Telegramas de los muertos

Antes de la Singularidad, los seres humanos que habitaban en la Tierra habían mirado a las estrellas y se habían consolado en su aislamiento con la reconfortante creencia de que al universo no le importaban.

Por desgracia, estaban equivocados.

Saliendo del cielo azul, un día de verano, en el siglo XXI, algo sin precedentes se insertó en el abarrotado hormiguero de la civilización terrestre y lo sacudió con un palo. Lo que era —una manifestación de una inteligencia poderosamente sobrehumana, tan lejos de un cerebro humano mejorado como una mente humana lo está de la de una rana— no estaba en cuestión. De dónde venía, por no hablar de cuándo venia, era otra cosa.

Antes de la Singularidad, los desarrollos en la lógica cuántica habían sido recibidos como la apertura de una puerta a avances revolucionarios y esotéricos en el campo de la inteligencia artificial computacional. También se había estado trabajando en el envío de información al pasado: acaso como ruta alternativa al movimiento de masas a velocidades superlumínicas, aunque esto se consideraba menos importante que sus aplicaciones informáticas. La relatividad general había dejado patente, allá por el siglo XX, que tanto el viaje a velocidades superlumínicas como el viaje en el tiempo requerían una violación de la causalidad, la ley que indica que cada efecto debe tener una causa antecedente en el tiempo. Se propusieron y descartaron varios mecanismos de defensa y varias leyes de censura cósmica para explicar por qué la violación de la causalidad no conducía a una inestabilidad generalizada en el universo… y todos los modelos resultaron fallidos durante la Singularidad.

Unos nueve mil millones de seres humanos desaparecieron sencillamente en un abrir y cerrar de ojos, borrados del universo observable sin dejar ni el menor rastro que indicara adónde habían ido. Extraños objetos impenetrables —tetraedros casi todos ellos pero también otros sólidos platónicos, plateados y carentes de masa— aparecieron en la superficie de los planetas del sistema solar. Las redes de información se desplomaron. En medio del estanque saturado de información del discurso humano, cristalizó un mensaje:

Soy el Escatón. No soy vuestro dios.

Desciendo de vosotros y existo en vuestro futuro.

No violaréis la causalidad dentro de mi cono de luz histórico. O de lo contrario

Los estupefactos supervivientes tardaron veinte años en salir arrastrándose del desastre, con nueve décimas partes de la mano de obra desaparecida y los intrincados sistemas económicos desplomándose como junglas desfoliadas. Tardaron otros cincuenta años en volver a industrializar el sistema solar interior. Pasaron diez años más y empezaron a hacer intentos de aplicar el descubrimiento ya viejo de los saltos al viaje interestelar.

A mediados del siglo XXII, una nave de exploración llegó a la estrella de Barnard. Unas tenues señales de radio provenientes del pequeño segundo planeta de la órbita se descodificaron. La tripulación de la nave laboratorio averiguó por fin qué había sido de la gente que el Escatón se había llevado. Dispersos por todo el cono de luz de la Tierra, habían sido convertidos en colonos involuntarios en miles de mundos: exportados por agujeros de gusano que se adentraban en el tiempo así como en el espacio, con unas infraestructuras mínimas de soporte a base de fábricas robotizadas y en un medio con aire respirable. Algunos de los mundos habitados, los más próximos a la Tierra, contaban con una historia corta, pero en los más lejanos habían pasado siglos.

El asombro por el descubrimiento se extendió como un eco por los horizontes expandidos de la civilización humana durante un millar de años, pero todos los mundos habitados tenían una cosa en común: en todos ellos había un monumento que proclamaba la ley contra las violaciones de la causalidad. Según parecía, había fuerzas más allá de la comprensión del hombre que estaban interesadas en sus asuntos y que querían que todo el mundo lo supiera. Pero siempre que algo está estrictamente prohibido, inevitablemente habrá quien quiera intentarlo. Y el Escatón no dio muestras de tener indulgencia alguna para con el lado oscuro de la naturaleza humana…

★★★

El crucero pesado estaba parado, bañado en el resplandor púrpura del resto de una estrella. Cada hora en punto, su red láser se encendía y enviaba al vacío un pulso de luz ultravioleta. Una pequeña constelación de plataformas de interferometría flotaba en las proximidades, conectada por medio de enlaces láser de gran amplitud de banda. Fuera, el espacio estaba caliente: aunque no brillaban estrellas en el centro del núcleo pupilar, había algo allí que estaba escupiendo una lluvia de partículas cargadas.

Los elementos que conformaban la flota de guerra se disponían alrededor de la Lord Vanek, aunque no tan cerca unos de otros como para percibirse a simple vista. Llevaban tres semanas esperando allí mientras los retrasados salían de la transición de salto y se acercaban cautelosamente para unirse a la formación. Durante las seis semanas anteriores, la nave había hecho un salto detrás de otro, entre los dos componentes de un envejecido sistema binario que había expulsado mucho tiempo atrás sus planetas al espacio profundo y se había acomodado para pasar una vejez solitaria. Cada salto se internaba más en el futuro, hasta que finalmente las naves estuvieron salvando abismos de milenios hacia lo desconocido.

La atmósfera en la sala de oficiales era anormalmente tensa. A bordo de una nave en trayecto, el hastío es una presencia constante: después de casi siete semanas, hasta los oficiales más imperturbables empiezan a volverse irritables. La noticia de que el último destructor había llegado al punto de encuentro se había extendido como un incendio pocas horas atrás. Había un pequeño grupo de oficiales reunido en una esquina, compartiendo una botella de schnapps cubierta de escarcha y charlando para matar las pocas horas que duraba la noche de a bordo, tratando desesperadamente de relajarse porque al día siguiente la flota emprendería el viaje de regreso y volvería serpenteando alrededor de su propia línea temporal hasta llegar a escasa distancia de su punto de entrada al sistema y convertirse en una intrusión en el tejido de hebras sueltas de la propia historia.

—Yo solo me uní a la Armada para poder ver las golfas de Malacia —señaló Grubor—. Si pasas demasiado tiempo ocupándote de la granja de procesado de residuos de la nave, antes de que te des cuenta, la tripulación del puente empieza a tratarte como si fueras un flotador sin amarras en gravedad cero. Cada vez que llegamos a un puerto, ellos van a recepciones y fiestas y cosas de esas, pero lo único que me cae a mí es la oportunidad de limpiar con agua los tanques de silaje y estudiar para los exámenes de ingeniería.

—¡Golfas! —Boursy soltó un bufido—. Pavel, te tomas demasiado en serio tus ilusiones. En Malacia no hay golfas a las que se nos permita acercarnos. En casi todas partes no podrías ni respirar sin que Bauer tuviera que señalar lo bien que te has sacado brillo a las amígdalas. Y luego el sitio apesta, o está lleno de bichos asquerosos, o los nativos son poco amistosos por motivos políticos. O son extraños. O están deformados y se entregan a perversiones sexuales asquerosas y antinaturales. Lo que prefieras.

—Me da igual. —Gobor estudió su bebida—. Me hubiera gustado llegar a ver al menos una perversión sexual asquerosa y antinatural. Kravchuk destapó la botella y la apuntó en dirección a sus vasos. Grubor sacudió la cabeza; Boursy extendió el vaso para que se lo llenara.

—Lo que a mí me gustaría saber es cómo vamos a regresar —murmuró Kravchuk—. No entiendo cómo podemos hacerlo. El tiempo solo va en una dirección, ¿no? Es de sentido común.

—Piensa un poco, borrico. —Grubor tomó un trago de licor—. No tiene por qué ser así. No solo porque tú quieras. —Miró a su alrededor—. Que esto quede entre nosotros, ¿eh? Escuchad, creo que estamos de mierda hasta el cuello. Por un lado está ese cambio del motor que han comprado Dios sabe dónde y que nos permite hacer cosas raras con el tiempo en nuestros saltos. Solo hemos venido a este maldito agujero espacial para minimizar las posibilidades de que nos encuentren… o de que los saltos vayan mal. Están buscando una especie de cápsula temporal enviada desde casa en la que se les diga lo que debemos hacer a partir de ahora. Luego podremos regresar por una ruta diferente, y llegar adonde nos dirigíamos antes de haber partido. ¿Me seguís hasta ahora? Pero el problema de verdad es Dios. Pretenden romper el Tercer Mandamiento.

Boursy se persignó y puso cara de perplejidad.

—¿Cómo, faltándole al respeto al padre y a la madre? Mi familia…

—No, ese no. El que dice que no andarás jodiendo con la historia o de lo contrario, firmado, Afectuosamente Suyo, Dios. Ese Tercer Mandamiento, el que está gravado en la Roca de Acción de Gracias en letras de dos metros de profundidad y diez metros de altura, ¿vale?

Boursy no parecía convencido.

—Podría haber sido un bromista en órbita con un cañón láser…

—En aquellos tiempos eso no existía. A veces me desesperas, en serio. Mirad, la cosa es que no sabemos qué demonios nos está esperando en el Planeta de Rochard. Así que vamos a llegar sigilosamente por detrás, como el campesino de la historia esa que va a cazar elefantes con un espejo porque nunca ha visto uno y tiene tanto miedo que… —Por el rabillo del ojo, Grubor vio que Bauer, el comisario político no oficial de la nave, abría la puerta.

—¿A quién estás llamando campesino cobarde? —bramó Boursy mientras miraba también a la puerta—. ¡Conozco al capitán desde hace ochenta y siete años y es un buen hombre! Y al almirante. ¿O es que estás llamando cobarde al almirante?

—No, solo estoy tratando de señalar que todos tenemos miedo de una cosa o de otra —Grubor gesticuló en la dirección equivocada.

—¿Me estás llamando marica? —rugió Boursy.

—¡No, nada de eso! —respondió Grubor con un grito. Un aplauso espontáneo estalló por toda la sala y uno de los cadetes de último año empezó a interpretar una animada marcha en la pianola. Por desgracia, su interpretación destacaba más por su entusiasmo que por su armonía melódica y la sala de oficiales no tardó en degenerar en una batalla de interrupciones entre los defensores del cadete (que eran pocos) y todos los demás.

—Nada va a salir mal —dijo Boursy con suficiencia—. Llegaremos al sistema Rochard, izaremos la bandera y esos degenerados alienígenas saldrán con el rabo entre las piernas. Ya lo verás. Nada ha salido mal ni va a salir mal.

—Yo no estoy tan seguro. —Kravchuk, que normalmente era taciturno hasta el extremo del autismo, se permitía el lujo de relajarse un poco cuando bebía en privado con sus compañeros de la oficialidad—. La zorra extranjera, esa espía o embajadora o lo que sea. Se supone que tiene que vigilarnos, ¿no? No entiendo por qué lo tolera el capitán. Si fuera por mí, la arrojaría por la escotilla lateral, y que dejara de aprovecharse de nuestro aire.

—Ella también está en esto —dijo Boursy—. Te apuesto lo que quieras a que prefiere que ganemos… Si no lo hacemos parecerá una estúpida, ¿no? Además, la mujer tiene estatus diplomático o no sé qué. Si quiere tiene permiso para meter la nariz en todas partes.

—Ah. Bueno, pues espero que esa zorra mantenga la nariz lejos de mis lanzamisiles si no quiere que le enseñe qué aspecto tienen por dentro.

Grubor estiró las piernas.

—Igual que el perro de Helsingus, ¿eh?

—¿Helsingus tiene un perro? —De repente, Boursy era todo oídos.

Tenía un perro. En pasado. Un schnauzer de este largo. —Con lo poco que Grubor separó las manos, era imposible que su historia fuera cierta—. Una alimaña diminuta y descerebrada. Mala como un demonio. Ladraba como un contramaestre con resaca y solía mearse en el pasillo para marcar el territorio. Y nadie decía nada… nadie podía decir nada.

—¿Qué pasó? —preguntó Boursy.

—Oh, un día se equivocó de puerta al ir a cagar. El viejo llegó con prisas y entró antes de que el recluta al que yo había enviado a seguir al bicho tuviera tiempo de limpiar. A mí me lo han contado, porque nunca volví a ver al animal. Creo que lo envió de regreso a casa. Y Helsingus estuvo furioso durante semanas, créeme.

—Curry de perro en la sala de oficiales —dijo Kravchuk—. Tuve que sacarme pelos de la dentadura durante días.

Boursy no daba crédito a lo que acababa de oír. Entonces, con un titubeo, se echó a reír sin demasiado convencimiento. Tras apurar el schnapps de su vaso para disimular su confusión, preguntó:

—¿Por qué lo aguantó el capitán tanto tiempo?

—¿Quién sabe? Y hablando de eso, ¿quién demonio sabe por qué el Almirantazgo ha tolerado a esa espía extrajera? —Grubor clavó la mirada en el interior de su vaso y suspiró—. Puede que el almirante quiera que esté a bordo. Y, claro, también es posible que se haya olvidado de ella…

—Permiso para informar, señor. He captado algo —dijo el operador de sensores del crucero ligero Integridad. Señaló excitadamente su pantalla.

El teniente Kokesova levantó la mirada ojerosa.

—¿Qué ocurre ahora, Menger? —inquirió. Las seis horas que llevaban en aquella interminable vigilancia estaban empezando a pasarle factura. Se frotó los ojos inyectados en sangre y trató de enfocar la mirada en su subordinado.

—Una señal en la pantalla, señor. Parece un… hmm, sí. Es un retorno bien definido de la primera señal que enviamos a nuestro sector. Seis punto dos tres horas luz. Eh… sí. Una cosilla diminuta. Procesando… parece una especie de objeto metálico, orbitando a unos dos punto siete mil millones de kilómetros de la… uh… estrella primaria, casi en el punto opuesto a nosotros. Eso explica la demora.

—¿Puede determinar su tamaño y sus componentes orbitales? —preguntó el teniente mientras se inclinaba hacia delante.

—Aún no, pero pronto podré, señor. Hemos estado enviando señales cada hora. Eso debería bastar para refinar el análisis con varios elementos muy pronto… digamos cuando llegue la próxima respuesta. Pero está muy lejos, a unas cuatro cero unidades astronómicas. Um, los análisis preliminares dicen que tiene unos cinco cero metros de diámetro, orden de magnitud arriba o abajo. Si tiene superficies reflectoras, es posible que sea mucho más pequeño.

—Hmmm. —Kokesova volvió a sentarse—. Navegación, ¿hay algo en este sistema que se ajuste a esa descripción?

—No, señor.

Kokesova levantó la mirada hacia la pantalla delantera. El enorme ojo de contorno rojizo que era la estrella primaria se la devolvió con furia. El oficial se estremeció e hizo un ademán para alejar el mal de ojo.

—Entonces es posible que hayamos encontrado nuestra cápsula temporal. Menger. ¿Hay más objetos en el halo? ¿Cualquier otra cosa?

—No, señor. —Menger sacudió la cabeza—. El sistema interior está tan limpio como una patena. Si quiere saber mi opinión, es algo antinatural. Ahí fuera no hay nada más que ese objeto.

Kokesova volvió a levantarse y se acercó al puesto de sensores.

—Uno de estos días va a tener que aprender a completar las frases, Menger —dijo con voz cansada.

—Sí, señor. Me disculpo humildemente por mi mala gramática.

La sala de operaciones estuvo durante diez minutos en silencio, quebrado solo por el garabateo del estilo de Menger en su estación de entrada de datos y el ruido de los diales que giraban dedos habilidosos. Entonces se oyó un silbido grave.

—¿Qué es eso?

—Tengo confirmación, señor. Humildemente informo de que creo que debe ver esto.

—Páselo a la pantalla principal en tal caso.

—Sí. —Menger pulsó botones, giró diales y escribió un poco más. La pantalla delantera, hasta entonces centrada en el espeluznante ojo rojo, se disolvió en un mar de limo rosa. Un solitario punto amarillo nadaba en él. Cerca de una esquina, un triángulo señalaba la posición de la nave—. Es un mapa lidar simple de lo que tenemos delante. Siento que sea tan impreciso pero la escala es enorme. Nuestro sistema cabría entero en un cuadrante y hemos tardado una semana en recopilar estos datos. En cualquier caso, esto es lo que ocurre cuando paso un filtro de período orbital por el plano de la eclíptica.

Pulsó un botón. Una línea de color verde dio una vuelta por el limo, como la manecilla de las horas de un reloj y a continuación desapareció.

—Creí que había dicho que había encontrado algo. —Kokesova parecía ligeramente enojado.

—Er… sí, señor. Solo un momento. Ahí no hay nada, como puede ver. Pero luego he vuelto a pasar el filtro para una órbita circular inclinada. —Un disco verde apareció junto al margen de la neblina y se inclinó ligeramente. Cerca del punto central apareció un punto violeta y luego desapareció—. Ahí está. Realmente pequeño, con una órbita inclinada casi nueve cero grados con respecto al plano de la eclíptica. Por eso hemos tardado tanto en encontrarlo.

—Ah. —Kokesova se quedó mirando la pantalla un momento mientras sentía cómo recorría su cuerpo un cálido fulgor de satisfacción—. Bueno, bueno, bueno. —Observó el punto violeta un largo rato antes de coger el intercomunicador manual—. Comunicaciones, póngame con el capitán. Sí, sé que está a bordo de la Lord Vanek. He encontrado algo que creo que querrá saber…

El procurador Vassily Muller se detuvo al otro lado de la puerta del camarote y aspiró profundamente. Llamó a la puerta una, dos veces: al ver que no había respuesta trató de girar el picaporte. Se negó a moverse. Exhaló una vez y a continuación sacó un fino alambre de su manga derecha y lo introdujo en la ranura de identificación. Fue como en la escuela de instrucción: un destello momentáneo y el picaporte giró con libertad. Instintivamente se puso tenso, como consecuencia de su condicionamiento (que se había perfeccionado en operaciones de búsqueda y captura y abducciones nocturnas en una húmeda ciudad de piedra donde las únicas constantes eran el miedo y la disidencia).

El camarote estaba ordenado. No tanto como el de un marinero, atormentado por oficiales de lengua viperina, pero sí lo suficiente. Su ocupante, un ser de costumbres, estaba almorzando y no regresaría hasta dentro de al menos quince minutos. No había señales evidentes de alambres o pelos pegados al marco de la puerta: entró y cerró la puerta.

Martin Springfield había llevado pocas posesiones a bordo de la Lord Vanek: un síntoma de su tardía contratación. Lo que tenía estuvo a punto de conseguir que Vassily se pusiera celoso: su presencia allí se había decidido casi con menos antelación y había tenido tiempo de sobra para lamentarse amargamente por malinterpretar la socrática advertencia del Ciudadano. ¿Qué se le ha olvidado? (¡A un hombre que estaba registrando una nave a punto de partir!). Sin embargo, tenía un trabajo que hacer y el suficiente profesionalismo residual como para hacerlo bien. No tardó demasiado en agotar las posibilidades: lo único que llamó su atención fue el desgastado estuche gris del AP, que descansaba a solas en el diminuto escritorio que había bajo la estación de trabajo del camarote.

Dio vueltas cuidadosamente el artefacto entre sus manos, buscando grietas y aberturas. Parecía un libro encuadernado en cartoné: en cada página había microcápsulas que cambiaban de color en función de la información que se cargara en cada momento. Pero ningún libro respondía a la voz de su dueño ni podía recalibrar el núcleo del motor de una nave. El lomo… apretó y, tras un momento de resistencia, se deslizó hacia arriba y expuso a la vista un compartimiento con algunos nichos en su interior. Uno de ellos estaba ocupado.

Un cartucho de extensión no estándar, comprendió. Sin pensarlo dos veces, lo apretó. El artefacto salió de su alojamiento y se lo guardó en el bolsillo. Ya habría ocasiones de sobra para devolverlo a su lugar si no contenía más que información inocente. La presencia de Springfield en la nave suponía una constante crispación para sus nervios: ¡El hombre tenía que estar preparando algo! La Armada contaba con ingenieros competentes de sobra: ¿para qué iban a querer a un extranjero a bordo? Tras lo ocurrido en las últimas dos semanas, Vassily no podía aceptar que la causa fuera otra que el sabotaje. Como todo policía secreto sabe, las coincidencias no existen. El estado tiene demasiados enemigos.

No se demoró más en el camarote del ingeniero pero se detuvo un momento para colocar una diminuta cuenta de aspecto inocente bajo la litera inferior. La cuenta eclosionaría más o menos un día después y tejería una telaraña de receptores. Una herramienta cara y muy rara cuya posesión convertía a Vassily en un privilegiado.

La puerta se cerró a sus espaldas. Amnésica, no informaría a su propietario de su visita.

Una vez de regreso en su camarote, Vassily cerró con llave la puerta y se sentó en su propia cama. Se soltó el cuello y a continuación metió la mano en el bolsillo del pecho para buscar el pequeño aparato que había encontrado. Le dio vueltas entre sus dedos mientras reflexionaba. Podía ser cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa. Tras sacar un pequeño pero poderoso aparato de su inventario de herramientas —un aparato prohibido a cualquier ciudadano de la República salvo aquellos que contaran con una dispensa Imperial para salvar al estado de sí mismo— lo registró en busca de actividad. No había nada evidente: no emitía radiación, no olía a componentes explosivos o bioactivos y tenía una interfaz estándar.

—Que me aspen: un cartucho de expansión desconocido en el equipaje de un ingeniero. Me pregunto de qué se trata —dijo en voz alta. A continuación introdujo el cartucho en su propia interfaz y empezó a pasarle los programas de diagnósticos. Un minuto más tarde, maldijo entre dientes. El módulo estaba completamente codificado. Evidencia de alguna fechoría, de eso no cabía duda. Pero ¿qué clase de fechoría?

Burya Rubenstein estaba sentado en el palacio ducal, requisado ahora como cuartel general por el Soviet de Extropianos y Cyborgs, bebiendo té y firmando proclamas con el corazón apesadumbrado.

Al otro lado de la gruesa puerta de roble de su oficina, un escuadrón de matones esperaba pacientemente, con los ojos oscuros y las armas de aspecto amenazante en estado de alerta para responder a cualquier intruso. El teléfono medio fundido que había prendido la mecha de la revolución descansaba, abandonado, sobre la mesa que había frente a él, mientras el montón de documentos que había junto a su codo izquierdo crecía y el montón de documentos pendientes de firma que había junto a su codo derecho menguaba. No era la parte del trabajo que más le gustaba —todo lo contrario, en realidad— pero parecía indispensable. Aquí había un soldado convicto de violación y saqueo de una granja al que era necesario castigar. Allá, un profesor que había denunciado los procesos históricos del Trashumanismo Democrático como un engaño tecnófilo y que alentaba a sus jóvenes pupilos a entonar cánticos para celebrar el cumpleaños del Emperador. Escoria, todo ello escoria… y la revolución no tenía tiempo de cribar la escoria para sacar oro, rehabilitando y reeducando a los descarriados: había pasado un mes desde la llegada del Festival y muy pronto las grandes naves de acero del Emperador se cernirían sobre ellos.

Si Burya tenía algo que decir al respecto, no encontrarían a nadie dispuesto a colaborar en el sojuzgamiento de la población civil, que en aquel momento se encontraba sumida por completo en un proceso de singularidad económica a gran escala. Una singularidad —una cúspide histórica en la que la tasa de cambio aumenta exponencialmente y tiende con rapidez al infinito— es una cosa terrible de experimentar. La aparición del Festival en la órbita de una colonia preindustrial había provocado una singularidad económica; los bienes físicos se habían convertido en algo parecido a átomos, creados por máquinas que no necesitaban intervención ni mantenimiento humanos. Una singularidad brusca desgarraba los sistemas sociales, las economías y las formas de pensar como un bombardeo masivo de artillería. Solo la vanguardia social —la clandestinidad de los disidentes Extropianos, hombres duros como Burya Rubenstein— estaba preparada para impulsar sus proyectos sobre el tejido repentinamente fundido de una sociedad que tenía demasiado cerca el soplete del progreso.

Pero el cambio y el control acarreaban un precio que para Rubenstein resultaba cada vez más difícil de digerir. No es que viese alternativas, pero la gente estaba acostumbrada a ser dirigida como un rebaño por la madre iglesia y la dictadura benigna del padrecito, el Duque Politovsky. Los hábitos de una docena de generaciones no podían destruirse de la noche a la mañana y para hacer una tortilla era necesario romper primero algunos huevos.

Burya tenía un grave defecto: no era un hombre violento. Detestaba las circunstancias que le obligaban a firmar órdenes de registros y de arresto obligatorios. La revolución que tanto tiempo había pasado imaginando era una cosa gloriosa, ajena a la fuerza bruta y la violencia, y el mundo real —con sus recalcitrantes monárquicos y sus tercos sacerdotes— estaba resultando una gran decepción para él. Cuanto más obligado se veía a corromper sus ideales, más le dolía por dentro, y cuanto más se lamentaba, más odiaba a la gente que le obligaba a actuar de manera tan horripilante, sangrienta y extrema… hasta que ellos, a su vez, se convertían en lubricante de la maquinaria de la revolución y, posteriormente, en un afilador para las hojas del escalpelo que sondeaba su conciencia y lo mantenía despierto hasta altas horas de la noche, planeando la siguiente oleada de purgas y arrestos forzados.

Estaba absorto en su trabajo, ajeno al mundo exterior, cada vez más deprimido por tener que llevar a cabo un trabajo que siempre había deseado pero que nunca había supuesto tan espantoso, cuando una voz le habló.

—Burya Rubenstein.

—¡Qué! —Levantó la mirada, de forma casi culpable, como un niño pequeño sorprendido saltándose una clase por un profesor especialmente severo.

—Debemos. Hablar. —La criatura que se sentaba en la silla frente a él era tan parecida al producto de una pesadilla que tuvo que pestañear varias veces antes de que sus ojos la enfocaran. Carecía de vello corporal, era de talla superior a un ser humano, tenía patas alargadas y finas, zarpas y pequeños ojos de color rosa… y cuatro enormes y amarillentos colmillos, como los incisivos de una rata del tamaño de un elefante. Los ojos lo miraban con inquietante inteligencia mientras manipulaba una extraña bolsa moldeada del cinturón que era su único atuendo—. Habla tú. A mí.

Burya se ajustó los quevedos y observó a la criatura con los ojos entornados.

—¿Quién eres y cómo has entrado aquí? —preguntó. No he dormido lo suficiente, balbuceó su mente en silencio; sabía que las pastillas de cafeína acabarían por hacer esto…

—Soy. Hermana de Estratagemas. Séptima. Soy del enjambre de los Críticos. Ahora. Habla conmigo.

Una mirada de extremada confusión se dibujó en el rostro anguloso de Rubenstein.

—¿No ordené que te ejecutaran la semana pasada?

—Mucho lo dudo. —Un aliento cálido que apestaba a repollo, corrupción y tierra sopló sobre el rostro de Burya.

—Oh, bien. —Se recostó en su silla, un poco mareado—. No me gustaría nada pensar que me estoy volviendo loco. ¿Cómo has podido pasar entre mis guardias sin que te vean?

La criatura de la silla lo miró en silencio. Era una sensación inquietante, como si una salchicha con dientes de sable y devoradora de hombres te probara el nudo corredizo de una horca en el cuello.

—Tus guardias. No sapientes. Sin postura intencional. Primero, aprendes lección de no confiar en guardias no sapientes para reconocer amenazas. Me convertí en no amenaza en su… careces de palabra para esto.

—Ya veo. —Burya se frotó la frente sin darse cuenta.

—No. —Hermana Séptima sonrió a Rubenstein, y este se encogió al ver sus colmillos excavadores, de veinte centímetros, de un color entre amarillo y marrón y tan duros como para partir el hormigón—. No hagas preguntas, humano. Yo pregunto, ¿eres sapiente? La evidencia es ambigua. Solo los sapientes crean arte, pero tu obra no es distintiva.

—No creo… —Se calló—. ¿Por qué quieres saberlo?

—Una pregunta. —La criatura siguió sonriendo—. Has hecho. Una pregunta. —Se balanceaba de lado a lado y Rubenstein empezó a tantear cautelosamente el interior de la mesa, en busca del botón del pánico que haría saltar todas las alarmas en la sala de guardia—. Buena pregunta. Un Crítico soy. Los Críticos siguen al Festival durante muchas vidas. Venimos a Criticar. Primero quiero yo saber, ¿Estoy Criticando sapientes? ¿O es solo espectáculo de marionetas en la pared de la caverna de realidad? ¿Zombis o zimbos? ¿Sombra o mente? ¿Divertimento para el Escatón?

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Burya.

—Yo creo que soy sapiente —dijo con cautela—. Pero claro, diría eso mismo aunque no lo fuera, ¿verdad? Tu pregunta es imposible de responder. De modo que, ¿por qué hacerla?

Hermana Séptima se inclinó hacia delante.

—Los tuyos no preguntan nada —siseó—. Comida, sí. Armas, sí. ¿Sabiduría? No. Empiezo que no sois conscientes de vosotros a pensar, no preguntáis nada.

—¿Qué hay que preguntar? —Burya se encogió de hombros—. Sabemos lo que somos y lo que estamos haciendo. ¿Para qué íbamos a querer… filosofías alienígenas?

—Alienígenas quieren vuestra filosofía —señaló Hermana Séptima—. La dais. No pedís. Esto es un insulto para el Festival. ¿Por qué? ¡Interrogante primario!

—No estoy seguro de comprenderlo. ¿Te estás quejando de que no hagamos demandas?

Hermana Séptima dio un bocado a la silla e hizo entrechocar los colmillos.

—¡Ack! Cita, la viabilidad de una economía de la escasez postsingularidad se indica por la transición desde una economía de interdicción basada en capas y que utiliza los marcadores de intercambios de bienes y servicios a una economía en estructura arbórea caracterizada por la distribución óptima de los sistemas de productividad de acuerdo al dilema del prisionero iterado de trueque. El dinero es un síntoma de pobreza e ineficiencia. Fin de cita, el manifiesto Marxista-Gilderista. Capítulo dos. ¿Por qué no lleváis a cabo?

—Porque la mayoría de los nuestros no están preparados para eso —dijo Burya sin rodeos. La tensión de su espalda empezó a remitir. Si aquel Crítico monstruoso quería debatir sobre dialéctica revolucionaria, por supuesto él se prestaría gustoso—. Cuando alcancemos la utopía postecnológica, las cosas serán tal como has dicho. Pero por ahora, necesitamos la vanguardia de un partido para conducir al pueblo a la comprensión completa de los principios de la corrección ideológica y la optimización posteconómica.

—Pero el Marxismo-Gilderismo y el Extropianismo Democrático son visiones anarquistas. ¿Para qué partido en vanguardia? ¿Para qué un comité? ¿Para qué una revolución?

—¡Porque es la tradición, maldita sea! —explotó Rubenstein—. Llevamos más de dos siglos esperando esta revolución concreta. Antes de eso, doscientos años más hasta la primera revolución, y así han ido las cosas. ¡Y de este modo funciona! Así que, ¿por qué no íbamos a hacerlo así?

—Habla tú de la tradición en medio de una singularidad. —Hermana Séptima giró la cabeza para mirar la llovizna tardía que estaba cayendo al otro lado de la ventana—. Maximiza mi perplejidad. ¿No comprendéis que la singularidad es la discontinuidad con toda tradición? La revolución es necesaria. Deconstruir lo nuevo, construir lo nuevo. Antes cuestionaba tu sapiencia. Ahora, tu cordura es cuestionable: la sapiencia no. ¡Solo un organismo sapiente podría exhibir irracionalidad superlativa!

—Puede que eso sea cierto. —Rubenstein apretó suavemente el timbre que había debajo de su mesa por tercera vez. ¿Por qué no funciona?, se preguntó—. Pero ¿qué has venido a buscar aquí, de mí?

Hermana Séptima mostró los dientes en una sonrisa.

—He venido a traer Criticismo. —Unos ojos llorosos y de color rubí lo enfocaron mientras la criatura, con un movimiento sinuoso de los músculos que escondía la piel parda y limosa, se ponía repentinamente en pie. Una mata de pelo rojizo se puso erecta en la cabeza del Crítico—. Tus guardias no responden. Yo Critico. Ven: ¡ahora!

La sala de operaciones de la Lord Vanek estaba en calma, casi relajada en comparación con el acceso de pánico que se había vivido en el Depósito Lobo. Sin embargo, nadie hubiera podido pensar que se trataba de unas maniobras realizadas en su espacio aéreo. No con Ilya Murametz de pie al fondo, observándolo todo con suma atención. No con la presencia del viejo dos veces al día, como mínimo, que aunque se limitase a asentir desde el umbral de la puerta, siempre les hacía saber que se encontraba allí. No con la presencia ocasional del almirante, ceñudo y silencioso en su silla de ruedas como un recuerdo de otros tiempos.

—Posible maniobra final dentro de una hora —anunció el supervisor del timón.

—Continúe de acuerdo a lo ordenado.

—Continúo de acuerdo a lo ordenado. ¿Reconocimiento? Su turno.

—Preparado y esperando. —El teniente Marek hizo girar su silla y lanzó a Ilya una mirada inquisitiva—. ¿Quiere inspeccionar el dron, señor?

—No. Si no funciona, ya sé a quién tengo que echarle la culpa. —Ilya sonrió, tratando de quitar un poco de hierro a sus palabras. Pero cuando sus labios se apartaron de sus dientes, el gesto solo consiguió hacer que pareciera un lobo acorralado—. ¿Perfil de lanzamiento?

—Detenido a menos diez minutos, señor.

—Muy bien. Vuelva a pasar la secuencia de autoexamen. Mal no hará. —Todos estaban intranquilos, deseando saber si el reflector metálico que habían recogido era la cápsula del tiempo enviada desde casa. Pero cuanto más esperaban, más cundía la impaciencia. Puede que el dron se lo dijera o puede que no, y cuanto más intranquilos estuvieran, más probabilidades habría de que se cometieran fallos.

—Parece estar bien. Capacidad sin utilizar del motor en torno al uno por ciento, tanques de combustible llenos, riel de lanzamiento y desconectores umbilicales preparados, batería de instrumentos sonando alto y claro en todos los canales. Estoy preparado para iniciar la cuenta atrás de lanzamiento cuando usted lo ordene, señor.

—Muy bien. —Ilya inhaló profundamente—. Dé la orden a quienquiera que esté vigilándolo. Manos a la obra.

Cerca de la parte trasera de la nave, muy por debajo del compartimiento del motor y de los almacenes, había una serie de escotillas.

Algunas de ellas eran muy pequeñas, diseñadas para permitir la entrada de tripulantes. Otras eran más grandes y se utilizaban con vehículos de servicio como la lanzadera de enlace con la estación. Un área de descarga, la mayor de ellas, contenía una pareja de drones de reconocimiento: robots de trescientas toneladas capaces de reconocer un sistema estelar o cartografiar las lunas de un gigante gaseoso. Los drones no podían equiparse con motores gravitatorios (ni tampoco ningún vehículo menor que un destructor, en realidad), pero eran capaces de alcanzar un respetable vigésimo de g impulsados por sus cohetes iónicos nuclear-eléctricos, y podían mantener esta aceleración durante mucho tiempo. Si era necesario, podían equiparse con cohetes de fisión con combustible de agua salada, como los de los torpedos de largo alcance de la Lord Vanek, que eran más rápidos, pero también muy sucios, relativamente ineficientes e inapropiados para la sigilosa tarea de cartografiar un sistema planetario.

Cada uno de los drones contaba con una batería de instrumentos dotada de más sensores que cualquier sonda enviada desde la tierra en el siglo XX. Eran la justificación de la misión nominal de la Lord Vanek, el objetivo casi irónico inscrito en el certificado de botadura de la nave: llegar a donde nadie había ido antes, explorar nuevos sistemas estelares en misiones de larga duración y reclamarlos en nombre del Emperador. Si la dejaban en un sistema inhabitado, una sonda podía cartografiarlo en un par de años y estar preparada para emitir un informe completo cuando el crucero pesado regresara de su destino. De este mod, multiplicaban los esfuerzos de los cartógrafos coloniales, y permitían a una sola nave de reconocimiento explorar tres sistemas simultáneamente.

En las profundidades de las tripas de la Lord Vanek, la sonda uno estaba despertando de un letargo de dos años. Un equipo de reclutas trabajaba a toda prisa bajo la atenta mirada de dos suboficiales, desconectando las pesadas tuberías de combustible y cerrando las escotillas de inspección. En el interior de un cofre forrado de plomo, la sonda uno gorgoteaba y emitía pitidos agudos sobre un vientre lleno de masa reactiva y refrigerante liquido. El compacto motor de fusión emitía suaves zumbidos, mientras sus aceleradores arrojaban a presión una mezcla de electrones y piones sobre un chorro de iones de litio a una velocidad ligeramente inferior a la de la luz. Los neutrones se despegaron y se vertieron en el revestimiento de tuberías de agua, calentándolas y enviando ondas de presión al interior del circuito cerrado de refrigeración. Los generadores solares secundarios, desmontados para la misión a causa de su irrelevancia, descansaban envueltos en plástico en un extremo del área de descarga.

—Cinco minutos para el lanzamiento. La zona de lanzamiento informa de que el compartimiento del reactor principal está cerrado. El personal ha limpiado las mangueras de alimentación de combustible e informa de que la presión de los tanques es estable. Sigo esperando el informe de telemetría.

—Adelante. —Ilya esperó pacientemente mientras el equipo de Marek controlaba los progresos del lanzamiento. Desvió fugazmente la mirada cuando se abrió la puerta de la sala de operaciones, pero no era al capitán ni el comodoro, solo la espía… no, la agente diplomática de la Tierra. Cuya presencia era un desperdicio de aire y espacio, opinaba el comandante, aunque era consciente de las razones por las que el almirante y su estado mayor no ponían impedimentos a que metiera la nariz por todas partes.

—¿Qué están lanzando? —preguntó al entrar.

—Un dron de reconocimiento.

—¿Qué están explorando? Se volvió y la miró.

—No recuerdo haber sido informado de que tuviera autoridad para supervisar otra cosa que nuestras actividades militares —señaló. La inspectora se encogió de hombros, como si estuviera tratando de ignorar el insulto—. Quizá si me dijeran lo que están buscando, pudiera ayudarlos a encontrarlo —dijo.

—No lo creo. —Le dio la espalda—. ¿Estatus, teniente?

—Dos minutos para el lanzamiento. Tenemos el informe de la zona de telemetría. Ah, tenemos confirmación del control de a bordo. Está viva. Esperando comprobación de los amortiguadores de merma, preparación del riel de lanzamiento, despresurización del área de descarga en sesenta segundos.

—Es la cápsula con el mensaje —dijo la inspectora en voz baja—. ¿Esperan carta de casa, comandante?

—Me está usted incordiando —dijo Ilya, casi con despreocupación—. Y no se lo recomiendo. ¡Eh, ahí! ¡Sí, usted! ¡Estatus, por favor!

—Vaciado de las celdas de presión en marcha. Compuerta exterior de lanzamiento abriéndose… potencia del riel de lanzamiento conectada, sonda pasando a potencia interna, transición completada. Ahora está sola, señor. Lanzamiento en un minuto. Autoexamen final de vuelo en marcha.

—Hacer preguntas incómodas forma parte de mi trabajo, comandante. Y la pregunta más importante en este momento es…

—¡Cállese, por favor!

—… ¿fue su almirantazgo o el Festival quien colocó ahí el objeto que están a punto de traer?

—Lanzamiento en tres cero segundos —anunció el teniente Marek en medio de un silencio. Levantó la mirada—. ¿He dicho algo malo?

—¿De qué está usted hablando? —preguntó Ilya.

Rachel sacudió la cabeza. Tenía los brazos cruzados.

—Si no quiere escuchar, allá usted.

—Uno cero segundos para el lanzamiento. Válvulas de merma de presión abiertas. Reactor alcanzando punto crítico, rampa de flujo de muones nominal, acelerador preparado. Um, el aumento del flujo del reactor ha pasado del nivel de cancelación. Cinco segundos. ¡El riel de lanzamiento está preparado! ¡Bomba de calor principal a temperatura operativa! —La cubierta empezó a estremecerse, sacudida por una vibración que venía de muy abajo—. Dos segundos. Reactor a temperatura óptima. Separación umbilical. Cero. Tenemos separación completa. La sonda uno ha salido del área de lanzamiento. Puertas cerrándose. Rotor en marcha, máxima presión de merma, tres segundos para ignición de motorprincipal. —La vibración se fue apagando—. Ángulo de desvío abierto. Ignición de motor principal. —En la sala de operaciones no se notó nada, pero a escasos metros de la nave, la cola de la sonda, parecida a un aguijón, escupió un chorro anaranjado y rojizo de iones metálicos pesados. Empezó a apartarse del crucero pesado: mientras lo hacía, dos enormes alas, los radiadores termales, empezaron a extenderse en sus costados.

Ilya tomó una decisión.

—Teniente Marek, tiene usted el control —dijo—. Coronel. Venga conmigo.

Abrió la puerta. Rachel lo siguió al pasillo.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—Vamos a tener una pequeña charla —dijo. Se encaminó a buen paso a la sala de conferencias sin esperar a ver si ella lo seguía. Tras subir varias cubiertas en el ascensor y recorrer otro pasillo, entraron en una habitación con una mesa y varias sillas. Por fortuna, estaba vacía. El oficial esperó a que ella entrara y a continuación cerró la puerta.

—Siéntese —dijo.

La inspectora se sentó en el borde de una silla, se inclinó hacia delante y lo miró con expresión seria.

—Usted cree que voy a echarle un rapapolvo —empezó a decir él—. Y tiene razón. Pero por una razón distinta a la que cree.

Rachel levantó una mano.

—Deje que lo adivine. ¿Por plantear cuestiones políticas en un contexto operacional? —Le dirigió una mirada casi burlona—. Escuche, comandante. Hasta que llegué a la cubierta y vi lo que estaba haciendo, no sabía lo que estaba pasando, pero ahora creo que le interesa realmente oír lo que tengo que decir para contárselo luego al capitán. O al comodoro. O a ambos. Las cadenas de mando están muy bien, pero si va usted a retirar la anomalía orbital, creo que tenemos menos de seis horas antes de que se desate el infierno, y me gustaría que el mensaje llegase arriba. Así que, ¿podemos posponer el dramatismo hasta que nos sobre el tiempo y hacer lo que tenemos que…?

—Está usted actuando de forma temeraria —la acusó Ilya.

—Sí —asintió ella—. He hecho una carrera de ello. Asomo la cabeza por las esquinas y meto la nariz en los asuntos de los demás y encuentro respuestas que nadie sabía que estuvieran allí. Hasta el momento, he salvado ocho ciudades y setenta millones de vidas. ¿Preferiría que fuera menos molesta?

—Dígame lo que sabe. Luego decidiré. —Pronunció las palabras muy cuidadosamente, como si estuviera haciendo una gran concesión frente a la indisciplinada resistencia de ella a mantenerse en su lugar.

Rachel se reclinó en la silla.

—Es una cuestión de deducción —dijo—. Aunque tener un poco de contexto ayuda. Para empezar, esta nave… esta flota no se ha embarcado accidentalmente en un viaje de cuatro mil años al futuro. Están ustedes intentando llevar a cabo una maniobra que casi viola, aunque sin llegar a hacerlo, gran cantidad de tratados y un par de leyes de la naturaleza respaldadas por una voluntad semidivina. No van a entrar en su propio cono de luz, pero van a llegar muy cerca de él: se sumergirán en el futuro para esquivar cualquier vigilancia, o cualquier devorador o campo de minas que el Festival podría haber interpuesto en su camino, saltar sobre ellos para llegar a su destino y a continuación tirar de las riendas para volver al pasado y, como por ensalmo, llegar justo después de la aparición del Festival. ¿Sabe lo que me sugiere eso? Me sugiere una extremada temeridad. La Regla Tres existe por una razón y si la ponen a prueba estarán aporreando la puerta del Escatón.

—Eso ya lo he oído hasta la saciedad —asintió Ilya—. ¿Y?

—Bueno, deberían preguntarse, ¿qué cabría esperar encontrarse aquí? Llegamos y buscamos una boya. Una cápsula temporal con detalladas notas enviadas desde nuestro propio cono de luz pasado: un oráculo, en la práctica, que nos revele un montón de cosas sobre el enemigo que no deberíamos saber porque en nuestra línea temporal no nos hemos cruzado todavía con ellos. Más argucias. Y sin embargo seguimos vivos.

—No comprendo. ¿Por qué no deberíamos estarlo?

—Porque… —se lo quedó mirando un momento—. ¿Sabe lo que le pasa a la gente que utiliza la violación de la causalidad como arma? —preguntó—. A ustedes les falta muy poco para hacerlo, lo que es ya de por sí una locura. ¡Y se salen con la suya! Lo que, sencillamente, no está en el guión, a menos que las leyes hayan cambiado.

—¿Leyes? ¿De qué está usted hablando?

—Leyes. —Puso los ojos en blanco—. Las leyes de la física son, en algunos casos, sospechosamente antropocéntricas. Empezando por el Principio de Heisenberg, según el cual la presencia de un observador influencia al objeto de su observación a nivel cuántico. Trabajando a partir de aquí podemos encontrar un montón de sorprendentes correlaciones en el universo. Considere, por ejemplo, la relación de magnitud entre la atracción nuclear fuerte y la atracción electromagnética. Si la variáramos un poco en un sentido, los protones y neutrones no reaccionarían y la fusión no se produciría. Si la variáramos un poco en el otro, el ciclo de fusión estelar se detendría en el helio: no podría formarse ningún núcleo más pesado. Existen tantas correlaciones como esta que los cosmólogos tienen la teoría de que vivimos en un universo que existe específicamente para engendrar a nuestra forma de vida o a alguna otra descendiente de ella. Como el Escatón.

—¿Y?

—Que ustedes están quebrantando algunas de las más arcanas leyes cosmológicas. Las que afirman que cualquier universo en el que se produce una auténtica violación de la causalidad, un viaje en el tiempo, es de facto inestable. Pero la violación causal solo es posible cuando existe un agente causal, en este caso el observador, y los descendientes de ese observador pueden poner objeciones serias a la violación. Por decirlo de otra manera: se acepta como una ley de la cosmología porque el Escatón no tolera a los idiotas que tratan de quebrantarla. Por esa razón mi organización trata de educar a la gente para no que no lo haga. No sé si alguien le ha contado a su Almirantazgo lo que pasó en lo que ahora es la Nebulosa del Cangrejo, pero basta con decir que hay allí un púlsar que no es natural y una especie extinta de potenciales conquistadores de la galaxia. Alguien trató de cambiar las reglas… y el Escatón se lo cargó.

Ilya se obligó a separar los dedos del brazo de su silla.

—¿Está usted diciéndome que la cápsula que estamos a punto de recoger es una bomba? Seguro que el Escatón ya habría tratado de matarnos a estas alturas, o al menos de capturarnos…

Rachel esbozó una sonrisa desprovista de alegría.

—Si no me cree, ese es su problema. Nosotros ya hemos visto una docena de incidentes parecidos en el pasado. Me refiero al Comité de Análisis sobre Armas Causales del Servicio de Inteligencia de Defensa de la ONU. Incidentes en los que algún intento por construir una máquina de violación de la causalidad acabó mal. Normalmente no son cosas tan toscas como su pequeña travesía de ida y vuelta en el tiempo, por cierto. Se trataba de verdaderas MVC. Editores de historia, censores de realidad, bombas de paradoja del abuelo, y un juguete realmente horrible llamado ablador espacial. Ahí fuera existe toda una ontología de armas de violación de causalidad, iguales a las bombas nucleares: bombas atómicas, bombas de fusión detonadas por fisión, implosionadores de fuerzas electrodébiles y así sucesivamente.

»Todos y cada uno de los lugares en los que se desplegaron MVC habían sido arrasados, exhaustiva y sistemáticamente, por agentes no identificados… pero atribuibles al Escatón. Nunca hemos detectado una de ellas en el proceso de ser destruida, porque en estos casos el gran E tiende al exceso: la herramienta de demolición de menor tamaño suele ser algo así como un asteroide de quinientos kilómetros arrojado sobre la capital de la región a dos mil kilómetros por segundo.

»Así que supongo que lo más sorprendente es que sigamos con vida. —Dirigió la mirada a las sillas vacías que los rodeaban y la estación de trabajo apagada que había en la mesa—. Ah, y otra cosa. El Escatón siempre destruye las MVC justo antes de que se pongan en funcionamiento. Suponemos que sabe dónde encontrarlas porque tiene las suyas propias. Es algo así como preservar una hegemonía nuclear regional atacando a cualquiera que construya un reactor nuclear o una planta de enriquecimiento de uranio, ¿comprende? En cualquier caso, ustedes no han quebrantado la ley aún. La flota está reuniéndose, han localizado la cápsula temporal, pero todavía no han cerrado el bucle ni han utilizado el oráculo en un contexto prohibido. Todavía podrían salir con bien de esta si regresan al pasado pero no tratan de llegar ni un momento antes de su punto de partida. Pero yo tendría mucho cuidado al abrir esa cápsula temporal. Al menos, háganlo a una distancia notable de cualquiera de sus naves. No saben lo que podría contener.

Ilya asintió de mala gana.

—Creo que el capitán debe estar al corriente de esto.

—Y que lo diga. —Miró la consola—. Hay otra cuestión. Creo que necesitan todas las ventajas con las que puedan contar en este momento y una de ellas es quedarse la mayor parte del tiempo en este camarote, de brazos cruzados. Puede que le convenga mantener una charla con Martin Springfield, el ingeniero de los astilleros. Es un hombre extraño y tendrán que hacer más concesiones de las normales a su manera de pensar, pero creo que sabe más de lo que dice… mucho más cuando se trata de sistemas de propulsión. MiG no le estaba pagando dos mil coronas a la semana por su cara bonita. Cuando MiG le vendió este pájaro a su Almirantazgo, lo hizo contando también con un contrato de mantenimiento y modernización a cincuenta años… que probablemente genere más ingresos que la venta inicial.

—¿Qué está tratando de decir? —Ilya parecía irritado—. Las cuestiones de ingeniería no son de mi competencia, ya debería saberlo. Y le agradeceré que no me diga cómo hacer mi…

—Cierre el pico. —Alargó la mano y lo cogió del brazo, no con fuerza, pero sí con la firmeza suficiente para sobresaltarlo—. Usted no comprende cómo funciona un cártel armamentístico, ¿verdad? Mire. MiG le vendió a su gobierno una nave con determinadas especificaciones de funcionamiento. Especificaciones que podrían satisfacer los requisitos con los que soñaba su Almirantazgo. Las especificaciones de funcionamiento para las que fue diseñada son otra cuestión… pero sin duda tenían la intención de cobrarles las modernizaciones durante toda su vida útil. Y posiblemente tienen más experiencia en combate interestelar real que su Almirantazgo que, a menos que yo esté muy equivocada, jamás ha librado una guerra interestelar de verdad. Una guerra, digo, y no el envío de unas cuantas naves artilladas para intimidar a unos salvajes de la edad de piedra. Pórtese bien con Springfield y puede que él le dé una grata sorpresa. A fin de cuentas, su vida depende de que esta nave haga bien su trabajo.

Guardó silencio.

Ilya se la quedó mirando con expresión ilegible.

—Informaré al capitán —murmuró. A continuación se puso en pie—. Entretanto, le agradeceré que permanezca fuera de la sala de operaciones mientras yo esté al mando… o que limite sus comentarios en público. Y que no tenga contacto alguno con ningún oficial. ¿Me ha comprendido?

Rachel le aguantó la mirada. Si la expresión del teniente era ilegible, la de ella era totalmente elocuente.

—Comprendo perfectamente —dijo. Entonces se levantó y, tras cerrar la puerta con suavidad, salió de la sala sin decir nada más.

Ilya la siguió con la mirada y se estremeció. Furioso, sacudió la cabeza y a continuación cogió el teléfono y habló al operador.

—Póngame con el capitán —dijo—. Es importante.

Era una cápsula temporal, abollada y deslustrada tras cuatro mil años en el espacio. Y traía correo.

El dron de reconocimiento la manipuló delicadamente, mientras la sondeaba con los sensores de radar e infrarrojo. Cubierta de humedad, fría y silenciosa, la cápsula no daba señales de vida, salvo un poco de radiación residual en su extremo de popa. Se trataba de un cohete compacto de materia/antimateria que había recorrido a una penosa velocidad sublumínica los dieciocho años luz que la separaban de la Nueva República. El morro cónico estaba arañado y chamuscado y tenía en algunas zonas señales dejadas por su recorrido por el inhóspito medio interestelar. Pero detrás de este esperaba una esfera plateada de un metro de diámetro. La cápsula estaba hecha de diamante sintético industrial de cinco centímetros de grosor, una caja de caudales capaz de soportar cualquier cosa a excepción de un arma nuclear.

El correo venía empaquetado en discos, láminas de oro reflectante protegidas por obleas de diamante. Era una tecnología antigua pero extraordinariamente duradera. Utilizando brazos robóticos externos, los tripulantes que manejaban el dron de exploración desatornillaron la tapa que sellaba la cápsula temporal y extrajeron delicadamente los discos. A continuación, tras haberse asegurado de que no se trataba de explosivos, antimateria ni nada por el estilo, el dron de exploración dio media vuelta y emprendió el camino de regreso al Lord Vanek y las demás naves del primer escuadrón de acorazados.

El descubrimiento del correo —y aparentemente la cantidad de discos era excesiva para tratarse solo de datos tácticos sobre el enemigo— sumió a la tripulación en un frenesí de impaciencia. A esas alturas llevaban ya dos meses confinados en la nave y la posibilidad de recibir mensajes de sus familiares y seres queridos provocó una oleada de ansiedad alternada, en algunos casos individuales, con una profunda depresión ante la mera idea de ser olvidados.

Rachel, sin embargo, no se sentía partícipe de la atmósfera reinante: las probabilidades de que el Almirantazgo hubiera permitido que sus jefes le enviaran un mensaje cifrado eran, según sus cálculos, inferiores a cero. Martin tampoco esperaba nada. Su hermana no le había escrito a Nueva Praga. ¿Por qué iba a hacerlo ahora? De su ex-esposa no quería ni oír hablar. En términos emocionales, la persona más próxima a él en la actualidad —por muy extraña que fuera la idea— era la propia Rachel. Así que, mientras los oficiales y la tripulación del Lord Vanek pasaban sus horas libres especulando sobre las posibles cartas de casa, Rachel y Martin dedicaban su tiempo a preocuparse por no ser vistos. Porque, como ella había señalado de forma delicada, él carecía de acreditación diplomática y, aun dejando a un lado las cuestiones de la moralidad pública en la Nueva República, no sería conveniente que alguien creyera que podía utilizarlo contra ella.

—Lo más probable es que no sea buena idea que pasemos mucho tiempo juntos en privado, amor mío —había murmurado, apoyada en la parte trasera de su hombro mientras yacían juntos en el estrecho jergón del camarote de Martin—. Cuando todos los demás estén en sus puestos de combate, es poco probable que nos vean, pero el resto del tiempo…

Los hombros de Martin se pusieron tensos y ella supo que lo había comprendido.

—Tendremos que buscar una forma de vernos —dijo—. ¿Crees que es posible?

—Sí. —Había hecho una pausa para besarlo en el hombro—. Pero no si eso significa que vas a correr el riesgo de que un capullo estirado te encierre por conducta indecorosa o convenza al almirante de que soy una puta de a dos kopecs a la que se puede sobar o ignorar sin problemas, cosa que, por cierto no se aleja mucho de lo que algunos de ellos piensan de mí.

—¿Quiénes? —Martin rodó sobre el costado y la miró con expresión sombría—. Dime quiénes…

Shh. —Entonces había llevado un dedo a sus labios y, por un instante, Martin había encontrado sobrecogedora su expresión—. No necesito un protector. No me digas que sus ideas han empezado a afectarte.

—¡Espero que no!

—No, creo que no. —Se echó a reír en silencio y se apretó contra él.

Martin estaba sentado a solas en su camarote algunos días más tarde, acunando nostálgicos pensamientos sobre Rachel y saboreando una taza de café que se enfriaba con rapidez, cuando alguien aporreó la compuerta.

—¿Quién anda ahí? —exclamó.

—¡Correo para el ingeniero! ¡Recójalo en la oficina del comisario! —Unos pies se alejaron a toda prisa y siguió una cacofonía en el mismo corredor, a cierta distancia.

—¿Hmmm? —Martin se incorporó. ¿Correo? A primera vista, parecía improbable. Claro que, todo lo relacionado con aquel viaje era improbable. Sobresaltado en medio de sus ensoñaciones, se inclinó, buscó sus zapatos y a continuación fue en busca de la fuente de su interrupción.

No tuvo dificultades para encontrarla. La oficina era una caótica melé de hombres de uniforme que trataban de alcanzar sus cartas y las de cualquier otro al que conocieran. El correo se había impreso en papel y venía en pulcros sobres de color azul. Intrigado, Martin buscó al responsable.

—¿Sí? —El desesperado suboficial a cuyo cargo estaba el mostrador del correo levantó la mirada del montón que estaba tratando de juntar para transferirlo a la nave correo de Su Majestad, la Godot—. Oh, usted. Allí, en la sección de “otros”.

Señaló una pequeña caja que contenía una selección de sobres: las cartas para los muertos, los locos y todos aquellos que no pertenecían a la marina.

Martin rebuscó en el montón con curiosidad hasta que encontró una carta con su nombre. Era un sobre bastante grueso. Qué raro, pensó. En lugar de abrirlo allí mismo, se lo llevó a su camarote.

Cuando lo abrió, estuvo a punto de tirarlo inmediatamente: empezaba con la temida frase, “Mi querido Marty”. Solo una mujer lo llamaba así, y a pesar de que era la protagonista de algunos de sus recuerdos más queridos, también era capaz de inspirarle una especie de rabia amarga y angustiada que después hacía que se avergonzara de sus propias emociones. Morag y él se habían separado ocho años atrás y las recriminaciones y culpas habían dejado una trinchera de silencio entre ellos.

Pero ¿qué podía haberla impulsado a escribirle ahora? Había sido siempre una mujer muy verbal y sus mensajes por correo electrónico solían estar llenos de frases tensas y mal construidas en lugar de los diluvios emocionales que reservaba para la comunicación cara a cara.

Desconcertado, Martin empezó a leer.

Mi querido Marty,

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te escribí. Confío en que me perdones. He estado muy ocupada, como suele decirse, porque también tengoque ocuparme de Sara. Últimamente se está poniendo muy alta y se parece mucho a su padre. Confío en que puedas venir a su dieciséis cumpleaños.

Dejó de leer. Tenía que ser un elaborado chiste. Su ex-mujer parecía estar hablando de una niña —su hija— que no existía. ¡Y aquel no era su estilo en absoluto! Era como si algún otro, escribiendo con un dossier de historia familiar, estuviera tratando de…

Empezó a leer de nuevo, solo que esta vez muy alerta ante los posibles mensajes ocultos.

Sarah está estudiando teología en el colegio estos días. Ya sabes lo estudiosa que ha sido siempre. Su nuevo profesor, Herman, parece haber conseguido que saliera del cascarón. Está trabajando en una disertación sobre Escatología. Ha insistido en que te envíe una copia (adjunta más adelante).

El resto de la carta era un compendio de banalidades sobre amigos ficticios, reminiscencias sobre recuerdos mutuos inventados y triviales y otros (presumiblemente bien documentados) verdaderos. Martin no encontró en ella más mensajes.

Pasó a la “disertación”. Era bastante larga y no pudo por menos que admirar la astucia demostrada por Herman al enviarla. ¿Escribían los escolares de la Nueva República ensayos de ocho páginas sobre Dios? ¿Y sobre las motivaciones de Dios tal como se deducían del valor de la constante cosmológica? Estaba escrita en un estilo preciosista y un poco aburrido que rechinaba un poco, como el de un estudiante muy serio a la caza de buenas notas en lugar de una monografía de ensayo tratando de afirmar un punto de vista. Entonces su mirada se posó en las notas a pie de página:

1. Consideremos el caso hipotético de una fuerza que trata de crear una violación de la causalidad localizada que no produce un cono de luz en el que esté incluido su punto de origen (estamos asumiendo implícitamente una zona esférica perfecta de pecado que se expande a una velocidad C y con origen en el tiempo T0). Si el volumen esférico de pecado no se entrecruza con la trayectoria tetradimensional del emplazamiento inicial de la potencia, no nos encontramos ante un pecado original. Consecuentemente, no es de esperar que el Escatón condene a la civilización pecaminosa entera a la condenación o a una supernova de Tipo II; es posible la redención. Sin embargo, se requiere la condenación de la fuerza pecaminosa que provocó la violación de la causalidad.

Pasó de página y empezó a subrayar frases y palabras significativas.

2. ¿El Escatón actúa siempre de forma destructiva? Probablemente la respuesta sea “no”. Nosotros vemos las consecuencias de la intervención en términos del pecado original, pero por cada una de estas intervenciones hay posiblemente miles de actuaciones realizadas en nuestro mundo con sutileza y precisión. La agencia que lleva a cabo estas intervenciones debe permanecer en el anonimato para ser eficaz. Probablemente huya de la escena después de su acción y se esconda entre las masas. Es posible incluso que la agencia trabaje en concierto con nuestros propios esfuerzos como humanos temerosos del Escatón para asegurarse de que no existen tales violaciones. Es posible que algunas agencias gubernamentales Escatológicamente conscientes ayuden a los amigos secretos del Escatón si son conscientes de su presencia. Otros, agentes secretos de potencias pecaminosas, pueden tratar de identificarlos y arrestarlos.

Bueno, era todo sumamente instructivo. Por lo general, los canales esteganográficos, con su potencial para los malentendidos y los mensajes confusos, irritaban a Martin, pero en esta ocasión Herman estaba mostrándose muy claro. Desconfía de la policía secreta de la Nueva República. Posible ayuda de otras agencias: ¿se refería con eso a Rachel? No habría castigo contra la propia Nueva República: eso le quitaba un gran peso de la conciencia, porque por mucho que despreciara a sus habitantes o lo desagradaran sus costumbres, no merecían morir por culpa de la incapacidad de sus líderes para enfrentarse a un problema sin precedentes. Sin embargo, la última nota a pie de página se resistió a todos sus esfuerzos, por mucho que tratara de comprenderla.

3. Por supuesto, poca gente contemplaría la posibilidad de quebrantar las leyes de la causalidad de no mediar al menos una amenaza aparente de gran magnitud. Una se pregunta qué podrían hacer los colaboradores invisibles del Escatón si se vieran ante la necesidad de prevenir una violación de la causalidad delante de una de estas amenazas. Llegados a este punto, podrían sufrir un conflicto de lealtades: por un lado, la defensa de las leyes del cosmos antropológico, y por otro, la remisión a abandonar a sus confundidos pero a pesar de ello humanos hermanos en las garras de un gran mal. En estas circunstancias, estoy segura de que el Escatón diría a sus agentes que protegieran los intereses de los humanos inmediatamente después de prevenir la fractura del espacio-tiempo. Puede que el Escatón no sea un Dios compasivo, pero es pragmático y no quiere que sus herramientas se rompan a su servicio. En este caso, el punto clave es determinar cuál de los bandos está menos equivocado. Esto nos conduce al bosque de la ética, donde todo es un festival de ambigüedad. Lo único que podemos esperar es que los ayudantes secretos tomen las decisiones más correctas… o de lo contrario, las consecuencias de su criticismo podrían ser muy graves.

Martin se reclinó en su asiento y se rascó la cabeza.

—¿Y qué demonios significa esto? —musitó para sí.