, un pie plantado en la intersección de línea ley, el otro a un kilómetro de distancia cerca del Cambalache.

Tras haber superado su asombro inicial, Marlon golpeaba furiosamente las teclas, al parecer intentando invocar diversos hechizos. Burbujas de luz florecieron en sus manos, pero todas ellas se apagaron por una especie de contrahechizo por parte de la gigantesca figura. Csongor tuvo finalmente el valor de pasar el ratón sobre la cabeza del gigante y descubrió que se trataba de un personaje llamado Egdod.

—Gilipollas —proclamó Egdod con una voz que una vez más obligó a los tres jugadores a buscar llenos de pánico los mandos del volumen—. Podría mataros y quedarme con el oro… si eso fuera lo que quiero.

Marlon se echó hacia atrás, desesperado, y se llevó las manos a la cabeza.

—Vamos a un lugar más privado —continuó Egdod, y Csongor advirtió que las formaciones de nubes quedaban velozmente atrás, hacia abajo. Cambió su punto de vista y vio que Carthinias quedaba muy lejos bajo los pies calzados con sandalias de Egdod. Los estaba llevando por los aires como un Saturno V. Los indicadores de salud de Lottery Discountz caían al menos tan rápidamente como subía su altitud: la hipoxia y la hipotermia eran los principales culpables. Pero entonces advirtió que estaban lanzándole hechizos (y presumiblemente también a los demás) como «Calor celestial» y «Aliento de los dioses», y sus indicadores empezaron a subir de nuevo.

—¡Aiyaa! —exclamó Marlon, cubriéndose la cara con las manos.

—Dejadme oír vuestras voces —ordenó Egdod.

James, Csongor y Marlon cogieron sus auriculares y se los pusieron. Mientras tanto, Egdod explicó:

—Continuaré con la transacción tal como dije. Pero primero quiero oír todo lo que sabéis sobre Zula.

—Yo no sé nada —anunció James, y un momento más tarde Thorakks dijo lo mismo con una voz distinta.

—¡Hablaré contigo más tarde, Seamus Costello! —tronó Egdod.

Csongor, Marlon y Yuxia se volvieron todos a mirar a «James», que se estaba ruborizando claramente.

Marlon sabía más que Seamus, pero todavía estaba demasiado sorprendido (y quizás agotado) para hablar coherentemente. Miró a Csongor.

—Vale —dijo este—. La historia hasta ahora.

Y se lanzó a contar lo que había sucedido en Xiamen dos semanas antes. Richard Forthrast (pues Csongor había buscado Egdod en Google y había descubierto que el dueño de este ser divino no era otro sino él) sabía un sorprendente montón de cosas sobre el piso franco que Ivanov había establecido en Xiamen y sobre el reparto de personajes. Csongor no podía imaginar cómo había conseguido esa información y no quiso interrumpir su narración para preguntarlo. Hasta que Richard dijo:

—Tú debes de ser el hacker de la Europa del Este.

—Nos consideramos centroeuropeos —dijo Csongor—. ¿Cómo sabe de mi existencia?

—Zula te mencionó en su nota.

Eso hizo callar a Csongor el tiempo suficiente para que Seamus interviniera:

—Seguimos en línea, grandullón… lo está asimilando.

—¿Tiene noticias de Zula? —exclamó por fin Csongor, intercambiando una mirada salvaje con Marlon y Yuxia.

—Escribió una nota —dijo Richard con tristeza—, antes de que todo se precipitara. Desde entonces, nada, por desgracia.

Tras haber permitido que sus esperanzas aumentaran, Csongor tuvo entonces que volver a guardar silencio mientras su ánimo se venía abajo. Alzó la cabeza y vio a Seamus dirigiéndole una mirada comprensiva.

—Muy bien, pues —dijo Csongor por fin, y continuó relatando brevemente el ataque al edificio de apartamentos, el truco de Zula con los fusibles, y cómo se desarrolló todo.

Richard escuchó en silencio hasta cierto punto de la historia, cuando dijo:

—Entonces Peter está muerto.

—Sí —dijo amablemente Csongor.

—Estás seguro.

—Absolutamente.

—Bueno, es una lástima —dijo Richard—, y tarde o temprano me sentiré como una mierda al respecto. Pero ahora mismo, concentrándonos en cosas prácticas, supone un problema para mí porque me impide seguir la única pista independiente que tengo.

—¿Qué pista es esa? —preguntó Seamus.

—Peter tenía cámaras de seguridad en su apartamento. Probablemente grabaron en vídeo lo que sucedió allí la noche que mataron a Wallace y Peter y Zula fueron secuestrados. Más tarde, sin embargo, alguien volvió (probablemente un cómplice del delito original) y fue capturado en vídeo. Tengo una copia del archivo. Por desgracia, está encriptado. Esperaba poder conseguir la clave. Pero si Peter está muerto…

—Espere un momento —dijo Csongor. El bolso de cuero de Ivanov estaba en el suelo entre sus pies. Le habían robado el dinero, pero las carteras de Peter y Zula y otros efectos personales estaban allí todavía, dentro de las bolsas de autocierre. En unos instantes, pudo sacar la cartera de Peter y encontró cierto compartimento, sellado tras una cremallera diminuta, donde había un trocito de papel.

Algo se movió en la pantalla, y advirtió que se les había unido otro personaje llamado Trébol, al parecer un invitado de Egdod.

Había cinco líneas escritas en el papel. Cada una empezaba con lo que aparentemente era el nombre de un ordenador y terminaba con lo que obviamente era una contraseña.

—¿Tiene un nombre o algo para el sistema que intentan craquear?

—Esto no era un servidor per se —respondió Trébol—, solo un backup en una red.

—¿Marca Li-Fi, por un casual?

—Esa misma.

—Entonces aquí está la contraseña —anunció Csongor, y leyó la correspondiente serie de símbolos.

—Estoy en ello —dijo Trébol, y entonces se quedó quieto, un signo claro de que su propietario, fuera quien fuese, estaba atendiendo otra cosa en vez de jugar a T’Rain.

—Por favor, continúa —dijo Richard, y Csongor continuó contando la historia. Recibió ayuda entonces por parte de Marlon, que pudo relatar las partes que Csongor no había visto o en las que había estado inconsciente. Pero cuando intentaban explicar la explosión y el rescate de Csongor del sótano, Trébol despertó y los interrumpió.

—Era la contraseña correcta. He podido desencriptar el archivo.

—¿Puedes enviármelo por e-mail? —preguntó Richard. Por lo cual Csongor dedujo que Richard y quien fuera que estaba jugando con Trébol no estaban en el mismo sitio.

—Lo hice en tu servidor —respondió Trébol—. Los archivos ya estaban allí. Todo lo que tuve que hacer fue enviar la orden.

Pronunció el nombre de un directorio.

Csongor y Marlon continuaron la historia, un poco inseguros porque consideraban que ya no contaban con toda la atención de Richard. La sospecha fue refrendada solo unos minutos más tarde cuando Richard interrumpió:

—Puedo verlo.

Su voz era ronca y hablaba despacio, como si estuviera levemente sorprendido.

—Este tipo encuentra un modo de entrar. No puedo oír nada: todo es lenguaje corporal, pero dejadme deciros que he contratado a un montón de gente en mi vida, y este tipo es un zafio. Un palurdo. Un epsilon minus.

Csongor no conocía el significado de ninguno de esos términos, pero el tono de voz de Richard era bastante fácil de interpretar.

—Casi esperaba que hubiera sido Sokolov —explicó Richard—. Pero supongo que eso es imposible: todos estabais en Xiamen en ese momento. Y un día después desapareció en Kinmen.

Csongor miró a Marlon y Yuxia, que se encogieron de hombros.

—¿Creéis que Sokolov sobrevivió a la explosión? —preguntó.

—Sabemos que lo hizo —anunció Seamus.

—Es difícil de creer —dijo Yuxia—. Si hubieras estado allí…

—Tenemos el testimonio más directo y más convincente posible de que sobrevivió —le aseguró Seamus, con un pequeño movimiento de cejas que hizo que Yuxia se ruborizara.

—Sokolov sigue vivo —repitió Csongor, intentando obligarse a creerlo.

—No he dicho eso —intervino Richard—. Estuvo implicado en un tiroteo en Kinmen al día siguiente.

—Déjame decirte algo —dijo Csongor—, si estuvo en un tiroteo, me preocupa más la gente con la que estuvo luchando. —Eso causó una mirada apreciativa y un gesto de asentimiento por parte de Seamus.

—El palurdo llega a la puerta llevando un equipo que, según otra investigación que he estado haciendo —continuó Richard—, encaja con la descripción del soplete de plasma. Lo lleva al piso de arriba y lo acerca a la caja fuerte de armas de Peter y tira un enorme cable de extensión escaleras abajo hasta el taller de Peter, donde lo enchufa en una gran clavija tipo industrial.

—¿Caja fuerte de armas? —preguntó Csongor, asombrado.

—No eres de por aquí, ¿no? —replicó Richard—. Lo creas o no, son tan comunes en la Tierra de la Libertad y el Hogar de los Valientes como, digamos, los bidets en Francia. Bien, la imagen se fastidia por completo cuando este tipo conecta el soplete y abre la caja. Solo quita la parte superior. Adelantamos un poco… creo que está esperando que el metal se enfríe. Luego mete la mano y saca… oh, por el amor de Dios. ¿Quién sabía que nuestro Peter era un pirado de las armas?

—¿Qué ve? —preguntó Seamus.

—Una bonita caja de metal. Dentro de ella, un AR-15 manipulado —dijo Richard, y entonces se puso a dar un montón de detalles técnicos que parecían significar algo para Seamus y para él pero que no eran nada para Csongor—. Raíles Picatinny en los cuatro lados, montados con miras Swarovski y lo que podría ser una mira láser. Luz tac. Bípode táctico. Sí, fueran cuales fuesen los otros inconvenientes que pudiera haber tenido, Peter era muy bueno añadiendo artículos a su carro de la compra.

—Así que ese tipo debió de advertir la caja fuerte durante la incursión y decidió volver más tarde y ver qué había dentro.

—Si es así, dio en el clavo. Estoy mirando un rifle que debe de valer cuatro mil pavos. ¿Quieres ver una imagen?

—Claro.

Hubo un breve interludio para cliquear y teclear, y entonces Seamus dijo:

—La tengo.

Empezó a prestar atención a algo en su pantalla. Csongor, que no tenía nada más que hacer de momento, se levantó y se colocó tras él para ver de qué se trataba. Evidentemente, T’Rain contenía algún tipo de instalación para enviar archivos de imágenes, y Egdod lo había utilizado para enviar este JPEG a Thorakks. Era una imagen sorprendentemente bien definida de un hombre fornido de cabeza afeitada que empuñaba un rifle de asalto, sin cargador, y lo examinaba.

—No es lo que me va —dijo Seamus después de inspeccionarlo un rato—, pero coincido en que Peter era un pirado de las armas y que el señor Patata se siente muy satisfecho de sí mismo en el momento en que toman esta foto.

—¿Lo reconocen? —preguntó Richard.

Csongor se vio obligado a volver a su puesto y a ponerse de nuevo el auricular.

—No —dijo—. En ninguno de mis tratos con Ivanov, en Xiamen o en otro sitio, he visto jamás a este hombre.

—Es un freelance local, Richard —declaró Seamus—. Un temporero.

—Entonces tal vez les envíe la foto a la policía de Seattle —dijo Richard—. Para ayudarles a atar algunos cabos sueltos.

—Ahórrese las molestias —dijo Seamus—. Yo puedo contactar con la policía, y algo más. Pero eso no va a ayudarle a encontrar a Zula ahora.

—Lo sé.

Y entonces guardaron silencio durante unos momentos. Csongor no estaba dispuesto a admitirlo pero aunque el último par de horas de maquinaciones en T’Rain habían sido entretenidos, y la oportunidad de intercambiar información con Richard había parecido, durante unos minutos, un avance enorme, todo estaba resultando un callejón sin salida. Como mucho podría hacer que arrestaran al señor Patata, y la historia del secuestro de Zula y Peter, y el asesinato de Wallace, quedaría explicada para satisfacción del departamento de policía de Seattle. Pero nada de esto serviría de ayuda para encontrar a Zula ni para detener a Jones.

Richard parecía estar llegando a la misma conclusión.

—Interesante —dijo por fin—, pero inútil.

Seamus estaba preparado para ello.

—Eso no lo sabe —dijo—. La cosas funcionan de la siguiente forma: se sigue esas pistas y se trabaja en ellas hasta que se descubre algo. Todo lo que hemos hecho aquí es enormemente constructivo pueda ver una salida o no.

—Todo lo que sé es que llevo sentado casi veinticuatro horas —replicó Richard, que ahora parecía sentirse tan mal como Csongor—. Pensando, esperando, que supierais dónde está Zula. Ahora deben de ser las cuatro o las cinco de la mañana, estoy agotado, y no hemos encontrado nada útil. Y un turista gilipollas está llamando a mi puerta, probablemente porque se está meando o porque quiere que le indique dónde está el puñetero sitio de geocatching. Así que voy a desconectar durante un rato.

Y en efecto Csongor advirtió que las nubes pasaban de largo y la ciudad de Carthinias se hacía más y más grande mientras se precipitaban hacia ella. Poco después aterrizaron con suavidad exactamente donde habían empezado, y Egdod se encogió hasta tamaño humano.

—¿El dinero? —preguntó Marlon—. No para mí… para mis amigos en China.

—Trébol se encargará de pagar al da O shou a precios competitivos —dijo Richard—. Buena suerte a la hora de meter el dinero en China.

Mientras hablaba, fue posible oír un timbre al fondo. El sonido se extendió incongruentemente sobre el centro de Carthinias.

Richard se quitó el auricular y apartó el teclado de su regazo, dejando a Egdod mudo e inmóvil por el momento. Buscó entre sus rodillas y encontró el cubo donde orinaba y lo hizo a un lado para no derribarlo. Se levantó despacio, en parte porque tenía el cuerpo entumecido y en parte porque no quería que toda la sangre le bajara del cerebro a la vez. Comprobó la hora: las 4.42 de la madrugada. ¿Quién demonios llamaba a su timbre? Además habían estado llamando a todas las puertas y ventanas que pudieron encontrar durante el último par de minutos. Todas las señales indicaban algún tipo de emergencia menor: adolescentes que practicaban con sus bicis de montaña y estaban borrachos y se habían caído, o gente que había tenido que salir corriendo de sus tiendas de acampada porque había osos, o una caravana que se había salido de la carretera. Sucedía unas cuantas veces al año, aunque rara vez tan pronto en la temporada.

Salió de la taberna y pasó el vestíbulo, moviéndose con torpeza, intentando decidir si todo había merecido la pena. Por la nota de Zula ya sabía la primera parte de la historia, y por la chavala espía británica se había enterado de parte del final. Así que lo que había conseguido después de casi veinticuatro horas seguidas de juego era una foto de un gilipollas robando el rifle de Peter, más detalles sobre lo que había sucedido en aquel edificio de apartamentos de Xiamen, y una gran cantidad de oríndigo.

En general, decidió que había valido la pena. Ahora sabía mucho más de cómo se había comportado Zula durante el tiroteo en el edificio y en las horas siguientes, y todo eso le hacía sentirse orgulloso y haría que el resto de la familia se sintiera igual cuando lo subiera a la página de Facebook y cuando, en años futuros, volvieran a contar la historia en la reunión. Y todo eso era cierto estuviera viva o, como parecía probable, hubiera muerto.

—Ya voy, ya voy —gritó. Se acercó a la entrada principal y pulsó un interruptor que encendía las luces del camino de acceso.

Había dos hombres fuera, como abrazados el uno al otro. Parecían mochileros. Uno de ellos, un hombre grueso de mediana edad, sostenía a un tipo más alto que estaba envuelto en ropa de abrigo con una capucha cubriéndole la cabeza. Tenía la pierna, de rodilla para abajo, entablillada con ramas de árbol, cinta adhesiva, y cuerda de escalar. Tenía la cabeza gacha como si solo estuviera semiconsciente o quizá doblado de dolor.

Nada que Richard no hubiera visto antes. Descorrió el cerrojo y abrió la puerta.

—¡Gracias a Dios que está usted aquí, señor Forthrast! —exclamó el hombre, en voz muy alta, como si deseara ser oído por alguien más… alguien que no estaba directamente ante él.

Las luces se apagaron.

El hombre herido, que hasta este momento había estado apoyado sobre los hombros de su compañero, se enderezó y apoyó su peso en ambos pies.

Richard supo ya que algo curioso estaba pasando pero estaba demasiado aturdido por la falta de sueño y el juego de T’Rain para hacer otra cosa que ver cómo todo se desarrollaba ante él como una escena sacada de un videojuego. El hombre alto extendió la mano y se quitó la capucha. Pero Richard no pudo verlo bien a causa de la oscuridad.

—Buenos días, Richard —dijo. Su voz parecía la de un negro, pero su acento decía que no era de por aquí. Su compañero se había abierto la cremallera de la chaqueta y había sacado algo. Richard oyó el sonido de una bala al cargarse en una pistola semiautomática. Este hombre retrocedió un paso y le apuntó a la cara. Richard vaciló. En todo el tiempo que había pasado tratando con armas, nadie le había apuntado antes.

—¿Es usted Jones? —dijo.

—Pudiera ser. ¿Podemos pasar? He estado siguiendo su página web, la que no para de preguntar si alguien ha visto a Zula, y he venido a darle noticias y reclamar la recompensa.

—¿Está viva?

—No solo está viva, Richard, sino que tiene usted el poder para que siga estándolo.

—Bueno, ya pasó —anunció Seamus. Se cruzó los brazos sobre el pecho y usó las piernas para empujar la silla y apartarse del ordenador.

Csongor ya se había desconectado. Nunca más, sospechó, recorrería Lottery Discountz las calles de Carthinias. Marlon estaba todavía online, tecleando mensajes de chat aparentemente dirigidos al personaje llamado Trébol, que parecía ser el cobrador de Egdod. En su pantalla era posible ver a Trébol y Reamde de pie tan cerca que sus cabezas casi se tocaban. Thorakks merodeaba a unos pocos metros de distancia y Egdod (súbitamente patético en su pequeñez y soledad) estaba allí parado.

Yuxia estaba encaramada a un mostrador cerca de Seamus.

—¿Qué vais a hacer ahora, chicos? —preguntó Seamus. Gramaticalmente, la pregunta iba dirigida a todos, pero miraba a Yuxia cuando la formuló.

Cosa que estaba muy bien porque Csongor no tenía ni la menor idea de cómo responderla. Al parecer ahora iban a recibir dinero. Al menos el suficiente para comprar un billete de avión. ¿Pero adónde? ¿Y podría salir de este país legalmente? El último sello de su pasaporte era del aeropuerto Sheremetyevo, Moscú. Desde entonces había entrado y salido ilegalmente de China y se había colado en Filipinas. Podían estar buscándolo Dios sabía por qué tipo de delitos en China. ¿Tenían en Filipinas un tratado de extradición con China? ¿Lo tenía Hungría?

Solo podía rumiar y preocuparse y escuchar a Yuxia aplicándole a Seamus el tercer grado.

—¿Quién demonios eres tú?

—Ya lo he dicho —respondió él inocentemente.

—¿Un poli? ¿Un espía?

—Soy un turista sexual.

Yuxia se le rio en la cara.

—Tendrías que viajar mucho más lejos para encontrar a alguien dispuesto a montárselo contigo.

Esto le pareció a Csongor sorprendentemente grosero, y giró la cabeza solo para asegurarse de que las palabras habían salido de la boca de Qian Yuxia. Lo habían hecho.

Y Seamus estaba embobado.

—Vale. No soy un turista sexual.

—¿Por qué preguntas qué vamos a hacer?

—Oh, es que me da la impresión de que acabamos de establecer el principio de una bella amistad, y quiero asegurarme de que todos estáis bien atendidos, nada más.

—Puedes atenderme devolviéndome a casa —dijo ella.

Seamus hizo una mueca.

—Eso va a ser peliagudo. No sabía mucho de ti hasta ahora.

Por «hasta ahora» se refería a la conversación que había ocupado gran parte de la hora anterior, en la que Csongor, ayudado por sus camaradas, había narrado el resto de su historia.

—¿Y? Ahora lo sabes todo sobre nosotros —dijo Yuxia, tratando de parecer indiferente. Pero Csongor la conocía ya lo bastante bien para saber cuándo estaba preocupada. Sus ojos se movían de un lado a otro y su expresión cambiaba.

—Sé lo suficiente para acusaros de una lista de delitos tan larga como mi brazo, si fuera un fiscal chino —dijo Seamus. Reaccionando, aparentemente, a la expresión de ella, extendió las manos como intentando arreglarlo—. No es que vayan a hacerlo. ¿Qué sé yo? Lo único que estoy diciendo es que te lo pienses bien antes de volver corriendo a China.

—Yo no voy a regresar —rezongó Marlon—. Es mi país y lo amo, pero no puedo regresar.

Y volvió a sus actividades de manejo de dinero.

—Hombre misterioso —dijo Csongor—, ¿qué puedes hacer para ayudarnos?

—En la próxima media hora o así, no mucho —respondió Seamus—. Tengo que hacer al menos una llamada telefónica sobre nuestro tipo del rifle. Y quiero echarle un ojo a Egdod. Me preocupa un poco. Pero después de eso, intentaré pensar en algo. Tal vez podáis ayudarnos.

—¿Ayudaros a quiénes, y cómo piensas que podemos hacerlo?

—A los buenos, y a matar a Jones.

—Yo estoy dispuesta a matar a Jones —se ofreció Yuxia, alzando la mano como una niña pequeña en el colegio.

Csongor, educado desde que nació para ser un poco más cauteloso en sus afirmaciones, solo tuvo esto en consideración. Pero sí preguntó:

—¿Por qué estás preocupado por Egdod?

—Ha revertido a su botducta.

—¿Y eso es…?

—Intentar caminar de regreso a casa —dijo Seamus—. Y casa, para él, está como a ocho mil kilómetros de distancia.

—¿Qué significa eso? —preguntó Yuxia.

—Significa que el ordenador de Richard Forthrast se ha colgado, o que ha perdido su conexión a Internet.

—Tal vez solo quiere dormir —dijo Yuxia.

—Sí, o tal vez está tomando café con quienquiera que haya llamado a su puerta, y su ordenador se ha quedado en stand-by —dijo Seamus—. Pero mientras tanto, el ser más poderoso de todo T’Rain va deambulando por el mundo en piloto automático.

—¿Entonces qué vas a hacer? —preguntó Yuxia.

—Tal vez seguirlo. Como escoltar a un presidente borracho a casa después de una larga noche en el bar.

—¿No dijiste que tenías que hacer una llamada telefónica?

—El gobierno de Estados Unidos me ha entrenado para hacer más de una cosa a la vez.

—Donde las dan las toman —dijo una voz repelentemente alegre, con acento del sur de Boston, al otro extremo de la línea.

Olivia gruñó.

—¿Qué hora es?

—Algo así como las cinco, donde está usted. No está mal. Arriba y a por ellos.

—¿Qué pasa?

—Una pequeña puesta al día. No puedo contar todo lo que me gustaría, por donde estoy. Pero los he encontrado, y he estado con ellos, y han pasado tantas cosas en el mundo mágico de T’Rain mientras usted ha disfrutado de su sueño de belleza.

—Los ha encontrado físicamente —dijo ella, sentándose en la cama. Fuera todavía estaba oscuro, y podía ver las luces del centro de Vancouver por las ventanas de su habitación—. Está donde están ellos.

—Sí. Cortesía de las Fuerzas Aéreas Filipinas y un montón de favores que he tenido que pedir.

—Un trabajo espléndido. Sabía que era más listo de lo que parecía y actuaba.

—Tan tonto como cree todo el mundo, en realidad. Solo es cuestión de seguir una buena pista.

—¿Ha tenido oportunidad de hablar con ellos?

—En cierto modo. He oído su historia. Toda una odisea. Pero eso no es importante ahora.

—¿Qué es importante ahora, Seamus?

—Puede que haya algo de acción en su extremo hoy. Pensé que debería saberlo.

—¿En Vancouver?

Una pausa.

—Mierda, lo siento, había olvidado que ha ido a Vancouver.

—Entonces… ¿la acción va a ser en Seattle?

—Tal vez. Como producto residual de lo que sucedió, tenemos una foto de uno de los sicarios de Sokolov allí. Unos cuantos días después de que todo estallara, volvió e irrumpió en casa de Peter y robó un rifle de una caja fuerte.

—¿Qué tiene eso que ver con…?

—Nada.

—Es lo que pensaba.

—Es una pista completamente insustancial, en lo que se refiere a encontrar a Jones.

—¿Entonces por qué me despierta para decirme eso?

—Porque pensaba que estaba todavía en Seattle, trabajando con esos agentes del FBI —dijo Seamus—, y quería que supiera…

—… que iban a encargarse de eso.

—Sí.

—Que la investigación aquí va a desviarse y distraerse por una pista falsa.

—Sí.

—Gracias —dijo ella—. Pero da la casualidad de que voy a hacer otra cosa hoy.

—¿Y qué puede ser?

—Voy a ir a Prince George en busca de cámaras de seguridad situadas estratégicamente. Le voy a pedir a sus dueños que me dejen ver lo rodado.

—Que se divierta.

—¿Qué hay en su agenda, Seamus?

—Decidir qué hacer con este circo ambulante.

Aunque se sentía reacia a dar ningún crédito a los yihadistas, Zula tuvo que admitir que mostraban una notable contención cuando se trataba de hablar por la radio. Tal vez era cosa de selección darwiniana. Todos los yihadistas que no observaban silencio radial habían sido desintegrados por ataques con aviones sin piloto.

Desde que Jones se marchó del campamento con sus tres camaradas no hubo ninguna charla por teléfono ni walkie-talkie hasta dos horas y media más tarde, cuando Ershut y Jahandar subieron por la colina, con aspecto agotado pero satisfecho. Mientras tanto, los otros miembros de la expedición (todos menos Zakir y Sayed) desayunaron, rezaron, e hicieron el equipaje. Esta última actividad consumió gran cantidad de energía emocional. Parecía igual que todo el jaleo de las familias que se marchan de vacaciones que Zula había visto en el mundo desarrollado, mezclado con una sana porción de refugiados desesperados que huían a Sudán. A estos hombres no les ayudaba el hecho de que cada uno de ellos se viera obligado a cargar con montones de armas. Mientras lavaba los platos y ordenaba la zona de la cocina en la base del árbol, Zula tenía una visión central de las discusiones y la implacable priorización que los dominaba. Todo parecía reducirse a: kilo por kilo, ¿qué mataría al mayor número de gente? Los ladrillos de explosivo plástico acabaron siendo la principal prioridad. Las armas de fuego fueron también muy tenidas en cuenta. La munición, algo menos; parecía que esperaban comprar un montón en Estados Unidos. Zula tuvo que reconocer que era un plan muy razonable. A menos que sus armas usaran balas realmente raras, podrían encontrar todo lo que les hiciera falta en un buen centro comercial dedicado a los deportes. Las balas, hechas de plomo, eran pesadas; y parecía que tuvieron muy en cuenta el peso a la hora de levantar las mochilas, mirar a la distancia, y pensar cómo sería llevar todo eso arriba y abajo por las montañas durante varios días.

En otro ejemplo de la extraña y profundamente desagradable implicación emocional que se había apoderado últimamente de ella, Zula se puso nerviosa porque no iban a estar preparados a tiempo. No creía que tuviera todavía el síndrome de Estocolmo, pero empezaba a comprender cómo la gente acababa así.

En cualquier caso, Ershut y Jahandar llegaron al campamento y encontraron a sus compañeros con el equipaje terminado quizás al setenta y cinco por ciento; la intensidad de su ira fue suficiente para que el veinticinco por ciento restante se cumpliera rápidamente. Incluso así, debió de pasar un cuarto de hora antes de que los demás estuvieran preparados. Durante ese intervalo, Zula, a falta de una palabra mejor, fue exhibida. Ershut era el custodio de las llaves. Abrió el candado que aseguraba el extremo de la cadena alrededor del árbol y luego la empleó como si fuera una larguísima correa de perro para impedir que Zula se alejara demasiado. Más abajo del campamento, pero por encima de la zona superior del alud de tablones, un macizo de granito, del tamaño de una casa de dos pisos, sobresalía en la ladera. Dominaba gran parte del valle, y podía verse desde allí abajo. Podía verse el cauce del Blue Fork, empezando en las montañas cubiertas de nieve y cantizales a algunos kilómetros al sur, o la izquierda, y continuando bajo los acantilados de Bayonet Ridge, directamente debajo, hasta la confluencia con el Schloss a la derecha. La ladera estaba densamente poblada de árboles, pero cuando los ángulos eran rectos, era posible ver claramente la carretera y la rotonda al final.

De pie en mitad de la rotonda había tres hombres. No podía ver sus caras en la distancia, pero supo por sus formas que eran Jones, Abdul-Ghaffar, y el tío Richard. Y supo que podían verla.

Un escalofrío infantil corrió por su brazo, diciéndole que se levantara y saludara a su tío. Controló ese impulso y perdió de vista a los hombres a través de una pantalla de lágrimas. Se volvió avergonzada y empezó a regresar al campamento, sin hacer caso del tirón de la cadena. Ershut la dejó ir y darle la espalda y sentarse junto al árbol, enroscada y sollozando. Una situación patética. Pero mejor de lo que se merecía. Acababa de traicionar a su propio tío, que ahora estaba en poder de unos hombres que lo matarían cuando ya no fuera útil.

Sokolov experimentó un momento de miedo irracional cuando temió que no iba a golpear nunca el agua, pero dominó la urgencia de mirar hacia abajo, ya que esto habría causado que el océano lo golpeara en la cara. No habría podido ver nada de todas formas. Mantuvo los dedos de los pies apuntando hacia abajo y los tobillos juntos, pues no quería tampoco ningún martillazo del agua en los testículos, y de repente hubo un impacto en sus piernas y un punzante whoosh seguido de un grave latido mecánico: las hélices del carguero, girando tras él. Una vieja costumbre le dijo que debería empezar a nadar ya. Pero iba ataviado desde los tobillos hasta el cuello con un traje de supervivencia naranja que sabía encontrar solo la superficie. Esperó. El agua helada, convertida en un torbellino humeante por las hélices, lo cubría.

Su cabeza asomó a la superficie y empezó a respirar de nuevo. Para situarse, giró, chapoteando en el agua lo mejor que pudo con el rígido traje, hasta que pudo ver la estela del carguero alejándose. Estaba ya impresionantemente lejana.

Volvió la cabeza hacia la izquierda y vio lo que había visto unos segundos antes desde la popa del barco: luces metálicas reflejándose contra la parte inferior de las nubes. Las luces de una ciudad, y tal vez del inminente amanecer. Otras luces más nítidas y brillantes se veían en una loma a un kilómetro de distancia, un risco que se alzaba sobre el mar, cubierto de árboles pero densamente poblado de casas, y unas cuantas avenidas con logotipos de centros comerciales y establecimientos de comida rápida.

Enfiló al cartel de KFC y empezó a nadar.

El aplomo con el que el barquero había ayudado a Sokolov a arrojar a los cadáveres de la cubierta de su barco, en aquellas brumosas aguas de Kinmen hacía dos semanas, había convencido a Sokolov de que era un tipo con el que podía hacer negocios. Se había preguntado si «George Chow» había encontrado a ese hombre y empezó a desarrollar la hipótesis de que no era un barquero al azar al que había encontrado en la calle, sino una especie de especialista autóctono que hacía diversos encargos para la comunidad de espionaje local. O eso, o era un psicópata cínico, algo a lo que Sokolov temía más que ninguna de las otras cosas con las que había tratado ese día.

Sucedía a veces que en la primera parte de uno de esos proyectos parecía que ibas cuesta arriba y con el viento de cara. Lo tenías todo en contra; la suerte era siempre mala; nada encajaba, nada salía bien. Pero más allá de cierto punto todo cambiaba y era fácil, todo salía como querías. Eso pasó. Se había librado de Olivia, que era una persona atrayente y sin embargo enormemente inconveniente en su vida. Ya no se encontraba en la República Popular China, ni en el abarrotado centro de Xiamen, y, para remate, estaba envuelto en una densa niebla y lo ayudaba un barquero que, si se había sentido impresionado o asustado por los tres agentes armados que se habían hecho con su barco, debía de haberlo estado mucho más por la forma en que Sokolov subió a bordo y los ametralló. Como parecía haber superado esa línea divisoria, no le sorprendió realmente cuando se encontró, apenas un rato más tarde, ascendiendo por una escalera de cuerda hacia una escotilla abierta cerca de la popa de un gran carguero con destino al Pacífico abierto. Había llegado rápidamente a un acuerdo con su tripulación filipina y comprado pasaje, e incluso un camastro propio, usando el dinero que le quedaba en los bolsillos. Las dos semanas siguientes habían sido una especie de vacaciones en una playa de acero, y una oportunidad bienvenida para descansar y curarse las heridas menores sufridas durante los incidentes de Xiamen. Solo durante el último par de días se había levantado del camastro y empezado a ejercitarse de nuevo, practicando sus caídas y volteretas en la cubierta del barco para gran diversión de la tripulación.

La marea parecía arrastrarlo a lo largo de la costa. Una playa apareció a la vista, y se dirigió hacia ella como mejor pudo. No necesitaba el traje por su capacidad para flotar, pero no se atrevía a quitárselo por miedo a morir de hipotermia tan cerca de tierra. El sol todavía no había salido y quedaría oculto por las densas nubes cuando lograra alzarse sobre el horizonte; pero el cielo se iluminaba claramente, permitiéndole captar algunos detalles en la playa: troncos esparcidos, círculos de fuego, y un lavabo público.

Tras abrirse paso a través de un bosque de algas marrones, llegó a un lugar donde pudo sentir el fondo rocoso bajo los pies y caminó con cuidado hacia un tronco de la playa, tomándose su tiempo, pues no quería torcerse un tobillo con la prisa. Cuando el agua le llegó por las rodillas, se agazapó tras el tronco, por si lo estaban viendo desde alguna de las casas de la colina, y se quitó el traje. Dentro llevaba ropa en una bolsa de basura. Se la puso, toda excepto los calcetines y los zapatos, que se colgó al cuello por el momento. El traje de supervivencia podría llamar la atención si lo dejaba ahí, así que lo metió en la negra bolsa de basura y se la echó al hombro. Luego avanzó un poco playa arriba y empezó a dirigirse al sur. No tenía ni idea de dónde se encontraba, pero el carguero se había dirigido al sur y por eso parecía razonable asumir que el puerto y una ciudad tenían que estar en aquella dirección.

Media docena de adolescentes, chicos y chicas, se acurrucaban ante los restos de una hoguera. Las botellas vacías de cerveza y los envoltorios de comida basura a su alrededor explicaban cómo habían pasado la velada anterior. Habían tenido la suficiente previsión para traer mantas y sacos de dormir y pasar allí la noche. Mientras Sokolov se acercaba, uno de ellos se levantó y se dirigió tambaleándose hacia la orilla hasta que consideró que había avanzado lo suficiente para sacarse el pene y orinar sin ofender a ninguna de las chicas del grupo que pudiera estar despierta. En esto parecía estar pecando de prudente, pues miraba con frecuencia por encima del hombro. Sokolov lo aprobó.

Todavía estaba meando, con el envidiable vigor de la juventud, cuando Sokolov se le acercó. El chico lo miró de arriba abajo. Su rostro mostró curiosidad y alerta, pero no miedo: no había identificado a Sokolov como un despojo social o un criminal.

—¿Qué lugar es este? —le preguntó Sokolov.

—Golden Garden Parks —respondió el joven, con la enternecedora e ingenua creencia de que eso significaría algo para Sokolov.

—¿Cuál es el nombre de la ciudad, por favor?

—Seattle.

—Gracias.

Entonces, mientras Sokolov pasaba de largo, le preguntó:

—¿Acaba de saltar de un tren o algo?

Pues, como Sokolov había advertido, esa playa estaba separada de la ciudad por una vía de tren.

—O algo —afirmó Sokolov. Luego señaló con la barbilla playa abajo—. ¿Hay autobús?

—Sí. Siga caminando hasta el puerto deportivo.

—Gracias. Que tengas un buen día.

—Usted también. Tómeselo con calma, amigo.

—No es mi objetivo. Pero gracias por decirlo de todas formas. Disfruta del pis.