Una guerra semiótica

El almirante estaba pasando un mal día.

—¡Malditos sean tus ojos, hombre, quítame las manos de encima! —graznó a su ayuda de cámara. Robard lo ignoró y terminó de levantarlo. El frágil cuerpo de Kurtz no fue capaz de resistirse mientras el criado incorporaba la espalda del anciano y le ponía los cojines detrás—. ¡Voy a hacer que te saquen de aquí y te fusilen!

—Desde luego, señor. ¿Eso será antes o después del desayuno?

El almirante gruñó en lo más profundo de la garganta y su gruñido se convirtió en un áspero jadeo.

—No me encuentro bien. No como antes. ¡Maldición, odio esto!

—Se está haciendo viejo, señor. Nos pasa a todos.

—Ese maldito agregado terrícola no, maldición. Él no envejece. Me acuerdo de haberlo visto en Lamprea. Tomó montones de daguerrotipos de mí junto al montículo de cráneos que levantamos en la plaza pública de Nueva Bujara. Había que hacer algo con los prisioneros rebeldes. Después de todo, no había un Jesús allí para multiplicar los panes del intendente, ja, ja. Dijo que me colgaría, pero el muy bastardo nunca lo logró. Era un tipejo frío y astuto. Hubiera jurado que era un travestido. ¿Tú qué piensas, Kurt? ¿Es un bujarrón?

Robard tosió y colocó frente al almirante una mesita de café con una taza de té suave y unos huevos escalfados.

—El inspector de la ONU es una dama, señor.

Los ojos acuosos de Kurtz parpadearon de asombro.

—Vaya, bendita sea mi alma… ¡Menuda sorpresa! —Extendió el brazo hacia la taza de té, pero su mano estaba temblando tanto que apenas pudo levantarla sin derramar el contenido—. Creo que lo sabía —dijo.

—Probablemente fuera así, señor. Se sentirá mejor cuando se haya tomado su medicina.

—Pero si es una chica y estuvo en Lamprea Uno, eso significa… —Kurtz puso cara de perplejidad—. ¿Crees en los ángeles, Robard? —preguntó con un hilo de voz.

—No, señor. —Bueno, muy bien, en ese caso debe de ser un diablo. Ya sabes que puedo ocuparme de ellos. ¿Dónde está mi informe?

—Se lo traeré en cuanto desayune, señor. El comodoro Bauer me pidió que le dijera que se está ocupando de todo.

—Muy bien. Kurtz se concentró en atacar su huevo. Al cabo de un rato, una vez aceptada su rendición, Robard quitó la mesa.

—Será mejor que se vista y se levante, señor. Hay reunión de estado mayor dentro de treinta minutos.

Treinta y cinco minutos más tarde, el almirante estaba preparado para reunirse con su estado mayor en la gran sala de conferencias que había junto a su aposento. Con el uniforme puesto y después de haberse tomado la medicación parecía que una década menos le pesaba sobre los hombros. Entró en la habitación arrastrando los pies pero sin ayuda, apoyándose pesadamente en los bastones, aunque Robard lo ayudó con discreción cuando trató de devolver el saludo a la oficialidad (y al hacerlo estuvo a punto de recibir la punta de un bastón en el ojo).

—Buenas tardes, caballeros —empezó a decir el almirante—. Tengo entendido que la valija de correo ha sido ve… disculpen. Tengo entendido que la ra… valija de correo ha sido recibida. Teniente Kossov. ¿Qué noticias hay de nuestras órdenes?

—Er… —Kossov estaba verde—. Hay un problema, señor.

—¿Qué quiere decir con un problema? —exigió el almirante—. Se supone que no debemos tener problemas… ¡Crearlos es trabajo del enemigo!

—Había un total de veinte discos en la cápsula del tiempo…

—¡No quiero discos, quiero respuestas! ¿Qué noticias hay del enemigo? El comodoro Bauer se inclinó hacia delante.

—Creo que lo que el teniente está tratando de decir —lo interrumpió— es que los despachos estaban dañados.

Kossov dirigió al comodoro una mirada de gratitud embarazosamente transparente.

—Eso es exactamente lo que quería decir, señor. El correo privado estaba intacto en su mayor parte, pero la cápsula temporal tenía daños en un costado, causados por el impacto de un micrometeorito, y tres de los discos estaban fragmentados. Hemos recuperado una copia parcial de la décima parte de nuestras órdenes en los fragmentos restantes, pero la mayoría de ellas son manifiestos de suministro para los comisarios de intendencia y una sugerencia de menú para la Cena Conmemorativa del Cumpleaños del Emperador. No hemos encontrado ningún detalle sobre el enemigo, su orden de batalla, la disposición de sus fuerzas, análisis diplomáticos, inteligencia ni nada que nos sea ni remotamente útil.

—Ya veo. —El almirante parecía engañosamente en calma. Kossov se encogió—. Así que nuestra información sobre el enemigo no está. Ah, es-eso nos facilita mucho la vida. —Se volvió hacia Bauer—. En tal caso tendremos que proceder de acuerdo al Plan B para poder llevar a cabo un ataque con éxito. Que los hombres cumplan con su deber porque la justicia está de nuestro lado. Es-espero que hayan elaborado pla-planes de contingencia para tratar con los insurgentes de la superficie, ¿no? Bien, muy bien. ¡Saldremos al encuentro del Festival en órbita y, después de destruir sus naves, procederemos asumiendo que había planes para deponer a Su Majestad entre los rebeldes del planeta y sus aliados del bando enemigo! Comodoro. Supervisará usted nuestra aproximación al sistema objetivo. Coronel Von Ungern… ¿Stenberg? Si es tan amable, planes para la disposición de sus marines y la re-restauración del orden una vez que hayamos llegado. Capitán Mirsky, usted coordinará las… ah, la-la… maniobras de la flotilla e informará al oficial Bauer.

El almirante se puso en pie temblorosamente y no se resistió cuando Robard lo sostuvo por un brazo.

—¡Des-des-pedido! —le espetó y, tras dar media vuelta, salió cojeando de la habitación.

El procurador Muller estaba aburrido. Aburrido y, además, algo molesto. Aparte de la evidencia de mala conducta en un weissbier mientras todavía se encontraba en Nueva Praga, no había nada que pudiera colgarle al ingeniero. Solo el hecho de que era un extranjero que abrazaba doctrinas radicales propensas a alentar la molicie moral entre el lumpenproletariat… lo que lo situaba en la compañía del noventa por ciento del universo conocido. Sí, estaba lo del cartucho no estándar de su AP, pero eso no era nada definitivo. ¿O sí?

Había perdido casi dos meses de su vida para reunir esta información. La mayor parte del tiempo sentía un aburrimiento tan intenso que casi le entraban ganas de llorar. La tripulación y los oficiales no le hablaban —era uno de los hombres del Conservador, a quienes estaba encomendada la preservación de la sociedad y, como ocurría con todos los cargos policiales, esto provocaba un cierto grado de suspicacia— y había devorado hacía tiempo la pequeña biblioteca de la sala de oficiales. Sin nada más que hacer que seguir la pista a un sospechoso que sabía que estaba bajo sospecha, le quedaba muy poco con que ocupar el tiempo, salvo fantasías ociosas sobre el encuentro que le esperaba cuando llegara al Planeta de Rochard. Pero el número de palabras que podía imaginarse diciéndole a su padre era finito… y decirlas en su imaginación suponía un magro consuelo.

Sin embargo, una tarde, se le ocurrió a Vassily que había otro camino que podía seguir en su investigación de los movimientos del sujeto. ¿No estaba pasando Springfield una cantidad de tiempo excesiva con la diplomática extranjera?

¡Eso sí que sería un asunto turbio! Las fosas nasales de Vassily temblaron cuando lo pensó. De no ser por su inmunidad diplomática, la habría llevado a la sala de interrogatorios en menos que canta un gallo. Puede que Springfield fuera un radical, pero la coronel Mansour llevaba pantalones. Solo eso bastaría para que fuera arrestada en las calles de la capital, con credenciales especiales o sin ellas. La mujer era una peligrosa degenerada: a todas luces de gustos depravados, una travestida, posiblemente una invertida, y capaz de corromper a cualquiera con el que entrase en contacto. ¡De hecho, su misma presencia en la nave era una amenaza para la higiene moral de la tripulación! Que el ingeniero pasaba gran parte de su tiempo con ella era evidente (Vassily lo había visto en las grabaciones de seguridad entrando y saliendo de puntillas de su camarote) y la cuestión de dónde se guardaban las pruebas incriminatorias parecía estar bastante clara. Springfield era un peligroso espía anarquista y ella debía de ser la depravada responsable de sus actos, una perversa maestra de las artes de la seducción diplomática, malvada, loca y peligrosa.

Razón por la cual estaba a punto de colarse en su camarote y registrar su equipaje.

Vassily había tardado casi dos semanas en tomar esta decisión, desde el momento en que había decidido que el extraño cartucho del AP de Martin era, por expresarlo de una forma vulgar, una mierda. Había transcurrido una semana y media desde que la flota emprendiera el viaje de regreso a casa, primero con un salto con el que había recorrido el sistema binario deshabitado llamado Terminal Beta y a continuación con una serie de saltos entre estrella y estrella que le habían permitido salvar más de cien años al día. Cuatro semanas más y llegarían a su destino. Sin embargo, Vassily se había tomado las cosas con calma. Tenía que ser muy cuidadoso, comprendió. Sin pruebas de traición, no podría actuar contra ninguno de ellos y era evidente que las pruebas se encontraban bajo llave y protegidas por la inmunidad diplomática de la agente. Ellos podían negar en última instancia todo lo que hiciera. Si lo cogían… vaya, hurgar en el equipaje de un diplomático era una de los peores delitos que podía cometer. Si alguien lo sorprendía, lo arrojarían a los lobos… Puede que no de una forma literal, pero ya podía prepararse para una larga carrera vigilando pingüinos en la estación polar meridional.

Escogió la primera hora de la tarde para su incursión. Martin se encontraba en la cámara de oficiales, bebiendo schnapps y jugando al dominó con el comandante ingeniero Krupkin. Vassily esperó en la sala de seguridad del teniente Sauer a que la coronel Mansour abandonara su habitación. Sus monitores la siguieron hasta las dependencias de oficiales. Bien, estaría al menos diez minutos en el baño, si se ceñía a su horario habitual. Vassily salió de puntillas del cuartillo, se dirigió al ascensor y, desde allí, al pasillo que daba a la zona de oficiales.

Después cerrar la puerta del camarote de Rachel tras de sí, miró cautelosamente a su alrededor. En casi todos los aspectos, la habitación era idéntica a la de cualquier otro oficial. Construida a imitación de un compartimiento de un vagón de tren, contaba con dos literas: la primera de ellas estaba configurada como una cama y la seguida, girada sobre la estructura, servía como escritorio. Dos casilleros, una pequeña jofaina, un espejo y un teléfono completaban el mobiliario. La esquina de un gran baúl sobresalía por debajo de la mesa. La inspectora no viajaba tan ligera de equipaje como un oficial de marina, eso estaba claro.

Para empezar, Vassily pasó un minuto inspeccionando el baúl. No había signos de pelitos o alambres pegados sobre la tapa y la cerradura era muy sencilla. Se trataba tan solo de un viejo y desgastado baúl de cuero y madera. Trató de sacarlo de debajo de la cama pero al hacerlo se dio cuenta de que lo que contenía era increíblemente pesado. Así que quitó los cierres a la litera escritorio y la apoyó contra la pared del camarote. Expuesto a la luz, el baúl pareció esbozar una sonrisa horrible y sin cara.

Vassily arrugó la nariz y alargó la mano hacia su pistola ganzúa. Otra herramienta altamente ilegal de la Oficina del Conservador, la pistola ganzúa era un milagro de la ingeniería: dotada de sondas controladas por solenoides, sensores y transmisores electrónicos e incluso un traspondedor láser compacto, podía abrir cualquier cerradura en cuestión de segundos. Vassily se inclinó sobre el cofre. Al cabo de unos segundos confirmó que el equipaje de la diplomática de la ONU no era más inmune a la pistola ganzúa que una cerradura de muesca de ocho barrotes con un sistema de cifrado de claves y una fe inmerecida en los números primos altos. La tapa se abrió con un crujido.

La tapa contenía artículos de baño y un espejo. Tras una breve inspección, Vassily volvió su atención al interior y se encontró con una capa de tela. Tragó saliva. Un elenco de vulgaridades se burlaba de él: enaguas y sujetadores doblados y un par de anteojos de ópera. Los apartó cuidadosamente. Debajo de ellos había un vestido de seda amarilla. Vassily se ruborizó, profundamente avergonzado. Levantó el vestido, que se le desdobló al hacerlo. Confundido, se puso en pie y lo sacudió. Era, pensó, absolutamente hermoso y femenino, no lo que hubiera esperado de la corrupta y decadente agente terrícola. La expedición de registro no estaba saliendo como había imaginado. Sacudió la cabeza, dejó el vestido en la litera superior y volvió a inclinarse sobre el cofre del tesoro.

Debajo había un mono negro y una sombrerera octogonal. Trató de levantar la sombrerera y descubrió que no se movía. ¡Era sólida y tan pesada como el plomo! Más animado, cogió el mono y lo puso en una silla. Debajo de él encontró una superficie de plástico resbaladizo con luces brillantes. ¡El cofre solo tenía quince centímetros de profundidad! Toda la mitad inferior se encontraba bajo la superficie en la que descansaba la sombrerera falsa y sin duda estaba llena de artículos de contrabando y espionaje.

Vassily dio unos golpecitos en el panel de plástico. Le recordó a un teclado, pero sin las teclas de color marfil y negro, y sin ranura para introducir las cintas de papel. Era perturbadoramente extraño. Siguió toqueteando el panel y se encontró con una zona claramente elevada: con un parpadeo, aparecieron unas runas. ACCESO DENEGADO. PATRÓN GENÉTICO DESCONOCIDO.

Maldición.

Su cuello empezó a cubrirse de sudor mientras consideraba sus opciones. Entonces sus ojos se volvieron hacia los contenidos del baúl que había dejado a un lado. Así que quería una muestra de piel reconocible. Hmmm. Guantes. Los levantó. Guantes largos de mujer. Despedían un tenue olor a… sí. Vassily le dio la vuelta a uno de ellos y se lo puso en la mano derecha. Volvió a tocar el plinto elevado: PROCESANDO… AUTORIZADO. Un cuerpo humano pierde cinco millones de partículas de piel por hora; Rachel había llevado aquellos mismos guantes. Por tanto…

Apareció un menú. Vassily lo activo a ciegas. La opción uno decíaCATÁLOGO DE DISEÑOS DE LA FUNDACIÓN SEARS. Dios sabía lo que eso significaba. Debajo de ella, MODISTO DE LA FUNDACIÓNPARA EL HARDWARE LIBRE DE LA GNU 15.6; y luego, CATÁLOGOHISTÓRICO DE DIOR. Se rascó la cabeza. Nada de libros de claves secretas, ni armas escondidas, ni cámaras en miniatura. ¡Solo instrucciones incomprensibles de un motor analítico! Frustrado, apretó el plinto sin mirar.

Un profundo zumbido llenó la habitación. Vassily retrocedió de un salto y al hacerlo derribó la silla sin darse cuenta. Una ranura se abrió en la parte superior de la sombrerera. Un traqueteo demente de crujidos brotó de su interior y entonces algo salió despedido. Algo rojo que aterrizó sobre su cabeza: un jirón de encaje con dos agujeros para las piernas. ¡Escandaloso! Con un rechinante ruido metálico, la sombrerera regurgitó en cuestión de segundos un traje de noche de tul, un par de botines de tacón de aguja y unos pantalones cortos hechos de una tela áspera de color azul. Todas las prendas estaban calientes al contacto y despedían un tenue olor a productos químicos.

—¡Basta! —siseó—. ¡Basta!

Como respuesta, el baúl expelió un chorro de calcetines, un par de pantalones y un corsé que amenazaba con provocar a quienquiera que lo llevara una lesión abdominal. Embargado por la frustración, Vassily empezó a apretar el panel de control y, gracias a Dios, el baúl dejó de manufacturar ropa. Lo miró, un poco mareado. ¿Para qué traer un baúl de ropa si se puede traer un baúl capaz de fabricar cualquier prenda que uno quiera ponerse?, comprendió. Entonces el baúl emitió un ruido ominoso y se lo quedó mirando con ontológico terror. ¡Es una cornucopia! Una de las prohibidas y mitológicas quimeras de la historia, la máquina que había provocado la extensión de la degradación, el paro y la catástrofe económica antes de que sus ancestros huyeran de la singularidad para establecerse y contribuir a la fundación de la Nueva República.

La cornucopia empezó a emitir gruñidos y zumbidos. A pesar de que estaba horrorizado, Vassily miró la puerta. Si Rachel estaba volviendo…

La tapa de la sombrerera se abrió. Algo negro y brillante emergió de su interior. Unas antenas emitieron zumbidos y empezaron a examinar la habitación. Unas garras articuladas brotaron de los costados de la caja y se flexionaron.

Vassily lanzó una mirada al monstruo y no pudo aguantarlo más. Dejó la puerta entreabierta tras de sí mientras huía por el pasillo, despeinado y con los ojos de un poseso, llevando en una mano un guante de ópera al revés.

Tras él, el recién creado robot espía terminó de inspeccionar la zona de inserción. Unos programas primitivos controlaban su cerebro: no había ninguna sobrecarga operativa presente, de modo que estableció un procedimiento estándar de exploración y se dispuso a llevar a cabo un reconocimiento. Cogió el objeto de camuflaje más cercano que no estuviera fijo y, tras extenderlo de manera protectora sobre su caparazón de cangrejo, se encaminó al conducto de ventilación. Mientras terminaba de quitar la rejilla, la sombrerera volvió a emitir un sonido metálico: el segundo espía robot acababa de nacer justo a tiempo de ver cómo desaparecía el vestido amarillo por el conducto del aire acondicionado. Y a continuación el equipaje volvió a emitir un ruido metálico, mientras se preparaba para dar a luz a otro…

Cuando Rachel regresó, su baúl estaba medio vacío… y casi toda la ropa que ya tenía preparada había escapado.

—Tú ven conmigo —le dijo Hermana Séptima a Burya—. Mira situación. Explica por qué es mala y comprende.

El viento susurraba al otro lado de la ventana abierta, arrastrando nubes grises sobre la ciudad mientras Novy Petrograd se consumía en un infierno de tecnología prohibida. Las casas se desplomaban y volvían a crecer, extrusiones que brotaban como setas del extraño suelo delos sueños de los hombres. Árboles de plata se alzaban en el barrio de los plateros, siguiendo con sus severas superficies planares la trayectoria del sol amortajado de cúmulos. La alienígena se inclinó sobre el balcón y apuntó con los colmillos la feria que se extendía al otro lado de la ciudad.

—¡Eso no es obra del Festival!

Impotente, Burya la siguió al techo que se extendía sobre el salón de baile del Duque. Una peste de cloaca asaltó sus fosas nasales, el distante eco olfativo de los cadáveres que colgaban de las farolas en el patio. Politovsky había desaparecido, pero sus hombres no se habían ido en silencio y las tropas amotinadas, enfurecidas y ultrajadas, habían cometido atrocidades contra los oficiales y sus familias. Las represalias que habían seguido a aquello habían sido severas pero necesarias…

Jabalinas de luz asaetaban el manto de nubes que cubría sus cabezas. Pasados unos segundos, el trueno de la tormenta hizo vibrar el frío aire de la tarde. Sus ecos traquetearon y fueron devueltos por las pocas ventanas que aún quedaban en la ciudad.

—El Festival no comprende a los humanos —comentó con voz calmada Hermana Séptima—. Las motivaciones de las inteligencias carnales desprovistas están de consciencia en tiempo real no simulable. Por consiguiente, el Festival asume una estética altruista. Pregunto: ¿es esto una obra de arte?

Burya Rubenstein lanzó una mirada desolada a la ciudad.

—No. —Le costó reconocerlo—. Teníamos buenas intenciones. Pero la gente necesita liderazgo y mano dura. Sin esto, es el caos…

Hermana Séptima emitió un extraño sonido husmeante. Al cabo de unos segundos se dio cuenta de que estaba riéndose de él.

—¡Caos! ¡Libertad! ¡El fin de las cadenas! Estúpidos humanos. Estúpidos desorganizados humanos, no huelen su lugar entre la gente, necesitan oler su pis en el rincón de la madriguera y matan si no. Hacen música militar. Marchan y matan en grandes cantidades. Es comedia, ¿no?

—Lo controlaremos —insistió Burya obstinadamente—. Este caos… Este no es nuestro destino. ¡Nos encontramos en el umbral de la utopía! Una vez educada, la gente se comportará de forma racional. Lo que ves aquí es el resultado de la ignorancia, la ignominia y una docena de generaciones de represión… ¡Este es el desenlace de un experimento fallido, no el destino del hombre!

—Entonces, ¿por qué tú, un no escultor, cortas carne nueva a partir de la vieja? —Hermana Séptima se le acercó. La peste a repollo de su aliento le recordaba a un cachorro de cerdito de Guinea que sus padres le habían comprado cuando tenía siete años. (Luego hubo una hambruna y el animal acabó en la cazuela)—. ¿Por qué no construyes nuevas mentes para tu pueblo?

—Lo solucionaremos —subrayó Burya con énfasis. Tres diamantes de color esmeralda pasaron sobre ellos como una exhalación. Describieron trayectorias helicoidales los unos alrededor de los otros y a continuación se volvieron y se desviaron bruscamente en dirección al río, como estrellas fugaces dotadas de inteligencia. Cuando no sepas qué decir, cambia de tema—. ¿Cómo ha llegado tu pueblo hasta aquí?

—Somos los Críticos. El Festival cuenta con espacios mentales de sobra. Nos trajo, como al Margen y a otros polizontes. El Festival debe viajar y aprender. Nosotros viajamos y cambiamos. Descubrimos lo que está mal y Criticamos, ayudamos a que las cosas se reparen a sí mismas. Alcanzamos la colmenía oscura y cálida.

Algo alto y sombrío se deslizó por el patio detrás de Burya. Se volvió apresuradamente y se encontró con dos piernas de numerosas articulaciones, terminadas en sendas patas de pollo y coronadas por una masa de salvaje oscuridad. Las piernas se plegaron y el cuerpo descendió hasta que una abertura se abrió delante del balcón, tan oscura y poco atractiva como la cavidad nasal de un cráneo.

—Ven, cabalga conmigo. —Hermana de Estratagemas Séptima se encontraba tras Burya, entre su oficina y él. No era una oferta sino una orden—. ¡Te enseñaré mucho!

Hermana Séptima se inclinó hacia delante, tan pesada e irresistible como un terremoto. Lo levantó en volandas hacia la cabaña andante, emitiendo de nuevo ese extraño sonido como de husmeo.

—Yo… yo… —las protestas de Burya cesaron. Se llevó una mano al cuello, buscó el collar que llevaba y tiró de él—. ¡Guardias!

A su espalda estallaron siseos y gritos furiosos, seguidos por un fuego errático mientras el primero de los guardias cruzaba la puerta del estudio. Rubenstein aterrizó en el suelo con doscientos kilos de topo tras de sí, sosteniéndolo. El suelo se estremeció y luego se alzó como un ascensor, volvió a caer y aceleró en una imitación pasable de una atracción de feria. Tosió tratando de respirar, pero antes de que pudiera asfixiarse, Hermana Séptima se irguió y tomó asiento en lo que parecía ser un nido hecho de ramitas secas. Le dirigió una sonrisa horrible, mostrando los colmillos, y a continuación sacó de alguna parte una raíz de grandes dimensiones y empezó a masticarla.

—¿Adónde me llevas? Exijo ser liberado… Plotsk —dijo el Crítico—. A aprender a comprender. ¿Quieres una zanahoria?

Vinieron a por Martin mientras estaba durmiendo. La puerta de su camarote se abrió de repente y entraron dos fornidos marineros. Se encendieron las luces.

—¿Qué pasa? —preguntó Martin, desconcertado.

—De pie. —Había un suboficial esperando en la entrada.

—¿Qué…?

—De pie. —Le quitaron la colcha sin miramientos. Martin se vio arrastrado de la cama antes de haber dejado de parpadear por la luz—. ¡Deprisa!

—¿Qué pasa?

—Cierra el pico —dijo uno de los marineros y, como si tal cosa, le dio un bofetón en plena cara. Martin cayó sobre la cama y el otro marinero lo cogió del brazo y le puso unas esposas en la muñeca. Mientras trataba de llevarse una mano a la boca, dolorida y caliente, pero no herida de gravedad, se las cerraron sobre la otra muñeca.

—Al calabozo. ¡Paso ligero! —Sacaron a Martin de allí, desnudo y esposado, y lo llevaron apresuradamente a la cubierta que había por debajo del nivel de ingeniería y el núcleo del motor. Todo ocurrió en medio de una imprecisa y dolorosa neblina de luz. Martin escupió y vio un salivazo sanguinolento en el suelo.

Se abrió una puerta. Lo empujaron al otro lado, cayó al suelo y entonces se cerró la puerta.

El asombro remitió al fin. Su cuerpo quedó fláccido en el suelo y rodó sobre su costado. Desde su inicio hasta su final, el asalto había durado menos de dos minutos.

Seguía tirado en el suelo cuando la puerta volvió a abrirse. Un par de botas entraron en su campo de visión.

Una voz sorda:

—Limpien este estropicio. —Y, más alta—. Tú: de pie.

Martin rodó sobre sí mismo y vio al teniente de Seguridad, Sauer, observándolo. El joven agente de la Oficina del Conservador estaba tras el, junto con un par de reclutas. Martin empezó a moverse.

Fuera —dijo Sauer a los guardias. Obedecieron—. De pie —repitió.

Martin se incorporó y empezó a levantarse apoyando la espalda en una pared.

—Estás metido en un buen lío —dijo el teniente—. No, no digas nada. Estás en un lío. Puedes esconder la cabeza más aún o puedes cooperar. Quiero que lo pienses un poco. —Sacó una fina microplaqueta de color negro y se la mostró—. Ya sabemos lo que es esto. Ahora puedes hablarnos de ello, decirnos quién te lo dio, o puedes dejar que saquemos nuestras propias conclusiones. Esto no es un tribunal civil ni una investigación burocrática. Por si no te has dado cuenta, este es un asunto de la inteligencia militar. El modo en que te comportes con nosotros determinará el modo en que nosotros nos comportaremos contigo. ¿Comprendido?

Martin parpadeó.

—Nunca he visto eso —dijo con el pulso acelerado.

Sauer puso cara de enfado.

—No seas obtuso. Estaba en tu cacharro. Las regulaciones de la armada especifican que es un delito subir aparatos de comunicación no autorizados a bordo de una nave de guerra. Así que, ¿qué estaba haciendo esto ahí? ¿Olvidaste sacarlo? ¿Y de dónde ha salido, por cierto?

Martin balbució:

—Me dijeron en el astillero que lo llevara —dijo—. Cuando subí a bordo no sabía que estaría en la nave más de un turno. Ni que fuera un problema.

—Te dijeron en el astillero que lo llevaras. —Bauer puso cara de escepticismo—. ¡Es un canal causal muerto, hombre! ¿Tienes idea de cuánto vale eso?

Martin asintió de forma temblorosa.

—¿Tiene usted idea de cuánto vale esta nave? —preguntó—. MiG la fabricó. MiG espera ganar un montón de dinero vendiendo copias: y mucho más si obtiene una hoja de servicios distinguida. ¿Se les ha ocurrido la posibilidad de que mis jefes, la gente a la que ustedes alquilaron mis servicios, pudieran tener un interés legítimo en conocer los cambios que le han hecho a la nave que les vendieron?

Sauer dejó el cartucho en el jergón de Martin.

—Plausible. Hasta el momento lo está haciendo bien. No dejes que se le suba a la cabeza. —Se volvió y llamó a la puerta—. Si esa es tu historia definitiva, informaré al capitán. Si tienes algo más que decirme, informa de ello al supervisor cuando te traiga la comida.

—¿Eso es todo? —preguntó Martin mientras se abría la puerta.

—¿Qué si eso es todo? —Bauer sacudió la cabeza—. ¿Confiesas un delito capital y preguntas si eso es todo? —Se detuvo en el umbral y observó a Martin, impasible—. Sí, eso es todo. Fin de la grabación.

Y salió.

Vassily había acudido al teniente Sauer inmediatamente después del fracasado registro del equipaje de Rachel: asustado de muerte, necesitado de consejo. Lo había soltado todo frente al oficial de Seguridad, quien había asentido tratando de tranquilizarlo y lo había calmado antes de explicarle lo que iban a hacer.

—Están juntos, hijo, eso está muy claro. Pero deberías habérmelo consultado primero. Veamos este aparato que le confiscaste. —Vassily le había entregado la microplaqueta que había encontrado en el AP de Martin. Sauer le había echado un vistazo y había asentido para sí—. Nunca había visto una de estas, ¿y tú? Bueno, no te preocupes, es la excusa que necesitamos. —Dio unos golpecitos al gastado canal causal—. No sé por qué ha traído esto a bordo, pero ha sido una estupidez increíble, un quebrantamiento evidente de las leyes de Su Majestad. Tendrías que habérmelo traído inmediatamente, sin hacer preguntas, en lugar de registrar el equipaje de la mujer. Cosa que, por supuesto, no has hecho. ¿Verdad?

—Eh… no, señor.

—Buen chico. —Sauer volvió a asentir, ensimismado—. Porque si lo hubieras hecho, tendría que arrestarte, por supuesto. Pero supongo que si dejara la puerta abierta y un recluta tratara de echar un vistazo a su guardarropa, bueno, podríamos investigarlo… —Su voz se apagó mientras se sumía en sus pensamientos.

—¿Por qué no podemos arrestar a la mujer, señor? Por… um… posesión de maquinaria ilícita.

—Porque —Sauer dirigió una mirada a Vassily— cuenta con pasaporte diplomático. Tiene permiso para llevar maquinaria ilegal en su equipaje. Y, francamente, hasta donde yo sé, tiene una buena excusa. ¿Tendrías alguna objeción si llevara una máquina de coser? Porque eso es lo que ella dirá que es: una fábrica de ropa.

—Pero yo he visto esas cosas saliendo de allí, ¡cosas con demasiadas patas! Venían a por mí…

—Nadie más las ha visto —dijo Sauer con voz tranquilizadora—. Yo te creo. Lo más probable es que sí hayas visto algo. Puede que un robot espía. Pero uno bueno, lo bastante bueno como para esconderse… Y sin pruebas… —Se encogió de hombros.

—¿Qué va a hacer usted entonces, señor?

Sauer apartó la mirada.

—Creo que voy a hacerle al señor Springfield una visita —murmuró—. Lo encerraremos. Que pase algún tiempo en los calabozos. Y luego —esbozó una sonrisa desagradable— veremos lo que hace nuestra diplomática. Lo que debería de servir para aclararnos qué pasa aquí, ¿no crees?

Ninguno de ellos reparó en la presencia de las bragas moteadas que se escondían en el conducto de ventilación del techo, escuchando pacientemente y grabándolo todo.