Circo de muerte

En Plotsk, el Comité para la Revolución había ocupado la catedral ortodoxa de cúpula bulbosa y la había convertido en la sede del Comisariado de Ideología Extropiana. Todos aquellos que rehusaban someterse a la doctrina de la optimización revolucionaria y se negaban a marcharse de la ciudad eran llevados a rastras frente al tribunal e instruidos de forma meticulosa y aburrida sobre la naturaleza de su delito. A continuación eran fusilados, sus mentes se cartografiaban y se cargaban en el Festival y eran condenadas a trabajos forzados… normalmente todo al mismo tiempo. No eran demasiados; en su mayor parte, la población había huido al campo, había trascendido o había adoptado de buena gana la causa de la revolución.

La cabaña de Hermana Séptima, tejida de recuerdos locales de mitos y leyendas cargadas en la noosfera del Festival, se agachó en el patio exterior del Comisariado Revolucionario y defecó masivamente. Al cabo de un rato, volvió a levantarse y se encaminó a los cerezos que jalonaban la plaza: estaba hambrienta y la predilección que sentía el Obispo por la flor del cerezo no iban a impedir que se alimentara.

Hermana Séptima arrugó el morro con desagrado y entró en la iglesia con andares tranquilos. El interior estaba lleno de demandantes que aguardaban para exigir esto o suplicar aquello. Estaban esperando frente a una mesa de cocina montada en mitad de la nave central, tras la cual se sentaba media docena de funcionarios revolucionarios de aspecto aburrido. El pequeño y frenético humano llamado Rubenstein sacudió los brazos y exhortó al presidente, quien llevaba encima tal cantidad de aditamentos cibernéticos que emitía ruidos metálicos al andar. El sujeto de su exhortación parecía ser algo relacionado con la necesidad de revertir la política anterior de acabar con las personas artísticamente iletradas. Sí, esa era una de las prioridades en la escala de los Críticos —al fin y al cabo, no se le puede ganar una discusión sobre estética a un muerto— pero la disposición de Rubenstein a cambiar de idea tras pasar solo un día o dos en su compañía no decía gran cosa sobre su integridad artística. Aquellos curiosos y depravados humanos eran de una pequeñez tan imposible en sus declaraciones, estaban tan faltos de consistencia, que algunas veces desesperaba de poder comprender su estética subyacente.

Hermana Séptima se perdió por un rato en el fluir de conocimientos del Festival. Dejó que escapara una emisión filtrada de su consciencia y que titilase en la colonia orbital de los Críticos, que le envió los fragmentos de algunas decisiones. El Festival se propagaba en astrosondas, eso era indudable. También utilizaba canales causales para enviar a su hogar sus descubrimientos. Ahora, grandes factorías de bosones de Higgs estaban tomando forma en los anillos de maquinaria que orbitaban Sputnik, y el gas y el polvo gélidos erigían aceleradores de partículas en el extremo del espacio planetario. Miles de enormes reactores de fusión estaban encendiéndose y cada uno de ellos bombeaba la energía suficiente para alimentar las necesidades de una civilización continental. Las primeras remesas de astrosondas nuevas ya estaban casi preparadas y tenían un apetito voraz, una tonelada de antimateria cada una de ellas. Luego estaban los canales causales, petabits y exabits de partículas interrelacionadas que había que manufacturar y, laboriosamente, separar en parejas correlacionadas. Las primeras astrosondas no tardarían en acarrear sus cargas útiles, apuntar el morro hacia el vacío y salir disparadas a medio millón de g, montadas a lomos de los haces de partículas que emitían los colosales motores situados en órbitas altas alrededor del Planeta de Rochard. Su primer destino serían las dos últimas paradas en la ruta del Festival, donde llevarían canales nuevos y un informe detallado de su visita. Los demás destinos… bueno, el Festival llevaba tres meses acampado allí. Pronto llegarían los mercaderes.

Los Mercaderes seguían al Festival a todas partes. El Festival, una fábrica natural de canales causales y con capacidad de autorreplicación, establecía vías de comunicación y abría nuevas civilizaciones al comercio… civilizaciones que, tras la estela de una visita, solían estar demasiado conmocionadas para poner objeciones a la abstracción que hacían los Mercaderes de las enormes estructuras que el Festival había construido y abandonado por razones que solo él conocía. Más de un millar de megafortunas habían podido hacer los nativos de civilizaciones mercantiles con naves superlumínicas y el suficiente discernimiento para saber que les convenía seguir el rastro del Festival. Como aves tras un tractor que ara un suelo rico, esperaban para precipitarse sobre las lucrativas pepitas de la propiedad intelectual levantadas por el granjero a su paso.

Algo nuevo empezó a carcomer a Hermana Séptima por dentro. Se detuvo junto a una fuente y se inclinó para beber. Un mensaje de Aquella Que Observa Primera. Vienen naves. El Festival lo ve. Muchas naves acercándose en silencio. Eso sí que era interesante. Normalmente los Mercaderes aparecían como un circo de tres pistas, con luces y música sonando en todas las longitudes de onda disponibles para tratar de llamar la atención. El sigilo significaba problemas. Cuarenta y dos embarcaciones separadas. Todas con motores de salto, todas con emisiones de bajo espectro: la pérdida de calor de la proa reducía la visibilidad del aspecto frontal. Distancia, siete segundos luz.

Qué peculiar. Hermana Séptima enderezó el cuerpo. Alguien —no, una construcción del Festival, del tamaño de un niño pequeño, pero con largas orejas fláccidas y un pelaje lustroso y los ojos situados a ambos lados de la cara de roedor— estaba entrando en la catedral por la puerta lateral.

Hermana mía. ¿Qué refleja el Festival?, preguntó en silencio. Extendió una conexión a través del sistema nervioso telefónico del Festival hasta alcanzar a su hermana.

El Festival se ha percatado. Las actividades actuales no han cesado; no tolerará interferencias. Ha enviado tres Saltadores.

Hermana de Estratagemas Séptima se estremeció y enseñó los dientes. Había pocas cosas del Festival que la asustaran, pero entre ellas los Saltadores eran la segunda, solo superados por el Margen. El Margen podía matarte en un arrebato fortuito. Los Saltadores eran mucho menos aleatorios…

La leporina aparición se le acercó dando saltos, con una expresión de pánico en el rostro. Burya dejó de exhortar a Timoshevski y miró a su alrededor.

—¿Qué es eso? —inquirió.

Timoshevski avanzó con un estrépito metálico.

—Estoy pensando en tomar estofado de conejo para la cena.

—¡No! ¡Por favor, señores! ¡Socorro! —El conejo se detuvo a poca distancia de ellos, echó a un lado a un par de ultrajadas babushkas y extendió las patas delanteras… brazos, advirtió Hermana Séptima, pues la criatura tenía sendas manos perturbadoramente humanas en las extremidades. Llevaba un chaleco que parecía hecho por completo de bolsillos unidos por cremalleras—. ¡El amo está en peligro!

—Aquí no hay amos, camarada —dijo Timoshevski, que aparentemente había decidido que el recién llegado era incomible—. La doctrina de la auténtica revolución nos enseña que las únicas leyes son el racionalismo y el optimismo dinámico. ¿De dónde vienes y dónde está tu pasaporte interno?

Los conejos carecen de control sobre sus músculos faciales. A pesar de ello, aquel conejo en concreto logró adoptar una expresión casi creíble de perplejidad.

—Necesito ayuda —suplicó y entonces guardó silencio un momento mientras hacía esfuerzos por recuperar el control—. Mi amo está en peligro. ¡Los Mimos persiguen! Nos separaron, hace un pueblo. Yo escapé pero temo que estén acercándose.

—¿Mimos? —Timoshevski puso cara de confusión—. ¿Y no hay payasos? —Un tentáculo metálico erizado de cañones se despegó de su espalda y sacudió el aire al compás de sus preguntas—. ¿Un circo?

—Circo de muerte —dijo Hermana Séptima—. Actuación del Margen. Muy mala. Si viene aquí, interferirá con aclamación popular de vuestra revolución.

—Oh, ¿y cómo es eso? —Timoshevski se volvió hacia Hermana Séptima con cara de suspicacia.

Escúchala, Oleg —gruñó Burya—. Ha venido con el Festival. Sabe lo que está pasando. —Se frotó la frente, como si el esfuerzo de hacer una concesión tan parca al superior conocimiento de Hermana Séptima resultara doloroso para él.

—¿Eh? —Unos engranajes giraron con lentitud tras el cráneo de Timoshevski. Evidentemente, aquella plétora de implantes requería gran parte de su capacidad de atención para funcionar.

Hermana Séptima dio un pisotón y el suelo se estremeció.

—Los Mimos son aburridos. Di que ayudarás conejo. Aprendo algo nuevo, tal vez interpretemos drama de rescate.

—Si tú lo dices… —Burya se volvió hacia Oleg—. Escucha, estás haciendo un buen trabajo controlando las cosas. Quiero llevarme a seis de tus mejores hombres para rechazar a esos Mimos. No necesitamos que anden enredando las cosas, en serio. He visto lo que hacen y no me gusta.

Un comisario de rostro descarnado que había detrás de Oleg se abrió camino a empujones.

—No veo por qué tenemos que escucharte, cosmopolita atracado de cerdo —gruñó con un acento muy marcado—. Esta no es tu revolución.

Este es el soviet independiente de la comunidad de Plotsk y aquí no aceptamos mierdas centralistas.

—Calma, Babar —dijo Oleg. El tentáculo que sobresalía de su espalda se volvió hacia el oriental. Una tenue luz roja brillaba en su punta—. Burya es un buen camarada. Si quisiera imponernos el centralismo, creo que habría traído fuerzas.

—Lo ha hecho —dijo Hermana Séptima pero los revolucionarios la ignoraron.

—Va a llevarse un destacamento de guardias. Fin de la discusión —continuó Oleg—. Es un buen revolucionario. Puedes estar seguro de que hará lo mejor con este… conejo.

—Será mejor que tengas razón, Timoshevski —gruñó Babar—. No somos idiotas. Y yo no tolero el fracaso.

Menos de un minuto después de recobrar la consciencia, Sauer había salido de la sala de oficiales y se encontraba en el puesto de vigilancia de seguridad, maldiciendo horriblemente, tratando de reprimir un atroz dolor de cabeza provocado por el cloroformo y alisando las arrugas de su manchada guerrera. El suboficial de guardia se puso en pie de un salto al verlo y saludó. Sauer lo atajó.

—Alerta general de seguridad. Quiero una búsqueda completa e inmediata de la espía de la ONU y el ingeniero extranjero, por toda la nave. Envíe todas las grabaciones de seguridad de la espía durante la última hora a mi consola en cuanto la búsqueda haya empezado. Quiero un inventario completo de todo el personal que no esté de servicio en cuanto lo haya hecho. —Se sentó tras la mesa, furioso. Se pasó los dedos por la cabellera rasurada, lanzó una mirada furibunda a la pantalla y a continuación pulsó el botón de la centralita.

—Póngame con el oficial de guardia en la sala de operaciones —gruñó. Se volvió—. Suboficial. Lo que le ordenado… lo necesito ya. Coja todos los hombres que necesite.

—Sí, señor. Excúseme, señor, permiso para preguntar: ¿qué estamos buscando?

—La diplomática de la Tierra es una saboteadora. La desenmascaramos pero logró escapar, llevándose consigo al ingeniero. Cosa que podría ser una buena noticia de no ser porque, primero, siguen sueltos, y segundo, en este momento están armados y en el interior de la nave. Así que lo que tiene que buscar es una pareja de terroristas enloquecidos y armados con tecnología ilegal que se esconden en los corredores. ¿Está claro?

—Sí, señor. —El suboficial parecía divertido—. Muy claro, señor. —La centralita empezó a sonar. Sauer se volvió hacia ella. El capitán Minsky lo estaba observando con mirada inquisitiva—. Creía que estaba ocupado vigilando al maldito cachorro de la Oficina del Conservador —dijo.

—¡Señor! —Sauer se puso en pie de un salto—. ¡Permiso para informar sobre un problema, señor!

—Adelante.

—Violación de seguridad. —Sauer tenía la frente empapada de sudor—. Sospechando que la diplomática de la Tierra estaba involucrada en algún plan secreto, organicé una operación de desinformación para convencerla de que estábamos al tanto de su juego. Por desgracia, fuimos demasiado convincentes. Escapó junto con el ingeniero del astillero y ahora mismo están los dos sueltos por la nave. He dado orden de búsqueda y captura, pero a la vista de que parece haber fuerzas hostiles y armadas a bordo, recomiendo una clausura completa y una alerta de seguridad.

El capitán no pestañeó siquiera.

Hágalo. —Se volvió y desapareció de la pantalla unos instantes—. La sala de operaciones está sellada. —Por encima del ruido que hacía la puerta de la sala al sellarse, empezó a sonar una sirena—. Informe de estatus.

Sauer miró a su alrededor. El recluta que había junto a la puerta asintió.

—Permiso para informar, señor, la puerta está sellada.

—Estamos atrapados aquí, señor —dijo Sauer—. El incidente se produjo hace menos de tres minutos. —Se volvió a un lado—. ¿Ha encontrado ya esas grabaciones, suboficial?

—Estoy buscando, señor —dijo el suboficial—. Ah, he encontrado un… maldición. Le ruego mil perdones, señor pero hace doce minutos, alguien desconectó las cámaras de vigilancia de la cubierta Verde, bloque de alojamientos. Ahí es donde están los aposentos de la chica. Una señal interna de desconexión por el canal de mantenimiento, autorizada por… Ah. Um. La desconexión ha sido autorizada por usted, señor.

—Oh —gruñó Sauer—. ¿Qué me dice de la situación del personal que no está de servicio?

—Sí, señor. Que se sepa, no se ha encontrado a nadie en zona no autorizada en la última hora. Por supuesto, eso no significa nada. Lo peor que podría ocurrirle a alguien que hiciera esto es pasar un día o dos en el calabozo.

—No me diga. Quiero que baje un equipo allí. ¡Y que registren ese corredor!

Sauer no se acordó de que el canal seguía abierto hasta que el capitán se aclaró la garganta.

—Confío en que no haya peligro —dijo.

—No, señor. —Las orejas del teniente empezaron a teñirse de rojo—. Alguien desconectó los sensores del exterior del camarote de la inspectora utilizando mi identificación de seguridad. Nos la ha jugado, señor.

—¿Y qué va a hacer usted al respecto? —Minsky enarcó una ceja—. Vamos. Quiero una solución.

—Bien… —Sauer hizo una pausa—. Señor, creo que he localizado a los saboteadores. Permiso para ir a por ellos.

Minsky esbozó una sonrisa desprovista de alegría.

—Concedido. Cójalos vivos. Quiero hacerles algunas preguntas. —Era la primera vez que Sauer veía al capitán enfadado, y su expresión hizo que se le helara la sangre en las venas—. Sí, asegúrese de que salen vivos. No quiero accidentes. Oh, y, Sauer, otra cosa…

—¿Señor?

—Cuando todo esto haya acabado, quiero un informe completo, por escrito, explicando cómo y por qué se ha producido este incidente. Para mañana por la mañana.

—Sí, señor. —El capitán cortó la conexión sin despedirse. Sauer se puso en pie—. Ya lo ha oído —dijo—. Necesito un zumbador. Y armas. —Se acercó al armero cerrado, puso el pulgar en la cerradura; el armario se abrió y Sauer empezó a sacar equipo—. Usted quédese aquí. Manténgase a la escucha en el canal diecinueve. Voy al camarote. Vigile mi código de identidad. Si lo ve en cualquier otro sitio, quiero que me lo comunique al instante. —Cogió un casco auricular ligero y un táser, los levantó y los mantuvo frente a su sien unos segundos, mientras los dos ordenadores se comunicaban, y entonces puso los ojos en blanco para probar el sistema de adquisición de objetivos—. ¿Está claro?

—Sí, señor. ¿Debo avisar a los agentes de seguridad de la cubierta verde?

—Por supuesto. —Sauer apunto su arma al suelo—. Abra la escotilla.

—Sí, señor.

Hubo un siseo y la escotilla se contrajo. El recluta que había al otro lado estuvo a punto de soltar la bandeja del café al ver al teniente.

—¡Usted! ¡Maxim! ¡Deje esa bandeja y coja esto! —Sauer le entregó otro arma y el sorprendido marinero la guardó en su pistolera—. Limítese al canal diecinueve. No hable hasta que yo le hable. Y ahora sígame.

Y se adentraron en el corredor, precedidos por la apertura de unas escotillas que se cerraban tras su paso, convirtiendo la noche en una convulsa sucesión de túneles iluminados de rojo.

Lo primero que supo fue que le dolía la cabeza. Lo segundo… Estaba tendida sobre un sillón de seguridad. Tenía las manos y los pies fríos.

—¡Rachel! Trató de decir «Estoy despierta», pero no hubiera podido asegurar que lo había conseguido. Tuvo que hacer un terrible esfuerzo para abrir los ojos.

—Tiempo… ¿Qué pasa? ¿Cuándo…?

—Hace un minuto —dijo Martin—. ¿Qué ha pasado aquí? —Estaba en el asiento, junto a ella. La cápsula era claustrofóbicamente estrecha, como algo sacado de los albores de la era espacial. Sin embargo, la escotilla del techo estaba abierta y se veía la puerta interior del camarote al otro lado.

Cierra la escotilla. Te dije que tenía un bote salvavidas, ¿no?

—Sí, y yo creí que solo estabas tratando de animarme. —Las pupilas de Martin estaban muy dilatadas bajo la tenue luz. Sobre su cabeza, el techo de la cápsula empezó a sellarse por sí solo—. ¿Qué ocurre?

—Estamos sentados sobre un… —Se detuvo un momento para respirar—. Ah. Mierda. Sobre un… cohete de agua salada. Fisión. Mi equipaje estaba lleno de… uranio. Y boro. Para una emergencia, material difícil de encontrar. Mi pequeña póliza de seguros.

—¡Pero no puedes salir por la fuerza de una nave espacial pilotada! —protestó Martin.

—Tú espera y verás. —Arrugó el gesto y apartó los labios para enseñar los dientes—. Mamparos… sellados. Un capullo de aire nos rodea. La única pregunta es…

Piloto automático preparado —anunció el bote salvavidas. Una pantalla de navegación de emergencia se iluminó en la consola que tenían delante.

—Si dispararán cuando despeguemos.

—Espera. A ver si me entero. Estamos a menos de un día del Planeta de Rochard, ¿no? Esta… cosa… ¿tiene potencia suficiente para llevarnos hasta allí? ¿Así que vas a abrir un agujero en el casco y salir disparada y ellos van a dejar que nos marchemos así como así?

—Más o menos es como lo has contado —dijo. Cerró los ojos para examinar las lecturas de color azul que estaban proyectándose en sus retinas—. En este momento estamos a unos cuarenta mil segundos del perigeo. Así que vamos a bajar flotando como un excremento, ¿vale? Intenta fingir que somos un tanque de silaje gastado. Si encienden su radar, se delatan. Si disparan, se hacen visibles. Así que dejarán que nos vayamos, pensando que podrán recogernos luego porque llegaremos después que ellos. Si tratamos de llegar antes, dispararán…

—Te la estás jugando a que el Festival los derrota.

—Sí —asintió.

Preparado para armar la bomba de inicio —dijo el piloto automático. Tenía voz de viejo quisquilloso.

—Mi primer marido —dijo Rachel—. Siempre estaba enfadado.

—Y yo aquí pensando que era tu mascota favorita… —Martin se entretuvo buscando unos amarres antichoque—. ¿Este ataúd no tiene gravedad?

—No es un yate de recreo.

Algo golpeó la pared de la habitación desde el otro lado.

—Oh, mierda.

—Salimos en… cuarenta y dos segundos —dijo Rachel.

—Si es que nos los dan —Martin se inclinó sobre ella y empezó a abrocharle las correas del asiento—. ¿A cuántas g vuela esta cosa?

Ella se echó a reír; acabó tosiendo.

—A tantas como sea posible. Es un cohete de fisión.

—¿Fisión? —La miró con cara de espanto—. ¡Pero seremos un blanco fácil! Si deciden…

—Cierra el pico y déjame trabajar. —Volvió a cerrar los ojos, absorta en los preparativos finales.

El sigilo era, por descontado, fundamental. Un cohete de fisión era presa fácil para un crucero pesado como la Lord Vanek. Contaba con casi cuatro horas de impulso, tiempo durante el cual podría mantenerse por delante —si la aceleración sin compensar no mataba a sus pasajeros y si la nave enemiga, sencillamente, no decidía conectar la potencia militar y la adelantaba— pero cuando se quedara sin combustible, sería un proyectil balístico. Y para empeorar aún más las cosas, hasta que no lograra situarse a más de diez mil kilómetros de la Lord Vanek, se encontraría al alcance de sus láseres terciarios, lo que significaba que la nave de guerra podía sencillamente apuntar al bote salvavidas con la red lidar y freírlo como un huevo en un microondas.

Pero había una diferencia entre lo que podía hacer y lo que iba a hacer, una diferencia, esperaba Rachel, lo bastante grande para que una nave de guerra pasara través de ella. Si la nave activaba sus motores, enviaría una señal que podría ver cualquier defensor que se encontrase a medio minuto luz más o menos. Y activar la gran red láser de búsqueda/ destrucción, sería como encender un gran cartel de neón que dijera ASTRONAVE INVASORA - VENID A COGERME. A menos que el capitán Minsky estuviera dispuesto a provocar la ira del almirante organizando un espectáculo delante del Festival, no se atrevería a atacarlos de forma tan llamativa. Solo si ella encendía su propio motor o lanzaba una baliza de socorro sería libre de derribarlos… más que nada porque para entonces ya habría revelado su posición.

Sin embargo, antes que nada tenían que salir de la nave. Sin duda, los soldados enemigos estarían en la puerta de su camarote en cuestión de minutos, con armas y cortadoras en las manos. Estaba muy bien que los mamparos que separaban la larva de bote salvavidas y el casco presurizado exterior se hubieran debilitado pero ¿cómo conseguir una separación limpia sin que se enteraran sus perseguidores?

—Mec uno. Envía secuencia de destrucción primaria.

—Confirmado. Secuencia de destrucción primaria para mec uno.

Sword. ¿Confirmación?

—Confirmado.

El transpondedor de su equipaje estaba transmitiendo una alarma de destrucción en longitudes de onda que solo sus mecs espías —los que todavía siguieran en funcionamiento— estarían escuchando. El mec uno, oculto en una válvula de desechos sanitarios del calabozo, la oiría. Utilizando lo que quedara de su débil generador, haría detonar su pequeña carga explosiva. Menos potente que una granada de mano, pero lo bastante potente para romper la tubería de desechos del aseo.

Las naves de guerra no pueden usar sus sistemas gravitatorios en sus cañerías. El sistema de eliminación de residuos de la Lord Vanek funcionaba a presión, era una red intrincada de tuberías conectadas por válvulas que impedía que el flujo de residuos cambiara de sentido. La Lord Vanek no reciclaba sus desechos, sino que los almacenaba para impedir que la materia residual, al ser descargada, se congelara y se convirtiera en metralla helada capaz de atravesar naves y satélites como una escopeta cargada de hielo. Pero para todas las reglas hay excepciones: almacenar los desechos en tanques para reducir el peligro de creación de desechos balísticos está muy bien, pero no a riesgo de provocar un desastre en la nave, un cortocircuito eléctrico o una alarma de contaminación en el sistema de soporte vital.

Cuando detonó la improvisada bomba de Rachel, reventó una tubería que llevaba los desechos de una cubierta entera a los tanques de almacenamiento principales. Y, lo que es peor, destruyó también una válvula de control de flujo. Las aguas fecales salieron del tanque y se esparcieron por todas partes, cientos de litros por segundo que empaparon los espacios estructurales y los conductos. En las estaciones de mantenimiento empezaron a sonar alarmas de control de daños y los tripulantes que estaban de guardia abrieron apresuradamente las válvulas de desagüe principales para purgar el sistema de desechos expulsando los residuos al espacio. La tripulación de la Lord Vanek rondaba la cifra de mil doscientos hombres y llevaba semanas en vuelo, sin paradas. Un chorro de desechos fecales salió despedido por las escotillas de desagüe, casi doscientas toneladas de aguas residuales arrojadas al espacio en el mismo instante en que la cuenta atrás de la nave de Rachel llegaba a cero.

En el proceso de fabricación de su bote salvavidas, la factoría robótica del equipaje de Rachel había llevado a cabo exhaustivos —por no decir destructivos— cambios en los espacios que rodeaban el camarote. Mamparos supuestamente sólidos se fracturaron como si estuvieran hechos de cristal. En el casco exterior de la nave, una espuma de diamante de medio metro de grosor se desintegró, convertida en un polvo parecido al talco que se extendió sobre un círculo de tres metros de diámetro. Rachel echó hasta la última papilla mientras la hamaca en la que estaba tendida sufría una sacudida y, al mismo tiempo, los improvisados cohetes de combustible líquido que había sobre su cabeza se activaban y expulsaban al recién nacido bote salvavidas de su desgarrado vientre. Sintió una extraña y dolorosa presión; Martin gruñó como si acabara de recibir un puñetazo en la boca del estómago. El bote estaba entrando en el campo de espacio curvo de la nave, un gradiente de una g que se esfumaba en poco más de cien metros de espacio desde el casco. El bote crujió y chapoteó de forma ominosa y a continuación empezó a dar vueltas sobre sí mismo mientras era arrastrado hacia la popa de la nave de guerra.

A bordo de la Lord Vanek estaban sonando las alarmas de ingravidez. Maldiciendo, los oficiales del puente se aferraron a las correas de seguridad de sus asientos y, por toda la nave, los suboficiales gritaron a sus hombres que se dirigieran a toda prisa a los puestos de emergencia de colisión. En la sala de mantenimiento del motor, el comandante Krupkin estaba apretando el botón de evacuación mientras una vena azulada e hinchada palpitaba en su cráneo. Se agarró a la mesa con una mano y con la otra cogió el tubo de comunicaciones para exigir una explicación al puente.

Sin aspavientos, la singularidad del motor entró en desconexión. El campo de espacio curvo que proporcionaba una semblanza de gravedad a la nave y protegía a sus ocupantes contra la aceleración se colapsó, convertido en un campo esférico mucho más débil y centrado en el punto de masa de la sala de máquinas… en el preciso momento en que doscientas toneladas de aguas fecales y un improvisado bote salvavidas de veinte toneladas iban a ser absorbidos por la parte trasera del casco de la Lord Vanek, donde hubieran sido reducidos a polvo por los intercambiadores de calor.

En el corredor del bloque de alojamientos de la cubierta Verde, una cacofonía de alarmas digna de una pesadilla estaba tratando de llamar la atención con sus aullidos. Las luces del techo parpadeaban, azules, rojas y verdes: alarmas de detonación, alarmas de fallo de gravedad, todo. El teniente Sauer maldijo entre dientes y se sujetó a una escotilla de emergencia.

—¡Ayúdame, idiota! —le gritó al marinero de primera Maxim Kravchuk quien, con el rostro desencajado por el terror, había quedado paralizado en mitad del pasillo—. ¡Coge esta palanca y tira por tu vida!

En otros puntos del pasillo, las compuertas de emergencia estaban cerrándose. Al mismo tiempo que lo hacían, extendían puntales de soporte y redes de colisión de color naranja brillante. Maxim cogió la palanca. Cuando Sauer se lo indicó, empezaron a tirar. Entre los dos lograron abrir la puerta sellada del compartimiento de emergencia.

—Entra ahí, idiota. —La alarma de detonación, terror de todo cosmonauta, dejó de sonar, pero entonces empezaron sentir hasta el tuétano de los huesos el aullido de la sirena de fallo de gravedad… y el suelo empezó a inclinarse. Kravchuk entró a trancas y barrancas en el armario y empezó a abrocharse el arnés de la pared, con unas manos que se movían solo por instinto. Sauer veía el blanco en los ojos aterrados del soldado. Se detuvo en la entrada y lanzó una mirada al pasillo. El camarote de la zorra de la ONU se encontraba en el segmento siguiente. Tendría que asegurar el pasillo y conseguir un equipo de respiración antes de averiguar lo que le había hecho a la nave. No solo el capitán va a tener preguntas, pensó amargamente.

Sauer entró en el compartimiento de emergencia mientras el suelo empezaba a ladearse, pero la inclinación se estabilizó al llegar a unos tolerables treinta grados. Empezó a sentirse ingrávido. El motor debe de haberse desconectado, comprendió. Dejando la puerta abierta —se cerraría de forma automática si había una bajada brusca de presión— y siguiendo una rutina de movimientos que se sabía de memoria, empezó a ponerse el traje de emergencia. El traje de emergencia estaba formado, básicamente, por una serie de bolsas transparentes interconectadas y una mochila con aire suficiente para seis horas. No era apto para trabajar en el vacío, pero en el interior de un casco que hubiera sufrido una brecha era un salvavidas.

—Vístete —dijo al aterrorizado marinero—. Tenemos que averiguar quién ha provocado esto.

Cuatro minutos más tarde, tras una laboriosa travesía a través de los segmentos sellados de los corredores, llegó el jefe Molotov acompañado por cuatro policías armados. El joven procurador venía siguiéndolos penosamente, con la cara enrojecida, y forcejeando con un traje de supervivencia al que a todas luces no estaba acostumbrado. Sauer lo ignoró.

—Jefe, tengo razones para creer que hay saboteadores armados en el siguiente segmento del pasillo, o en el tercer compartimiento de este. No sé con qué defensas cuentan, pero desde luego están armados, así que le sugiero que lo sature con fuego de táser. Una vez que lo haya hecho, si está vacío, podremos pasar al compartimiento. ¿De acuerdo?

—Sí —dijo Molotov—. ¿Sabe quién está ahí?

Sauer se encogió de hombros.

—Apostaría a que se trata del ingeniero, Springfield, y la mujer de la Tierra. Pero podría equivocarme. Decida usted cómo encargarse.

—Ya veo. —Molotov se volvió—. Tú y tú. A ambos lados de la puerta. Cuando se abra, disparad a cualquier cosa que se mueva. —Hizo una pausa—. ¿Y una apertura por control remoto de la puerta del camarote?

—Está atrancada por dentro. Solo sirven los goznes manuales.

—De acuerdo. —Molotov se quitó una mochila de los hombros y empezó a desenrollar un grueso cable—. En tal caso será mejor que se queden detrás. —Bajó la palanca de apertura de emergencia de la puerta—. ¡A mi señal! ¡Apunten!

La puerta de emergencia desapareció en el techo y los marineros se prepararon para actuar, pero el corredor estaba vacío.

—Bien. Al camarote, chicos.

Se acercó con cautela a la puerta del camarote.

—Aquí dice que está abierto y en contacto con el vacío, señor —dijo uno de los soldados, mientras señalaba las luces de advertencia del marco de la puerta.

—Apuesto a que es un una brecha del tamaño de un alfiler que ha dejado esa zorra para impedir que entremos. Que todo el mundo se ponga los trajes antes de que la volemos. —Sauer se acercó y observó, mientras Molotov colocaba el cable de goma en el marco de la puerta, rodeaba los goznes con él, hacía lo propio con el picaporte y la cerradura, y lo pegaba con cinta adhesiva—. Voy a utilizar cable cortante. Será mejor que informe a Condiciones Ambientales de que selle este corredor para una posible caída de presión hasta que volvamos a presurizar el compartimiento.

—Señor… —Era Muller, el causante de todo el embrollo.

—¿Qué pasa? —le espetó Sauer sin molestarse en disimular su enfado.

—Yo… eh… —Vassily retrocedió—. Tenga cuidado, por favor, señor. Esa mujer… la inspectora… no es ninguna estúpida. Esto me pone nervioso…

—Siga incordiándome y yo le pondré nervioso. Jefe, si este hombre le estorba, tiene mi permiso para arrestarlo. Él es el causante de este fiasco.

—¿Ah, sí? —El jefe Molotov fulminó al Procurador Subalterno con la mirada, y este se encogió y retrocedió.

—Voy a pedir a Condiciones Ambientales que selle la zona. —Sauer volvió a contactar con el canal de mando mientras Molotov sacaba algunos cables y un detonador y empezaba a preparar los explosivos. Finalmente, retrocedió unos pasos y aguardó—. Todo listo —dijo—. Muy bien. ¿Todo el mundo está preparado? —Retrocedió hasta encontrarse con Molotov—. ¿Está preparado? —El jefe asintió—. Entonces, adelante.

Hubo un fuerte latigazo y el marco de la puerta expulsó un chorro de humo. A continuación se produjo una detonación increíblemente ruidosa y los oídos de Sauer reventaron. La puerta había desaparecido. Tras ella, una inmensa oscuridad lo asió con sus garras heladas al mismo tiempo que, con un aullido, tiraba de los demás hacia vacío. ¿No era un agujerito? Trató de sujetarse al compartimiento de emergencia más cercano, pero ya se estaba cerrando y la descompresión se lo llevó sin remedio. Algo chocó contra sus hombros con tantafuerza que lo dejó sin aliento. Todo se puso negro y empezó a sentir un dolor increíble. Un cilindro oscuro giraba delante de sus ojos y se oía un silbido agudísimo. El plástico se le pegó a la cara. El traje debe de haberse desgarrado, pensó vagamente. Me pregunto que le ha pasado a… Pensar empezaba a costarle un gran esfuerzo. Se rindió y se sumió en un sueño inquieto, que descendió por una rápida espiral hasta convertirse en un silencio sin sueños.

Vassily Muller, sin embargo, tuvo más suerte.