Epílogo

Cuando la noticia de la milagrosa aparición del almirante Kurtz en el palacio ducal se difundió por la ciudad, una tenue cortina de normalidad empezó a posarse. Los comités revolucionarios centrados en el Mercado de Grano asistieron alarmados a la situación, pero la gente normal se mostró mucho menos interesada. La mayoría de ellos estaban confundidos, desorientados y profundamente enajenados por la extrañeza de los tiempos que estaban viviendo. Los demás, o al menos la gran mayoría, habían abandonado ya la ciudad. Los supervivientes se acurrucaban unos junto a otros entre las ruinas de sus certidumbres, comiendo el maná de las máquinas del Festival y entregados al rezo.

La misteriosa evolución de la salud de Kurtz continuó. Como había señalado Robard, las enfermedades relacionadas con la senectud eran muy raras entres los supervivientes del Festival, y no era por casualidad. Siguiendo los consejos del agente del Conservador, el almirante anunció magnánimamente una amnistía para todos los elementos progresistas y un período de reconstrucción e introspección colectiva. Muchos de los revolucionarios restantes aprovecharon la ocasión para ocultarse en los abarrotados campos o huir de la ciudad, en algunos casos llevando consigo semillas de cornucopia. El Planeta de Rochard estaba muy poco colonizado y una campiña desierta y virtualmente inexplorada se extendía apenas a trescientos kilómetros de la ciudad. Aquellos que no soportaban el regreso al status quo emprendieron la marcha.

También a instancias de la Oficina del Conservador, el almirante no envió tras ellos a las fuerzas milicianas. Ya habría tiempo más adelante para ocuparse de los disidentes, señaló Robard. Tiempo de sobra una vez que hubieran muerto de hambre durante el invierno.

Algunos botes más lograron aterrizar intactos, en la pista situada detrás del palacio. El cielo se cubrió de luces azuladas que dejaban largas estelas tras de sí: la marcha de los hijos del Festival. En las calles las babushkas levantaban la mirada, hacían el signo del mal de ojo y escupían para saludar el fin de los malos tiempos. Una de las astrosondas que partía llevaba en su interior la esencia codificada del viejo duque. Pero muy pocos lo sabían y a casi nadie le importaba. Gradualmente, las factorías orbitales del Festival llegaron al fin de su vida útil y empezaron a apagarse. Poco a poco, los teléfonos dejaron de sonar. Ahora la gente los utilizaba para llamarse. Hablar era agradable y las familias y amigos dispersos volvieron a encontrarse utilizando el medio impreciso de la red telefónica. El agente de la Oficina del Conservador lo pensó y finalmente llegó a la conclusión de que no podía hacerse nada al respecto. No hasta que se hubieran reanudado las comunicaciones con el planeta madre, en todo caso.

Las cosas ocurrieron de modo diferente en Plotsk. La remota ciudad estaba separada de la capital por desplazamientos de tierra y estructuras extrañas y peligrosas que habían vuelto impracticables las carreteras. Allí, el comité revolucionario se había ido transformando, primero en un consejo municipal provisional, y luego en un gobierno en toda regla. Los campesinos empezaron a ocupar las numerosas granjas que rodeaban la ciudad, abandonadas cuando la tierra parecía haberse convertido en algo superfluo. Llegaron desconocidos huyendo del caos que reinaba en los asentamientos más pequeños y había espacio para todos. El camarada Rubenstein, del Comité Central, anunció su decisión de instalarse allí. Tras una acalorada escaramuza dialéctica con el gobierno, se avino a limitarse a publicar un periódico de noticias y a dejar las cuestiones ideológicas a espíritus menos mercuriales. Se trasladó al apartamento de Havlicek el Prestamista, situado sobre su tienda, en la Calle Principal, junto con un joven que no hablaba mucho y al que no se vio el pelo durante la primera semana (lo que proporcionó mucho y fértil material para las lenguas más viperinas). En el pequeño patio que había detrás de su taller burbujeaban y humeaban extrañas estructuras y corría el rumor de que Rubenstein practicaba las extrañas artes de la milagrería tecnológica que había sacudido los cimientos del estado no hacía mucho. Pero nadie lo molestaba, porque la policía local estaba a sueldo del gobierno, quien no era tan necio como para enemistarse con un peligroso mago e ideólogo revolucionario.

Otra pareja curiosa se estableció en el piso situado sobre la vieja ferretería de Marcus Wolff. No hablaban demasiado pero el hombre barbudo poseía una notable habilidad con las herramientas. Entre los dos reconstruyeron la tienda y luego la abrieron al público. Tenían una pequeña colección de cerraduras y relojes y reconstruían teléfonos y aparatos más exóticos, que guardaban en los viejos y negros armarios de roble que poseía la tienda. Los cambiaban por comida, ropa y carbón y los rumores hablaban de la fuente de aquellos aparatos maravillosos que vendían a tan bajo precio: objetos que hubieran costado una fortuna en la capital de la metrópolis (y no digamos en una pequeña ciudad colonial). El suministro parecía inagotable y el cartel que colgaba sobre el escaparate de la tienda estaba peligrosamente cerca de la subversión: ACCESO A HERRAMIENTAS E IDEAS. Pero nada provocaba tantos comentarios como la conducta de su compañera: una mujer alta y delgada con el pelo negro y corto que algunas veces salía sin sombrero y sola, solía regentar la tienda cuando su marido estaba ausente y hasta se atrevía a despachar a desconocidos.

Antes del Festival, esta conducta hubiera provocado toda clase de comentarios, y puede que incluso una visita de la policía y una llamada a la Oficina del Conservador. Pero en estos tiempos extraños, a nadie parecía importarle: y el radical Rubenstein no era un visitante infrecuente de su tienda, donde obtenía interesantes componentes para su máquina de impresión. Era evidente que tenían amigos peligrosos, lo que bastaba por sí solo para impedir que los vecinos cotillearan demasiado… a excepción de la viuda Lorenz, quien parecía pensar que era su deber enfrentarse con la mujer (de quien sospechaba que era judía o soltera o cualquier cosa igualmente siniestra).

Durante los nueve meses posteriores a la marcha del Festival, el verano se deslizó hacia las frías y lluviosas profundidades del otoño: el sol ocultó su rostro y el viento cerró su gélida garra sobre la tierra. Martin pasaba muchas mañanas registrando el suministro de barras de metal que había reunido durante el verano, introduciendo piezas en la pequeña fábrica de la bodega, entrenando sus manos en la fabricación de herramientas con los primitivos instrumentos que tenía a su disposición. Moldes de diamante, hornos de arco voltaico, máquinas procesadoras controladas por números: estas, sus herramientas, las había sacado de la fábrica y las había utilizado a su vez para crear otras herramientas que los granjeros y tenderos de su entorno pudieran comprender.

Mientras Martin ocupaba el tiempo en estos quehaceres, Rachel cuidaba de la casa y de la tienda, conseguía ropa y comida, compraba espacios publicitarios en el periódico de Rubenstein y mantenía los ojos abiertos por si había problemas. Vivían juntos como marido y mujer, respondiendo a la curiosidad de los vecinos con miradas vacías y un encogimiento de hombros que venía a decir Ocupaos de vuestros asuntos. La vida era primitiva, y sus recursos y comodidades estaban limitados, tanto por lo que estaba disponible como por las exigencias de llevar una vida que no despertara sospechas. Aunque después de que el invierno empezara a morder, la instalación aislante preparada por Martin a base de espumas y bombas de calor los mantenía tan calientes que uno o dos de los vecinos más osados desarrollaron el hábito de pasar más tiempo del deseable en la tienda.

Una gélida mañana, Martin despertó con dolor de cabeza y la boca seca. Por un momento no pudo recordar dónde se encontraba: abrió los ojos y levantó la mirada hacia una deslucida cortina blanca. Alguien murmuró unas palabras en su sueño y se pegó a él. ¿Cómo he llegado aquí? Esta no es mi tienda. Esta no es mi vida… La sensación de alienación era profunda. El recuerdo regresó como una crecida sobre las llanuras polvorientas. Rodó sobre sí mismo, alargó un brazo y apretó los hombros dormidos de Rachel contra su pecho. Los lejanos emisores trinaban en el fondo de su cabeza: todas las defensas estaban en su sitio. Rachel musitó, se estiró y bostezó.

—¿Estás despierta? —le preguntó en voz baja.

—Sí. Ah… ¿Qué hora es? —La luz del amanecer le hizo parpadear. Tenía el cabello revuelto y los ojos hinchados de sueño; una punzada de afecto lo recorrió de la cabeza a los pies.

—Ya ha amanecido. Hace un frío de muerte. Disculpa. —Volvió a abrazarla y entonces sacó los pies de la cama y salió al gélido dormitorio. La escarcha se había colado al interior de las ventanas. Tratando de no pisar el suelo de madera, se puso las zapatillas de felpa, sacó el orinal y lo utilizó. Se puso una ropa interior helada que había sacado del arcón de la cama y a continuación bajó a la bodega para inspeccionar el quemador de carbón, que seguía encendido. Un poco de agua, hervirla y enseguida tendrían café: un lujo milagroso, ajeno al hecho de que era falso, producto de una máquina cornucopia. Puede que en una semana o dos la espita geotérmica diera un poco más de calor. Por ahora, cualquier cosa que no fuera helarse era un éxito frente al fiero invierno de la estepa.

Rachel se había levantado. El suelo de madera crujía bajo sus pasos, mientras ella bostezaba y se ponía la camisa y la ropa interior. Martin bajó al piso inferior para abrir el horno y encender un nuevo fuego. Tenía las manos demasiado frías y se las frotó con fuerza para reactivar la circulación. ¿Hoy no es día de mercado?, se preguntó. Granjeros a montones. Puede que vendamos algo. Estuvo a punto de pellizcarse. ¿En qué me estoy convirtiendo? Metió las cenizas frías en un cubo de hojalata y limpió la rejilla del horno. Algo se movió tras él. Se volvió. Rachel estaba vestida para salir: su voluminoso traje marrón la cubría hasta las suelas de los zapatos y se había tapado el pelo con un pañuelo. Con un fuerte nudo por debajo de la barbilla, a la moda local. Solo se le veía la cara.

—¿Vas a salir? —preguntó.

—Hay mercado esta mañana. Quiero comprar un poco de pan y puede que una gallina o dos. Si espero más habrá demasiada gente. —Apartó la mirada—. Brrr. Hace frío, ¿no?

—Cuando regreses esto ya debería de estar más caldeado. —Terminó de poner carbones en la rejilla y utilizó un pequeño fragmento de magia familiar: la luz se encendió con rapidez y se extendió ávidamente sobre las superficies de antracita. Martin se volvió hacia el horno—. Seguro que hoy vendemos mucho. El dinero…

—Cogeré un poco de la caja. —Se inclinó y lo rodeó con los brazos tranquilizadora y sólida, ataviada a la guisa de la mujer de un artesano local. Apoyó la barbilla sobre su hombro con familiaridad.

—Tienes buen aspecto esta mañana. Maravilloso.

Rachel sonrió y tiritó.

—Adulador. Me pregunto cuánto más podremos aguantar aquí…

—¿Podremos? ¿O tendremos?

—Um. —Lo pensó un momento—. ¿Te está afectando?

—Sí. Un poco. —Se rió entre dientes—. Esta mañana, mientras limpiaba la rejilla, me he sorprendido pensando como un tendero. Sería muy fácil acomodarse a esta rutina. ¿Cuánto hace ya, ocho meses? Viviendo esta vida tranquila. Casi nos puedo imaginar establecidos aquí, criando una familia, sumiéndonos en la oscuridad.

—No funcionaría. —Sintió que se ponía tensa bajo sus brazos y le frotó los hombros—. No envejeceríamos como los demás. Las fronteras volverán a abrirse dentro de un año y entonces, bueno… Yo ya he tenido hijos. No funcionaría, créeme. Alégrate de haberte hecho esa vasectomía reversible. ¿O has pensado cómo sería andar de acá para allá con un niño en brazos?

—Oh, ya lo sé. —Siguió moviendo las manos en pequeños círculos hasta que ella se relajó un poco. El grueso tejido, muchas capas para contener el frío, se movía bajo las yemas de sus dedos—. Lo sé. Tenemos que marcharnos, cuanto antes mejor. Lo que pasa es que esto es tan… tranquilo. Apacible.

—Las tumbas también lo son. —Se apartó de él con los brazos extendidos y lo miró fijamente. Martin volvió a contener el aliento: porque cuando lo hizo, la encontró insoportablemente hermosa—. Esto es la Nueva República, ¿no? No es un buen lugar para vivir, Martin. No es seguro. La ciudad está en estado de shock. Es como si, colectivamente, estuvieran pasando una fase de negación. ¡Todos sus deseos concedidos durante tres meses y resulta que no fue suficiente! Cuando despierten, buscarán la vieja manta, la que conocen de toda la vida. El lugar se llenará de agentes de la Oficina del Conservador e informadores, y esta vez tú no tendrás un contrato con el Almirantazgo ni yo un pasaporte diplomático. Tendremos que marcharnos.

—Y tus jefes… —No pudo continuar.

—Fácil viene, fácil se va. —Se encogió de hombros—. No es la primera vez que me tomo un permiso. Esto no es un permiso: es agachar la cabeza y esperar a que aparezca una salida. Pero si pudiéramos regresar a la Tierra, hay montones de cosas que me gustaría hacer contigo. Juntos. Entonces podremos hacer planes. Aquí, si nos quedamos, alguien hará los planes por nosotros. Junto con todo lo demás.

—Está bien. —Se volvió de nuevo hacia la cocina: una saludable claridad roja brillaba bajo los carbones que el calentador adiabático había prendido—. Hoy, el mercado. Puede que esta noche podamos pensar en cuándo…

Alguien llamó a la puerta.

—¿Qué pasa? —preguntó Martin. Dejó la estufa y recorrió la fría y oscura tienda. Abrió la ranura del correo—. ¿Quién anda ahí?

—¡Telegrama! —dijo una voz aguda y sin aliento—. ¡Telegrama para Maese Springburg! —Con un traqueteo de cerrojos, Martin entreabrió la puerta. Cegadora nieve blanca y un mensajero de la estafeta de correos con un uniforme rojo que lo miraba desde el umbral—. Telegrama. Para el herrero.

—Ese soy yo —dijo. El muchacho esperó: Martin buscó a tientas unos pocos kopecs para darle una propina y a continuación cerró la puerta y se apoyó en ella con el corazón desbocado. ¡Un telegrama!

—¡Ábrelo! —Rachel se le acercó con los ojos llenos de ansiedad, esperanza y sorpresa—. ¿De quién?

—Es de Herman… —Abrió el sobre y, con la boca seca, empezó a leer.

A: MARTIN SPRINGFIELD Y RACHEL MANSOUR

FELICITACIONES POR VUESTRO NIÑO.

TENGO ENTENDIDO QUE NACIÓ EN LA ÓRBITA DEL PLANETA DE ROCHARD Y POCO DESPUÉS PARTIÓ EN DIFERENTES DIRECCIONES. AUNQUE SÉ QUE ESTÁIS CANSADOS, PUEDE QUE OS INTERESE SABER QUE ESTOY PREPARANDO UN IMPORTANTE NEGOCIO EN CASA. SI QUERÉIS PARTICIPAR, DOS BILLETES OS ESPERAN EN LA OFICINA CENTRAL DE CORREOS DE NOVY PETROGRAD.

PD: TENGO ENTENDIDO QUE LA PRIMAVERA ES UNA ESTACIÓN INSALUBRE EN PLOTSK. NO OS DEMORÉIS.

Aquel mismo día, más tarde, se declaró un incendio en la vieja ferretería de Wolff, que ardió por los cuatro costados… víctima, según los rumores locales, de la negligencia de su extraño propietario. La última vez que alguien lo había visto estaba saliendo de la ciudad en un carruaje alquilado, en compañía de su mujer y con un pequeño bolso por todo equipaje. Nadie volvió a verlos en Plotsk y se desvanecieron en la capital como una gota de tinta en un océano azul: perdidos en las turbulencias y la excitación que rodearon la llegada de la primera nave espacial desde la partida del Festival, un carguero de Viejo Calais.

En realidad no se habían perdido pero, como suele decirse, esa es otra historia. Y antes de contárosla, hay algunos deseos que querría que me concedierais…