Incidente en el depósito lobo

Todo empezó con un telegrama.

Dispuesta en formación dispersa con otras seis naves de guerra, la Lord Vanek avanzaba hacia la heliopausa, donde los vientos solares se encontraban con el duro vacío del espacio interestelar. El Depósito Lobo se encontraba cinco años luz más adelante, y casi cinco años hacia el futuro, porque el plan era que la flota siguiera una senda temporal casi cerrada, se sumergiera en el futuro (permaneciendo en un radio de un cono de luz y con el ápice apuntado hacia Nueva Praga al primer signo de ataque) y a continuación utilizara las cajas negras adosadas a los módulos de su motor para regresar al pasado. Sin quebrantar la letra de la ley del Escatón —No violarás globalmente la causalidad—, la flota llegaría a la órbita del Planeta de Rochard justo después de la aparición del Festival, mucho más deprisa de lo que una fuerza de semejantes dimensiones hubiera podido salvar los ocho saltos que la separaba de su colonia. En el proceso, esquivaría a cualquier contingente enviado por el enemigo para interceptar un contraataque directo… y recogería una cápsula temporal con análisis de la batalla realizados por historiadores del futuro para contribuir a la planificación del Almirante.

Al menos, esto era lo que dictaba la teoría. Llegar allí a una velocidad imposible, con más potencia de fuego de la que esperarían los atacantes y con información de antemano sobre el orden de batalla y las intenciones defensivas del enemigo. ¿Qué podía salir mal?

En la sala de operaciones reinaba una atmósfera de completa concentración mientras los oficiales del equipo oro —el contingente de la tripulación que estaría de guardia cuando se llevara a cabo el primer salto, el que llevaría la nave al futuro, así como a las profundidades del espacio— realizaba la secuencia de comprobaciones.

El capitán Mirsky se encontraba en un extremo de la sala, junto a la pesada escotilla estanca, observando a los oficiales en sus puestos: un análisis de telemetría en curso, enviado por los sistemas de gestión de batalla de la nave, ocupaba la pantalla-pared principal. La atmósfera estaba tan tensa que podía cortarse con un cuchillo. Era la primera vez que una nave de guerra de la Nueva República se enfrentaba a un enemigo tecnológicamente avanzado. Y nadie, hasta donde sabía el estado mayor del comodoro Bauer, había tratado nunca de llevar a cabo un procedimiento táctico como aquel. Podía haber cualquier cosa al otro lado. Cinco años en el futuro era lo más lejos que se atrevían a llegar de un solo salto. En teoría, debía de haber una baliza de navegación esperándolos, pero si algo iba terriblemente mal, podía ser el enemigo el que estuviera allí. Mirsky esbozó una pequeña sonrisa. Razón de más para poner el máximo cuidado, pensó. Si lo estropeamos, no habrá segunda oportunidad.

La attaché militar enviada por la Tierra se había presentado sin ser invitada en mitad de las operaciones y probablemente enviaría un informe detallado a sus jefes. No es que eso fuera a suponer diferencia alguna a estas alturas, pero al sentido del orden de Mirsky le ofendía tener una turista a bordo, y más aún una turista cuya lealtad era cuestionable. Decidió ignorarla. O, si eso resultaba imposible, expulsarla inmediatamente.

—Primer punto límite en cinco cero segundos —informó el ingeniero de vuelo—. Buffers de compensación de marco preferencial definidos como maestros. Distancia al punto de salto, seis cero segundos. —Siguió desgranando la jerga técnica con voz tensa y pausada. En la rutina propia de cualquier nave de guerra, cada frase venía definida por un procedimiento del manual.

Artillería uno:

—Recibido. Preparados para activar la red de láseres. —Un gran sistema de láseres, más de un millón de células diminutas distribuidas sobre la piel de la nave, capaces de operar como una sola batería láser, llevó a cabo todas las comprobaciones de rutina e informó sobre su estado. La nave estaba acercándose al punto de salto. Mientras lo hacía, absorbía energía del inestable y energizado vacío que tenía delante y lo almacenaba haciendo girar el núcleo de su motor, el diminuto y eléctricamente cargado agujero negro acunado en el corazón de la esfera de contención de la sala de máquinas.

Ingeniería:

—Suspensión principal de propulsión a menos dos segundos. Tres cero segundos para el salto.

La nave flotaba hacia el punto de transición. El espacio ondulado que tenía delante empezó a allanarse y, con una hemorragia de energía, empezó a regresar al estado de vacío fundamental. Otras seis enormes naves de guerra venían tras ella, a intervalos de cinco minutos. El Escuadrón Dos, la cobertura de naves más ligeras que había partido después que laLord Vanek, los había adelantado el día antes y había saltado hacía seis horas.

Comunicaciones:

—Telegrama de la cubierta de comandancia, señor.

—Léalo —dijo Mirsky.

—Telegrama del almirante Kurtz, abierto, dirigido a la oficialidad. Comienza: asuma presencia naves enemigas en destino. Stop. Abra fuego al contacto con fuerzas hostiles. Stop. Por la gloria del imperio. Termina. Enviado a todas las naves de la flota vía canal causal.

Los canales causales entre las naves quedarían arruinados, y sus contenidos estropeados sin esperanza de reparación, en el instante mismo en que la nave llevara a cabo su primer salto entre puntos equipotenciales: el enlace cuántico era un fenómeno frágil y no sobrevivía a las transiciones superlumínicas.

Mirsky asintió.

—Recibido. Todos los puestos de combate en estado de alerta.

Empezaron a sonar lastimeras alarmas por toda la nave.

—Trampa de marco de referencia ejecutada. —Relativística—. Campo de salto preparado. Tenemos una caja blanca en el grupo B, repito, caja blanca en el grupo B.

Tener un marco de referencia cautivo significaba que la nave había cartografiado con toda precisión el emplazamiento concreto en el espacio y el tiempo de su origen. Utilizando los nuevos controladores del motor, la Lord Vanek podría regresar al mismo punto desde una localización futura, s iguiendo un bucle temporal cerrado.

Mirsky se aclaró la garganta.

—Salto a discreción.

Las luces no menguaron, no hu bo sensación de movimiento y, virtualmente, no ocurrió nada… salvo que un chorro de partículas exóticas fue bombeado a la ergosfera del agujero negro del motor de la nave. No obstante, sin el menor alboroto, la disposición de las estrellas alrededor de la nave cambió.

—Salto confirmado. —Casi todos los presentes exhalaron un suspiro de alivio.

—Exploración, veamos dónde nos encontramos. —Mirsky no dio la menor muestra de inquietud, a pesar de que su nave acababa de dar un salto de cinco años a su propio futuro y se había adentrado un pársec y medio en lo desconocido.

—Sí, señor: red de láseres conectándose. —Unos dos gigavatios de potencia, la suficiente para cubrir las necesidades de una ciudad pequeña, se derramaron por la epidermis de la nave: si había algo que le sobraba a una nave como la Lord Vanek, era electricidad de consumo. La nave se encendió como un púlsar y emitió un chorro de luz ultravioleta coherente lo bastante potente para freír a cualquiera que se encontrase en un radio de hasta doce kilómetros. Se estabilizó y empezó a explorar rápidamente el espacio con un haz concentrado que diseccionó el espacio que tenía delante. Al cabo de un minuto volvió a apagarse.

Radar: —No hay obstáculos. Estamos solos. Que era lo que cabía esperar. Allí fuera, a una distancia de la estrella primaria de entre quince y cincuenta unidades astronómicas, uno podía viajar 100 millones de kilómetros en cualquier dirección sin encontrar nada mayor que una bola de nieve. El intenso impulso de luz ultravioleta se propagaría durante minutos, y luego horas, antes de devolver la débil señal de una superficie sólida.

—Muy bien. Conn, pongámonos en marcha. Un g, delta total de uno cero k.p.s. —Mirsky se irguió mientras el oficial del timón realizaba la maniobra. Diez k.p.s no era demasiada velocidad pero permitiría a la Lord Vanek alejarse a buen ritmo de su punto de salida sin emitir demasiado ruido de motores y dejando espacio para el resto de la flotilla que lo seguía. En las profundidades del halo, un impulso lidar solo podía significar la presencia de una nave de guerra, y sería extremadamente peligroso permanecer demasiado cerca de su punto de origen. En la nube Oort de un sistema industrializado, hasta las bolas de nieve podían morder.

—¡Señal a nueve dos seis cuatro! —graznó Radar Dos—. Distancia cuatro punto nueve M-clics, orientación uno por siete cinco por tres tres dos. Montones de gammas calientes de uno punto cuatro Me-V… ¡Están cocinando con antimateria!

—¿Aceleración? —preguntó Mirsky.

—Rastreando… uno punto tres g, confirmado. Sin cambios. Uh, espere…

—Comunicaciones, parte de la Kamchatka, señor.

—Ábralo, Comunicaciones.

—El mensaje reza, cito, atacados por lanzamisiles enemigos, stop. Situación grave, stop. Dónde están los acorazados, stop. A todas las unidades, respondan, stop.

Mirsky parpadeó. ¿Naves enemigas? ¿Tan pronto? Pero si el Depósito Lobo, un sistema minero explotado por el rico y densamente industrializado Septagon Central, se encontraba en el umbral mismo de la puerta de la Nueva República. ¿Qué coño estaban haciendo, permitiendo que naves enemigas alienígenas…?

—Segunda andanada a nueve seis cuatro —llamó Radar Uno—. El mismo perfil de emisión. ¡Parece que hemos despertado un enjambre!

—Espere —dijo Mirsky con voz chirriante. Se estremeció, visiblemente sorprendido por las noticias—. ¡Espere, maldición! Quiero ver qué más hay ahí afuera. Comunicaciones, no respondan bajo ninguna circunstancia a las señales de la Kamchatka o de ninguna de las naves que nos han precedido sin mi autorización. Si hay naves enemigas, no sabemos si nuestras señales se han visto comprometidas.

—Sí, sí, señor. Silencio de señales en todos los elementos enmascaradores.

—Y ahora —inclinó la cabeza y escudriñó la pantalla que tenía delante—, si esto es una emboscada…

Las trazas de rayos gamma iluminaban la pantalla principal, marcadas con iconos que indicaban su posición y su vector con relación al sistema más próximo. Uno punto tres g no era una gran aceleración, pero sí la suficiente para provocar escalofríos en la columna vertebral de Mirsky: significaba sistemas de propulsión de gran potencia, inducción gravitatoria por fusión, antimateria o cuántica, no los débiles motores de iones de un sistema robótico. Eso podía significar varias cosas: bombarderos relativísticos sublumínicos, sistemas de misiles, interceptores intrasistema o cualquier otra cosa. La Lord Vanek tendría que pasar sobre ellos para llegar a la zona del siguiente salto. Lo que podría proporcionarles una oportunidad de abrir fuego a unos 1000 k.p.s.… una velocidad a la que haría falta muy poco, tal vez no más que un granito de arena, para acabar con una nave. Si era una emboscada, probablemente significara el fin de la flotilla entera.

—Radar —dijo—. Quiero un segundo impulso lidar, tres cero segundos. A continuación planeen un vector intersecado con esas señales, compensación uno cero kiloclics en la distancia mínima, aceleración uno cero g, salva de dos SEM-20 a uno cero cero kiloclics.

—Sí, señor.

—Misiles armados, lanzamiento menos uno cero segundos. —Era el comandante Helsingus, estacionado en Artillería Uno.

—Quiero que puedan echar un buen vistazo a nuestro perfil de ataque —murmuró el capitán—. Desde cerca. —Ilya Murametz lo miró de soslayo—. Que los chicos sigan en sus puestos —añadió Mirsky mientras giraba la cabeza hacia él. Ilya asintió.

—¡Emisión Gamma! —informó Radar Dos—. Ráfaga a uno cuatro siete uno. Distancia uno uno punto dos M-clics, orientación uno por siete cinco por tres tres dos. ¡Parece que están disparando, señor!

—Comprendido. —Mirsky juntó las manos de una palmada. Murametz se encogió mientras hacía crujir sus nudillos—. Atentos y esperen. Timón: ¿Cuál es la trayectoria del ataque?

—La estamos calculando ahora mismo, señor.

—Lidar delantero. Parece que estamos en medio de un enfrentamiento. Y a estas alturas ya saben que estamos aquí. Así que vamos a echarles un buen vistazo.

Comunicaciones: —Señor, un nuevo mensaje enviado supuestamente por la Kamchatka. Y otro de la Aurora.

—Léalos. Mirsky señaló con un gesto de cabeza el puesto de comunicaciones, donde el suboficial responsable empezó a leer de una cinta perforada que salía de la boca de bronce de una cabeza de perro:

—La Kamchatka dice, cito, trabado combate con lanzamisiles enemigos stop estamos devolviendo el fuego stop proa de nave enemiga nos apunta con sistemas de designación de objetivos stop situación desesperada dónde están. Fin del mensaje. La Aurora dice, cito, sin contactos enemigos stop Kamchatka ha salido de trayectoria aguarda corrección de elementos orbitales stop por qué estamos disparando. Fin del mensaje.

—Oh, demonios del infierno. —Murametz se puso rojo—. En efecto —dijo Mirsky con sequedad—. La cuestión es, ¿el de quién? Táctica, ¿cuál es nuestro estatus?

—Objetivo designado, señor. La distancia ha disminuido a cuatro punto ocho M-clics. Velocidad a nuestro paso, uno cero cero k.p.s.. Encuentro proyectado en menos de dos punto cuatro kilosegundos.

—Tenemos un margen de… tres cero cero segundos —dijo Mirsky tras consultar el reloj—. Debería de bastar. Podemos echar un vistazo al más próximo sin acercarnos tanto que su base pueda dispararnos si es un sistema de misiles. ¿Está todo el mundo preparado? Artillería: quiero estimaciones sobre esos pájaros en tiempo real. Veamos cómo se comportan. Radar, ¿pueden utilizar un espectroscopio con el objetivo?

—¿A tres K-clics por segundo y desde uno cero K-clics de distancia? Creo que sí, señor, pero necesitaremos una baliza muy grande para hacer contraste.

—La tendrán. —Murametz esbozó una amplia sonrisa—. Artillería: preparen esos pájaros con punto un kilotón antes de dispararlos. Cabezas estándar MP-3.

—Sí, señor.

—Bien. Preparados.

En la parte trasera del puente, Rachel trató de no encogerse. Con su casco del servicio de inspección de armas, estaba demasiado familiarizada con los efectos de las bombas de americio: armas nucleares hechas de un isótopo más denso y más frágil que el plutonio y más estable que el californio. No eran más que bombas de fisión a la antigua, cargadas con una cabeza explosiva de alta potencia y una capa de agujas de cobre pre-fragmentadas: metralla que, en una batalla librada en el vacío, saldría disparada desde la zona de la detonación nuclear en un cono direccional muy estrecho y a velocidades casi próximas a la de la luz.

Los treinta minutos siguientes transcurrieron en un tenso silencio, interrumpido tan solo por las tensas observaciones de Radar Uno y Dos. Ningún objetivo más salió de su escondite. Puede que hubiera otros en el cinturón de Kuiper, pero ninguno de ellos estaba lo bastante próximo como para ver los intensos impulsos lidar de la nave de guerra o ser visto por ellos. En ese tiempo, los sensores pasivos captaron dos detonaciones nucleares a una distancia de media hora luz. Definitivamente, alguien estaba disparando. Y detrás de ellos, las características perturbaciones provocadas por seis naves de grandes dimensiones emergieron del salto y, acto seguido, conectaron sus lidar de combate y se pusieron en movimiento.

—Punto de lanzamiento en seis cero segundos —dijo Helsingus—. Dos SEM-20 preparados para disparar.

—Disparen según lo planeado —dijo Mirsky, enderezando la espalda y mirando directamente la pantalla. La flecha verde que marcaba el vector de la Lord Vanek había crecido y ahora empezaba a mostrar el tono púrpura de la distorsión relativística que rodeaba su sensible punta extrapolativa: la nave estaba acercándose ya a un cero coma cinco por ciento de la velocidad de la luz, una velocidad peligrosa. Si la velocidad era demasiado alta, no sería capaz de seguir con eficacia a sus objetivos. Y lo que era peor, no sería capaz de esquivar ni cambiar su vector con rapidez ni saltar de forma segura.

—Tres cero segundos. Armando los pájaros. Los pájaros ya tienen luz verde, señor.

—Estoy recibiendo emisiones del objetivo —dijo Radar Dos—. Montones de ellas… ¡Parecen sistemas de interferencia, señor!

—Red láser. Iluminen el objetivo —dijo Mirsky—. Artillería, pasen a modo pasivo.

—Sí, señor. —Con el sistema de guiado pasivo, los misiles adquirirían el objetivo iluminado por la batería láser de la Lord Vanek y harían blanco en su reflejo.

—El objetivo sigue acelerando lentamente —dijo radar Uno—. Parece un lanzamisiles. —Uno cero segundos. Lanzaderas cargadas.

—Tiene permiso para abrir fuego a discreción, comandante —dijo el capitán.

—Sí, señor. Ocho segundos. Navegación actualizada. Plataformas inerciales preparadas. Pájaros cargados, cabezas… luz verde. Cinco segundos. Comienza el lanzamiento del pájaro uno. Allá va. —La cubierta se estremeció un instante: diez toneladas de misil atravesaron la nave en toda su longitud, impelidas por un cañón magnético, y salieron despedidas por la proa a más de un kilómetro por segundo—. Lidar centrado en objetivo. Motor energizado. Ignición del motor del pájaro uno confirmada. Pájaro dos cargado y con luz verde… lanzamiento. Allá va. Motor energizado.

—Bingo —dijo Ilya en voz baja.

Unas flechas rojas que marcaban el progreso de los misiles aparecieron en la pantalla principal. No contaban con sistemas propios de potencia y dirección. Nadie en su sano juicio se atrevería a convertir un agujero negro cuántico y su sistema de apoyo en un robot suicida. En su lugar, los láseres de la nave los bañaban en un mar de energía que hacía hervir y supercalentaba la masa reactiva que llevaban hasta que salían disparados a una velocidad superior a la de la nave. Estrictamente hablando, los misiles eran armas de corto alcance y velocidad limitada y, por consiguiente, estaban obsoletos. Su único cometido era colocar un arma nuclear en el vector de intercepción apropiado, como el “bus” de los viejos MIRV del siglo XX. Se quedarían sin combustible al cabo de solo treinta segundos pero para entonces las cabezas estarían reduciendo la distancia que separaba la trayectoria prevista de la Lord Vanek y la nave enemiga. Poco después, los misiles harían blanco… y darían el golpe de gracia.

—Radar Uno. ¿Dónde están? —preguntó Mirsky en voz baja.

—Siguen como antes —informó el oficial—. Mantienen curso y vector. Y están emitiendo gran cantidad de ruido.

—Pájaro uno, impacto estimado en uno cero segundos —dijo Helsingus—. Están tratando de lanzar interferencias, señor. Sin resultado. —Lo dijo con grave satisfacción, como si el conocimiento de que las anónimas víctimas del ataque estaban ofreciendo una cierta resistencia simbólica confirmase que no estaba, de hecho, a punto de masacrarlos sin justificación. Hasta los oficiales más leales encontraban a veces difíciles de digerir los métodos aplicados de tres siglos de guerra nuclear.

Comunicaciones Dos, con la voz temblorosa de tensión:

—¡Las interferencias han cesado, señor! Estoy recibiendo una emisión de socorro. Dos… ¡No, tres! Repito, tres llamadas de socorro. Es como si estuvieran aullando antes de recibir el golpe.

—Demasiado tarde —dijo Helsingus—. Los alcanzaremos en tres dos segundos. Estarán dentro del radio de detonación.

Rachel se estremeció. De repente, una posibilidad horrible empezó a emerger a la superficie de su mente.

Mirsky volvió a hacer crujir los nudillos, y a continuación juntó las manos.

—Artillería. Quiero que se cargue un programa de evasión de emergencia, con capacidad de activación a menos uno cero segundos del punto de máxima proximidad si seguimos aquí.

—Sí, señor —dijo Helsingus con gravedad—. ¿Apoyo de la red de láseres?

—Todo el que quiera. —Mirsky hizo un ademán magnánimo—. Si seguimos aquí para disfrutar del espectáculo de luces.

Helsingus empezó a apretar interruptores como un poseso. En la pantalla, los misiles en vuelo cruzaron los puntos sin retorno y entraron en trayectorias balísticas. Empezaron a aparecer más misiles enemigos, como siniestros dedos azules extendiéndose desde el objetivo.

—Capitán —dijo Rachel con lentitud.

—… uno cero segundos. Han incrementado sus interferencias, señor, pero nuestros pájaros siguen activos.

—¿Y si la Kamchatka se equivoca? ¿Y si se trata de naves mineras civiles?

El capitán Mirsky la ignoró.

—¡Cinco segundos! Pájaro uno preparado para impactar: distancia inferior a uno cero K. Tres. Pulso electromagnético preparado. Cambio de voltaje de sensor MAG seis preparado, sistemas ópticos escudados… Detonación. Señor, confirmo que el pájaro uno ha detonado. Detonación. El pájaro dos ha desaparecido.

—Radar. ¿Qué ve? —preguntó Mirsky.

—Estamos esperando a que se disipe la niebla… Ah, volvemos a tener sensores en funcionamiento, señor. Los misiles siguen acercándose. Los restos y las explosiones están confundiendo el radar, el lidar funciona mejor. Eh… el espectroscopio de impacto se ha conectado, señor, tenemos un impacto confirmado en el objetivo alfa. Emisiones de oxígeno, nitrógeno y carbonitrilo. Creo que le hemos dado, señor.

—Le hemos dado… —Mirsky se detuvo. Se volvió y dirigió la mirada hacia Rachel—. ¿Qué ha dicho? —exigió saber.

—¿Y si se trata de civiles? Solo tenemos la palabra de la Kamchatka de que están siendo atacados. No hay ninguna evidencia directa salvo las bombas… que podrían ser suyas.

—Es absurdo. —Mirsky soltó un bufido—. ¡Ninguna nave nuestra podría cometer semejante error!

—Nadie nos está atacando con misiles todavía. El informe pre-salto advertía a todos de que estuvieran alerta ante la presencia de lanzamisiles enemigos. ¿No podría ser que la Kamchatka haya topado con una nave minera civil por accidente y se haya puesto un poco nerviosa y que lo que está usted viendo como un ataque sea en realidad la escolta del crucero disparando en la oscuridad a todo lo que se mueve?

Un silencio total. Los hombres y los oficiales lanzaron miradas de desaprobación a Rachel: ¡Nadie le hablaba así al capitán! Entonces, desde detrás de ella:

—Deyecciones de fragmentación en el radar, señor. El objetivo está partiéndose. Eh… humildemente informando, capitán, recibimos señales de socorro. Son civiles…

La Lord Vanek marchaba demasiado deprisa para detenerse y, como nave almirante y elemento principal del escuadrón, su deber era no hacerlo. No obstante, informaron de lo ocurrido al escuadrón y, tras ella, uno de los viejos acorazados se separó de la columna para recoger a los posibles supervivientes del desastroso ataque.

La imagen de conjunto, cuando finalmente cristalizó unas ocho horas más tarde, era realmente desoladora. Los “lanzamisiles” eran en realidad refinerías que operaban con las factorías robóticas migratorias que recorrían lentamente los cuerpos celestes del cinturón de Kuiper extrayendo Helio 3 de la nieve. Su repentino aumento de velocidad tenía una explicación muy sencilla: al ver aparecer naves alienígenas, les había entrado el pánico y habían soltado los contenedores de carga para poder abandonar el área a máxima aceleración. Una de las lejanas explosiones había sido causada por la Kamchatka, al lanzar una salva que había fallado por poco a uno de los “acorazados enemigos”: el crucero India. (El ataque había causado daños menores en el casco y habían tenido que evacuar un par de compartimientos. Por desgracia, el capellán del crucero se encontraba en aquel momento en uno de los compartimientos y había ido a reunirse con su hacedor).

—Le… les está bien empleado por estar en medio, maldita sea —dijo el almirante Kurtz con voz gangosa cuando el comodoro Bauer fue a llevarle la noticia en persona—. ¿Qu-qué se creen que es esto? —Hizo ademán de ponerse en pie, olvidadas momentáneamente sus piernas de cristal—. ¡Simple y llanamente, una asombrosa estupidez!

—Ah, creo que seguimos teniendo un problema —señaló Bauer mientras Robard trataba de conseguir que su señor volviera a sentarse—. Este sistema pertenece a Septagon y… ah… hemos recibido unas señales hace media hora que indican que tienen una nave de guerra en la zona y que se dirige hacia nosotros siguiendo una trayectoria de intercepción.

El almirante soltó un bufido.

—¿Y qué va a ha-hacer una sola nave?

Rachel, que había conseguido que le permitieran estar presente en la reunión del estado mayor con la excusa de que, como observador neutral, era su deber actuar como intermediario en situaciones como aquella, asistió con morboso interés a los balbuceos de Bauer. ¿De verdad es tan necio?, se preguntó mientras observaba al almirante, encorvado en su silla como un loro calvo, y con los ojos resplandeciendo con una expresión de demencia.

—Señor, según nuestros más recientes informes, la nave que… ah… nos está haciendo señales es uno de sus portaaviones de ataque de clase Apolo. Según dice el radar, viene acompañado por señales adicionales que indican la presencia de un grupo de ataque completo. Los superamos en número, pero…

Rachel se aclaró la garganta.

—Se los van a comer para desayunar.

Bauer giró la cabeza hacia ella.

—¿Cómo dice?

La oficial dio unos golpecitos a su AP, que había dejado sobre la mesa.

—Las estimaciones de inteligencia de la ONU sugieren que la política de Septagon de construir portaviones en lugar de las plataformas de láseres y misiles utilizadas por su marina proporciona una considerable ventaja a su capacidad de cubrir sistemas estelares completos. Por expresarlo de forma sencilla, aunque adolecen de falta de potencia de fuego a corta distancia, pueden lanzar un enjambre de interceptores que los machacarán desde lejos mucho antes de que ustedes estén a distancia de tiro. Además, son aterradoramente buenos y a menos que esté muy equivocada, ese portaviones, por sí solo, es superior a su flota entera. No quiero que parezca que pienso que no tienen ninguna posibilidad pero si están pensando en luchar contra ellos, ¿les importaría decírmelo de antemano? Es que me gustaría poder coger una cápsula de supervivencia antes de que eso pase.

—Bueno, no podemos rebatir las estimaciones de defensa de la Tierra, ¿verdad, comandante? —Bauer hizo un significativo gesto de cabeza dirigido a su oficial ejecutivo.

—Ah, no señor. El coronel está en lo cierto. —El joven y un poco aturdido teniente evitó la mirada de Rachel. Fue un pequeño insulto que ella estaba empezando a acostumbrarse a ignorar.

—Malditas invenciones modernas —musitó Kurtz entre dientes—. Malditos poliaristados que no quieren que triunfemos… ¡Pérfidos tecnófilos! —Y en voz más alta—. ¡Debemos seguir adelante!

—Absolutamente de acuerdo. —El comodoro Bauer asintió con aire de sabiduría—. Si continuamos hacia el Punto Dos de nuestra ruta, dejando que se encargue la embajada de las menudencias diplomáticas… hablando de lo cual… Teniente Kossov. ¿Qué noticias hay de la baliza? ¿Qué sabemos de ese Festival, de su orden de batalla y sus motivaciones? ¿Qué hemos averiguado?

—Ah… —El teniente Kossov se quitó sus quevedos y les sacó brillo nerviosamente—. Bueno, hay un problema con eso. El envío del Almirantazgo no parece haber llegado. Se suponía que una baliza militar debía de estar esperándonos, pero a pesar de que hemos rastreado la órbita prevista, no hemos encontrado nada. O bien se retrasan… o nunca la colocaron.

—Esa baliza orbital… —Rachel se inclinó hacia delante—. Es una boya estándar, ¿no? Con una valija diplomática que contiene todo lo que los servicios de inteligencia de la República han aprendido en estos cinco años sobre el Festival.

Kossov lanzó una mirada cautelosa al comodoro, quien asintió.

—Sí, coronel. ¿Y qué?

—Bueno, si no está aquí, eso puede implicar tres cosas, ¿no? O bien estaba aquí pero alguien la ha robado o la ha inutilizado. O bien…

—¡Pérfidos septagones! —Robard se inclinó apresuradamente sobre su señor y a continuación levantó la mirada y se encogió de hombros en un gesto bastante elocuente.

—En efecto, Almirante. O bien, como estaba diciendo, la segunda alternativa es que no la han colocado todavía: un error de cálculo, o no han podido encontrar ninguna información de utilidad sobre el enemigo, o se han olvidado de nosotros, o algo por el estilo.

Los ronquidos de Kurtz interrumpieron su exposición. Todos los ojos se volvieron hacia el almirante. Robard enderezó la espalda.

—Me temo que las piernas del almirante han estado causándole muchos problemas últimamente y la medicación le ha provocado una merma a su lucidez. Puede que duerma varias horas.

—Bueno, en tal caso —Bauer pasó la mirada por toda la mesa de conferencias—. Creo que si es tan amable de llevar a Su Excelencia a su camarote, continuaré yo en su nombre y prepararé un informe minucioso de esta reunión para que más tarde pueda revisarlo, cuando se encuentre mejor. A menos que alguien tenga algún comentario que requiera específicamente de su atención. —Nadie dijo nada—. Muy bien. Haremos un receso de cinco minutos.

Entre Robard y un marinero se llevaron con cuidado la silla de ruedas del almirante. Tras salir de la sala utilizando el ascensor, desaparecieron con él en dirección a sus aposentos. Todo el mundo se levantó y saludó mientras el anciano oficial, que seguía roncando, abandonaba la sala. Rachel se mantuvo impasible, tratando de disimular la repugnancia y lástima que le inspiraba la imagen. Es lo bastante joven para ser mi nieto. ¿Cómo pueden hacerse esto a sí mismos?

Pasados unos momentos, Bauer, tras asumir la posición del almirante a la cabecera de la mesa, dio unos golpecitos en la campanilla de bronce.

—La reunión se reanudará. El agregado militar de la Tierra tiene la palabra. ¿Qué estaba diciendo?

—La tercera posibilidad es que la Nueva República haya dejado de existir —dijo Rachel sin rodeos. Continuó, ignorando los jadeos de incredulidad que se levantaban por toda la mesa—. Se enfrentan ustedes a un enemigo de cuyas capacidades reales apenas saben nada. Me temo que tengo que decir que la ONU no sabe mucho más. Como ya he dicho, existen tres posibles razones que explicarían por qué la Nueva República no se ha puesto todavía en contacto con ustedes y aunque su derrota total en la crisis actual es solo una de ellas, no sería sensato ignorarla. Ahora mismo nos encontramos en la extensión de un bucle temporal cerrado, que terminará por desaparecer de la línea de realidad de este universo si logran regresar a nuestro pasado relativo, que es el futuro inmediato absoluto para la Nueva República, y cogen a los intrusos por sorpresa. Esto tiene ciertas implicaciones extrañas. Por un lado, la historia que nos alcance mientras continuemos en este bucle podría no tener ninguna relación con el desenlace eventual que buscamos. Por otro… —Se encogió de hombros—. Si me hubieran consultado antes de esta expedición, habría recomendado encarecidamente que se cancelara. Aunque técnicamente no es una violación de la Cláusula Diecinueve, se acerca peligrosamente a la clase de actividad que en el pasado ha provocado la intervención del Escatón. Lo cierto es que al Escatón no le gusta nada el viaje en el tiempo, en ninguna de sus formas, presumiblemente porque si permitiera que las cosas llegaran demasiado lejos, alguien podría borrarlo de la existencia. Así que existe la posibilidad de que no se estén enfrentando ustedes contra el Festival, sino contra un poder superior.

—Gracias, coronel. —Bauer asintió diplomáticamente pero su rostro era una máscara de desaprobación—. Creo que, por el momento, será mejor descartar esa posibilidad. Si el Escatón decide implicarse, no hay nada que podamos hacer para impedirlo, así que debemos proceder asumiendo que no lo hará. Y en ese caso, solo somos nosotros contra el Festival. Kossov. ¿Qué se sabía sobre él antes de partir?

—Ah… um… bien, es decir… —Kossov miró a su alrededor, hojeó los documentos que tenía en el registro y suspiró—. Ah, bien, sí. El Festival…

—Ya sé cómo se llama, teniente —dijo el comodoro con tono de reprobación—. ¿Qué es y qué quiere?

—Nadie lo sabe. —Kossov miraba al segundo de su comandante como un conejo paralizado por los faros cegadores de un tren expreso lanzado a toda velocidad hacia él.

—Vaya, oficial… —Bauer inclinó la cabeza a un lado y examinó a Rachel con la determinación analítica e imperiosa de un raptor—. ¿Y qué puede decirnos el estimado cuerpo de coordinación de los gobiernos de la Tierra sobre el Festival? —preguntó, con tono casi burlón.

—Eh… —Rachel sacudió la cabeza. Claro que el pobre muchacho había hecho todo lo que había podido. Nadie allí sabía gran cosa sobre el Festival. Ni siquiera ella. Era un enorme abismo negro.

—¿Y bien? —la desafió Bauer. Rachel suspiró.

—Esto es muy provisional. Nadie en la Tierra ha tenido contactos directos con la organización conocida como el Festival hasta ahora y nuestra información es, por consiguiente, indirecta e imposible de verificar. Y, para serles franca, increíble. Parece ser que el Festival no es un gobierno ni una organización, tal como nosotros entendemos estos términos. De hecho, puede que ni siquiera sea humano. Lo único que sabemos es que algo con ese nombre aparece en sistemas colonizados muy lejanos, nunca a menos de mil años luz hasta ahora, y… bueno el término que se utiliza una y otra vez para describir lo que ocurre a continuación es “Jubileo”, si esto tiene algún sentido para ustedes. Todo… se detiene. Y el Festival se hace cargo de la gestión diaria del sistema mientras se encuentra allí. —Miró a Bauer—. ¿Es esto lo que quería saber?

Bauer sacudió la cabeza. Parecía decepcionado.

—No, no lo es —dijo—. Lo que me interesan es su poder.

Rachel se encogió de hombros.

—No lo sabemos —respondió sin rodeos—. Como ya les he dicho, nunca lo habíamos visto de cerca.

Bauer frunció el ceño.

—Entonces esta será la primera vez para usted, ¿no? Lo que nos lleva al siguiente asunto, los cambios para el plan de navegación Delta…

Pocas horas más tarde, Rachel estaba tumbada boca abajo en su camastro, tratando de sacar el mundo de su cabeza. No era fácil. Gran parte del mundo la había seguido a casa a lo largo de los años, gritando para captar su atención.

Seguía viva. Sabía, de alguna manera, que debía sentirse aliviada por ello pero lo que había visto en la sala de reuniones la había inquietado más de lo que se atrevía a admitir. El almirante era un senil vacío en el corazón de la empresa. Los miembros del equipo de inteligencia eran personas bienintencionadas pero completamente ignorantes: eran tan inflexibles que no podían hacer bien su trabajo. Había tratado de explicarles cómo funcionaban las civilizaciones avanzadas hasta desgañitarse y ellos habían seguido sin comprender. Habían asentido educadamente porque era una dama —aunque fuera un poco escandalosa, una dama embajadora— y de inmediato habían olvidado o ignorado sus consejos.

Uno no responde a un ataque de infoguerra con misiles y láseres, del mismo modo que no ataca la locomotora de un tren con lanzas y hachas de piedra. No se combate un replicador lanzando energía y materia contra unas máquinas que se limitarán a utilizarlas como combustible. Habían asentido con aire de aprobación y habían seguido contrastando las virtudes de las contramedidas activas frente a los sistemas sigilosos. Y seguían sin comprender. Era como si la mera idea de algo como el Festival, o incluso el Sistema Septagon, ocupara un punto ciego mental ubicuo en su civilización. Podían aceptar a una mujer con pantalones, o hasta uniformada y con galones de coronel, más fácilmente que la idea de una singularidad tecnológica.

En la Tierra, años atrás, había asistido a un seminario. Había sido una reunión de expertos que se había prolongado una semana: ingenieros hermenéuticos que habían enloquecido tratando de estudiar los arcanos desechos de la Singularidad, demógrafos que seguían tratando de desentrañar la distribución de los mundos coloniales, un par de comandantes de mercenarios y consultores de inteligencia, de aspecto adusto y que estaban elaborando previsiones de futuro para un posible regreso del Escatón. Todos ellos habían sido reunidos y mezclados con un grupo de expertos de la oficina de Defensa y diplomáticos de la ONU. La anfitriona había sido la Organización de las Naciones Unidas que, como única isla de estabilidad en medio de un mar de políticas de bolsillo, era el único cuerpo capaz de organizar semejante acontecimiento.

Durante el seminario, había asistido a un cóctel celebrado en una balconada de hormigón blanco, emplazada en un saliente de un enorme hotel, en la ciudad de la ONU, Ginebra. Había acudido de uniforme, pues por entonces trabajaba como auditor para la comisión de desarme nuclear. Traje negro, guantes blancos, unas gafas de sol que enviaban las últimas noticias y lecturas de radiación a sus cansados y enrojecidos ojos. Bombardeada por un cóctel de inhibidores del alcohol, tomó una copa de una amarga (e ineficaz) ginebra con un educado cosmólogo belga. La mutua incomprensión mezclada con la aprensión derivó en una conversación que fue una especie de incómodo partido de pingpong.

—Hay tantas cosas que ignoramos sobre el Escatón —había insistido el cosmólogo—. En espaciel su relación con el nacimiento del universo. El big bang. —Levantó las cejas en un gesto sugestivo.

—El big bang. ¿Por casualidad no será una excursión con una fisión crítica no programada al final? —Lo dijo sin expresión alguna, tratando de responder con sentido del humor.

—Imposible. No había cuerpos diferenciados en aquellos tiempos, al comienzo del espacio-tiempo, antes de la era de la expansión y la primera aparición de la masa y la energía, una billonésima de billonésima de millonésima de segundo después del nacimiento del universo.

—Pero el Escatón no puede ser responsable de eso. Es un fenómeno moderno, ¿no?

—Puede que responsable no —dijo él, escogiendo las palabras con mucho cuidado—. Pero puede que de las circunstancias que se dieron entonces derivaran los necesarios requisitos para la existencia del Escatón, o la existencia de algo relacionado con el Escatón pero situado más allá de este. Existe toda una escuela de cosmología constituida alrededor del principio antropoide débil, según el cual, el universo es como es porque, si fuera de otro modo, no existiríamos para observarlo. Hay un campo… menos popular, basado en el principio antropoide fuerte, según el cual el universo existe para dar vida a determinados tipos de entidades. No creo que lleguemos nunca a comprender al Escatón hasta que comprendamos por qué existe el universo.

Ella esbozó una sonrisa con toda la dentadura y se dejó rescatar por un diplomático prusiano, que acudió en su ayuda con una educada reverencia y la oferta de explicarle la caída de Varsovia en el transcurso de las últimas crisis bálticas. Más o menos un año después, el educado cosmólogo había sido asesinado por unos fundamentalistas religiosos argelinos que consideraban que su visión del universo era una blasfemia contra las palabras del profeta Yusuf Smith tal como estaban inscritas en sus dos tablas de oro. Pero eso era típico de Europa, medio vacía y pasto para aquello en lo que el mundo islámico se había convertido.

En algún momento, también ella había cambiado. Había pasado varias décadas —la mayor parte de los principios del siglo XXII— luchando contra el peligro de la proliferación nuclear. Había empezado como una activista defensora de la acción directa, una de esas que se encadenaban a las vallas, cómoda en esa creencia propia de la ingenua juventud de que nada malo podía pasarle. Más tarde, había llegado a la conclusión de que el mejor modo de salirse con la suya era ponerse un traje caro y contar con el respaldo de soldados mercenarios y la amenaza de una cancelación de los seguros. Todavía quisquillosa y directa, pero ya no tanto una de esas inconformistas estiradas, había aprendido a trabajar dentro del sistema para obtener el máximo efecto. La hidra parecía casi medio controlada y la frecuencia de las detonaciones se había reducido a una cada dos años cuando Bertil la había llamado a Ginebra y le había ofrecido un nuevo trabajo. Entonces pensó que ojalá le hubiera prestado más atención a aquel cosmólogo, porque los SantosArgelinos del Último Día se habían vuelto muy exhaustivos en su supresión de la herejía Tiplerista, pero para entonces ya era demasiado tarde y en cualquier caso, los detalles de las investigaciones del Comité Permanente sobre guerra cronológica y probabilística ocupaban toda su atención.

En algún momento de este proceso, la idealista se había dado de cabezazos con la pragmática y la pragmática había salido ganando. Puede que la semilla se hubiera plantado durante su primer matrimonio. Puede que llegara más tarde. Recibir un tiro en la espalda y pasar los siguientes seis meses recuperándose en un hospital de Calcuta la había cambiado. También ella había participado en el intercambio de disparos, o al menos había dirigido la maquinaria de venganza preventiva, acabando con más de una célula de fanáticos armados con bombas atómicas: luchadores por la libertad del Asia central, mercenarios con demasiadas bombas en el sótano o, en una notable ocasión, radicales antiabortistas capaces de llegar hasta donde hiciera falta para defender los derechos de los recién nacidos. El idealismo no podía coexistir con los diferentes ideales de otros, tantos otros, y era traicionado en su ejecución por las herramientas que éstos habían elegido. Había recorrido Manchester tres días después del último acto de la Plataforma Inter-Ciudad, antes de que la lluvia se hubiera llevado las tristes montañas de cenizas y huesos de las calles arrasadas. Se había vuelto tan cínica que solo un completo cambio de planes y objetivos, una visión amplia de las perspectivas de la humanidad podía conseguir que conservara el respeto por sí misma.

Y así había sido enviada a la Nueva República. Una fosa séptica de atraso, en su opinión. Necesitada de una remodelación a cualquier precio, no fuera a contaminar a los más avanzados principados vecinos, como Malacia o Turku. Pero los nativos seguían siendo personas y por mucho que jugaran con armas de destrucción masiva, ignorando aparentemente su poder, se merecían algo mejor de lo que recibirían de un Escatón despertado y enfurecido. Se merecían algo mejor que ser abandonados a su suerte con algo que no comprendían, como el Festival, fuera lo que fuese. Si no podían comprenderlo, puede que tuviera que pensar lo impensable por ellos, ayudarlos a alcanzar alguna especie de acuerdo con él… si era posible. El aspecto más alarmante de lo que la ONU sabía sobre el Festival —lo único que no le había revelado a Bauer— era que las colonias tecnófobas con las que entraba en contacto desaparecían, y solo quedaban ruinas cuando el Festival seguía su camino. Las razones de este hecho las ignoraba, pero no auguraban nada bueno para el futuro.

Nada concentra tanto la mente de un hombre como la certeza de que van a colgarlo dentro de cuatro semanas. Salvo quizá el conocimiento de que ha saboteado la misma nave en la que viaja y —junto con todos los demás que viajan en ella— lo colgarán dentro de tres meses. Pues aunque puede que la ejecución esté más lejos en el tiempo, las esperanzas de escape son infinitamente más bajas.

Martin Springfield estaba sentado en una sala de oficiales casi desierta, con un vaso de té en la mano, observando con mirada ausente las vigas del techo. La habitación estaba decorada con motivos náuticos. Viejos paneles de madera de roble cubrían las paredes y habían frotado las planchas de madera del suelo con arena blanca para sacarles brillo. Había un samovar de plata que despedía un poco de vapor sobre un viejo cofre ennegrecido por la edad debajo de un retrato al óleo del caballero al que debía la nave su nombre, colgado de una pared. Lord Vanek dirigiendo la carga de caballería en la supresión de la Rebelión de los Robots, 160 años antes, destruyendo las aspiraciones de aquellos ciudadanos que habían soñado con una vida que no estuviera consagrada a trabajar al servicio de los aristócratas. Martin se estremeció ligeramente, mientras trataba de lidiar con sus demonios personales.

Es culpa mía, pensó. Y no tengo a nadie a quien contárselo.

Destino sin consuelo. Tomó un sorbito y paladeó el acre y dulce mordisco del ron por debajo del amargor del té. Era demasiado tarde para cambiar las cosas. Demasiado tarde para confesar, incluso a Rachel, para tratar de sacarla de aquella trampa. Debería habérselo contado justo al principio, antes de que subiera a bordo. Apartarla del camino de la venganza del Escatón. Ahora, aun en el caso de que lo confesara todo, o de que lo hubiera hecho antes de trucar el parche que había introducido en los controladores del núcleo del motor, solo conseguiría un billete de ida a la silla eléctrica. Y aunque el sabotaje era esencial, y aunque no mataría a nadie directamente…

Martin se estremeció, apuró el vaso y lo dejó junto a su silla. Inconscientemente, se encorvó hacia delante, inclinó el cuello bajo el peso de una conciencia culpable. Al menos he hecho lo que debía, trató de decirse. Ninguno de nosotros va a regresar a casa, pero al menos las casas que teníamos seguirán allí cuando nos hayamos ido. Incluido el apartamento en el que Rachel no vivía. Se encogió. Era casi imposible sentirse culpable por una flota, pero saber que ella estaba a bordo de la nave lo había mantenido despierto toda la noche.

Las quejumbrosas gaitas habían puesto a todo el mundo en estado de alarma hacía casi una hora. Algo relacionado con el contingente del portaviones septagón que se acercaba en formación cerrada, como un enjambre de abejorros enfurecidos, en respuesta al fiasco de las naves mineras. A Martin le daba igual. En alguna parte de la red de control del motor, un reloj atómico estaba corriendo lentamente, impulsado por un pliegue de espacio-tiempo del núcleo del motor. Era solo un pequeño error, por supuesto, pero la violación de la causalidad amplificaría sus proporciones cuando la nave empezara su viaje de regreso por el espacio-tiempo. Lo había hecho deliberadamente, para prevenir un desastre catastrófico e irrevocable. Puede que la Marina de la Nueva República pensara que un pequeño bucle temporal cerrado fuera solo una insignificante maniobra táctica, pero en realidad se trataba de la punta del iceberg. Un iceberg que, según había dicho Herman, había que mantener a raya. Había hecho un pacto con una agencia más siniestra y desconocida que la de Rachel. Desde su punto de vista, los hombres de la Agencia de Inteligencia Diplomática de la ONU no hacían más que imitar las acciones de su jefe a pequeña escala, con la esperanza de prevenirlas.

Adiós, Belinda, pensó, mientras en su mente relegaba a su hermana al olvido. Adiós, Londres. El polvo del tiempo devoró la metrópolis, redujo sus torres a polvo. Hola, Herman, dijo al constante tic-tac del reloj de péndulo de la pared. Como nave almiranta, la Lord Vanek proporcionaba el tiempo de referencia a las demás naves de la flota. No solo eso: les proporcionaba también un marco de referencia inercial ajustado a las coordenadas de espacio-tiempo de su primer salto. Al introducir una demora muy leve en el reloj, Martin se había asegurado de que su maniobra de regreso en el tiempo se frustrara muy levemente.

La flota avanzaría en el cono de luz, cuatro mil años como máximo. Luego rebobinaría, casi la misma distancia, pero no hasta el mismo momento del que había salido. Su llegada al Planeta de Rochard se demoraría casi dos semanas y sería casi como si el Almirantazgo no hubiera ideado nunca aquella chapuza. Y el Festival… bueno, lo que el Festival le hiciera a la flota era cosa del Festival. Lo único que Martin sabía era que él mismo y todos los demás pagarían el precio.

Y además, ¿a quién se creían que estaban engañando? ¡Decir nada menos que iban a usar la maniobra solo para reducir la duración del viaje! Hasta un imbécil vería que detrás de un subterfugio tan obvio se encontraban las órdenes de verdad, que esperaban en la caja fuerte del almirante. No puedes engañar al Escatón engañándote a ti mismo. Puede que Herman, o más bien el ser que se escondía detrás de ese nombre, estuviera esperando. Puede que Martin fuera capaz de escapar de aquella nave condenada, o puede que Rachel, o puede que gracias a un giro del destino, la Armada de la Nueva República fuera capaz de derrotar al Festival en una lucha frente a frente. Y también puede que él fuera capaz de enseñar a cantar a un caballo…

Al ponerse en pie sintió un poco de vértigo y llevó su vaso hasta el samovar. Lo llenó hasta la mitad y a continuación terminó de llenarlo con la jarra de cristal hasta que el llamativo olor dulzón empezó a flotar sobre el vapor. Se sentó en su silla sin demasiada delicadeza. Las yemas de los dedos y los labios, insensibilizados, amenazaban con traicionarlo. Sin otra cosa que hacer que evitar el sentimiento de culpa bebiendo hasta sumirse en un estupor paralítico, Martin estaba tomando el camino más fácil.

Al cabo de un rato, sus pensamientos volvieron flotando a recuerdos más tolerables. Dieciocho años antes, cuando estaba recién casado y trabajaba como ingeniero de campos, un hombre tan gris que parecía una cifra lo había abordado en un bar situado en la órbita del Mundo de Wollstonecroft.

—¿Puedo invitarlo a un trago? —le preguntó el hombre, que por su atuendo parecía un híbrido entre un abogado y un contable. Martin había asentido—. Es usted Martin Springfield —había dicho el hombre—. En la actualidad trabaja para Nucleares Nakamichi, donde está ganando relativamente poco dinero y trabaja en exceso. Mis patrocinadores me han pedido que le haga una oferta de trabajo.

—La respuesta es no —había dicho Martin automáticamente. Algún tiempo atrás había decidido que la experiencia que estaba obteniendo en NN era más útil que unos cuantos miles de euros más al año. Y además, la compañía para la que trabajaba era lo bastante paranoica con respecto a algunos de sus empleados como para sondearlos con ofertas falsas.

—No hay conflicto de intereses con sus actuales jefes, señor Springfield. El trabajo que le ofrecemos no exige dedicación exclusiva y no se hará efectivo hasta que se haga usted autónomo o entre en otro kombinat.

—¿Qué clase de trabajo es? —Martin enarcó una ceja.

—¿Alguna vez se ha preguntado por qué existe?

—No sea… —Martin se había detenido a mitad de frase—. ¿Es esto alguna tontería religiosa? —preguntó.

—No. —El hombre de gris lo había mirado fijamente—. Es exactamente lo contrario. En este universo no existe todavía ningún dios. Sin embargo, mis patronos quieren salvaguardar los requisitos necesarios para la aparición de Dios. Y para ello, necesitan brazos y piernas humanos. No están equipados con ellos, por decirlo así.

El estallido de su vaso al chocar contra el suelo había devuelto la lucidez a Martin.

—Su patrón…

—Cree que usted puede tener un papel que desempeñar en la defensa de la seguridad del cosmos, Martin. Nada de nombres. —El hombre de gris se inclinó hacia él—. Es una larga historia. ¿Le gustaría escucharla?

Martin había asentido porque eso parecía la única cosa razonable que hacer en una situación completamente irracional, y de hecho casi surrealista. Y al hacerlo había dado el primer paso que lo había llevado hasta allí, dieciocho años más tarde, hasta una borrachera solitaria en el sala de oficiales de una astronave condenada, a la que solo le quedaban semanas de vida al servicio de la Armada de la Nueva República. O minutos, en el peor de los casos.

Cuando ocurriera, informarían de que había desaparecido junto con toda la tripulación de la Lord Vanek. La noticia se notificaría a sus parientes, quienes derramarían lágrimas frente al telón de fondo de una guerra trágica e innecesaria. Pero eso no sería de su incumbencia. Porque —tan pronto como se terminara aquella copa— iba a ponerse en pie y dirigirse como pudiera a su camarote, donde se echaría a dormir. Y luego esperaría a lo que quiera que hubiera de suceder durante los tres meses siguientes, hasta que las fauces de la trampa se cerraran sobre él.

La habitación de Rachel estaba mal ventilada y en ella hacía calor, a pesar del zumbido constante del sistema de ventilación y el ocasional goteo del desagüe que había tras el panel, junto a su cabeza. Dormir no era una opción, así como tampoco la relajación. Se encontró deseando tener alguien con quien hablar, alguien que estuviera al tanto de lo que estaba sucediendo. Rodó sobre su espalda.

—AP —dijo, sucumbiendo a un deseo que llevaba algún tiempo conteniendo—. ¿Dónde está Martin Springfield?

—Localización. Sala de oficiales de la nave, cubierta D.

—¿Hay alguien con él?

—Negativo. Se incorporó. La tripulación estaba en sus puestos. ¿Qué demonios estaba haciendo Martin allí solo?

—Voy a ir allí. Cláusula de puerta trasera: por lo que a la nave se refiere, sigo en mi camarote. Confirmación de capacidad.

—Afirmativo. Sobrecarga del sistema maestro de seguimiento confirmada. —Puede que hubieran reconstruido los sistemas de control de tiro y de propulsión de la nave, pero habían dejado intacta la vieja red de seguimiento del personal por placas e insignias, en desuso probablemente porque reducía la utilidad de los tiránicos suboficiales. Rachel se calzó las botas y a continuación se levantó y recogió la chaqueta de la litera superior. Tardaría un minuto en ponerse presentable y luego iría a ver a Martin. Era una irresponsable por abandonar su camarote estanco cuando la nave estaba en alerta de combate, pero lo mismo podía decirle de él. ¿En qué estaría pensando?

Se dirigió a buen paso a la sala de oficiales. En las zonas de acceso de la nave reinaba un silencio espeluznante ahora que la tripulación estaba toda encerrada en compartimientos estancos y estaciones de control de daños. Solo el zumbido de los sistemas de ventilación interrumpía el silencio. Eso, y el tic-tac del reloj de la sala de oficiales cuando abrió la puerta.

El único ocupante de la sala era Martin y tenía un aspecto horrible, sentado en un sillón como una muñeca de trapo que hubiera perdido el relleno. Un vaso de té con soporte de plata descansaba sobre la mesa que tenía delante, medio lleno de un líquido de color pardo que, si Rachel tenía algún criterio, no era té. Cuando ella entró en el cuarto abrió los ojos para observarla, pero no dijo una palabra.

—Deberías estar en tu camarote —señaló Rachel—. Las salas de oficiales no son seguras en caso de descompresión, ya lo sabes.

—¿Qué más da? —Hizo un movimiento brusco con un hombro, como si un encogimiento completo fuera un esfuerzo excesivo para él—. La verdad es que no le veo el sentido.

—Yo sí. —Se le acercó y se detuvo delante de él—. Puedes ir a tu camarote o venir al mío, pero dentro de cinco minutos vas a estar en un camarote.

—No recuerdo haber firmado un contrato… contigo —musitó.

—No, no lo has hecho —dijo ella con voz animosa—. Pero no hago esto en calidad de jefa, lo hago en calidad de gobernante.

—Uoa… —Rachel tiró de él para levantarlo—. Pero si yo no tengo gobierno… —A trancas y barrancas y con una expresión dolorida en el rostro, Martin se puso en pie.

—La Nueva República parece creer que sí y yo soy lo mejor que vas a encontrar por aquí. A menos que prefieras la otra alternativa…

Martin hizo una mueca.

—Para nada. —Se tambaleó—. Creo que me queda un poco de 4-3-1 en el bolsillo izquierdo. Me parece que lo necesito. —Volvió a tambalearse mientras tanteaba el bolsillo en busca del pequeño paquete de ampollas de inhibidores del alcohol—. No hace falta ponerse borde.

—No me estaba poniendo borde. Solo te estaba proporcionando un marco inercial de referencia, por tu propio bien. Y no estaría haciendo mi trabajo si no te sacara de aquí y te llevara a un camarote antes de que alguien se dé cuenta. La embriaguez es un delito castigado con latigazos, ¿lo sabías? —Rachel lo asió por un codo y empezó a llevarlo con delicadeza hacia la puerta. Las piernas de Martin estaban ya lo bastante temblorosas como para hacer de ello una experiencia interesante. Era una mujer alta y contaba para casos así con potenciadores en los músculos esqueléticos, pero él contaba con la triple ventaja de la masa, el momento y un centro de gravedad bajo. Entre los dos, describieron un corto y sinuoso paseo antes de que Martin lograra ponerse el parche con los fármacos en la palma de una mano y Rachel lograra sacarlo al corredor.

Cuando por fin regresaron al camarote de Rachel, él tenía la respiración entrecortada y estaba muy pálido.

—Entra —le ordenó.

—Me siento como una mierda —murmuró Martin—. ¿Tienes agua potable?

—Sí. —Cerró la escotilla tras ellos y la selló con la manivela—. La pila está aquí. Estoy segura de que ya has visto alguna.

—Gracias, creo. —Abrió los grifos, se echó agua en la cara y a continuación utilizó una taza de porcelana para beber a grandes tragos—. Maldita deshidratación por alcohol. —Enderezó la espalda—. ¿Piensas que debería ser más sensato y no hacer cosas así?

—La idea se me ha pasado por la mente —respondió ella con vozseca. Cruzó los brazos y lo miró. Él se sacudió como una rata de agua miserable y se dejó caer pesadamente sobre el pulcro camastro de Rachel.

—Necesitaba desesperadamente olvidar algunas cosas —dijo con voz apesadumbrada—. Puede que demasiado desesperadamente. No me pasa muy a menudo pero, vaya, verse encerrado sin otra compañía que mi propia cabeza es algo que no me gusta demasiado. Lo único que veo estos días son cables y diagramas de cambios, además de algunos jóvenes e ingenuos marineros a la hora del almuerzo. Ese jovenzuelo de la Oficina del Conservador está todo el rato merodeando a mi alrededor, vigilándome y escuchando todo lo que digo. Es como estar en una puta prisión.

Rachel sacó la silla plegable y se sentó en ella.

—O sea, que nunca has estado en prisión. Puedes considerarte afortunado.

Martin arrugó los labios.

—¿Y tú sí? ¿La servidora pública?

—Sí. Pasé ocho meses encerrada, una vez, condenada por espionaje industrial contra un cártel agrícola. Amnistía Multinacional me declaró prisionera comercial e inició un embargo: así consiguieron que me sacaran muy deprisa.

Se encogió al volver a ver los recuerdos, sombras grises de la violenta furia de sus carceleros que el tiempo había difuminado. No era el período más largo que había pasado en la cárcel, pero todavía no tenía la intención de contárselo.

Él sacudió la cabeza y esbozó una leve sonrisa.

—Lo que pasa es que la Nueva República es como una prisión para todos, ¿no?

—Hmmm. —Su mirada pasó sobre él y se clavó en la pared que había a su espalda—. Ahora que lo dices, creo que estás llevando las cosas un poco lejos.

—Bueno, al menos coincidirás conmigo en que son prisioneros de su ideología, ¿no? Doscientos años de represión violenta no les han dejado demasiada libertad para distanciarse de su cultura y mirar a su alrededor. De ahí este embrollo. —Se reclinó y apoyó la cabeza en la pared—. Perdóname; estoy cansado. He pasado dos turnos trabajando sin descanso en la calibración del motor y luego cuatro horas más en el Glorioso, reparando su sistema lógico de cambio de oxidantes RCS.

—Estás perdonado. —Rachel se desabrochó la chaqueta y a continuación se inclinó y se quitó las botas—. Au.

—¿Pies irritados?

—Jodida Armada, siempre a pie a todos sitios. Pero da mala imagen estar parado.

Martin bostezó.

—Cambiando de tema, ¿tú qué crees que van a hacer las fuerzas de Septagon?

Rachel se encogió de hombros.

—Lo más probable es que nos sigan para echarnos de aquí a punta de pistola mientras presionan a la Nueva República para conseguir una compensación. Son un pueblo pragmático, ajeno a todas esas tonterías sobre el honor nacional, las virtudes del coraje y la masculinidad y demás.

Martin se incorporó.

—Ya que vas a quitarte las botas, si no te importa…

Ella lo invitó con un ademán.

—Por favor, eres mi invitado.

—Pensaba que se suponía que era tu súbdito leal.

Esto hizo que se riera entre dientes.

—¡No te excedas en tu condición! En serio, malditos monárquicos… Comprendo la idea en sentido abstracto pero ¿cómo lo soportan? Yo me volvería loca, te lo juro. En menos de una década.

—Hmm. —Se inclinó hacia delante y empezó a quitarse los zapatos—. Míralo de otro modo. En casa la mayoría de la gente pasa el tiempo con la familia y los amigos y lleva una vida tranquila, dedicándose a dos o tres cosas al mismo tiempo: jardinería, diseño de escarabajos comerciales, pintura paisajística, criar niños y cosas por el estilo. Los entomólogos recogen pequeñas criaturas vivas para ver qué mecanismos motores impulsan sus patas. ¿Por qué demonios no estamos nosotros haciendo esas cosas?

—Yo antes sí las hacía. —Al oírlo levantó la mirada hacia ella, lleno de curiosidad, pero ahora estaba en otra parte, recordando—. Pasé treinta años como ama de casa, ¿puedes creerlo? Comportándome como una buena persona temerosa de Dios. Mi maridito ganaba el pan de la familia, tenía dos hijas maravillosas a las que cuidar y proporcionar una dote y un jardín en los suburbios. Iba a la iglesia los domingos y no permitía que nada, nada, entorpeciera aquella existencia de conformidad.

—Ah, ya supuse que eras mayor de lo que aparentas. ¿La crisis de los sesenta?

—¿Qué sesenta? —Sacudió la cabeza antes de responder a su propia pregunta retórica—. Doscientos sesenta. Nací en el cuarenta y cinco. Me crié en una familia baptista, en un pueblo baptista. Es una religión apacible… se hundió sobre sí misma después del Escatón. Supongo que todos estábamos desesperadamente asustados. Fue hace mucho tiempo: me cuesta recordarlo. Un día yo tenía cuarenta y ocho años y los niños estaban en el colegio y de pronto me di cuenta de que no creía una sola palabra de todo aquello. Para entonces los tratamientos de extensión eran una realidad y el pastor había dejado de decir que eran obra del demonio y contrarios a la voluntad de Dios. Fue después de que su propio abuelo le ganara en un partido de squash. De repente me di cuenta de que había pasado un día vacío y de que tal vez me esperara un millón de días como aquel y de que había muchísimas cosas que no había hecho ni podría hacer nunca si me quedaba así. Y lo cierto es que ni siquiera creía: la religión era cosa de mi marido, yo me limitaba a seguirlo. Así que me marché. Me sometí al tratamiento, perdí veinte años en seis meses. Sufrí la típica regresión de Sterling, me cambié de nombre, me cambié de vida, lo cambié todo lo que se refería a mí. Me uní a una comuna anarquista, aprendí a hacer juegos malabares, empecé a militar en el activismo radical antiviolencia. Harry… no, Harold, no pudo soportarlo.

—Segunda infancia. Como una especie de edad del pavo del siglo XX.

—Sí, exactamente… —Lo miró fijamente—. ¿Y qué hay de ti? Martin se encogió de hombros.

—Soy más joven que tú. Pero más viejo que casi todos los participantes en esta estúpida cruzada de los niños. Salvo puede que el almirante. —Durante un instante, solo un instante, pareció atormentado—. No deberías estar aquí. Yo no debería estar aquí.

Se lo quedó mirando.

—Sí que te lo has tomado mal…

—Estamos… —Se contuvo, le dirigió una mirada extrañamente cautelosa y a continuación volvió a empezar—. Este viaje está condenado. Supongo que ya lo sabes.

—Sí. —Bajó la vista hacia el suelo—. Lo sé —dijo con calma—. Si no consigo organizar una especie de alto el fuego o los persuado para que no utilicen sus armas causales, el Escatón intervendrá. Lo más probable es que les arroje un cometa de antimateria o algo por el estilo. —Lo miró—. ¿Tú qué crees?

—Creo… —Volvió a callarse y apartó la mirada, con un cierto aire evasivo—. Si el Escatón interviene, estaremos en el lugar equivocado.

—Aja. Qué alegría saberlo. —Se obligó a sonreír—. ¿Y de dónde vienes? Vamos, yo te he contado mi vida…

Martin estiró los brazos y se reclinó.

—Crecí en una aldea agrícola de las colinas de Yorkshire, con cabras y gorros de lana y siniestras fábricas satánicas llenas de Dios-sabe-qué. Oh, sí, y la obligatoria ceremonia del hurón en las piernas, llevada a cabo todos los martes por la noche en el pub para los turistas con dinero.

—¿El hurón en las piernas? —Rachel le lanzó una mirada incrédula.

—Sí. Como probablemente sabes, jamás verás el cadáver de un hombre de Yorkshire llevando nada por debajo de la falda. Bueno, pues te atas el kilt alrededor de las rodillas con cinta aislante y coges a un hurón por el pelaje del cuello. Un hurón es como… ah… un poco como un visón. Solo que menos amistoso. Es un rito de iniciación para los jóvenes. Te metes el hurón allí donde no llega el sol y empiezas a bailar al son de una balalaica. El último hombre que aguanta en pie y todo eso. Es como la antigua competición de besos aardvark entre los Boers. —Martin se estremeció con aire dramático—. Odio a los hurones. Las malditas criaturas muerden con la fuerza de un whisky de malta de veinte años, solo que sin los agradables efectos secundarios.

—Así que eso es lo que hacéis los martes —dijo Rachel mientras una sonrisa se dibujaba lentamente en sus labios—. Cuéntame más cosas. ¿Qué hacéis los miércoles?

—Oh, los miércoles nos quedamos en casa y vemos reposiciones de Coronation Road. Vuelven a mezclar las antiguas cintas de vídeo para darles una resolución casi realista y las subtitulan, claro, para que podamos comprender lo que están diciendo. Luego todos levantamos una pinta de té de Tetley y brindamos a la salud de la caída de la Casa de Lancaster. En Yorkshire somos gente muy tradicional. Recuerdo el milésimo aniversario de las celebraciones de la victoria… Pero ya basta de hablar de mí. ¿Qué hacías tú los miércoles?

Rachel pestañeó.

—Nada en particular. Desactivar bombas atómicas terroristas, recibir algún disparo de los separatistas mormones argelinos. Uh… eso fue después de que me sometiera al tratamiento la primera vez. Antes de eso, creo que solía llevar los niños al fútbol, aunque no recuerdo qué día. —Se volvió un momento y registró el baúl que había debajo de su cama—. Ah, aquí está. —Sacó una cajita estrecha y la abrió—. ¿Sabes una cosa? Quizá no deberías haber utilizado ese parche contra la embriaguez. La botella brillaba como el oro bajo las luces antisépticas del camarote.

—Habría sido una pésima compañía. Me estaba emborrachando y deprimiendo solo y tú tenías que interrumpirme y sacarme de allí.

—Bueno, a lo mejor lo que tendrías que haber hecho era buscar a alguien para emborracharte en lugar de hacerlo solo. —Aparecieron dos vasitos. Se le acercó—. ¿Lo quieres con agua?

Martin examinó la botella con ojo crítico. Speyside de malta de cincuenta años, réplica de un producto madurado en barrica y embotellado. De no haber sido una nanoimitación del original, habría valido su peso en platino.

—Lo tomaré solo y mañana iré a la enfermería a pedir una nueva garganta. —Martin emitió un silbido apreciativo mientras ella servía una generosa cantidad—. ¿Cómo lo sabías?

—¿Qué te gusta? —Se encogió de hombros—. No lo sabía. Lo que pasa es que me crié con licor de maíz. No probé lo bueno de verdad hasta que hice un trabajo en Syrtis… —Su rostro se ensombreció—. Larga vida y felicidad.

—Beberé por eso —asintió él al cabo de un momento. Permanecieron sentados en silencio durante un minuto, paladeando el regusto del whisky—. Sin embargo, ahora mismo sería más feliz si supiera lo que está pasando.

—Yo no me preocuparía demasiado. O bien no es nada o bien estaremos muertos antes de darnos cuenta. Lo más probable es que el portaviones de Septagon se limite a hacer una pasada rápida para asegurarse de que no pensamos seguir sembrando el caos y luego nos escoltará hasta el siguiente punto de salto mientras los diplomáticos discuten sobre quién paga la cuenta. Ahora mismo, tengo a la gente de comunicaciones tomando mi nombre en vano, por si sirve de algo. Con suerte, bastará para convencerlos de que no nos ataquen sin hacer algunas preguntas primero.

—Me sentiría mejor si supiera que hay algún modo de escapar de la nave.

—Relájate. Bébete el whisky. —Sacudió la cabeza—. No lo hay. De modo que deja de preocuparte por eso. Y además, si nos atacan, ¿prefieres morir felizmente saboreando un buen whisky de malta sin hielo o chillando de terror?

—¿Alguna vez te han dicho que eres una mujer de sangre fría? No, lo retiro. ¿Alguna vez te han dicho que tienes una piel como la de un tanque?

—A menudo. —Sumergió la mirada en el vaso con aire meditabundo—. Es algo que tengo asumido. Reza para no tener que averiguarlo por ti mismo.

—¿Quieres decir que tuviste que hacerlo?

—Sí. Era indispensable para mi trabajo. El último, quiero decir.

—¿De qué se trataba? —le preguntó con voz suave.

—No estaba hablando en broma cuando he dicho lo de terroristas con bombas atómicas. De hecho, las bombas eran la parte fácil. Lo complicado fue encontrar a los capullos que las habían puesto. Encuentras al capullo, encuentras la bomba, desactivas la bomba, terminas con el vertedero del que sacaron el plutonio. Normalmente por ese orden, salvo que tengas la mala suerte de tener que lidiar con una crisis imprevista sin que alguien te haya enviado primero una advertencia. Luego, si encuentras al capullo, lo más complicado es impedir que la turba lo linche antes de haber descubierto de dónde han sacado el material explosivo.

—¿Alguna vez perdiste? —preguntó él, en voz más baja.

—¿Quieres decir si alguna vez la fastidié y maté a varios miles de personas? —preguntó—. Sí…

—No, no me refería a eso. —Alargó la mano y cogió delicadamente la de ella—. Yo sé lo que has pasado. Los trabajos que hago… si no salen bien, alguien lo paga. Posiblemente cientos o miles. Ese es el precio de la buena ingeniería: cuando haces bien tu trabajo, nadie se entera.

—Pero nadie trata de impedir que lo hagas —lo desafió ella.

—Oh, te sorprenderías…

La tensión en los hombros de Rachel menguó.

—Estoy segura de que también tienes una buena historia que contar sobre eso. ¿Sabes?, para ser alguien a quien no se le da bien tratar con la gente, no eres malo como paño de lágrimas.

Él respondió con un bufido.

—Y para alguien que es un fracaso en su trabajo, te estás comportado sorprendentemente bien hasta la fecha. —Le soltó la mano y le frotó la nuca—. Pero creo que no te vendría mal un masaje. Estás muy tensa. ¿Tienes jaqueca?

—No —respondió ella, ligeramente reacia. Luego tomó otro sorbo de whisky. El vaso estaba ya casi vacío—. Pero estoy abierta a la persuasión.

—Conozco tres maneras de morir feliz. Por desgracia, nunca las he probado. ¿Quieres acompañarme?

—¿Dónde te han hablado sobre ellas?

—En una sesión de espiritismo. Fue una buena sesión de espiritismo. En serio. El doctor Springfield prescribe otra dosis de agua de vida y luego tumbarse y un buen masaje en el cuello. Así, aunque los poliaristados decidan venir a disparar, la mitad de nosotros morirá feliz. ¿Qué tal te suena?

—Muy bien. —Esbozó una sonrisa fatigada y alargó la mano hacia la botella, preparada para llenarse el vaso—. Pero ¿sabes una cosa? Tenías razón sobre lo de no saber. Te puedes acostumbrar a ello, pero eso no lo hace más fácil. Ojalá supiera lo que están pensando…

Sonaron campanas de bronce en el puente del portaviones de ataque Loto de Neón. El incienso humeaba en los pebeteros dispuestos sobre las entradas de los conductos de aire. Más allá de los vistosos pilares recubiertos de oro que marcaban los límites de la sala, las brillantes joyas que eran los glifos de seguimiento pasaron como rayos delante de un fondo consistente en una oscuridad infinita. La Coordinadora de Instalaciones de a Bordo, Ariadne Eldrich, se reclinó en su asiento y contempló la negrura del espacio. Observó cuidadosamente el racimo de glifos que intersecaban su vector cerca del centro de la pared.

—Necios incultos. ¿Pero qué pensaban que estaban haciendo?

—No creo que pensar tenga mucho que ver con lo que ha pasado —señaló con voz seca el Director de Interdicción Marcus Bismarck—. Nuestros vecinos republicanos parecen creer que eso pudre el cerebro.

Eldrich bufó.

—Qué razón tiene. —Una nube aún más pequeña de diademas estaba trazando una trayectoria convergente en el vacío tras el escuadrón de batalla de la Nueva República: un ala de interceptores con motores de antimateria, situados a seis horas del portaviones y acelerando sobre un resplandor de radiación gamma a casi mil g. Sus tripulaciones, cuerpos vitrificados, mentes cargadas en las matrices de sus ordenadores, observaban a los intrusos, fríamente alerta ante cualquier señal de contramedidas, el preludio de un ataque—. ¿Pero a quién creían que estaban disparando?

Una nueva voz dijo:

—No estoy segura pero ellos dicen que están en guerra. —El suave tono de soprano pertenecía a Chu Melinda, enlace de a bordo con la Organización de Inteligencia Pública—. Dicen que han confundido a los remolcadores mineros con interceptores enemigos. Aunque no sé qué enemigo esperaban encontrar en nuestro espacio…

—Pensaba que se negaban a hablar directamente con nosotros —dijo Bismarck.

—Y así es, pero llevan a bordo un sistema experto diplomático con una pizca de sensatez. Dice que es un observador de la ONU y cuenta con una acreditación como… eh, observador de la ONU. Pide disculpas por su incompetencia, así que a menos que la Capital quiera acusar a la ONU de mentir, será mejor que actuemos como si fuera verdad. En todo caso, la tasa de confianza es de punto ocho más.

—¿Por qué iban a darle acceso a la red de comunicaciones de su nave?

—Solo el Escatón lo sabe. Aparte, he advertido con interés que todas sus naves menos una han sido construidas en un astillero de Sol.

—No puedo decir que eso me complazca. —Eldrich contempló la pantalla, malhumorada. La nave sintió parte de su enfado: un cursor de selección de objetivos pasó fugazmente sobre los glifos enemigos y apuntó los grásers sobre los conos de luz proyectados por la distante flotilla enemiga—. Sin embargo, mientras podamos impedir que causen más daño… ¿Algún cambio en su trayectoria de salto?

—Aún no —respondió Chu—. Siguen dirigiéndose a SPD-47. ¿Pero por qué querría nadie dirigirse allí? Ni siquiera está de camino a una de sus colonias.

Hmm. Y han aparecido de la nada. ¿Eso le sugiere algo?

—O bien se han vuelto locos o bien el inspector de la ONU está allí por alguna razón —musitó Bismarck—. Si están tratando de hacer un desvío temporal para caer sobre algún enemigo… —Sus ojos se abrieron como platos.

—¿Qué ocurre? —inquirió Ariadne.

—¡El Festival! —exclamó—. ¿Lo recuerda? Hace cinco años. ¡Van a atacar al Festival!

—¿Qué van a atacar? —balbuceó Ariadne Eldrich—. ¿Al Festival? ¿Para qué?

Una mirada vidriosa cruzó brevemente el rostro de Chu, mientras entraba en comunión con un depósito de memes distribuidas mucho mayor y más poderoso que cualquier red informática de la Tierra antes de la Singularidad.

—Tiene razón —dijo—. Esos tecnófobos van a atacar al Festival como si fuera un invasor imperialista.

Ariadne Eldrich, Coordinadora de Instalaciones de a Bordo y con más potencia de fuego a su disposición de la que toda la Armada de la Nueva República podría soñar alguna vez con poseer, se rindió al impulso de reír como una maníaca.

—¡Deben de estar locos!