Invitación a una ejecución

Una fila quebrada de crucifijos coronaba la colina que dominaba la carretera de Plotsk. Los crucifijos apuntaban al estrecho río que discurría a lo largo del valle, por encima del molino de Boris el Molinero. Sus cargas humanas, ataviadas con sayos marrones, contemplaban sin verlo la cáscara quemada del monasterio en la otra orilla. El abad del Espíritu Santo había caído antes que sus monjes, empalado como un ave en un espetón.

—Matadlos a todos, Dios reconocerá los suyos —comentó Hermana Séptima mientras volvía el umbral de la cabaña en dirección a la espeluznante fila—. ¿No es eso lo que dijo el padre madre de su nido en tiempos ya pasados?

Burya Rubenstein tiritaba de frío mientras la cabaña de patas de gallina avanzaba a grandes zancadas por la solitaria carretera de Novy Petrograd. Era una mañana gélida y el aire arrastraba consigo un olor desagradable y familiar, una mezcla de azufre quemado y especias dulces. No olía a pelo quemado: habían quemado el monasterio después de matar a los monjes, no antes.

—¿Quién ha hecho esto? —preguntó, con mucha más calma de la que sentía.

—Tú-ya-lo-sabes —dijo el Crítico—. Piénsalo no mucho: comprende los agentes del Margen por aquí más dementes que en ciudad. Mimos y niños de la maleza ardiente. Muy peligrosos.

—¿Fueron ellos los…? —Burya tragó saliva. No podía apartar la mirada del espectáculo de la cima de la colina. No era amigo de sacerdotes, pero aquel festival de excesos superaba con creces lo que él hubiera tolerado—. ¿Qué es el Margen? Hermana Séptima inclinó la cabeza a un lado y juntó sus colmillos de morsa en el aire.

—No —declaró—. Esto es obra del hombre. Pero lanzacabezas han estado sembrando los cadáveres de nueva vida. Es de esperar resurrección inminente, bien que no consensuadamente.

—¿Lanzacabezas?

—Margenoides con fuegos artificiales. Siembran el cerebro, canibalizan el cuerpo, cargan e inician mapa con semillas mentales para reunirse con Festival en órbita.

Burya se volvió hacia la fila de cruces. Uno de los cadáveres no tenía cráneo y la punta de la cruz estaba chamuscada.

—Voy a vomitar… Logró llegar al borde de la cabaña justo a tiempo. Hermana Séptima hizo que la casa ambulante se inclinara mientras él asomaba la cabeza por la puerta y vomitaba sobre el barro que cubría el límite de los campos de cultivo.

—¿Preparado para continuar? ¿Necesidad de alimento?

—No. Algo de beber. Algo fuerte. —En un rincón de la cabaña había una pirámide hecha de comida enlatada y botellas. Hermana Séptima solo estaba empezando a familiarizarse con el idioma de los humanos. Cogió una lata grande de piña en conserva, le abrió un agujero y la vació en el bote que Burya había estado utilizando como taza durante el pasado día. Burya la aceptó en silencio y a continuación la llenó con el schnapps de su propia petaca. La cabaña se ladeó ligeramente al levantarse. Burya se apoyó en la pared y vació el bote de un solo trago.

—¿Adónde me llevas ahora? —dijo, pálido y tiritando todavía a causa de algo más profundo que el frío.

—A Criticar a los culpables. Esto no es arte. —Hermana Séptima enseñó los dientes en dirección a la colina con un gesto de furia—. ¡Sin estética! ¡Nula plausibilidad! ¡Pas de preservativos!

Rubenstein se dejó caer resbalando por la pared de la cabaña y se acurrucó con la espalda apoyada en el montón de provisiones. Una desesperación completa lo embargaba. Cuando Hermana Séptima empezaba a aliterar, podía continuar durante horas sin pausa.

—¿Hablas de alguien concreto esta vez? ¿O solo estás tratando de matarme de aburrimiento?

La enorme rata topo se revolvió para mirarlo, siseando y con los dientes apretados. Por un momento, viendo una muerte sonriente y colérica en sus ojos, se encogió de miedo. Pero entonces el fuego se apagó y regresó la despectiva mirada de cínico divertimento de costumbre.

—Críticos saben quién ha hecho esto —dijo con voz áspera—. Ven a juzgar, ven a Criticar.

La cabaña ambulante siguió su camino y los alejó de aquel cementerio. En un lugar que no se veía desde el vestíbulo, el hábito de uno de los monjes crucificados empezó a echar humo. Su cráneo explotó con un chorro de fuego azul y una ruidosa detonación mientras algo del tamaño de un puño salía despedido, dejando tras de sí un reguero de resplandecientes partículas blancas. La mente de otro monje o lo que quedaba de ella después de un día en la cruz, que fue cuando la semilla de los lanzacabezas lo encontraron estaba de camino a la órbita para reunirse con los datávoros del Festival.

La cabaña caminó todo el día entre milagros, maravillas y abominaciones. Dos esferas geodésicas parecidas a vilanos de cardo flotaban sobre sus cabezas como refulgentes diademas de un kilómetro de diámetro, sustentadas por la expansión termal del aire recalentado por el sol que estaba atrapado en su interior (los campesinos ascendidos, sus mentes expandidas con extrañas prótesis, contemplaban desde las alturas de su aguilera comunal a los moradores de la superficie. A algunos de sus hijos pequeños estaban ya saliéndoles plumas). Detrás de otra colina, la cabaña cruzó un puente en suspensión hecho de hilo de plata que vadeaba un barranco que no había estado allí una semana antes. Un barranco tan profundo que el aire de su fondo despedía un resplandor rojizo y su suelo estaba cubierto permanentemente por una neblina venusiana. El retumbar sordo de una maquinaria infernal subía desde allí. En una ocasión, un enjambre de mariposas de silicona del tamaño de platos llanos y con motores solares pasó junto a ellos como una exhalación, estremeciéndose y chisporroteando y devorando cualquier rastro de cableado eléctrico y componentes electrónicos que encontrase en su camino: un Stuka depredador del tamaño de un águila iba tras ellos, y de vez en cuando descendía aullando en un picado que terminaba con una de las criaturas atrapada y hecha jirones en las garras que brotaban de su hélice.

—Singularidad profunda —comentó Hermana Séptima—. Las máquinas viven y procrean. Evolución de cornucopia.

—No entiendo. ¿Quién ha hecho esto?

—Propiedad emergente de infocología compleja. Vida se expande para ocupar nichos medioambientales. Ahora las máquinas se reproducen y engendran mientras el Festival maximiza la entropía y evoluciona a estado de tránsito.

—¿Evoluciona a…? —Miró fijamente al Crítico—. ¿Quieres decir que esto es solo una condición temporal?

Hermana Séptima le dirigió una mirada plácida.

—¿Qué te hacía pensar lo contrario?

—Pero… —Burya miró a su alrededor, a las aldeas quemadas y los extraños artefactos que estaban pasando junto a ellos—. Nadie está preparado para esto —dijo con voz débil—. ¡Creíamos que duraría!

—Algunos se prepararán —dijo el Crítico—. Las cornucopias engendran. Pero el Festival, flor que brota a la luz de la estrella antes de la siguiente travesía por el frío y oscuro desierto, sigue su camino.

A primera hora del día siguiente, Plotsk apareció ante sus ojos. Antes de la incursión del Festival, Plotsk había sido una adormilada ciudad mercantil de unas cincuenta mil almas, sede de una fortaleza de la policía local, una prisión, dos catedrales, un museo y un puerto de zeppelines. También había sido la cabeza de vía más septentrional del planeta y el punto de partida para las barcazas que partían en dirección norte hacia las granjas que salpicaban las estepas situadas a medio camino del Océano Boreal.

Ahora era irreconocible. Barrios enteros se habían convertido en manchas chamuscadas en el suelo, mientras un racimo de esbeltas torres blancas salvaba la mitad del camino hasta la estratosfera desde el emplazamiento de la antigua catedral. Burya se quedó boquiabierto cuando una cosa de color verde esmeralda salió despedida desde la ventana de una de las torres, una luz cegadora que recorría el cielo y pasaba sobre sus cabezas con una insólita detonación doble. El olor, en parte a pólvora y en parte a orquídeas negras, estaba allí de nuevo. Hermana Séptima se incorporó y aspiró profundamente.

—Me encanta el olor de los ensambladores salvajes por la mañana. Cargas de niños de matabots y milicia cyborg. Espiras de hueso y marfil. Pasto para el apocalipsis.

—¡¡¿De qué estás hablando?!! —Burya se sentó en el borde del montón de mantas apestosas que el Crítico había utilizado para hacer su nido.

—Es nanoestructura vuelto loca —respondió con voz alegre—. ¡Civilización! ¡Libertad, Justicia y Modo de Vida Americano!

—¿Qué es un modo de vida mircano? —preguntó Burya mientras abría una gruesa salchicha de ajo y, con la ayuda de un abrecartas con incrustaciones de gemas, empezaba a cortar pedazos de buen tamaño y a metérselos en la boca. La barba le picaba furiosamente, no se había bañado desde hacía días y, lo que era peor, le parecía que estaba empezando a entender a Hermana Séptima (nadie hubiera debido tener que comprender a un Crítico; era un castigo cruel y exótico).

Una brillante llamarada verde se encendió sobre ellos, atravesó el umbral de la entrada e iluminó los mugrientos confines de la cabaña.

¡Atención! ¡Acaban de entrar en un área bajo cuarentena! ¡Identifíquense inmediatamente! —Un profundo y grave zumbido hizo que Burya se estremeciera hasta la médula. Se encogió y parpadeó, y la salchicha se le cayó de las manos.

—¿Por qué no respondes? —preguntó Hermana Séptima con una calma completamente irrazonable.

—¿Responderles?

¡ATENCIÓN! ¡Tienen treinta segundos para obedecer!

La cabaña se estremeció. Burya tropezó y pisó lo que quedaba de la salchicha. Enfurecido, se abalanzó hacia el umbral.

—¡Basta ya de escándalo! —gritó, sacudiendo un puño en el aire—. ¿Es que un hombre no puede desayunar tranquilamente sin que lo incordiéis, tunantes odiosos? ¡Imbéciles incultos, espero que la puta del Duque se cague y se mee en vuestros ataúdes por accidente!

Las luces se apagaron de repente.

Ops, perdón —dijo el vozarrón. Y a continuación, en tono más moderado—. ¿Es usted, camarada Rubenstein?

Burya se quedó mirando la esmeralda flotante, boquiabierto. Entonces bajó la mirada. Junto a la carretera se encontraba uno de los guardias de Timoshevski… pero ya no era como Burya lo había conocido en Novy Petrograd.

Rachel estaba sentada en su litera, tensa y nerviosa. Ignorando los ruidos, el estrépito y los ocasionales y perturbadores topetazos que llegaban desde el mamparo trasero, trataba desesperadamente de aclararse los pensamientos. Tenía varias decisiones difíciles que tomar… y si tomaba la equivocada, Martin moriría, sin duda, y lo que es más, puede que ella muriese con él. O, aún peor, puede que la echasen prematuramente y no pudiera cumplir su misión. Lo que hacía que fuese mucho más difícil pensar con claridad, sin temores.

Treinta minutos antes un marinero había llamado a su puerta. Se había puesto apresuradamente la camisa y la había abierto.

—El teniente Sauer le envía sus saludos, señora, y le recuerda que el consejo de guerra se celebrará esta tarde a las 1400.

Parpadeó como una boba.

—¿Qué consejo de guerra?

El marinero puso cara de perplejidad.

—No lo sé, señor. Solo me han ordenado que le dijera…

—Está bien. Puedes marcharte.

Se había marchado y ella se había puesto rápidamente las botas, se había pasado un cepillo por el pelo y había salido en busca de alguien que supiera lo que estaba pasando.

El comandante Murametz se encontraba en la sala de oficiales, tomando una taza de té.

—¿Qué es eso de un consejo de guerra? —le preguntó con impaciencia. Él la miró con cara de póquer.

—Oh, nada —dijo—. Solo ese ingeniero al que han arrestado. No podemos tenerlo a bordo cuando empiece la batalla, así que el viejo ha programado una vista para esta tarde para quitarnos el asunto de encima.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó con voz gélida.

—No se puede ejecutar a un hombre sin un juicio previo —dijo Ilya, disimulando a duras penas su desprecio. Dio unos golpecitos al vaso que había junto al samovar—. El juicio será en esta misma habitación, esta tarde. La veré aquí.

Lo siguiente que supo fue que estaba en su camarote. No lograba recordar cómo había llegado allí. Tenía frío y se sentía enferma. Quieren matar a Martin, comprendió. Porque no pueden alcanzarme de otra manera. Se maldijo por su estupidez. ¿Quién estaba detrás de aquello, cuántos enemigos había hecho? ¿Sería cosa del almirante? (era dudoso, él no necesitaba la formalidad de un juicio si quería que fusilaran a alguien). O Ilya… sí, ese era alguien que se la tenía jurada. ¿O el muchacho espeluznante, el policía secreto recién salido del cascarón? ¿O acaso el capitán? Sacudió la cabeza. Alguien había decidido ir a por ella y en la nave no había secretos. A pesar de lo discretos que Martin y ella habían creído ser, alguien se había dado cuenta.

La fría vaciedad de su estómago se coaguló en un nudo de tensión. El viaje entero estaba convirtiéndose en un fiasco. Después de lo que Martin le había contado —incluida su misión—, sabía que era imposible que la Armada pudiera vencer. De hecho, lo más probable era que acabasen todos muertos. Hasta su papel como negociadora carecía de sentido. Se negocia con seres humanos, no con criaturas que son para los humanos lo que los humanos para los perros y los gatos (o máquinas, máquinas blandas y predecibles que se desmontan con facilidad cuando uno trata de examinarlas pero no pueden volver a montarse). Quedarse a bordo era inútil, no la ayudaría a entregar el paquete de George Cho, y en cuanto a Martin…

Rachel comprendió entonces que no tenía intención de dejarlo atrás. Con la constatación de este hecho vino también una sensación de alivio, porque solo le dejaba un curso de acción posible. Se inclinó hacia delante y habló en voz baja:

—Equipaje: ábrete sesamo. Plan Titanic. Tienes tres horas y diez minutos. Empieza.

Ahora lo único que tenía que hacer era encontrar el modo de sacarlo de aquella audiencia absurda en la sala de oficiales y llevarlo hasta su camarote. Una tarea diferente, pero no necesariamente más complicada, que sacarlo de los calabozos.

El baúl avanzo silenciosamente, salió de debajo de su litera y su tapa se abrió por sí sola. Rachel introdujo órdenes durante un minuto. Se abrió un panel y sacó un carrete de manguera flexible. La ajustó al grifo de agua fría de la pila. Introdujo por el desagüe una manguera más larga y gruesa con un ensanchamiento esférico en un extremo, una colonoscopia para sondear las entrañas del circuito de eliminación de residuos de la nave. El cofre emitió un zumbido y empezó a expulsar un líquido viscoso de color blanco en el tubo del baño. Finos filamentos de algo parecido al plástico empezaron a reptar por la pila del aseo, formando un sello rígido alrededor de la manguera. Un olor a quemado inundó la habitación, una mezcla de pólvora y melaza con un rastro de mierda. Rachel consultó un indicador de estatus en el baúl. Satisfecha, recogió los guantes, el casco, cualquier otra cosa que pudiera necesitar y entonces, tras volver a comprobar el indicador, salió apresuradamente de la habitación.

El aseo emitía un tenue traqueteo y el sonido metálico de las tuberías metálicas en expansión. La tubería de desagüe se calentó. Con un siseo que fue acallado rápidamente por una nueva floración de aquel material parecido a telaraña, empezó a brotar vapor del tubo de desperdicios. Saltó una alarma de ionización que había en el techo, pero Rachel la había desconectado en cuanto llegó a su camarote. La alarma de radiación del equipaje empezó a parpadear, sin que nadie la viera, en la habitación cada vez más caliente. El bote salvavidas del servicio diplomático estaba empezando a hincharse.

—No te preocupes, hijo, funcionará. —Sauer dio unas palmaditas en la espalda al Procurador Muller.

Vassily esbozó una sonrisa forzada y triste.

—Eso espero, señor. Nunca he estado en un consejo de guerra hasta ahora.

—Bueno. —Sauer eligió sus palabras cuidadosamente—. Considéralo como una experiencia educativa. Y como la mejor oportunidad para joder a esa zorra de forma legal…

A decir verdad, Sauer no sentía tanta confianza como aparentaba. Aquella artimaña estaba sobrepasando con creces los límites de lo permisible. Excedía su autoridad como oficial de seguridad y, de no haber contado con el apoyo activo del comandante Murametz, nunca se hubiera atrevido a seguir adelante. Desde luego carecía de la autoridad legal para reunir un consejo de guerra por iniciativa propia en presencia de oficiales superiores y mucho más para someter a juicio a un civil por un crimen capital. Lo que sí tenía era la determinación de erradicar la subversión por cualquier medio necesario, incluida una charada, y también un primer oficial dispuesto a estampar su firma en la línea de puntos. Por no mencionar un entusiasmo institucional por dejar al agente del Conservador como el auténtico imbécil que era.

No tenían mucho tiempo. Desde que salieran del salto en el extremo del sistema interior, el escuadrón pesado había estado marchando en completo silencio y a una aceleración constante de diez g. Las propiedades de torsión del espacio-tiempo de las singularidades de su motor compensaban la aceleración (diez g, sin compensación, eran suficientes para matar a un hombre. Era una aceleración que quebraba los huesos y aplastaba los pulmones). Aparentemente, se había producido un error de navegación, un error realmente grave que había provocado que cundiera una furia negra en el cuartel general del almirante durante varios días y que los había dejado a merced del enemigo (y eso era lo principal).

Algunos días atrás, el escuadrón había llevado a cabo un giro completo y había ejecutado una secuencia de deceleración para frenar hasta 100 k.p.s. en relación al Planeta de Rochard. A primeras horas de la mañana habían alcanzado la velocidad de batalla. Flotarían durante los treinta últimos segundos y solo reanudarían la aceleración (e incrementarían su visibilidad) cuando estuvieran al alcance del radar activo del enemigo. En aquel momento se encontraban a unos dos millones de kilómetros de distancia. En algún momento alrededor de la medianoche, hora de a bordo, iniciarían la aproximación al planeta, acelerarían a toda potencia y trabarían combate con las naves enemigas… asumiendo que estas quisieran salir a su encuentro y luchar. (Si no lo hacían, es que los muy cobardes habían concedido el control de la zona orbital baja a la Nueva República, lo que equivalía a abandonar a su suerte a sus fuerzas terrestres). Sea como fuere, cualquier acción que se emprendiera contra la inspectora de la ONU tenía que haberse completado antes del anochecer, momento en que la nave iniciaría el protocolo de batalla y todos los hombres tendrían que estar en sus puestos… Si es que no habían topado con algo antes de eso.

A los ojos de Sauer, era casi un milagro que Ilya se hubiera prestado a participar en la estratagema. Podría haberla prohibido perfectamente, o informar al capitán, lo que en la práctica equivalía a lo mismo. Tan cerca como estaban de una gran batalla, el hecho de que desatendiera sus deberes junto con otros dos oficiales que no tenían cometidos activos que preparar resultaba una sorpresa casi asombrosa.

Sauer se acercó a la mesa que había en la parte delantera de la habitación y se sentó. Era la mesa en la que comían los oficiales, cubierta con un lienzo blanco para la ocasión y ocupada por una serie de tomos encuadernados en piel que contenían todos los Artículos Imperiales de Guerra. Otros dos oficiales lo siguieron: el Dr. Hertz, cirujano de la nave, y el teniente Vulpis, de Relativística. Estaban tan serios como correspondía a la ocasión. Sauer se aclaró la garganta.

—Orden en la sala —dijo en voz alta—. Traigan al acusado.

Se abrió la otra puerta. Entraron dos reclutas escoltando a Martin Springfield quien, esposado y afectado por una leve cojera, se movía bastante despacio. Tras ellos, la puerta se cerró con un portazo.

—Ah… eh, sí. Diga su nombre para conocimiento del tribunal.

Martin miró a su alrededor. Estaba pálido pero su expresión era cautelosa.

—¿Qué?

—Diga su nombre, por favor.

—Martin Springfield.

El teniente Sauer tomó una nota en su cuaderno. Irritado, se percató de que su pluma no tenía tinta. Daba igual. El asunto no requería un registro escrito.

—Es usted civil, súbdito de las Naciones Unidas de la Tierra. ¿Es correcto?

Una mirada de irritación se encaramó al rostro de Martin.

—¡No, coño, no lo es! —dijo—. ¡Me he hartado de decirle a su gente que la ONU no es un gobierno! A efectos legislativos y de seguros, estoy afiliado a Pinkertons. Eso significa que obedezco sus reglas y ellos me proporcionan cobretura contra posibles abusos y delitos. Pero tengo también una póliza de respaldo estratégico contraída con las Nuevas Fuerzas Aéreas que, según creo, cubre situaciones como esta. Asimismo he firmado acuerdos con al menos media docena de organizaciones cuasi-gubernamentales, pero ninguna de ellas tiene derecho a ejercer su soberanía sobre mí: ¡No soy un esclavo!

El Dr. Hertz giró la cabeza y lanzó una mirada significativa a Sauer. Sus quevedos brillaban bajo la severa luz de las lámparas de tungsteno. Sauer bufó.

—Que quede constancia de que el acusado es súbdito de las Naciones Unidas de la Tierra —dio con tono formal.

—No lo es. —Todas las cabezas se volvieron. Mientras Martin estaba hablando, Rachel había entrado discretamente por una puerta lateral. Su atuendo era aún más escandaloso que de costumbre: unos leotardos ceñidos, blancos y desgastados, por debajo de varios elementos acolchados y un chaleco abultado que parecía una chaqueta de aviador. Casi parece un traje espacial, pensó Sauer, perplejo—. Las Naciones Unidas no son un estado.

—¡Silencio! —Sauer la señaló—. Esta es una corte de justicia militar y no se le ha concedido la palabra. Guarde silencio o haré que la desalojen de la sala.

—¿Y crear un incidente diplomático? —Rachel esbozó una sonrisa desagradable—. Inténtelo y haré que lo lamente. En cualquier caso, creo que al acusado se le permite contar con un abogado para su defensa. ¿Le han informado de sus derechos?

—Er… —Vulpis bajó la mirada—. Eso es irrelevante. El juicio continuará… —Martin se aclaró la garganta—. Quisiera nombrar a la coronel Mansour mi abogado defensor —dijo.

Está funcionando. Sauer fingió que tomaba una nota en su cuaderno. Al otro lado de la sala, pudo ver que Vassily contenía el aliento. Las esperanzas del joven mequetrefe estaban aumentando.

—Este tribunal reconoce a la inspectora Mansour, de la ONU, como abogado defensor. Me veo obligado a advertirle que este juicio está celebrándose bajo los Artículos Imperiales de Guerra, Sección Catorce, Artículos de Combate, en vista de nuestra proximidad al enemigo. Si no conoce estas leyes y regulaciones, puede indicarlo ahora y retirarse de este juicio.

La sonrisa de Rachel se ensanchó.

—La defensa solicita un aplazamiento en vista de la inminencia de un enfrentamiento. Habrá tiempo de sobra para esto después de la batalla.

—Denegado —le espetó Sauer—. Tenemos que celebrar un juicio antes de poder ejecutar la sentencia. —Eso hizo que dejara de sonreír—. El tribunal hará un receso de cinco minutos para que el abogado defensor pueda reunirse con su defendido y ni un minuto más. —Dio un puñetazo en la mesa, se levantó y salió de la sala. El resto del tribunal lo siguió, junto con un puñado de espectadores curiosos, dejando allí a Martin, Rachel y los cuatro marineros que montaban guardia en las puertas.

★★★

—¿Sabes que esto es solo una farsa? Quieren ejecutarme —dijo Martin. Tenía la voz ronca, un poco débil. Juntó las manos tratando de impedir que temblaran.

Rachel le miró los ojos.

—Mírame, Martin —dijo en voz baja—. ¿Confías en mí?

—Yo… sí. —Bajó la mirada.

Rachel alargó una mano sobre la mesa y rodeó con ella su muñeca izquierda.

—He estado consultando sus procedimientos. Esto es sumamente irregular y, pase lo que pase, pienso apelar al capitán… quien debería ser quien presidiera la audiencia, y no un oficial de seguridad con pretensiones, que además se encarga de la acusación. —Apartó la mirada de él y la dirigió a los conductos de ventilación. Al mismo tiempo, empezó a darle rápidos golpecitos en el dorso de la mano. Martin tensó la muñeca en una contraseña que compartían, mensaje recibido: Siguiente sesión. Parpadeo tres veces, empieza a hiperventilar. Parpadeo dos veces, contén el aliento.

Martin abrió los ojos un poco más.

—Además, no tendrán tiempo de hacer nada antes del perigeo —continuó ella verbalmente—. Estamos a menos de dos unidades astronómicas y acercándonos muy deprisa. La batalla debería de comenzar antes de medianoche, si es que va a haber una batalla convencional. —Tengo un bote salvavidas, añadió utilizando el código Morse.

—Eso es… —Tragó saliva. ¿Cómo escapo?, preguntó—. No creo que vayan a respetar todas las formalidades. Esta farsa de juicio… —Se encogió de hombros.

—Déjame eso a mí —dijo ella mientras le apretaba la mano para darle más fuerza a sus palabras—. Sé lo que estoy haciendo. —Por primera vez, había esperanza en la expresión de Martin. Lo soltó y se recostó en su silla—. Hace calor —se quejó—. ¿Dónde está la ventilación?

Martin levantó la mirada por encima de ella. Rachel siguió la dirección de su mirada: había una rejilla en el techo. Cerró los ojos y apretó con fuerza los párpados. Una sucesión de imágenes verdes, parecidas a la celda de una prisión vista en una pesadilla, pasó por delante del interior de sus párpados. Los drones espía, los que quedaban del enjambre que Vassily había liberado, esperaban pacientemente detrás de las rejillas. La habían seguido hasta allí, llevando una cosilla para hacer más interesante el juicio. Le está bien empleado a ese pequeño mirón, se dijo amargamente, refiriéndose al espía.

—Te voy a sacar de esta —dijo a Martin tratando de tranquilizarlo.

—Comprendo. —Asintió con una leve inclinación de la cabeza—. Ya sabes que… eh, no se me da muy bien lo de la gente… Rachel sacudió la cabeza.

—Están haciendo esto para comprometerme. No es por ti. No es nada personal. Solo quieren quitarme de en medio.

—¿Quiénes? Se encogió de hombros. —Los oficiales de grado medio. Los que suponen que una guerra corta y victoriosa es un billete de ascenso para la escalera de promoción. Los que no creen que yo debiera estar aquí y mucho menos informar sobre lo que ocurra. No después de lo que pasó en lamprea Uno. Estuve allí como agente de campo de la Cruz Roja, ¿lo sabías? Investigando los crímenes de guerra. No dejaron nada con vida y creo que lo saben. No quieren un acuerdo negociado, quieren vísceras y gloria.

—Si se trata solo de ti, ¿por qué está aquí ese crío de la Oficina del Conservador? —preguntó Martin. Rachel se encogió de hombros.

—Dos pájaros de un tiro. No te apures. Si la fastidian, pueden cargarle las culpas al sicario del Conservador. La Inteligencia Naval y la policía secreta no se profesan demasiado amor. Si funciona, nos quitan a los dos de en medio. Después de leer sus reglamentos, estoy segura de que no tienen autoridad para hacer esto, Martin. Solo el comandante puede dictar una sentencia de muerte salvo en presencia del enemigo, así que si te ejecutan, es una ilegalidad tan grande que bastaría para colgarlos a todos.

—Qué tranquilizador. —Esbozó una sonrisa forzada pero el resultado fue una mueca de terror—. Tú haz tu… Demonios. Confío en ti.

—Eso está bien. Entonces se abrieron las puertas.

—Está funcionando —dijo Sauer—. Ha venido a defender a su sicario. Ahora tenemos que obligarla a adoptar una postura de desafío abierto: no debería de ser demasiado difícil: tenemos la palanca necesaria.

—¿Desafío? —Vulpis enarcó una ceja—. Dijiste que esto era un juicio.

—Es un duelo, un duelo de astucias, la suya contra las nuestras. Ha consentido en defenderlo. Eso significa que está actuando como oficial ante el tribunal. El Artículo Cuarenta y Seis dice que cualquier oficial que actúe delante de un tribunal está sujeto a las medidas disciplinarias previstas en el reglamento y puede ser encausado por desacato o mal comportamiento. Al acceder a servir delante del tribunal, está renunciando a su inmunidad diplomática. Pero la cosa no termina ahí. Dentro de unas dos horas, entraremos en alerta de combate. Aunque ahora mismo puede que el juicio sea una charada, a partir de ese momento cualquier oficial tiene autoridad para dictar una sentencia capital, o incluso ordenar una ejecución sumaria, porque así lo afirma el Artículo Cuatro, Obediencia en Presencia del Enemigo, Medios de Cumplimiento. No digo que esté pensando en utilizarlo, pero nos proporciona un cierto grado de cobertura, ¿no?

El Dr. Hertz se quitó los quevedos y empezó a limpiarlos.

—No estoy muy seguro de que me guste —dijo con cierto nerviosismo—. Se parece demasiado a la clase de estratagemas que le gusta utilizar a la Stasi. ¿No te preocupa estar haciéndole el juego al cachorro del Conservador?

—En realidad no. —Sauer sonrió al fin—. Verás, lo que tengo planeado es embrollar de tal modo a nuestra nueva abogada defensora que acabe insubordinándose o algo por el estilo. Pero, por lo que se refiere al acusado, estoy pensando en un veredicto de inocencia. —Sorbió por la nariz—. Es evidente que no sabía que estaba quebrantando el reglamento. Además, el aparato que le fue requisado estaba inactivo en el momento de ser descubierto, de modo que no podemos probar que funcionara cuando lo subió a bordo de la nave. Y el Almirantazgo se enfurecerá si por nuestra culpa le es más difícil contratar personal civil extranjero en el futuro. Pretendo ponerla tan nerviosa que no se dé cuenta de que no tenemos caso hasta que la hayamos quitado de en medio. Luego podremos liberar a Springfield. Con lo que conseguiremos que el joven señor Muller parezca un completo y total idiota. Por no mencionar que puede que eso me dé la ocasión de investigarlo a él por robo, registro indebido de objetos personales, violación de valija diplomática, conducta inmoral y puede que hasta deserción. —Su sonrisa le dio el aspecto de un tiburón—. ¿Quieren que continúe?

Vulpis silbó, admirado.

—Recuérdeme que nunca juegue con usted al póquer —comentó.

El Dr. Hertz volvió a ponerse las gafas.

—¿Volvemos al circo, caballeros?

—Creo que sí. —Sauer apuró la taza de té y se levantó—. Después de ustedes, mis hermanos oficiales. ¡Y luego, que pasen los payasos!

El baúl del camarote de Rachel había dejado de soltar vapor hacía un buen rato. Había menguado bastante al reabsorber y regurgitar gran parte de su contenido. Una viscosa espuma blanca se había extendido sobre el mobiliario del cuarto y estaba digiriendo con avidez todos los hidrocarburos disponibles y convirtiéndolos en un sustrato de fase diamantina, apropiado para actividad intensiva de manufacturado. La solución estaba precipitando bloques sólidos de un material transparente, con los que se estaba formando una esfera hueca que casi llenaba la estancia. Por debajo de la cubierta, las raíces se deslizaban reptando hasta los circuitos de reciclado de la nave y se aprovechaban del tanque que almacenaba los desechos biológicos durante los trayectos de ida de un viaje (siguiendo una convención asentada hacía mucho tiempo, las naves que no estaban equipadas con recicladores solo descargaban sus desechos cuando se alejaban de los espacios habitados. Más de un desgraciado trabajador orbital había sido abatido por un excremento congelado cargado con más energía cinética que un obús de artillería anti-blindaje).

El baúl autopropulsado, que estaba soldado a la base de la esfera cristalina, era ahora mucho más liviano que cuando Rachel había subido a bordo. Por aquel entonces, pesaba casi un tercio de tonelada: ahora su masa no alcanzaba ni los cincuenta kilos. El resto estaba formado en su mayor parte por paredes de tubos capilares de carburo de boro, contenedores para cristales finos de tetraioduro de uranio-235 ultrapuro y un gran suministro de cadmio. El baúl era capaz de fabricar cualquier cosa que necesitara si contaba con materia prima. Más que nada, lo que necesitaba era carbono, hidrógeno y oxígenos, abundante en grandes cantidades en la planta de tratamiento de residuos de la nave. Pero si una agente tenía que escapar a toda prisa y no contaba con una fuente de energía importante a mano… bueno, la fisión, una antigua y tosca tecnología, era fácil de almacenar, muy ligera y normalmente no estallaba sin una causa. Razón por la que Rachel había estado llevando de acá para allá el suficiente uranio para fabricar dos o tres bombas atómicas de buen tamaño o el núcleo de un cohete nuclear de agua salada.

Un cohete nuclear de agua salada era, sencillamente, el sistema de propulsión interplanetaria más sencillo que cabía en un baúl. Al otro lado del casco presurizado del camarote de Rachel, el baúl había construido un tanque de grandes dimensiones recorrido en su interior por tubos de absorción de neutrones: poco a poco estaba llenándose de agua con una solución de tetraioduro de uranio casi crítica. Solo una capa de cuidadosamente debilitadas planchas de casco y conductos eléctricos mantenía la cristalina esfera y su tanque de agua salada de veinte toneladas al otro lado del mamparo, en el interior de la nave. La híbrida estructura había anidado bajo la piel de la nave como un gusano alimentándose de la piel de su anfitrión, mientras se preparaba para eclosionar.

Por toda la nave, los aseos no desaguaban bien, la presión del agua en los camarotes de los oficiales era escandalosamente baja y un par de técnicos ambientales estaban rascándose la cabeza ante el inesperadamente bajo nivel del tanque de silaje número cuatro. Un lumbreras estaba ya murmurando algo sobre fugas de líquido. Pero con una batalla a escasas horas de distancia, la mayoría de la atención se concentraba en los sistemas de armamento de la nave. Mientras tanto, el módulo de fabricación del equipaje seguía trabajando diligentemente, extrayendo polímeros y materiales para adosarlos al bote salvavidas que estaba preparando para su señora. Con tan poco tiempo hasta el inminente encuentro, la velocidad era esencial.

—Se reanuda la sesión. —Sauer dio unos golpes en la mesa con un vaso dado la vuelta—. Acusado Martin Springfield, los cargos en su contra afirman que en el trigésimo segundo día del mes de la armonía, año 211 de la República, trajo usted de forma premedita a bordo de la nave de guerra Lord Vanek un artefacto de comunicaciones equipado con un canal causal, sin permiso de su oficial superior ni, en realidad, de ningún otro oficial de esa nave, contraviniendo el Artículo Cuarenta y Seis de los Artículos de Guerra. Y que, posteriormente, hizo usted uso de dicho artefacto para comunicarse con ciudadanos extranjeros, contraviniendo el Artículo Veintidós, y transmitió detalles operativos de las maniobras de la nave de guerra Lord Vanek, contraviniendo la Sección Dos del Acta de Defensa del Reino de 127, así como la Sección Cuatro de los Artículos de Guerra, traición en Tiempos de Guerra. Los cargos contra usted constituyen pues un quebrantamiento negligente de los reglamentos sobre control de señales, comunicación con el enemigo y traición en tiempos de guerra. ¿Cómo se declara?

Antes de que tuviera tiempo de abrir la boca, Rachel dijo:

—Se declara no culpable de todos los cargos. Y puedo demostrarlo. —Había un brillo peligroso en sus ojos. Estaba muy erguida, con las manos juntas en la espalda.

—¿Acepta el acusado esta declaración? —preguntó Vulpis.

—La coronel habla en mi nombre.

—Primero, evidencias en apoyo de los cargos. Hecho: el trigésimo segundo día del mes de la Armonía, año 211 de la República, trajo usted de forma premedita a bordo de la nave de guerra Lord Vanek un artefacto de comunicaciones equipado con un canal causal, sin permiso de su oficial superior ni, en realidad, de ningún otro oficial de esa nave, contraviniendo el Artículo Cuarenta y Seis. Ujier, presente la prueba.

Un recluta de rostro impasible se adelantó con una pequeña bolsa de papel en las manos. Vació su contenido sobre la mesa: un pequeño cartucho de memoria de color negro.

—Objeto uno: un canal causal de tipo doce, adosado a un cartucho de expansión estándar modelo CX de los que se usan en los asistentes personales por toda la esfera de influencia de la decadente Tierra. El objeto fue extraído del asistente personal del acusado por el Procurador Subalterno Vassily Muller, de la Oficina del Conservador, asignado a la vigilancia del acusado el trigésimo segundo día de Armonía, tal como ya se ha explicado. Una grabación con el testimonio del Procurador está a disposición del tribunal. ¿Alguien impugna la validez de esta prueba? ¿No? Bien…

—Yo. —Rachel señaló el pequeño cartucho negro—. Para empezar, afirmo que el registro llevado a cabo por el Procurador Subalterno en el equipaje de mi defendido es inadmisible, porque el acusado es un civil que no está sometido a la renuncia de sus derechos por el juramento de lealtad suscrito por los soldados. Sus derechos civiles, incluido el derecho a la propiedad, no pueden violarse legalmente sin un mandato judicial o una orden emitida por un oficial dotado de poderes sumarios según establece el Artículo Doce. A menos que el Procurador Subalterno obtuviera dicha orden o dicho mandato, su registro fue ilegal y por tanto podría constituir un robo. Cualquier prueba obtenida en el proceso de un registro ilegal no es admisible delante de un tribunal. En segundo lugar, si eso es un canal causal, yo soy una piel de plátano. Es una tarjeta cuántica de almacenaje estándar. Si llaman a un ingeniero electrónico, lo confirmará. En tercer lugar, no tienen ustedes autoridad para celebrar esta charada de juicio. He estado revisando sus Artículos y establecen con toda claridad que una corte marcial solo puede reunirse por orden del oficial de mayor rango presente. ¿Dónde está la orden por escrito del almirante?

Cruzó los brazos y miró al banco. Sauer sacudió la cabeza.

—El Procurador Subalterno tenía órdenes de investigar a Springfield.

A los ojos de la Oficina del Conservador, eso convierte en legales sus acciones. Y debo hacer constar el extremado disgusto que me provoca la afirmación de la defensa de que carezco de autoridad para reunir este tribunal. He obtenido esa autoridad de mi oficial superior y pienso utilizarla. —Con sumo cuidado, evitó especificar de manera precisa de qué clase de autoridad se trataba—. En cuanto a la identificación de la prueba, contamos con una grabación del acusado en la que afirma que se trata de un canal causal, que trajo a bordo de la nave a petición de un grupo extranjero, concretamente del astillero. Por lo que a los Artículos se refiere y con relación a la voluntad, no importa que el objeto sea una cáscara de plátano. El acusado sigue siendo culpable de creer que llevaba encima un aparato de comunicaciones.

Guardó silencio un momento.

—Que conste en acta que la prueba ha sido admitida. —Lanzó una mirada furibunda a Rachel. Ahí te he pillado, zorra. ¿Qué vas a hacer ahora?

Rachel miró a Martin y parpadeó rápidamente. A continuación se volvió de nuevo hacia el tribunal.

—Una cuestión legal, señor. Resulta que, por lo general, pensar no se considera lo mismo que actuar. De hecho, en esta nación, que se niega a considerar siquiera el uso de maquinaria controlada por el pensamiento, la distinción es aún más explícita que en la mía. Parece que están ustedes tratando de encausar a mi defendido por sus opiniones y creencias en lugar de por sus actos. ¿Tiene alguna prueba que demuestre que reveló información a alguien? De lo contrario, no existe causa.

—Tengo exactamente eso. —Sauer esbozó una sonrisa salvaje—. Ya debería saber a quién ha estado pasándole información. —La señaló—. Es usted un conocido agente de una potencia extranjera. El defendido ha estado comunicándose libremente con usted. Ahora, dado que ha consentido usted en defenderlo, está actuando como oficial ante esta corte. Citando el Artículo Cuarenta y Seis, «Cualquier persona designada para actuar como oficial ante un tribunal está sujeta a la disciplina de los Artículos». Debo concluir por tanto que en un acto de valor, ha accedido usted a renunciar a su inmunidad diplomática para intentar salvar a su espía de la soga.

Por un momento, Rachel pareció confundida. Volvió a mirar a Martin y parpadeó rápidamente. A continuación se dirigió de nuevo al tribunal.

—¿De modo que han orquestado esta farsa solo para poder evitar mi inmunidad diplomática? Estoy impresionada. La verdad es que no pensaba que fuera tan estúpido… ¡Utah!

Todo pasó muy deprisa. Rachel cayó de rodillas detrás de su mesa. Sauer hizo un movimiento hacia los marineros que había en la parte trasera de la habitación para ordenarles que arrestaran a la mujer. Pero antes de que pudiera hacer otra cosa que abrir la boca, hubo cuatro fuertes detonaciones por toda la sala. Los conductos de ventilación del techo reventaron y empezaron a caer cosas, cosas complejas y de muchas patas que despedían chorros de espuma azul pálido a gran presión. La espuma se pegaba a todo lo que tocaba, como por ejemplo el banco del tribunal y los guardias que había en la improvisada sala de audiencias. Era liviana pero pegajosa y se convertía en cuestión de segundos en una sustancia rígida.

—¡Cójanla! —gritó Sauer. Alargó la mano hacia su pistola pero en algún punto a medio camino un grueso goterón de espuma engulló su brazo y se lo pegó al costado. La espuma despedía un fuerte olor a productos químicos, que le recordó a las visitas que hacía de niño a la consulta del dentista. Sauer inhaló profundamente mientras forcejeaba tratando de librarse de la pegajosa masa, y el afrutado y dulzón aroma se introdujo hasta el fondo de sus pulmones. Entonces el mundo se volvió borroso.

Rachel sabía que las cosas iban a ponerse feas desde el mismo momento en que entró en la habitación. Había visto jueces decididos a emitir un veredicto condenatorio otras veces, en la Tierra y en una docena de misiones desde entonces. Casi podía olerse, una agria e irracional impaciencia por ordenar una ejecución, como el hedor de la misma muerte. Estaba en aquel tribunal… junto con algo más. Una reserva maliciosa, un satisfecho sentido de la anticipación. Como si todo el asunto fuera una especie de chiste tremendo con una última línea que ella no terminar de comprender.

Cuando el teniente de seguridad la sacó a colación, una última línea a medio formar, totalmente inapropiada en su opinión, a todas luces preparada a toda prisa para la ocasión, giró la cabeza hacia Martin. Por favor, preparado. Parpadeó tres veces y vio que él se ponía tenso y a continuación asentía. La señal que habían acordado antes. Se volvió de nuevo hacia el tribunal y parpadeó. Unas luces verdes se encendían y apagaban detrás de sus párpados. «Estado Dos» subvocalizó, y el emisor de radio de su garganta envió la orden a los drones que esperaban en los conductos de ventilación. Contempló el banco. Los tres oficiales estaban sentados allí, mirándola con la furia de una tormenta en el horizonte. Gana tiempo.

—Una cuestión legal, señor. Resulta que, por lo general, pensar no se considera lo mismo que actuar… —Continuó preguntándose cómo reaccionarían si los acusaba de haber organizado una farsa. O bien se echaban atrás o bien…

—Tengo exactamente eso. —El oficial político que se sentaba en medio, el de cara de palo, hizo una mueca horrible—. Ya debería saber a quién ha estado pasándole información. —La señaló directamente. Aquí está, dijo ella. Volvió a subvocalizar—. Equipaje. Informe de estado de preparación.

Bote salvavidas cerrado y preparado para lanzamiento. Almacenamiento de combustible subcrítico, preparado. Suministro de oxígeno nominal. Advertencia, delta-v a punto designado New Peterson 86 k.p.s, descendiendo. Margen de maniobra total disponible 90 k.p.s.

Tendría que bastar, decidió. El cohete de agua salada, casi tan eficiente como cualquier viejo cohete de fusión, serviría para un viaje de retorno entre la Tierra y Marte. Iba a estar un poco justo. No podrían abandonar el planeta sin repostar. Pero serviría, siempre que…

Trago saliva, miró a Martin y parpadeó dos veces, la señal para que contuviera el aliento.

Equipaje, prepara el lanzamiento. Llegada de la tripulación estimada dentro de cien segundos. Lanzamiento previsto a T menos veinte segundos. Una vez que salieran de la nave al espacio, lo único que podían hacer era rezar para que la tripulación del puente no se atreviera a encender el radar —pues al hacerlo alertaría al Festival— para encontrarla y matarla. El bote salvavidas era una pompa de jabón comparado con las naves de guerra de la Armada de la Nueva República.

Rachel volvió a mirar al tribunal y aspiró hondo mientras se ponía tensa.

—¿De modo que han orquestado esta farsa solo para poder evitar mi inmunidad diplomática? Estoy impresionada. La verdad es que no pensaba que fuera tan estúpido… ¡Utah!

Se arrojó al suelo. La última palabra fue un grito, la señal de activación enviada a los drones por el sistema de radio de su garganta. Un estallido simultáneo le informó de que las cargas dirigidas de los conductos habían detonado. Se cubrió la cabeza con la capucha transparente antigás, la selló y a continuación encendió su respirador celular.

Los drones entraron en la sala por sus agujeros del techo. Arañas y cangrejos y escorpiones, hechos de polímeros de carbono —de desechos reciclados, en realidad—, empezaron a rociar la habitación de espuma antipersonal y a expeler vapor de triclorometano anestésico sobre cualquiera que se resistiera. Un marinero hizo un movimiento hacia ella y sus implantes de combate tomaron el control. Golpeado en un lado de la cabeza por un puño inhumanamente rápido, cayó como un saco de patatas antes de que ella hubiera registrado conscientemente su existencia. Todo se redujo al espacio que la separaba de Martin, quien seguía de pie, con los ojos muy abiertos, junto a la mesa, con los brazos medio levantados hacia ella y arrastrado en dirección a la puerta por uno de los reclutas.

Rachel arrebató el control de su sistema nervioso a su parte meramente humana y empezó a moverse a velocidad de combate.

El tiempo se frenó y la intensidad de las luces se redujo. Las cadenas de la gravedad se debilitaron pero el aire se volvió denso y viscoso a su alrededor. Por todas partes se movían marionetas a cámara lenta mientras ella saltaba sobre la mesa y corría hacia Martin. El guardia empezó a volverse hacia ella y levantó un brazo. Lo agarró, lo retorció y sintió cómo se descoyuntaba. Propinó un rapidísimo puñetazo a su compañero. Las costillas se partieron como si fueran de cartulina y un par de huesos finos de la parte trasera de sus manos se fracturaron con el impacto. Costaba recordarlo —costaba pensar— pero su peor enemigo era propio cuerpo, más frágil de lo que sus reflejos estaban dispuestos a admitir.

Asió a Martin de un brazo, tan delicadamente como si estuviera hecho de porcelana ósea. El comienzo de una bocanada procedente de sus pulmones le dijo que lo había dejado sin aliento. La puerta no estaba cerrada con llave, de modo que la abrió de una patada y salió con él antes de que rebotara y volviera a cerrarse. Lo soltó, giró sobre sus talones y la cerró, y a continuación sacó del bolsillo de su chaleco algo que parecía masilla. ¡Omaha!, le gritó al emisor de radio de su garganta. Unos patrones estroboscópicos de luz roja y amarilla empezaron a recorrer la superficie de la masilla —visibles en su visión mecanizada—. La pegó al marco de la puerta y escupió sobre ella. Se volvió azul y empezó a extenderse rápidamente, una oleada de un líquido pegajoso que cubrió toda la puerta desde la pared y se volvió tan dura como el diamante.

Entre la puerta cerrada, los cables de comunicación cortados, el cloroformo y la espuma antipersonal, calculó que tenía un minuto o dos antes de que alguno de los ocupantes de la habitación lograra dar la alarma.

Martin estaba tratando de inclinarse para vomitar. Lo levantó y echó a correr por el pasillo. Era como caminar por el agua. No tardó en descubrir que era más fácil extender una pierna y luego otra, como si estuviera moviéndose en gravedad cero.

Una neblina roja en el límite de su campo de visión le dijo que estaba cerca de la sobrecarga. Puede que su sistema nervioso periférico hubiera sido potenciado pero para moverse con aquella velocidad dependía de la respiración anaeróbica y estaba agotando sus reservas a una velocidad aterradora. Tras la siguiente intersección se abría la compuerta de un ascensor. Se arrojó a su interior arrastrando a Martin consigo y pulsó el botón del piso de los alojamientos en la zona de oficiales. Entonces volvió a velocidad normal.

Las puertas se cerraron mientras el ascensor empezaba a subir y Martin empezaba a jadear. Rachel se apoyó en la pared opuesta y su visión se llenó de manchas negras mientras trataba de absorber aire de sus exhaustos pulmones. Martin fue el primero en hablar:

—¿Dónde… aprendiste…?

Parpadeó. En el cuadrante superior izquierdo de su visión un reloj se movía en espiral. Ocho segundos desde que gritara Utah… ¿Ocho segundos? Minutos, quizá. Inhaló profundamente y el gesto se convirtió en un bostezo que puso en movimiento el dióxido de carbono de sus pulmones. Le dolían todos los músculos, le quemaban como si fueran cables al rojo vivo clavados en sus huesos. Estaba mareada y su mano izquierda estaba empezando a palpitar violentamente.

—Especial. Implantes.

—Creo que casi me rompes una… costilla. Ahí dentro. ¿Dónde vamos?

—Bote. Salvavidas. —Jadeó—. Como te dije.

La puerta se abrió en el piso esperado. Rachel se incorporó y empezó a andar con paso tambaleante. No había nadie allí, lo que era una bendición. En su estado, no creía que pudiera detener a un hámster, y mucho menos a un soldado. Salió del ascensor, seguida por Martin.

—Mi cuarto —dijo en voz baja—. Trata de parecer tranquilo.

Martin levantó las esposas.

—¿Con esto?

Mierda. Debería habérselas arrancado antes de quedarme sin potencia.

Sacudió la cabeza, rebuscó en el bolsillo del pantalón y sacó un tubo compacto de color gris.

—Pistola aturdidora.

Se les acabó la suerte a mitad del último pasillo. Se abrió una puerta y salió un suboficial. Se apartó para dejarlos pasar pero entonces, al comprender lo que estaba viendo, se quedó boquiabierto.

—¡Eh!

Rachel le disparó.

—Corre —siseó sin volver del todo la cabeza y avanzó a trompicones. Martin la siguió. Su puerta estaba un poco más allá, detrás de un recodo en el pasillo.

—Oro —dijo al bote salvavidas que los esperaba.

Unas luces rojas y parpadeantes se encendieron en el techo. El sistema del AP empezó a emitir un agudo pitido de alarma.

—¡Alerta de seguridad! Sector B de alojamientos, cubierta verde, dos insurgentes armados sueltos. Están armados y son peligrosos. Seguridad, acuda a la cubierta de alojamiento verde, sector B. ¡Alerta!

—Mierda —murmuró Martin. Con un sonido sordo, una compuerta a presión empezó a cerrarse diez metros por delante de ellos.

Rachel volvió a entrar en velocidad de combate y su visión se difuminó casi al instante. Echó a correr: se colocó directamente bajo la puerta y levantó los brazos hacia la barrera hidráulica. Martin se movió hacia ella con glacial lentitud mientras Rachel sentía cómo presionaban los motores sobre sus hombros, tratando de aplastarla. Se agachó y pasó por debajo de la barrera. Ella lo siguió sin salir del modo de combate a pesar de que estaba dejando de sentir las manos y los pies y empezaba a notar una sensación aterradoramente entumecida en la cara. La puerta de su camarote se encontraba a dos metros de distancia.

¡Juno! —gritó por el emisor de su garganta y la palabra brotó como un gorjeo agudo que a ella se le antojó el graznido de un dinosaurio anciano.

Las puertas se abrieron. Martin entró corriendo pero ya era demasiado tarde para ella. Había dejado de ver y sus rodillas estaban empezando a ceder. La aceleración de combate cesó de repente y sintió que caía flotando, y luego un impacto apagado en un costado.

Alguien la estaba arrastrando sobre un suelo de gravilla y dolía como una tortura del infierno. Su corazón retumbaba como si estuviera a punto de estallar. Le faltaba el aire. Un portazo. Oscuridad.