Saltadores

El almirante estaba sentado a su mesa, con la mirada perdida.

El comodoro Bauer se aclaró la garganta.

—Si me presta atención un momento, señor…

—¿Eh? ¡Ha-hable, joven!

—Esta noche entramos en distancia terminal de combate con el enemigo —dijo Bauer con voz paciente—. Hay que celebrar la última reunión previa al encuentro, señor, para articular nuestra situación táctica inmediata. Necesito que firme las órdenes si queremos librar la batalla.

—Muy bien. —El almirante Kurtz trató de incorporarse. Las manos de Robard en sus frágiles hombros impidieron que perdiera el equilibrio—. ¿Las ha traído?

—Señor —Bauer empujó hacia él una fina carpeta—. Si quiere examinarlas…

—No, no. —El almirante hizo un ademán tembloroso—. Es usted un buen hombre. Le dará a esos malditos nativos lo que se merecen, ¿no?

Bauer miró a su comandante con una mezcla de desesperación y alivio.

—Sí, señor, lo haré —prometió—. Estaremos a distancia de lidar desde la superficie del planeta dentro de una hora, así que para entonces tendríamos que poder establecer con bastante precisión su orden de batalla. El Grupo Cuatro iluminará y recibirá la primera sangre, mientras las naves pesadas permanecen bajo control de emisiones y destruyen cualquier cosa que podamos identificar a corta distancia. Tengo los escuadrones de destructores preparados para atacar cualquier emplazamiento fijo que encontremos en órbita geoestacionaria y los torpederos tienen la misión de interceptar a gran delta-v cualquier cosa que vuele…

—Déle a esos nativos un buen rapapolvo —dijo Kurtz con voz soñolienta—. Levante una montaña de cráneos en la plaza del pueblo. Abra fuego por pelotones. ¡Bombardee a esos bastardos!

—Sí, señor. Si es tan amable de firmarme aquí…

Robard puso la pluma entre los dedos del almirante pero temblaban de tal forma que la firma de color carmesí en las órdenes quedó casi irreconocible tras un enorme manchón que parecía sangre fresca.

Bauer saludó.

—¡Señor! Con su permiso, haré efectivas las órdenes inmediatamente.

Kurtz levantó la mirada hacia el comodoro y por un breve instante el brillo de su antigua voluntad resplandeció en sus ojos hundidos.

—¡Qué así sea! La victoria está de nuestro lado porque el Señor no permitirá que sus seguidores lleguen a… Una expresión de vasta perplejidad cruzó sus arrugadas facciones y entonces se le hundieron los hombros.

—¡Señor! ¿Se encuentra usted…? —El comodoro se inclinó hacia delante pero Robard ya había apartado la silla del almirante de la mesa.

—Lleva varios días trabajando de más —comentó Robard mientras reclinaba el respaldo—. Lo llevaré a su dormitorio. Mientras nos acercamos al enemigo… —Se puso tenso—. Con mis humildes disculpas, señor, ¿podría usted llamar al cirujano de a bordo?

Media hora después, diez minutos tarde para su propia reunión de estado mayor, el comodoro Bauer llegó a la sala de reuniones.

—Caballeros. Tomen asiento, por favor. Había dos filas de oficiales sentados frente a él, ante el podio que el almirante utilizaba para dirigirse a su estado mayor y sus oficiales superiores.

—Tengo un grave anuncio que hacer —empezó a decir. Estaba tan tenso que la carpeta que llevaba bajo el brazo derecho se arrugó—. El almirante… —Un mar de caras se levantó hacia él, expectante—. El almirante está indispuesto —dijo. Indispuesto, sí, si se podía llamar de ese modo a estar atendido por el cirujano de a bordo, quien había cifrado en un diez por ciento las probabilidades que tenía de recuperarse de la hemorragia cerebral que le había sobrevenido mientras estaba firmando las últimas órdenes—. Ahem. Me ha pedido que siguiera adelante con el despliegue previsto, actuando en su nombre mientras él retiene el control completo de la situación. Quisiera añadir que me pidió que les dijera que sabe que todos los hombres cumplirán con su deber y que nuestra causa triunfará porque Dios está de nuestra parte.

Bauer barajó sus papeles mientras trataba de desterrar al olvido la última imagen del almirante: tendido en su cama, marchito, mientras el cirujano y un sirviente estirado cuchicheaban y esperaban a que llegara el capellán de a bordo.

—Primero, revisemos la situación. Comandante Kurrel. ¿Qué dice Navegación?

El comandante Kurrel se puso en pie. Un hombre menudo y exigente que observaba el mundo con ojos de aguda inteligencia desde detrás de unas gafas de montura de cuerno, era el especialista en navegación del estado mayor.

—El error es importante pero no fatal —dijo mientras hojeaba los papeles que tenía delante—. Evidentemente, el trayecto temporal previsto por Su Excelencia ha sido más complicado de lo previsto. A pesar de las mejoras en los monitores de tiempo de los motores, una discrepancia de no menos de dieciséis millones de segundos se ha introducido en la ejecución durante la travesía… lo que, podría añadir, no es del todo inexplicable si tenemos en cuenta que hemos hecho un total de sesenta y ocho saltos a lo largo de 139 días para cubrir una distancia de poco más de 8053 años luz: un nuevo y significativo récord en la historia de la Armada.

Hizo una pausa para ajustarse las gafas.

—Por desgracia, estos dieciséis megasegundos han corrido precisamente en la peor de las direcciones posibles: hacia delante a partir del momento en que el enemigo penetró en territorio nuestro. De hecho, no habría demasiada diferencia si nos hubiéramos limitado a realizar la travesía habitual de cinco saltos para atravesar los cuarenta y cuatro años luz de distancia. Un mapa púlsar completo, correlacionado con trayectorias orbitales, indica que nuestro desplazamiento total es de unos tres millones de segundos hacia el futuro a partir de nuestro punto de origen, extrapolado a la línea del mundo de destino. Las mediciones de las efemérides planetarias confirman el dato: de acuerdo a la historia local, nuestro enemigo, el Festival, lleva treinta días atrincherándose.

Una inhalación, mezcla de incredulidad y rabia muda, recorrió la mesa. El comodoro Bauer adoptó una expresión crítica.

Caballeros. —Volvió a hacerse el silencio—. Puede que hayamos perdido los beneficios tácticos previstos para esta maniobra que, les recuerdo, jamás se había llevado a la práctica hasta ahora, pero no ha sido un fracaso completo: solo estamos a diez días en el futuro de nuestro punto de partida y utilizando un camino convencional no habríamos llegado hasta dentro de otros diez días. Como inteligencia de señales no ha informado de nada, podemos asumir que el enemigo, aunque atrincherado, no nos espera. —Esbozó una sonrisa tensa—. La investigación sobre el error de navegación quedará en suspenso hasta después de las celebraciones por la victoria. —Esta afirmación arrancó una breve salva de asentimientos a todos los presentes—. Teniente Kossov. Informe general de estatus, si es tan amable.

—Ah, sí, señor. —Kossov se puso en pie—. Todas las naves están preparadas para entrar en combate. Las únicas incidencias son los fallos de ingeniería de la Kamchatka, aunque parece que a estas alturas se ha restaurado la presión en casi todas las cubiertas, y la explosión en los circuitos de eliminación de residuos de esta nave ha sido reparada. Tengo entendido que, con la excepción de algunos camarotes en la cubierta Verde y algunos daños localizados en la zona de los calabozos, la situación es normal. Sin embargo, han desaparecido varios hombres, incluido el teniente de seguridad, Sauer, que estaba investigando un incidente en el momento de la explosión.

—Bien. —Bauer se dirigió al capitán Minsky con un gesto de la cabeza—. Capitán. ¿Algo que informar?

—Por el momento no, señor. Los equipos de rescate están tratando de encontrar a quienes se encontraban en la zona durante el incidente de descompresión. No obstante, no creo que eso afecte a nuestra capacidad de lucha. Tendré un informe completo y detallado para usted a la máxima brevedad. —Minsky parecía enojado. Y bien podía estarlo, porque se suponía que el capitán de la Nave Almirante no debía avergonzar a la flota y mucho menos perder oficiales y tripulación en un accidente de fontanería… si es que de verdad era un accidente—. Debo informar, señor, de que la agregada terrícola se encuentra en la lista de los desaparecidos. Normalmente llevaría a cabo una búsqueda exhaustiva de supervivientes, pero en estas circunstancias… —Se encogió de hombros de forma elocuente.

—Permita que le extienda mis simpatías, capitán. El teniente Sauer era un excelente oficial. Y ahora, por lo que se refiere al inminente enfrentamiento, he decidido que maniobraremos siguiendo el plan F. Lo han llevado a cabo dos veces en las simulaciones. Ahora tienen la ocasión de hacerlo de verdad, contra un enemigo vivo pero indeterminado…

Un golpe contra el casco devolvió el sentido a Martin. Parpadeó, vio que el pelo flotaba delante de su cara y miró la pared. Había pasado frente a sus ojos mientras los cohetes de combustible líquido, tras llevarlos de un gris sólido a una capa de negrura salpicada del refulgente polvo de diamante de las estrellas, trataban de clavarlo contra el techo. Las mareas de la Lord Vanek habían intentado arrancarle los brazos y las piernas. Le dolía la ingravidez. Rachel estaba a su lado, moviendo rápidamente los labios para comunicarse con el primitivo sistema cerebral del bote salvavidas. Unas enormes nubes grises, las aguas fecales de los desagües, les impedían ver lo que había directamente sobre ellos. Mientras miraba todo aquello, aparecieron unas balizas amarillas: luces de los equipos de rescate que estaban buscando algo.

—¿Te encuentras bien? —graznó.

—Dame un segundo. —Rachel volvió a cerrar los ojos y dejó que sus brazos ascendieran flotando libremente hasta que estuvieron a escasa distancia del techo cristalino… que se encontraba mucho, mucho más cerca de lo que Martin había pensado en un primer momento. La cápsula era un cilindro truncado, de unos cuatro metros de diámetro en la base y tres en la punta, pero tenía menos de dos metros de altura; aproximadamente el mismo volumen que el compartimiento de pasajeros de un coche de caballos. (Los tanques de combustible y el motor que tenía debajo eran significativamente más grandes). Emitía zumbidos y gorgoteos apagados, al compás del sistema de soporte vital, mientras describía un lento giro alrededor de su eje mayor—. Estamos haciendo doce metros por segundo. Eso está bien. Le sacamos un kilómetro a la nave, más o menos… Joder, ¿qué es eso?

—¿Alguien en un traje de vacío? Están buscándonos.

—Parece que hay más de uno. Es casi como una nube de restos… —Sus ojos se abrieron de espanto mientras Martin la observaba.

—Sea lo que sea lo que ha ocurrido, ocurrió después de que nosotros saliéramos. Si hubieras provocado una explosión, estaríamos rodeados de restos, ¿no?

Rachel sacudió la cabeza.

—Deberíamos volver y ayudar. Tenemos un…

Y una mierda. Tienen equipos preparados con trajes espaciales siempre que están en alerta de batalla, lo sabes tan bien como yo. No es tu problema. Lo que yo creo es que alguien ha tratado de entrar en el camarote después de que nos marcháramos. Con demasiado ímpetu, a juzgar por el resultado.

Rachel contemplo las lejanas motas que flotaban alrededor de la popa de la nave, un cilindro alargado situado a media distancia.

—Pero si no hubiera…

—Yo estaría de camino a la escotilla más próxima con las manos atadas a la espalda y tú estarías bajo arresto —señaló. Cansado, frío, racional. Le dolía la cabeza. La presión en la cápsula debía de ser inferior a la de la nave. Tenía las manos frías y temblorosas a causa de los acontecimientos de los últimos cinco minutos. Diez minutos. El tiempo que fuera—. Me has salvado la vida, Rachel. Si puedes dejar de flagelarte un momento, me gustaría darte las gracias.

—Si hay alguien ahí fuera y lo abandonamos…

—Los equipos de rescate lo recogerán. Confía en mí, estoy seguro de que han tratado de volar la entrada de tu camarote. No se han molestado en comprobar si había presión al otro lado y la explosión ha sido un poco más fuerte de lo que esperaban. Para eso tienen equipos de emergencia y botes de rescate las naves de guerra. Lo que debería preocuparnos en este momento es que nadie se fije en nosotros antes del último acto.

—Um. —Rachel sacudió la cabeza: la tensión empezó a remitir y su expresión se relajó ligeramente. Pero parecía embargada por una cierta tristeza—. Seguimos demasiado cerca para mi gusto. Tenemos otro tanque de combustible líquido que podría darnos otros diez metros por segundo. Si lo utilizo ahora, significa que estaremos a más de 250 kilómetros de la nave antes del perigeo, pero ellos deberían de empezar a maniobrar antes de eso y aumentar considerablemente esa distancia. Tenemos agua y aire suficientes para una semana. Contaba con un par de impulsos para bajar a la superficie mientras ellos están ocupados con las defensas del enemigo, sean las que sean. Si es que las hay.

—Yo apuesto por devoradores y morfos. —Asintió fugazmente y entonces mantuvo la cabeza inmóvil mientras el mundo parecía dar vueltas a su alrededor. No estaría mareándose, ¿verdad? La idea de pasar una semana encerrado en aquella lata de sardinas con un caso grave de mareo era demasiado nauseabunda para considerarla—. O puede que anticuerpos. En cualquier caso, nada que la Nueva República comprenda. Probablemente no tengamos problemas para pasar, pero si empiezas a encender los motores…

—Ya. —Rachel bostezó.

—Pareces agotada. —Estaba preocupado—. ¿Cómo demonios haces eso? Me refiero a lo que has hecho antes, en la nave. Seguro que luego te deja hecha polvo…

—Sí. —Se inclinó hacia delante y trató de abrir una redecilla de color azul que descansaba en lo que debía de haber sido en su momento el suelo del camarote. Unos sencillos frascos de zumo salieron flotando y empezaron a dar vueltas en la ingravidez. Cogió uno de ellos y empezó a sorber ávidamente por la boquilla—. Sírvete.

—No pienses que no te lo agradezco ni nada parecido —añadió Martin mientras apartaba un errabundo frasco de mango y fruto de durian de su cara—, pero… ¿por qué? —Ella lo miró en silencio durante un prolongado momento—. Oh —dijo.

Rachel dejó que el cartón vacío se alejara flotando y se volvió hacia él.

—Preferiría contarte alguna basura sobre la confianza y el deber y esas cosas. Pero… —Se encogió incómodamente de hombros en su arnés—. No importa. —Extendió la mano. Martin se la estrechó y la apretó sin decir palabra.

—No has echado a perder tu misión —señaló—. No tenías misión ahí. Al menos una misión realista. La que pensaba tu jefe… ¿cómo se llamaba?

—George. George Cho.

—… George. No había datos suficientes, ¿vale? ¿Qué habría hecho si hubiera sabido lo del Festival?

—Probablemente nada diferente. —Dirigió una sonrisa triste al cartón de zumo vacío y, acto seguido, cogió otro—. Estás completamente equivocado. Sigo teniendo un trabajo que hacer, cuando lleguemos, si es que llegamos. Lo único que pasa es que las posibilidades se han reducido en un… oh, cincuenta por ciento, aproximadamente, por culpa de esta fuga.

—Ah. Si hay algo que pueda hacer para ayudar no dejes de decírmelo, ¿vale? —Martin se estiró y entonces, recordando algo, se encogió—. No habrás visto mi AP, ¿verdad? Después de…

—Está guardado bajo tu silla, junto con un cepillo de dientes y una muda de ropa interior. Pasé por tu camarote después de que se te llevaran.

—Eres una estrella —exclamó con alegría. Se dobló sobre sí mismo y empezó a buscar a tientas en el estrecho espacio que había debajo de la consola de control—. Oh, vaya… —Se incorporó y abrió el gastado libro de color azul. Las páginas se llenaron de imágenes y palabras en movimiento. Sus dedos pasaron sobre un imaginario teclado. Aparecieron nuevas imágenes—. ¿Necesitas ayuda para manejar este bote?

—Si quieres… —Vació el segundo cartón y arrojó los dos a una bolsa—. Sí, si quieres. ¿Has volado antes?

—Pasé cinco años en L5. No tengo problemas con la navegación básica. Además, si tiene un sistema de soporte vital estándar, puedo programar la cocina. Es una costumbre típica deYorkshire, aprender a preparar pudding negro en gravedad cero. El truco es hacer girar la nave alrededor de la cocina, de modo que la salchicha se quede quieta mientras el horno rota…

Rachel se echo a reír en voz baja. Un cartón de zumo de grosella rebotó en la cabeza de Martin.

—¡Ya basta!

—Bueno. —Se reclinó en su asiento, mientras su AP flotaba delante de su cara. Sus páginas abiertas mostraban datos en tiempo real extraídos del cerebro de la nave. (Un reloj situado en una esquina iba desgranando los segundos que faltaban para el primer impulso de deceleración programado por Rachel, dos segundos antes del perigeo). Frunciendo el ceño, empezó a trazar glifos con el estilo—. Deberíamos de conseguirlo. Siempre que no nos disparen.

—Tenemos un transpondedor de la Cruz Roja. Tendrían que desconectar manualmente su sistema de bloqueo.

—Cosa que no harán a menos que estén realmente cabreados. —Martin tocó un punto de la pantalla—. Sin embargo, estaría más tranquilo si supiera dónde nos estamos metiendo. O sea, si el Festival no ha dejado nada en órbita…

Los dos se detuvieron de repente. Algo arañó la parte superior de la cápsula, produciendo un sonido parecido al traqueteo de unos huesos metálicos y huecos en una caja.

El conejo gruñó y, con un gesto de furia, levantó la ametralladora. Con las orejas gachas y enseñando los dientes, lanzó un amenazante siseo al cyborg.

Hermana Séptima se incorporó y observó la confrontación. Todos los demás, a excepción de Burya Rubenstein, se agacharon. Burya se colocó en el centro del claro.

—¡Basta! ¡Parad ahora mismo! Durante un prolongado momento, el conejo permaneció inmóvil.

Entonces se relajó y bajó el cañón de la ametralladora.

—Ha empezado él.

—Me da igual quién ha empezado. Tenemos un trabajo que hacer y no es necesario que nos matemos unos a otros. —Se volvió hacia el cyborg con el que se había enfrentado el conejo—. ¿Tú qué tienes que decir? El revolucionario parecía avergonzado. Retrajo las garras con lentitud.

—No es un buen extropiano. Esta criatura —el gesto que dirigió al conejo provocó que este volviera a enseñarle los colmillos— cree en el culto a la personalidad. ¡Es un disidente contrarrevolucionario! ¡Lanzamiento de cabeza ya! ¡Lanzamiento de cabeza ya!

Burya entornó la mirada. Muchos de los antiguos revolucionarios se habían pasado de la raya con las modificaciones personales que le habían sacado al Festival, sin comprender que también era necesario transformar su sistema nervioso central para poder manejarlas. En muchos casos, esto se había traducido en un cierto grado de confusión.

—Pero, camarada, tú también posees una personalidad. El sentido de identidad es condición necesaria para la consciencia y esta, como señalan los grandes líderes y eruditos, es la piedra angular sobre la que se construye el potencial de la trascendencia.

El cyborg puso cara de perplejidad. Unas membranas nictitantes terminadas en cristales se cerraron por un instante sobre sus ojos, señal inequívoca de que estaba sumido en pensamientos profundos.

—Pero en la sociedad de la mente no existe personalidad. La personalidad deriva de la sociedad. Por tanto, el individuo no puede poseer…

—Creo que malinterpretas a los grandes filósofos —dijo Rubenstein lentamente—. No es ninguna crítica, camarada, porque los filósofos son, en esencia, muy brillantes y difíciles de comprender. Pero al decir «sociedad de la mente», se referían a la consecución de la consciencia en el seno del individuo, derivada de agentes preconscientes, no a una sociedad situada más allá de la persona. Por tanto, se infiere que tenerle aprecio a la propia consciencia no es suscribir un culto a la personalidad. Ahora bien, siguiendo a otro… —Se detuvo y miró fijamente al conejo—. Creo que será mejor no continuar con este asunto —dijo sin más—. Es hora de seguir adelante.

El cyborg asintió de forma convulsa. Sus camaradas de pusieron en pie (uno de ellos se desmadejópara hacerlo) y se cargaron las mochilas al hombro. Burya se acercó a la cabaña de Hermana Séptima y se encaramó a su interior. El grupo se puso en marcha.

—No entiendo sentido revolucionario —comentó el Crítico mientras, marchando por el camino de tierra tras el destacamento del soviet de Plotsk, masticaba una patata dulce—. ¿Desaprueba sentido de la identidad? ¿Lagomorfo criticado por afinidad consigo mismo? ¡Absurdo! ¿Cómo apreciar el arte sin sentido del yo?

Burya se encogió de hombros.

—Sus mentes son demasiado literales —dijo en voz baja—. Todo acción, nada de pensamiento innovador. No comprenden bien las metáforas. La mitad de ellos piensa que eres Baba Yaga revivida, ¿sabes? Hemos sido una cultura… ah, estable, durante demasiado tiempo. Cuando se presenta el cambio, son incapaces de responder. Tratan de encajarlo todo en sus dogmas preconcebidos. —Se apoyó en la inclinada pared de la cabaña—. Estoy tan harto de tratar de despertarlos…

Hermana Séptima soltó un bufido.

—¿Cómo llamas a eso? —preguntó señalando más allá de la puerta de la cabaña. Delante de ellos marchaba una columna de cyborgs salvajemente variados, revolucionarios modificados en parte, paralizados a medio camino de la trascendencia definitiva de las limitaciones de sus anteriores vidas. A su cabeza marchaba el conejo, guiándolos hacia el bosque de una campiña parcialmente trascendida.

Burya se quedó mirando al conejo.

—Lo llamaré como él quiera. Tiene un arma, ¿no? A mediodía, el bosque había cambiado tanto que resultaba irreconocible. Algún extraño experimento biológico había mutado la vegetación. Los árboles y la hierba habían intercambiado las hojas, de modo que ahora caminaban sobre un campo de puntiagudas agujas de pino, mientras sobre sus cabezas se mecían las planas briznas de la hierba. Las hojas eran picazas, negras y verdes, y el lustroso negro estaba extendiéndose. Y lo más perturbador de todo era que los contornos de la vegetación parecían difuminarse y volverse imprecisos en los extremos, como si las especies estuvieran intercambiando sus rasgos fenotípicos con antinatural y promiscuo abandono.

—¿Quién es el responsable de esto? —preguntó Burya a Hermana Séptima durante una de las pausas que hacían cada hora. El Crítico se encogió de hombros.

—No es nada. Marginalidad forestal lysenkoista, arte recombinativo. Cuidado con el Jabberwocky, hijo mío. ¿Solo hay derivaciones de nativos terrícolas en este bioma?

—¿Me lo preguntas a mí? —Rubenstein soltó un bufido—. Yo no soy jardinero.

—Supostimación implausible —replicó Hermana Séptima, incomprensible—. En cualquier caso, algunas obras marginalistas son recombinativas. Manipulaciones del genoma no antropocéntricas. Estructuras elegantes, modificadas sin propósito concreto. Este bosque es lamarckiano. Los nodos intercambian rasgos determinados por fenotipo y adquieren los más útiles.

—¿Y quién determina su utilidad? —La Exposición Floral. Parte del Margen.

—Qué sorpresa —murmuró Burya. En la siguiente parada, se acercó al conejo.

—¿Falta mucho? —inquirió. El lagomorfo husmeó la brisa.

—¿Cincuenta kilómetros? ¿Acaso más? —Parecía ligeramente confundido, como si el concepto de distancia fuera una abstracción difícil de comprender para él.

—Esta mañana dijiste que sesenta kilómetros —señaló Burya—. Ya hemos recorrido veinte. ¿Estás seguro? La milicia no confía en ti y si no dejas de cambiar de idea, puede que no sea capaz de impedir que hagan alguna estupidez.

—Solo soy un conejo. —Sus orejas se agacharon un poco y se movieron en todas direcciones, alertas a cualquier amenaza—. Sé dónde estaba el amo cuando atacaron los Mimos. Desde entonces no he sabido mucho de él. Siempre sé dónde está, no sé cómo… pero no puedo decir la distancia. Es como una puta brújula en mi cabeza, colega, ¿entiendes?

—¿Cuánto hace que eres un conejo? —preguntó Rubenstein mientras una terrible sospecha se insinuaba en sus pensamientos.

El conejo puso cara de perplejidad.

—No lo sé muy bien. Creo que una vez… —Dejó de hablar. Unos postigos de acero se cerraron y bloquearon la luz que brillaba detrás de sus ojos—. No más palabras. Busquemos al amo. ¡Al rescate!

—¿Quién es tu amo? —inquirió Burya.

—Felix —dijo el conejo.

—¿Felix… Politovsky?

—No lo sé. Es posible —El conejo volvió a agachar las orejas y enseñó los dientes—. ¡No quiero hablar! Llegaremos mañana. Rescatemos al amo. Matemos a los Mimos.

Vassily bajó la mirada y vio que las estrellas giraban bajo sus pies. Voy a morir, pensó, mientras tragaba agria bilis.

Cuando cerró los ojos, las náuseas remitieron un poco. Todavía le dolía el golpe que se había dado con la cabeza contra la pared del camarote al salir despedido. Todo se había difuminado durante un rato y cuando había recobrado el sentido estaba alejándose de la nave, flotando en una nube de dolor. Ahora que había tenido tiempo de reflexionar, el dolor parecía un chiste irónico. Los cadáveres no sienten dolor, ¿verdad? Así que seguía con vida. Cuando dejara de dolerle…

Revivió el desastre una vez tras otra. Sauer comprobando que todo estaba en orden.

—Es solo un agujerito —decía alguien y en aquel momento le había parecido plausible: la mujer había dejado que saliera un poco de aire del camarote para que saltaran los cierres de descompresión. Pero entonces el brillante destello del cable cortador le había quitado la razón. El aullante remolino había alargado los brazos y había hecho presa del teniente y del Procurador Subalterno y se los había llevado fuera de la nave, a un oscuro túnel lleno de estrellas. Vassily había tratado de sujetarse al pomo de una puerta, pero sus manos, entorpecidas por los guantes del traje, se habían negado a colaborar. Había empezado a dar vueltas y vueltas, como una araña atrapada en el desagüe cuando se quita el tapón de la bañera.

Las estrellas giraban, luces frías como dagas en la noche que se extendía más allá de sus párpados. Ya está. Voy a morir de verdad. No volveré a casa. No arrestaré al espía. No veré a mi padre ni le diré lo que pienso realmente de él. ¿Qué pensará de mí el Ciudadano?

Abrió los ojos. El remolino no había cesado. Debía de estar dando cinco o seis vueltas por minuto. El traje de emergencia no tenía cohetes y el alcance de su radio era ridículo, apenas unos cientos de metros: más que de sobra para la nave y tal vez suficiente para servir como baliza si alguien viniera a buscarlo. Pero no lo harían. Era como estar en un giroscopio. Cada dos minutos, la nave aparecía brevemente en su campo de visión, una oscura astilla perfilada contra el polvo de diamante del firmamento. No había ni rastro de equipos de salvamento. Solo esa neblina dorada de desechos que se extendía alrededor de la nave y que había estado a más de un kilómetro de distancia antes de que la viera por primera vez.

Parecía un juguete: un juguete infinitamente deseable, por el que hubiera podido dar todas sus esperanzas de vida y amor y camaradería y calidez y felicidad… y que se encontraría para siempre más allá de su alcance, colgando en un frío yermo que era incapaz de atravesar.

Miró de soslayo la tosca pantalla de su muñeca izquierda y observó por un instante cómo iba descendiendo el marcador de tiempo restante de su botella de oxígeno. Había también un dosímetro, y vio que el yermo estaba siendo recorrido por la cantidad suficiente de partículas calientes y cargadas para impedir que su cuerpo momificado se descompusiera.

Vassily se estremeció. Una frustración amarga lo embargó: ¿Por qué nunca puedo hacer nada a derechas?, se preguntó. Creía que había hecho lo que debía al alistarse en la Oficina del Conservador pero cuando, lleno de orgullo, le había mostrado a su madre el nombramiento, el rostro de ella se había cerrado como el escaparate de una tienda y había apartado la mirada de aquella manera suya, como siempre que hacía algo malo pero ella no quería reprochárselo. Creía que había hecho lo que debía al registrar el equipaje del ingeniero y luego el de la diplomática extranjera… y mira dónde había acabado. La nave que tenía debajo era una astilla oscura, situada a varios kilómetros y cada vez más lejos. Hasta su presencia en la nave… Para ser honesto, hubiera hecho mejor quedándose en casa, esperando a que la nave (y el ingeniero) regresara a Nueva Praga para reanudar entonces la persecución. Solo las noticias sobre el Planeta de Rochard, aquel lugar de exilio, le habían provocado una extraña excitación. Si no hubiera querido visitarlo, no estaría allí ahora, girando en la celda de recuerdos de un condenado.

Trató de pensar en tiempos más felices, pero le fue difícil. ¿El colegio? Allí había sido objeto de abusos y burlas implacables, a causa de lo que era su padre… y lo que no era. Cualquier niño que no llevara el nombre de su padre era objeto de escarnio, pero tener un padre criminal, y un criminal notorio, por añadidura, había hecho de él una presa fácil. Pasado algún tiempo le había destrozado la cara a uno de los matones. Lo habían azotado por ello, pero al menos los demás habían aprendido a dejarlo en paz. Pero lo que no había cesado eran los susurros y las risillas a sus espaldas. Había aprendido a estar atento, a esperar después de las clases y borrar a golpes las sonrisas de sus rostros, pero no había hecho amigos.

¿La instrucción básica? Menudo chiste. Una continuación del colegio, solo que con profesores más severos. Y luego la instrucción policial y la escuela de cadetes. El aprendizaje con el Ciudadano, a quien quería impresionar porque lo admiraba inmensamente. Un hombre de sangre y hierro, leal a toda prueba a la República y a todo lo que esta significaba, un padre espiritual al que ya había conseguido decepcionar dos veces.

Vassily bostezó. Le dolía la vejiga, pero no se atrevía a orinar: no en un traje hecho de burbujas interconectadas. La idea de ahogarse era por alguna razón más aterradora que la de quedarse sin aire. Además, cuando se le acabara el aire… ¿No era así como se ejecutaba a los marinos amotinados, en lugar de colgarlos?

Un curioso horror lo embargó entonces. Empezó a picarle la piel. La nuca se le puso húmeda y fría. No puedo morir aún, pensó. ¡No es justo! Se estremeció. El vacío pareció hablarle. La justicia no tiene nada que ver. Ocurrirá y tus deseos carecen de importancia. Le ardían los ojos. Los apretó con todas sus fuerzas para mantener a raya las giratorias dagas de la noche y trató de recobrar el control de su respiración.

Y cuando volvió a abrirlos vio, como en respuesta a sus plegarias, que no estaba solo en el vacío.