El técnico del teléfono

Acomodado en una excéntrica órbita polar, a casi sesenta mil kilómetros de altitud sobre la ciudad provincial de Plotsk, el nodo primario del Festival engordaba felizmente en medio de un festín de información. Las señales que su sistema estaba captando eran escasas comparadas con las de algunas de las paradas anteriores de su itinerario, pero el Planeta de Rochard seguía siendo extraño e interesante. El Festival había topado con algunos mundos primitivos en su viaje y el contraste con los recuerdos que conservaba de ellos era muy marcado.

En aquel momento, mientras partían las primeras astrosondas —hacia nuevos mundos todavía por visitar y en dirección contraria, hacia los núcleos civilizados en los que ya se había detenido— el Festival hizo inventario. En la superficie, las cosas no habían sucedido a completa satisfacción. Aunque había acumulado un importante cuerpo de folclore y una cantidad de información no desdeñable sobre los comportamientos sociales de una sociedad rígida y estática, los canales de información que ofrecía eran ridículamente escasos y la falta de demanda por sus mercancías resultaba chocante. De hecho, su fuente principal de información la habían constituido las desgraciadas mentes cargadas a la fuerza por algunos de los más disolutos, por no decir amorales, elementos de marginalidad. Los Críticos, con su perenne instinto de disección y explicación, estaban constantemente quejándose —algo así como que la colonia estaba sucumbiendo a una singularidad económica desastrosa— pero tales cosas no eran de la incumbencia del Festival. Pronto llegaría el momento de partir. Ya se habían detectado las primeras y cautelosas transmisiones de las naves de los Mercaderes, burbujeando y trinando desde la nube de Oort, y la tarea de abrir las comunicaciones con esta civilización estaba casi concluida.

Cada una de las cientos de astrosondas que los lanzadores orbitales estaban impulsando llevaba consigo el extremo de un canal causal: una caja negra con una colección de partículas en un estado de interrelación cuántica con las antipartículas que conservaba el Festival. (Al teletransportar el estado cuántico conocido de una tercera partícula en una de las partículas interrelacionadas, podían transmitirse datos entre las terminales a una velocidad infinita, utilizando un cuanto para cada bit). Cuando las astrosondas llegasen a su destino, los canales se conectarían a la red de comunicaciones que los creadores del Festival le habían encomendado que construyera. Sin la limitación de ser la terminal de conexión de la línea tendida por el Festival, la población del Planeta de Rochard quedaría sometida al flujo completo de información de la esfera política a la que ahora pertenecía.

En el exterior, cerca de Sputnik, el Festival tomó nota de cierta actividad por parte de los Saltadores. Parecían estar arreglando un pequeño embrollo: un puñado de naves lentas e ineficientes que habían aparecido sin advertencia previa y habían abierto fuego sobre ellos con primitivas armas de energía. Los Saltadores respondieron con paciente letalidad. Cualquier cosa que los amenazara moría. Una pequeña nave, que a todas luces no estaba involucrada en el asalto, logró escapar. Algunas de las naves que venían en el segundo grupo dieron media vuelta y huyeron, y también ellas fueron perdonadas. Pero, en general, el Festival las ignoró. Alguien tan obtuso como para atacar al Festival no podía tener gran valor como fuente de información. En cuanto a los demás, tendría la ocasión de hablar con ellos cuando llegaran.

El aire en el bote salvavidas apestaba a sudor y pedos. Rachel estaba sentada en cuclillas frente a la consola de reserva, observando sin pestañear los monitores de criticalidad mientras, debajo de ellos, el motor aullaba y rugía: aunque un solo fallo del motor podía matarlos en un abrir y cerrar de ojos, seguir las operaciones hacía que se sintiera mejor. Además, estaba totalmente exhausta. Cuando llegaran a tierra, tenía la intención de dormir tres días seguidos. Habían pasado catorce horas desde su fuga de la Lord Vanek: catorce horas que se sumaban al día y la noche que ya entonces llevaba sin dormir. Si dejaba de esforzarse en permanecer despierta…

—Resuelve esta interrogativa. —La criatura de la pantalla entrechocó sus colmillos y sus dientes rezumaron luz roja como si fuera sangre—. ¿Por qué no aceptas Saltadores?

—No podría pagar una deuda tan grande —dijo con la máxima suavidad posible. Flujo de neutrones a diez kilobecquerels por minuto, le advirtió su implante. Un centenar de monitores de rayos X, en otras palabras, soportados durante horas en el ciclo de deceleración. El motor del bote salvavidas se estremecía bajo sus pies como una criatura viva. La hamaca de Vassily se mecía de un lado a otro a su espalda. Agotado por el terror de las cuatro horas que había pasado flotando en el vacío, esperando la muerte, había conseguido dormirse sorprendentemente deprisa una vez que se había convencido de que no iban a arrojarlo por la borda. Martin, no menos cansado, roncaba suavemente bajo la tenue luz roja de la terminal de comunicaciones. Nada relaja tanto como saber que no estás a punto de morir, pensó. Razón por la que ella no podía hacerlo todavía…

—No hay deuda por pago en especie —dijo la extraña criatura—. Llevas mucha reducción de entropía.

—Tu programa de traducción no funciona bien —murmuró.

—¿Es esto interrogativo? Suponemos. Reitero y reformulo: pregunta, ¿por qué no atacáis Saltadores como demás naves?

Rachel se puso tensa.

—Porque no formamos parte de su expedición —dijo con lentitud—. Nuestras intenciones son diferentes. Venimos en paz. Para intercambiar información. Os divertiremos, ¿Comprendes eso?

—Ahum. Skreeeeee… —La criatura de la pantalla volvió la cabeza y miró atrás—. Comprendemos tú. Saltadores notificaré propósito pacífico. ¿Parte no de no-vieja institución administrativa territorialidad de planeta?

—No, somos de la Tierra. —Martin dejó de bostezar. Lo miro de soslayo. Tenía un ojo abierto y la estaba mirando con aspecto cansado—. El mundo original de los humanos —le aclaró.

—Conocemos Polvo. También conocemos U-manos. ¡Información valiosa, cuenta toda!

—Estamos en ello —trató de evadirse Rachel, consciente de que el aire de la cápsula era cada vez más denso—. ¿Estamos a salvo de los Saltadores?

—No entiendo —dijo la criatura con voz neutra—. Nosotros Saltadores notificaremos pacífico propósito. ¿No es eso seguridad?

—No exactamente. —Miró a Martin, quien frunció el ceño y sacudió la cabeza casi imperceptiblemente—. Si notificas a los Saltadores que no pretendemos atacarlos, ¿impedirá eso que nos devoren?

—¡Ahum! —La criatura la miró y parpadeó—. Puede no.

—Bien. ¿Qué impedirá que los Saltadores nos ataquen?

Skreeee… ¿por qué preocupación? Habla sin más.

—No estoy preocupada. Lo único que pasa es que no voy a contarte todo lo que quieres saber sobre nosotros hasta que deje de estar en peligro por culpa de los Saltadores. ¿Comprendes eso?

—¡Ha-frumph! No divertirás. Humph. A-cuerdo, Saltadores no devorarán. Impuesto veto dietético. ¿Cuentas ahora todo?

—Claro. Pero primero… —echó un vistazo al monitor del piloto automático—. Nos estamos quedando sin aire respirable. Tenemos que llevar esta nave a tierra. ¿Es posible? ¿Puedes informarme sobre las condiciones en la superficie?

—Claro. —La criatura sacudió la cabeza de adelante atrás en una parodia de asentimiento—. Tú sin problema, aterriza. Puede que encuentres cosas cambiadas. Mejor recala aquí primero. Nosotros Críticos.

—Estoy buscando a un hombre —añadió Rachel. Había decidido poner su suerte a prueba—. ¿Habéis instalado una red de comunicaciones? ¿Podéis localizarlo para nosotros?

—Puede existir. ¿Nombre?

—Rubenstein. Burya Rubenstein. —Un sonido a su espalda: Vassily, meciéndose en su hamaca en el cambiante marco de referencia inercial del bote salvavidas.

—Disculpa. —La criatura se inclinó hacia delante—. ¿Nombre Rubenstein? ¿Revolucionario?

—Sí. —Martin la observó con el ceño fruncido. Rachel desvió la mirada. Luego te lo explico, pensó.

—Conozco a Hermana Burya, sí. ¿Tienes negocios con la Clandestinidad Extropiana?

—Eso es —asintió Rachel—. ¿Puedes decirme dónde está?

—Haré mejor. —La criatura de la pantalla sonrió—. Acepta elementos para encuentro orbital, te llevamos allí. A su espalda, Vassily estaba incorporándose con los ojos muy abiertos.

El almirante no quería subir a bordo del bote salvavidas.

—D-d-d-d-d —babeó, con el ojo izquierdo brillante y el derecho fláccido y sin vida.

—Señor, por favor, no organice un escándalo. Tenemos que subir a bordo ahora mismo. —Robard lanzó una mirada ansiosa hacia atrás, como si esperara que una muerte de garras rojas llegara encorvada y babeando por la escotilla que acababan de atravesar.

—No-no nos rrremdirrr… —El esfuerzo fue excesivo. La cabeza le cayó sobre el pecho.

Robard levantó la silla y la empujó a los estrechos confines del bote.

—¿Cree que se pondrá bien? —preguntó el azorado teniente Kossov.

—¿Quién sabe? Enséñeme dónde puedo amarrar su silla y podremos salir. Tendremos más posibilidades de ayudarlo una vez en tierra…

Las sirenas aullaron lastimeramente en el pasillo y Robard se encogió al oír un reventón en el interior de sus oídos. Kossov alargó el brazo por encima de un oficial con galones de comandante y tiró de la palanca de sobrecarga, reservada para emergencias: la puerta exterior del bote salvavidas se cerró con un siseo.

—¿Qué ocurre? —exclamó alguien desde la escotilla.

—¡Brecha de presión en esta sección! ¡Cierren compuertas!

—Sí, compuertas cerradas. ¿Está a bordo el almirante?

—Sí. ¿Partimos?

Como respuesta, la cubierta se inclinó. Robard se agarró a un asidero metálico con una mano y sujetó la silla del almirante con la otra mientras el bote salvavidas se ladeaba. La desgarradora sucesión de detonaciones de los cierres explosivos cortó la conexión umbilical con la nave herida, y entonces empezaron a caer… por una grieta abierta deliberadamente en el campo de espacio curvo de la nave, que de lo contrario habría sido lo bastante fuerte para abrir el bote como un melón. Los oficiales y un puñado de hombres elegidos trataron de asirse a los anclajes mientras quienquiera que estuviera en el asiento de mando interpretaba una fuga con los controles de los cohetes de maniobra y lograba sacarlo de debajo de la nave. Entonces, con un suave siseo bajo sus pies, el motor se encendió y una semblanza de gravedad los devolvió al plano correcto.

Robard se inclinó sobre la silla con un cable en las manos.

—Que alguien me ayude con el almirante —pidió.

—¿Qué necesita? —El teniente Kossov lo miró con una enjuta expresión de halcón tras los quevedos.

—Tengo que amarrar esta silla. Luego… ¿Dónde vamos a aterrizar? ¿Hay algún médico a bordo de esta nave? Hay que llevar a mi señor a un hospital lo antes posible. Está muy enfermo.

—Y que lo diga. —El teniente le dirigió una mirada de solidaridad y a continuación pasó a examinar al dormido almirante—. Déme eso.

Robard le pasó el otro extremo del cable y entre los dos ataron la silla a cuatro de los pernos del suelo. A su alrededor, los demás oficiales supervivientes estaban haciendo inventario de la situación, desplegando hamacas de deceleración de los casilleros del techo y cuchicheando entre sí. La atmósfera a bordo del bote era apagada, pesarosa. Tenían suerte de estar con vida y se avergonzaban de no seguir a bordo del crucero pesado. El hecho de que la mayor parte de los supervivientes fueran oficiales del estado mayor del almirante no había pasado inadvertido: los verdaderos guerreros seguían en sus puestos, tratando valientemente de contener la plaga que estaba engullendo la nave a su alrededor. En una esquina, un joven teniente sollozaba inconsolablemente, rodeado por un incómodo círculo de silencio.

El almirante, ajeno a todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor, farfullaba y tosía quejumbrosamente. Kossov se inclinó sobre él.

—¿Hay algo que pueda hacer por usted, mi almirante? —preguntó.

—Creo que está más allá de nuestra ayuda —dijo Robard con tristeza. Posó una mano delicada sobre el hombro del almirante y lo enderezó en la silla—. A menos que los cirujanos puedan hacer algo…

—Está tratando de hablar —le espetó Kossov—. Déjeme escuchar. —Se inclinó sobre la cara del viejo guerrero—. ¿Puede oírme, señor?

—A-a-a… —gorgoteó el almirante desde el fondo de su garganta.

—¡No lo excite, se lo imploro! ¡Necesita descansar! Kossov clavó una mirada funesta en el criado.

—Guarde silencio un minuto.

—… Oeh… de… va-vamos? Robard dio un respingo.

—Humildemente informando de que estamos de camino a la superficie del planeta, señor —dijo el teniente—. No deberíamos de tardar demasiado en llegar a la capital. —No dijo nada sobre el resto de la flota, que difícilmente arribaría pronto a la capital de la colonia.

—Cu-curioso. —El rostro del almirante se relajó y sus párpados cayeron—. ´Amprea. De… déles lo que se mere… —Perdió el conocimiento. Estaba claro que el esfuerzo de hablar había sido excesivo para él.

Recorriendo a lomos de una cabaña con patas de gallina un yermo desolado que había pasado recientemente de un feudalismo bucólico a un poshumanismo trascendente sin e ningún paso intermedio, Burya Rubenstein flotaba en un sueño de imperios en ruinas.

Los revolucionarios estaban ideológicamente consagrados a una trascendencia que no habían comprendido del todo… y que se había presentado ante ellos, pura e inaprehensible, como un iceberg de información extraña emergiendo de la superficie de un mar de entropía. No estaban preparados para ella: nadie les había advertido. Contaban para guiarse con vagos recuerdos populares sobre Internets y cornucopias, afirmaciones, casi dogmas de fe, sobre el valor de la tecnología. Pero no habían probado la cuestión en sus carnes, no sabían qué forma adoptaba el nuevo fenómeno y sus deseos provocaban que de la maquinaria del Festival emergieran nuevas cepas de mutantes.

Imaginad que hubierais crecido sin teléfonos, sin faxes ni videoconferencias, sin traducción on-line, reconocimiento de gestos o interruptores de la luz. La tradición dice que podéis mandar mensajes al otro lado del mundo en un abrir y cerrar de ojos y el medio para conseguirlo es algo llamado correo electrónico. La tradición no dice que el correo electrónico signifique que el objeto más cercano adopte forma de boca y empiece a hablar con la voz de un amigo, pero esta sería una interpretación más natural de la cuestión que unos extraños comandos textuales y una red de routers. El Festival, que no tenía experiencia con las culturas humanas próximas a la Tierra, tenía que hacer suposiciones sobre la naturaleza de los milagros que se le pedían. A menudo, eran equivocadas.

Burya lo sabía todo sobre comunicaciones. Su abuelo lo había sentado en sus rodillas y le había contado las leyendas que su propio abuelo le había contado a él, leyendas sobre sistemas de gestión de información que podían decirte todo lo que podía saberse en el mundo y más aún, leyendas sobre los extraños genios de los recursos humanos que podían invocar cualquier capacidad o saber a voluntad. Algunos de los más osados disidentes de Novy Petrograd se habían conectado a algo que llamaban un sistema de gestión de la información: cámaras dotadas de extraños ojos ciclópeos en lo alto de los desvanes y tejados de la ciudad, que alimentaban de imágenes el sistema nervioso digital de la revolución.

Antes de marcharse de Plotsk, Burya había pasado algún tiempo con Timoshevski, quien había aplicado sanguijuelas a su sentido de la importancia al recordarle que no era más que un alto oficial del soviet de Novy Petrograd y que el soviet, a su vez, no era más que un parásito benigno sobre el mercado libre, un algoritmo equilibrador que sería abandonado cuando pudiera establecerse la auténtica belleza de la utopía. Oleg también había aplicado los gusanos, que picaban terriblemente (y a veces quemaban), para establecer contacto con el sistema nervioso de Burya. Había tenido que interrogar a su antiguo colega sobre los orígenes del extraño sentido del incrementalismo burgués que mostraba para conseguir que aceptara la modernización, pero al final, a Rubenstein no le había quedado más remedio que aceptar. Habida cuenta de su actual y peripatética ocupación, sería apartado de la dirección si permanecía mucho más tiempo sin ponerse en contacto con el Comité Central. Y así fue como acabó con un abominable dolor de cabeza y asaltado por extrañas visiones mientras los gusanos del Comité de Comunicaciones Estatales establecían una relación laboral con su cerebro.

Cuando Burya dormía, soñaba en imágenes de colores falsos, tomadas desde los tejados de la capital. La revolución, eternamente vigilante, multiplicaba sus esfuerzos en su cuerpo geniculado, despertando sinapsis dormidas para que reconocieran patrones sospechosos de comportamiento. Burya encontraba perturbador y al mismo tiempo extrañamente tranquilizador el hecho de que la ciudad, por muchos cambios que hubiera traído la revolución, perviviera. Aquí un joven corría entre las sombras, sin duda en busca de su amada. Allá se gestaba un tipo de conspiración más siniestro, perros luchando por los huesos de la responsabilidad temporal mientras el guardián de un bloque acechaba al resentido antiguo propietario con muerte en la mirada. Las casas, grandes bestias aguijoneadas y obligadas a moverse de acá para allá por sus simbiontes internos, crecían y se fisionaban a cámara lenta. Todo le resultaba inefablemente ajeno: una espeluznante media vida reptando sobre la ciudad que antes conocía, ecos de las vidas que había visto durante años, tendida como un cadáver en un ataúd abierto. Ni siquiera la luz desgarradora de una lanzadera que aterrizaba en mitad de la noche en un campo de las afueras pudo devolverlo a una semblanza de la vida que había conocido.

Burya soñaba también con su propia familia: la esposa a la que no veía desde hacía catorce años, el niño de cinco años cuya cara regordeta tornaba borrosa la distancia (el exilio interno no acarreaba la exclusión de la familia, pero ella venía de una sólida familia de clase media, y tras oír la sentencia le había dado la espalda y había conseguido una separación legal). Una impotente y débil soledad —a la que maldecía cada vez que la advertía estando despierto— le pisaba los talones. La junta revolucionaria apenas había afectado al curso de los acontecimientos. Peroporcionaba un núcleo para que los elementos más salvajes se coagulasen a su alrededor, una lente para enfocar los ardientes rayos del resentimiento sobre los restos del antiguo régimen, aunque en sí misma y por sí misma, hubiera conseguido bien poco. La gente que recibía de repente riqueza y conocimientos infinitos no tardaba en darse cuenta de que no necesitaba gobierno: y esto era cierto tanto para los miembros de la estructura clandestina como para los trabajadores y campesinos a los que trataban de movilizar. Puede que aquel fuera el mensaje que el Crítico había tratado de meterle en la cabeza desde que lo secuestrara de las oficinas del soviet revolucionario: la revolución por la que había estado luchando no lo necesitaba.

La segunda mañana de la búsqueda de Felix, Burya despertó exhausto, con los miembros doloridos y cubiertos de llagas y los pies medio congelados, en un rincón de la cabaña andante. Hermana Séptima estaba fuera, escarbando y husmeando en la maleza que había junto al camino. Unas chozas con paredes de brillantes polímeros se aferraban a los márgenes del claro en el que habían acampado. A su alrededor se alzaban desafiantes varios árboles, a la sombra de unos hongos gigantescos que amenazaban con convertirlos en afloramientos multicolores. Por todas partes crecían helechos colosales y cicadáceas recubiertas de venas purpúreas, colonos interestelares plantados por los invisibles jardineros de la flota del Festival. Pequeñas criaturas parecidas a ratas cuidaban los helechos trayendo pedazos de materia en descomposición y pegándolos a los palpos alimenticios semejantes a plantas carnívoras que brotaban de sus tallos.

Según los mapas anteriores a la singularidad, debían de haber divisado una aldea hacía dos kilómetros, pero no habían visto ni rastro de ella. En cambio, habían pasado bajo una enorme y flotante esfera geodésica que había convertido en fuego la puesta de sol sobre sus cabezas, haciendo que uno de los milicianos cyborg gritara y empezara a disparar al aire como un poseso hasta que el sargento Lukcas le había gritado y le había quitado el arma.

—Es una granja, cabeza de cerdo —le había explicado con torpe ironía—. Como esa en la que tú naciste, solo que tiene forma de bola y además vuela. Y como no dejes de dispararle, utilizaremos tu cabeza del mismo modo. —Algunos de los guardias habían empezado a murmurar y habían hecho signos para alejar el mal de ojo (en uno de los casos utilizando unas mandíbulas con las que no había nacido), y el conejo había seguido caminando con las orejas pegadas al cráneo durante media hora, hasta que habían acampado, pero no se habían producido más incidentes antes de que terminara la carretera. Pero ahora, definitivamente, esta había llegado a su fin.

Hasta ese punto, el grupo había hecho buenos progresos por las autopistas imperiales. Pero por delante de ellos, el bosque lysenkoista estaba tratando de asimilarla. Pequeños roedores de fino pelaje y sin ojos mordisqueaban infatigablemente la superficie de asfalto y excretaban bolitas negras que se llevaban no-hormigas del tamaño de saltamontes. Elevadas estructuras de barro no muy diferentes a termiteros salpicaban los espacios abiertos entre los helechos: emitían un sordo zumbido que era como el ruido de un millón de microscópicas turbinas de gas.

La fogata crepitaba de manera ominosa y despedía humo en grandes bocanadas cuando el señor Conejo arrojaba en ella trozos de madera muerta y cubierta de hongos. Burya bostezó y se estiró bajo el aire frío y a continuación se alejó arrastrando los pies en busca de un árbol para orinar. Los sacos de dormir se agitaban en el suelo, ocupados por milicianos que gruñían y exigían café, comida y favores sexuales a una cocinera inexistente. La fogata soltó una llamarada y el conejo retrocedió dando un respingo y estuvo a punto de chocar con un soldado que lo cubrió de imprecaciones. El revestimiento de las carreteras era altamente inflamable.

Después de orinar, Burya se sentó en cuclillas. Fue en aquella posición indigna en la que Hermana Séptima, de un humor inusualmente indulgente, lo encontró.

—¡Saludos matutinos y buenas micciones te deseo! Noticias de excepcionalidad y gracia te traigo.

—Harrumph. —Burya, con las orejas enrojecidas a causa del esfuerzo por evacuar, fulminó con la mirada al gigantesco roedor—. ¿No te ha dicho nadie que es de mala educación mirar?

—¿El qué? —Hermana Séptima puso cara de perplejidad.

—Da igual —murmuró él—. ¿Cuáles son esas noticias?

—Vaya, nada de importancia. —El Crítico dio media vuelta con aire inocente—. De complaciente simetría…

Burya apretó los dientes y a continuación empezó a buscar hojas a tientas. (Vagamente pensó que aquello era algo que nunca se había mencionado en las biografías de los revolucionarios famosos. Ser atacado por osos y perseguido por bandidos o guardias reales eran cosas muy emocionantes y dignas de mención, pero los libros nunca mencionaban la falta de papel higiénico o el hecho de que cuando uno necesitaba hojas blandas era imposible encontrarlas).

—Solo los hechos.

—¡Visitantes! El nido de mi camada rebosa información nueva.

—¿Visitantes? Pero… —Se detuvo—. Tu camada. ¿En órbita?

—¡Sí! —Hermana Séptima dio una vuelta hacia delante y sacudió fugazmente las delgadas patas en el aire antes de recuperar la postura erguida con un ruido sordo—. ¡Visitantes del espacio!

—¿De dónde? —Se inclinó hacia delante, lleno de impaciencia.

—La Nueva República. —Hermana Séptima esbozó una sonrisa alegre, enseñando los enormes y amarillentos colmillos—. Enviaron flota. Encontraron a los Saltadores. Hubo supervivientes.

—¿Quiénes, maldita sea? —Hizo rechinar los dientes furiosamente mientras se ponía los pantalones de un tirón.

—Embajadores de Tierra-primario. Un otro-más-cuyo-componentesabio es parte de su enjambre. Y ambiguosidad. Preguntan por ti, tú mismo. ¿Quieres conocer?

Burya se quedó boquiabierto.

—¿Van a venir aquí?

—Aterrizan en nuestro destino. Pronto.

El bote salvavidas estaba a oscuras, caliente y apestaba a metano. El sistema de eliminación de desechos gaseosos había contraído una tos asmática. En el mejor de los casos, el soporte vital solo les proporcionaría otro día de aire respirable antes de que tuvieran que recurrir a los trajes. Pero mucho antes de eso, los pasajeros tendrían que afrontar los peligros de la reentrada.

—¿Estáis seguros de que esto no es peligroso? —preguntó Vassily.

Rachel puso los ojos en blanco.

—Peligroso, dice —murmuró Martin—. Chico, si no querías correr peligros, haberte quedado en tierra cuando la flota salió del puerto.

—Pero no lo comprendo… Habéis estado hablando con esos alienígenas. ¡Son el enemigo! ¡Acaban de destruir la mitad de nuestra flota! Y habéis aceptado elementos orbitales y consejos sobre navegación y trayectorias de ellos. ¿Por qué os fiáis? ¿Cómo sabemos que no van a matarnos también a nosotros?

—No son el enemigo —dijo Rachel con voz paciente mientras introducía datos en la consola del piloto automático—. Nunca lo han sido… al menos, no la clase de enemigo que el Almirantazgo y sus alegres amigos esperaban.

—¡Pero, si no son vuestros enemigos, es que estáis en el otro bando! —Vassily los miró alternativamente, completamente horrorizado.

—No. —Rachel siguió instruyendo al piloto automático—. Antes no estaba segura pero ahora sí que lo estoy. El Festival no es como vosotros creéis. Vinisteis aquí esperando un ataque llevado a cabo por un gobierno extranjero, con naves y soldados, ¿no? Pero en este universo hay otras cosas aparte de los humanos y sus naciones y organizaciones multinacionales. Habéis estado combatiendo una sombra.

—¡Pero si destruyó todas esas naves! ¡Es hostil! Es…

—Cálmate. —Martin lo observó con cautela. Mierdecilla ingrato: ¿o es solo que está terminalmente confuso? La facilidad con la que Rachel se había comunicado con los Críticos había inquietado a Martin más de lo que se atrevía a admitir, casi tanto como su inesperadamente triunfante intento de rescate—. Aquí no hay bandos. Los Críticos no son vuestros enemigos, ni siquiera forman parte del Festival. Tratamos de decirle a tu gente que esperaran algo completamente nuevo, pero no nos escucharon.

—¿Qué quiere decir eso?

—El Festival no es humano, no es ni remotamente humano. Vosotros pensáis en términos de personas con motivaciones propias de personas. Es un error y estaba claro que lo era desde el principio. No podéis declararle la guerra al Festival, del mismo modo que no podéis declararle la guerra al sueño. Es una red de información autorreplicante. Una sonda entra en un sistema: la sonda construye una red de comunicaciones autoextensible e introduce en ella a los mundos habitados de ese sistema. Absorbe toda la información que puede de la civilización objetivo y a continuación engendra más sondas. Las sondas llevan algunos parásitos, formas de vida cargadas que construyen cuerpos y se descargan en ellos cada vez que hacen una parada… pero no existen para eso. Vassily replicó con voz entrecortada: —¡Pero nos atacaron!

—No, nada de eso —replicó Martin con paciencia—. No es inteligente tratar de analizar su comportamiento suponiéndole una voluntad intencional es un error. Lo único que hizo fue detectar un planeta sin servicio telefónico a algunos años luz de distancia y cumplir con sus instrucciones.

—Pero esas instrucciones… ¡Eran atacarnos!

—No, su objetivo es reparar. Resulta que el Festival es… un técnico de teléfonos. Como un técnico robótico. Solo que no repara teléfonos normales: repara agujeros en el flujo de información de la galaxia. —Lanzó una mirada de soslayo a Rachel. Estaba enfrascada con el piloto automático, introduciendo la secuencia de entrada. No era buena idea distraerla en un momento así. Mejor mantener ocupado al molesto joven.

—Las civilizaciones ascienden y caen de tanto en cuanto. Probablemente, el Festival sea un mecanismo establecido hace algunos milenios con el objeto de mantenerlas en contacto, construido por una cultura interestelar en los albores del tiempo. Cuando detectó un agujero en la red que mantiene, decidió repararlo, razón por la que se situó en órbita alrededor del Planeta de Rochard, que es el mundo más aislado y solitario que podría encontrarse.

—Pero no le pedimos que lo hiciera —replicó Vassily con voz llena de incertidumbre.

—Vaya, pues claro que no. De hecho, yo creo que ha salido de su zona de mantenimiento original, de modo que es probable que cada sistema que descubra en este sector necesite sus servicios: pero puede que no exista solo para eso. Parte del proceso de reparación es un rápido intercambio de información con el resto de la red que conecta, un flujo que discurre en dos direcciones. Con el tiempo, el Festival ha pasado a ser algo más que un mero servicio de reparaciones. Se ha convertido en una civilización por derecho propio, una civilización que germina como una flor del desierto: breve y esplendorosamente cuando el medio es apropiado, para a continuación encapsularse en sí mismo y sumirse en un letargo en forma de semilla mientras atraviesa los abismos de años luz que separan los oasis. Las centralitas de teléfonos y los routers son algunos de los sistemas de procesado de información más complicados que se han inventado: ¿De dónde crees que vino originalmente el Escatón?

»Cuando el Festival llegó al Planeta de Rochard, se encontró con un déficit de comunicaciones de 250 años que debía reparar: esa reparación, el fin del aislamiento, la llegada de bienes e ideas restringidas por la Nueva República, provocó una singularidad local, lo que en nuestro oficio se llama una transición de consenso de realidad; la gente se volvió un poco loca, eso es todo. Una sobredosis inesperada de cambio: inmortalidad, bioingeniería, Inteligencias Artificiales, nanotecnología, cosas de esas. No es un ataque.

—Pero entonces… ¿me estás diciendo que ha traído consigo unas comunicaciones sin restricciones? —preguntó.

—Sí. —Rachel levantó la vista de la consola—. Llevamos años tratando de decírselo a vuestros líderes de la manera más delicada posible: la información quiere ser libre. Pero no nos escuchaban. Lo hemos intentado durante cuarenta años. Luego llega el Festival, que trata la censura como una avería y hace un puente de comunicaciones a su alrededor. El Festival no puede aceptar un no por respuesta porque no tiene opinión sobre nada. Sencillamente es.

—Pero la información no es libre. No puede serlo. O sea, algunas cosas… Si todo el mundo pudiera leer todo lo que quisiera, podrían leer cosas que los pervertirían y corromperían, ¿no? ¡Habría gente que le daría la misma consideración a la pornografía que a la Biblia! ¡Podrían conspirar contra el estado, o contra otros, sin que la policía pudiera detenerlos!

Martin suspiró.

—Sigues colgado de esa bobada del estado, ¿no? —dijo—. De verdad, créeme, existen otras maneras de organizar la civilización.

—Bien… —Vassily lo miró parpadeando, presa de una cierta confusión—. ¿Estáis diciéndome que de donde vosotros venís se permite que la información circule libremente?

—No es una cuestión de permitirlo o no permitirlo —señaló Rachel—. Tuvimos que admitir que no podíamos impedirlo. Tratar de impedirlo era peor que la enfermedad.

—¡Pero cualquier lunático podría preparar armas biológicas en su cocina o destruir una ciudad! Los anarquistas tendrían el poder de derribar al estado y nadie podría saber quién era o a dónde pertenecía. Se esparcirían las más funestas locuras y nadie podría impedirlo… —Se detuvo—. No me creéis.

—Oh, pues claro que te creemos —dijo Martin con tono sombrío—. Lo que pasa es que… Mira, el cambio no siempre es malo. Algunas veces la libertad de expresión funciona como una válvula de escape para tensiones sociales que de otro modo conducirían a la revolución. Y otras veces, bueno… tus protestas acaban por convertirse en desconfianza hacia cualquier cosa que perturbe el status quo. Tú ves al gobierno como una barrera de seguridad, una colcha caliente y cómoda que protege a todo el mundo de las cosas malas. En la Nueva República esa forma de pensar está muy extendida: la idea de que si no se controla a la gente con puño de hierro, automáticamente se comportará mal. Pero en el sitio del que yo vengo, la mayoría de la gente es lo bastante sensata para evitar todo aquello que podría hacerle daño. Y a los demás, solo hay que educarlos. La censura no consigue más que enterrar los problemas.

—Pero ¿y el terrorismo?

—Sí —intervino Rachel—. El terrorismo. Siempre hay gente que cree que está haciendo el bien causando miseria a sus enemigos, muchacho. Y tienes razón en lo que has dicho de las armas biológicas y los falsos rumores. Pero… —se encogió de hombros—. Es más fácil vivir con una tasa razonablemente baja de esta clase de cosas que con una censura y una vigilancia totales y constantes. —Adoptó una expresión sombría—. Si piensas que un lunático que coloca una bomba nuclear es malo, es que nunca has visto lo que pasa cuando un planeta lleva hasta el límite la idea de la vigilancia y la censura ubicuas. Hay lugares en los que… —Se estremeció. Martin la miró—. Estás pensando en algo concreto.

—No quiero hablar de ello —replicó con voz tensa—. Y tú deberías estar avergonzado. Mira que agotar al chico de esa manera. ¿Es que ninguno de los dos se ha dado cuenta de que el aire apesta?

—Sí. —Martin bostezó a lo grande—. ¿Estamos a punto de…?

—¡No soy ningún… —un estruendoso coro de pequeñas detonaciones sonó en el exterior de la cabina— chico! —terminó Vassily con un chillido.

—Abróchate el cinturón, chico. El motor principal va a encenderse en cinco segundos.

Intranquilo, Martin tensó inconscientemente el cinturón.

—¿Cuál es nuestra curva de descenso?

—Punto intermedio uno acercándose: ajuste de trayectoria en diez segundos, uno punto dos g. Pasamos unos cuatro minutos apretando el culo, llegamos al punto intermedio dos y seguimos con el motor encendido durante dos horas a dos g y cuarto. Esto termina a unos cuatro mil clics de altitud con respecto a la superficie planetaria y dieciséis minutos después chocamos con la atmósfera del planeta a unos cuatro k.p.s.. Aún nos quedará un poco de masa reactiva, pero la verdad es que no quiero encender el motor principal en una atmósfera que vamos a tener que respirar más tarde. De modo que soltaremos el módulo de propulsión una vez estemos en posición suborbital y lo alejaremos en una órbita descendente con lo que le quede de combustible.

—Eh… —Vassily parecía confuso—. Cuatro k.p.s. ¿No es un poco deprisa?

—No, apenas… —Un agudo rugido interrumpió la explicación de Rachel y todos los ocupantes de la cabina dieron un respingo hacia la parte trasera. Pasaron diez segundos—. Apenas es Mach 12, en línea recta. Y antes habremos arrojado los motores por la borda. Pero no te preocupes, frenaremos muy deprisa cuando entremos en la atmósfera. En los tiempos del programa Apolo estas cosas se hacían constantemente.

—¿El programa Apolo? ¿Eso no era cuando el viaje espacial era experimental? —Martin vio que Vassily se había aferrado a la silla con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos. Qué interesante.

—Sí, exacto —dijo Rachel como si nada—. Por supuesto, en aquellos tiempos no tenían motores nucleares… ¿Eso fue antes o después de la Guerra Fría?

—Antes, creo. La Guerra Fría se desencadenó por ver quién podía construir la nevera más grande, ¿no?

—¿Guerra Fría? —preguntó Vassily con voz temblorosa.

—Allá en la Tierra, hace cosa de cuatrocientos o quinientos años —le explicó Rachel.

—¿Pero hacían esto y ni siquiera eran capaces de construir un motor de vapor?

—Oh, claro que eran capaces de construir motores de vapor —dijo Martin con tono alegre—. Pero obtenían potencia quemando aceite de roca debajo de las calderas. Los reactores de fisión eran caros y poco habituales.

—No parece muy seguro —dijo Vassily, dubitativo—. ¿No explotaría todo ese aceite?

—Sí, pero la tierra es un planeta que alcanzó el nivel tres de población muy deprisa, y además bastante antiguo. La tasa de isótopos es penosa y no cuenta con suficiente uranio-235.

—Si quieres saber mi opinión, cuenta con demasiado —musitó Rachel, sombría.

—Creo que estáis tratando de confundirme y eso no me gusta. ¡Vosotros los terrícolas os creéis muy sofisticados pero no sabéis nada! No podéis impedir que los terroristas destruyan vuestras ciudades y a pesar de toda vuestra mal llamada sofisticación, no sois capaces de controlar vuestros repugnantes impulsos: ¡Sois idiotas manipuladores, por política y por naturaleza!

Otro eructo de un cohete de control de altitud. Rachel alargó la mano hacia Martin y lo cogió del hombro.

—Nos ha pillado.

—Sí, y bien pillados. Es un poli de primera. Vassily los miró, embargado por la confusión. Sus orejas empezaron a teñirse de un rojo intenso. Rachel se echó a reír a carcajadas.

—¡Si eso es un acento de Yorkshire, yo soy un hurón galés, Martin!

—Bueno, cuando quieras te guardo en mis pantalones, querida. —Elingeniero sacudió la cabeza. Por el rabillo del ojo vio que la coloración de Vassily se extendía desde las orejas al cuello—. Tienes mucho que aprender sobre el mundo real, chico. Me sorprende que tu jefe te dejara salir sin niñera.

—¿Quieres dejar de llamarme chico? Rachel se sentó en cuclillas en su silla y lo miró.

—Pero es que lo eres, ¿sabes? Aunque tuvieras sesenta años, para mí seguirías siendo un chico. Mientras esperes que alguien o algo te descargue de tu responsabilidad, seguirás siendo un chico. Podrías follarte todos los burdeles de Nueva Praga y aún así serías un escolar crecidito. —Lo miró con tristeza—. ¿Cómo llamarías a un padre que nunca dejara que sus hijos crecieran? Eso es lo que pensamos de tu gobierno.

—¡Pero yo no estoy aquí para eso! ¡Estoy aquí para proteger a la República! ¡Estoy aquí porque…!

El motor principal entró en fase crítica y, con un profundo rugido, salió despedido a toda potencia, sacudiendo la cápsula como una lata de hojalata en un huracán. Vassily cayó sobre su hamaca, momentáneamente sin aliento. Rachel y Martin se hundieron en sus asientos, empujados por una aceleración de veinte metros por segundo cuadrado… no la brutalidad de quinientos kilos, capaz de aplastar el pecho a una persona, pero sí la suficiente para obligarlos a tenderse y a concentrarse para poder respirar.

El motor siguió encendido largo tiempo, alejándolos de los flotantes restos de la batalla en dirección a un encuentro incierto.