DÍA 17

Incluso cuando asomó por fin tierra a la vista por la banda de babor, el Szélanya se deslizó en paralelo a la oscura costa durante la mayor parte del día antes de que los vientos por fin cambiaran y le permitieran acercarse a la orilla. La costa se ondulaba poco a poco, formada por golfos de varios kilómetros de ancho hendidos a su vez por hendiduras más pequeñas. Los golfos más grandes quedaban frecuentemente delimitados por cabos o islas pequeñas que conectaban con el continente con marea baja. Tras dejar atrás uno de ellos, la tripulación del Szélanya (poco acostumbrada a navegar en presencia de tierra o, en realidad, de cualquier objeto sólido) recortó velas y ajustó el timón para llegar al siguiente golfo. Este apareció, a unos diez kilómetros por delante de ellos, abrazando a una islita conectada al continente por marismas, y cuando enfilaron hacia allí, no les cupo duda de que desembarcarían en alguna parte, y pronto. Ahora no podían escapar del golfo aunque lo intentaran, pues el Szélanya no había sido diseñado como velero. Lo había hecho hacía casi dos semanas, pero solo en el sentido en que cualquier objeto flotante, carente de ningún otro medio de propulsión, era impulsado por los vientos. Convertirlo en algo que navegara a vela había implicado un montón de pruebas y errores, sobre todo esto último.

El barco estaba bien surtido de lonas de plástico, pero pronto aprendieron que no podían soportar la tensión causada por el viento. Las redes de pesca eran mucho más fuertes, pero no contenían el aire. Y por eso habían improvisado velas combinando ambas cosas: colocando redes de pesca sobre las lonas y luego cosiéndolas con trabillas de plástico, cables, aguja e hijo, cinta adhesiva. El compuesto resultante era lo bastante fuerte como para soportar el viento, pero los bordes y esquinas (donde la fuerza del viento tenía que transmitirse a los cabos sujetos al barco) se rasgaban cada vez que la brisa era apreciable. Así que tuvieron que aprender más cosas e improvisar sobre esos bordes. Los resultados distaron mucho de ser bonitos, pero nada se rompió durante mucho tiempo. Solo después de resolver ese problema e izar la primera vela sobre las vergas y el aparejo cuya finalidad era manipular redes de pesca, su ingeniero cogió una botella de cerveza de los depósitos del barco y, para consternación de sus camaradas oficiales, la estampó contra la proa y bautizó el navío como Szélanya, la «Madre del Viento».

—Si ese ser existe —explicó—, debería sentirse halagada, y decidir no jodernos por completo.

Los estrechos de Taiwán se extendían noreste-suroeste. Como aprendieron durante las primeras horas de viaje, una firme corriente fluía por ellos, desviando todos los rumbos hacia el sur. Y como aprendieron a lo largo de los primeros días, esa corriente recibía la fuerte ayuda de los vientos, que soplaban vigorosa y consistentemente del noreste, empujándolos por el estrecho abajo hacia el mar del Sur de China.

El capitán nunca había estado en un barco, aparte de en ferris de pasajeros, hasta el día en que comenzó la aventura. Sin embargo, durante las primeras y críticas cuarenta y ocho horas, había adquirido un dominio de los principios básicos de la navegación con una velocidad y capacidad que al ingeniero se le antojó como algo casi sobrenatural. Como un adolescente que empieza a jugar a un nuevo videojuego sin molestarse en abrir el manual, fue probando cosas y observando los resultados, abandonando todo lo que no funcionaba y pasando agresivamente a explotar los pequeños éxitos. De su mente brotaban cientos de ideas. Al parecer, ninguna era mala. Pero, tal vez más importante, tampoco había ninguna buena idea, hasta que había sido probada y evaluada fríamente. Ahora quedó claro cómo se había convertido en el líder de una especie de banda allá en casa: no solo asegurando su liderazgo, sino siendo tan implacable en su producción, evaluación y explotación de ideas que sus amigos no tuvieron más remedio que seguir su estela. Cuando sus compañeros oficiales y él construyeron velas que no se rompían inmediatamente, y cuando aprendió a hacer que el barco más o menos navegara, el capitán empezó a estudiar algunas de las cartas que habían dejado en el puente los anteriores propietarios del navío. Tras hacer algunos cálculos con el GPS, consideró que la consecuencia de dejar que el viento y la corriente los llevaran sería desembarcar en Malasia o Indonesia dentro de unas semanas. Ir contra el viento, o incluso navegar en ángulo recto con respecto a él, quedaba fuera de cuestión dado el aparejo tan primitivo que habían podido improvisar con los objetos encontrados a bordo. Pero el ingeniero, que había navegado un poco en el lago Balaton, creía que ajustando una vela en el ángulo correcto y manejando el timón, podrían usar los vientos de noreste para dirigirse al sureste hacia la isla de Luzón, y así acortar el viaje una o dos semanas. Así que se desviaron hacia Filipinas, y aunque los resultados del primer día fueron descorazonadores, aprendieron con el tiempo a hacer que el Szélanya siguiera más o menos rumbo sur-suroeste.

Luego solo quedó esperar, y mirar el cielo, y preguntarse cómo saldrían las cosas cuando los golpeara la inevitable tormenta. Se les ocurrió (demasiado tarde, obviamente) que no deberían haber agotado por completo los tanques de combustible, ya que estaría bien poder hacer funcionar el generador que suministraba energía a la bomba de la sentina. Un sistema de baterías parecía mantener con vida el GPS y otros pequeños aparatos electrónicos, pero el material que necesitaba energía no estaba disponible: cuando tenían que izar un cabo, usaban un cabrestante de mano, o, si no había uno en el lugar preciso, preparar extraños haces de cabos y palancas de aspecto aborigen para hacer el trabajo. Parecía que todo el barco se mantenía unido con torniquetes de metal.

Capearon una tormenta que, en retrospectiva, no había sido una tormenta ni nada, sino solo un día lluvioso con olas grandes. Por algún motivo la piloto era menos susceptible al mareo; solía pasar más tiempo que ninguno en el puente, donde el bamboleo y los cabeceos y las sacudidas deberían de haber sido peores. Cuando el mar estaba tranquilo, el capitán y el ingeniero subían a visitarla, pero habían llegado a considerar que el puente era el camarote privado de la piloto y vacilaban antes de entrar. Cuando el mar estaba encabritado, naturalmente, solían ocuparse de plegar las velas y reparar las cosas que se iban rompiendo. La respuesta del ingeniero al mareo fue exponerse al clima, tumbado en cubierta mirando fijamente al horizonte y dejar que la lluvia y las olas lo cubrieran. El estilo del capitán era retirarse a su camarote donde podía ahondar en su miseria sin que nadie lo viera. Ninguna estrategia habría sido posible sin la habilidad de la piloto para permanecer tantas horas seguidas en el puente, manejando el timón y con la mirada puesta en la brújula y el GPS.

El día lluvioso con olas al menos había servido como ensayo para una tormenta de verdad. El ingeniero, que tenía un vago recuerdo de su barquito de vela tragado por la estela de un motor fuera borda en el lago Balaton, estaba seguro de que la forma correcta de manejar esas situaciones era mantener el barco en perpendicular a la cresta de la ola. Así era menos probable que volcara cuando era golpeado de costado. Naturalmente, si hubieran tenido motores, habrían podido enfilar el Szélanya en cualquier dirección que quisieran. Tal como estaban las cosas, habían tenido que emplazar una pequeña vela, tal como había dicho el ingeniero, lo suficiente para que los vientos impulsaran el barco y no demasiado grande para que no la hicieran pedazos. Se puso a trabajar empleando lonas y redes y otras cosas que no habían usado ya para otros propósitos. El simple acto de hacerlo pareció revivir recuerdos muy antiguos y enterrados, fragmentos de conocimientos marinos que había captado cuando era joven, leyendo traducciones al húngaro de Moby Dick y La isla del tesoro. Despertó con la vaga convicción solidificándose en su mente de que podía ser una buena idea arrojar algo grande y pesado por la popa y remolcarlo tras ellos; mientras el viento empujara al Szélanya, este ancla tiraría de la popa hacia atrás y la mantendría apuntando en una dirección consistente, que en general sería perpendicular a la cresta de las olas. Sacrificó una mesa pequeña para tal propósito, envolviéndola en una caja de maromas y luego la lanzó por el mamparo de popa sujeta por un cabo. La prueba inicial, realizada en condiciones más tranquilas, sugirió que el invento no duraría mucho en una tormenta de verdad y por eso con la ayuda del capitán, que había comprendido su forma de pensar, dedicaron casi todo un día a reforzarlo.

Desde luego, no tenían otra cosa que hacer.

Resultó que el día de calma que pasaron trabajando en el ancla y la vela para la tormenta fue de calma precisamente en el sentido de que era la calma antes de la tempestad, y por eso el siguiente par de días los pasaron en un estado de extrema miseria. Desplegaron la vela y el ancla en cuanto quedó claro lo que iba a suceder. El capitán y el ingeniero corrieron a cerrar todas las escotillas donde parecía que podría entrar el agua, y luego subieron a reunirse con la piloto. Los mandos del barco consistían en un sistema de cadenas unidas al timón del puente hasta el timón real, y cuando las cosas se ponían farrucas, a veces hacía falta más fuerza de la que la piloto era capaz de reunir, sobre todo cuando estaba cansada después de un turno largo. En esos momentos el capitán se hacía cargo hasta que los brazos se agotaban o el peso del ancla era demasiado, y entonces el ingeniero cogía el timón y batallaba, mano a mano, con el Madre del Viento. No hubo ningún momento durante la tormenta en que el ingeniero no pudiera suministrar la cantidad de fuerza bruta requerida. El problema estribaba en conjugarla con la inteligencia. No podían ver nada. Las ventanas del puente estaban cubiertas por la lluvia y la espuma del mar que traía el viento. La que miraba hacia delante, justo encima del timón, tenía un disco motorizado que se suponía que giraba a gran velocidad para retirar el agua, pero no pudieron ponerlo en funcionamiento. Así que durante la parte de la tormenta en que más necesitaban ver las olas, para tomar decisiones informadas para dirigir el barco, estuvieron ciegos y tuvieron que juzgar la forma del mar según la inclinación y los cabeceos de la cubierta bajo sus pies. A esas alturas, claro, ya era demasiado tarde para efectuar ninguna respuesta útil. Lo mejor que el ingeniero podía hacer era asumir que la siguiente ola vendría más o menos de la misma dirección que la actual, y manejar el barco basándose en eso. Acababa de convencerse a sí mismo de que todos sus esfuerzos eran una completa pérdida de tiempo, basados en una pura fantasía, cuando perdió la concentración durante unos instantes y los alcanzó una ola que volcó de lado el Szélanya durante varios segundos. Los tres, y todas las cosas sueltas que había en el puente, salieron despedidos contra la parte que era el mamparo de babor y ahora era el suelo, y se quedaron allí tirados como basura arrugada durante unos instantes hasta que el barco perezosamente volvió a enderezarse. No era un barco bonito pero, al parecer, estaba bien equilibrado.

La tormenta amainó y descubrieron, aunque no fue ninguna sorpresa, que la vela y el ancla habían desaparecido.

Seis días después de la tormenta llegaron a aquella bahía en Luzón.

Gigantescos insectos patinadores habían empezado a cubrir las aguas planas y centellantes de la bahía. Algunos de ellos emitían sonidos zumbantes. Tras observarlos con atención, resultaron ser canoas con doble estabilizador. Al principio se mantuvieron en paralelo a distancia segura, pero cuando quedó claro que el Szélanya iba a encallar, empezaron a acercarse, como para intentar entender qué estaba pasando. Cada una de ellas transportaba entre una y media docena de personas, esbeltas y de piel cobriza y profundamente interesadas, dispuestas a celebrarlo.

Csongor había imaginado que llevaría el barco hasta la playa, pero el Szélanya se detuvo en el agua a unos pocos metros de profundidad, a un tiro de piedra de la orilla. Esto hizo posible que las pequeñas canoas, que arrastraban mucha menos agua, los rodearan. En pocos minutos, el barco quedó completamente cercado por un complejo de barcos unidos, y al menos dos docenas de personas se invitaron a subir a bordo. Todos estaban tan alegres, su comportamiento fue tan bueno en todos los sentidos, que Csongor tardó unos minutos en comprender que habían venido a saquear el Szélanya. El GPS desapareció antes de que comprendiera siquiera lo que estaba sucediendo. El puente fue desnudado rápidamente de los aparatos electrónicos, los mástiles de las antenas, la cocina de ollas y sartenes. Por todas partes resonaban las sierras, las llaves de trinquete chirriaban como grillos. Csongor experimentó un arrebato de sentimientos incompatibles: furia porque le estaban robando sus cosas, luego el manso recuerdo de que Marlon, Yuxia y él habían robado el barco entero en su momento, cometido piratería, matado a un hombre. Alivio algo mareado por haber llegado por fin a tierra, combinado por una alarma creciente por encontrarse en territorio desconocido entre nativos ladrones, aunque amables. Un miedo punzante y paranoide de que dicha gente podría estar robando sus posesiones personales en este mismo momento, seguido de la comprensión de que no tenía más posesiones que lo que llevaba puesto y dentro de los bolsillos.

Excepto la mochila. El bolso de cuero de Ivanov.

Había estado caminando sin rumbo por cubierta, pero ahora giró sobre sus talones y corrió al camarote donde dormía, justo a tiempo de enfrentarse a un joven que salía por la puerta con dicha mochila colgada tranquilamente del hombro. El joven torció el cuerpo como para rodear a Csongor, pero al entrar este bloqueó casi toda la abertura un instante antes de chocar pecho con pecho con el intruso y devolverlo de un empellón al interior del camarote. Esto atrajo la atención de la gente que corría por cubierta, cargando con maromas, cubos de plástico, raciones de comida y otros artículos que habían encontrado en la bodega. Csongor cerró la escotilla y la trabó, y luego se dio media vuelta para ver al joven agarrando posesivamente la mochila con una mano mientras empuñaba una navaja con la otra.

Iba mejor vestido que Csongor, con una inmaculada camiseta de los Boston Celtics y unos pantalones cortos de surf con un diseño de flores y abultados bolsillos que hacían que sus piernas parecieran aún más flacas. Hasta hacía un par de semanas, a Csongor todo esto le habría parecido alarmante. Ahora, con una expresión agria y desdeñosa en el rostro, se echó mano a la camisa rota y manchada de sal y se la subió lo suficiente para descubrir la culata de la Makarov asomando en la cintura de sus pantalones cortos. Esto tuvo menos impacto, al principio, de lo que esperaba, ya que durante unos instantes el joven simplemente no pudo ignorar el espectáculo del enorme y velludo torso de Csongor. Ya no era tan abultado ni tan blancuzco como dos semanas antes, pero incluso en su estado mas esbelto y bronceado, era una especie de Maravilla del Mundo o un espectáculo de barraca para este joven filipino, que en cualquier caso no supo cómo interpretar el extraño gesto: ¿Le ofrecía Csongor su vientre para que lo apuñalara? Sin embargo, con el tiempo, los ojos del saqueador fueron bajando y se concentraron en la culata de la pistola. Csongor sabía que era una amenaza algo hueca. Si el saqueador pretendía en serio utilizar la navaja, podría causarle daños serios, tal vez incluso infligirle una herida mortal, antes de que pudiera sacar la pistola y prepararla para disparar. Pero le parecía que el saqueador no pretendía en serio emplear la navaja, sino solo intentaba echarse un farol para escapar de una mala situación, y todo lo que Csongor necesitaba era subir la mano con un farol más grande.

No se produjo ningún ataque. Csongor continuó mirando al hombre a los ojos hasta que finalmente retiró la navaja. Entonces señaló la mochila y le hizo un gesto con el dedo. El hombre puso los ojos en blanco, suspiró, y se la quitó del hombro, luego se la tiró de una patada. Csongor la recogió, se hizo a un lado y dejó salir al saqueador.

Treinta segundos más tarde, estaban a bordo de una de las barcas, tras haber aceptado la oferta de ser llevados a la orilla. Treinta segundos después de eso estaban en tierra firme, discutiendo con el capitán, que decía estar sorprendido porque no esperaban tener que pagar por sus servicios. La comunicación fue difícil hasta que Yuxia (que, desde que desembarcaron, había alternado entre dar saltos por la playa arenosa, como si probara su integridad estructural, y caer de rodillas para besarla) advirtió que el hombre hablaba en un dialecto reconocible del fujianés. Se incorporó y se acercó de puntillas y empezó a intentar hablar con él, formando sílabas con los labios manchados de arena. Csongor pudo ver que la comunicación entre los dos distaba de ser perfecta, pero que empezaban a entenderse. Marlon (que hasta unos instantes antes estaba despatarrado en la arena, gritando exultante) se sentó y se puso a escuchar, pero tampoco parecía entender lo que decían.

Csongor se apartó unos metros para que el marinero no pudiera mirar directamente la mochila, luego la dejó en la arena, se puso de rodillas, y la abrió.

Cayó una sombra. Csongor alzó la mirada para ver a una niña de unos ocho años, con un bebé en la cadera, que lo observaba con curiosidad. Csongor se echó de nuevo la mochila al hombro y se volvió, elevándola por encima del nivel de sus ojos y entonces la abrió. Ella lo rodeó, empinándose, intentando echarle un vistazo, y el bebé extendió una mano empapada en baba y agarró el borde de la mochila y tiró, como intentando ayudar a su hermana mayor a satisfacer su curiosidad. La situación era imposible; Csongor no podía ponerle la mano encima al bebé de nadie. Pero tampoco quería que esta gente descubriera cuánto dinero chino llevaban.

El sol iluminó la cavidad central de la mochila, revelando solamente unos cuantos billetes de color magenta. Todo el efectivo había desaparecido.

Csongor recordó entonces al joven del camarote. Cómo abultaban sus bolsillos. Se volvió a mirar la quilla varada del Szélanya. Allí había en ese momento un centenar de personas, y más venían de camino. Otros habían terminado ya de llevarse lo que se les había antojado y se dispersaban en sus barquitas. La situación era imposible. Aunque Csongor lograra comprar un pasaje hasta el barco encallado, o nadara hasta allí, y consiguiera de algún modo imponer su voluntad sobre tantas personas, muchas de las cuales estaban probablemente armadas con (al menos) cuchillos, la probabilidad de que el joven que se había llevado los fajos de dinero estuviera todavía por allí era muy pequeña.

Csongor comprobó su cartera y encontró un montón de monedas húngaras y unos cuantos billetes de euros.

Miró al piloto de la barca, quien, para los baremos filipinos, parecía casi totalmente asiático en su composición racial. ¿Qué tipo de conexiones tenía esa gente con China? ¿Solo una vaga consciencia de que sus antepasados habían venido de allí, hacía siglos? ¿O iban y venían todo el tiempo?

—¿Qué clase de dinero está dispuesto a aceptar este tipo? —le preguntó a Yuxia.

—Está dispuesto a aceptar nuestros renminbi —le aseguró Yuxia.

—¿Y de otra clase? —preguntó Csongor.

Ella hizo la pregunta y Csongor oyó al hombre decir:

—Dólares.

La niña, al ver que no había nada maravilloso que inspeccionar en la mochila de Csongor, había perdido interés, soltó los dedos del niño y se marchó a seguir observando en otro sitio. Mientras volvía con Yuxia y el hombre, Csongor palpó en uno de los bolsillos laterales internos de la mochila y sacó la bolsa de autocierre que contenía los efectos de Peter. Extrajo y abrió la cartera de Peter, que estaba hecha de nailon balístico. Al abrirla, encontró lo que consideró que era el carné de conducir del estado de Washington de Peter, y varias tarjetas y papeles almacenados en un abanico de sobrecitos de plástico transparente: una especie de tarjeta de seguros, una tarjeta de registro de votante, un rectángulo de papel blanco con varias largas listas de letras, dígitos y signos de puntuación escritos: contraseñas, probablemente. Ninguna foto de Zula, lo que solo confirmaba ciertas opiniones poco caritativas que Csongor había albergado hacia Peter desde el momento en que se conocieron. Bolsillos con tarjetas de crédito y tarjetas de débito. Una billetera con dos dólares americanos y un montón de otros billetes más pintorescos que Csongor no reconoció inmediatamente: dólares canadienses, advirtió. Era muy raro estar manoseando en esta playa de Luzón estas reliquias cuidadosamente conservadas de la vida de un muerto en un mundo completamente distinto.

La conversación entre Yuxia y el hombre de la barca se había interrumpido cuando este vio la cartera.

Ahora que había llamado la atención del tipo, Csongor le dijo a Yuxia:

—Tenemos que ir a alguna ciudad donde sea posible encontrar un hotel, conectar con Internet, comprar un billete de autobús a Manila o donde sea. ¿A qué distancia está la ciudad más cercana? ¿Es más fácil ir en barco o por tierra?

Podían oír el sonido de camiones por una carretera, a un kilómetro o dos tierra adentro, levantando nubes de polvo marrón que se alzaba entre la jungla como si fuera humo denso.

—No es estúpido —señaló Yuxia—. Sabes lo que va a decir.

—Usa las palabras que quieras —replicó Csongor—, mientras nos saque de aquí.

Esto al menos le dio a Yuxia y al hombre algo de lo que hablar mientras Csongor abría la bolsa de autocierre que contenía las cosas de Zula. Abrir su cartera lo expuso a una andanada de emociones diversas. Vergüenza por su conducta tan poco caballerosa. Horror ante la idea de que podía estar desvalijando las posesiones de una persona muerta. Intensa curiosidad por todos los aspectos de la vida de Zula. Una punzante sensación de pérdida seguida de la resolución de continuar adelante y tratar de encontrarla, suponiendo que todavía siguiera viva. Nerviosismo ante la idea de no encontrar ningún dinero, luego una ridícula sensación de gratitud cuando descubrió, mezclados con billetes canadienses de diferente denominación, varios billetes nuevos de veinte dólares.

—Hay una ciudad al sur de aquí con un hotel donde van los turistas —anunció Yuxia.

—¿Turistas filipinos o…?

—Dice que todos son hombres blancos.

—¿Cuánto tiempo tardaríamos en llegar?

—En su barco, tres horas con este tiempo. O podemos andar hasta la carretera e intentar hacer autostop.

Marlon se había puesto en pie y se había acercado a oír la conversación. Estaba cubierto de arena y sonreía. Csongor intercambió una mirada con Yuxia y con él. Parecía haber consenso en que tendrían que ir en barco. Así que Csongor sacó un billete de veinte dólares de la cartera de Zula, lo alzó en el aire, y se lo tendió al hombre.

El capitán pareció bastante contento, pero…

—Quiere más —dijo Yuxia, con una voz helada que le indicó a Csongor que el hombre había sido más listo que él.

Csongor se volvió a mirar el barco naufragado rodeado de botes, muchos de los cuales eran al menos tan navegables como los de ese tipo.

—Dile que podemos pedirle a otro que nos lleve —dijo—. Y si no le gusta, pregúntale qué pasará si me acerco allí agitando billetes.

—¿Por qué pagas con billetes americanos? —preguntó Marlon.

Mientras Yuxia traducía, Csongor le mostró al muchacho la mochila vacía. En respuesta a la expresión sorprendida de Marlon, asintió en dirección al Szélanya.

—Uno de estos tipos fue más listo que yo —admitió.

El capitán se puso a discutir por salvar la honra, luego se encaminó hacia su bote, haciendo gestos para indicar que eran bienvenidos a subir a bordo.

Este barquito era de un tamaño apreciable, el casco tenía unos doce metros de eslora y uno de manga en su lugar más ancho, con forma de uve en la transversal, de modo que las tablas que componían el casco se alzaban a cada lado como paredes. Parecía una regla absoluta en este lugar que todos los navíos, no importaba cuál fuera su tamaño ni su propósito, tuvieran estabilizadores dobles, y este no era ninguna excepción; sus estabilizadores eran solo finos troncos que, como la mayor parte del resto del barco, estaban pintados de azul. Otros tres troncos de dimensiones similares habían sido colocados cruzados en trasversal, extendiéndose a cada lado para sostener los estabilizadores. La tripulación, formada por un muchacho de unos veinte años y otro de la mitad de esa edad, subieron por los estabilizadores y los costados con el aplomo de funambulistas en la cuerda floja, sonriendo todo el tiempo; era difícil saber si este era su nivel normal de alegría o una reacción a haber sido contratados con términos favorables. Se dedicaron a diversas tareas mientras el patriarca se sentaba a popa y manejaba el motor. Marlon, Yuxia y Csongor se acomodaron bajo un toldo azul extendido sobre la parte central. Ahora que la dura negociación era cosa del pasado, sus anfitriones se volvieron casi embarazosamente hospitalarios, el joven les sirvió agua y refrescos azucarados de brillantes colores en débiles botellas de plástico, el mayor emplazó un pequeño hornillo y lo usó para cocinar una olla de arroz.

El viaje duró casi dos horas en vez de las tres previstas, a pesar de que lo hicieron a vela casi todo el tiempo. Pues en cuanto dejaron atrás los bajíos y el puñado de barcos que rodeaban el Szélanya, el capitán apagó el motor y los chicos y él izaron unas velas que apenas tenían un aspecto un poco más digno que las que Csongor, Marlon y Yuxia habían improvisado, pero parecían funcionar mucho mejor y pronto el barco se deslizó eficazmente costa abajo.

Csongor pasó la mayor parte del viaje repasando mentalmente su encuentro con el joven de la camiseta de los Celtics, saboreando todas las formas distintas en que se había comportado como un estúpido y catalogando las oportunidades que había perdido para darle la vuelta a la situación y recuperar su dinero.

Marlon pareció leerle la mente. Finalmente, extendió la mano y le dio un apretón en el hombro.

—No importa —dijo.

Csongor tendría que haber sido lo bastante mayor para no resultar afectado por los chicos guais diciéndole que no importaba, pero incluso así tuvo un poderoso efecto en su estado de ánimo.

—¿De verdad? —dijo. Miró a Yuxia, pero ella se había quedado dormida, los labios levemente entreabiertos. Era, advirtió, muy hermosa, como una madona en una iglesia. Cuando estaba despierta, su energía y la fuerza de su personalidad hacían difícil fijarse en su aspecto, igual que no podías ver el cristal de una bombilla cuando estaba encendida. En algún otro universo podría haberse sentido atraído hacia ella, pero en este sería siempre su hermana menor.

Volvió la cabeza y descubrió que Marlon lo estaba mirando. Durante el viaje en el Szélanya, a Csongor le parecía haber visto algunos momentos tiernos entre Marlon y Yuxia, y se había preguntado si los dos podrían acabar relacionados románticamente. Pero el implacable entorno en el que habían estado viviendo había impedido que sucediera nada. ¿Esperaba Marlon que eso cambiara ahora? Y si así era, ¿podía sentirse celoso cuando veía a Csongor contemplar durante largo rato a la dormida Yuxia? Csongor no vio nada por el estilo en el rostro de Marlon. Él mismo no había sido nunca bueno a la hora de esconder sus emociones, y esperaba que Marlon pudiera interpretarlo correctamente.

—¿Cómo que no importa? —preguntó—. ¿Tienes un plan?

—Tengo que llegar a un wangba —dijo Marlon—, y ver qué está pasando en las Torgai. Pero creo que puedo conseguir un montón de dinero.

—¿Suficiente para permitirnos llegar a Manila?

Marlon sonrió de oreja a oreja. Una especie de reacción afectiva a la ingenuidad de Csongor.

—Mucho más que eso —dijo.

Richard Forthrast la condujo a cierta distancia por Airport Way hasta un barrio que identificó como Georgetown. Dobló una esquina y redujo la velocidad en mitad de un manzana para llamar su atención sobre un edificio que, dijo, era donde su sobrina y el tipo llamado Peter Curtis habían sido secuestrados hacía poco más de dos semanas. Luego siguió hasta un bar cercano, delante del cual había aparcada una fila bastante larga de Harley-Davidson. La encargada, una mujer intensa con muchos tatuajes, lo saludó por su nombre y le preguntó si había alguna noticia, y luego frunció el ceño cuando él le contestó negando con la cabeza. Ocuparon la última mesa disponible. La camarera ya sabía lo que iba a pedir Richard pero trajo menús para Olivia y John. Olivia se había estado preparando para una botella de cerveza americana amarilla y aguada, pero le sorprendió encontrar una docena y media de todo tipo de cervezas de diverso tipo, en barril. Pidió una pinta y una ensalada. John Forthrast pidió una botella de Pabst Blue Ribbon y una hamburguesa. Esto disparó una especie de antigua rivalidad entre los dos hermanos.

—Estás en una ciudad donde podrías comer de todo —le recordó Richard—. ¿Te mataría…? Oh, no importa.

Miró a Olivia como reconociendo que este no era el momento para revivir lo que tenía todas las trazas de ser una discusión ya agotada.

—No me gusta la comida picante —murmuró John, obstinado.

—¿Esto es de verdad un bar de clase obrera o un simulacro? —preguntó Olivia.

—Ambas cosas —dijo Richard—. Empezó siendo un verdadero simulacro, hace unos años, antes de que la economía se viniera a pique, cuando se puso de moda que los veinteañeros vinieran hasta aquí y vistieran con camisas de cuadros y utili kilts. Pero lo hicieron tan bien que pronto empezaron a llegar trabajadores de verdad. Y entonces la economía se hundió, y la gente guai descubrió que eran, de hecho, clase obrera, y probablemente lo serían siempre. Así que aquí hay gente que maneja tornos. Pero tienen Mohawks de colores y son licenciados, y programan los tornos en lenguajes informáticos. Intenté inventar un nombre para ellos. Trabajadores de ropa molona, tal vez.

—¿Pasa mucha gente por aquí camino de la terminal de aviones privados?

—Ni se lo imagina.

La comida y la bebida llegaron, precipitando una pausa, y entonces Olivia empezó a intentar explicarse, con mucho cuidado para evitar decir para quién trabajaba, aunque eso debía de ser obvio, y cómo sabía lo que sabía.

—Puesto que no puedo decir mucho —concluyó—, esperaba que me diera usted ciertas pistas o informaciones. Y el hecho de que ya sepa los nombres de Sokolov e Ivanov me sugiere que no estoy sacudiendo el árbol equivocado.

Richard sacó un I-pad y mostró las imágenes de la nota que Zula había escrito en las toallas de papel y que Olivia, naturalmente, leyó con fascinación.

Parecía que todas las cosas que tenían que ver con Zula y los rusos eran una pista falsa. Al MI6 no podían importarles menos. Solo querían a Jones, y todos los datos que pudieran conseguir como producto secundario de darle caza. Habían montado un operativo satisfactorio en Xiamen, destruido por la intervención de los rusos. Todo lo que tenía que ver con T’Rain y REAMDE era una distracción; que Olivia estuviera en un bar de moteros con el fundador y presidente de la Corporación 9592 era aceptable como un entretenimiento fuera del trabajo, pero no debería confundirlo bajo ninguna circunstancia con el trabajo real. Esa era la línea oficial. Pero después de haber finalizado un larguísimo y caro viaje para nada a Zamboanga, una misión aprobada oficialmente que había requerido un montón de esfuerzos y peligros por parte de los hombres de Seamus y que al parecer había causado varias muertes, Olivia se sentía ahora proclive a considerar la línea oficial con mucho más escepticismo. Tenía la vaga sensación de que tomar una copa con Richard Forthrast podría a la larga ser más productivo que el vuelo a Manila. Pero no podía explicar por qué, todavía, y por eso pensaba que no iba a cursar un informe de gastos. Cosa que resultó inútil de todas formas, ya que Richard se encargó de la cuenta antes de llevarla de regreso a su hotel.

Hasta las once de la mañana siguiente no pudo ponerse a trabajar en el GNA, el Gambito Norteamericano, que era el nombre para la teoría que había estado pergeñando de que Jones había encontrado algún modo de volar en su avión privado robado directamente desde Xiamen hasta este continente. Aquí en esta oficina del FBI en Seattle había claros signos de que sus contactos locales estaban siendo controlados por gente de Washington, D.C., que se tomaban muy en serio lo de elaborar esta teoría de modo sistemático. Esto era bueno y malo a la vez. Obviamente, ayudaba que les gustara su teoría lo suficiente para tomársela en serio y dedicar recursos a su investigación. Pero quien dirigía este proyecto en D.C. era un hombre o una mujer de la Organización, alguien con una mente estudiosa de ingeniero que pasaba mucho tiempo preocupándose por la contabilidad. No era un Seamus Costello, en otras palabras. Parecía que había mucha duplicación de esfuerzos y ese vuelo hipotético estaba siendo simulado y reproducido al estilo «juego de guerra» exactamente igual que se había hecho en el MI6 hacía más de una semana. «Recursos» cada vez más nuevos y mejores se estaban «colgando online» y analistas cada vez más «listos» estaban siendo «conectados» y «puestos al día». Estos logros se transmitían de segunda o tercera mano a Olivia, y quedó claro por el tono de los e-mails y las expresiones de la gente que se esperaba que mostrara gratitud por cada uno de esos logros. Y sin embargo, desde aquí, a miles de kilómetros de la sala de reuniones de Beltway donde tenía lugar toda la acción, todos esos logros no producían otros resultados que retrasos adicionales. Hasta veinticuatro horas después de su reunión con Richard Forthrast no empezó a tener acceso a algunos de los datos que necesitaba para evaluar el GNA de una manera seria: listas de las matrículas de los aviones privados que habían aterrizado en los aeropuertos norteamericanos alrededor del momento en cuestión (hacía ya una semana y media, lo suficiente para hacerle pensar que seguía una pista desesperanzadamente fría) e imágenes satélite de alta resolución de zonas apartadas del noroeste de Estados Unidos donde algoritmos informáticos creadores de imágenes habían detectado formas blancas que pudieran ser aviones.

A primeras horas de la tarde recibió un mensaje de texto de Richard Forthrast informándola de que estaba solo a unas manzanas de distancia, matando el tiempo en la estación de autobuses, por si le apetecía tomar una taza de café. La respuesta sincera era que estaba en mitad de algo y no tenía tiempo, pero el mensaje era tentadoramente misterioso, y le apetecía un café, y Richard era un tipo simpático. Así que bajó en el ascensor hasta la planta baja y caminó hasta la estación de autobuses y encontró a Richard y a John allí sentados, leyendo el New York Times y el Reader’s Digest respectivamente, esperando un autobús de Spokane que se había retrasado por el mal tiempo en Snoqualmie Pass. Jacob Forthrast había decidido salir de su complejo en Idaho y pasar algún tiempo con sus dos hermanos mayores.

—Se siente inútil —fue la explicación de Richard, ese tipo de análisis adusto e implacable que solo puede producirse entre hermanos—, y cuando descubrió que después de todo no íbamos a ir a China, saltó a un autobús.

Miraba a Olivia por encima de sus gafas de leer y su New York Times y debió de ver en su rostro algunas preguntas que ella fue demasiado amable para preguntar: «¿No tiene coche? ¿Es demasiado pobre para costearse un billete de avión?» Richard dobló el periódico y la informó brevemente del sistema de creencias de Jake, dicho de un modo que le hizo pensar que lo había hecho incontables veces antes y que quería hacerlo bien. Su tono era estudiadamente imparcial, dejando claro que no estaba de acuerdo con Jake en nada, pero que no había nada que pudiera hacer al respecto, y por eso no tenía sentido molestarse por lo esencialmente ridículo que era todo aquello.

Poco después de que esta pequeña clase orientativa terminara, llegó el autobús y Jake bajó en medio de un mar de ciudadanos mayores, minorías étnicas, gente demasiado joven para conducir, y tipos desafortunados. Sintiéndose fuera de lugar a pesar de los esfuerzos de los hermanos Forthrast para hacerla sentir bienvenida, Olivia salió con ellos a la calle y fueron a una librería que Jake quería visitar. Puesto que Jake creía en un montón de locuras, a Olivia le resultó intrigante que lo primero en su lista fuera visitar una librería. En cualquier caso, sirvió para romper el hielo. Ella no tenía ni idea de cómo podría reaccionar un hombre así ante una mujer que no era blanca, pero él se mostró bastante cordial, incluso amable, y llegó incluso a describirse a sí mismo como un «chalado» y un «loco perdido», pensando al parecer que esto ayudaría a tranquilizar a Olivia… o «Laura», como se hacía llamar todavía. Estaba claro que lo habían informado al punto de las últimas noticias referidas a Zula, y de cómo Laura encajaba en el panorama. Había estado pensando en ello durante el viaje en autobús y había llegado a varias preguntas y teorías, la mayoría de las cuales parecían producto de una mente viva y activa. Olivia advirtió que era al menos tan inteligente como Richard, quizás incluso más.

—¿Por qué vive allí lejos, como lo hace? —le preguntó ella por fin.

A estas alturas estaba sentada ante una mesa frente a él en la cafetería de la librería. Jake había encontrado inmediatamente el libro que quería: un manual sobre agricultura orgánica. Richard y John se habían perdido en otras partes de la librería, curioseando sin rumbo, y no podía saberse cuándo iban a regresar. Olivia le había traído a Jake una taza de café, y él había vuelto a hacer bromas autodespectivas sobre su estilo de vida, cosa que ella empezaba a encontrar ya un poco aburrida: bailar alrededor de lo innombrable. Era mejor preguntárselo directamente. Como forastera en tierra extraña, le pareció que era capaz de hacerlo.

—Supongo que comenzó con el ensayo de Emerson «Autoconfianza» y seguí a partir de ahí —dijo él—. «Ver que el ancho mundo se ha convertido en nada… Dejadme empezar de nuevo. Dejadme enseñar a lo finito a conocer a su amo.» Ya había empezado a pensar así cuando Patricia murió… Dodge ya se lo habrá contado.

Ella negó con la cabeza.

—Pero vi algo al respecto en…

—En su entrada en la Wikipedia, sí. En aquel momento no tenía nada más en mente, así que decidí pasar un verano tratando de construir una vida alrededor.

—La autoconfianza estilo Emerson, quiere decir.

—Sí. El verano se convirtió en un año, y durante ese año conocí a Elizabeth, y después de eso, bueno, las cartas estaban ya echadas. Dodge tenía su propiedad en el norte de Idaho, que había comprado hacía años, durante una fase de su vida que creo que está bastante bien cubierta en el artículo de la Wikipedia.

Olivia sonrió ante la amable evasiva, y Jake pareció ganar en confianza ante su reacción.

—Tal como yo lo entiendo —dijo Olivia—, estaba en el extremo sur de su… ruta. O como lo llamen. A pocos kilómetros al sur de la frontera canadiense. Pero cerca de la red de autopistas norteamericanas.

—Exactamente. Pero también da la casualidad de que es uno de los lugares más hermosos que pueda imaginar: el principio de un pequeño valle, justo donde la tierra se allana lo suficiente para construir y cultivar, pero a pocos minutos andando de unas montañas llenas de vida salvaje y cascadas, arándanos y flores silvestres.

—Hace que parezca un sitio maravilloso.

—Cuando me bajé del autobús en Vado de Bourne (que es la ciudad más cercana) un anciano me dijo: «Bienvenido al país de Dios.» Creí que era una exageración, pero cuando conseguí llegar a la propiedad que tiene Dodge en el valle… bueno, entonces comprendí. Al principio Elizabeth y yo vivíamos en una tienda de campaña. Le escribí a Dodge y le pregunté si no le importaba que mejoráramos un poco el lugar, y así empezamos a construir, y las cosas se fueron desarrollando.

—¿Pero de dónde sale todo el aspecto ultraderechista cristiano?

La expresión feliz de Jake se puso un poco en guardia.

—Cuando tuvimos hijos, la religión volvió a nuestras vidas, como le sucede a tanta gente, y Elizabeth ha sido mi guía en ese sentido. Para mí es formar parte de una comunidad que no se basa solo en la proximidad geográfica o el dinero, sino en los valores espirituales. No hay catedrales en las montañas. Creas tu propia iglesia cazando o cultivando tu propia comida, partiendo tu propia leña. Y estas cosas pueden parecer sencillas y rudas a gente que vive en sitios con catedrales y escuelas de teología.

—¿Y qué hay de la política?

Él lo consideró durante un momento. La expresión de su rostro era un poco desesperanzada, como si no considerara que no tenía sentido tratar de explicarlo a una extranjera cosmopolita como Olivia.

—Una vez más, «ver que el ancho mundo se ha convertido en nada… Dejadme empezar de nuevo». Lo que ve no es política. Es la ausencia de política. Es nosotros intentando vivir de un modo donde no tengamos que soportar jamás a los políticos ni la política. Eso significa que cuando los políticos vienen a por nosotros, tratan de interferir en nuestras vidas, tenemos que defendernos, con medidas pasivas y no violentas cuando podemos, pero si eso falla…

—¿Con armas?

—Recurrimos a nuestros derechos 2E.

—¿2E?

—Segunda Enmienda.

—¿Lleva un arma ahora?

—Pues claro. Y apuesto que otras diez personas a treinta metros de nosotros también. Pero nunca podría descubrirlo solo mirando.

Olivia había empezado a mirar alrededor por instinto. No vio a ningún pistolero obvio. Pero sí vio a Richard y John, que se habían puesto a charlar cerca de la salida de la librería y los miraban de manera significativa.

—Parece que nos marchamos —dijo Olivia, levantándose.

—Venga a visitarnos —exclamó Jake.

—¿Cómo dice?

—Sé que está lejos. Puede que no se acerque a quinientos kilómetros de Arroyo Prohibición, a menos que lo sobrevuele. Pero si lo hace, la invito a venir a nuestro pequeño valle y alojarse con nosotros. Sinceramente. Ya verá. No será raro. No se sentirá incómoda. Nadie la tratará con rudeza por ser extranjera, o por no ser como nosotros. Le gustará. No intentaremos convertirla.

—Es muy amable por su parte —dijo ella—, y parece algo que podría disfrutar.

—Bien.

—Ahora solo necesito una excusa para visitar… ¿qué? ¿Spokane?

—O Elphinstone. O el Schloss de Richard. Hay un montón de lugares bonitos a un día en coche.

Olivia se sintió conmovida porque Richard la hubiera incluido en la reunión de los tres hermanos, hasta que reflexionó que Richard era cualquier cosa menos un bobo sentimental y que debía de haberlo hecho por motivos tácticos. Después de eso, solo fingió sentirse conmovida. Les dijo a los Forthrast que podía ver claramente que tenían cosas que discutir. Y Olivia tenía una investigación en marcha. Así que se separó de ellos en la librería y volvió a las oficinas del FBI para continuar el caso GNA.

Todavía estaba trabajando hasta tarde esa noche, esperando a que empezaran a hacerlo en Londres para poder consultar con algunos de sus colegas y sugerirles algunas pistas para que las investigaran mientras dormía. Su teléfono móvil sonó y vio el nombre de Richard en la pantalla.

—Solo llamo para comprobar —explicó Richard. Se produjo una pausa embarazosa mientras ella esperaba que continuara. Pero entonces comprendió que él estaba intentando averiguar si ella había descubierto alguna pista, algún atisbo de esperanza, durante las horas transcurridas desde la última vez que la había visto. Ella solo pudo murmurar palabras que sonaban a burocracia: estamos en ello, expandimos el radio, buscamos en todos los rincones. Si alguna de esas frases le sonaba a Richard tan mal como a ella, era un milagro que no le pidiera prestada la pistola a su hermano y se librara de su miseria.

Richard le informó que John y Jake y él habían pasado todo el día en su apartamento sintiéndose indefensos y abatidos, «volviéndonos locos unos a otros», y que en vez de perder más tiempo, habían acordado marcharse de la ciudad a la mañana siguiente, para volar directamente a Elphinstone para poder seguir volviéndose locos unos a otros en el más hermoso marco del Schloss Hundschüttler. Olivia, que se lo había pasado bastante bien tomando aquella copa en el bar de los trabajadores de ropa molona, expresó su sincero pesar de no poder tener otra oportunidad para verlo. Pero ahora llegaban datos en profusión de todas la gente lista y temible de D.C., y como había dedicado gran parte del día anterior a quejarse, aunque amablemente, de la falta de progresos, no podía dejar la oficina a esta hora e ir a tomarse otra cerveza con el decididamente irrelevante señor Forthrast.

Y después de eso, pasaron otras veinticuatro horas como si nada. Debía de ser porque ahora estaba trabajando, o, como una trabajadora de ropa molona, haciendo una irónica muestra de trabajo, y cuando la gente trabajaba, el tiempo volaba.

Los jefazos del MI6 le pedían que suministrara informes de progresos diarios sobre el GNA, y antes de irse a dormir escribió uno que no le gustó nada. Todo el día había estado «haciendo progresos» según una medida artificial de lo que en realidad significaba: e-mails leídos y escritos, bases de datos escaneadas, listas de pasajeros revisadas, imágenes estudiadas. Pero como nada de todo ese trabajo había conducido a la identificación del jet privado en cuestión, ni a ninguna prueba palpable de que hubiera entrado en Estados Unidos, solo era progreso en sentido negativo. Otro día de progresos semejantes y el GNA estaría muerto y enterrado, y ella estaría en un vuelo de regreso a Londres.

Y por eso permanecía despierta en su cama del hotel, la mente perdida al norte, más allá de la frontera canadiense, a más de ciento cincuenta kilómetros de aquí.

No es que no lo hubieran discutido ya. Canadá era enorme, por supuesto. Todo el mundo lo sabía, pero no lo advertías de verdad hasta que pasabas un rato mirando los mapas. Tan solo Columbia Británica ocupaba una octava parte del tamaño de los estados continentales. Pero no habían podido construir un razonamiento válido de por qué Jones, que tenía su propio avión privado, elegiría aterrizar allí. Nada contra Canadá, naturalmente, que todos reconocían como un país encantador, pero no había nada que justificara que se convirtiese en un objetivo atractivo para un hombre como Jones. Si Canadá hubiera estado vendiendo armas a Israel o bombardeando Pakistán con aviones sin piloto, a Jones le encantaría derribar la Torre CN o poner un coche bomba en un partido de hockey, pero tal como estaban las cosas tendría que entrar en Estados Unidos o se pondría en ridículo.

Cruzar la frontera por un puesto legítimo quedaba fuera de toda cuestión, por supuesto. Tendría que colarse por alguna parte. Y por eso si se dirigía al sur en un avión privado, volando bajo el radar o a la sombra de un avión de pasajeros, desviarse y dirigirse al norte de la frontera no tendría ningún sentido.

Pero, pero, pero. Los aviones no siempre funcionaban perfectamente. Era un error dar por hecho que Jones era un superhombre. Tal vez se habían quedado sin combustible. Tal vez algo había salido mal en ruta y los obligó a truncar el viaje. Ambas hipótesis eran plausibles. Pero las dos llevaban al GNA al reino de la especulación desbocada. Cualquier analista astuto de la CIA y el MI6 podrían pasarse probablemente el siguiente año ideando escenarios en ese sentido, ninguno de lo cuales sería desaprobado, aunque todos serían, por tanto, igualmente carentes de valor.

Al día siguiente era viernes, el principio de su tercer día entero en Seattle y, sospechaba, el último. Los agentes del FBI y los analistas de D.C. trabajarían felizmente juntos durante el fin de semana y esperarían que ella hiciera lo mismo, pero sus e-mails de Londres de primera hora de la mañana sugerían que si al final del día no había podido encontrar ninguna prueba a favor del GNA, entonces tal vez podía destinar su talento a otras cosas.

Todavía tenía contactos en Vancouver: la amable gente con la que ocasionalmente tomaba té durante sus años de «espía de Disneylandia» en la universidad. Contactó con ellos y empezó a tantear la idea del GANA, el Gambito Abreviado Norteamericano; y cuando no la rechazaron de plano, empezó a insistir. Sus métodos eran completamente falaces. Cuando hablaba con canadienses, sugería que su seguridad nacional estaba siendo menospreciada por los yanquis, que creían que al norte de la frontera no había nada que realmente mereciera la pena; y cuando hablaba con los ingleses, hacía montones de referencias a lo aterradoramente listos que eran los analistas norteamericanos y toda la asombrosa tecnología punta que empleaban para buscar pruebas.

Bajo un vasto cielo azul que ofrecía generoso espacio para que las vivaces nubes retozaran y chocaran, el barco de doble estabilizador se deslizaba hacia el sur con poco más de un leve sonido borboteante de las olas contra las tablas del casco y la ocasional salpicadura cuando la afilada proa asomaba tras una cresta y caía al atravesarla. La costa a babor gradualmente se fue haciendo más poblada, con torres de radio que rompían el perfil de las colinas y las ocasionales aldeas: mosaicos de toldos y aleros de brillantes colores a o largo de la ribera, y nidos de pájaros de finos palos marrones tejidos entre frágiles pilares en el agua, festoneados de redes de pesca verdes. Las cimas de las colinas habían sido desnudadas de árboles en una especie de draconiana campaña de tala y habían quedado cubiertas de un pelaje de color caqui de vegetación baja salpicada de surcos erosionados que habían manchado las playas antaño blancas de mugre de color mierda. Llegó un momento en que ya no pudieron recordar la última vez que vieron edificios a lo largo de la orilla, y luego rodearon un pequeño cabo, una gastada punta de roca marrón en forma de puño cerrado, y llegaron a la vista de una ciudad de tamaño apreciable: una playa en forma de media luna, todavía a varios kilómetros por delante, cubierta de edificios de hasta ocho pisos de altura, que se quedaron mirando boquiabiertos como si toda la vida hubieran vivido en la jungla, y, más cerca, la habitual aglomeración de habitáculos más pequeños e improvisados mercados al aire libre a lo largo de la costa, interrumpidos a la mitad por un gran muelle que se internaba en el mar y conectaba por un puente de acero con una instalación que era obviamente una terminal de ferris. Obviamente, al menos, para Yuxia y Marlon, que las veían por todas partes en la zona del mundo en la que vivían, y bastante fácil de deducirlo para Csongor, aunque se había criado en un país sin mar. La carretera que conducía hasta allí era amplia, y congestionada en ese preciso momento por varios autobuses y otros vehículos más pequeños. El capitán señaló el mar, llamando su atención hacia un barco más grande que recorría la costa desde el sur, envuelto en una nube de humo negro: un ferry de pasajeros de Manila. Esto explicaba la multitud de vehículos que se había congregado en la terminal.

La tripulación arrió las velas mientras el capitán ponía de nuevo el motor en marcha, y unos instantes después la proa del barco acuchillaba la arena de la playa y un puñado de chiquillos locales, desde niños de teta a adolescentes, corrían hacia él e iniciaban una gran y alegre pantomima de prestar ayuda, quizá con la esperanza de ganar, o al menos recibir, alguna moneda. Marlon, Yuxia y Csongor saltaron por la borda a las cálidas aguas y se dirigieron chapoteando hasta la orilla y luego sufrieron una interminable ceremonia de sonrisas y apretones de manos y asentir y despedirse que consumió casi todo su tiempo restante antes de que el gran ferry llegara a la terminal. Finalmente se libraron del acoso y recorrieron la playa, seguidos por una fascinada multitud de jóvenes que los saludaban, y saltaron un muro bajo de hormigón desmoronado y pasaron a la zona pavimentada ante la terminal. La temperatura había subido unos diez grados, y de pronto todos empezaron a sudar. Por primera vez en semanas, los olores de los sitios ocupados por los seres humanos (carbón y gasoil, residuos mal tratados, humo de cigarrillos, ajo) atacaron sus fosas nasales. Marlon planteó la pregunta de si deberían subir a ese ferry ahora mismo y viajar hasta Manila, que era un lugar donde consideraba que podría entrar en contacto con sus primos. Pero una mirada a los horarios les dijo que no zarparían todavía hasta dentro de unas horas. Todos habían visto, de camino, aquella fila de edificios a lo largo de la playa que mostraba todas las trazas de ser hoteles. Como no tenían ningún plan concreto ni tampoco tenían en realidad ninguna prisa, acordaron coger un autobús en la ciudad y buscar hotel, que sin duda sería más barato aquí que en la metrópolis, y ver si esta ciudad costera tenía algún cibercafé donde pudieran (si había que dar crédito a Marlon) recoger oro suficiente para pagar habitaciones en el Hotel Manila y comprar billetes de primera clase para el destino que se les antojara. Así que se mezclaron con la multitud que salía del ferry (unas doscientas personas en total) y trataron de decidir en qué autobús debían subirse.

Entre esos pasajeros había una proporción de caucásicos más elevada de lo que cabría esperar en una ciudad de provincias remota, y parecía razonable suponer que se dirigían a los hoteles de la playa. La mayoría actuaba como si ya hubieran estado aquí antes y supieran lo que estaban haciendo. Se encaminaron, y no era de extrañar, a los autobuses más grandes que esperaban ante la terminal. Los vehículos más pequeños (pintorescos híbridos furgoneta/autobús principalmente de fabricación casera) atraían una clientela compuesta principalmente por filipinos. Csongor oyó a un hombre blanco hablar en inglés mientras se abría paso hacia un autobús entre una corriente de pasajeros, y por eso lo abordó y le preguntó si ese autobús iba al distrito de los hoteles. El hombre se volvió a mirarlo cuidadosamente de arriba abajo, y luego le informó, sin demasiada amabilidad, que así era. Csongor le hizo una seña con la cabeza a Marlon, que destacaba una cabeza por encima de la multitud, y Marlon le transmitió la noticia a Yuxia, que estaba perdida en ella, y siguieron a Csongor escaleras arriba y entraron en el autobús.

Olía a perfume, gasoil y cigarrillos. Al menos la mitad de la gente que había en el autobús eran blancos. Pero ahora quedó claro que esta población se desviaba locamente de la curva demográfica: el cien por cien de los blancos eran varones, y la mayoría tenía más de cincuenta años. Tendían a ir vestidos como si pensaran que iban a una especie de safari, y les gustaba llevar gafas de sol aunque estuvieran sentados tras las ventanillas tintadas del autobús. Su inglés tenía un acento que Csongor no podía situar. Su primera suposición fue que eran británicos, pero no era así.

—Estos tipos son de Oz —dijo Yuxia, después de que Csongor, Marlon y ella se hubieran apretujado juntos en la fila de asientos del fondo. Cuando vio que no la entendían, aclaró—: Australia. O tal vez Nueva Zelanda.

Al parecer lo sabía por su experiencia al tratar con excursionistas mochileros en su antigua vida. Así que Csongor observó a los australianos-o-tal-vez-neo-zelandeses y trató de adivinar de qué iban. Tal vez era una especie de convención comercial, un puñado de fontaneros o ganaderos jubilados, o algo por el estilo, que habían reservado unas cuantas habitaciones de hotel durante una semana de diversión barata al sol. Pero no lo parecía. Ninguno de estos hombres conocía a los demás, ninguno hablaba con los otros, lo cual quizás explicaba por qué el tipo al que Csongor había abordado le había dirigido aquella mirada. Tendían a no sentarse juntos en el autobús. Lo hacían solos, o bien compartían asiento con una joven filipina. La proporción filipina del autobús era igual de desquiciada: todas mujeres, todas ellas bastante jóvenes o bien maduras. Las jóvenes podían confundirse con mujeres de veinte años por cómo iban vestidas y maquilladas, pero vistas de cerca parecían tener diecisiete o dieciocho años o quizás aún menos. Algunas parecían ir solas, pero la mayoría iban acompañadas, aunque a distancia, por mujeres maduras, lo bastante mayores para ser sus madres, quienes, con diferencia, no hacían ningún esfuerzo por parece glamurosas.

Todas estas impresiones calaron en el curso del trayecto de quince minutos al distrito costero que habían visto desde el barco. Csongor, Marlon y Yuxia miraban fijamente al frente, como si temieran hacer contacto ocular con lo demás y revelar lo que les pasaba por la cabeza. Cuando el autobús se detuvo delante de un hotel, esperaron hasta que casi se vació del todo, y entonces se levantaron todos a una y recorrieron el pasillo con Yuxia emparedada entre Csongor y Marlon. Ninguna discusión, ningún intercambio de miradas, había sido necesario para decidir ese acuerdo. Cuando Csongor llegó a la salida del autobús, bloqueando casi toda la puerta al detenerse en los escalones, fue recibido por la visión de media docena de chicas filipinas que lo miraban con diversos grados de entusiasmo: algunas mostrando grandes sonrisas deslumbrantes, otras frunciendo el ceño y aburridas o incluso abiertamente hostiles. Pero a medida que fue bajando los escalones y quedó claro que lo seguía una asiática pequeñita que, a su vez, era seguida por un asiático, todas parecieron llegar a la misma conclusión y se marcharon en dirección a los otros autobuses que aparcaban.

Y sin embargo era un sitio ordenado, y ninguno experimentó ninguna sensación particular de haber entrado en un barrio de mala catadura. A Csongor le pareció muy poco distinto de Xiamen. El entorno de los edificios era barato: construcciones de seis plantas apiñadas unas al lado de otras para formar bloques contiguos, separadas por calles abarrotadas y con fachadas compuestas por una mezcla de carteles pintorescos y medidas antirrobo improvisadas. Era, en otras palabras, la calle clásica de las economías asiáticas emergentes, y lo único que la hacía diferente era que los carteles estaban en inglés. O, más lejos de la calle principal, un híbrido de inglés y algo que Csongor no reconoció.

Se produjo una fuerte discusión para largarse inmediatamente de aquí y coger el siguiente ferry hacia Manila, pero a Csongor se le había metido en la cabeza la idea de que, a solo unos pocos metros de distancia, alzándose sobre ellos, había un gran número de habitaciones de hotel razonablemente modernas con camas y duchas. No podían saber qué tipo de teléfonos tendrían, pero al otro lado de la calle que daba a la costa, frente a los hoteles, pudo contar tres cibercafés en una sola manzana. Así que, sin más preámbulos, los tres se dirigieron al hotel que parecía más grande y más nuevo, y poco después, mientras pedían una habitación, se encontraron en su oscuro y atestado vestíbulo, evaluados por muchachas jóvenes con vestidos ajustados que ocupaban los pocos sillones disponibles. El plan al principio fue conseguir una habitación para Csongor y Marlon y otra para Yuxia, pero a la mitad del proceso de registro, Yuxia cambió de opinión y anunció que prefería dormir en el suelo o en el sofá de la habitación de los dos hombres. Lo que significaba, naturalmente, que ella se quedaría con una cama y Marlon o Csongor dormirían en el suelo. Así que pidieron una sola habitación. Casualmente, esto hizo que el precio bajara tanto que pudieron pagar usando los dólares americanos de la cartera de Zula, y por tanto evitaron tener que recurrir a la tarjeta de crédito de Csongor. Csongor no tenía ni idea de si alguna autoridad (china, húngara o de donde fuera) estaba siguiendo su tarjeta, pero parecía más aconsejable no utilizarla a menos que fuera necesario.

La habitación estaba en el cuarto piso. Era pequeña y oscura, con una alfombra manchada y raída, y apestaba a tabaco, alcohol y sexo. Yuxia se acercó directamente a la ventana y la abrió todo lo que pudo (unos diez centímetros) para dejar entrar un poco de brisa del mar.

Parecía que la ducha estaría ocupada durante un rato, así que Csongor bajó de nuevo a la calle y se dirigió a una oficina de cambio que había visto antes y cambió todos los euros de su cartera y los dólares canadienses de la cartera de Peter por la moneda local. Se sintió levemente ofendido, pero no le sorprendió, que no aceptaran los florines húngaros. También entró en cuatro cibercafés y descubrió que todos tenían como clientes a varones caucásicos que generalmente lo utilizaban para ver páginas guarras. Variaban de tamaño, calidad de equipo, horas de funcionamiento y nivel general de amistad. Solo uno de ellos, NetXCitement!, decía estar abierto las veinticuatro horas, cosa que Csongor consideró que podría ser útil dado que ya empezaba a caer la noche y ellos estarían ocupados, durante unas cuantas horas aún, lavándose, vistiéndose y comiendo.

Compró comida china en un puesto de la calle y se la llevó a la habitación, tratando de combatir la urgencia casi abrumadora de abrir los recipientes que olían a ajo y meter la cara en ellos. Un cartel escrito a mano de ¡NO MOLESTEN! colgaba en la puerta de la habitación, sujeto por el mismo marco cerrado. Csongor abrió la puerta, metió la comida, luego salió y volvió a colocar el cartel con cuidado.

—¿Por qué necesitamos esto? —le preguntó a Yuxia, que estaba sentada en una de las camas con el cuerpo envuelto en una toalla. Marlon estaba todavía terminando en el cuarto de baño.

—Los tíos no paran de venir a preguntar si «queremos algo» —hizo el gesto de las comillas en el aire al pronunciar las dos últimas palabras.

Csongor sintió que debía pedir profusamente disculpas en nombre de todos los varones blancos que hubieran vivido jamás, pero no sabía por dónde empezar. Todavía no se había quitado de la cabeza la naturaleza de este lugar y lo que pasaba aquí… sobre todo por las mujeres de mediana edad, que parecían actuar haciendo aproximadamente el papel de chulos, pero que no se le antojaban profesionales. Parecían casi carabinas. Pero singularmente inútiles.

—Lamento que este sea el primer lugar fuera de China que ves —le dijo—. No todo es así. Algún día te llevaré a Budapest y te lo enseñaré. Es muy, muy diferente.

—Primero tenemos que salir de aquí —señaló Yuxia.

—Tengo dinero local —dijo Csongor—. Suficiente para comprar esto —señaló la comida, cuyo aroma, ahora, había hecho que Marlon saliera del baño con una toalla envuelta en la cintura—. Podremos comprar ropa barata y tal vez pagar más de una noche aquí.

—¿No vas a ponerte en contacto con tu madre? —preguntó Yuxia, un poco sorprendida—. ¿No puede enviar ella dinero?

Csongor lo consideró. Cabría pensar que a esas alturas Yuxia, Marlon y él sabrían todo lo que había que saber unos de otros, pero los rigores del viaje habían dejado poco tiempo para dedicarse a conocerse; Yuxia sabía que el padre de Csongor había muerto, pero poco más acerca de su familia.

—Mi madre es una señora muy simpática con la tensión alta que sufre embolias continuamente. Le enviaré una nota diciéndole que estoy fuera del país por asuntos de trabajo, pero no puedo contarle lo que está pasando… sería como arrojarla desde lo alto de un puente. Mi hermano está en Los Ángeles trabajando en su tesis doctoral y hablo con él unas cuatro veces al año.

Yuxia pareció abatida ante la idea de que una familia pudiera ser tan pequeña y tan mal organizada.

—Lo que quiero hacer es investigar —dijo Csongor—. Quiero ver si hay alguna información sobre un terrorista islámico negro que habla inglés y cuyo alias o su nombre real pueda ser Jones.

«Me gustaría que miraras bien la pistola que el señor Jones sujeta contra mi cuello», había dicho Zula en el embarcadero.

—Por lo que sabemos —continuó Csongor—, hay fotos del señor Jones en Internet, y si puedo identificarlo por el nombre, entonces podría considerar acudir a las autoridades y decirles que «tal y cual estuvo en Xiamen hace un par de semanas y tenía un rehén».

—¿Qué autoridades? —preguntó Marlon.

—No tengo ni idea.

—La que se interese —sugirió Marlon.

Se lanzaron a la comida, casi literalmente, y no hablaron mucho durante un rato. Fue la mejor comida que Csongor había tomado en su vida, y se maldijo por no haber traído diez veces esa misma cantidad.

—¿Quieres ponerte en contacto con tu familia, Yuxia? —le preguntó a la muchacha cuando pudo volver a hablar. Esto creó en su rostro un retortijón de dolor que resultó obvio y que dejó a sus dos compañeros algo apurados.

—No pienso en otra cosa —dijo ella al cabo de un rato—, pero quiero esperar hasta que estemos en algún sitio que parezca más seguro.

Csongor entró en el cuarto de baño y encontró las ropas húmedas de Yuxia y Marlon diseminadas por todas partes. Todos habían llevado los mismos atuendos durante dos semanas, y ocasionalmente los habían lavado con agua salada. Abrió la ducha y se metió en ella vestido, usó una pastilla de jabón para llenar de espuma el interior y el exterior del tejido, y luego se desnudó y lo dejó todo en el sueño de la bañera mientras se lavaba, dejando que el agua jabonosa corriera por su cuerpo y cayera hasta la ropa, que pisaba con los pies. Finalmente pasó un minuto enjugándose, y luego apagó la ducha y se empezó a secar. Era un hombre velludo, un anuncio viviente de la industria de las ceras depilatorias, y parecía que su pelaje era capaz de conservar un litro de agua. Escurrió la ropa lo mejor que pudo y la colgó donde encontró un sitio, aunque no creía que fuera a secarse nunca. Pero bajo el lavabo había un secador en una peana, y lo cogió y lo usó para secar la ropa interior y luego los pantalones (que hacía tiempo que había recortado por las rodillas) y después la camisa.

Después de que se vistiera, Yuxia y luego Marlon rotaron en el cuarto de baño, para secar sus ropas y ponérselas, y luego salieron a la calle y se dirigieron al NetXCitement!, donde dedicaron un rato a situarse. Los baremos y costumbres aquí eran radicalmente distintos a los que prevalecían en los wangba chinos, y Marlon tardó un poco en acostumbrarse. Aquí no había ninguna necesidad de enseñar el carné de identidad, y no había policías de la OSP dando vueltas y echando un ojo. El lugar podía ser grande para los baremos de esta ciudad provinciana, pero era diminuto comparado con un wangba chino: no tenía más que veinte terminales, más el espacio de los mostradores donde unos veinte clientes podían conectar sus portátiles personales. Y en vez de estar llenos de adolescentes chinos jugando, estaba lleno de viejos blancos que miraban fotos picantes o, en algunos casos, enviaban e-mails y chateaban.

Tras haber sorteado estos rápidos culturales, Marlon se quedó con el ordenador más caro y más rápido que había, con la excusa de que T’Rain consumía un montón de memoria y energía, así que Csongor alquiló uno más normalito que había cerca.

Hubo un nuevo shock cultural cuando Marlon descubrió que T’Rain ni siquiera estaba instalado en este ordenador y que tendría que descargarlo, un procedimiento que en algunos establecimientos habría consumido muchas horas. Aquí tardó veinte minutos. Por el motivo que fuera, NetXCitement! tenía una conexión rapidísima a Internet.

Mientras tanto Csongor había estado pensando en la situación de Yuxia.

—Creo que conozco una manera para poder enviar un mensaje a tu familia sin revelar nuestra situación —dijo.

Había estado curioseando en el ordenador que había alquilado y había descubierto que estaba lleno de spyware, troyanos y virus hasta el punto de ser casi inutilizable. Y por eso empezó a reconstruir la máquina desde cero. Dividió el disco duro en dos particiones, una grande y otra pequeña, y reinstaló su copia pirata existente de Windows, y todo el software pirata, los virus y demás en la partición grande. Luego se puso a descargar Linux en la partición pequeña. Esto implicó realizar un número al parecer interminable de reinicios, durante los cuales tuvo tiempo de sobra para explicarle las cosas a Yuxia.

—Pondremos a funcionar a Tor en esta máquina —dijo—. Todo nuestro tráfico IP será anónimo, siempre que usemos el navegador adecuado… y mientras no le digas a tu familia dónde estamos, nadie podrá rastrearnos usando la IP.

La noticia de que pronto podría contactar con su familia había afectado poderosamente a Yuxia. Csongor se preocupó durante un rato de explicarle por qué el procedimiento tardaba tanto tiempo, por qué tenía que seguir reiniciando el ordenador, por qué insistía en abrir tantos pequeños archivos llenos de críptica jerga en Unix y hacerles pequeñas correcciones, qué significaba configurar e instalar Tor. Cuando por fin tuvo a la máquina en marcha y plenamente segura, con su cortafuegos y su instalación anónima de Linux (una hazaña por la que habría cobrado a un cliente comercial montones de euros), le entregó el ordenador y luego se levantó y se acercó a Marlon, que terminaba las últimas fases de conectar con T’Rain online.

—¿Cómo funciona? —preguntó—. Tu personaje va a ese sitio.

—Ha estado allí todo el tiempo —dijo Marlon—, esperando en su ZH a que yo vuelva a conectar.

—Vale, ¿pero tiene vasallos?

—Unos mil.

—Guau.

—Solo son veinte o treinta jugadores reales —dijo Marlon—, miembros del da O shou. Pero cada uno tiene unos cuantos dibus…

—¿Dibus?

—Personajes. Y tienen dibus de vasallos de bajo nivel que básicamente no son más que robots que van por ahí. Yo soy el SF, el Señor Feudal, de todo esto. Puedo ver todo el oro que hayan escondido, y cogerlo: me pertenece.

—Así que tu dibu puede ir a ese sitio…

—Torgai.

—Sí. Donde vives. Donde vive el Troll.

—No tiene que ir allí. Está allí ya. Su ZH está en una cueva allí en medio.

—Vale, así que puede salir de la cueva y echar un vistazo alrededor y ver oro que sería invisible a cualquier otro. Puede coger ese oro y meterlo en su bolsa.

—Tal vez. Si es que puede salir.

Csongor advirtió que Marlon había abierto una ventana en el navegador en vez de conectar directamente a T’Rain. Parecía estar escrutando los chats chinos. Csongor no sabía leer el texto, pero era obvio por los dibujos del chat que trataba sobre T’Rain: era una especie de foro donde los jugadores intercambiaban información y opiniones, y el texto chino estaba lleno aquí y allá de «LOL», «FFS», «w00t» y otras expresiones de mensajes de texto.

—¿Por qué no ibas a poder salir?

—Alguien podría estar esperándome. O todo el lugar haber sido conquistado por un ejército que haya venido a hacerse con el oro. Me eliminarían en cuanto saliera de la cueva.

—¿No puedes esconderte? ¿Con hechizos de invisibilidad o algo?

—Depende de su poder. Si me dejas leer un momento, podré descubrir lo que ha estado sucediendo en torno a este lugar.

Como le había dado largas, Csongor volvió a ver cómo estaba Yuxia, que redactaba un mensaje en una ventana. Estaba ansioso por que terminara para poder hacer un poco de navegación anónima por su cuenta, pero ella se estaba tomando su tiempo. Muy bien. ¿Cómo podría explicarse ante su familia?

—Recuerda —sugirió—, aunque los policías chinos no puedan rastrear tu localización, pueden leer tu e-mail. Así que no digas nada que no quieras que los polis sepan.

—No soy estúpida —dijo Yuxia llanamente.

Doblemente rechazado, Csongor volvió con Marlon, que parecía haber terminado su reconocimiento.

—Tenemos suerte —dijo—. Es un caos total. Nadie tiene la hegemonía. Perfecto para mí.

—Parece peligroso.

—Puedo combatir a bandidos y ladrones —dijo Marlon fríamente—, pero no a un ejército.

Con eso, lanzó la aplicación de T’Rain propiamente dicha y tecleó un nombre de usuario y una contraseña. Una galería de personajes apareció en la pantalla, todos parpadeando y respirando y rascándose. Bajo cada uno de ellos había un texto en forma de pergamino que indicaba, al parecer, su nombre. La mayoría estaban escritos en chino. La mirada de Csongor se dirigió a uno de ellos, que había visto antes, en la nota original de rescate. Era un troll. Su nombre, claramente escrito en caracteres latinos, era REAMDE.

Marlon hizo doble clic en Reamde. La imagen creció hasta llenar la pantalla, adquiriendo resolución y tridimensionalidad mientras los demás se difuminaban y aplanaban, Reamde se dio media vuelta, dándoles la espalda. Ahora miraban por encima del hombro del troll. Había estado durmiendo en una cueva y ahora acababa de levantarse y contemplaba sus inmediaciones. En una rápida serie de movimientos programados, Reamde se puso ropas, armadura, armas y botas y se echó una mochila al hombro. Entonces, respondiendo a las órdenes de los dedos de Marlon, echó a correr, dirigiéndose hacia la salida de la cueva: un cielo nocturno estrellado asomaba a través de una burda abertura. Unos instantes más tarde Reamde salió al mundo de T’Rain.