Los cascarones de los dos Saltadores usados flotaban hacia el límite del sistema, dando vueltas a una velocidad muy superior a la de escape. Ya no importaban: habían hecho su trabajo.
Tras ellos, los restos de la flota de la Nueva República se desperdigaban como cenizas al viento. Dos terceras partes de las naves habían quedado reducidas a pedazos humeantes, junto a segmentos de ingeniería que brillaban al rojo vivo mientras los desensambladores los desmontaban. Un extraño vello metálico cubría sus cascos, como las colonias de hongos que crecen en los corazones de los árboles muertos en descomposición. Casi todas las demás naves estaban huyendo a toda potencia, siguiendo trayectorias de escape que les permitirían ganar el espacio profundo. El espacio que rodeaba el Planeta de Rochard estaba lleno de aullantes contramedidas, interferencias, señuelos de interferometría y otros mecanismos de evasión que, sin que sus dueños lo supieran, estaban resultando tan eficaces como los escudos de unos salvajes en plena huida frente al fuego de ametralladoras. Una gran cantidad de naves mucho más pequeñas y lentas estaban decelerando hacia el planeta o descendiendo lentamente y ya con los motores apagados hacia él. Los Saltadores restantes las ignoraron en su mayor parte: por lo general, los botes salvavidas no causaban problemas. Y finalmente, en punto muerto desde una distancia mesurable en unidades astronómicas, llegaban las primeras naves comerciales de la flota mercante que seguía al Festival por el espacio. Sus señales eran alegres, luminosas y amistosas: a diferencia de la Nueva República, ellos no ignoraban lo que era el Festival, sus costumbres y sus peligros.
Pero el Festival apenas reparó en la flota que se aproximaba. Su atención estaba dirigida a otra parte: muy pronto daría a luz a su siguiente generación, se marchitaría y moriría.
Factorías de antimateria del tamaño de continentes excavaron agujeros en la ardiente corona solar, en las profundidades de la zona de espacio curvo situada al otro lado de la fotosfera de la estrella de Rochard. Enormes anillos aceleradores flotaban tras sus escudos, aislados por kilómetros de vacío. Colectores solares más negros que la noche absorbían la energía de la estrella, megavatios por metro cuadrado, mientras los másers descargaban el calor de desecho en la noche interestelar que se extendía más allá. Cada segundo que pasaba se acumulaban miligramos de antimateria en las trampas magnéticas situadas en el corazón de los aceleradores. Cada diez mil segundos más o menos, otra peligrosa carga de varios gramos era enviada en un contenedor impulsado por un haz de energía a la zona de reunión de astrosondas, situada en torno a Sputnik. Había un centenar de factorías en total. El Festival había desmantelado un cuerpo de Kuiper de grandes dimensiones para construirlas, y había emplazado el complejo a un escaso millón de kilómetros de la superficie estelar. Ahora estaban empezando a recuperar su inversión en energía pura, un millón de veces más de la que la civilización del planeta había sido capaz de reunir.
Las astrosondas no eran el único cargamento del Festival, como no eran el Margen y los Críticos los únicos pasajeros que habían visitado la superficie del planeta. En las profundidades de la biosfera planetaria estaban actuando vectores armados con transcriptasas inversas y extraños cromosomas artificiales. Habían reentrado en el planeta a través del cinturón templado del continente septentrional, se habían expandido y estaban asimilando el contenido de la ecología endógena. Complejos órganos digestivos, ayudados por las herramientas de ligación de ADN y por algunas operaciones de control de expresión de una complejidad diabólica, asimilaban y cortaban los cromosomas de todo cuanto tragaban los hijos de los viajeros. Un sistema de feedback —menos que consciente pero más que vegetal— elaboró una expresión localmente viable de un diseño preparado miles de años atrás: una especie que podía sobrevivir en los bloques de edificios disponibles en aquel lugar, una saprofita optimizada para la ecología del Planeta de Rochard.
Enormes sincitios lamarckianos extendieron sus raíces por los pinares: estrangularon los árboles y los reemplazaron con plantas que por su forma parecían pálidos pinos. Eran cuerpos frutales, champiñones que brotaban sobre los restos digeridos de un ecosistema entero. Crecían rápidamente: en las profundidades de sus núcleos, unas células especiales secretaban enzimas catalíticas que nitraban las largas moléculas de polisacáridos mientras en la corteza exterior, unos vasos electroconductores adoptaban la forma de una especie de neuronas vegetales.
El parasitario bosque crecía a una velocidad feroz, engendrando frutos que crecían un metro al día. Era un proyecto a un plazo mucho más largo que la restauración de las comunicaciones de la civilización con la que el Festival había topado; y más grandioso de lo que hubieran podido imaginar ninguno de sus pasajeros sentientes. Lo único que ellos veían era la extensión de la vegetación intrusa, una molesta y en ocasiones peligrosa plaga que seguía al Festival igual que los Mimos y otras criaturas del Margen. Cuando llegara la estación seca, el bosque del Festival se convertiría en una monstruosa amenaza de incendio. Pero por ahora no era mas que un espectáculo marginal, en proceso de crecimiento hacia su destino, que no alcanzaría hasta aproximadamente el momento en que el Festival empezara a morir.
A cincuenta kilómetros sobre el océano, viajando todavía a doce veces la velocidad del sonido, el bote salvavidas de la Armada extendió los rotores tras la superficie frontal de reentrada y se preparó para rotar sobre sí mismo.
—Le hace a uno desear que el Almirantazgo hubiera adquiridoel modelo de lujo —musitó el teniente Kossov con los dientes apretados mientras la cápsula se estremecía y sacudía, atravesando la ionosfera como un perdigón de sodio ardiente en una jofaina de agua. El comandante Leonov lo fulminó con la mirada: Kossov gruñó como si hubiera recibido un puñetazo y cerró el pico.
Treinta kilómetros más abajo y mil quinientos kilómetros más cerca de la costa del continente septentrional, la superficie de plasma ardiente empezó a disiparse. Los rotores, cuyas puntas estaban ya al rojo blanco, pasaron a punto muerto en la alta estratosfera, girando en un brillante disco borroso. Sentados en los asientos de deceleración de la cabina, los pilotos del bote se enfrentaron al problema de hacer aterrizar un autogiro hipersónico en un aeropuerto sin control de tierra ni instrumentos de guiado, un aeropuerto que, posiblemente estuviera siendo asediado por fuerzas hostiles. A Robard se le helaba la sangre con solo pensarlo. Pensativo, dirigió la mirada a su señor: un vida entera dedicada al cuidado del almirante lo había llevado a aquella situación pero a pesar de ello, y a pesar de que el viejo caballo de guerra apenas estaba consciente, seguía preocupándose por él.
—¿Cómo está? —preguntó Robard.
El doctor Hertz levantó un instante la mirada.
—Tan bien como cabría esperar —dijo, parco—. ¿Han traído sus medicamentos?
Robard se encogió.
—Solo la siguiente dosis. Había demasiados frascos de píldoras…
—Bueno. —Hertz registró su maletín de cuero y sacó una jeringuilla ya cargada—. ¿Estaba tomando láudano? No recuerdo habérselo prescrito, pero…
—No que yo sepa. —Robard tragó saliva—. Diabetes, disquinesia y el… um, estado de su memoria. Además de sus piernas, claro. Pero dolor no tenía.
—Bueno, veamos entonces si podemos despertarlo. —Hertz levantó la jeringuilla y le quitó la capucha de protección—. Normalmente no haría esto con un hombre tan anciano antes de un aterrizaje, y menos con uno que ha sufrido un ataque al corazón, pero en estas circunstancias…
A doce kilómetros de altitud, la velocidad del autogiro descendió por debajo de Mach 2. Los rotores creaban un disco de estruendosos relámpagos cuya sombra se desplazaba a lo largo de la cosa. Allí donde pasaba, los animales huían aterrorizados. El bote salvavidas siguió perdiendo altura mientras Hertz administraba la inyección estimulante al almirante. Menos de un minuto después, la nave alcanzó una a velocidad subsónica y un aullido agudo penetró en la cabina. Robard levantó la mirada instintivamente.
—Solo estamos reiniciando el sistema de hélices —murmuró Kossov—. De ese modo podremos hacer un aterrizaje con capacidad de maniobra.
El almirante gruñó algo ininteligible y Robard se inclinó sobre él.
—Señor. ¿Puede oírme?
El bote salvavidas volaba de costado a menos de la mitad de la velocidad del sonido, arrojando un brillante cilindro de fuego por las puntas del disco de rotores que giraba alrededor de su cintura. El copiloto trató repetidamente de ponerse en contacto con el Control de Tráfico Imperial, pero fue en vano. Intercambió una mirada de preocupación con su comandante. Tratar de aterrizar junto a las baterías de misiles de la guarnición de la Colina del Cráneo ya era suficientemente intranquilizador sin saber quién controlaba la ciudad. Hacerlo en un bote salvavidas sin apenas combustible y con un almirante enfermo a bordo…
Pero no captaron el reflejo de ninguna señal de radar sobre el casco de su vehículo. Ni siquiera cuando se alzaron sobre el horizonte del castillo, flotando a unos sedantes cuatrocientos kilómetros por hora, las baterías de defensa de superficie dieron la menor muestras que indicara que habían reparado en su presencia. El piloto pulsó el botón de su intercomunicador:
—La pista sigue ahí pero nadie da señales de vida. Aproximación visual, prepárense para un viaje movidito.
El almirante musitó algo incoherente y abrió los ojos. Robard se recostó en su asiento mientras las hélices del rotor acallaban el atronador chirrido y el piloto pasaba toda la potencia restante a la toma colectora, tratando de cambiar velocidad por altitud.
—Urk. —El teniente Kossov estaba verde—. Odio los helicópteros —murmuró el Almirante. Los motores se apagaron y el bote salvavidas cayó como una semilla de sicómoro de cincuenta toneladas. Hubo una sacudida brusca hacia arriba cuando, a poco de tocar tierra, el piloto encendió por un instante los motores, y a continuación un estridente crujido procedente de debajo del compartimiento de la nave. Entonces la nave se inclinó hacia atrás como si estuviera beoda y fue a detenerse con la cubierta inclinada quince grados.
—¿Esto significa lo que creo que significa? —preguntó Robard.
—Cierre el pico y métase en sus asuntos —gruño el comandante Leonov. Se levantó del asiento y lanzó una mirada a su alrededor—. ¡Tú! ¡Deprisa, abre la escotilla! ¡Tú y tú, abrid los armarios de las armas portátiles y preparaos para limpiar el camino! —Empezó a bajar la escalerilla corta que conducía a la cubierta de vuelo sin dejar de ladrar órdenes—. Usted, Robot o como quiera que se llame, prepare a su hombre para salir, no sabemos de cuánto tiempo disponemos. Ah… capitán piloto Wolff, presumo que hemos aterrizado en la pista. ¿Hay rastro de algún comité de bienvenida?
El piloto esperó a que Leonov hubiera llegado abajo y a continuación lo siguió a la otra cubierta.
—Señor, humildemente informando de que hemos llegado a la pista de emergencia de Novy Petrograd, plataforma dos. No he podido contactar con el control de defensa aérea antes del aterrizaje, pero no nos han atacado. No he visto a nadie ahí fuera, pero existen muchas probabilidades de que la ciudad… No es como el informe cinematográfico. Lamento informar de que durante la aproximación final nos quedamos cortos de combustible; de ahí el mal aterrizaje.
—Aceptable en las presentes circunstancias. —Leonov se volvió hacia la escotilla—. ¡Vosotros! ¡Abrid la escotilla, a paso ligero, y estableced un equipo que asegure el perímetro cuanto antes!
El almirante parecía estar tratando de incorporarse. Robard se colocó detrás del respaldo de su silla de ruedas y desató los cables que la inmovilizaban. Mientras lo hacía, el almirante emitió una extraña risilla.
—¿Qué ocurre, señor?
—Eh… oceda, proceda. ¡Eh!
—Desde luego, señor. —Robard enderezó la espalda. Entró una bocanada de aire fresco en la cabina. Alguien había provocado una sobrecarga en el circuito de la puerta y las dos escotillas se habían abierto simultáneamente. Olía a lluvia y flores de cerezo, a hierba y a barro.
El teniente Kossov acompañó al equipo de seguridad al otro lado de la escotilla y después de unos segundos volvió a entrar.
—Señor, humildemente informando de que el equipo de tierra ha asegurado el lugar. No hay ni rastro de los lugareños.
—Ah, bien. Teniente, Robard y usted pueden sacar al viejo. ¡Síganme! —Leonov siguió a los últimos oficiales, la tripulación del bote salvavidas y un par de capitanes de corbeta a los que Robard no reconoció, miembros del estado mayor del almirante o de la tripulación del puente, a la escotilla.
Entre Robard y el teniente Kossov, gruñendo y sudando, lograron bajar a tierra la silla del almirante por una escalera de aluminio. Una vez que sus pies tocaron el hormigón, Robard inhaló profundamente y miró a su alrededor. Una de las tres patas de aterrizaje del salvavidas, que no había extendido del todo los amortiguadores, parecía rota. La nave estaba ladeada, lo que le daba un aspecto curioso, y Robard supo inmediatamente que haría falta mucho más que repostar para que la nave volviera a alzar el vuelo o, más aún, entrar en órbita. Entonces sus ojos repararon en lo que había ocurrido más allá del hormigón salpicado de herrumbre de la pista de aterrizaje y se quedó boquiabierto.
El aeropuerto se encontraba a menos de dos kilómetros de las murallas de la guarnición, en las afueras de la zona escasamente habitada que había en la orilla norte del río. Al sur de este hubiera debido de extenderse un abigarrado laberinto de casas de techo angosto sobre las que asomarían las agujas de las iglesias en la distancia, por delante de un puñado de edificios municipales. Pero las casas habían desaparecido casi en su totalidad. Un racimo de helechos de un inquietante color plateado, entre cuyas hojas fractalmente arrolladas se entreveía la luz tenue emitida por unas libélulas, se elevaba hacia el cielo desde el antiguo emplazamiento del ayuntamiento. El palacio ducal parecía haberse llevado la peor parte. Una de sus paredes parecía haber recibido un puñetazo gigante, la arrogante jactancia de la artillería pesada.
El almirante dio una débil palmada en el brazo de su silla.
—¡No bien!
—En efecto, señor. —Robard volvió a mirar a su alrededor, esta vez en busca del equipo de avanzadilla, que ya se había puesto en marcha. Se encontraban a mitad de camino de la torre de control cuando algo que despedía un resplandor dolorosamente verde pasó como un rayo sobre sus cabezas, haciendo que la tierra se estremeciera.
—¡Aviones enemigos! —gritó Kossov—. ¡Señor, nos han seguido hasta aquí! ¡Debemos poner al almirante a cubierto, deprisa! —Apartó a Robard de un empujón, cogió la silla por las asas y estuvo a punto de volcarla en el proceso.
—¡Un momento! —le espetó Robard, furioso e indignado por aquella usurpación. Lanzó una mirada preocupada al cielo y decidió que no era momento de embrollar más las cosas. El comportamiento del teniente era impropio pero la necesidad de proteger al almirante era más acuciante—. Un momento, hay un camino aquí. Yo iré delante. Si logramos llegar a la torre…
—¡Ustedes! ¡Sígannos! —ordenó Kossov a los guardias del perímetro, reclutas confusos y preocupados que, dando gracias por tener órdenes que obedecer, se cargaron las carabinas al hombro y fueron tras ellos. Hacía una mañana cálida y el teniente empezó a resollar mientras empujaba la silla de ruedas por el camino de asfalto agrietado. Robard iba a su lado, una figura alta, sepulcralmente negra y con el rostro cincelado de preocupación. La maleza llegaba a la altura de sus rodillas a ambos lados del camino y por todas partes podían verse otras señales de abandono. Era como si la pista llevara años en desuso, en lugar del mes que había pasado desde la invasión. Las abejas y otros insectos zumbaban y revoloteaban por todas partes mientras, en la distancia, las aves graznaban y piaban, exponiendo con toda claridad el negligente descuido del programa de fumigación con DDT de la guarnición.
Un trueno distante obligó a Robard a girar la cabeza y mirar atrás. Las aves alzaron el vuelo mientras un lejano resplandor verde se retorcía y parecía congelarse, paralizado bajo la ciega cúpula turquesa del cielo.
—¡Corran! —Siguió su propio consejo y buscó refugio entre unos árboles jóvenes.
—¿Qué? —Kossov se detuvo, miró y su expresión se convirtió en una cómica mueca de incredulidad. El resplandor verde creció con aterradora y silenciosa rapidez y de improviso estalló sobre sus cabezas en una explosión de color esmeralda. Un sonido que parecía un gigantesco portazo arrojó a Robard al suelo: entonces un avión pasó sobre ellos con el estruendo de un mercancías, hizo una maniobra a baja altura sobre el parduzco bote salvavidas y desapareció en dirección al otro extremo de la ciudad. Las abejas zumbaban furiosamente en sus oídos mientras se levantaba y buscaba al almirante con mirada intranquila.
La onda de choque había derribado también al teniente. Ahora estaba incorporándose cuidadosamente, con las dos manos en la cabeza. La silla de ruedas seguía en pie y un constante pero borroso chorro de invectivas brotaba de ella:
—¡´alditos maricones chupa´ollas basta-tardos! —Kurtz levantó su bazo sano y sacudió un flaco puño hacia el cielo—. ¡Esa mierda evolucionada acabará con vosotros! ¡Au! —El brazo cayó.
—¿Se encuentra bien, señor? —balbució Robard con nerviosismo.
—La muy bastarda me ha picado —se quejó Kurtz mientras se ensalivaba el dorso de la muñeca—. Malditas abejas. —Un furioso zumbido dio varias vueltas alrededor de Robard y este se dio un fuerte manotazo en la ropa manchada de tierra.
—Estoy seguro de que se pondrá bien, señor, en cuanto lleguemos a la torre de control y luego al castillo. —Inspeccionó el insecto aplastado por un instante y se quedó helado. En su abdomen se veían, con antinatural claridad a pesar de que el impacto las había distorsionado, unas letras rojas. Se estremeció y limpió su guante en el suelo—. Será mejor que sigamos cuanto antes, antes de que ese avión decida que somos el enemigo.
—Abra usted la marcha —dijo Kossov mientras se llevaba un pañuelo enrojecido a la frente—. Vamos. —Entre los dos dieron la vuelta a la silla y la empujaron en dirección a la torre de control y, tras ella, las incertidumbres del palacio ducal y la ciudad, convertida en quién sabe qué bajo aquel orden nuevo.
A ochenta kilómetros de allí estaba aterrizando otro bote salvavidas.
Agarrotada y aturdida, Rachel se sacudió y abrió los ojos. Tardó un momento en comprender dónde se encontraba. La reentrada había sido alarmantemente atropellada. La cápsula se balanceaba adelante y atrás con un movimiento regular que le hubiera provocado náuseas de no haberse conectado sus reguladores vestibulares. Hubo un gemido detrás de su asiento y se volvió hacia allí. Martin estaba despertando visiblemente, con el rostro recorrido por una horrible serie de contorsiones y tics. Tras ella, Vassily volvió a gemir.
—Oh, ha sido espantoso…
—Sigues vivo, ¿no? —Miró la pantalla y parpadeó. Unas manchas negras, restos del escudo ablativo que se había fundido sobre las cámaras en el exterior del casco, tapaban la mayor parte. El horizonte era una línea plana de color azul y la superficie estaba medio oculta tras un velo de nubes mientras ellos descendían en el paracaídas principal. Un altímetro estaba desgranando los últimos dos mil metros—. Si podéis mover los dedos de los pies decid sí.
—Sí —dijo Martin. Vassily se limitó a gemir. Rachel no se molestó en preguntar nada más sobre su estado. Tenía demasiadas cosas que hacer antes de que tomaran tierra. Todo podía torcerse muy deprisa ahora que no tenían motor.
Piloto: calcula distancia y trayectoria hasta punto de encuentro omega. Un mapa se superpuso a la pantalla principal. Estaban aterrizando sorprendentemente cerca, apenas a unos kilómetros del objetivo. Piloto: estatus del retromotor de aterrizaje, por favor. Más pantallas: diagnósticos y mapas de pruebas automáticas del motor de aterrizaje, un pequeño y compacto aparato encajado a medio camino entre el paracaídas rectangular y el techo de la cápsula. Controlada por radar, la turbina de aterrizaje se encendería un minuto antes del aterrizaje y frenaría la cápsula, que en aquel momento todavía estaba descendiendo a unos aplastante cincuenta kilómetros por hora, para permitir que tomara tierra con suavidad.
—No le diría que no a un trago —dijo Martin.
—Tendrás que esperar un minuto o dos. —Rachel no apartó la mirada de la pantalla. Mil metros.
—No siento los dedos de los pies —se quejó Vassily. Oh, mierda.
—¿Puedes moverlos? —preguntó Rachel. De repente se le había puesto el corazón en un puño. Nunca había contado con tener que llevar un tercer pasajero y si la hamaca le había provocado una lesión de columna…
—Sí.
—Entonces, ¿por qué coño has dicho que no los sentías?
—¡Porque los tengo helados!
Rachel bostezó. Los oídos se le destaponaron.
—Creo que acabamos de despresurizar. Debes de tener los pies delante de los conductos, o algo parecido. —El exterior se volvió blanquecino, como cubierto por una neblina. Diez segundos más tarde, las livianas nubes empezaron a abrirse y aparecieron ante su vista árboles y ríos. Un panorama vertiginoso, el del suelo acercándoseles a gran velocidad. Apretó los dientes. A su lado, Martin se movió tratando de encontrar una posición más cómoda.
—Atención. Inflando balsa de aterrizaje. —Una pitón amarilla se enroscó en el fondo del bote y se hinchó. Rachel dejó de ver el suelo. Maldijo en silencio mientras buscaba un claro entre los árboles. Las copas formaban una manta extrañamente densa. Se puso muy tensa.
—Ahí —señaló Martin.
—Gracias. —Utilizando el mando manual, señaló la abertura al piloto automático. Piloto: dirígete a punto de aterrizaje designado. Conecta sistema automático de aterrizaje cuando estemos llegando.
—Atención. Preparados para ignición de retromotores en cinco segundos. Aterrizaje inminente. Tres segundos. Separación de dosel principal. —La cápsula se inclinó de forma alarmante—. Ignición del motor. —Un estruendoso rugido desde arriba y la caída cesó. A sus pies, el claro empezó a acercarse y el rugido creció hasta convertirse en un estrépito ensordecedor—. Atención. Aterrizaje en diez segundos. Preparados para tomar tierra.
Los árboles, tallos de un verde implacable que exfoliaban hojas de vainas purpúreas tan grandes como libros, pasaron por delante de la pantalla. Martin reprimió un jadeo. Caían lentamente, como un ascensor de cristal por el costado de un invisible rascacielos. Finalmente, con una fuerte sacudida, la cápsula se detuvo.
Silencio.
—Eh, chicos —Rachel se desabrochó el cinturón de seguridad con mano temblorosa—. Gracias por volar en Líneas Aéreas de la ONU. Si me lo permiten, aprovecharé esta ocasión para invitarlos a volar de nuevo con nosotros.
Martin gruñó y alargó los brazos.
—No, no llego desde aquí. Tengo que desabrocharme primero. —Dejó que los brazos volvieran a caer—. Me pesan como el plomo. Qué bien.
—Es lo que pasa por estar ocho horas en gravedad cero. —Rachel empezó a registrar los casilleros que había junto a su pierna.
—Creo que ahora entiendo a los terrícolas —empezó a decir Vassily, pero se detuvo para dar tiempo a que el temblor de su voz remitiera—. ¡Estáis todos locos!
Martin miró a Rachel de soslayo.
—Acaba de darse cuenta.
Ella se incorporó y cogió una compacta mochila.
—Pues sí que le ha costado.
—Bueno, ¿y ahora qué hacemos? ¿Sacamos un gran abrelatas o esperamos a que pase alguien y tire de la anilla?
—Primero… —Rachel empezó a pulsar apresuradamente iconos en la consola del piloto— le decimos a los Críticos que hemos llegado sanos y salvos. Esa criatura dijo que trataría de ayudarnos. Luego, hago esto. —Alargó el brazo y cogió la parte superior de la pantalla. Se arrugó como si estuviera hecha de plástico fino y tras ella aparecio la pared interior de la cápsula. Había un gran baúl medio encajado en el mamparo, de cuya tapa abierta sobresalía una masa de tuberías y cables.
—¡Lo sabía! —exclamó Vassily—. Tienes una…
—Cierra el pico. —Rachel se inclinó hacia delante y ajustó algo en el interior de la tapa—. Bien. Ahora tenemos que salir. Deprisa. —Se puso en pie, abrió la escotilla superior y dejó que se deslizara al interior de la cápsula, donde ocupó la posición de la pantalla—. Empújame, Martin.
—Vale. —Un minuto más tarde, los tres estaban sentados sobre la cápsula. El cono truncado descansaba sobre un montón de botes hinchables de color amarillo, en mitad de un claro cubierto de hierba. A su izquierda discurría perezosamente un arroyo entre unos densos juncales. A su derecha, una fila de extrañas coníferas oscuras formaba una pared contra la luz. El aire era fresco y olía tanto a limpio que resultaba casi insoportable—. ¿Y ahora qué? —preguntó Martin.
—Os aconsejo que os entregéis a las autoridades —dijo Vassily mientras se erguía a su lado—. Os irá muy mal si no cooperáis, pero si os entregáis a mí, yo… yo… —Miró a su alrededor con cara de espanto.
Rachel soltó un bufido.
—¿Qué autoridades?
—La capital…
Rachel perdió finalmente los estribos.
—Escucha, chico, estamos perdidos en mitad de la nada con un bote salvavidas que no funciona y sin comida ni suministros, en un planeta que acaba de sufrir una singularidad de tipo tres y yo he pasado las últimas treinta y seis horas trabajando como una mula para salvarnos el culo… a todos nosotros, tú incluido. ¡Así que te agradecería que cerraras el pico un ratito! Nuestra prioridad ahora es sobrevivir. La segunda, para mí, es ponerme en contacto con la gente que he venido a ver. Y regresar a la civilización ocupa el tercer puesto de la lista. ¿Me sigues hasta ahora? Porque en este momento no hay autoridades civiles, al menos no del tipo que tú esperas. Acaban de recibir mil años de progreso en menos de un mes y si el conservador local sigue en su mesa, probablemente es porque ha sufrido un ataque de catatonia. La civilización de este planeta ha trascendido. Ya no es una colonia. Ha dejado de serlo. Las únicas personas con cierta capacidad para asumir esta transformación son vuestros disidentes y tampoco albergo demasiadas esperanzas con respecto a ellos. Ahora mismo nosotros representamos tu mayor esperanza de supervivencia y será mejor que no lo olvides. —Le lanzó una mirada furibunda y Vassily se la devolvió, evidentemente furioso pero incapaz de articular sus pensamientos.
A su espalda, Martin había bajado al claro. Algo le llamó la atención y se inclinó.
—¡Oye!
—¿Qué pasa? —preguntó Rachel. El hechizo se rompió. Vassily se retiró con un gruñido y empezó a buscar el modo de bajar de la cápsula. Martin dijo algo pero ella no lo entendió—. ¿Qué? —exclamó.
—A esta hierba le pasa algo raro.
—Oh, mierda. —Rachel siguió a Vassily: dos metros y medio de cerámica suave y resbaladiza y luego un blando aterrizaje sobre una cama flotante tejida con seda de telaraña—. ¿Qué quieres decir?
Martin se enderezó y le ofreció en silencio una bizna de hierba.
—Es… —empezó a decir Rachel, pero se detuvo.
—Se supone que el Planeta de Rochard tiene una biosfera normal de tipo terrícola, ¿no? —Martin la observó con curiosidad—. Al menos eso decía en mi atlas.
—¿Qué es eso? —preguntó Vassily.
—Hierba, o algo parecido. —Martin se encogió de hombros. Parecía incómodo—. A mí no me recuerda demasiado a la de la Tierra. Tiene el color y la forma aproximada, pero…
—Au. Me he cortado con esta maldita cosa. —Rachel la soltó. La brizna cayó flotando, sin que nadie se fijara en ella: al tocar el suelo empezó a desintegrarse a velocidad de vértigo y se disolvió a partir de unas vetas radiales—. ¿Y qué me dices de los árboles?
—También hay algo raro en ellos. —Un crujido a su espalda hizo que Martin diera un respingo—. ¿Qué es eso?
—No te inquietes. Supuse que necesitaríamos trasporte por tierra, así que le he ordenado que fabrique uno. Está reabsorbiendo la cápsula…
—Un equipaje estupendo —dijo Martin con admiración. El bote salvavidas empezó a colapsarse sobre sí mismo, despidiendo un aroma orgánico y caliente parecido al del pan recién hecho.
—Sí, bueno… —Rachel parecía preocupada—. Se supone que mi contacto debía de saber que estamos aquí. Me pregunto cuánto… —Su voz se apagó. Vassily estaba ocupado caminando a grandes zancadas hacia el otro extremo del claro, mientras silbaba una melodía con aires marciales.
—¿Y quién es ese contacto? —preguntó Martin en voz baja.
—Un tipo llamado Burya Rubenstein. Uno de los miembros más sensatos de la resistencia, razón por la cual se encuentra aquí, en exilio interno. Los menos sensatos acaban muertos.
—¿Y qué tienes que hacer con él?
—Entregarle un paquete. Aunque ya no lo necesita, a juzgar por lo que ha pasado aquí.
—¿Un paquete? ¿Qué clase de paquete?
Ella se volvió y señaló al baúl, que ahora descansaba sobre el césped, en medio de un montón de soportes estructurales, despidiendo vapor en silencio.
—Un paquete de esa clase.
—Un paquete de…
—Sus ojos lo traicionaron. Rachel alargó la mano y lo cogió del codo.
—Vamos, Martin. Echemos un vistazo a esos árboles.
—Pero… —Giró la cabeza—. Vale, la cosa es así —empezó a explicarle Rachel mientras caminaban—. ¿Recuerdas lo que te dije sobre ayudar al pueblo de la Nueva República? Hace algún tiempo, varios años en realidad, algunos tipos de un departamento que no te conviene conocer, decidieron que estaba maduro para una revolución. Normalmente no nos involucramos en estas cosas. Derribar regímenes es una cosa peligrosa aunque uno los desapruebe o quiera hacerlo por buenas razones morales. Pero algunos de nuestros analistas llegaron a la conclusión de que existían algunas probabilidades, digamos en torno al veinte por ciento, de que la Nueva República sufriera una metástasis y empezase a desarrollar una política imperialista. Así que, desde hace una década, hemos estado suministrando tecnología a sus células libertarias clandestinas.
»El Festival… cuando llegó, yo no sabía lo que era. De haber sabido en Klamovka lo que me constaste una vez que estuvimos en camino, ahora no estaría aquí. Ni el equipaje. Que es el elemento central de esta misión, en realidad. Cuando los aristócratas acabaron con el último soviet de trabajadores y tecnófilos, hace unos 240 años, destruyeron la última cornucopia que el Escatón les había entregado en el momento de la fundación de la Nueva república. A partir de entonces, controlaron a las clases trabajadoras restringiendo el acceso a la educación y los bienes de trabajo y estableciendo cortapisas a la tecnología de la información. Ese baúl, Martin, es una máquina cornucopia completa. Planos de diseño para cualquier cosa que una civilización posindustrial de mediados del siglo XXI pudiera llegar a concebir, una copia de los fondos de la Biblioteca del Congreso, cosas así. Y capaz de replicarse a sí misma, además. —La línea de árboles se encontraba a pocos metros de ellos. Rachel se detuvo y aspiró hondo—. Me enviaron aquí para entregárselo a la resistencia clandestina, Martin. Me enviaron aquí para proporcionarles las herramientas para iniciar una revolución.
—Para iniciar una… —Martin se la quedó mirando—. Pero llegas tarde.
—Exacto. —Le dio un momento para absorber la cuestión—. Todavía quiero cumplir mi misión, por si acaso, pero la verdad es que no creo…
Martin acudió la cabeza.
—¿Cómo vamos a salir de este embrollo?
—Hum. Buena pregunta. —Se volvió, contempló la cápsula de reentrada fundida y a continuación se metió la mano en los bolsillos y empezó a sacar algunos robots-espía ópticos. Vassily estaba recorriendo el perímetro del claro sin propósito aparente—. Normalmente me escondería en la ciudad y esperaría. En seis meses llegaría una nave mercante. Pero con el Festival…
—Habrá naves —dijo Martin con total certeza—. Y si tienes una cornucopia completa, tienes un complejo industrial-militar portátil. Si puede fabricar una cápsula de supervivencia orbital estoy seguro de que puede fabricar cualquier cosa que podamos necesitar hasta que se presente la ocasión de escapar de este agujero dejado de la mano de Dios. ¿Vale?
—Es posible. —Se encogió de hombros—. Pero primero debería encontrar a mi contacto, aunque sea para verificar que ya no tiene sentido entregarle el baúl. —Echó a andar hacia la cápsula—. Se supone que el tal Rubenstein es bastante sensato para ser un revolucionario. Probablemente sepa lo que… —Hubo un lejano crujido, como de ramas que se partían. Al otro lado del claro, Vassily estaba corriendo hacia el baúl—. ¡Mierda! —Rachel obligó a Martin a tumbarse mientras buscaba a tientas su arma aturdidora.
—¿Qué pasa? —susurró él.
—No lo sé.
—Maldición. Bueno, parece que nos han encontrado, sean quienes sean. Ha sido un placer conocerte. —Una enorme criatura encorvada, colosal, monstruosa y bípeda entró en el claro. Una boca abierta tan grande como el umbral de una puerta apuntaba hacia ellos.
—Espera. —Rachel lo inmovilizó con una mano—. No te muevas. Esa cosa tiene más sistemas electrónicos que un puto tanque. Tiene sensores por todas partes.
La cosa se inclinó hacia la cápsula y a continuación, inesperadamente, se sentó en cuclillas. Una lengua plana y alargada se desenroscó hasta el suelo. Algo grande apareció en lo alto y empezó a bajar. Su cabeza giró de un lado a otro, examinó el bote cada vez más consumido, a Vassily, que se escondía tras él y el resto del claro. Y entonces habló, con una voz sorprendentemente profunda:
—¿Hola? Llegada no en son de guerra. ¿Hay aquí una Rachel Mansour?
Bueno, allá vamos. Se puso en pie y se aclaró la garganta.
—¿Quién lo pregunta?
El Crítico le sonrió, enseñando unos colmillos aterradoramente largos.
—Soy Hermana Séptima. ¡Llegas a tiempo! ¡Crisis tenemos!
La gente empezó a reunirse junto al palacio ducal al atardecer. Llegaban de uno en uno o de dos en dos y se reunían, conmocionados, frente a las murallas exteriores manchadas de hollín. No se diferenciaban mucho de otros ciudadanos de la Nueva República: puede que fueran un poco más pobres y un poco más polvorientos que la mayoría.
Robard estaba en el patio y los observaba desde el otro lado del portón. Dos de los reclutas supervivientes se encontraban allí, con las armas preparadas, como reliquias de la autoridad temporal. Alguien había encontrado una bandera, con un lado quemado pero reconocible a pesar de todo. La multitud había empezado a reunirse una hora después de que empezara a ondear orgullosamente a la débil brisa. Puede que las ventanas estuvieran rotas y los muebles destrozados, pero ellos seguían siendo soldados de Su Majestad Imperial y, por Dios y el Emperador, existían normas y había que observarlas: eso había dicho el Almirante y eso estaban haciendo.
Robard aspiró hondo. ¿Una picadura de insecto? Un insecto muy sospechoso, por cierto. Pero lo cierto era que desde que había picado al almirante, la condición de este había mejorado visiblemente. Seguía teniendo la mejilla izquierda paralizada y los dedos insensibles, pero su brazo…
Robard y el teniente Kossov habían llevado a su anciana señoría hasta la torre de control, sudando y maldiciendo el sol del mediodía. Cuando estaban llegando, a Kurtz le había dado un ataque: había empezado a toser, a jadear, a proferir imprecaciones y a convulsionarse. Robard había temido lo peor, pero entonces había llegado el doctor Hertz y le había suministrado una dosis de caballo de adrenalina. El almirante, jadeando como un perro, se había recuperado. Y entonces su ojo izquierdo se había abierto y se había movido a un lado para clavarse en Robard.
—¿Qué ocurre, señor? ¿Queréis alguna cosa?
—Espera —había siseado el almirante. Se había puesto visiblemente tenso—. Hace calor. Pero está todo tan claro… —Sus dos manos se habían movido, habían asido los brazos de la silla y, para asombro de Robard, el anciano se había puesto en pie—. ¡Por el Emperador! ¡Puedo andar!
Los sentimientos que embargaron a Robard mientras acudía a ayudar a su señor eran imposibles de describir. Incredulidad, más que nada, y también orgullo. El anciano no hubiera debido de ser capaz de hacer eso. Después de su ataque se había quedado paralizado de un lado. El médico había dicho que las lesiones como aquella no se curaban. Pero Kurtz se había puesto en pie y había dado un tembloroso paso al frente…
Entre la torre de control y el castillo, los acontecimientos se habían sucedido en una borrosa neblina: En un vehículo requisado, atravesar una ciudad medio desierta, de cuyas casas la mitad se habían quemado y a la otra mitad había le habían salido extrañas excrecencias. El castillo, desierto. Llevar al almirante al dormitorio del duque. Buscar la cocina, ver si quedaba algo comestible en las enormes despensas subterráneas, donde alguien encontró una bandera. Guardias en la puerta. Dos tímidas doncellas como ratoncillos asustados, saliendo de su escondite y saludando con reverencias. Una limpieza a fondo, el mobiliario roto arrojado sin miramientos al montón de la leña con la que se calentaría el salón grande. Cortinas de emergencia —malla metálica y seda de telaraña— para tapar las altas y destrozadas ventanas. Guardias en la puerta, armados. Comprobar las cañerías. Más uniformes moviéndose bajo el calor de la tarde. Tanto, tanto que hacer.
Había aprovechado un minuto libre para visitar la oficina del Ciudadano Von Beck. Ningún revolucionario se había adentrado tanto en el castillo, o, si lo había hecho, no había sobrevivido a las contramedidas de defensa. Todas las herramientas del Conservador estaban a mano. Robard se había detenido un momento para comprobar el estado del canal causal de emergencia pero su entropía parecía maximizada a pesar de que las lecturas del monitor mostraban que todavía le quedaba más del cincuenta por ciento. Confirmados sus peores temores, hizo un uso generoso de los insecticidas exóticos que Von Beck guardaba en su oficina y fumigó su propia persona hasta que el aire de la habitación estuvo de un color azul y apenas respirable. A continuación se guardó en un bolsillo un pequeño artefacto —un artefacto cuya posesión suponía la pena de muerte para cualquiera que no fuera un agente de la Oficina del Conservador—, salió de la habitación, la cerró con llave y siguió con sus deberes como criado del almirante.
El puñado de ociosos que había en el exterior del palacio se había metamorfoseado de algún modo en una multitud mientras él estaba ocupado. Rostros ansiosos y cansados lo miraban: los rostros de personas que, privadas de su lugar en el esquema de las cosas, no sabían muy bien quiénes eran. Personas perdidas, desesperadamente necesitadas de seguridades. Sin duda muchos de ellos se habrían unido a los disidentes. Muchos más habrían hecho uso de las especiales condiciones propiciadas por la llegada del Festival para maximizar sus capacidades personales. En los años venideros, aunque el Festival se esfumase al día siguiente, las tierras interiores estarían pobladas por necrófagos y magos, animales parlantes y brujas sagaces. Algunas personas no querían trascender su humanidad: una vida de tranquilizadoras rutinas era todo lo que anhelaban y el Festival les había privado de ello. ¿No era un capote militar aquello que se escondía al otro lado de la plaza? Un hombre de cara hundida, medio muerto de hambre, al que en otras circunstancias Robard hubiera tomado por un salteador de caminos. En aquel lugar, lo mismo podía ser el último hombre leal de un regimiento que había desertado en masse. Los juicios apresurados podían ser peligrosos.
Dirigió la vista a lo lejos. Polvo, alzándose en la distancia, a casi un kilómetro de allí. Hmmm.
El gran vestíbulo se abría al otro lado de las puertas y conducía a la escalera principal, al salón de baile y a numerosas y más discretas estancias. Aquel día, Robard cruzó puertas que normalmente hubieran dado la bienvenida a embajadores y caballeros del reino. Nadie se fijo en él mientras avanzaba dejando un reguero de polvo, manchando de tierra las destrozadas baldosas y pasando junto a los añicos del gran candelabro. No se detuvo hasta llegar a la entrada de la Cámara de la Estrella.
—… otra pata de cordero. Maldita sea tu estampa, hombre. ¿Es que no sabes llamar?
Robard se detuvo en el umbral. El almirante estaba sentado a la mesa del gobernador, tomando un refrigerio —comida de las neveras y salazones de las bodegas—, mientras el comandante Leonov y otros dos de los miembros supervivientes del estado mayor esperaban de pie a su lado, casi firmes.
—Señor, la guardia revolucionaria está acercándose. Tenemos unos quince minutos para decidir si luchamos o parlamentamos. ¿Puedo sugerirle que demore el resto de la comida hasta que hayamos resuelto este asunto?
Leonov se revolvió.
—¡Patán, cómo te atreves a molestar al almirante! ¡Largo! Robard levantó la mano izquierda, le dio la vuelta y reveló la carta que se guardaba en la manga.
—¿Ha visto uno de estos alguna vez?
Leonov se puso blanco.
—Yo… yo…
—No tengo tiempo para esto —dijo Robard con voz tensa. Volvió a dirigirse al almirante—. ¿Mi señor?
Kurtz entornó la mirada.
—¿Cuánto hace?
Robard se encogió de hombros.
—Desde que estoy con usted señor, por su propia seguridad. Como estaba diciendo, una muchedumbre se dirige aquí desde la orilla sur, por el puente viejo. Tenemos unos cinco minutos para decidir qué vamos a hacer, pero dudo que hagamos muchos amigos si empezamos a disparar.
Kurtz asintió.
—Saldré a hablar con ellos, en tal caso.
Ahora fue Robard el que lo miró fijamente.
—Señor, creo que debería estar en una silla de ruedas, no discutiendo con revolucionarios. ¿Está seguro de que…?
—No me sentía tan bien desde hace al menos ocho años, jovencito. En este sitio las abejas tienen una picadura realmente curiosa.
—Sí, señor, supongo que puede decirse así. Señor, es posible que haya sido usted influenciado. Aparentemente, el Festival tiene acceso a gran cantidad de tecnologías moleculares, además de la que tan notable trabajo ha hecho en su sistema cerebrovascular. Si quisieran…
Kurtz alzó la mano.
—Lo sé. Pero, en cualquier caso, estamos a su merced. Saldré a hablar con esa gente. ¿Había algún anciano en la muchedumbre?
—No. —Robard pareció perplejo por un momento—. No que yo haya visto. ¿Cree usted…?
—Una cura para la vejez es un deseo muy habitual —señaló Kurtz—. Si el Festival ha estado concediendo deseos, tal como indican los informes de inteligencia… —Se levantó—. Tráeme el uniforme, Rob… Oh. Usted, sí, usted, Kossov. Ahora que Robard los supera en rango a todos, es usted mi criado. ¡Y traiga mis medallas!
Leonov, blanco como una sábana, no había dejado aún de temblar.
—Está bien —dijo Robard con tono sepulcral—. No suelo hacer ejecutar a nadie por ser maleducado.
—¡Señor! Ah… ¡Sí, señor! Um, si se me permite la pregunta…
—Dispare.
—¿Desde cuándo se le pide a un Vigilante de la Oficina del Conservador que se haga pasar por criado?
—Desde… —Robard sacó el reloj de bolsillo y lo consultó—. Hace siete años y seis meses, a petición expresa del Archiduque. Lo cierto es que nadie se fija en los criados, ¿sabe? Y Su Excelencia —Kossov trajo las medallas y Leonov acompañó a Robard al rellano mientras el almirante se vestía—. Su Excelencia no está en la línea sucesoria directa. No sé si me entiende. —Leonov le entendía y su brusca inhalación, combinada con los analizadores de estrés con que estaban equipados los nervios de su sistema auditivo, revelaron a Robard todo lo que necesitaba saber—. No, Su Majestad no esperaba un golpe de estado. La lealtad del almirante está fuera de toda duda. Pero su carisma personal, su fama como héroe de la República y su gran popularidad convertían a su seguridad personal en un asunto de cierta importancia. Aquí podemos utilizarlo.
—Oh. —Leonov reflexionó un momento—. ¿Y los revolucionarios?
—Si él se muestra firme, se derrumbarán —dijo Robard con tono confiado—. Sus partidarios más importantes han huido hace tiempo. Esa es la naturaleza de la singularidad. Y si no lo hacen —se dio unos golpecitos en el bolsillo— estoy autorizado a recurrir a medidas extraordinarias en defensa de la República, incluido el uso de tecnologías prohibidas.
Leonov se limpió la frente con un pañuelo.
—Entonces todo ha terminado. Acabarán con los revolucionarios por la fuerza o la política, nombrarán a Su Excelencia gobernador temporal y dentro de seis meses todo será cosa del pasado salvo los gritos.
—Yo no diría eso. Aunque la mujer de la Tierra estuviera en lo cierto cuando dijo que al Festival no le interesan las conquistas planetarias tal como nosotros las comprendemos, y me inclino a creer que es así, en cuyo caso esta expedición no habría sido más que un error monstruosamente caro, hemos perdido dos terceras partes de la población de la colonia. Puede que nunca nos libremos del pernicioso virus de banda ancha con el que han infestado este planeta. Puede que nos veamos obligados a abandonarlo, o al menos instituir procedimientos de cuarentena muy estrictos. En este lugar, los malditos revolucionarios han ganado y el genio ha escapado de la botella y campa a sus anchas. ¡Todo aquello por lo que lucharon nuestros antepasados, hechos trizas y arrojado a los cuatro vientos! Los bichos transmiten el virus de la eterna juventud y las calles están pavimentadas con infinitas riquezas. ¡Lo devalúa todo! —Se detuvo y aspiró profundamente, perturbado por el grado de su propia agitación—. Por supuesto, si logramos suprimir a las fuerzas revolucionarios aquí en Novy Petrograd, podremos limpiar los campos a nuestro antojo…
La puerta de la Cámara de la Estrella se abrió y apareció el almirante Kurtz, erguido, resplandeciente con los galones dorados, la banda carmesí y el sinfín de medallas que dictaba su rango. Parecía una década más joven de lo que era, no dos décadas más viejo: aire patricio, cabello entrecano, la viva imagen de un dictador caballeroso, tranquilizadoramente autoritario.
—¡Bien, caballeros! ¿Recibimos a las masas? —No caminaba a grandes zancadas, pues sus músculos seguían demasiado atrofiados para eso, pero podía andar sin necesidad de que nadie lo ayudara.
—Creo que sería una gran idea, señor —dijo Robard.
—En efecto. —Kossov y el Conservador se situaron tras él mientras se encaminaba a la escalera—. Se pone el sol sobre la anarquía y el caos, caballero. Si Dios me presta elocuencia, mañana volverán a ser nuestros.
Juntos, salieron al patio para dirigirse a las ovejas que, sin saberlo, habían regresado ya al redil.
Una lágrima ambarina del tamaño de un autobús colgaba sobre el extremo de una ladera tachonada con los huesos momificados de una arboleda. Cenicientos postes telegráficos cubiertos por una fina capa de hollín apuntaban al cielo. Los pies de Burya Rubenstein aplastaban esqueletos diminutos al caminar, siguiendo a un conejo de tamaño humano.
—El amo está ahí —dijo el Señor Conejo mientras señalaba el extraño bloque curvo.
Rubenstein se acercó a él cautelosamente, con las manos a la espalda. Sí, definitivamente era ámbar… o algo que se le parecía mucho. Había moscas y burbujas atrapadas en sus capas superiores. Su corazón estaba envuelto en la oscuridad.
—Es un grumo de savia vegetal fosilizada. Tu amo está muerto, conejo. ¿Por qué me has traído aquí?
El conejo puso cara de contrariedad. Sus largas orejas se inclinaron hacia atrás, pegadas a la parte superior de su cráneo.
—¡El amo está ahí! —Cambió el peso de pata—. Cuando atacaron los Mimos, el amo pidió ayuda.
Burya decidió seguirle el juego a la criatura.
—Ya veo… —Se detuvo. Sí que había algo dentro del bloque de ámbar, una forma imprecisa, indistinta. Y ahora que lo pensaba, a su alrededor todos los árboles estaban muertos, achicharrados desde dentro por alguna energía terrible. Los guardias revolucionarios, aterrados ya por el bosque lysenkoista, se habían negado a entrar en aquella zona muerta. Esperaban al pie de la colina, debatiendo la conveniencia ideológica de llevar a especies no humanas hasta la consciencia. Uno de ellos, especialmente acalorado, había llegado a proponer que se concediera pulgares oponibles y la virtud del habla a los gatos. También estaban comparando sus implantes, cada vez más barrocos. Burya se inclinó sobre el ámbar y sintió que se sumía en una borrosa visión doble mientras los gusanos del sistema de comunicaciones estatales solapaban su propia perspectiva a la suya. Había algo dentro del bloque y estaba pensando, ideas imprecisas y sin forma que se pegaba a la red celular de comunicaciones del Festival como un niño a las faldas de su madre.
Aspiró hondo y se apoyó en el bloque de no-ámbar.
—¿Quién eres? —inquirió sin palabras, palpando la suave y cálida superficie bajo sus manos. Unas antenas situadas bajo su piel irradiaban la información en paquetes que fluían en frías oleadas por el bosque, en espera de una respuesta.
—Mí-Identidad: Felix. ¿¿¿Tú-Identidad???
—¡Sal de ahí con las manos en la cabeza y prepárate para ser sometido a la justicia de la vanguardia revolucionaria! —Burya tragó saliva. Lo que había pretendido decir era algo así como, «¿Puedes salir de ahí para que podamos hablar?», pero, evidentemente, sus implantes revolucionarios incluían un sistema des-referenciador semiótico que traducía todo cuando decía, en aquel medio ciberespacial nuevo, a la jerga del Comité Central. Indignado por aquella censura interna, decidió que la próxima vez lo desconectaría con una sobrecarga.
—Malherido. Sin conexiones previa encarnación. Quiero / Necesito ayuda en metamorfosis.
Burya se volvió y apoyó la espalda en el bloque.
—Tú. Conejo. ¿Oyes esto? El conejo se incorporó mientras masticaba un puñado de hierba.
—¿El qué?
—He estado hablando con tu… eh… amo. ¿Puedes oírnos?
Levantó una oreja.
—No.
—Bien. —Burya cerró los ojos, volvió a sumirse en la visión doble y trató de comunicarse. Su implante seguía activo. ¿Cómo has llegado ahí? ¿Qué estabas tratando de conseguir? Creía que tenías dificultades quedaron reducidas a—: ¡Confiesa al tribunal tus crímenes contrarrevolucionarios! ¿Qué estas tratando de hacer en la incesante lucha contra la mediocridad reaccionaria y el incrementalismo burgués? ¡Creía que eras culpable de hooliganismo malintencionado!
—Joder —murmuró en voz alta—. Tiene que haber un filtro de desconexión… Ah. Perdona, mi interfaz tiene prejuicios ideológicos. ¿Cómo has llegado ahí? ¿Qué estabas tratando de conseguir? Creía que tenías dificultades.
Lentamente, una respuesta emergió burbujeando de la piedra. Las percepciones visuales de Burya se interrumpieron y, durante unos pocos minutos, estuvo a merced de la aterrorizada visión de un muchacho que huía del Margen.
—Ah. Ya. El Festival te ha momificado a la espera de reparaciones. Y ahora estás preparado para ir a otro sitio… ¿Dónde? ¿Qué es eso?
Otra imagen. Estrellas, distancias infinitas, diminutos cuerpos densos y muy calientes durmiendo sin sueños, a años luz de allí. Eclosionando en pleno desierto en una tormenta de follaje al llegar a un nuevo mundo, floreciendo y agonizando y durmiendo de nuevo hasta la próxima vez.
—A ver si lo he entendido. Primero eras el gobernador. Luego fuiste un niño de ocho años con unos animales parlantes por amigos, condenado por un deseo a vivir «una vida interesante» y montones de aventuras. ¿Y ahora quieres ser una astrosonda? ¿Y quieres que yo, el más próximo delegado del Comité Central de la revolución, te ayude?
No exactamente. Otra visión, esta vez larga y compleja, lastrada por un número de proposiciones políticas que su implante, para gran irritación de Burya, trataba de convertir en diagramas de productividad agrícola que indicaban el progreso hacia la culminación de un plan quinquenal.
—¿Quieres que haga eso? —Burya se encogió—. ¿Pero tú qué piensas que soy, un agente libre? En primer lugar, la Oficina del Conservador me haría fusilar en cuanto me pusiera las manos encima. En segundo lugar, ya no eres el gobernador y aunque lo fueras, si trataras de hacer algo como esto te colgarían en menos que canta un gallo. Por si no te has fijado en los fuegos artificiales de antes, era la flota imperial, o lo que queda de ella, atacando al Festival. En tercer lugar, el comité revolucionario me fusilaría a mí también si propusiera una cosa semejante. Nunca subestimes el conservadurismo intrínseco, que no ideológico, de una idea como la revolución una vez que ha obtenido algo de impulso. No, no es práctico. No entiendo por qué me haces perder el tiempo con propuestas tan estúpidas. La verdad es que…
Se detuvo. Colina abajo, había algo que estaba haciendo mucho ruido al avanzar sin miramientos por la zona de muerte dejada por las baterías de rayos láser X.
—¿Quién anda ahí? —preguntó, pero el señor Conejo se había esfumado como una exhalación de aterrorizado pelaje blanco.
Un poste de teléfonos cayó lentamente precediendo al estrépito y un extraño montículo con patas de gallina apareció delante de Burya. Hermana Séptima, sentada en el umbral de la entrada, lo estaba mirando con una sonrisa furiosa.
—¡Burya Rubenstein! —exclamó—. ¡Ven aquí! ¡Alcanzada resolución! ¡Cargamento entregado! ¡Tienes visita!
Esperando un encuentro trascendental, Rachel recorrió la ladera con sus ojos. Alzaron el vuelo y echaron a volar sobre alas de insecto y empezaron a peinar el área en busca de amenazas.
Todos los árboles estaban muertos, quemados por alguna fuerza terrible. Martin observó, lleno de ansiedad, mientras ella registraba el enorme baúl.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Una semilla de cornucopia —respondió Rachel mientras le arrojaba un objeto del tamaño de un puño. Lo cogió y empezó a inspeccionarlo detenidamente.
—Aquí dentro está todo —dijo, maravillado—. En miniatura. —Varios miles de billones de ensambladores moleculares y un kilovatio de película ultrafina, células solares para alimentarlos, membranas de filtración termodinámica para extraer las materias primas directamente del entorno, sumados a más potencia de computación que toda la Internet terrícola anterior a la Singularidad. Guardó la semilla en su bolsillo y miró a Rachel—. ¿Tenías alguna razón…?
—Sí. No vamos a tener el original mucho más tiempo. No dejes que el chico la vea. Podría suponer lo que es y hacer alguna tontería. —Siguió adelante. Había una especie de bloque cerca de la cima de la colina y un hombre apoyado en él. La casa del Crítico se encaminó allí, destrozando todo cuanto encontraba en su camino—. Si ese es quien espero que sea…
Empezaron a ascender por la ladera. Todos los árboles estaban muertos. Martin tropezó con una piedra redonda y, con una imprecación, le propinó una patada. Se detuvo al ver que se trataba de un cráneo humano, cubierto por una costra de fibrillas metálicas.
—Aquí ha ocurrido algo malo.
—Qué sorpresa. Deja que yo lleve este cacharro. —El baúl, que ahora estaba funcionando con células de combustible, era difícil de controlar en la ladera cubierta de hierba: la mitad del tiempo tenían que arrastrarlo por encima de algún obstáculo—. ¿Tienes algún as en la manga?
Martin se encogió de hombros.
—¿Acaso parezco un jugador?
Rachel entornó la mirada y lo observó unos segundos.
—Tienes algunas facetas ocultas, querido. Muy bien, si las cosas se ponen feas, yo me encargaré.
—¿Y quién se supone que es ese tío al que vamos a ver?
—Burya Rubenstein. Periodista clandestino radical, gran agitador de los movimientos de resistencia. Dirigió un soviet importante en una importante huelga de trabajadores, hace varios años. Lo exiliaron por sus esfuerzos y tuvo suerte de que no lo fusilaran.
—Y tú vas a entregarle… —Hizo una pausa—. Ah, así que eso es lo que pretendías. Ibais a iniciar una revolución aquí, antes de que el Festival se os adelantara. —Giró la cabeza, pero Vassily no estaba a la vista.
—No exactamente. Solo iba a proporcionarles las herramientas para que pudieran hacerlo si así lo decidían. —Se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano—. A decir verdad, es un plan de contingencia que existe desde hace muchos años, solo que nunca tuvimos una razón lo bastante buan para llevarlo a cabo, un ataque o algo por el estilo. Ahora… bueno, las cosas han cambiado del todo. Por lo que sé, el grupo de Rubenstein ha sobrevivido a la transición a una economía de la abundancia. En esta colonia puede que sean lo más parecido a unas autoridades civiles que hay ahora mismo. Cuando el Festival se aburra y decida marcharse, tal vez no sean capaces de sobrevivir sin una cornucopia. Asumiendo, claro está, que no se la hayan pedido al Festival desde el principio.
El baúl se hundió en el barro y Rachel dejó de hablar durante un rato para concentrarse en llevarlo hasta la cima de la colina.
—¿Y cuál era tu estrategia de salida? —preguntó Martin, que caminaba a su lado.
—¿Estrategia de salida? ¡No necesitamos ninguna estrategia de salida, joder! Solo entregar esto. Y luego desaparecer aprovechando el caos. Buscar un sitio en el que vivir. Establecerse hasta que se reanude el comercio. Y largarnos. ¿Y tú?
—Exactamente lo mismo. Herman suele aparecer al cabo de algún tiempo. ¿Y habías pensado en algún lugar…?
—Una pequeña ciudad llamada Plotsk. —Sacudió violentamente la cabeza—. Pero lo primero es lo primero. Tengo que entregar el paquete. Luego tenemos que dejar al muchachito en algún lugar seguro pero desde el que no pueda seguirnos, ¿no crees? Aparte de eso, estaba preguntándome si… Vaya. Sobre nosotros.
Martin extendió el brazo y le cogió la mano libre.
—¿Estabas preguntándote si podrías librarte de mí?
Lo miró.
—Hmm. ¿Por qué? ¿Es que voy a tener que hacerlo?
Martin aspiró profundamente.
—¿Tú quieres librarte de mí?
Ella sacudió la cabeza.
Martin tiró de ella con suavidad hasta que estuvieron pegados.
—Ni yo —le susurró al oído.
—Además, los dos juntos tenemos más posibilidades que uno solo —dijo—. Podemos vigilarnos las espaldas. Las cosas van a estar difíciles una temporada. Y puede que tengamos que quedarnos por algún tiempo. Años, incluso.
—Rachel. Deja de poner excusas. Ella suspiró.
—¿Tan transparente soy?
—Tu sentido del deber es peor que… —Al ver que ella hacía ademán de apartarse y que un brillo de advertencia se encendía en sus ojos, se calló. Entonces Rachel se echó a reír con timidez y al cabo de un segundo, se unió a ella.
—La verdad es que se me ocurren personas mucho peores con las que quedarme atrapado en mitad de un planeta atrasado en pleno proceso de recuperación de una revolución, Martin, créeme…
—¡Vale, te creo, te creo! —Ella se inclinó, lo besó, con fuerza, y luego lo soltó.
Ahora el baúl avanzaba con más facilidad y la ladera de la colina estaba empezando a allanarse. El bloque que había en lo alto despedía un resplandor amarillento a la luz del atardecer y el hombre que había estado apoyado en él estaba enfrascado en una animada conversación con el enorme Crítico. Cuando se le aproximaron, se volvió hacia ellos: un hombre menudo y de miembros fuertes con una mata de pelo rebelde, perilla y el arcaico detalle de unos quevedos. A juzgar por el estado de su ropa, llevaba algún tiempo en los caminos.
—¿Quién sois? —inquirió con tono agresivo.
—¿Burya Rubenstein? —preguntó Rachel con voz cansada.
—¿Sí? —Le lanzó una mirada suspicaz—. ¡Tienes contramedidas!
—Paquete para Burya Rubenstein, jefe del Partido Revolucionario Democrático, Planeta de Rochard. No se va a creer de dónde venimos ni las vueltas que hemos tenido que dar para traérselo.
—Ah… —Miró el baúl y luego a Rachel de nuevo—. ¿Quiénes me ha dicho que eran?
—Amigos de la Vieja Tierra —gruñó Martin—. Y también supervivientes hambrientos y sucios de un naufragio.
—Bueno, pues me temo que aquí no van a encontrar una hospitalidad como dios manda —dijo Rubenstein mientras señalaba el lugar con un ademán—. ¿La Vieja Tierra, dice? ¡Eso sí que es un largo camino para traer un paquete! ¿Y de qué se trata, exactamente?
—Es una máquina cornucopia. Una factoría autorreplicante, completamente programable. Y es suya. Un regalo de la Tierra. Pensamos que tal vez tuvieran ganas de empezar una revolución industrial. Al menos lo pensamos antes de enterarnos de lo del Festival.
Rubenstein echó la cabeza atrás y empezó a reírse a mandíbula batiente. Rachel parpadeó.
—¿Y eso qué significa exactamente? —preguntó con tono de irritación—. He recorrido cuarenta años luz, corriendo no pocos riesgos, para traer un paquete por el que hubiera matado usted hace solo seis meses. ¿Haría el favor de explicarse?
—Oh, señorita, disculpe. No pretendía ofenderla. Si me hubiera entregado esto hace cuatro semanas, habría cambiado usted el curso de la historia, de eso no hay duda. Pero, mire —se irguió y su expresión cobró mayor sobriedad— hemos tenido máquinas como esa desde el primer día del Festival. Y, para lo que nos han servido, casi preferiría no haber puesto jamás los ojos en una.
Rachel lo miró de nuevo.
—Bueno, eso confirma mis sospechas. Confío en que tenga tiempo de explicarme lo que ha estado pasando mientras yo estaba embarcada en esta misión estúpida —pidió con tono exigente.
—La revolución empezó hace… ah, tres semanas —Burya dio una vuelta alrededor del baúl para inspeccionarlo—. Las cosas no fueron como habíamos previsto, como sin duda le explicará nuestro amigo el Crítico. —Se sentó en el baúl—. Solo el Escatón sabe para qué están aquí los Críticos o el Festival. No estábamos preparados para lo que ocurrió. Nadie lo estaba. Mis sueños son cooptados por reuniones de comité, ¿lo sabía usted? La revolución duró dos semanas. Ese fue el tiempo que necesitamos para darnos cuenta de que nadie nos necesitaba. Estado crítico emergente. Aquí la Hermana ha estado mostrándome las consecuencias… malas consecuencias. —Bajó la cabeza—. Me han dicho que los supervivientes de la flota han llegado a la capital. La gente acude a ellos a centenares. Quieren seguridad y, ¿quién puede culparlos?
—A ver si lo he entendido. —Rachel se apoyó en el enorme bloque de ámbar—. ¿Ya no quiere cambiar el sistema?
—¡Oh, no! —Burya se puso en pie, agitado—. Pero el sistema ya no existe. Y no fue destruido por comités, soviets o grupos de trabajadores. Fue destruido cuando los deseos de la gente se hicieron realidad. Pero, vamos, vamos. ¡Tienen pinta de haber estado en una batalla! Hay refugiados por todas partes, ¿saben? Cuando haya terminado aquí, regresaré a Plotsk y veré lo que puedo hacer para reforzar la estabilidad. A lo mejor les gustaría venir conmigo.
—Estabilidad —repitió Martin—. Um… ¿Y qué tiene que hacer aquí? Quiero decir, esto parece muy alejado de la civilización. —Por lo que Rachel podía ver, era una forma muy discreta de decirlo. Recorrer toda esa distancia solo para descubrir que llegaba tarde para cambiar la historia; que el Festival había arrojado una civilización planetaria entera en una licuadora de información y había apretado el botón de máxima potencia. Era un poco excesivo para ella, y, además, estaba cansada, mortalmente cansada. Había hecho todo lo que había podido, igual que Martin. Tres semanas. Si Martin hubiera fallado…
—Hay alguien dentro de ese bloque —dijo Rubenstein.
—¿Qué? —Un complejo modelo tridimensional de la colina se desplegó frente a los distribuidos ojos espía de Rachel. Allí estaba Vassily, ascendiendo por la otra ladera. Aquí estaba Martin. Y el bloque…
—El ocupante —asintió Burya— sigue vivo. De hecho, quiere unirse al Festival en calidad de pasajero. No me extraña. Desde su punto de vista tiene sentido. Pero tengo la impresión de que el comité de emergencia podría no estar de acuerdo: ellos preferirían verlo muerto. Las fuerzas reaccionarias tampoco estarían de acuerdo, pero por razones diferentes: quieren recuperarlo. Antes era el gobernador del planeta, ¿sabe? Hasta que se hicieron realidad demasiados deseos suyos. Abandono del deber. —Burya parpadeó—. Nunca lo hubiera dicho, pero…
—Ah. ¿Y qué problema hay para unirse al Festival?
—Llamar su atención. El Festival intercambia información por servicios. Les ha contado todo lo que sabe. Lo mismo que yo. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Eso es ridículo —dijo Martin—. ¿Quiere decir que el Festival solo acepta pasajeros que pagan su billete?
—Por muy extraño que pueda parecer, así fue como los Críticos y el Margen subieron a bordo. Los Críticos pagan su pasaje suministrando comentarios de alto nivel sobre todo lo que encuentran. —Burya volvió a sentarse.
Martin gritó: —¡Eh! ¡Crítico!
Al pie de la colina Hermana Séptima se incorporó.
—¿Pregunta? —tronó—. ¿Cómo vas a volver a casa? —le gritó Martin.
—¡Fin de Crítica! Intercambio ascensional.
—¿Podrías llevar un pasajero?
—¡Oh! —Hermana Séptima empezó a ascender la ladera de la colina—. ¿Interrogativa de identidad?
—El que está dentro de esa celda vitrificada. Me han dicho que antes era el gobernador del planeta. El Crítico se acercó lentamente. Rachel trató de no apartarse de la peste a verduras pasadas que despedía.
—Puedo llevar cargamento —dijo Hermana Séptima con voz profunda—. Da razón.
—Um. —Martin miró a Rachel de soslayo—. El Festival asimila información, ¿no? Nosotros veníamos con la flota. Tengo una historia interesante que contar.
Hermana Séptima asintió.
—Información. Útil, sí, baja entropía. ¿El pasajero está…?
—Vitrificado —la interrumpió Burya—. Por el Festival, según parece. Por favor, sé discreta. Algunos de mis camaradas no estarían de acuerdo. Y en cuanto a los reaccionarios…
Un sexto sentido o algo parecido hizo que Rachel se volviera. Era Vassily. Había rodeado la base de la colina y, por alguna razón, había ascendido por la otra cara. Vio que llevaba en la mano la empuñadura de un cuchillo al que aparentemente le faltaba la hoja. Tenía una expresión de locura en el rostro.
—¿Burya Rubenstein? —preguntó con voz entrecortada.
—Soy yo. ¿Y tú quién eres? —Rubenstein se volvió hacia el recién llegado.
Vassily dio dos pasos hacia él, casi tambaleándose, como una marioneta manejada por un borracho.
—¡Soy tu hijo, maldito bastardo! ¿Te acuerdas de mi madre?
—Oh, mierda. —De repente Rachel empezó a percibir el zumbido de la estática que estaba tratando de confundir a sus implantes, de decirles que aquello no estaba ocurriendo, que allí no había nadie. Las cosas estaban más claras, mucho más claras. Así que allí había otra persona con implantes de alto nivel.
—¿Mi hijo? —Burya puso cara de perplejidad un momento y entonces su expresión se iluminó—. ¿Dejaron que Milla se quedara contigo después de mi exilio? —Se puso en pie—. Hijo mío…
Vassily atacó, sin elegancia pero con todas sus fuerzas. Pero Burya ya no estaba allí cuando el cuchillo descendió. Martin lo había derribado desde atrás y había caído de bruces al suelo.
Con un agudo chirrido, el cuchillo de fuerza atravesó la carcasa de la cornucopia y cortó millones de delicados circuitos. Brotó una luz rutilante y se extendió un olor a levadura fresca mientras Vassily trataba de sacar el arma. El cuchillo, un monofilamento superconductor tensado por un campo magnético potentísimo, era capaz de atravesar cualquier cosa. Martin rodó por el suelo y levantó la mirada al mismo tiempo que Vassily, con una máscara de muerte sobre el rostro, avanzaba hacia él y levantaba el arma. Se oyó un zumbido fugaz y Vassily puso los ojos en blanco; y entonces se desplomó.
Con un dolor ardiente en los brazos y el pecho, Rachel bajó el arma y volvió a velocidad normal. Jadeando, con el corazón desbocado. Como siga haciendo esto, voy a morir muy pronto.
—Maldita sea, ¿es que no había nadie en esa flota que no tuviera un plan secreto? —se quejó.
—Parece que no. —Martin trató de levantarse.
—¿Qué ha pasado? —Burya miró a su alrededor, aturdido.
—Creo… —Rachel miró el baúl. Era una visión ominosa y desoladora: el cuchillo de fuerza había atravesado gran cantidad de células de síntesis y, evidentemente, algunos de los tanques de combustible estaban perdiendo su contenido más deprisa de lo que los programas de reparación podían arreglarlos—. Podría ser mala idea quedarse por aquí. ¿Hablamos de ello de camino a Plotsk?
—Sí. —Burya bajó el cuerpo de Vassily del baúl y lo alejó unos pasos de allí—. ¿De verdad es mi hijo?
—Es probable. —Rachel hizo una pausa para inhalar profundamente—. Me lo he preguntado alguna vez. Por qué estaba a bordo, me refiero. No podía ser un error. Y ahí está, venía a por usted… programado para ello, creo. La Oficina del Conservador debió de pensar que si había revolución, usted la lideraría. Hijo bastardo, madre caída en desgracia, fácilmente reclutable. ¿Suena plausible?
Hermana Séptima se había acercado y estaba husmeando la celda vitrificada que ocupaba el casi fallecido Duque Felix Politovsky.
—Festival carga pasajero pronto —tronó—. ¿Cuentas historia? ¿Cumples palabra?
—Luego —dijo Martin.
—Vale. —Hermana Séptima mordisqueó el aire—. Tienes saldo deudor con banco de mitología. ¿Vamos Plotsk pronto ya?
—Antes de que el equipaje estalle —asintió Martin. Se levantó, un poco mareado, y se encogió de dolor al pasar el peso a la otra pierna—. ¿Rachel?
—Voy. —Los puntos negros casi habían inundado su campo visual—. Vale. Um, si podemos atarlo y meterlo en esa cabaña ambulante, podremos trabajar más tarde en el lavado de cerebro. Ver si es algo más que un asesino programado.
—Por mí de acuerdo. —Burya guardó silencio un momento—. No me esperaba esto.
—Ni nosotros —replicó ella, parca—. Vamos. Larguémonos de aquí antes de que esto explote.
Juntos se alejaron tambaleándose de la crepitante bomba revolucionaria y de la última reliquia del antiguo régimen y emprendieron el camino colina abajo que conducía a la carretera de Plotsk.