DÍA 15

Por entonces ya había un tren que llevaba a los pasajeros directamente desde Sea-Tac a una estación en el centro que estaba prácticamente en el sótano de la sede de la Corporación 9592. En todos los sentidos era más rápido, más seguro y más eficiente que el anticuado procedimiento de ir al aeropuerto en un vehículo privado a recoger a un visitante. Richard siempre insistía en que la gente cogiera el maldito tren. Pero hoy el pasajero que llegaba era John, y no había ninguna duda de que esto requería la ceremonia anticuada y formal: comprobar la hora de llegada del vuelo en la página web de Alaska Airlines, ir en coche al aeropuerto, aburrirte esperando, el largo silencio telefónico roto por mensajes de texto que aparecían en la pantalla (ATERRIZANDO, EN PISTA, ¡TODAVÍA EN PISTA!, ESPERANDO DESEMBARCAR, SEÑORA GORDA BLOQUEANDO EL PASILLO), la zambullida cuidadosamente cronometrada en la confusión de la zona de llegadas. John, un ciudadano mayor/veterano de combate sin piernas, podría haber recibido un trato especial por parte de las autoridades del aeropuerto con al menos tres pretextos, pero parecía resultarle divertido salir por las puertas por sí mismo con las maletas al hombro y navegar con sus zancos entre el jaleo de los vehículos aparcados hasta la parte trasera del todoterreno de Richard. Llevaba equipaje para un largo viaje: un viaje a China.

Solo habían pasado cuatro días desde que Dodge salió de Iowa, lo que permitía no tener que darse un abrazo. Y si no iban a abrazarse, tenía poco sentido estrecharse la mano. De todas formas, sus manos estaban ocupadas, bajando la puerta trasera del todoterreno. John, siempre el hermano mayor, inició el movimiento, y Richard, sintiendo como si fuera una especie de mal anfitrión, extendió las manos solo una fracción de segundo más tarde y las apoyó en la puerta justo cuando ya empezaba a bajar. Cuatro manos Forthrast la cerraron con mucha más fuerza de la que era necesaria, y entonces se dieron media vuelta, cada uno se dirigió a su parte del vehículo, y se sentaron al unísono en los asientos delanteros.

—Puedes echarlo hacia atrás —dijo Richard, refiriéndose al asiento de John.

—Está bien —insistió John, hablándole desde una división cultural que nunca era fácil de navegar. La idea era que aunque el asiento de John estuviera demasiado echado hacia delante (limitando el espacio para sus piernas y reduciendo su nivel de comodidad física) el simple hecho de echarlo hacia atrás unos centímetros era, para los baremos del Medio Oeste, un desperdicio gratuito de energía además de una admisión implícita de que el interfecto era el tipo de persona que no podía manejar un pequeño problema.

Richard se detuvo un instante, se acomodó en el asiento, y se preguntó si debía conducir o no. Era mediodía. No había dormido en toda la noche. Entonces se recompuso, miró por ambos retrovisores, comprobó el punto ciego, y se internó suavemente en el tráfico. Igual que en la autoescuela.

—Tienes casi todo el día por delante para matar el tiempo antes de que partamos para China —dijo Richard cuando llegaron a la I-5. Se había ajustado a la cosa cultural, y no dijo «unas cuantas horas para relajarte», ni «refrescarte», ni «recuperarte del vuelo», que podría haber sido interpretado como que John no estaba preparado para el estrés de los vuelos modernos. «Matar el tiempo» implicaba que las cosas no se movían lo bastante rápido para el gusto de Richard—. Mi casa está frente a la oficina, así que puedes ir allí y darte una ducha si quieres, conectar con Internet…

—Me gustaría sentarme contigo y volver a echarle un vistazo —dijo John.

—No vas a ver nada nuevo.

—Hay algunas palabras que son difíciles de distinguir en mi copia. La letra de Zula nunca ha sido muy clara…

—Tu copia es mi copia, John. Escúchame. Estamos hablando de archivos digitales. Lo que te envié por e-mail es una copia exacta y perfecta de lo que yo recibí de ese tipo de China. Mirar mi copia no va a ayudar en nada.

—En la segunda página —insistió John—, hay una línea que está borrosa.

—Es una nota escrita a mano en toallitas de papel marrón —dijo John—. El tipo lo puso en una mesa y apuntó con la cámara de su móvil y rezó a los dioses. La calidad de la imagen es pobre. Pero tu copia es tan buena como la mía. La única forma de conseguir información es ir a China, y es lo que vamos a hacer dentro de ocho horas.

—¿Por qué no podemos salir antes? —preguntó John, aunque ya lo sabía.

—Los visados —le recordó Richard.

Cinco días antes, inmediatamente después de su encuentro con Skeletor, Richard les dijo a sus pilotos que se tomaran un día libre para disfrutar de los placeres del Reino K’Shetriae y luego se reunieran con él en el FBO de Sioux City. Luego corrió al Grand Marquis que había alquilado y se puso a conducir con destino a casa. Nunca se refería, ni pensaba en la granja de John como casa a menos que las cosas estuvieran realmente mal. Imaginó que conducir le sentaría bien. Parecía que su cerebro necesitaba algo y el viaje debería ser una buena oportunidad. Los últimos días había estado intensamente ocupado, manipulando los peores defectos de la personalidad de Don Donald y de Skeletor: la avaricia del primero y la inseguridad del segundo. Una actuación que debería haberle echado encima a las Musas Furiosas. Sin embargo, permanecieron en silencio. Quizá lo habían dejado por fin para molestar a otros ex novios que tenían alguna posibilidad de mejorar con sus sugerencias. Así que su cerebro estuvo extrañamente vacío e inactivo durante las cuatro horas de viaje.

No se recuperó hasta que estuvo ya cerca de la granja, siguiendo la carretera comarcal que tantas veces había recorrido en bicicleta cuando era niño, y contempló las colosales turbinas eólicas que John y Alice habían estado levantando. Hoy soplaba una brisa decente, y las máquinas zumbaban lo más rápido de lo que eran capaces. Todas llamaban la atención por su movimiento, hasta el punto de que casi le resultaba difícil no apartar los ojos de la carretera. Pero entonces sus ojos se clavaron en una que tenía directamente delante, a causa de un pequeño serpenteo que hacía la carretera, para evitar una curva cerrada. Estaba en reparaciones, aparentemente, porque habían desmontado las aspas y estaba allí inerte, el único ser muerto en este torbellino de hojas blancas.

Richard pudo desviarse a la cuneta y pisar el pedal de freno antes de echarse a llorar.

Por eso su cerebro había permanecido en silencio. Porque sabía que Zula estaba muerta.

Apareció en la puerta de la granja de John y Alice con los ojos rojos y los encontró en el mismo estado. No le preguntaron qué había estado haciendo, por qué tanto nerviosismo. Daba igual. Desde esa distancia, el gambito con D-al-cuadrado y Skeletor parecía ridículamente lejano y baladí.

Se quedó a pasar la noche, manteniendo la mirada en el suelo cada vez que se movía por la casa para no toparse por accidente con una fotografía de Zula. John no hablaba mucho; tenía en su ordenador una base de datos de posibles pistas en las que trabajaba de manera obsesiva. Pero su ordenador, como Richard pudo ver nada más verlo, estaba repleto de malware, y funcionaba a una centésima parte de su velocidad normal y se colgaba unas cuantas veces cada hora. Pensó en ofrecerse a ayudarlo. Pero el hecho de que John lo tolerara era prueba de que sabía que no había ninguna esperanza, que solo estaba aguantando. Alice se mostraba silenciosa e inactiva excepto por algún estallido ocasional de energía maniática, en diversos estados de pena. La única persona con la que Richard se sentía cómodo era su padre, así que se pasó la mayor parte de la noche sentado a su lado en su cueva, escuchando el siseo y el borboteo de su aparato de mantenimiento biónico, viendo los programas de televisión que le apeteciera ver con el mando a distancia. La gente seguía llamando a casa, pero no sabían qué hacer. No es que fuera una muerte de verdad. No se podía enviar flores. Hallmark no hacía tarjetas para desapariciones. Era como una repetición del rayo que mató a Patricia: demasiado extraño para colar bien entre los engrasados canales del pesar y la condolencia.

El desayuno estuvo mejor, con los tres hablando de Zula, contando afectuosamente historias de ella, como hacía la gente con los muertos. Su padre escuchaba las historias y asentía y sonreía en las partes adecuadas. Richard los abrazó, se subió al Grand Marquis, condujo hasta el FBO, y estuvo de vuelta en Seattle cuatro horas después. Eso fue el viernes. Durante el fin de semana se quedó en casa, online la mayor parte del tiempo, gravitando sobre las Torgai en una ventana mientras, en otras, estudiaba estadísticas en tiempo real de las bases de datos de T’Rain. No le importaban los detalles. Dudaba que nada de todo eso fuera a ayudar. Pero había tomado una decisión, a principios de la semana pasada, que podría ayudarlos a obtener más información si las Torgai continuaban siendo un caos y no caían bajo el control de ningún Señor Feudal concreto. Su expedición a Cambridge y a Nodaway había sido solamente para asegurar el nivel de caos necesario, y parecía haber funcionado. Don Donald, después de un lento inicio, tenía ahora cinco niveles y decenas de miles de vasallos elegidos con sumo gusto, y aparentemente tenía el buen sentido de delegar las decisiones militares a jugadores que ya tenían experiencia en eso. Skeletor, mientras tanto, había recuperado su personaje más poderoso, con el que no jugaba desde hacía varios meses, y había hecho un intento bastante impresionante por penetrar hasta el centro del castillo donde estaba pertrechado el personaje de D-al-cuadrado y asesinarlo. En el último minuto, fue detectado y eliminado tan rápido que no tuvo tiempo de Secuestrar toda su Propiedad Virtual. Así que ese material cayó en manos de la Coalición Terrosa (que no podía utilizarlo porque era tan chabacano), y el personaje de Skeletor salió del Limbo desnudo, pobre y considerablemente reducido de poder. Lo cual era probablemente lo mejor de todas formas, ya que Devin tenía otros personajes mejor equipados para desempeñar el papel de rey guerrero: menos poderosos pero con redes de vasallos más profundas y mejor desarrolladas.

Esas distracciones habían impedido que Richard pensara mucho en Zula durante todo el fin de semana y la mayor parte del lunes, que dedicó a largas reuniones mal planteadas sobre cómo debería tratar mejor la compañía con este último giro en la Guerrea. Volvió tarde a casa con comida tailandesa para llevar, se tumbó en el sofá y trató de ver una película, pero no dejaba de mirar la pantalla del portátil. Esto era parte de la estrategia de la Corporación 9592: habían contratado a psicólogos, invertido millones en un proyecto para sabotear las películas (sí, el medio del cine entero) para que sus clientes/jugadores/adictos estuvieran en un estado mental donde simplemente no pudiera concentrarse en dos horas de diversión filmada sin que sonaran sirenas de alarma en sus médulas diciéndoles que necesitaban conectar con T’Rain y ver qué se estaban perdiendo.

Fue durante una de esas incursiones, la película en pausa y un enfrentamiento en Torgai ardiendo en una ventana en la pantalla, cuando advirtió que tenía un nuevo e-mail, anunciado como posible spam. En el asunto, unos caracteres chinos. Lo borró sin mirar. Pero algo lo dejó sumido en la duda. Richard no sabía chino. Pero en los últimos días había intentado descubrir algo sobre ese lugar llamado Xiamen y había ido pescando material al azar en Internet. Algunas de las páginas que había encontrado estaban en inglés, otras en chino, muchas en una mezcla de ambos idiomas. Pero se había acostumbrado a ver un carácter chino que destacaba por su sencillez: solo un cuadrado al que faltaba el lado inferior, y una pequeña virgulilla en la parte superior. Era la mitad del símbolo formado por dos caracteres que quería decir «Xiamen». Y puede que estuviera imaginando cosas, pero le daba la impresión de que lo había visto en la línea del asunto de ese mensaje de spam. Así que fue a la papelera de reciclaje, recuperó el mensaje y lo abrió.

No contenía ningún texto, solo tres imágenes consecutivas, cada una de ellas una fotografía de una toallita de papel marrón con palabras escritas con tinta negra.

La primera línea del mensaje en la toallita era una dirección de correo electrónico de la Corporación 9592 que Richard usaba solamente para comunicaciones personales. La segunda línea era una fecha, entre signos de interrogación: dos viernes atrás, tres días después de que Zula y Peter hubieran desaparecido del loft de Georgetown. Así que la nota tenía diez días.

Tío Richard:

Espero que le envíes esto a John y a Alice si alguna vez lo rescatan de la tubería donde voy a esconderlo. Me pareció que tu dirección de e-mail funcionaría mejor que la suya. El PC de John tiene malware.

Esta es mi primera carta como damisela en peligro, así que espero estar dándole el tono adecuado. Tengo mucho tiempo por delante y un dispensador entero de toallitas de papel, así que puedo producir varios borradores si es necesario.

Como ya sabes probablemente si estás leyendo esto, estoy en la planta cuarenta y tres de un rascacielos sin terminar en el centro de Xiamen. Me retienen cautiva (odio esa palabra, pero encaja) en el cuarto de baño de señoras junto a una suite de oficinas que está siendo utilizada como piso franco por un ruso que se hace llamar Ivanov, aunque claramente no es su nombre. Creo que formaba parte de un grupo del crimen organizado ruso pero los ha traicionado, o al menos los ha decepcionado hasta el punto de creer que va a terminar mal. Tenía en marcha algún tipo de timo financiero con el dinero de su fondo de pensiones, trabajaba con un contable escocés en Vancouver llamado Wallace, que era un jugador de T’Rain muy activo. El ordenador de Wallace se infectó con REAMDE…

… y la nota continuaba contando una historia que, aunque resultaba extraña en un montón de aspectos, explicaba mucho de lo que había intrigado a Richard desde hacía una semana. Lo que se narraba en la carta terminaba con lo que solo podía ser considerado un cliffhanger: Peter y ella y otro tipo habían identificado al Troll, y ella tenía la impresión de que los rusos estaban haciendo preparativos para ir a por él. Suponiendo que la carta hubiera sido escrita a primeras horas de la mañana del viernes hora de Xiamen, esto encajaba perfectamente con las estadísticas de Corvallis que indicaban que el Troll y sus secuaces habían desconectado de repente el viernes por la mañana.

El resto de la carta consistía en una serie de notas personales dirigidas a diversos miembros de la familia, basada claramente en la suposición de que Zula nunca volvería a verlos. Richard había intentado leerlo unas diez veces y nunca había podido llegar al final.

Despertó a John y Alice inmediatamente, por supuesto, y John hizo las maletas y se dirigió en coche al aeropuerto de Omaha, mientras Alice llamaba para reservar un vuelo matutino a Seattle. Richard llamó a la compañía donde alquilaba el jet para concertar un vuelo inmediato a Xiamen, y allí le advirtieron que necesitaba un visado. Había permanecido despierto hasta las tantas de madrugada investigando la política china de visados y descubrió que había que hacerlo a través de un consulado, el más cercano de los cuales estaba en San Francisco, y por eso a las cinco de la mañana envió a una secretaria a Sea-Tac con su pasaporte y toda la documentación necesaria para obtener un visado por la vía ultrarrápida. Richard llamó a John durante una escala en Denver y lo dirigió a San Francisco para que pudiera entregarle su pasaporte a la misma secretaria. John cogió entonces el siguiente vuelo a Seattle. Los recientes mensajes de texto de la secretaria indicaban que todo funcionaba según lo previsto y que probablemente podría coger el vuelo de las seis de la tarde de vuelta a Seattle, lo cual pondría los visados en sus manos a eso de las ocho y permitiría despegar de Boeing Field a las nueve.

—He estado viendo la página de Facebook con lo que supongo que podríamos llamar inquietud —dijo Richard—. Todavía no hay filtraciones —palpó una copia en papel del mensaje en la toallita que estaba colocado en la consola situada entre los asientos centrales del coche.

—Estoy seguro de que no las habrá —respondió John—. Tu llamada llegó en mitad de la noche, no había nadie en casa más que Alice y yo, nadie sabe nada.

Habían acordado que no divulgarían la existencia de la nota de Zula todavía: la noticia se expandiría muy rápidamente, y podría complicar la investigación, o como se llamara lo que estaban haciendo.

—¿Recibió tu amigo alguna información del tío que envió el e-mail? —preguntó John.

—No sabemos si es un tío —le recordó Richard—. Nolan está en ello, pero ahora mismo es media noche en China, y no tiene mucho de dónde tirar. Dijo que era el equivalente a una dirección de Hotmail.

—¿Qué quieres decir? —preguntó John, malhumorado. Él tenía una cuenta de Hotmail.

—Una cuenta anónima fácil de conseguir usada con frecuencia por los que se dedican a hacer spam —explicó Richard—. Lo que te estoy diciendo es que quien me envió ese e-mail probablemente quería hacerlo de una manera anónima e imposible de rastrear.

—Tal vez podamos localizarlo por el rascacielos.

—No sabemos qué rascacielos es —señaló Richard—. Zula no se molestó en especificarlo en la nota. Probablemente supuso que, si llegaban a encontrar la nota, todo el mundo sabría de qué edificio se trataba.

John reflexionó.

—En cambio lo que tenemos es una especie de filtración o de soplo.

—Eso creo.

—¿Y la policía de Seattle?

—Llamé al detective y dejé un mensaje de voz. Le dije que teníamos pruebas de que Zula estaba viva el viernes, pero no en Seattle. Creo que queda fuera de su jurisdicción.

—Deja fuera de su jurisdicción la parte de la desaparición —dijo John—. Pero significa que se cometieron delitos en Seattle. Asesinato y secuestro y asalto y Dios sabe qué más…

Richard asintió.

—Y estoy seguro de que los detectives de Seattle que trabajan en ese tipo de delitos van a interesarse mucho por la nota de Zula. Pero eso no tiene nada que ver con que nosotros la traigamos de vuelta sana y salva.

—Lo tiene si las partes responsables pueden ser identificadas, localizadas, extraditadas…

—Algo gordo sucedió en Xiamen ese viernes, solo unas horas después de que Zula escribiera esa nota —dijo Richard. Había evitado mencionárselo a John y Alice hasta ahora porque no estaba seguro de que estuviera conectado con Zula y no quería confundirlos e inquietarlos y añadir un buen número de pistas falsas adicionales a la ya gruesa base de datos de John.

—Adelante, te escucho —dijo John, que no había oído más que el siseo de los neumáticos sobre el asfalto mojado, el chirrido de lavadora de los limpiaparabrisas.

Richard suspiró.

—Estoy intentando calcular por dónde empezar.

Pensó en el nivel de pura energía de la que tendría que hacer acopio para explicar las investigaciones que había estado llevando a cabo con Corvallis, el estado de la batalla por las Torgai, y todo lo demás. Y se sintió abrumadoramente cansado.

—Estoy a punto de salirme de la carretera —dijo—. Vamos a mi casa a tomar un café.

Pero resultó, cuando llegaron al piso de Richard, que fueron en direcciones distintas para poner en marcha la cafetera, usar el cuarto de baño, comprobar el correo electrónico, hacer llamadas telefónicas. Para cuando Richard estuvo listo para volver a conversar, John estaba dormido en el sofá, y para cuando John despertó de su siesta, Richard se había quedado frito en su cama. Más tarde, ambos despiertos al mismo tiempo, prepararon sándwiches y contemplaron por la ventana el sol ponerse sobre las Olympics; las nubes eran todavía gruesas, pero la luz roja se extendía ante ellos como si China misma estuviera acechando a pocos kilómetros de la costa, brillando en rojo como una enorme fragua. Richard no podía quitarse de la cabeza que pronto cazarían esa luz roja hacia el oeste, y John no parecía tener ganas de hablar tampoco. Allí era ya de día. Nolan, refugiado en su casa de Vancouver, enviaba e-mails, hacía llamadas telefónicas, tiraba de hilos, hacía acuerdos para conseguir traductores y mediadores que recibieran a los Forthrast en el aeropuerto de Xiamen, intentando enterarse de lo que había estado haciendo la OSP allí. Era enormemente difícil entender la situación. ¿Era la OSP consciente siquiera de la existencia de la nota de Zula? Quizás a Richard se la había filtrado un fontanero cualquiera que quería hacer una buena obra y no ser identificado. O tal vez la OSP lo sabía todo el tiempo y la había colocado delante de Richard como señuelo para atraerlo a Xiamen e interrogarlo. O tal vez habían pretendido mantenerlo en secreto, pero alguna filtración dentro de la OSP se había encargado de enviarle a Richard una copia. Nolan vacilaba entre instar a Richard a no poner un pie en China y ayudarle a llegar allí lo más rápido posible. Richard no tenía ninguna duda: un miembro de su familia estaba metido en problemas allí y tenía que ir.

Corvallis había estado siguiendo el vuelo de la secretaria desde San Francisco. Apareció por el piso y ayudó a llevar la maleta de John a su Prius, que estaba esperando en el carril de carga y descarga delante del edificio. Richard y John acabaron apretujándose juntos en el asiento trasero para poder hablar camino de Boeing Field.

En realidad Richard no quería hablar de esto, pero le debía a John suministrarle la información antes de que subieran al avión que los llevaría a China.

—Hubo dos incidentes separados que sepamos —dijo—. Parece que sucedieron con dos horas de diferencia. El incidente número dos está mejor documentado: un terrorista suicida se inmoló en el control de seguridad de una conferencia internacional. Murieron un par de policías chinos; hubo heridas de metralla y cristales.

—¿Cómo está conectado esto con Zula? —preguntó John.

—No tenemos ni idea. Pero el incidente número uno es más turbio y tal vez más relevante. Un edificio de apartamentos voló por los aires no lejos del centro. Lo han achacado a una explosión de gas. Esa es la historia oficial. Pero Nolan tiene algunas fuentes en Xiamen, fuentes a las que tal vez veamos mañana, que han estado preguntando, y en la calle se dice que la explosión sucedió en medio de un tiroteo que tuvo lugar en las plantas superiores del edificio.

Silencio durante un rato. Richard, que ya había pasado por eso antes, sabía lo que estaba pensando John: estaba en estado de negación, tratando de encontrar motivos por los que esto no tenía nada que ver con Zula.

—Ahora —continuó Richard, hablando lo más amablemente que pudo—, hemos descubierto por la nota de Zula que estaba con esos rusos que entraron ilegalmente en el país y que iban armados. Sabemos que estaban buscando al Troll.

—Los hackers que crearon el virus —tradujo John.

—Sí. Si consiguieron localizar a los hackers, entonces ese tal Ivanov debía de ser un tipo lo bastante loco como para ir a buscarlos pegando tiros. Quién sabe, tal vez incluso usaron granadas o cargas de morral.

—¿Por qué demonios iban a usar cargas de morral? —preguntó John. Hacía tiempo que había superado el hecho de que Richard se hubiera escapado del reclutamiento. Pero odiaba cuando su hermano se metía a hablar de temas de los que no sabía nada y él tenía experiencia personal.

—No sé, John. Solo intento pensar un motivo por el que el edificio voló por los aires. Porque el edificio ya no existe. Está destruido.

—Una carga de morral no tendría potencia para derribar un edificio de muchos pisos.

—Bueno, vale, entonces tal vez fuera una explosión de gas, pero se produjo como resultado del tiroteo.

—¡Tal vez no tuvo nada que ver con Zula! —protestó John.

—Pero John, la cosa es que… y Corvallis aquí presente puede explicarlo mucho mejor que yo, al mismo tiempo que tuvieron lugar el tiroteo y la explosión, el Troll desapareció de Internet. Y no ha vuelto desde entonces.

La parte posterior del cuello de Corvallis se volvió roja. Pasaron ante el loft de Peter. Todos guardaron silencio durante un rato. Según la nota de Zula, un hombre, Wallace, había muerto allí dentro.

Solo un par de minutos más tarde dejaron atrás Airport Way y se dirigieron a la vía de servicio que conducía al FBO.

Considerando el valor neto de su clientela, cabría esperar un sitio con más relumbrón. Pero era solo un edificio cuadrado de dos plantas que daba a la vía de servicio (una carretera pública) por un lado y a la zona restringida de la pista del aeropuerto por la otra. La alta verja del aeródromo se extendía hasta una pared y luego continuaba por el otro lado. Cuando se apartaron de la carretera, entraron en un aparcamiento donde solo había unos pocos coches y que terminaba en la verja, o más bien en una gran puerta giratoria que había en ella. Corvallis se acercó hasta allí y detuvo el coche. Richard se bajó. En cuanto el personal lo reconoció, pulsaron el botón que hacía que la puerta se abriera. Richard indicó a Corvallis que avanzara, y el coche entró en la pista y se dirigió a un avión que había aparcado a poco más de ciento cincuenta metros de distancia. Richard los siguió a pie y saludó al piloto por su nombre cuando este salió de la carlinga y bajó la escalerilla. Corvallis aparcó a respetuosa distancia del tren de aterrizaje del avión y luego abrió la puerta trasera del Prius y los hombres formaron una fila para ir subiendo el equipaje a la bodega de carga del avión. Richard prestaba más atención a estos detalles desde que sabía que dos semanas antes Zula había pasado por la misma puerta con los rusos.

El piloto, como de costumbre, estaba preparado para despegar, pero todavía estaban esperando a la secretaria con los visados. Los invitó a subir a bordo y a ponerse cómodos; el auxiliar de vuelo había traído sushi. John, para quien este tipo de viaje era todavía una novedad, aceptó la invitación. Richard regresó al FBO, pensando en tomar una taza de descafeinado y pillar un periódico. La parte del edificio que daba al aeropuerto era un vestíbulo, limpio y razonablemente bien surtido pero no demasiado lujoso. A cualquier hora del día o de la noche podías ver a unas cuantas personas, individuos o grupos pequeños, sentados allí comprobando el correo electrónico y esperando sus aviones. En este momento concreto solo había una persona, una mujer asiática de veintipocos años, pelo corto, vestida con vaqueros y una especie de chaqueta elegante que hacía que sus vaqueros parecieran un poco más serios. Estaba leyendo una novela y tomando té. Richard se dirigió a la máquina de café y empezó a pulsar botones. No dejaba de estar atento a la ventana, para ver cuándo llegaba el taxi que traía a la secretaria de San Francisco con los visados.

—¿Señor Forthrast?

Las palabras fueron pronunciadas con acento inglés. Richard se volvió, sorprendido, y vio que se trataba de la mujer asiática. Estaba a tres metros de él con una actitud algo mojigata, las muñecas cruzadas por delante para sujetar el libro como escudo delante de su pelvis. «Lo siento, sé que esto es un poco embarazoso.»

—El mismo.

Richard podía leer las señales bastante bien: era una jugadora empedernida de T’Rain que quería hablar con él del juego, o alguien que quería desesperadamente un trabajo en la Corporación 9592. Trataba con ambos tipos todo el tiempo, sin dejar de mostrarse amable.

—No vaya a China.

Richard estaba viendo la espuma gotear de la máquina de café con leche, pero ahora volvió la cabeza para mirarla. Ella parecía pedirle disculpas. Pero se mostraba bastante firme.

—¿Cómo demonios sabe adónde voy?

—Zula no está allí —dijo la mujer—. Es un callejón sin salida.

—¿Cómo sabe nada de esto?

—Estuve allí.

En retrospectiva, Olivia nunca había hecho más ni viajado más lejos para conseguir tan poco como en los diez últimos días.

Después de despedirse de George Chow en el aeropuerto de Taipéi, voló a Singapur. Obsesionada por la idea de que todo el mundo la miraba raro, monopolizó un cuarto de baño en el aeropuerto durante un rato, hasta quitarse el ridículo maquillaje que la esteticista de Chow le había puesto en la cara cuando estaba en la habitación del hotel de Jincheng. Se moría de ganas por atacar también el corte de pelo, pero no se podían tener tijeras en los aeropuertos y no quería dar un espectáculo. La herida de su coronilla nunca había recibido la sutura necesaria. Tendía a abrirse y empezaba a sangrar en momentos inoportunos y por eso no parecía aconsejable tocar por allí arriba. Tal vez el MI6 tendría gente en Londres que fuera buena en este tipo de cosas: esteticistas de combate, estilistas de trauma. Parecía probable que sus superiores estuvieran haciendo histéricos esfuerzos por ponerse en contacto con ella y extraer información durante esta escala, pero no tenía modo de comunicarse con ellos del que pudiera fiarse. Y aunque alguien se le acercara en persona, aquí en el lavabo de señoras, alguien a quien conociera como miembro de la agencia, no estaba segura de cuánto estaba dispuesta a divulgar. Alguien le había tendido una emboscada a Sokolov en la bruma de Kinmen, y no sabía quién. El mejor caso posible era que hubieran sido agentes chinos o gangsters locales. El peor era que el MI6 lo quisiera muerto. Entre esos dos extremos, tal vez se habían infiltrado en el MI6 y la inteligencia china tenía acceso a sus secretos. En cualquier caso, no tenía ganas de ofrecer más información sobre Sokolov hasta que regresara a Londres y supiera más.

Luego el vuelo sin escalas a Londres. Pasó la primera parte emborrachándose y el resto durmiendo.

El avión aterrizó en la Terminal 5 de Heathrow a eso de las seis de la mañana. Como era imposible hallarle ningún sentido a su estatus de inmigración, la recibieron al pie de la escalerilla un hombre de uniforme y otro con traje de chaqueta. Ella siempre había leído que había gente que se saltaba ciertas formalidades, pero aquella era la primera vez que le ocurría personalmente y tuvo que admitir que tenía sus encantos. Sobre todo cuando tenías resaca y estabas sangrando. Para pasar de las puertas de la Terminal 5 a Inmigración y Aduanas, era necesario bajar por una prodigiosa serie de escaleras mecánicas, muy por encima del nivel del suelo y que terminaban muy por debajo. Había un lugar, a medio camino, donde una escalera depositaba a los pasajeros recién llegados en un rellano que coincidía con el nivel de la calle; cuando girabas para pasar al siguiente, podías ver a través de las paredes y puertas de cristal una carretera con coches y camiones circulando. Había personal uniformado estacionado de manera permanente delante de esas puertas de cristal para asegurarse de que todos los que bajaban por aquellas escaleras mecánicas continuaban hasta los niveles donde iban a ser procesados.

Todos, claro está, excepto los pocos afortunados que se lo saltaban. Olivia estaba a punto de hacer el giro y bajar con todos los demás, pero sus escoltas bajaron la escalera y siguieron caminando en línea recta. Y como Olivia estaba emparedada entre ellos, hizo lo mismo, esperando que, en cualquier momento, uno de los guardias de seguridad apostado ante las puertas la derribara al suelo y empezara a hacer sonar un silbato. En cambio, le abrieron la puerta, silenciaron una alarma marcando una serie de dígitos en un panel, y de repente estuvo fuera y subiendo a un Land Rover negro. Se encontraron en la M4 antes de que el olor rancio del Jumbo se hubiera disipado de sus ropas y su pelo.

En la consulta de un médico de Londres, claramente privada y especializada, el principio básico de que nunca había que mostrar sorpresa ni escepticismo. ¿De dónde venía? Del sur de China. ¿Salud generalmente buena? Hasta hacía poco. ¿Qué había sucedido hacía poco? Lanzada contra una pared por una onda expansiva, rociada por cristales rotos, medio enterrada en escombros, descalza al atravesar un edificio dañado, vendajes improvisados, huida de pistoleros, nadar en las aguas contaminadas del estuario de los Nueve Dragones, arrastrarse por un campo de minas, dormir en una pila de matojos. El doctor tan solo asintió ausente, como si ella se quejara de picor vaginal, y luego la pasó por un escáner del tamaño de un submarino nuclear. Una vez terminado eso, la reconoció de arriba abajo, puso los dedos en todos los lugares que se le ocurrieron, apretó huesos y órganos que ella no sabía que eran accesibles desde fuera, se asomó a orificios con un equipo que parecía digno del doctor Seuss, le hizo preguntas con trampa para juzgar su estado cognitivo. O cualquier otro tipo de estado. ¿Había tenido sexo recientemente? Oh, sí. ¿Alguna posibilidad de estar embarazada? No. El médico le administró lidocaína en la cabeza y le dio un par de puntos e hizo algo que causó que oliera a pelo quemado. Luego la remitió a un «practicante» que se dedicó a pinchar los deltoides, antebrazos, glúteos y muslos de Olivia con indecorosa diligencia, sacándole muchos tubos de sangre y sustituyendo los fluidos perdidos con enormes inoculaciones de color de neón. A Olivia le quedó claro que los grandes músculos en cuestión le dolerían más tarde y que tendría que volver a por más. Toda esta atención a su salud la hizo sentirse feliz al principio, hasta que reflexionó y cayó luego en la cuenta de que se estaban preparando para trabajar con ella hasta la muerte y que no querían que les estropeara el trabajo quejándose de vagos dolores o escalofríos. ¿Qué, dice que le duelen las costillas? Qué curioso, no vimos nada en el escáner.

Tomaron notas y la conminaron verbalmente a ver a ciertos médicos y terapeutas especialistas en algún momento indeterminado del futuro. Tendría que volver más adelante.

Luego la llevaron a una sorprendente sucursal civil MI6 y una ronda preliminar de bebidas con personas de gratificante alto rango. Luego la sala de reuniones sin ventanas que había estado temiendo. Su principal controlador fue nada menos que Meng Binrong, el inglés que había interpretado por teléfono el papel de su tío durante su estancia en Xiamen. Era rubio casi canoso, de ojos azules, con la típica tez florida de los bebedores ingleses, enérgico, capaz de pasar por un hombre de cincuenta o incluso cuarenta y tantos años. Pero ciertas pistas (el hecho de que consideraba necesario recortarse las cejas, el número de capilares reventados) sugerían que era más viejo que eso. No ofreció detalles sobre sí mismo, pero quedó claro por las cosas que sabía (y no sabía) y por la forma en que hablaba cantonés y mandarín (el primero de manera perfectamente fluida, el segundo con cierta vacilación) que había pasado su juventud en Hong Kong. Para Olivia siempre había sido una voz cascarrabias al teléfono, su tío y jefe, su única conexión con lo que era para ella el mundo real. Pero nunca nada más que un actor. Por ciertas cosas que dijo ahora y ciertas suposiciones que hizo, a Olivia le quedó claro que ese hombre (que nunca se molestó en decir su nombre) era el responsable de toda la operación.

¿Dónde lo ponía eso? ¿La operación se consideraba un éxito o un fracaso? ¿O era ingenuo pensar que el MI6 se molestaría siquiera en asignar esas fáciles designaciones a misiones de tanta complejidad? Supuestamente habían obtenido toneladas de datos por intervenir las comunicaciones de Jones. Nadie podía quejarse de eso. El hecho de que se hubiera escapado era una desgracia. ¿Pero cómo podían haber previsto…?

—¿Qué coño es lo que sucedió? —preguntó el tío Meng, cuidando de decirlo con tonos medidos y melodiosos.

—Todo lo que sé, lo sé por haber hablado con el señor Y —dijo Olivia, usando el nombre en código que George Chow y ella habían empleado para referirse a Sokolov.

—¿Sabe su verdadero nombre?

—¿Importa ahora mismo?

El tío Meng se la quedó mirando con sus ojos sorprendentemente claros.

—Es que creí que íbamos tras Jones.

—Sabe perfectamente bien que así es.

—Toda la situación con el señor Y me resulta extremadamente confusa —dijo Olivia—. Por lo que sucedió al final.

—El señor Chow dijo que sostiene usted que oyó disparos en el agua.

—Lo sigo sosteniendo.

—El señor Y parece un imán para los problemas.

—¿Me pone eso en la categoría de problema?

—¿Por qué? ¿Se sintió atraído hacia usted?

—Yo diría que la atracción fue mutua.

El tío Meng lo consideró.

—Bien. Alberga usted sentimientos hacia el señor Y. Cree que lo oyó intercambiar disparos con personas desconocidas, en algún lugar entre las brumas de Oriente. Le preocupa qué ha sido de él. Y aquí estamos dando vueltas el uno alrededor del otro hablando sin sentido porque la conversación se centra en él.

—Sí.

—Entonces hablemos sobre Jones.

—Muy bien.

—El objetivo de intentar meter al señor Y en ese barco con destino a Long Beach era asegurar su cooperación… conseguir información que supuestamente tiene respecto a dónde se dirigía Jones. ¿Le dio esa información?

—Jones pudo hacerse con un avión privado aparcado en el FBO del aeropuerto de Xiamen —dijo Olivia. Se levantó, se dirigió a la pizarra blanca, y escribió su número de matricula—. El señor Y lo vio despegar a las cero siete uno tres hora local —lo escribió también—. Se dirigía al sur.

La sala de reuniones estaba repleta de ayudantes más jóvenes, uno de los cuales, tras un gesto del tío Meng, empezó a teclear furiosamente en su portátil.

—Descubrirán que lo alquiló, o quizás es propiedad de un ruso establecido en Toronto —dijo Olivia—, y que voló a Xiamen unos cuantos días antes.

—¿Ese ruso es el señor Y?

—No, el señor Y trabajaba para él como asesor de seguridad.

—Bello eufemismo para un tipo que deja una pila de cadáveres en el pasillo ante su apartamento.

—Se lo merecían —dijo Olivia.

El tío Meng alzó sus cejas recortadas al oír ese comentario, pero no con desaprobación.

—¿Sabemos quién más va a bordo de ese avión?

—No sé los detalles del vuelo, pero le he estado dando vueltas y no puedo dejar de pensar que sus pilotos habituales deben de estar a los controles. Jones los habrá coaccionado.

—No estoy en desacuerdo, pero en realidad preguntaba por los malditos terroristas.

—Tras lo que pasó en el edificio, no pueden haber sobrevivido muchos —dijo Olivia—. Me sorprende que Jones lo hiciera. Pero no puede estar actuando solo. Así que debía de tener otro piso franco o una red de apoyo a la que recurrir más tarde.

—El club náutico —dijo el tío Meng, usando una jerga que Olivia y él habían diseñado durante el curso de la operación. Habían sido incapaces de conseguir muchos detalles, pero estaban seguros de que Jones había viajado por mar desde Filipinas hasta Taiwán y desde allí a Xiamen, y que obtenía suministros y personal a través de algún contacto, probablemente pequeños barcos de pesca que pasan material bajo el radar de un lado a otro, literal y figuradamente.

Acabaron dibujando un esquema cronológico en la pizarra. Había un hueco de muchas horas entre la explosión del edificio de apartamentos y la oportuna y sorprendente llegada del señor Y al balcón de Meng Anlan, y que vista desde la distancia tenía una enternecedora cualidad romeomontesca. Esto era al menos tangencialmente relevante para los movimientos de Jones, ya que se asumía que los hombres enviados al apartamento actuaban siguiendo sus órdenes. Olivia calculó el momento de la conversación telefónica entre el señor Y y Jones, de la que había escuchado la mitad de Sokolov mientras estaban en el taxi acuático robado. Sokolov sabía de algún modo que Jones estaba en el aeropuerto. Había deducido que una mujer llamada Zula lo acompañaba. Lo había amenazado con encontrarlo y matarlo de forma excepcionalmente cruel si le hacía algo a la tal Zula.

Después de eso, la cronología mostraba otro espacio en blanco hasta las 0713 de la mañana de ayer, hora de China, cuando despegó el avión. Luego un espacio en blanco muy largo que abarcaba las treinta y seis horas transcurridas entre ese momento y AHORA. Más tarde trazaron unas cuantas marcas provisionales, indicando cuándo Olivia hizo contacto con George Chow, cuándo desapareció Sokolov en la bruma, y los lapsos de tiempo ocupados por los vuelos de Olivia de Kinmen a Taipéi, de Taipéi a Singapur, de Singapur a Londres.

Luego una pausa incómoda.

—Podría haber sido conveniente para nosotros haber sabido —dijo el tío Meng—, un poco antes, que Abdalá Jones estaba volando en un avión con tal matrícula.

Olivia estaba preparada para aquello. Lo había estado pensando.

—Para cuando el señor Y me dio esa información, Jones ya llevaba ocho horas volando. Por lo que sucedió (el tiroteo) consideré que la operación había reventado y ya no me fié de George Chow, así que no le di el número de matrícula. De todas formas, teníamos que salir de Kinmen. Cuando llegamos a Taipéi, Jones llevaba ya al menos diez horas volando. No tenía ninguna línea segura de comunicaciones para contactar con usted. Cuando llegué a Singapur, había pasado tanto tiempo que sin duda el avión de Jones ya no estaba en el aire.

El tío Meng no parecía convencido. Pero antes de que este molesto tema pudiera ser ahondado, uno de los analistas más jóvenes que estaba enfrascado en su portátil comunicó la siguiente noticia:

—Ayer se cursó una denuncia de desaparición de alguien que se llama Zula. Una americana. Adoptada de Eritrea, de ahí el nombre tan poco habitual. Veintipocos años, vive en Seattle, que es donde se cursó la denuncia.

—Busque más datos sobre ella —dijo el tío Meng—. Me encantaría saber cómo acabó en un avión secuestrado con Abdalá Jones en Xiamen. Por no mencionar cómo ese señor Y, tan sediento de sangre en otros aspectos, se preocupa por cómo tratan a esta persona.

—Se equivocan con el señor Y —dijo Olivia.

Todos la miraron, esperando que dijera más.

—Es un caballero —explicó, a falta de mejor forma de expresarlo.

—Oh. ¿Por qué no lo dijo antes? —respondió el tío Meng.

Gran parte de lo que sucedió después quedó fuera de su ámbito: consiguieron un montón de información sobre Zula. Mucha más sobre el ruso. Dedujeron, aunque Olivia se negó a confirmarlo, que el señor Y era Sokolov. Trajeron a gente de la RAF que sabía mucho de aviones y radares, dibujaron cartas aeronáuticas en las pizarras, conectaron un simulador programado para imitar el tipo exacto de avión y trataron de calcular el rumbo desde Xiamen. Olivia se asomó a las ventanas virtuales de la carlinga y vio la playa de Kinmen donde había estado con Sokolov, y casi se le antojó que si entornaba los ojos lo suficiente podía ver dos columnas de píxeles allá abajo, representaciones difusas de ella misma y el «señor Y» mirando a este avión simulado. Extremadamente infantil y romántico. El verdadero y serio propósito de esto era investigar los posibles planes de vuelo que pudiera haber seguido Jones tras despegar esa mañana. Varios eran tipo «juegos de guerra», que sonaba divertido hasta que quedaba claro que el noventa por ciento de ese juego tenía que ver con los asuntos internos de los centros de control del tráfico aéreo y los protocolos de los planes de vuelo de varios países del Sudeste Asiático. Una facción quería demostrar que Jones podía haber llegado hasta Pakistán, pero este escenario se llenó de agujeros cuando los expertos señalaron todo el espacio aéreo restringido por los militares en torno a las disputadas regiones fronterizas de India/China, Pakistán/India, etcétera. Otra facción defendía la idea de que el avión se había dirigido a Norteamérica. Pero para justificarlo tenían que conectar una maraña que pudiera explicar cómo Jones había eludido los radares mientras volaba por el abarrotado y bien controlado pasillo aéreo, y tenían también que justificar por qué el avión se dirigió al principio al sur: un absurdo desperdicio de combustible. Pudieron hacerlo argumentando los planes de vuelos domésticos de China. Nadie pudo demostrar que estuvieran equivocados, pero a todos los incomodó la complejidad de la historia. Con diferencia, el escenario más sencillo y plausible era que Jones simplemente había volado a ras del mar y había volado directamente a Mindanao y había hecho un aterrizaje forzoso. Olivia estaba a favor de esa teoría aunque no fuera por otro motivo que, si era cierta, significaba que Jones ya había aterrizado y el avión se había hundido bajo las olas para cuando Sokolov le dio el número de matrícula, y por eso no podían echarle en cara haber retrasado la información.

Para asegurarse de que Jones no hubiera volado directamente a Norteamérica, se pusieron en contacto con sus homólogos de Canadá y Estados Unidos y sugirieron que sería prudente mantener un ojo abierto a la aparición de dicho avión privado. La suposición más probable era que pudiera haber aterrizado en una pista remota o una carretera desierta y lo hubieran abandonado. Tras haber cubierto esa base (por usar un término de los yanquis), todos concentraron sus energías en el escenario de Mindanao.

Estos procedimientos continuaron durante unas cuarenta y ocho horas, durante las cuales Olivia estuvo trabajando cada vez que estaba despierta. El significado de «despierta» era punto a debatir dado el extremo caso de jet lag que padecía, posiblemente mezclado con síntomas postraumáticos y posconmoción. Al menos la mitad del tiempo que pasó en aquella habitación fingiendo formar parte de la reunión, dedicaba esencialmente todas sus energías y su atención al proyecto de no quedarse dormida allí mismo. Cambiaba irritada de postura cada diez segundos, solo para espantar el sueño, y oía a los demás discutir temas memorables y complicados como si los oyera a través de un larguísimo tubo acústico de un acorazado.

Cuando se apiadaron de ella y la enviaron a «casa», fue a un piso franco en Londres: una casa georgiana completamente anónima que había sido adaptada para este propósito. Durante la limitadísima cantidad de tiempo que no estaba trabajando o durmiendo, no tenía nada que hacer. No podía volver a ser todavía Olivia Halifax-Lin, no podía empezar a consultar Facebook ni lo que fuese que la gente hacía entonces. Encontró a una peluquera que atendía a asiáticas y resolvió ese tema, aunque acabó con un peinado de paje que parecía salido de una película porno que nunca se habría atrevido a llevar si las circunstancias no la hubieran obligado. Se frotó los músculos doloridos y pinchados. Como le habían advertido que tendría que viajar al extranjero, compró ropa: atuendos ligeros de fibra sintética que se secaban rápido y una chaqueta que podía ponerse encima cuando quisiera hacer un guiño simbólico y parecer más formal. Le llegó un nuevo pasaporte, que le hizo preguntarse cómo hacía estas cosas el MI6: ¿Tenían una fábrica de pasaportes propia? ¿O solo una habitación especial en la Fábrica Central de Pasaportes Británicos donde podían colarse y llevarse unos cuantos según demandara la ocasión?

Hubo otra sesión con el practicante, quizás un poco antes de tiempo, y le suministraron píldoras contra la malaria y le dijeron con severidad por qué el repelente de mosquitos era buena cosa. El tío Meng la recogió en lo que parecía ser su coche personal y la llevó a Heathrow, aunque se detuvieron a medio camino para tomar un café y unos bollos.

—Va a ir a Manila —dijo él—, tras pasar por Dubai.

—¿Y Manila no será mi destino final, supongo?

—Lo es en lo que respecta a las líneas aéreas comerciales. Cuando esté allí, pasará una noche en un hotel para recuperarse y luego se encontrará en compañía de un tal Seamus Costello, capitán del ejército norteamericano retirado.

—¿Así que ahora es, qué, un caballero ocioso?

El tío Meng no se dignó reconocer su comentario con un respuesta directa.

—Lo que más me gustaría es saber si trabaja para alguna rama del gobierno o para un contratista de seguridad privada —dijo Olivia.

—Oh, no, no la pondríamos con un mercenario —dijo el tío Meng, un poco dolido.

—Entonces era un tipo duro. Decidieron que tenía talentos que superaban su situación en la vida. Y le dieron la patada hacia arriba.

—El aparato de seguridad nacional norteamericano es muy grande e insondablemente complejo —fue todo lo que el tío Meng quiso decir—. Tiene muchos departamentos y subunidades que, supongo, no sobrevivirían a un análisis de arriba abajo. Se alimenta de actores individuales, desesperados por poder hallarle sentido a todo, por crear sus pequeños elementos específicos que se institucionalizan a medida que les va llegando el dinero. Los que son buenos en el juego político son atraídos a Washington. Los que no, acaban sentados en vestíbulos de hoteles en lugares como Manila, esperando a gente como usted.

—Debe de tener otros deberes.

—Oh, sí. Se pasa la mayor parte del tiempo en Mindanao, cuidando a la gente de Abu Sayyaf.

Aquí, como Olivia sabía perfectamente bien, el tío Meng se estaba refiriendo a los insurgentes islámicos del sur de Filipinas que habían alojado y auxiliado a Abdalá Jones durante varios meses. Las fuerzas de operaciones especiales norteamericanas, colaborando con sus homólogos filipinos, habían lanzado un ataque contra un campamento en la jungla donde habían avistado a Jones. Encontraron el lugar abandonado pero repleto de bombas trampa. Dos americanos y cuatro filipinos habían perdido la vida. Semanas más tarde, Jones fue localizado en Manila, donde estableció una fábrica de bombas en un edificio de apartamentos y creó aparatos explosivos que habían sido utilizados en una serie de coches bomba perfectamente sincronizados. A partir de ahí su pista consistía en indicios y rumores hasta que Olivia lo encontró en Xiamen.

—Costello lleva mucho tiempo detrás de Jones —dedujo—. Se enorgullece de su trabajo, o lo hacía antes. Jones ha sido más listo que él más de una vez. Mató a miembros de su equipo de forma cobarde y sibilina. Sus bombas mataron a civiles bajo su custodia. Luego dejó el país… se fue adonde Costello no podía alcanzarlo, dejándolo en un estercolero.

—Es su tipo —dijo amablemente el tío Meng—. Por favor, intente no acostarse con él.

—¿Cómo es que James Bond no tiene estos problemas?

El vuelo a Dubai estaba compuesto por árabes ricos y tipos de la City. En el tramo Dubai-Manila eran casi todos criados filipinos que volvían a casa. La fractura racial y cultural era demasiado grande para que Olivia se pusiera a pensar en ello, así que se puso a ver películas y a jugar al Tetris, y finalmente se quedó dormida quince minutos antes de que iniciaran el descenso al Aeropuerto Internacional Ninoy Aquino. Eran las últimas horas de la tarde. Ya habían pasado cuatro días desde que Sokolov y ella se separaron en Kinmen. Un coche la recogió y la llevó a un hotelito en Makati donde comió un filete que pidió al servicio de habitaciones, se lavó, se tomó sus pastillas contra la malaria, y se fue a la cama.

No escuchó sonar tres veces el servicio despertador y llegó al vestíbulo quince minutos tarde. Seamus Costello estaba en el restaurante comiendo huevos con beicon. El color amarillo rojizo de las yemas cocinadas por ambos lados encajaba perfectamente con el de su barba, pero incluso así se limpió la barbilla antes de levantarse para estrecharle la mano. Parecía un mochilero ligeramente mayor, el tipo de individuo con el que acabas charlando en un autobús de mala muerte en Bután o Tierra del Fuego, le pides un porro o consejo sobre dónde pasar o no pasar la noche. Era delgado, como una tira de beicon que hubiera pasado demasiado tiempo en la sartén, y medía un poco más de metro ochenta. Tenía ojos verdes que parecían un poco demasiado abiertos (aunque, Olivia tenía que admitirlo, todos los ojos que no eran negros parecían así cuando llevabas algún tiempo viviendo en China), y un acento de Boston que podía rascar el óxido de una tapa de alcantarilla. Pero había ido a la universidad (en su oficio todo el mundo tenía una licenciatura o algo más) y podía disfrazar su acento cuando se acordaba de hacer el esfuerzo.

Cosa que no hizo en ese momento.

—Ha estado a esto —dijo, haciendo un gesto de medida con el pulgar y el índice.

Dicho con el tono equivocado, habría sido un reproche o incluso una burla. Pero tenía una leve sonrisa en el rostro cuando lo dijo. El tono era filosófico.

La estaba felicitando.

Ella se encogió de hombros.

—No lo suficientemente cerca, me temo.

—Da igual. ¿Cómo fue? Estar allí sentada, día tras día, escuchando al tipo y su gente…

—Por desgracia, no hablo árabe.

—Yo no habría podido contenerme —dijo él con tristeza, mirando por la ventana y adoptando una especie de expresión traviesa en el rostro mientras imaginaba, supuso ella, que cruzaba aquella calle de Xiamen y subía al apartamento 505 y destripaba a Abdalá Jones con un cuchillo—. Ah, ese puñetero cabrón —volvió los ojos hacia ella—. Bien. Así que creen que está en Mindanao.

—Hay una cala no lejos de Zamboanga, lo bastante resguardada para poder hundir el avión rápidamente y volverse invisibles a…

—He nadado en ella —dijo él.

—Oh.

Olivia parecía un poco sobresaltada.

—He leído el informe —explicó él—. Sé cuál es su teoría. Hundieron el barco, como dicen, y se dirigieron a la orilla. Toda la zona está llena de Abu Sayyaf, así que les habría resultado fácil conectar con sus hermanos —decidió subir el acento de Boston al nivel once cuando pronunció la palabra «hermanos».

—¿Entonces qué cree?

—Creo que voy a llevarla allí y vamos a comprobarlo.

—¿Pero qué cree usted de verdad?

—Eso no importa. Le diré una cosa: iremos allí, le mostraré el lugar, y dentro de un par de días, cuando nos conozcamos el uno al otro y hayamos establecido una «relación de confianza», entonces podremos decirnos lo que creemos realmente.

Entonces se inclinó un poco hacia delante.

—¿Qué? ¿Qué? —Una expresión de diversión había aparecido en el rostro de Olivia.

—Creía que estaba usted aquí porque no era bueno con la política —dijo ella.

Él cruzó las manos bajo la barba, como un niño que hace su primera comunión.

—Me gusta pensar que estoy aquí porque soy bueno adquiriendo nuevas habilidades —dijo—. Cosa que viene muy bien en Zamboanga. ¿Quiere desayunar?

—¿Vamos a perder nuestro avión?

—Nos esperarán.

La razón de esta falta de urgencia quedó clara cuando salieron por la puerta y se internaron en el tráfico de Manila, para el que palabras simples como «malo» u «horrendo» eran completamente inadecuadas. Dos horas después, solo se habían movido poco más de un kilómetro del hotel.

—¿Lista para un paseo? —le preguntó Seamus.

—Estaría lista para cualquier cosa que no fuera esto —dijo Olivia. Así que él le pagó al taxista y echaron a andar. Olivia se sentía extrañamente orgullosa de sí misma por haber hecho un equipaje ligero, y aún más, haber usado una maleta que podía convertirse en mochila. Seamus se ofreció caballerosamente a llevársela, pero ella lo rechazó, y empezaron a caminar entre huecos del tráfico detenido hasta que él los desvió hacia el lado de la calle. El calor era increíble, brotaba de debajo de los vehículos parados y cocía sus piernas desnudas. Se redujo un poco cuando dejaron atrás el atasco y pasaron a calles más pequeñas. Seamus compró dos débiles paraguas a un vendedor callejero, le tendió uno a Olivia, y abrió el otro para protegerse la cabeza del sol. Ella lo imitó. Siguiendo el curso del sol, Seamus los dirigió a un barrio residencial que empezaba pareciendo razonablemente acomodado y que iba a menos a medida que se alejaban de Makati. Pero ella nunca se sintió en peligro, posiblemente por la tonta creencia de que no podía sentir ningún daño cuando caminaba junto a alguien como él. Cientos de personas reparaban en ellos y los observaban con atención, y docenas los seguían.

—¿Señorita? ¿Señorita? —llamó alguien.

—Les sorprende que lleve su propia maleta —dijo Seamus, y por eso ella se la entregó por fin, quedándose solo con una riñonera que ahora le servía de bolso y el parasol. Había dado por hecho que intentaban llegar al aeropuerto, que estaba definitivamente a su izquierda, o al sur; pero Seamus seguía dirigiéndose al oeste: un arroyo de aguas estancadas de feo aspecto, medio cubierto de escombros de plástico y oliendo a alcantarilla. Olivia no podía decidir hacia dónde corría, pero Seamus parecía saberlo y la guio a lo largo de la ribera, extendiendo de vez en cuando un brazo para impedir que tropezara, hasta que llegaron a un lugar donde se ensanchaba en una pequeña cuenca donde se podían ver botes: largas y esbeltas canoas con estabilizador doble equipadas con motores fuera borda. Seamus no tuvo ninguna dificultad en llamar a una y convencer a su propietario para que los llevara a Sangley Point. El casco era tan estrecho que Olivia podía abarcarlo con el brazo. Se sentaron en el centro bajo un toldo comido por el sol, Olivia delante, apoyada contra la mochila, y Seamus detrás.

Conocía la palabra «sangley», al menos: era china, perteneciente al dialecto que se hablaba en Xiamen, y significaba literalmente «negocio».

Maniobraron por canales cada vez más anchos durante un cuarto de hora, los barrios densamente poblados dieron paso a gigantescas zonas industriales y extensiones de territorio llano vacío, y luego bruscamente giraron hacia un canal que los llevó directamente a la bahía de Manila. Por primera vez, Olivia pudo echar un vistazo alrededor y tener una idea de dónde se encontraban. Se dirigían a una franja de tierra que se internaba en la bahía un par de kilómetros más adelante. Una conversación entre Seamus y el piloto, en una mezcla de tagalo e inglés, llevó a una serie de acelerones, hasta el punto que empezaron a botar y rebotar sobre las aguas, enviando ocasionales chorros de espuma a la cara de Olivia.

—Le preocupa que no le guste. Quiere ir despacio para usted —explicó Seamus, y Olivia se dio media vuelta hasta que pudo mirar a los ojos al piloto, sonrió, y le hizo un gesto afirmativo con el pulgar hacia arriba.

La espuma del mar y el aire fresco fueron un buen antídoto para el calor sofocante del atasco del tráfico, y por eso llegaron a un embarcadero de Sangley Point mojados de salitre y necesitados de una ducha, pero refrescados. Era una instalación militar: una base aérea, había explicado Seamus, antiguamente perteneciente a Estados Unidos, y ahora a las Fuerzas Aéreas Filipinas. Un piloto de uniforme los recibió en el muelle (al parecer Seamus había llamado o enviado un mensaje de texto con antelación) y los acompañó hasta un Humvee que esperaba y los llevó directamente a la pista de la única y larguísima pista de la base. Se detuvieron junto a un sencillo avión bimotor de pasajeros con indicativos militares y despegaron unos minutos después. Se dirigieron al oeste, hacia la estrecha salida de la gigantesca bahía, y pronto viraron a la izquierda e iniciaron el largo vuelo al sur rumbo a Zamboanga: unos setecientos cincuenta kilómetros que esperaban cubrir en un par de horas. Seamus pasó la mayor parte durmiendo. Olivia miró por las ventanillas y trató de ver las incontables islas, calas y canales del archipiélago a través de los ojos de Abdalá Jones.

—¿Qué le parece? —le preguntó Seamus, justo cuando estaba a punto de dar una cabezada. Olivia despertó sobresaltada, lo miró (estaban sentados en asientos opuestos ante una mesita que ocupaba la mayor parte de la cabina del avión) y trató de librarse del sopor debido al jet lag que se había apoderado de ella. Se preguntó cuánto tiempo llevaba observándola. Su decisión de salir del taxi en Manila y continuar a pie había sido tomada para que pareciera un acto espontáneo de libre voluntad, pero ella tenía pocas dudas de que había sido calculada para ponerla a prueba. No era una prueba difícil o agotadora, sino un momento sin guion donde ella podía bajar la guardia y revelar aspectos de su personalidad que por otra parte serían difíciles de ver. Al dormir durante la mayor parte del vuelo, Seamus parecía estar diciéndole que había pasado la prueba, fuera cual fuese. Ahora empezaban a trabajar de verdad.

—Un millón de lugares donde esconderte, cuando se baja a la superficie —dijo Olivia—. Pero llegar en un avión privado en mitad del día sería absurdamente sospechoso.

Con un diminuto gesto de asentimiento, Seamus dejó de mirarla a los ojos y miró por la ventana.

—Ahí está —dijo—. Bienvenida a la GGAJ.

—¿La GGAJ?

—La guerra global a Jones.

El puesto destacado en Zamboanga de la GGAJ resultó ser una esquina de una base de las fuerzas aéreas que había sido construida en un llano costero, ocupado en otras zonas por campos de arroz, ante una ciudad regional media. La base en conjunto estaba moderadamente bien defendida y rodeada por una verja. La esquina que ocupaban Seamus y su equipo era una fortaleza en sí misma, rodeada de una alambrada de espino reforzada con contenedores de acero. Los vehículos que se acercaban tenían que sortear aquellos contenedores que Seamus aseguraba que estaban llenos de tierra para que no pudieran ser apartados simplemente por un camión bomba al ataque. Sin embargo, una vez dentro de ese perímetro, se encontraron en un diminuto simulacro de América: un complejo de módulos de viviendas rematados por aullantes máquinas de aire acondicionado alimentadas por cables de un enorme generador diésel situado en la dirección del viento. Varios de los módulos eran barracones para Seamus y miembros de su equipo, uno era para invitados como Olivia, y había uno doble con cocina y comedor en un extremo y una sala de reuniones en el otro.

Allí, como en todas partes, todo el mundo frecuentaba la cocina. Así que después de soltar sus cosas en la habitación para invitados y darse una ducha, Olivia se dirigió al módulo doble y encontró allí a Seamus y a los otros dos miembros de su grupo, tumbados en los sofás o sentados con posturas erectas ante la mesa, concentrados en sus portátiles, bebiendo refrescos americanos. La escena entera le pareció la quintaesencia norteamericana, lo cual, y habría sido la primera persona en admitirlo, no significaba nada, ya que prácticamente ella no había estado en Estados Unidos. El grupo de Seamus era multirracial hasta la exageración y parecía algo incómodo con sus pantalones cortos y sus camisetas de faena, como si todos prefirieran estar de uniforme. Todos llevaban un montón de cosas encima: cartucheras con pistolas semiautomáticas, cuchillos, radios. Incluso llevaban las gafas sobre la cabeza. Antes habían sido presentados someramente a Olivia; ninguno de ellos le dirigió ahora más que una mirada y un saludo con la cabeza. Estaban intensamente concentrados en lo que hacían: una especie de batalla encarnizada.

—¡Los cabrones intentan superarnos por el flanco izquierdo!

—Los veo y me retiro. Pero necesito apoyo.

—Deja al Rey Brujo y date media vuelta. Que alguien acabe con ese cabrón. Unas cuantas Caricias Reales podrían con él, Shame.

—Vale, tendré que armarme de nuevo, cubridme por un segundo —dijo Seamus—. Lo tengo… ¡Mierda!

Todos los hombres se echaron hacia atrás al unísono y dejaron escapar rugidos de risa angustiada tan fuerte que a Olivia le zumbaron los oídos.

—¡Mierda, tío! —exclamó un fornido afroamericano—. Te la dio.

—Ahora estamos jodidos todos —dijo un hispano—. Secuestra tu mierda mientras todavía puedes.

Feroces clics y tecleos, recalcados por risas rugientes y angustiadas, mientras (supuso Olivia) los personajes de cada hombre morían en el mundo del juego.

En el comedor, plantados en los alféizares de las ventanas y las encimeras, había muñecos de plástico: personajes de fantasía parecidos a trolls o a elfos con elaborados disfraces y armados hasta los dientes con extravagantes armas cuasi-medievales. Cada uno de ellos se alzaba en un pedestal de piedra falsa con un nombre cincelado. Olivia cogió uno (con mucho cuidado, ya que parecían importantes) y le dio la vuelta. En la parte inferior de la base estaba marcado el logotipo de la Corporación 9592.

Así que eso respondía a la pregunta que había temido hacer, por miedo a parecer la persona más estúpida del mundo: «¿Están jugando a T’Rain?» Porque Olivia no era jugadora y no podía distinguir un juego de otro.

—¿Olivia?

Alzó la cabeza y vio a Seamus, que la estaba mirando por encima del borde de su pantalla.

Seamus habló con exagerada calma:

—Suelte… el troll… y apártese lentamente.

Vale, estaba bromeando. Olivia dejó con cuidado el troll en su sitio y luego unió inocentemente las manos a la espalda. Los otros hombres dejaron escapar fuertes ruidos de suspiro, como si acabara de desactivar con éxito un artilugio explosivo.

—Lamento haber tocado su muñeco. No tenía ni idea de lo importante que era Thorakks para usted.

Silencio, ya que ninguno de los hombres supo cómo reaccionar a su uso táctico de la palabra «muñeco».

—No soy una gran experta en T’Rain —continuó ella—. ¿Thorakks es un personaje importante en el mundo?

—Thorakks es mi personaje —dijo Seamus.

—Guau, ¿cómo es que tiene un muñeco con su personaje personal?

—Se llama figura de acción —corrigió él—, y no es nada especial. Si tienes un personaje en T’Rain, todo lo que hay que hacer es llenar un impreso en la web y enviarles cincuenta pavos y te hacen uno de estos en una impresora 3D y te lo envían. Hay descuentos para los militares en activo.

—¿Y usted está en activo?

—No, pero tenemos medios para conseguir los descuentos.

—¿Esos portátiles son propiedad de todos ustedes? —preguntó Olivia.

—¿Por qué quiere saberlo? —replicó Seamus, consciente de que estaba a punto de acusarlo de mal uso de una propiedad gubernamental.

—No importa —dijo ella—. Solo me preguntaba si podría haber un ordenador de sobra que pudiera usar.

—¿Para, por ejemplo, comprobar el correo con seguridad?

—No. Para jugar a T’Rain.

—Creí que había dicho que no jugaba.

—No juego —admitió ella—, pero esto tiene que cambiar.

—¿Tiene?

—Motivos profesionales.

Pues por entonces sabía que la persona desaparecida llamada Zula estaba conectada con la Corporación 9592: era, de hecho, la nieta del co-fundador, y su secuestro en Seattle y su llegada a Shangai estaban relacionados de algún modo con las actividades del nido de hackers que vivían en el apartamento situado debajo del de Jones. Aunque no sentía la necesidad de pasar mucho tiempo en T’Rain, y desde luego no quería llegar al punto de tener su propio muñeco personal creado en una impresora 3D, necesitaba saber un poco más sobre el juego.

Doce horas más tarde, sabía más de lo que necesitaba… y sin embargo todavía quería saber más. ¿Qué era el escondite secreto de las Perlas Negras de los Q’rith? ¿Qué combinación de pócimas y hechizos era necesaria para despertar a la princesa Elicasse de su sueño de siglos bajo el Enramado Dorado de Nar’thorion? ¿Dónde podría conseguir mineral gris qaldaqiano para forjar nuevas puntas de flecha de Namasq para dispararlas con su arco compuesto de Aratar? ¿Y eran acaso las armas adecuadas para usarlas contra los torlok que le cerraban el paso en el puente de Enbara? Podría haber obtenido las respuestas a todas esas preguntas por parte de Seamus y su banda de niños perdidos, pero sabía que cualquier respuesta solo causaría más preguntas, y ya los había molestado demasiadas veces. Parecían terriblemente ocupados, de todas formas, planeando algo.

Algo violento.

Algo en el mundo real. No muy lejos.

Captó esas impresiones durante breves momentos de lucidez cuando dejaba el juego para hacer una pregunta, coger más comida basura, o ir al cuarto de baño. En esas ocasiones los hombres cerraban el pico y desviaban la mirada hasta que ella se plantaba de nuevo delante del juego.

Eran más o menos las tres de la madrugada. Olivia regresó a su tráiler e intentó dormir hasta el amanecer, agitada, viendo imágenes de T’Rain cada vez que cerraba los ojos, hasta que finalmente se quedó dormida y despertó a media tarde cuando Seamus llamó a su puerta.

Él tenía encima más cosas que de costumbre: una CamelBak, cargadores extra para su Sig, rodilleras duras.

Entró sin pedir permiso y se sentó en cuclillas, apoyado contra la pared. Estirando sus cuádriceps.

—Esta noche va a morir gente por esa teoría que sus colegas y usted tejieron en Londres —dijo.

—La teoría de que Jones voló vino hasta aquí en avión —dijo.

—Sí. Esa teoría. Así que antes de que muera gente por ello (y recuerde que uno de ellos podría ser yo), pensé en hacer una pequeña visita, darle a la lengua, y al final, ya sabe, preguntarle si sigue creyendo en esa teoría. Pero resulta que cuando me estoy preparando para una de estas operaciones, no estoy de humor para charlas.

Olivia asintió.

—Jones despegó hacia el sur. Si lo hubiera convertido en una operación mártir (si hubiera estrellado el avión contra algo), lo sabríamos. Si hubiera aterrizado en alguna parte y lo hubieran visto, lo sabríamos. Así que no hizo ninguna de esas cosas. Voló a algún sitio y lo escondió sin llamar la atención de nadie. Es fácil llegar aquí desde Xiamen, lo conoce bien, tiene amigos y contactos…

—Ya mencionó todas esas cosas antes.

Olivia guardó silencio.

—Todo lo que estoy diciendo es: estoy aquí. Seamus. Sano y salvo. No soy su mejor amigo, pero sí alguien en quien puede confiar un poco. Por lo que sé, no me odia. Tolera mi presencia. Tal vez incluso le caigo un poquito bien. Estoy a punto de partir. Pongamos que vuelvo dentro de una bolsa negra mañana por la mañana. Pongamos que eso sucede. Usted se sube a un avión y vuela de regreso a Londres. Cuando esté en ese larguísimo vuelo, en algún momento cuando esté sobre la India o Arabia o la jodida Creta o donde sea, ¿va a decir… —se dio un golpe en la cara y adoptó una expresión de disgusto, sacudió la cabeza, puso los ojos en blanco—: «Vaya, mierda, esa teoría era una porquería.» ¿Va a pasar eso?

—No —dijo Olivia—. Es la mejor teoría que tenemos.

—¿Se refiere a los tipos que están sentados alrededor de una mesa en Londres?

—Sí.

—¿Y usted, Olivia? ¿Es la mejor teoría que tiene?

—¿Importa? —la respuesta asomó a sus labios sorprendentemente rápido.

El rostro de Seamus se petrificó unos segundos, y entonces sonrió sin enseñar los dientes.

—No —dijo—, claro que no.

Entonces se separó de la pared, se puso en pie, giró sobre los talones de sus zapatillas de deporte negras y se marchó.

Ella permaneció allí inmóvil durante veinte minutos, hasta que oyó despegar a los helicópteros.

Entonces se dirigió al comedor vacío y abrió el portátil de Seamus (él le había dado una cuenta como invitada) y jugó a T’Rain durante el resto de la tarde, y luego toda la noche. De vez en cuando se detenía y trataba de juzgar si estaba lo suficientemente cansada para irse a dormir. Pero sabía perfectamente bien que eso no sucedería hasta que Seamus y sus hombres hubieran regresado.

Volvieron a las nueve de la noche. Olivia se había quedado frita en el sofá y había dormido quizás unas tres horas a su pesar. Los seis entraron juntos, sucios y sudorosos y en algunos casos ensangrentados; pero ninguno de ellos estaba gravemente herido. A Olivia le dio la impresión de que habían estado hablando muy fuerte y de manera desinhibida, pero el volumen bajó a casi cero en cuanto su cabeza adormilada asomó tras el respaldo del sofá. Miró a Seamus. Él la miraba fijamente, quitándose cosas y dejándolas caer al suelo.

Los otros hombres salieron y regresaron a sus barracones. Ella no pudo evitar la impresión de que habían querido tirar sus cosas y relajarse aquí y que su presencia en la habitación lo había estropeado.

Seamus se quedó. Llevaba un portátil de plástico gris bajo un brazo, No era su ordenador habitual. Lo dejó en una mesita baja, se sentó en una silla colocada a noventa grados respecto al sofá. Se inclinó hacia delante con los codos en las rodillas y cuidadosamente unió las yemas de los dedos y flexionó las manos, como comprobando si las articulaciones de sus dedos funcionaban todavía. Algunos de sus nudillos habían estado sangrando.

Miró a Olivia directamente a los ojos y dijo, con voz suave pero directa:

—¿Quiere follar?

Ella debió de parecer un poco sorprendida.

—Lamento ser tan brusco —continuó él—, pero sobrevivir a estas cosas siempre me pone increíblemente caliente. Esto, y asistir a funerales. Es lo que me pone. De modo que pensé que podía preguntar. Me apetece un buen polvo. De primera clase. Así que solo lo compruebo. Por si le apetece algo, ya sabe, totalmente tórrido y sin significado.

Olivia podía imaginarlo: la sonrisa pícara extendiéndose por sus labios, escapar a la cabaña de invitados, meterse juntos en la ducha y follar hasta quedar sin sentido con este hombre-niño subido de hormonas.

—Mmm, la verdad es que sí —dijo Olivia con sinceridad—, pero creo que es una tentación que puedo resistir por ahora —sintiendo que esto requería un poco más de explicación, añadió—: Me dijeron específicamente que no lo hiciera.

Él pareció impresionado.

—¿De verdad?

—Sí.

—Alguien se molestó de verdad en darle una orden que le prohíbe copular conmigo.

—Sí. Me parece que dirigida más a mi reputación que a la suya.

Él se abatió.

—¡Pero estoy segura de que la suya es impresionante! Su reputación, quiero decir.

Él asintió.

—¿Salió bien, entonces? —preguntó ella.

—¡Sí! ¿Por qué lo pregunta?

—Porque está todo manchado de sangre.

—¿Sabe cómo me gano la vida?

Ella ya no tenía ganas de bromear.

Seamus se echó hacia atrás, buscó en uno de sus bolsillos, sacó una cajita negra, la abrió y extrajo un juego de destornilladores diminutos. Puso boca abajo el portátil, seleccionó una herramienta, empezó a quitarle los tornillos.

—El objetivo era entrar en uno de sus campamentos y coger al menos a un sujeto para interrogarlo. Y de paso conseguir pruebas que pudieran ser útiles. Como esto —palpó el portátil—. No fue una buena misión de asalto con helicóptero. Tuvimos que aterrizar a cierta distancia y continuar a pie y sorprenderlos.

—Imagino que «sorprenderlos» es un término bastante suave para describir cómo abordaron a esos tipos.

—Es un término incompleto. Sí que se sorprendieron.

Seamus había quitado todos los tornillitos que pudo encontrar. Se detuvo, mirando el portátil, todavía de una pieza.

—Se sabe que Jones pone trampas bomba en estos cacharros y luego los deja por ahí tirados —dijo—. Pero este no estaba tirado. Lo estaban usando cuando entramos en la choza.

Retiró la tapa. Olivia no pudo evitar dar un respingo. Pero dentro no había ningún bulto de plástico. Seamus escogió otro destornillador y empezó a quitar los tornillos que sujetaban el disco duro.

—Lo subiré a Langley mientras me doy una ducha.

—¿Y la otra parte de la misión?

—¿Lo de coger a un sujeto?

—Sí.

—Hecho.

—¿Dónde está?

—En manos de nuestros colegas filipinos.

Seamus metió el pequeño disco duro en un aparato que absorbió todo su contenido sin alterarlo y lo enviaba a una conexión de banda ancha en Estados Unidos para, supuso ella, que lo descodificaran y analizaran. Luego se fue a su habitación y se dio una ducha. Olivia se dio otra también, no porque estuviera sucia sino porque tenía esa sensación pegajosa y hormigueante producida por haber estado tumbada en el sofá todo el día jugando a un juego estúpido. Quería hacer algo de ejercicio pero no veía cómo era posible. En el patio de su pequeño complejo, el equipo de Seamus había emplazado una especie de sistema con cuerdas, y los había visto practicar el día anterior. Pero eso era ejercicio con un propósito («Esto podría darme una pequeña ventaja para la próxima misión»), pero lo que quería era hacer algo saludable como dar un paseo.

Hubo un hiato de un par de horas. Comieron, comprobaron el correo electrónico. Luego Seamus le mostró su portátil. En una ventanita se reproducía un vídeo: una imagen razonablemente nítida de una habitación pequeña, sin ventanas, brillantemente iluminada. Un hombre, desnudo hasta la cintura, estaba sentado en una silla de madera, las manos a la espalda como si estuviera esposado. Sus rasgos eran malayos/filipinos, pero se había dejado una barba sucia. Un enorme moratón le cerraba un ojo, y en los lugares donde el hueso estaba cerca de la piel, vendajes de mariposa trataban de mantener cerradas las heridas. La hinchazón se extendía hacia su barbilla, y Olivia se preguntó si le habrían roto la mandíbula. Murmuraba en un idioma que no reconoció.

Uno de los hombres de Seamus, a quien ella había catalogado antes como hispano, se acercó, conectó un par de grandes auriculares de aspecto caro, y se inclinó hacia delante para escuchar. Después de unos instantes, empezó a traducir fragmentos de frases:

—Es como dije antes… lo juro por Dios… Les diré todo lo que quieran oír, ya lo saben… pero quieren la verdad, ¿no? La verdad es que no lo vimos. No oímos nada de él hasta hace unos pocos días. Luego tuvimos noticias… nos envió e-mails, ya saben. Podrían ser cualquier cosa, al azar.

Seamus le explicó:

—Según los analistas de Langley, ese portátil se empleó para enviar un puñado de correos basura que empezaron hace unos cuantos días.

—¿Cómo spam? —preguntó alguien.

—Estaban copipasteando fragmentos de textos de manuales de instrucciones, encriptándolos, enviándolos. Tratando de crear la ilusión de tráfico. Charla falsa.

Seamus se volvió a mirar a Olivia. Entonces hizo un pequeño gesto con la cabeza indicando la puerta. Ella se levantó, se dirigió a la salida, y él la siguió hasta sus habitaciones.

—No será para follar, supongo —dijo ella.

Él puso los ojos en blanco.

—No, ahora estoy en un estado mental completamente diferente. Lamento lo que dije antes.

—Muy bien —dijo ella juiciosamente.

—Aunque el corte de pelo es muy bonito.

Esto era claramente un intento por hacerla picar, así que permaneció en silencio y, esperaba, inescrutable.

—Lo que realmente quería decirle era que… tiene todo lo que vino a buscar.

—¿Y qué imagina que vine a buscar?

—Pruebas que apoyen la teoría en la que cree realmente.

—¿Y es…?

—¿Me lo pregunta a mí?

—Pensaba recabar su opinión antes de mostrar mis cartas.

Él chasqueó la lengua y lo pensó.

—Esto no es el póker —dijo ella—. No hay ninguna desventaja en que me diga lo que piensa. Los dos debemos intentar pillar al mismo cabrón.

—Si Jones tenía algo tan asombroso como un jet privado —dijo Seamus—, ¿lo usaría para escabullirse como un ratón hacia el agujero más cercano? Creo que no.

—Haría algo realmente espectacular, como impactar contra un edificio —asintió Olivia.

Seamus alzó un dedo, advirtiéndola.

—Oh, no —dijo—, porque eso implicaría morir, ¿no?

—Supongo que muy probablemente, sí.

—Y él no quiere morir.

—Para tratarse de alguien que no quiere morir, se pone en situaciones bastante peliagudas —dijo ella.

—Oh, creo que tiene un conflicto —repuso Seamus—. Algún día será un mártir. Algún día. Esto es lo que se dice a sí mismo una y otra vez. Entonces mira a su alrededor, a los pirados y folladores de cabras con los que tiene que trabajar, y ve cuánto más tiene que ofrecer al movimiento continuando vivo. Pone a trabajar su experiencia, sus idiomas, su capacidad para mezclarse. Y por eso sigue posponiendo el día del martirio.

—Muy conveniente para él.

Seamus sonrió y se encogió de hombros.

—En realidad no sé si el tipo es un cobarde o si intenta usar sus habilidades del modo más productivo conservando la vida. Me encantaría preguntárselo algún día. Antes de clavarle un cuchillo en la barriga.

—Bien. No vino aquí. No se estrelló contra ningún edificio. No lo han detenido. ¿Adónde fue?

—Todos sus instintos le indicarían que se dirigiese a Estados Unidos.

Pasaron el resto del día redactando informes para sus respectivos superiores. A la mañana siguiente, Seamus y Olivia volaron de regreso a Manila. Seamus tenía asuntos con la embajada norteamericana, y Olivia tenía que resolver el viaje de vuelta a casa. La ruta a su hotel fue casi una repetición inversa de la ida, completa con el sudoroso paseo por la ciudad para evitar el tráfico. Llegaron al hotel a las 10.12 de la mañana y al bar del hotel a las 10.13, y después de engullir diligentemente sendos vasos de agua por motivos técnicos de rehidratación, pasaron al alcohol.

—No puede decirme que el jet privado no tiene suficiente combustible para llegar a Estados Unidos —dijo Seamus.

Ella agitó la mano en el aire.

—La zona norte.

—¡Bang! ¡El Mall de América! —propuso Seamus, escenificando la caída y el choque con la mano que no sostenía la bebida.

—Es mucho más probable la esquina noroeste —dijo ella—. Seattle, naturalmente.

—Adiós, Aguja Espacial.

—Pero la Aguja Espacial estaba allí la última vez que lo comprobé. Así que si su teoría es acertada…

—Mi teoría y la suya, señorita.

—De acuerdo, de acuerdo. Si nuestra teoría es acertada, logró entrar de algún modo sin ser detectado por los radares y aterrizó en mitad de ninguna parte.

—¿Tienen sus analistas alguna idea de cómo pudo evitar el radar?

—Volando muy bajo, naturalmente —respondió Olivia—, lo cual quema a un ritmo de locos. O bien voló en formación con un avión de pasajeros. Justo bajo su panza.

Él alzó las manos.

—¿Por qué es eso tan difícil? ¿Por qué resulta tan difícil que la gente crea que Jones sea capaz de hacer algo así?

—La navaja de Occam —dijo ella—. La teoría de Mindanao tenía menos partes móviles. Así que hay que descartarla antes de poder discutir otra cosa.

Se despidieron con castos besos en las mejillas y se fue cada uno por su lado: Seamus se internó en el tráfico y Olivia volvió a su habitación, donde empezó a intentar cambiar su plan de vuelo. No quería regresar a Londres. Quería ir al noroeste de Estados Unidos.

Desperdició un día en aquella habitación de hotel. Primero tuvo que esperar unas cuantas horas a que la gente despertara en Londres. Luego tuvo que convencerlos de que emplearía mejor su tiempo siguiendo la hipótesis Jones-fue-a-Norteamérica. Nadie se opuso claramente a la idea, pero parecía incapaz de hacer ningún progreso. Había que seguir el procedimiento. No podía aterrizar sin más en suelo americano y empezar a hacer trabajos de inteligencia: había que entablar contacto con sus contrapartidas en el establishment de contrainteligencia americano. Pero en América no había nadie despierto todavía, así que tuvo que esperar otras cuantas horas. Envió montones de e-mails, bajó al centro de fitness, hizo ejercicio, regresó, mandó más e-mails, hizo llamadas telefónicas. Jugó a T’Rain. Navegó por la red buscando más información sobre Zula y el clan Forthrast. Comprobó la desgarradora página de Facebook que habían abierto en un esfuerzo por encontrarla. Envió más e-mails.

Por fin, completamente bloqueada en todos los frentes, usó su propio dinero para comprar un billete a Vancouver. Allí tenía amigos y contactos, era un país de la Commonwealth, no causaría mucho revuelo apareciendo allí, y luego podría fácilmente dirigirse a Seattle si la ocasión lo requería. Desde luego era mejor que quedarse en Manila, que le daba la impresión que era lo más lejos que podía estar de Abdalá Jones sin salir del planeta.

Tras su experiencia con el tráfico de la ciudad, calculó cuatro horas para el trayecto de cinco kilómetros hasta el aeropuerto y logró despegar a las nueve de la mañana siguiente. Un enorme número de horas más tarde, el avión aterrizó en Vancouver, a las once de la mañana de lo que le informaron era martes (había cruzado la línea internacional de cambio de fecha, por lo que estaba confundida).

Su plan era buscar un hotel en Vancouver y dormir a pierna suelta, pero después de aterrizar se sintió extrañamente atrevida y ansiosa. En parte era consecuencia de haberse gastado una burrada de dinero en el billete de avión. Todos los asientos de clase turista estaban ocupados, así que voló en business y consiguió dormir y todo. Al despertar de una larga siesta en algún lugar sobre el Pacífico descubrió que una nueva idea y una resolución se habían materializado en su cabeza: iría a hablar con Richard Forthrast. Había estado leyendo acerca de él y más o menos había memorizado su entrada en Wikipedia. Parecía un hombre interesante y complicado. Debía de estar preocupado por su sobrina desaparecida y obviamente tendría datos sobre REAMDE y T’Rain que Olivia nunca conocería.

Mientras esperaba en la cola de Inmigración, comprobó sus mensajes y recibió noticias de que se había entablado contacto con la contrainteligencia norteamericana y que estaban abiertos a la idea de que les hiciera una visita y que podía reservar un billete a Seattle. El mensaje era de hacía solo una hora, lo que significaba que si hubiera esperado en Manila la confirmación oficial ahora estaría llamando a las líneas aéreas. Así que se había ahorrado un día entero. Naturalmente, que le reembolsaran ese billete no iba a ser fácil.

Cuando terminó las formalidades, alquiló un coche y se dirigió al sur. Se sentía reacia a compartir con sus nuevos colegas norteamericanos la idea de hablar con Richard Forthrast; como todo el que trabaja en una organización y que acaba de tener una idea nueva, consideraba que era de su propiedad y no quería compartirla. Y tenía miedo de que fuera a ser rechazada o, peor aún, adoptada. Pero cruzar la frontera con un día de antelación y entablar contacto ella sola con un ciudadano norteamericano probablemente no haría que su relación empezara con buen pie, y en cualquier caso, tenía que recordar que Forthrast era solo un aspecto secundario del proyecto principal, que era buscar a Jones en Norteamérica. Así que se detuvo a un lado de la carretera e hizo algunas llamadas.

A eso de las cinco de la tarde se encontró en una suite de oficinas seguras en un edificio federal en el centro de Seattle, haciéndose amiga de su contacto oficialmente aprobado, una agente del FBI llamada Marcella Houston que quería encontrar a Jones pero no dijo nada de Richard Forthrast. Olivia pasó un par de horas con ella antes de que Marcella regresara a su casa a pasar la noche con la promesa de que se pondrían a cazar a Jones a primera hora de la mañana.

Después de instalarse en un hotel del centro, Olivia encontró un e-mail seguro de Londres esperándola, con la información de que Richard Forthrast y su hermano John acababan, hacía unas pocas horas, de conseguir visados de entrada en China, y que se había cursado un plan de vuelo que los despegaría de Boeing Field con destino a Xiamen muy pronto.

Comprendió que todo era cuestión de retrasos burocráticos. Al adelantarse en el avión a Vancouver y luego venir a Seattle, había aparecido en las oficinas del FBI con un día de antelación de lo que esperaban y, aún más, a las horas normales de cierre. Marcella la había esperado hasta tarde para darle una bienvenida educada y prometerle que mañana sucedería algo. Toda la atención de Marcella estaba concentrada en la caza de Jones. La propuesta de Olivia de contactar con Richard Forthrast (suponiendo que hubiera sido advertida) había sido dirigida al buzón de otra persona y probablemente todavía ni la habían leído siquiera. Porque si alguien importante lo hubiera hecho, le habrían prohibido hablar con Richard Forthrast, o habrían insistido en enviarla con uno de los suyos.

Pero daba la casualidad de que el avión de Richard Forthrast estaba esperando en la pista de Boeing Field, y no había nada que le impidiera ir allí a hablar con él.

Cuando la celda de la prisión móvil de Zula quedó terminada y cerraron la puerta, el tiempo dejó de existir durante varios días. Esto le permitió odiarse a sí misma por no haber escapado cuando tenía una oportunidad.

O algo parecido a una oportunidad, claro. Durante el tiempo que habían permanecido aparcados en el Walmart, antes de que trajeran las maderas y construyeran la celda, ella podría haber ido teóricamente a la ducha y abierto la cadena enganchada a la barra de apoyo. Entonces podría haber intentado correr hacia la puerta y tal vez abrirla el tiempo suficiente para gritar pidiendo ayuda y atraer la atención de alguien. O podría haber vuelto al dormitorio, romper una ventana de una patada, y saltado. Cuando estuvo encerrada en la celda, descubrió que era bastante fácil convencerse a sí misma de que debería haber hecho una de esas dos cosas, y que haber fracasado la convertía en una especie de idiota o de cobarde.

Pero (como tenía que seguir recordándose, solo por mantener la cordura), no tenía ni idea de que estuvieran planeando convertir la parte trasera del vehículo en una celda. Había supuesto que soportaría la cadena mucho más tiempo y que podría soportarlo, esperando una oportunidad en que todos estuvieran dormidos o distraídos. Intentar escapar por impulso tan solo habría malogrado su única oportunidad.

El día después de la parada en el Walmart, oyó tenuemente serrar más madera y sonido de martillazos al otro lado de la puerta de su celda.

Hacia delante había un estrecho pasillo de unos dos metros y medio de longitud, con puertas en las paredes laterales que daban acceso al cuarto de baño y la ducha. Eran habitaciones separadas, no mucho más grandes que cabinas telefónicas. De las dos, el baño estaba más a popa. Cuando volvieron a abrir la puerta de la celda, Zula descubrió que Jones y Sharjeel habían construido una nueva barrera en el pasillo, situado delante del baño y detrás de la ducha. Era una especie de puerta formada por un marco hecho con dos tablones y una malla de acero extendida y clavada delante. Ahora Zula podía acceder directamente al baño cuando quisiera. La puerta le impedía seguir hacia delante. Eso aliviaba a los yihadistas de la necesidad (que fingían encontrar onerosa) de abrir la puerta para dejar salir a Zula para ir al cuarto de baño de vez en cuando. Del mismo modo, impedía que ellos pudieran ir al baño, a menos que abrieran los candados de la malla de acero y entraran en el extremo del vehículo donde estaba Zula. Sin embargo, eso sucedía raras veces, ya que tenían por costumbre usar la placa ducha como urinario, y abrían la ducha para que el agua corriera durante unos instantes. Así que solo tenían que atravesar la puerta de malla para el otro tipo de urgencia.

Esta innovación mejoró grandemente la calidad de vida de Zula, ya que le permitía sentarse en mitad de la cama y ver toda la longitud de la caravana y lo que había más allá del parabrisas mientras recorrían incansables Columbia Británica. Su campo de visión no era grande; era como mirar a través de una pantalla de teléfono situada a la longitud de un brazo. Pero era preferible a estar mirando una placa de madera.

No encontró ningún fallo en la estrategia de Jones. Aquellos hombres no se atrevían a aparcar la caravana en un camping o un Walmart durante mucho tiempo. Los campings de caravanas eran, por definición, dinámicos. Pero tenían mucha de la dinámica social de las ciudades pequeñas. Esencialmente, todos los residentes eran jubilados blancos de clase media. El grupo de pastunes y yemeníes de Jones llamaría la atención. Pero una caravana en movimiento en una carretera disfrutaba de un nivel de aislamiento del resto del mundo que era casi perfecto. Todos sus sistemas (eléctrico, saneamiento, propulsión, calefacción) eran autónomos y seguirían funcionando indefinidamente mientras bombearan agua y combustible en sus tanques y retiraran los detritos. Se detenían de vez en cuando para llenar o vaciar fluidos, y aunque Zula no podía ver mucho, suponía que Jones tenía cuidado de seleccionar estaciones de servicio situadas en mitad de ninguna parte y de pagar en el surtidor, obviando la necesidad de entrar y relacionarse con nadie. Parecía bien surtido de tarjetas de crédito. Algunas habrían sido robadas a los dueños muertos de la caravana, otras tal vez al trío de Vancouver.

Mientras la caravana estuviera en movimiento, Columbia Británica era el mejor lugar de todo el mundo para esconderse. A menudo viajaban durante muchas horas sin ver a ningún otro vehículo. La carretera era una franja interminable de pavimento gris claro que hacía curvas y ondulaba y serpenteaba por un paisaje que era todo montañas. De vez en cuando, durante una hora o dos, viajaban en paralelo a las vías de tren, levemente cubiertas de óxido. A veces seguían el curso de ríos que hacían carambolas entre canales zigzagueantes de rocas marrones y grises rematadas por musgo de color verde ácido que parecía llegar hasta la altura de las rodillas. Los ríos y las vías de tren iban y venían, pero la carretera continuaba eternamente. De vez en cuando atisbaba una estación de servicio, una cabaña, una ajada bandera canadiense agitándose bajo una turbulenta brisa helada, cuervos volando en el cielo, una casa encaramada inexplicablemente en un amplio quiebro en la carretera con insensibles toques suburbanos en ella. Los cruces con otras carreteras eran tan notables que se anunciaban de antemano con toda la pompa de bicentenarios. A veces era bosque verde; otras veces recorrían valles con grandes extensiones de suelo pelado y rocoso moteado de matorrales de artemisa y pinares dispersos y prados despejados de tierra de ranchos que podrían haber estado en las inmediaciones del Gran Cañón. Valles llenos de indios, conduciendo viejas furgonetas, daban paso a valles llenos de cowboys que trotaban a caballo con perros pastores. Los terneros recién nacidos amamantaban de las ubres de sus madres. Enormes laderas geométricas que supuso debían de ser proyectos mineros. Cañones flanqueados por mármol del color de la miel y la sangre. Sistemas de riego de ruedas de acero colocados en el borde de campos yermos, como corredores en una línea de salida, esperando a que empezara la estación. Montañas que marchaban en cola directamente desde delante hasta el horizonte, una tras otra, como diciendo «Tenemos más de donde han salido estas». Árboles maduros que brotaban en las laderas inferiores de las montañas, abarcando los solitarios y oscuros brotes de coníferas en una ola blanca de color verde claro. Por encima, las laderas superiores de las montañas se lanzaban asintóticamente a rizadas cornisas de henchidas nubes blancas, tan opacas como bolas de algodón. A veces las nubes se separaban, dejando entrever lugares más altos, los árboles cubiertos como si la niebla se condensara y se congelara sobre ellos, permitiéndole saber a Zula que solo recorrían una insignificante capa inferior, y que sobre ellos había muchas capas adicionales de mayor complejidad y estructura y drama, sacudidas por el sol y por el clima.

Otra gente entró en el cuadro. Supuso que Jones había enviado una especie de e-mail compartido en cuando pudo, usando una red electrónica encriptada de confianza. Los primeros en responder habían sido Sharjeel, Aziz y Zakir, que estaban solo a unas horas en coche desde Vancouver. Pero un par de días más tarde ella empezó a oír otras voces y a ver otras caras entrando y saliendo de la ducha. El e-mail de Jones debía de haber llegado a otras células yihadistas durmientes del este de Canadá, y todos debían de haber corrido a sus coches y empezado a dirigirse al oeste para contactar con la caravana. O, suponiendo que tuvieran tapaderas sólidas y toda la documentación adecuada, podrían haber venido de ciudades de Estados Unidos. La diversidad étnica del grupo aumentaba continuamente, y por eso todo lo hablaban en inglés o en árabe. Preferían el segundo idioma, pero empleaban el primero cada vez más a medida que la caravana se llenaba de gente que llevaba años viviendo en Norteamérica. A veces, cuando trataban ciertos temas, enviaban a alguien a cerrar la puerta de la celda en la cara de Zula, y permanecía cerrada hasta que a alguien se le antojaba volver a abrirla.

Parte de las discusiones tenían que ver con temas mundanos como el trato con la gente, los coches, la comida y el dinero. No todos cabían a la vez en la caravana, así que los que sobraban tenían que ir en coche. De vez en cuando alguno era visible a través del parabrisas durante un rato; Zula tenía la vaga idea de que eran al menos tres. A veces iban detrás de la caravana, en procesión, pero casi siempre se adelantaban o tiraban por otra carretera y se reunían unas cuantas horas más tarde en un camping o un Walmart. Y parecía que un coche actuaba como lanzadera entre la caravana y un piso franco de Vancouver; Aziz había convertido su apartamento en un dormitorio donde los yihadistas sucios y cansados podían ir y hacer la colada y lavarse antes de volver a rotar a cumplir su servicio en la caravana.

Parecía que cada nuevo miembro del grupo tenía que pasar algún tiempo ante la puerta de malla, mirando a Zula, observándola. Las primeras veces ella les devolvió la mirada, pero al final acabó por ignorarlos.

Jones había adquirido una impresora durante uno de sus viajes a un Walmart y había estado imprimiendo imágenes de Google Maps y las estaba uniendo en grandes tapices verdes irregulares. Los cartuchos de tinta vacíos cubrían el suelo. La limpieza no era el punto fuerte de los yihadistas.

Llegó un momento en que Jones envió a la mayoría de sus camaradas a los otros vehículos e invitó a Zula a avanzar al comedor de la caravana, que se había convertido, literalmente, en una sala de guerra. Centrado en la mesa había uno de esos mapas pegados. La imagen estaba salpicada con pequeños alfileres indicadores de colores, típicos de Google. Pegadas a las ventanas y paredes había fotografías generadas también por aquella esforzada impresora.

Eran fotografías de Zula. En muchas de ellas se veía a Peter o al tío Richard. Las había tomado durante la visita al Schloss hacía dos semanas.

—Encontré tu página de Flickr —explicó Jones—. ¿Evidentemente descargaste la aplicación?

—¿Eh? —Zula estaba demasiado desorientada por las imágenes para poder decir algo más coherente.

—La aplicación Flickr —dijo Jones, paciente—. Sincroniza automáticamente la biblioteca de fotos de tu teléfono con la página Flickr.

—Sí —respondió Zula—, tenía esa aplicación.

Habló en pasado, ya que pensaba que su teléfono estaba enterrado en algún lugar de China, enterrado en escombros o tal vez en un laboratorio de la policía.

—Bueno, tu historia concuerda —dijo Jones, como si hubiera que felicitarla por eso.

—¿Por qué no iba a concordar?

Jones se echó a reír.

—Por ningún motivo concreto. Lo que quiero decir es que puedo ir directamente a tu página de Flickr y ver las fotos que se subieron hace dos semanas cuando Peter y tú visitabais a Dodge en el Schloss Hundschüttler —puso los ojos en blanco y marcó comillas en el aire al pronunciar el nombre.

—¿Cómo sabes que su apodo es Dodge?

—Se menciona en su entrada de la Wikipedia.

Era la primera vez que hablaban de Richard (o de cualquier tema que no fuera inmediato, ya puestos), desde la breve conversación que habían mantenido inmediatamente después de que el avión se estrellara, cuando Jones estuvo a punto de pegarle un tiro en la cabeza y ella le había revelado que tenía un tío que, (a) era muy rico y (b) sabía cómo pasar cosas de contrabando entre la frontera de Canadá y Estados Unidos. Esperaba más preguntas. Pero Jones era un hombre concienzudo, ordenado, un estratega. Zula había empezado a comprender lentamente que todas las acciones que habían emprendido desde entonces estaban centradas en torno al tío Richard y la posibilidad de utilizarlo para cruzar la frontera. La sala de guerra que había construido en la caravana no tenía nada que ver (todavía) con una masacre en un casino de Las Vegas. Ya se encargarían de eso cuando cruzaran la frontera. Lo de allí tenía que ver con Richard, y el Schloss Hundschüttler era su epicentro.

Zula empezó a comprender lentamente el significado de los indicativos virtuales del mapa. Cada uno de ellos correspondía a una de las fotos que Jones había impreso de la página de Flickr. Después de varios días en la celda, le costaba trabajo volver al estado mental basado en Internet en el que había vivido la mayor parte de su vida post-Eritrea. Pero recordó que una vez tuvo un teléfono que tenía un GPS además de una cámara, y que esos dos sistemas podían comunicarse entre sí; si dabas permiso (y estaba segura de que lo había hecho) el aparato marcaba cada foto con una longitud y una latitud, para que más tarde pudieras buscarlas en un mapa y ver dónde había sido tomada cada foto. Durante la visita al Schloss, Peter, Richard y ella habían pasado un par de tardes deambulando por las inmediaciones con un todoterreno y raquetas para la nieve. Los alfileres impresos en el mapa eran el rastro de miguitas de pan que habían seguido, una miguita soltada cada vez que Zula había pulsado el botón de la pantalla de su teléfono.

Su rostro enrojeció, como si Jones la hubiera pillado en algo profundamente embarazoso.

Y sin embargo, al mismo tiempo, era extrañamente placentero recordar que una vez tuvo una vida que incluía placeres como un novio y un teléfono.

—Casi todo esto se explica solo, si te dedicas a pensar un poquito —observó Jones—. Por ejemplo, en esta foto de Peter poniéndose las raquetas, hay un pico nevado al fondo, con bosques en las laderas inferiores, pero con una cara pelada… supongo que pedregal bajo la nieve. Según la fecha indicada, se tomó hacia mediodía. De hecho, puedo ver los restos del almuerzo en el asiento del todoterreno. Las sombras deberían estar apuntando al norte. Y sin embargo, cuando miramos a la imagen satélite Google (que fue tomada durante el verano, obviamente) vemos un pico aquí, con una cara pedregosa vuelta hacia el alfiler indicador del mapa, que está más o menos al sur. Así que todo encaja. La página web del Schloss Hundschüttler apenas podía ser más descriptiva; ya he dado un paseo virtual por la propiedad y he tomado una pinta virtual en la taberna virtual. Las pintas virtuales son las únicas que, como devoto musulmán, se me permite tomar…

Jones había empezado a irse por las ramas, quizá porque Zula se mostraba un poco lenta en sacudirse del hastío causado por la celda y el shock de ver mostrados así rostros y lugares familiares. Él deslizó una página sobre la mesa, luego la acompañó de otras dos más. Cada una contenía una imagen de su teléfono.

—Pero hay algunos misterios que necesitan explicación. ¿Qué demonios es esto? —preguntó—. Sé dónde está —marcó una localización en el mapa, a unos pocos kilómetros al sur del Schloss, usando un puñado de alfileres—. ¿Pero qué demonios? No se menciona en la página del Schloss, y ni siquiera WikiTravel dice nada del tema.

—Era una mina abandonada —Zula vaciló, un poco sorprendida por el sonido tan poco familiar de su propia voz. Entonces se corrigió—: Es una mina abandonada.

Se había acostumbrado a pensar en su vida y en todo lo que había experimentado como algo del pasado.

—¿Y qué explotan? ¿Árboles?

Ella negó con la cabeza.

—Plomo o algo por el estilo. No lo sé.

—Hablo en serio. ¿Qué clase de mina necesita dos mil quinientos metros cúbicos de madera?

La abrumadora sensación que producían las fotos era de miles de tablones y vigas, plateados por el tiempo, esparcidos y aplastados por algún tipo de desastre a cámara lenta que se extendía por toda la ladera de una pequeña montaña. Como si el canal maderero más grande del mundo, una cascada de tablones burdamente cortados que corriera por la ladera, hubiera sido de pronto privado de agua y se hubiera congelado y encogido.

—Yo pensaba que las minas estaban bajo tierra —continuó Jones.

—¿No eres graduado por la Facultad de Minas de Colorado? —preguntó Zula.

Jones, por una vez, pareció achantarse.

—Deberían cambiarle el nombre. No es solo eso. Solo acudí para aprender a volar cosas. En realidad no sé nada de minas.

—Toda esta madera fue una especie de estructura construida en la superficie, obviamente. Para qué, no lo sé. Pero sube y baja por toda la pendiente. Tiene que ser algún tipo de técnica de separación de minerales que usa la gravedad. Tal vez corría agua por ella. En algunos sitios, solo hay grandes huecos —Zula señaló el destrozo que asomaba de fondo en una foto del tío Richard. Entonces empezó a buscar en los papeles hasta que encontró una foto de algo que parecía una casa muy antigua demolida por una onda de choque—. En otros sitios verás una plataforma con una chabola, o incluso algo de este tamaño. Pero la mayoría está aplastada, como puedes ver.

—Bueno, sea lo que sea, está a ocho kilómetros y pico del Schloss, y casi exactamente a la misma altura —dijo Jones.

—A causa de la vía del tren.

Él pareció interesado.

—¿Qué vía del tren?

Zula sacudió la cabeza.

—Ya no existe. Pero había una estrecha vía de tren que iba desde Elphinstone hasta el valle. Lo más cerca de la ciudad era el Schloss, que era la residencia del barón y la sede central de todo su imperio. Más allá estaban las minas de donde obtuvo su dinero…

—Y esta es una de ellas —dijo Jones, contemplando de nuevo las fotos—. ¿Pero por qué dices que a causa de la vía del tren?

—La elevación —respondió Zula—. Te habrás dado cuenta de que hay poca diferencia de altura. Eso es porque…

—Los trenes no son muy buenos subiendo y bajando cuestas —Jones completó la frase por ella, asintiendo.

—No. Tampoco lo son los ciclistas ni los esquiadores de campo a través. Así que…

—Ah, sí, ahora comprendo. El sendero que sube el valle, tan orgullosamente descrito en la web del Schloss.

Zula asintió.

—El sendero está justo a la derecha de la antigua vía férrea de las minas, pavimentado.

—Sí —Jones lo pensó un momento, prestando más atención a las convulsiones del terreno que aparecían en el mapa—. ¿Cómo se conecta con esa vía?

Zula se apoyó en los codos, se inclinó sobre la mesa, y trató de concentrarse en el mapa. Entonces sacudió la cabeza.

—Esto es demasiada información —dijo—. No es tan difícil.

Le dio la vuelta a una de las fotografías para revelar su dorso en blanco. Entonces cogió el grueso lápiz de carpintero que Jones había comprado en Walmart. Trazó una línea horizontal en la página.

—La frontera —dijo. Luego, una línea vertical cruzando la frontera en ángulos rectos—. Las Selkirk.

Otra línea en paralelo, más al este.

—Las Purcell. Entre ellas, el lago Kootenay.

Dibujó un largo óvalo norte-sur, al norte de la frontera.

—La autovía 1 intenta seguir la frontera en paralelo, pero tiene que zigzaguear debido a las obstrucciones.

Dibujó una línea zigzagueante a través de las Selkirk y las Purcell. En algunos lugares casi rozaba la frontera, en otros se desviaba considerablemente hacia el norte. En un lugar, al sur del gran lago, dibujó una gruesa X, tachando la carretera.

—Elphinstone —dijo—. Gente que practica el snowboard, bares de sushi.

A causa de la desviación hacia el norte de la carretera, una considerable porción de tierra quedaba atrapada entre esta y la frontera norteamericana. En el centro trazó una línea que se dirigía primero al suroeste de la ciudad pero luego la rodeaba hasta que acababa apuntando al sureste. Una gran C con su extremo norte anclado en Elphinstone y el extremo sur perdiéndose a medida que se acercaba a Estados Unidos. Entonces dibujó una serie de crucecitas en ese arco, indicando la vía férrea.

Finalmente, hacia el sur de la frontera, bajo la vía férrea en forma de gancho, hizo otra X y le dijo que era el Vado de Bourne, Idaho.

—Mi tío es el experto en la historia de esta vía férrea —dijo—. Él podría explicarlo mejor.

—Se lo preguntaré cuando lo vea —replicó Jones.

Esto la golpeó como un bate de béisbol en el puente de la nariz. Tardó unos instantes en reaccionar.

—Vado de Bourne está en un valle fluvial —dijo.

—La mayoría de los vados lo están —señaló Jones secamente.

—Cierto. De todas formas, está bien comunicado por tren y transporte fluvial. Así que durante un tiempo se pensó que la forma de sacar beneficio a la mina del barón era tender la línea férrea por encima de la frontera y conectar con otras vías férreas mineras que se habían emplazado en las montañas del lado norteamericano.

Trazó unas cuantas líneas que se extendían hacia Canadá desde el Vado de Bourne.

—Monte Abandono —dijo—. Está por ahí en alguna parte —hizo un vago gesto entre Vado de Bourne y la frontera.

—Bonito nombre.

—Tenían talento para estas cosas. Había competencia para ver si todo el mineral acababa yendo al sur, a Vado de Bourne y Sandpoint, cosa que habría subordinado toda esta región a Estados Unidos, o si iban a conectarlo en cambio con la red de transportes canadienses. El asunto derivó en una especie de competición para construir el ferrocarril. El barón fue lo bastante listo para jugar a dos barajas. Los americanos intentaban tender una línea desde el sur, y al menos él fingía tender su estrecha línea hasta la frontera para conectar con la otra —indicó el arco inferior de la C. Entonces subió el lápiz y trazó un garabato en el extremo norte—. Al mismo tiempo los canadienses trataban desesperadamente de construir el último grupo de túneles necesarios para conectar Elphinstone con el resto del país. Los canadienses ganaron. Así que el barón conectó su línea con el extremo norte, y Elphinstone se convirtió en una ciudad próspera. La extensión sur de la línea (que probablemente fue un subterfugio para que los canadienses cavaran más rápido aquellos túneles) fue abandonada.

—Pero sigue ahí —dijo Jones.

—Se hizo un reconocimiento hasta la frontera. Solo nivelaron unos pocos kilómetros. En ese punto es cuando hacen falta vigas y túneles y construir se vuelve realmente caro. Así que el sendero para bicis y esquís sube básicamente por la cara de un acantilado, a ocho kilómetros de la frontera, y ahí se para.

—Pero hay un pasaje.

—Evidentemente —dijo Zula—. Cuando mi tío iba cargando con la piel de oso…

—¿Piel de oso?

—Es otra historia. No sale en la Wikipedia. Te la contaré en otra ocasión. El tema es que necesitaba entrar en Estados Unidos pero no sabía cómo. Siguió la antigua línea de medición del ferrocarril que sale de Elphinstone, pisando los travesaños.

—Una buena escalada.

—Sí, por el motivo mencionado. Llegó al final. Y entonces encontró un modo de rodear, o atravesar, la pared de roca que bloqueaba su camino, y cubrió el último kilómetro hasta la frontera, y se dirigió al sur…

Esbozó una leve, ondulante y especulativa línea a través del círculo que había dibujado antes para representar el monte Abandono, y de ahí al Vado de Bourne.

—No fue exactamente el primero —alzó la cabeza y vio que Jones la observaba intensamente—. Siguió caminos que habían dejado cuarenta o cincuenta años antes los contrabandistas de whisky durante la Prohibición.

Arroyo Prohibición. Zula se preguntó si aparecería en Google Maps.

—Y más tarde por los contrabandistas de marihuana.

—Ese es el rumor, sí.

Jones se impacientó.

—Rumor o no, hizo un montón de viajes por esta ruta —se inclinó hacia delante y la siguió con el dedo—. Pasó junto a las ruinas de la mansión del barón muchas veces, y así fue como concibió la idea de comprar la propiedad y establecer un negocio legítimo.

—Por lo que sé, esa parte de la Wikipedia es correcta —reconoció ella.

—¿Quiere decir que estuvo usted en China? —le preguntó Richard a la mujer.

—Quiero decir que estuve allí cuando el edificio explotó.

Richard tan solo se la quedó mirando.

—El edificio donde estaba su sobrina.

—Sí —dijo él—. No me imagino que hayan estallado otros edificios en China.

—Lo siento.

Él la observó durante un rato.

—No va a decirme quién es, ¿no?

—No, me temo que no. Pero puede llamarme… oh, Laura, si le ayuda tener un nombre.

—¿Cuál es su interés en todo esto, Laura? ¿Qué tiene que ganar convenciéndome de que no vaya a Xiamen?

«Laura» adoptó una expresión extraña, como intentando elaborar qué podía decir y sin que se le ocurriera nada.

—¿Tiene que ver con los rusos? —preguntó él—. ¿Está usted conectada de algún modo con la investigación?

—No en el sentido que usted insinúa —respondió ella—. Pero hace unos días estuve con uno de ellos. El líder.

—¿Ivanov o Sokolov? —preguntó Richard. Y se sintió inmediatamente gratificado al ver la sorpresa extenderse por el rostro de Laura.

—Muy bien —dijo ella—. Tenía la impresión de que podrían suceder cosas inesperadas si hablaba con usted.

Richard sabía los nombres de los dos rusos porque Zula los había mencionado en su nota. Pero se dio cuenta de que esta Laura no sabía nada de esa nota.

—¿Entonces con cuál estuvo? —preguntó.

—Con Sokolov —dijo Laura. Y debió de ver algún atisbo de esperanza en el rostro de Richard, porque la cautela cayó sobre su propio rostro como un postigo—. Pero lamento decirle que esto no sirve para nada, en lo que respecta a encontrar Zula. No directamente, al menos.

—¿Cómo puede no servir? Por lo que sé, ese Ivanov la secuestró y Sokolov es su secuaz.

—Ivanov está muerto. Sokolov, en todo caso, estaba dispuesto a ayudar a Zula en cuanto Ivanov desapareció. Pero tal como se desarrollaron las cosas… no sucedió nada a derechas. Zula ya no está con los rusos.

—¿Con quién está?

Laura sabía claramente la respuesta pero le incomodaba decirla.

—¿Hay otro lugar donde podamos hablar? —preguntó.

—No hasta que me convenza de que no coja ese avión y vuele a China.

—Zula no está en China desde hace unos diez días.

—¿Dónde está entonces?

—En mi opinión —dijo Laura—, está bastante cerca.