Mientras tanto, a dos mil años de distancia, un niño pequeño estaba acurrucado en la oscuridad, sollozando en las garras de un sueño imperial.
Felix gemía y tiritaba y tiró de la gastada manta para cubrirse los hombros. El granero abandonado carecía de calefacción y los agujeros entre los tablones dejaban entrar una brisa furiosa, pero al menos tenía un techo sobre la cabeza. Hacía más calor que a la intemperie. Los lobos merodeaban por la salvaje campiña y para un muchacho, dormir bajo las estrellas en aquella época del año hubiera sido peligroso hasta en tiempos normales.
Cuervo descansaba en la gruesa viga de roble que había sobre la cabeza de Felix, con el largo y negro pico acodado debajo de un ala. Ocasionalmente, despertaba un momento, sacudía el plumaje, daba un pasito a un lado y miraba a su alrededor. Pero mientras las puertas permanecieran cerradas, no podría alcanzarlos nada de lo que él no pudiera encargarse. De modo que se reunió con su amo en el sueño.
La lluvia azotaba el tejado y de tanto en cuanto el agua empapaba la hierba que cubría los toscos maderos y caía al suelo en chorrillos finos y helados. El aire tenía un fuerte olor a paja medio podrida. Felix no se había atrevido a encender un fuego después de que el señor Conejo le dijese lo peligroso que podía ser. Había cosas ahí fuera que podían ver el calor. Cosas silenciosas y sin boca. Cosas a las que les gustaba devorarles el cerebro a los niños pequeños.
Felix soñaba con órdenes imperiales, hombres ataviados con brillantes uniformes y mujeres con vestidos de seda; con astronaves y desfiles de caballería y ceremonias y rituales. Pero un hastiado y persistente cinismo invadía sus sueños. Los nobles y oficiales eran arribistas corruptos, sus mujeres arpías avariciosas que buscaban seguridades. Las ceremonias y rituales carecían de significado, estaban vacíos, formaban una charada que ocultaba un atroz sistema de injusticias institucionales orquestado para apoyar los excesos de los gobernantes. Al soñar con Nueva Praga, se veía como un duque o un príncipe, hundido hasta el cuello en estiércol, encadenado por la responsabilidad y la burocracia, incapaz de moverse a pesar del coloso de pútrida corrupción que se cernía sobre él.
Cuando se agitó, lanzó un chillido y amenazó con despertarse, el señor Conejo se le acercó arrastrándose y se acurrucó a su lado. Su mojado pelaje subió y bajó con su respiración. Al cabo de unos instantes, Felix volvió a sumirse en el sueño y el señor Conejo se apartó de él y se hizo un ovillo para reanudar su nocturno proceso de regurgitación y rumiar. Era duro ser un niño pequeño en tiempo de cambios acelerados. Y era doblemente duro ser un conejo de un metro de alto, maldito con una consciencia humana y unos instintos cuniculares.
A la luz del amanecer, Felix bostezó, se frotó los ojos y se estiró con rigidez, temblando de frío.
—¿Conejo?
—¡Gaaaaw! —Cuervo bajó de la viga y se le acercó a saltitos, con la cabeza ladeada—. Conejo ido a ciu-ciudad.
Felix pestañeó con lentitud.
—Ojalá me hubiera esperado. —Se estremeció, embargado por una sensación de soledad impropia de un niño de nueve años. Se puso en pie y empezó a guardar sus posesiones en un hatillo de aspecto desgastado. Una manta, una pequeña lata de hojalata, una caja de cerillas medio vacía y uno de los curiosos teléfonos metálicos con los que el Festival se comunicaba con la gente. Se detuvo un instante mirando el teléfono pero finalmente su sentido de urgencia se llevó la palma y volvió a guardarlo en el hatillo.
—Vamos a jugar a Cazar al conejo —dijo, y abrió la puerta.
Hacía una mañana fría y luminosa y el suelo de la granja abandonada era una capa de barro en el que te hundías hasta las rodillas. La ennegrecida ruina que era la casa se levantaba en un extremo del lodazal, como el tocón de un árbol alcanzado por el rayo, el fuego del Santo Padre. Tras ella, una franja de barro polvoriento y grisáceo señalaba el agotamiento provocado por los nanosistemas del Festival al absorber todos los oligoelementos del suelo para construir algo enorme. Seguro que tenía que ver con la desaparición del granjero y su familia.
La ciudad se encontraba colina abajo, a unos dos kilómetros de la granja, después de un recodo del estrecho camino de tierra y un pinar de árboles altos. Felix se cargó el hatillo a la espalda y, tras una breve pausa para orinar contra la pared chamuscada de la casa, echó lentamente a andar por el camino. Tenía ganas de silbar o cantar, pero se contuvo. No sabía lo que podía morar en los bosques de las cercanías yno quería ignorar las advertencias del señor Conejo. Él era un niñito muy serio, muy mayor ya.
Cuervo lo siguió dando saltos pero al cabo de un instante batió pesadamente las alas y aterrizó en un surco que cruzaba el camino, un poco más adelante.
—¡Desayyyuno! —graznó.
—¡Oh, vale! —Felix corrió para alcanzarlo, pero cuando vio lo que Cuervo había encontrado se apartó bruscamente y se apretó el puente de la nariz de los dedos hasta hacerse lágrimas para no vomitar. Lloró mucho. Hacía mucho tiempo, muy lejos de allí, la niñera le había dicho, «los niños buenos no lloran». Pero ahora él conocía la verdad. Había visto llorar a niños mucho mayores, incluso a hombres, mientras los ponían contra la pared picada de una viruela de balazos. (Algunos de ellos no lloraban, algunos de ellos aguantaban muy erguidos y rígidos, pero al final eso no suponía ninguna diferencia)—. Hay veces que te odio, Cuervo, de verdad.
—¿Gaaaw? —Cuervo levantó la mirada hacia él. La cosa que había en el surco llevaba todavía un vestidito de niña—. Hambrrrre.
—Me parece muy bien… pero yo tengo que encontrar a Pyotr. Antes de que nos cojan los Mimos.
Volvió la cabeza y lanzó una mirada nerviosa hacia atrás. Llevaban tres días huyendo aterrados, un paso por delante de los Mimos. Los Mimos se movían con lentitud, en ocasiones luchando contra un viento invisible o tratando de encontrar su camino a tientas alrededor de edificios invisibles, pero eran implacables. Los Mimos nunca dormían, nunca parpadeaban y nunca dejaban de moverse.
Cien metros más cerca de la ciudad, el teléfono despertó. Empezó a trinar como un cachorro de gatito hasta que Felix rebuscó en su bolsa y lo sacó.
—¡Dejadme en paz! —exclamó, exasperado.
—¿Felix? Soy el señor Conejo.
—¿Qué? —Miró al teléfono, confundido. Unas luces cromadas brillaban bajo sus dedos mugrientos y cubiertos de resbaladiza grasa.
—Soy yo, tu amigo de orejas caídas. Estoy en la ciudad. Escucha, no te acerques más.
—¿Por qué no? —frunció el ceño y siguió caminando.
—Están aquí. Se me ha acabado la suerte. No creo que pueda escapar. Debes… —Por un momento la voz del lagomorfo gigante se trocó por algo completamente inhumano, un chillido animal de rabia y terror—. ¡Detrás de ti, también! Marcha a campo traviesa. ¡Corre, chico!
El teléfono emitió un zumbido y se apagó. Felix lo levantó, furioso, con la intención de tirarlo al suelo, pero finalmente se contuvo. A poca distancia, Cuervo lo estaba mirando con los ojos pequeños y brillantes y el pico ensangrentado.
—Vuela sobre la aldea —le ordenó al ave—. Dime lo que ves.
—¡Gaaw! —Cuervo levantó el vuelo tras una corta carrera y un salto, planeó pesadamente sobre la hierba y finalmente remontó las copas de los árboles. Felix volvió a mirar el teléfono, con una mezcla de rabia y pesar en los ojos. No era justo. ¡Nada era justo! Lo único que él quería era ser pequeño y no tener que preocuparse y pasárselo bien. Los compañeros habían llegado después. Al principio también había estado la señora Erizo, pero la había matado la exhibición fortuita de un Margen, una de aquellas descargas eléctricas que caían sobre la superficie desde una ionosfera maltratada por manchas solares inducidas. El Margen era así: una criatura sin mente, infinitamente peligrosa y caprichosa, tan digna de confianza como una víbora pero capaz en ocasiones de producir espectáculos de gran belleza (las auroras habían durado semanas).
Felix miró nerviosamente a su alrededor. Al otro lado de un seto, en el camino, algo parecía estar moviéndose. Se llevó el teléfono a la mejilla.
—¿Alguien puede hablar conmigo?
—¿Quieres divertirnos?
—¡No sé cómo! —estalló.
—Cuenta historias. Proporciona entretenimiento prueba formal de corrección. Canta, baila, da palmadas.
—¿Qué me daréis a cambio?
—¿Qué quieres? —La voz que hablaba al otro lado de la línea sonaba metálica, distante, comprimida por la ligadura de ancho de banda de un canal causal.
—Me persiguen unos hombres malos. Tiran pasteles de natillas y te convierten en uno de ellos. ¿Podéis detenerlos? ¿Podéis protegerme de los Mimos?
—Cuenta historia. —No era una afirmación ni una pregunta, era una orden. Felix respiró hondo. Levantó la mirada y vio que Cuervo estaba sobrevolándolo en círculos. Cruzó el surco de un salto y a continuación se agachó por debajo de las primeras ramas y se internó en el bosque. Iba hablando mientras caminaba.
—Al principio había un duque que vivía en un palacio, a la orilla del río, gobernando la única ciudad del mundo. No era un duque muy sabio, pero hacía lo que creía que era mejor para su pueblo. Entonces, una mañana, empezaron a llover teléfonos y el mundo cambió. Esta es la historia del duque.
Era una historia larga y laberíntica, y tardó un buen rato en contarla. El palacio había sido asaltado por terroristas anarquistas, que habían desatado el caos y llenado la ciudad de herramientas de plástico. Todos los soldados desertaron después de saquear el palacio y el zoo. El viejo duque escapó por un pasadizo secreto que había en la sala de espera del Conservador, en el sub-sub-sótano. Tres leales iban con él. Embargado por el pesar, apenas alcanzaba a comprender lo que le había ocurrido a su mundo. ¿Por qué había cambiado todo? Un teléfono lo llamó con un trino, como un gatito curioso, desde la basura de un callejón. Se inclinó para recogerlo y el movimiento le salvó la vida, porque dos soldados renegados dispararon en ese momento con sus rifles. Mataron al Ciudadano Von Beck, pero no antes de que el Ciudadano los marcara con su pistola lenta… porque a los Ciudadanos de la Oficina del Conservador se les permitía utilizar armas prohibidas en el ejercicio de sus funciones. (Las balas de una pistola lenta volaban sobre las alas de un colibrí y perseguían a su presa allí donde se escondiera. Las balas de una pistola lenta mataban inoculando una neurotoxina, como pequeñas avispas con insignias de la policía secreta. Eran un arma de terror, para demostrar los horrores de la tecnología no restringida).
Felix se deslizó por un terraplén cubierto de raíces y cruzó un claro salpicado de tocones forrados de verde. El duque le habló al teléfono con desesperación y este le concedió tres deseos. Pidió volver a ser joven, creyendo que estaba haciendo un chiste amargo. Para su sorpresa, su juventud le fue devuelta mágicamente. A continuación, pidió compañeros, y le dieron amigos, amigos maravillosos que harían cualquier cosa por él sin pedir nada a cambio. Hasta el tercer deseo, el deseo que el niño pequeño hizo con el primer resplandor de la infancia restaurada, le había sido concedido. Ninguno de ellos era exactamente como él había querido, y no los hubiera pedido de no haber estado en un estado de gran perturbación, pero eran mejores que los deseos que algunas de las personas con las que se había encontrado posteriormente habían pedido. (El kulak que había pedido un ganso que pusiera huevos de oro, por ejemplo. Era un animal maravilloso hasta que lo acercabas al dosímetro de un ferroviario y descubrías el chorro de radiación ionizante que brotaba de forma visible de la piedra filosofal que tenía en la molleja. Cosa que solo se te ocurría cuando el dolor de las llagas sangrantes se volvía insoportable y el pelo se te empezaba a caer a mechones).
El duque convertido en niño había recorrido trescientos kilómetros durante el pasado mes, viviendo de lo que encontraba. Sin embargo, sus amigos lo habían cuidado. Cuervo, que podía ver por encima de las cosas, le avisaba de las trampas o emboscadas o acantilados antes de que se metiera en ellas. El señor Conejo venía a su lado dando saltitos, y con su aguzado sentido del oído, su olfato para los problemas, y su sencillo y clásico sentido común, impedía que se muriera de hambre o de frío. La señora Erizo también había ayudado, caminando de acá para allá, cocinando y limpiando y recogiendo el campamento y hasta en ocasiones espantando mendigos e indigentes con sus púas y sus afilados dientes. Eso fue antes de que la tormenta de rayos acabara con ella.
Pero en algún punto del camino, el duquecillo había recobrado su sentido del deber… y, con él, una desesperación muy honda. Allá donde mirara, las cosechas se pudrían en los campos. Campesinos que hasta ayer mismo habían sido personas cabales levantaban escarpias hacia el cielo y alzaban el vuelo en blandas esferas de cristal y diamante. Las mujeres de edad envejecían y se hacían mucho más sabias, antinaturalmente sabias… tanto que finalmente su sabiduría se filtraba al mundo que las rodeaba y empezaban a dotar de vida a los objetos que las rodeaban con la mera fuerza de su voluntad. Finalmente, las más sabias perdían por completo su humanidad y abandonaban sus agrietadas cáscaras humanas, para migrar a la otra vida cargando sus mentes en el Festival. La inteligencia y el conocimiento infinito no eran, según parecía, compatibles con una existencia humana estable.
El duquecillo había hablado con algunas personas, había tratado de hacer que comprendieran que aquello no duraría siempre. Más tarde o más temprano, el Festival se marcharía, y entonces tendrían que pagar un precio terrible. Pero ellos se reían de él y le llamaban cosas cuando descubrían quién había sido en su anterior existencia. Y luego alguien lanzó a los Mimos tras su rastro.
Un crujido de ramas y un graznido de alarma. Cuervo cayó sobre su hombro y se aferró con las garras a él con tal fuerza que le hizo sangre.
—¡Mimos! —siseó el ave—. ¡Más que nunca!
—¿Dónde? —Felix miró a su alrededor, con los ojos muy abiertos. Algo crujió en el sotobosque, tras él. Felix se volvió y Cuervo echo a volar batiendo pesadamente las alas. Una forma humana se hizo visible al otro lado del claro. Era un macho, de tamaño adulto, de color blanco polvo de la cabeza a los pies. Se movía a sacudidas convulsas, como un mecanismo de relojería dañado y el objeto circular y amarillento que llevaba en la mano resultaba inconfundible.
—¡Pas-pas-pastel! —graznó cuervo—. ¡Hora de morir!
Felix le dio la espalda al Mimo y agachó la cabeza. Corrió a ciegas, arañándose la cabeza y los hombros con las ramas, tropezando con arbustos y raíces. En la distancia, escuchó los gritos y graznidos de Cuervo, que acosaba al Mimo, batiendo las alas para arrancarle el letal flan de la mano y tratando de picotearle los ojos, los oídos, los dedos. Un mero grumo del limo anaranjado del pastel bastaría para abrirse camino hasta los huesos, y sus nanomáquinas desensambladoras cartografiarían y reintegrarían las sendas neurales a su paso letal, para convertir lo que quedara del cuerpo en una presencia esclavizada en el realespacio.
Los Mimos eran una avería, una parte del Margen que se había aproximado demasiado a una mancha solar y había sucumbido a una putrefacción de bits hacía varias visitas del Festival. Habían perdido las sendas neuronales del habla hasta el Núcleo de Chomsky pero de algún modo habían logrado hacerse un hueco en las astrosondas del Festival. Puede que aquella asimilación a la fuerza fuera su modo de comunicarse, de compartir espacio mental con otras criaturas. En tal caso, lo menos que podía decirse es que era un medio un poco tosco, como el del niño pequeño que trata de comunicarse con un perro a golpes. Pero nada lograba impedir que lo intentaran.
Un chillido sin palabras proveniente de su espalda le dijo que Cuervo había conseguido distraer a aquel Mimo concreto. Pero los Mimos viajaban en jaurías. ¿Dónde estaban los demás? ¿Y dónde estaba el señor Conejo, con su fiable escopeta del doce y su cinturón de cabelleras secas de granjero?
Un ruido más adelante. Felix se detuvo tambaleándose. Todavía tenía el teléfono en la mano.
—Ayuda —le pidió con voz entrecortada.
—Define parámetros de ayuda.
Una forma blanca e imprecisa se movía entre los árboles que había más allá. Una vez había sido una mujer. Ahora era del color blanco del polvo, salvo los labios, rojos como la sangre, y la nariz hinchada como una borla: sus miembros putrefactos, unidos por un delicado encaje de vides de metal plateado que pulsaban y se contraían cuando se movía, estaban amortajados con jirones de tela blanquecina. Se balanceaba de un lado a otro al moverse, sacudiendo coquetamente las caderas, como si la base de su columna vertebral hubiera sido reemplazada por una articulación universal. Llevaba un gran pastel con las dos huesudas manos. Las hundidas cuencas oculares cubiertas de película fotosensible de color negro le sonrieron mientras se inclinaba y extendía el plato, como una madre ofreciéndole a un hijo enfadado su postre favorito.
Felix estuvo a punto de vomitar. El olor era indescriptible.
—Mátalo. Haz que se vaya —sollozó. Retrocedió hasta topar con un árbol—. ¡Por favor!
—Recibido. —La voz del Festival siguió siendo polvorienta y distante pero de algún modo su tono cambió—. Seguridad del Margen a tu servicio. ¿Cómo puedo serte de utilidad?
Los Mimos se estaban acercando.
—¡Mátalos! —dijo Felix con voz entrecortada—. ¡Sácame de aquí! —Adquisición de objetivos en proceso. Batería de rayos láser X conectándose. La inclinación orbital actual no es favorable para una extracción quirúrgica. Tápate los ojos.
Se cubrió la cara con un brazo. La silueta de sus huesos se dibujó en tonos rojizos, seguida un segundo más tarde por un trueno y una bocanada de calor, como si alguien acabara de abrir la puerta de un horno delante mismo de su cara. Sintió una picazón en la piel como si la señora Erizo lo estuviera abrazando, solo que por todo el cuerpo. Árboles cayendo en el bosque, un batir de alas frenético de terror. Los destellos y el estruendo se repitieron un segundo más tarde, esta vez a su espalda. Luego tres o cuatro veces más, cada vez más lejos.
—Control de Incidente detenido. Amenaza terminada. Ten en cuenta que has recibido una dosis de radiación ionizante de aproximadamente cuatro Grises y esto puede suponer un riesgo para la vida si no recibe remedio urgente. Un paquete de tratamiento médico ha sido enviado ya. Permanece donde estás y llegaremos en veintidós minutos. Gracias por tu confianza y que pases un buen día.
Felix yacía jadeando al pie del árbol. Estaba mareado y se sentía un poco enfermo: la imagen de su fémur seguía flotando en fantasmal y purpúreo esplendor delante de sus ojos.
—Quiero al Señor Conejo —musitó al teléfono, pero este no respondió. Lloró lágrimas de frustración y soledad. Después de algún tiempo, cerró los ojos y se quedó dormido. Seguía dormido cuando la araña bajó de los cielos y lo envolvió en un capullo de no-seda plateada que emprendió la tarea de disolver y volver a formar su cuerpo dañado por la radiación. Era la tercera vez que ocurría hasta el momento. Y era culpa suya por haber pedido aquel tercer deseo. Juventud, amigos de verdad… y lo que todos los niños pequeños desean en el fondo de su corazón, sin llegar a comprender que una vida llena de aventuras no es tan divertida cuando eres tú la persona que ha de vivirlas.
★★★
Martin estaba sentado sobre la fina colcha de su celda y trataba de averiguar cuántos días le quedaban hasta que lo ejecutasen.
Faltaban seis días para que la flota hiciera el último salto que la llevaría al Planeta de Rochard. Antes de eso, probablemente transfirieran suministros de los cargueros restantes y sacaran a los supernumerarios —reclutas que habían enloquecido, habían contraído enfermedades graves o por cualquier otra razón se habían vuelto superfluos— de las naves. Puede que también lo sacaran a él y lo enviaran de regreso a la Nueva República, para afrontar un juicio por el delito capital de espionaje a bordo de una nave de guerra. Por alguna razón, dudaba que su defensa (los intereses del astillero) le sirviera de mucho. Aquel metomentodo subordinado de la Oficina del Conservador iba a por él, eso estaba claro, y no se detendría hasta verlo colgado de una soga.
Esa era una alternativa. La otra era que lo mantuvieran en el calabozo hasta que la nave llegara a su destino. En ese momento descubrirían que la demora acumulativa que había introducido en el sistema de guiado tetradimensional de la Lord Vanek había arruinado la maniobra y con ella sus planes de caer por sorpresa sobre el Festival utilizando una trayectoria temporal. En cuyo caso, asumirían que se trataba de un sabotaje y que el saboteador estaba ya encerrado, espetado como un pavo para el Día de Acción de Gracias.
De algún modo, el hecho de que hubiera tenido éxito, de que su misión hubiera concluido y la amenaza de una violación de la causalidad hubiera sido atajada, no lo llenaba de alegría. Suponía que debía de haber héroes que saltaron por la escotilla haciendo entrechocar lostalones, pero él no era uno de ellos. Él hubiera preferido abrir la puerta del dormitorio de Rachel que abrir esa otra puerta, aprender a respirar en su entrepierna que hacerlo en el vacío. Era, se dijo con consternación, típico de la forma en que había discurrido su vida, enamorarse —la clase de obsesión molesta que no desaparecía— justo antes de meterse irrevocablemente en la mierda. Llevaba el tiempo suficiente en el mundo para creer que no le quedaban demasiadas ilusiones. Rachel tenía ciertas aristas tan afiladas que se podrían usar para sacarle punta a los clavos y, en algunos aspectos, tenían muy poco en común. Pero estar encerrado en una celda diminuta era una experiencia aterradoramente solitaria, y más solitaria aún por el hecho de saber que, casi con toda seguridad, su amante se encontraba a menos de treinta metros de distancia… y era completamente incapaz de ayudarlo. Lo más probable era que también ella fuera objeto de sospecha. Y por mucho que la necesitara, no quería, honestamente no lo quería, tenerla allí a su lado. Quería estar con ella fuera de allí, a ser posible a muchos años luz de la Nueva República, escribiendo una larga historia relacionada con no tener absolutamente nada que ver con aquel país del diablo.
Rodó sobre su estómago y cerró los ojos. Entonces el wáter empezó a hablarle con una voz tenue y zumbante.
—Si puedes oírme, toca con un dedo el suelo, junto a la base del wáter, Martin. Solo una vez.
He perdido la cabeza, pensó. No se molestarán en ejecutarme; me pondrán en uno de sus zoológicos psiquiátricos y dejarán que los niños me arrojen plátanos. Pero extendió la mano y dio un golpecito en la base del wáter de acero inoxidable que sobresalía de la pared de su celda.
—Eso es… —Se incorporó y la voz cesó de repente.
Martin parpadeó y miró a su alrededor. No había voces. Nada había cambiado en la celda. Seguía siendo demasiado caliente y estrecha, y estaba inundada con un constante y vago olor a tuberías en mal estado y repollo pasado. (Lo del repollo era inexplicable. El menú había quedado reducido hacía tiempo a carne salada y bizcocho, una receta perversamente mantenida por la Armada de la Nueva República a pesar de la disponibilidad de vacío y un frío extremo al otro lado del casco presurizado de la nave.) Volvió a tumbarse.
—…uno solo. Si puedes… —Cerró los ojos y, como si se encontrara en una sesión de espiritismo, dio un golpe fuerte en la base del wáter.
—Recibido. Ahora da un golpe… —la voz hizo una pausa—. Da un golpe por cada día que llevas en la trena.
Martin parpadeó y a continuación envió una respuesta.
—¿Conoces el código Morse?
Martin se estrujó los sesos. Hacía muchísimo tiempo… “Sí”, envió.
Una habilidad completamente obsoleta, una serie de códigos de baja amplitud de banda, pero que conocía por una razón muy sencilla: Herman había insistido en que lo aprendiera. El Morse era accesible para los humanos y una búsqueda de protocolos más complicados podía pasar por alto algo tan mundano como el tamborileo de fondo de unos dedos en una llamada de videófono.
—Si te tiendes con la cabeza contra el costado del wáter, me oirás mejor.
Parpadeó. ¿Conducción a través de los huesos? No, otra cosa. Los cables de inducción que rodeaban sus nervios: ¡algún emisor de alta frecuencia debía de estar en contacto con el metal del wáter, utilizándolo como antena! Muy poco eficiente, pero si no tenía que llegar muy lejos…
—Identifícate —envió.
La respuesta llegó en Morse.
—Alias Ludmilla. ¿Quién nos observaba mientras cenábamos?
—El chico maravilla —contestó. Se relajo un instante, temblando de alivio. Solo dos personas podían encontrarse al otro lado de la tubería y no era probable que el agente de la Oficina del Conservador se identificara a sí mismo de ese modo—. ¿Qué estás utilizando para transmitir?
—Un dron espía en el sistema de evacuación de residuos, apoyado en una válvula de la tubería de desperdicios. Uno de los que activó por accidente ese idiota de subconservador. Les he dicho que te buscaran. Las células de combustible del dron están muy bajas, la transmisión telefónica le está costando cara. Prefiero el Morse. Martin, estoy tratando de llegar hasta ti. No ha habido suerte hasta el momento.
—¿Cuánto nos falta para llegar? —envió con un repiqueteo urgente.
—Diez días hasta entrar en la órbita baja. Si no te liberan antes, espera rescate el día que lleguemos. Estoy tratando de conseguir cobertura diplomática para ti.
Diez días. Rescate… si no lo encerraban en un carguero con una guardia armada y lo enviaban a la dársena de ejecuciones y si Rachel no estaba silbando delante de una tormenta.
—Tengo dudas sobre el rescate.
—Cinturón de seguridad diplomático suficientemente grande para los dos. Nivel de potencia en descenso: trataré enviarte otra transmisión. Te quiero. Cierro.
—Yo también te quiero —transmitió con urgencia, pero no hubo respuesta.
Una miríada de diminutos engranajes giró, cloqueó y siseó en medio de un zumbido general de ruido gris, debajo de una mesa. Los transductores ópticos proyectaron el baile de luz de una linterna mágica en la pared de enfrente. El operador, con el cuello de hojas doradas desabrochado, se reclinó en su asiento y despidió una bocanada de humo por las fosas nasales: una pipa descansaba ociosa entre sus dedos mientras miraba la pantalla.
Alguien llamó a la puerta.
—Pase —dijo. La puerta se abrió. Parpadeó: se puso en pie—. Ah… ¿Qué puedo hacer por usted, procurador?
—¿Me permite un mo-momento de su tiempo, señor?
—Por favor. Siempre es un placer estar al servicio del Basilisco. Tome asiento.
Vassily se sentó al otro lado de la mesa, visiblemente incómodo. El juego de luces y sombras bailaba sobre la pared, mientras el fino y azulado humo atrapaba las luces rojas y amarillas y se enroscaba perezosamente en el aire.
—¿Es este el… ah, vector de nuestro estado?
Por un momento, el teniente de seguridad Sauer consideró la posibilidad de echarle el humo al joven en la cara. Descarto la idea de mala gana.
—Sí. No es que haya mucho que decir, a menos que le interese a usted la topología de los colectores pentadimensionales. Además, es solo una proyección teórica, hasta que lleguemos al otro extremo y Relativística elabore un mapa púlsar para confirmarla. Estoy tratando de estudiarla. Habrá promociones cuando todo este asunto termine, ¿sabe?
—Hmmm. —Vassily asintió. Sauer no era el único oficial que esperaba sacar una promoción de aquella campaña—. Bueno, véalo por el lado positivo. Ya hemos recorrido la mayor parte del camino.
Sauer apretó los labios, levantó la pipa y le dio una chupada.
—Yo no diría eso. No hasta que el enemigo esté muerto y enterrado en un cruce de caminos con la boca llena de ajo.
—Supongo que tiene razón. Pero sus chicos se encargarán de eso, ¿no? Mi gente será la que tenga que venir después a hacer limpieza e impedir que cosas como esta vuelvan a ocurrir.
Sauer miró al joven policía y logró mantener una expresión educada a pesar de la irritación que le provocaba.
—¿Puedo ayudarlo con algo?
—Eh… sí, creo que sí. —El visitante se reclinó en su asiento. Introdujo la mano en el bolsillo de la camisa y sacó un paquete de cigarrillos—. ¿Le importa que fume?
Sauer se encogió de hombros.
—Está usted en su casa.
—¡Gracias!
Guardaron silencio durante un minuto, mientras los mecheros se encendían fugazmente y las nubes de humo entre azul y grisáceo ascendían impulsadas por la ventilación a los conductos del techo. Vassily, que no estaba todavía acostumbrado a aquel hábito, trató de reprimir las toses.
—Quiero hablarle del ingeniero que tenemos en el calabozo.
—Muy bien.
—Sí. —Una bocanada—. Estaba empezando a preguntarme lo que va a pasarle. Tengo… eh, tengo entendido que las últimas naves de aprovisionamiento descargarán y volverán a casa dentro de un par de días y me preguntaba si…
Sauer se inclinó hacia delante. Dejó la pipa sobre la mesa. Había despedido una pequeña llamarada y a pesar de que la cazoleta estaba caliente al tacto, ya no contenía otra cosa que escorias negras teñidas de blanco.
—Estaba usted preguntándose si podría firmarle el permiso y enviarlo a casa con su hombre.
Vassily esbozó una media sonrisa, un poco avergonzado.
—Exactamente, sí. Ese hombre es tan culpable como el infierno, cualquiera se daría cuenta de ello. Hay que enviarlo a casa para que pueda ser juzgado adecuadamente y ejecutado… ¿Qué me dice?
Sauer se reclinó de nuevo y observó el motor analítico.
—Parte de razón no le falta —admitió—. Pero las cosas no se ven con tanta claridad desde este lado de la mesa. —Volvió a encender la pipa.
—Buen tabaco, señor —se aventuró a opinar Vassily—. Aunque tiene un sabor curioso. Muy relajante.
—Debe de ser por el opio —dijo Sauer—. Un material estupendo siempre que uno no abuse de él. —Fumó con aire concentrado durante un minuto—. Para empezar, ¿por qué cree usted que está Springfield en el calabozo?
Vassily puso cara de confusión.
—Es evidente, ¿no? Ha violado una ley imperial. De hecho, eso es lo que yo había estado buscando.
—Ejecutarlo no va a facilitar al Almirantazgo la tarea de contratar ingenieros extranjeros en el futuro, ¿no le parece? —Sauer dio una chupada a su cigarrillo—. Si fuera un marinero, muchacho, ya lo habríamos arrojado por la escotilla. Le diré una cosa. Si insiste en llevárselo a casa acusado por lo que le ha encontrado encima, lo único que pasará será que el Almirantazgo se sentará sobre el caso varios meses, llevará a cabo una investigación, concluirá que no ha pasado nada, le hará un consejo de guerra por algún delito menor y lo sentenciará al tiempo que ya ha cumplido, y usted quedará como un idiota. Eso no le conviene. Confíe en mí. Un borrón en su expediente a estas alturas de su carrera es un mal asunto.
—Ah. ¿Y qué sugiere usted, señor?
—Bueno. —Sauer apagó el cigarrillo y lo miró con aire pesaroso—. Creo que va a tener que decidir si quiere azuzar un poco a los caballos o no.
—¿Caballos, señor?
—Juego, señor Muller, juego. Doble o nada. Ha decidido que ese ingeniero está trabajando para la señorita de la Tierra, ¿no? A mí me parece una sospecha razonable, pero la única prueba con que contamos es la forma vergonzosa que tiene de comportarse con él. Lo que, no nos confundamos, tampoco significa nada. Podría tratarse una persona de dudosa moralidad pero inocente de cualquier crimen contra la República. En cualquier caso, no parece haber hecho nada reprochable por el momento, aparte de poseer instrumental prohibido en su equipaje y en general menoscabar la moral de la tripulación con su conducta poco decorosa. No tenemos base para censurarla y mucho menos para declararla persona non grata. Y por muy irritante que pueda ser, su presencia en esta misión se debe a una orden de Su Excelencia el Archiduque. Así que me parece que ha llegado la hora de que usted se arriesgue o deje las cosas como están. O acepta que probablemente el señor Springfield va a quedar libre o apunta al objetivo mayor con la esperanza de encontrar algo lo bastante grande como para anular su inmunidad diplomática.
Vassily se puso pálido. Puede que no se hubiese hundido hasta ahora. Ya se había excedido en su autoridad al registrar el camarote de Rachel así que, o encontraba una justificación, o su futuro estaba en peligro.
—Jugaré, señor. Pero ¿tiene alguna recomendación? Es un paso muy importante. No quiero cometer ningún error. Sauer esbozó una sonrisa que no resultaba nada agradable.
—No se preocupe, eso no ocurrirá. No es usted el único que la quiere quitar de en medio y esos otros están dispuestos a mancharse las manos para ayudar. Esto es lo que vamos a hacer para desacreditarla…