—¿Y viste lo que les sucedió a esos tres mil k’shetriae a principios de esta semana? —preguntó Richard.
Skeletor evitó rápidamente su mirada y fingió estudiar los dibujos del tablero de formica rojo.
—¿Los que intentaron establecer una especie de orden en las montañas Torgai? —continuó Richard.
—Sé de quiénes hablas. —Devin Skraelin sacudió la cabeza y miró malhumorado por la ventanilla del tráiler. Al parecer, como resultado de que Richard viniera hacía una semana, huyendo del personal de Devin como un excursionista intentando evitar a los mosquitos, el tráiler se había convertido en el sitio de reunión no oficial entre Dodge y Skeletor, un Reykjavik o un Panmjunjom. Solo había pasado una semana desde aquel encuentro, y sin embargo parecía mucho más tiempo. Demonios, parecía que había tenido lugar en algún universo paralelo. El universo en el que Zula no había desaparecido todavía.
—Estuve allí un rato —dijo Devin, atrayendo los pensamientos de Richard, si no hacia la realidad, entonces de la realidad—. Solo flotando, invisible —quería que Richard comprendiera que no había utilizado ninguno de los super-sorprendentes poderes de sus personajes para influir en la batalla—. Fue una carnicería, no cabe duda. Y no es que nosotros… o ellos, no lo esperáramos.
—Puedes decir «nosotros» —respondió Richard rápidamente. Se encogió de hombros—. He superado el punto en que se piensa que los escritores tienen que ser, no sé, fuerzas neutrales y desapasionadas en el mundo.
Skeletor asentía, como si hubiera estado preguntándose durante años cuándo lo iba a entender por fin Richard.
—No funciona —dijo—. Ya lo hemos hablado. El Bien contra el Mal y cómo eso ha fracasado.
—Totalmente ridículo —contestó Richard, como si eso fuera una enorme admisión—. Solo un débil esfuerzo por nuestra parte. «¿Cómo podemos hacer que dos grupos luchen, que compitan? Ya sé, haremos que uno sea el Bien y el otro sea el Mal.» Exactamente lo que cabría esperar de un comité ejecutivo.
Skeletor tan solo asentía, todavía mirando por las ventanas pero volviéndose de vez en cuando hacia Richard, quizá para buscar indicios de sarcasmo.
—Tendríamos que habéroslo dejado a vosotros —concluyó Richard.
—Tal como yo lo veo, es un deporte —dijo Devin—. Tal vez no sea como el fútbol, pero sí una combinación de esgrima y ajedrez. Tiene que tener una historia detrás, naturalmente —alzó la mano como el alumno que se ofrece voluntario para salir a la pizarra—. Me alegro de ayudar en eso.
«A cambio de enormes sumas de dinero» —añadió mentalmente Richard. Pero siguió asintiendo. Pareciendo interesado. Como si hubiera alguna duda de lo que vendría a continuación.
—Pero al final si no tienes ese elemento competitivo —continuó Devin—, no tienes nada, a nivel comercial. Y los que quieren aventuras en solitario y competiciones singulares, ahí lo tienen. Se puede hacer. Pero la atracción real está en el ángulo del juego en equipo, la cosa social. Ser parte de un ejército. Una alianza.
—Llevar un uniforme —dijo Richard—. Tener una mascota.
—Sí, y en eso es en lo que se ha convertido lo de lumínicos contra terrosos. Lo pretendiéramos o no.
Devin estaba siendo un poco sibilino. Una semana antes Richard se habría enfurecido por su traición, ante esta flagrante admisión. Tal vez Devin había notado el potencial de una explosión y se negaba a revelar lo que acababa de hacer y decir tan malamente. Lo había dicho porque de algún modo notaba que a Richard no le importaba una mierda. Richard había pasado a otra cosa.
—Acabo de llegar de Cambridge —dijo Richard.
—¿Massachusetts?
—Inglaterra. Donde vive Donald la mitad del año.
—Ah.
—Quiero que sepas que comprende todo esto.
Parecía claro que Devin no esperaba este giro de la conversación, y adoptó una expresión preocupada.
—Aprende rápido. Crees que estoy bromeando. Pero no. Para ser un tipo que no ha jugado un videojuego en su vida…
—¿Donald Cameron tiene ahora su propio personaje en el mundo? —exclamó Skeletor, más o menos en el mismo tono de voz con que un tribuno podría haber dicho: «¿Aníbal ha cruzado los Alpes con elefantes?»
—Muy débil, naturalmente —lo tranquilizó Richard—. Ni siquiera tuvo zapatos durante un buen rato.
—¡No me importa lo que lleva puesto en los pies! Me importa su…
—¿Árbol de vasallos? Sí. Comprendo. No es tan rápido en ese frente como cabría imaginar. Sigue aprendiendo. Le expliqué cómo funciona todo. No le hizo gracia tener que jurar fidelidad a un personaje más establecido.
—¿Y por qué demonios iba a querer hacerlo? ¡Con unos cuantos mensajes de texto podría ser emperador!
—Si supiera cómo enviar mensajes de texto, sin duda.
—¿Cuántos vasallos tiene? ¿Son poderosos?
—No lo he comprobado desde el FBO en Cranfield.
—¿El qué?
—Hace unas diez horas. Así que no tengo ni idea.
—¿Por qué debería empezar de pronto? ¿Por qué ahora?
—Entre tú y yo… y de verdad, Devin, esto no debe salir de aquí… —Richard se inclinó hacia delante, alzó las manos, frotó el pulgar contra las yemas de sus dedos.
—¿Cómo puede necesitar dinero?
—¿Has pagado alguna vez impuestos en el Reino Unido? ¿Has intentado mantener un castillo en la Isla de Man? Por no mencionar sus otras propiedades —Richard acababa de inventarse esto último.
—¿Qué otras propiedades?
—Palacios y otras cosas que ha heredado, supongo. Solo digo que parece un profesor cascado, pero detrás de esa fachada va por la vida como una estrella de rap.
Devin estaba pensando.
—Te refieres al dinero de Torgai. Se rumorea que hay enormes cantidades de oro esperando al primero que se lo lleve.
—No te cortes, tío; todos sabemos lo que estaban pensando esos tres mil k’shetriae. Nadie va a las Torgai por la belleza de sus paisajes.
—Es tan obvio —se maravilló Devin—. Tan rematadamente obvio. No le interesó jugar al juego hasta que hubo dinero de por medio. No entró ni una sola vez. Solo quería —y aquí Devin alzó las manos e hizo movimientos aleteantes con los dedos, como un duende volador esparciendo rocío sobre pétalos de rosa— crear idiomas muertos. Dotar a la historia de T’Rain de una gramática y una retórica.
—Y cobrar cheques de royaltis.
—¡Exactamente! —exclamó Devin, mirando a su alrededor de un modo sorprendido y gazmoño, como si él nunca hubiera aceptado ni un céntimo de compensación—. Pero en el momento en que un troll tira unas cuantas toneladas de oro al suelo, se consigue una cuenta y se convierte en Ozzy Puñetas Mandias.
Los instintos de Richard le decían que, tras haber llevado a Skeletor a este estado, la forma más efectiva de mantenerlo así sería mostrar una exagerada despreocupación.
—Vamos, Devin —dijo en tono perfectamente razonable—, tú mismo has dicho que es un deporte de equipo. Y parte de pertenecer a un equipo es tener a un capitán o un pope o lo que sea.
—He tenido personajes en el juego desde el principio —respondió sinceramente Devin—. Más de cien.
—Eso dice la base de datos.
—No me quedaré aquí sentado para intentar decirte que nadie me ha jurado jamás lealtad. Dirijo redes de vasallos, claro que sí. A veces de hasta tres capas. No se pueden entender los funcionamientos del juego a menos que lo hayas jugado a ese nivel.
Richard siguió asintiendo, alzando las cejas de vez en cuando como para decirle «Estoy contigo, amigo».
—¡Podría tener siete capas! —dijo Devin—. ¡Desde hace años!
Lo que quería decir era que su jerarquía de vasallos podía tener siete capas de profundidad, suficiente para darle decenas de millones de seguidores. Solo un jugador en el juego había llegado jamás a ese nivel. Richard había estado a punto de enviar a Egdod a liquidarlo cuando el jugador se atragantó con un trozo de salchicha, solo ante su pantalla en Ostheim vor der Rhön, ya que no había nadie cerca para hacerle la maniobra de Heimlich.
—Lo sé bien, Devin, y pienso que es un testimonio, si puedo decirlo, de tu sentido del juego limpio típico del Medio Oeste y de tu autorenuncia que hayas mostrado tanta contención. Naturalmente, uno de los problemas que tenemos los del Medio Oeste es que…
—Dejamos que la gente nos trate a patadas, sí, lo sé —dijo Devin, con una mirada involuntaria hacia su edificio de acero lleno de abogados.
—Bueno —dijo Richard, después de una larga pausa—, no quiero distraerte de tu trabajo.
—No importa, mi médico me insiste en que me relaje un poco.
—La verdad es que voy de camino para visitar a la familia, pero me pareció justo pasarme por aquí e informarte de mi conversación con Don.
—Lo agradezco —murmuró Devin, y entonces sus ojos volvieron a enfocarse—. Sí, ¿he oído que habías tenido problemas con tu sobrina?
—Y los tengo todavía.
—¿No ha aparecido aún?
Richard tuvo la vaga impresión de que esa frase parecía implicar que Zula había tenido algo que decir en este asunto. Se preguntó cuánta gente daba por hecho que había decidido quitarse de en medio y hacer pasar a su familia por un infierno solo porque sí.
—Sea cual sea el problema que tiene —dijo Richard—, no parece que se haya resuelto.
—Bien. Hazme saber si hay algo que yo pueda hacer —se ofreció Devin.
A Richard no se le ocurrió ninguna forma educada de decir «Estás a punto de hacerlo», y por eso solo asintió.
Después de hundir el Suburban, viajaron durante tres horas. Zula creía que se dirigían a las montañas, pero en cambio entraron en un lugar donde las carreteras estaban equipadas, al estilo norteamericano, con farolas, grandes almacenes, y semáforos. Después de recorrer ese entorno durante unos quince minutos, Jones dio un volantazo e internó el gigantesco vehículo en un enorme aparcamiento. Un logotipo de neón de Walmart se reflejó en el parabrisas. Jones aparcó en su espacio, o más bien en varios espacios consecutivos, y apagó el motor. Después de echar un último vistazo al aparcamiento, extendió la mano y corrió una cortina sobre los dos metros y medio de parabrisas, para conseguir intimidad para él y sus colegas conspiradores.
Antes, Ershut y Abdul-Wahaab habían recibido la orden de encadenar el tobillo de Zula a la barra para agarrarse a la ducha. Como muchas de las tareas rutinarias que llenaban las vidas cotidianas de esta banda de terroristas, esto produjo gran cantidad de lo que parecía una violenta discusión según los baremos de Iowa. El noventa por ciento tuvo que ver con el misterioso candado que habían encontrado enganchado al último eslabón de la cadena. Nadie parecía saber de dónde había salido. Era debido, naturalmente, a que Zula lo había puesto allí cuando ninguno de ellos estaba mirando. Pero tal como esperaba, no llegaron a esa conclusión. Jones, molesto por el volumen de la discusión, lo miró y, después de unos momentos, lo identificó como el candado que antes había pertenecido a la caja de herramientas de la camioneta robada. Tras rebuscar en el bolsillo exterior de una mochila, encontró el llavero de esa camioneta y se las arrojó a Ershut, quien, después de unos minutos de prueba y error (pues había un montón de llaves) consiguió abrir el nuevo candado. Lo usó entonces para sujetar ese extremo de la cadena a la barra de la ducha y se guardó la llave en el bolsillo, ya que había asumido que era la única llave. La siguiente y última fase de la operación fue ajustar la longitud de la cadena en torno al tobillo de Zula, dándole suficiente extensión para que pudiera llegar al lavabo, o retirarse al dormitorio y enroscarse en el suelo, pero no lo suficiente para llegar hasta la cama, ya que eso la habría puesto al alcance de las ventanas. Para ello usaron el candado para el que Zula no tenía ninguna llave de repuesto.
Cuando quedó claro que iba a continuar mucho tiempo en esta situación, arrancó mantas y almohadas de la cama y formó un pequeño nido en el suelo donde dormitó durante el viaje. La caravana era capaz de alojar hasta una docena de camas cuando todos sus asientos se desplegaban, y todos los yihadistas excepto Jones encontraron sitios donde tumbarse y durmieron como troncos, descansando después de un largo día de asesinatos a sangre fría y vagabundeo sin rumbo. Enroscada en su nido al fondo, Zula miraba al final de un túnel de doce metros de largo donde Jones había hecho girar el asiento del conductor para colocarse un portátil sobre las rodillas. La luz blanquiazul del ordenador iluminaba su rostro, convirtiéndolo en una máscara descolorida y a contraluz. No dormía, al menos todavía.
A Zula le habría sorprendido esta decisión de aparcar en un Walmart si no fuera por el hecho de que sus tíos abuelos, que vivían en Yankton, Dakota del Sur, eran caravanistas impenitentes, siempre mostrando diapositivas y contando historias de sus viajes en la reunión y ella sabía gracias a ellos que Walmart tenía la política de tender la alfombra de bienvenida a ese tipo de gente, incluso hasta el punto de distribuir la versión de la compañía del Mapa de Carreteras de Rand McNally, donde aparecían indicadas las localizaciones de todos los Walmarts. Casi con toda certeza, había un ejemplar de ese documento en la consola junto a Jones, donde los difuntos propietarios del vehículo tenían la costumbre de guardar este tipo de artículos. Jones, naturalmente, no lo sabría. Pero tenía una gran capacidad de adaptación. Tal vez había tomado una decisión por impulso: había llegado a esta ciudad del centro de Columbia Británica, pasó junto a su Walmart, advirtió que los únicos vehículos que había en el aparcamiento eran caravanas que pasaban allí la noche, y decidió adoptar la estrategia de «En Roma haz como los romanos». O, lo que era más probable, había pasado un rato interrogando a los antiguos propietarios a punta de cuchillo o de pistola antes de matarlos, se había enterado de sus costumbres, había saqueado sus carteras y extraído sus PINs y claves haciendo falsas promesas de que no les haría daño.
El portátil no era el mismo ordenador que Sharif había empleado en el avión. Este era parte del botín que había caído en manos de Jones junto con la caravana. Evidentemente, había conseguido obtener una conexión wi-fi del Walmart, ya que ahora mismo todo era cliquear y manejar el ratón: la típica conducta de navegar por la red. Hubo un momento cómico cuando al parecer se metió en la página web de un casino de Las Vegas, y la voz de Frank Sinatra resonó en los altavoces del ordenador, medio despertando a un par de hombres antes de que Jones encontrara el control del volumen y la hiciera callar.
Otra vez la extraña fijación con Las Vegas. Así que Jones se había puesto por fin a trabajar en lo suyo. Basándose en la conversación que había oído en Xiamen, Zula creía tener una idea bastante acertada de su plan: ir a un gran complejo de ocio en la Ciudad del Pecado y matar a tanta gente como fuera posible, igual que aquellos terroristas paquistaníes habían echo en los hoteles de lujo y la estación de ferrocarril de Bombay. La parte peliaguda era cruzar la frontera norteamericana con sus camaradas y su montón de armas. No es que no pudiera comprar armas en Estados Unidos, pero ya había sido testigo de suficientes cargas y descargas de material, a estas alturas, para tener una idea aproximada de su inventario, y pensaba que llevaban consigo ciertos artículos como armas automáticas y granadas de mano que serían difíciles de comprar incluso en la Dulce Tierra de la Libertad.
Jones reinició el portátil varias veces consecutivas, lo que la hizo pensar que debía de haber descargado e instalado nuevo software. Una deducción obvia fue que estaba manipulando la máquina de modo que pudiera comunicarse en secreto con sus camaradas yihadistas.
La naturaleza inherentemente soporífera de instalar software fue más fuerte que ella, así que cerró los ojos y cuando los abrió descubrió que ya era de día.
Jones se había quedado dormido donde estaba sentado, y Abdul-Wahaab manejaba ahora el portátil. Ershut estaba cocinando algo humeante; por el olor, Zula supo que era arroz. Poco después le sirvieron un poco en un cuenco de plástico decorado con florecillas. Se preguntó si estos tipos sabían que estaban a treinta metros de un supermercado que probablemente tenía cien veces el tamaño del más grande que habían visto en sus vidas.
Mientras se comía el arroz, un coche aparcó junto a ellos, haciendo que los hombres descorrieran un poco las cortinas y se asomaran. Parecían aprensivos y echaron mano a sus armas, luego sus expresiones mostraron su deleite. Mahir empezó a gritar lo grande que era Alá. Esto despertó a Jones, que se hizo cargo de la situación y le dijo a todo el mundo que se callara. Se levantó del gran sillón de capitán, bajó los escalones con las piernas entumecidas, descorrió el pestillo y abrió la puerta. Luego se hizo atrás para que tres hombres pudieran entrar en la caravana. Tenían barbas y sonreían de oreja a oreja. Jones los hizo callar e insistió en cerrar la puerta y echar el pestillo.
Entonces el lugar estalló con saludos apasionados y risas y muchas más alabanzas a Alá. Parecía que lo único que podía enturbiar los ánimos de estos hombres era la presencia de Zula, que les resultó sorprendente y tal vez incluso ofensiva cuando la advirtieron.
Los recién llegados parecían indios o paquistaníes y, como Jones, parecían usar el árabe como segunda o tercera lengua, lo que significaba que Jones acabó hablando en inglés con ellos. Lo hablaban muy bien y con un mínimo de acento. Zula pudo comprender que habían recibido un e-mail de Jones la noche pasada y que habían venido aquí (dondequiera que fuese «aquí») desde Vancouver en cuento pudieron. Los pelotas eran iguales en todas partes, según parecía: su miembro más charlatán, que seguía maniobrando para estar más cerca de Jones, seguía pidiendo disculpas por no haber llegado aún antes. Este hombre (Sharjeel era aparentemente su nombre) tenía el aspecto, la vestimenta y los modales de un estudiante universitario o un empleado de altas tecnologías occidentalizado. Al verlo, Zula solo pudo pensar en todos los surasiáticos no terroristas, felizmente integrados en la sociedad norteamericana, para quienes un gilipollas como Sharjeel era su peor pesadilla.
Tener delante a Sharjeel y sus amigos la hizo sentirse fatal, y tardó un rato en comprender por qué. Hasta ahora había parecido que solo sería cuestión de tiempo hasta que Jones y su grupo cometieran un error, llamaran la atención y fueran capturados. Jones había vivido en Estados Unidos, así que sabía cómo funcionaban las cosas en Norteamérica. Era bastante bueno imitando la forma de hablar de los negros americanos y era capaz de mostrarse encantador; evidentemente había engañado a los dueños de la caravana durante unos minutos antes de encañonarlos con un arma. Pero no podía estar despierto las veinticuatro horas, y no podía hacerlo todo. Sus camaradas, por contra, estaban ahora profundamente inmersos en una cultura donde no hablaban el idioma y no tenían ni idea de cuál era la conducta normal. Se las apañaban en los bosques, pero en un lugar como este ni siquiera podrían salir de la caravana.
Sharjeel y sus amigos eran enormemente útiles para Jones y por tanto un auténtico contratiempo para Zula.
Mostraron su utilidad inmediatamente. Uno de ellos se sentó en el enorme sillón giratorio propio del capitán Kirk. Pues Jones había propuesto entrar con Sharjeel en el Walmart y los otros recién llegados y quería que una persona que hablara inglés fuera su representante. Lo que quería decir que si algún otro aficionado a las caravanas o un segurata del Walmart se acercaban a llamar a la puerta para charlar, sería mejor que la persona que le respondiese no tuviera todavía el polvo del norte de Waziristán en los pliegues de su turbante.
Jones sacó una libreta Strawberry Shortcake de la guantera y empezó a escribir una lista de la compra. A veces escribía en silencio, a veces pensaba en voz alta.
—Aceite de cocina… repelente para los mosquitos… cerillas… Taladro inalámbrico…
—Tampones —exclamó Zula.
—¿De qué tipo? —preguntó Jones, sin pestañear—. ¿Minis, regulares, súper, súper plus?
—¿Es que tienes novia?
—Te traeré un paquete múltiple y puedes entender que la respuesta es que no te importa —dijo Jones—. ¿Algo más del pasillo rosa y pastel?
—Toallitas de bebé, preferiblemente sin olor. Ropa interior. Un par de bragas donde no se hayan meado.
—¿Te valen pantalones cortos?
—Lo que sea. Y calcetines, por favor.
—Ah, de pronto utilizas la palabra mágica.
—Cualquier cosa del Walmart que veas que esté hecha de lana.
—Cualquier cosa del Walmart que veas que esté hecha de lana —repitió Jones fastidiosamente, mientras lo anotaba—. Harán falta varios camiones —entonces la miró—. ¿Algo más, o puedo volver a planear atrocidades?
—Como gustes.
Sharjeel los miraba incómodo.
Después de unos cuantos minutos, Jones, Sharjeel y uno de los recién llegados, que al parecer se llamaba Aziz, salieron por la puerta lateral y cruzaron el aparcamiento.
—Tu familia es muy simpática —dijo una voz en inglés, después de un rato.
Zula se había sumergido en una especie de estado semicomatoso, un abatimiento indiferente y apático en el que cada vez pasaba más tiempo últimamente. Como un ordenador que despierta de su estado de ahorro de energía, fue un poco lenta para girar la cabeza y despejar la pantalla y empezar a responder a los estímulos.
Al fondo de la caravana estaba el tercero de los recién llegados, el que ocupaba el gran sillón de capitán Kirk. Se había apoderado del portátil y al parecer estaba navegando. Zula supuso que debía de haberla buscado en Google o algo por el estilo.
Hizo falta toda la voluntad y el autocontrol que había estado desarrollando durante la última semana y media para no perder el control de sí misma. Lo único que lo impidió fue una especie de consciencia instintiva de que esto era probablemente lo que quería el tipo; intentaba decir lo más provocativo que se le ocurría. Daba vueltas y la pinchaba, intentando descubrir de qué estaba hecha. «Tu familia es muy simpática.» No podía creer que hubiera dicho eso. Qué gilipollas.
Pero ella había abierto esta puerta con su improvisación, unos cuantos días antes, justo después de que el avión se estrellara, cuando le reveló su nombre completo a Jones. Naturalmente, lo primero que habría hecho tras tener acceso a Internet habría sido averiguarlo todo sobre ella, su tío, su gran familia. Y probablemente había dejado una pista de favoritos en el portátil para que este tipo la siguiera. Tal vez incluso había creado una wiki de Zula donde los yihadistas de todo el mundo posteaban todos los datos que podían encontrar.
Así que esa era la situación. Zula encadenada por el tobillo, fuera del alcance del portátil. El hombre en el asiento del conductor mirando, imaginaba, las páginas de Facebook de sus primos, sus álbumes Flickr, las páginas web que pudieran haber creado durante la última semana en un esfuerzo por descubrir qué había sido de ella.
Diez segundos con ese portátil y podría hacer que la ira de Dios cayera sobre esta gente y acabara con todo. Un hecho que ellos comprendían perfectamente bien. De ahí la cadena. Un candado en el tobillo, el otro en la barra de la ducha.
Este último era especial en tanto Zula tenía una llave en el bolsillo.
Podía coger esa llave en cualquier momento y estar libre en cuestión de segundos. Libre para moverse dentro de la caravana, claro. Pero siempre había alguien despierto, alguien vigilándola. La llave era su única oportunidad. Tenía que utilizarla con inteligencia. Su primer movimiento tenía que ser un éxito.
El hombre del portátil la miró durante un rato, esperando una reacción. Entonces volvió su atención al ordenador. Lo pulsó y acarició durante unos momentos, luego alzó la cabeza y vio a Zula mirándolo. Abrió los brazos y cogió la máquina por los bordes, le dio media vuelta, y apuntó la pantalla hacia Zula. Desde casi la otra punta de la caravana ella no podía ver muy bien, pero sí pudo distinguir varias fotos de sí misma, que reconoció de la reunión y otros encuentros familiares. Sobre ellas había palabras en letras mayúsculas, ¿HAN VISTO A ESTA MUJER?, y un número de teléfono con un prefijo 712: el oeste de Iowa.
La mera visión de las fotos desde nueve metros de distancia provocó un mar de emociones en ella. Alegría y feroz orgullo porque su familia estaba en el caso. Enorme tristeza porque hubiera pasado todo esto. Ira porque el hombre intentaba utilizarlo para manipular su estado emocional. Vergüenza porque estaba, hasta cierto punto, consiguiéndolo.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Puedes dirigirte a mí como Zakir —respondió él.
El hombre que deseaba que se dirigiera a él como Zakir era grande y patoso comparado con los demás yihadistas que Zula había encontrado últimamente. Probablemente trabajaba en un cubículo en su vida profesional. Miembro de un grupo de apoyo tecnológico en una compañía de seguros, decidió. Aburrido de su trabajo, incapaz de echarse novia, sintiéndose en conflicto por el modo en que se había vendido al sistema occidental, había entablado contacto de algún modo con un grupo de chalados afiliados a al-Qaeda durante una visita a la familia en Pakistán y acabó en una lista de tipos a los que llamar en Vancouver si el movimiento global necesitaba alguna vez ayuda sobre el terreno en esa zona. Y ahora estaba aquí, encantado de la vida. Sin duda sorprendido de que lo hubieran sacado de la cama a las tres de la madrugada y lo hubieran metido en un coche para este encuentro en el Walmart, mataba el tiempo haciendo la única cosa en la que era indudablemente bueno, jugar con los ordenadores.
Los que habían ido a comprar empezaron a regresar por turnos. Al parecer se habían dividido en el Walmart, cada uno con su propia lista. Aziz volvió con media docena de bolsas de plástico de la compra colgando de cada mano. Trabajo de mujeres. La mayoría de las bolsas contenía comida, pero también había adquirido una webcam barata, con forma de ojo, en su cajita de plástico, y un cable de extensión para su USB. Los artículos de higiene femenina estaban también dentro: los lanzó con disgusto por la caravana y rebotaron contra la pared del dormitorio y se detuvieron, algo abollados por las esquinas. Sharjeel entró con más artículos para acampar: sacos de dormir, tiendas, toldos, cuerdas, y diversos atuendos de lana. Le arrojó la ropa a Zula, luego regresó a la tienda. Quince minutos más tarde Jones y él regresaron, cada uno empujando un gran carro plano. Traían una Skilsaw, una taladradora inalámbrica, tornillos de construcción, material aislante, tablones, madera prensada. Una lámina de doce por veinticuatro habría molestado en los confines de la caravana, y por eso la habían cortado ya en piezas de doce por doce. Enviaron a Aziz al Walmart y regresó con un rollo de papel para techos negro y un paquete de plástico blanco, del tamaño de una bolsa de basura grande, con un dibujito de la Pantera Rosa: aislamiento de fibra de vidrio.
El grupo se dividió entonces: los amantes Mahir y Sharif salieron y subieron al coche con el triste Aziz, mientras que el grueso Zakir y el eficaz y retorcido Sharjeel se quedaban en la caravana. A una orden de Jones, Zakir giró en su sillón y puso en marcha el motor de la caravana y sacó el gran yate de tierra a la carretera. Jones abrió la Skilsaw. La caravana tenía un generador que daba corriente a las paredes. Descubrió cómo hacerla funcionar. Luego se puso a tomar medidas en el dormitorio del fondo, pasando amablemente junto a Zula cada vez que entraba o salía. Con un grueso lápiz de contratista de Walmart fue trazando largas líneas en los paneles de madera, luego conectó la Skilsaw y los cortó, dos cada vez, llenando los rincones de la caravana de serrín, humo y un chirrido insoportable. Llevó la madera cortada al dormitorio a medida que iba completando el trabajo, la colocó contra las ventanas, y luego usó la taladradora inalámbrica y su destornillador para atornillarlas a las paredes. Lo hizo todo con las cortinas cerradas para que desde fuera solo se vieran las cortinas corridas para disfrutar de intimidad.
En solo unos minutos, pudo atornillar las láminas de madera a todas las ventanas. Encargó a Sharjeel que fuera colocando más tornillos mientras él planeaba la siguiente fase de la operación. Sharjeel se puso a trabajar con afán, colocando los tornillos a intervalos de no más de cinco centímetros. Era una declaración: esos paneles no iban a soltarse.
Mientras tanto, Jones había estado cortando los tablones de madera. Los lanzó por la puerta, directamente hacia Zula como si fueran lanzas, y le indicó a Sharjeel que los atornillara a los bordes de los paneles de madera prensada. Esto lo hizo fatal. El procedimiento, como Zula podría haberle dicho, se llamaba clavar en oblicuo, y era peliagudo.
Abdalá Jones abrió el paquete de fibra de vidrio y esta empezó a expandirse de manera incontrolable, amenazando con llenar por completo el interior de la caravana. Manoteando y pisoteando y maldiciendo, cortó napas y se las pasó a Sharjeel, quien las pegó a la madera prensada con cinta adhesiva.
Cuando toda la madera prensada quedó aislada de esta manera, aparcaron a un lado de la carretera, donde Jones arrojó vengativamente todo el aislante, salvo una napa de dos metros. Cuando volvieron a ponerse en marcha, se entretuvo de nuevo con la madera prensada. Luego cortó el primer conjunto de paneles, siempre trabajó con láminas dobles, haciendo dos copias de cada forma, y guardando la mitad en reserva. Ahora Sharjeel y él pusieron estas reservas sobre el aislamiento y las atornillaron. La Escuela Técnica de ingenieros de minas de Colorado no formaba idiotas.
Así que tres paredes del dormitorio eran ahora una disposición completamente opaca de paredes aisladas de madera prensada. Se volvió todavía más oscura cuando Jones y Sharjeel desenrollaron largas tiras de papel para tejados negro y lo graparon sobre la madera, cubriendo toda la superficie interior de la habitación, incluyendo el techo, de un negro monocromo, aliviado solamente por el esporádico brillo de las grapas. Unos momentos de trabajo con un cúter recortó un disco de papel alrededor del aplique de la luz del techo, de modo que un poco de luz amarillenta iluminó el lugar.
Soltaron entonces el tobillo de Zula y le hicieron saber que su sitio estaba en la cama. Ella se retiró, se sentó, y se entretuvo quitando trocitos de madera y pedacitos de fibra de vidrio de la colcha (una colcha que obviamente había sido cosida a mano por la anciana asesinada ayer), mientras Jones y Sharjeel le aplicaban un tratamiento similar al interior de la puerta del dormitorio, reforzándola con madera prensada y luego ampliando su grosor diez centímetros, con una napa de aislamiento en el centro. Esto tuvo el efecto deseado de cubrir por completo el pomo interior, haciendo imposible que Zula abriera la puerta aunque no estuviera cerrada con llave.
Jones colocó un larga napa en el taladro y abrió un agujero en la puerta reforzada, luego metió el cable USB de la pequeña webcam. Usando una telaraña de bridas de plástico, cinta adhesiva y tornillos, montó el pequeño ojo en la superficie interior de la puerta, cerca de la parte de arriba. Mientras tanto Sharjeel había tendido el cable y su extensión por el pasillo central de la caravana hasta la mesa de la cocina y lo había conectado al portátil. Siguió un largo procedimiento de ajuste en el que Jones cerraba la puerta, dejando a Zula sola en la habitación, se acercaba a ver la imagen de la cámara en el portátil, luego volvía y abría la puerta y movía la cámara a un lado y a otro, hasta conseguir el ángulo justo que (supuso Zula) captaba todas las partes de la habitación.
El procedimiento entero duró unas dos horas. Como todas las chapuzas caseras, había empezado con una energía y una velocidad sorprendentes y había acabado lentamente mientras Jones y Sharjeel refinaban los detalles. Pero ya habían terminado, y Zula quedó completamente encerrada. La dejaron allí dentro y no se molestaron en abrir la puerta en otras seis horas.