El crucero pesado de Su Majestad Lord Vanek descansaba a sesenta kilómetros de la base naval de Klamovka. Parpadeantes luces rojas y azules recorrían de un lado a otro sus flancos. El emblema con el águila bicéfala del almirante parpadeaba en color verde por encima de la plataforma principal de misiles. Kurtz había subido a bordo dos horas antes. La nave no tardaría en estar preparada para partir.
Rachel Mansour estaba teniendo que esforzarse mucho para reprimir la traicionera sonrisa de satisfacción que amenazaba constantemente con desbordarse en sus labios. La reacción que había provocado en los gorilas de seguridad en la entrada de la base casi compensaba los pasados meses de aislamiento y paranoia. Acababan de detenerla cuando una llamada a la embajada desde su teléfono llevó hasta allí a un atribulado, congestionado y vacilante teniente. Cuando había empezado a interrogarla sobre sus intenciones, ella había respondido metiéndole sus credenciales hasta el fondo de la garganta. La había escoltado directamente hasta la lanzadera junto con su equipaje, temblando ligeramente y sin dejar de mirar en todas direcciones. (Evidentemente, los baúles autopropulsados eran otra de las tecnologías que la Nueva República prohibía).
Ludmilla Jindrisek, la falsa identidad que había utilizado durante los últimos meses, se había disuelto bajo la ducha de la mañana. Rachel Mansour, Agente Especial del Comité Permanente de la ONU para el Desarme Interestelar Multilateral, había salido del baño. Ludmilla Jindrisek era afectada, vestía a la moda y se mostraba sumisa con los hombres. La agente Mansour había empezado su carrera en los artificieros (desactivando bombas nucleares y desensambladores terroristas), se había graduado con la idea de participar en asaltos navales contra las potencias recalcitrantes que rompieran los tratados de desarme y vestía un uniforme negro paramilitar diseñado especialmente para impresionar a los militares de mundos con costumbres diferentes a las del suyo. Era interesante observar el efecto que el cambio de ropa provocaba en las personas, especialmente porque el rango teórico que ostentaba no se lo debía al servicio activo en las fuerzas armadas sino a la equivalencia con el servicio civil. Mientras pensaba todo esto observaba a los demás pasajeros que esperaban bajo la mirada de ojillos brillantes del suboficial jefe Moronici.
Finalmente la escotilla se abrió.
—¡Atención! —exclamó el suboficial jefe. Los marineros que esperaban en el muelle se pusieron firmes al instante. Un oficial pasó por la escotilla y enderezó la espalda: Moronici saludó y el oficial, ignorando por completo a Rachel, le devolvió el gesto.
—Muy bien —dijo el oficial—. Suboficial Moronici, lleve a estos niños a bordo. No se moleste en esperarme. Yo tengo asuntos que atender aquí hasta el siguiente turno. —Lanzó una mirada a Rachel—. Usted. ¿Qué está haciendo aquí?
Rachel le mostró su pase.
—Cuerpo diplomático. Me han adjuntado al estado mayor del Almirante por orden especial del Archiduque Michael, teniente.
El teniente se quedó boquiabierto.
—Pero si es usted una…
—… coronel de las fuerzas armadas combinadas del consejo de Seguridad de las Naciones Unidas de la Tierra, teniente. ¿Qué parte de «por orden del Archiduque Michael» es la que no ha comprendido? ¿Va a quedarse ahí como un pasmarote o va a invitarme a subir a bordo?
—Urgh. Um, sí. —El teniente desapareció en la cubierta de vuelo de la lanzadera. Reapareció un minuto después—. Um. Coronel… eh… ¿Mansour? Por favor, suba a bordo.
Rachel asintió y pasó a su lado. Con una expresión cuidadosamente impasible, tomó asiento justo detrás de la puerta de la cubierta de vuelo, en la zona de los oficiales. Y escuchó.
El suboficial estaba instruyendo a los nuevos marineros.
—Tranquilos, muchachos —gruñó—. Buscaos un asiento. Primera fila, mirando hacia atrás. ¡Eso es! Ahora abrochaos los cinturones. Los seis anclajes, muy bien. En el asiento que tenéis delante hay una bolsa para los vómitos. Bienvenidos al cometa de los vómitos. Esta nave es demasiado pequeña para tener emuladores de gravedad y vuela un poco más deprisa que un tetrapléjico en una carretilla, de modo que si os ponéis enfermos en ingravidez, más os valdrá vomitar en esas bolsas. El que lo haga sobre el mobiliario o las instalaciones pasará la próxima semana limpiándolo. ¿Está claro?
Todo el mundo asintió. Rachel sentía un optimismo cauto. Parecía que todos los que estaban allí, a excepción del suboficial Moronici, eran recién llegados. Lo que significaba que posiblemente su información fuera correcta: estaban aumentando la movilización hasta los niveles de tiempos de guerra y la partida no se demoraría demasiado.
La puerta deslizante del compartimiento de los pasajeros se cerró. Hubo un ruido estruendoso procedente del suelo cuando las paletas automáticas salieron rodando del muelle de embarque. Moronici dio unos golpes a la puerta delantera y la atravesó en cuanto se abrió. Reapareció un minuto después.
—Lanzamiento en dos minutos —anunció—. ¡Agarraos fuerte!
Los dos minutos pasaron a paso de tortuga. Dos estruendos metálicos repetitivos procedentes del exterior anunciaron que las tuberías de repostaje de combustible y abastecimiento de energía habían sido desconectadas. A continuación se produjeron sendas sacudidas, seguidas por un ruidoso siseo que se extinguió en cuanto el sello de la escotilla se cerró tras ellos.
—Sois todos novatos —le dijo Moronici a los reclutas—. No me sorprende, puesto que estamos renovando la tripulación. Una nueva quinta. ¡Yo —se señaló el pecho con un dedo carnoso— no soy ningún recluta! Vivo en la nave a la que nos dirigimos. Y quiero vivir lo suficiente para llegar a cobrar mi pensión. Lo que significa que no pienso permitir que ni vosotros ni nadie haga nada que ponga en peligro a mi hogar o a mí. La primera regla de los viajes espaciales —todos se ladearon con una sacudida, como si estuvieran borrachos, y al mismo tiempo se produjo un traqueteo desconcertantemente ruidoso bajo sus pies— es que los errores son fatales. El espacio no es acogedor. Te mata. Y nunca te da una segunda oportunidad.
Y como si quisiera subrayar estas palabras, Rachel sintió de repente que el suelo se hundía bajo sus pies. Por un momento fue como si una enorme mano de goma estuviera tratando de destrozarla… y entonces empezó a flotar. Todos los marineros parecían igualmente sorprendidos, mientras que el suboficial Moronici sonreía con suficiencia.
—El motor principal se encenderá dentro de unos cinco minutos —les anunció. Pequeños ruidos metálicos sonaron por todo el habitáculo mientras la nave viraba con suavidad hacia la izquierda. Los impulsores estaban ocupados alejando la nave del muelle—. Como estaba diciendo, aquí los errores suelen provocar muertes. Y no tengo intención de permitir que me costéis la vida. Razón por la cual, pequeña escoria, mientras estéis a bordo del Lord Vanek, haréis exactamente lo que yo mismo o cualquier otro suboficial, o cualquier oficial, os diga que hagáis. Y lo haréis con una sonrisa de gilipollas, u os separaré tanto la cabeza del culo que podréis haceros una tonsilectomía con los dientes. ¿Estamos?
Seguía ignorando a Rachel, lo que implícitamente significaba que sabía que estaba fuera de su alcance.
Los marineros asintieron. Uno de ellos, casi verde, tragó saliva y Moronici sacó rápidamente una bolsa del respaldo de un asiento contiguo y se la puso delante de la cara. Rachel comprendió lo que estaba tratando de hacer. El discursito para los reclutas pretendía por encima de todo distraerlos para que no repararan en la ingravidez.
Cerró los ojos y respiró hondo… y a continuación se arrepintió de ello: en la lanzadera reinaba una peste a sudor viejo, por encima de un tenue rastro de ozono y del olor asquerosamente dulzón de la acetona. Llevaba mucho tiempo sin rezar por nada pero ahora lo hizo con todas sus fuerzas para pedir que el viaje en aquella lata de sardinas tuviera un buen fin. Era la lanzadera con peor aspecto que había visto desde hacía décadas, un viejo trasto que parecía sacado de un drama histórico. El viaje pareció prolongarse indefinidamente. Hasta que, por supuesto, con una sacudida y un estruendo metálico, se detuvo al llegar al adaptador estabilizado de atraque de la Lord Vanek. A continuación hubo un crujido ensordecedor mientras los levantaba y los ponía boca arriba y un siseo provocado por el estabilizado de la presión.
—Eh… ¿Coronel? Abrió los ojos. Era el suboficial Moronici. Parecía un poco confuso, como si no supiera cómo tratar con ella.
—No pasa nada, suboficial. No es la primera vez que estoy a bordo de una nave de otra potencia. —Se incorporó—. ¿Hay alguien esperándome?
—Sí. Estaba mirando hacia delante, muy tenso, como si estuviera completamente avergonzado.
—Estupendo. —Se desabrochó el cinturón y se puso en pie mientras sopesaba la desigual gravedad de la columna vertebral del crucero pesado—. Lléveme con ellos.
La escotilla se abrió.
—¡Presenten… armas!
Salió al muelle de atraque y sintió las miradas incrédulas que recaían sobre ella desde todas direcciones. Un oficial de alta graduación, un comandante a juzgar por su insignia, la estaba esperando, con el rostro completamente rígido para disimular su inevitable sorpresa.
—Coronel Mansour, Inspección de Desarme de la ONU —dijo—. Hola, comandante…
—Murametz. —Parpadeó, perplejo—. Eh… ¿me permite la documentación? El teniente Menvik me ha dicho que la han agregado al alto mando del Almirante. Pero ellos no nos dijeron que la esperaban…
—Es perfectamente comprensible. —Señaló en dirección al pasillo que conducía al núcleo de la nave—. Aún no saben que vengo. A menos que el Archiduque Michael se lo advirtiera. Lléveme a presencia del Almirante y todo se aclarará.
Su equipaje apareció rodando silenciosamente tras ella, sobre una miríada de rodamientos de bolas de brillantes colores.
El almirante no estaba teniendo una buena mañana. Su falso embarazo estaba causándole problemas otra vez.
—Me siento muy mal —murmuró con un hilo de voz—. ¿Tengo… tengo que levantarme?
—Sería conveniente, señor. —Su ordenanza, Robard, pasó delicadamente un brazo alrededor de sus hombros para ayudarlo a incorporarse—. Partimos dentro de cuatro horas. La reunión de su estado mayor está prevista para dos horas más tarde y antes de eso tiene una reunión con el comodoro Bauer. Ah, y también ha llegado un comunicado de Su Alteza Real con el sello de máxima urgencia.
—Bueno, pues tra… tra… tráelo entonces —dijo el almirante—. Malditos mareos matutinos…
En ese momento, el anunciador de la habitación contigua emitió un suave zumbido.
—Iré a ver quién es, señor —dijo Robard. Y luego—. Alguien que viene a verlo, señor. Sin una cita. Ah… ¿Qué es qué? Un… oh, ya veo. Muy bien. Estará preparado dentro de un minuto. —Volvió a entrar en el cuarto y se aclaró la garganta—. Señor, ¿está preparado? Ah, sí. Ajém. Tiene visita, señor. Un diplomático que ha sido asignado a su estado mayor por órdenes del Archiduque Michael. Una especie de observador extranjero.
—Oh. —Kurtz frunció el ceño—. No había nada de eso en Lamprea Dos. En realidad fue una suerte. Solo había montones de morenos. Esos morenos son gente muy poco deportiva. No se estaban quietos cuando les disparábamos. Malditos extranjeros. ¡Qué pase ese sujeto!
Robard evaluó el aspecto de su señor con mirada crítica. Sentado en la cama con la chaqueta alrededor de los hombros parecía una tortuga convaleciente… aunque casi presentable. Mientras no empezara a explayarse con los detalles de sus achaques, posiblemente pudiera pasar por un ataque de gota.
—Sí, señor.
La puerta se abrió y Robard se quedó patidifuso. Delante de él había un desconocido con un uniforme desconocido. Llevaba un maletín debajo de uno de sus brazos y tras él había un comandante de mirada confusa. Había en el hombre algo que apestaba a rareza y de pronto Robard se dio cuenta. La repugnancia le arrugó la boca mientras musitaba para sí, «invertido».
Entonces el extraño empezó a hablar… con una voz clara y aguda.
—Naciones Unidas de la Tierra, Comité Permanente para el Desarme Interestelar Multilateral. Soy el coronel Mansour, agente especial y agregado militar de la embajada, adscrito a esta misión como observador al servicio de las potencias centrales. Aquí tiene mis credenciales.
¡Esa voz…! si no supiera que es imposible, juraría que es una mujer, pensó Robard.
—Gracias. Si es tan amable de seguirme, mi señor está indispuesto pero lo recibirá en sus aposentos. —Robard se inclinó y volvió a entrar en el dormitorio del almirante, donde, para su consternación, el anciano estaba tendido de nuevo sobre los almohadones, con la boca abierta y roncando suavemente.
—¡Ahem, señor! ¡Su Señoría! —Un ojo cansado se abrió—. Permitaque le presente al coronel… ah…
—Rachel Mansour.
—… Rachel Mansour —gimió— de la Tierra, agregado militar de laembajada. Sus… eh… credenciales. La coronel levantó la mirada, con una tenue sonrisa en los labios, mientras el atribulado ordenanza le entregaba la carpeta al almirante.
—Qué nombre más gracioso para un coronel, coronel —murmuró el almirante—. ¿Está seguro de que no es usted una… una…? Estornudó violentamente y a continuación se incorporó.
—Malditos sean estos almohadones de pluma de ganso —se quejó con amargura—. Y maldita sea la gota. No fue así en Lamprea Uno.
—No, en efecto —señaló Rachel con voz seca—. Según recuerdo allí había mucha arena.
—¡En efecto, hombre! Montones de arena, sí, montones de arena. El sol cayendo sobre nuestras cabezas, harapientos disparándonos desde todas direcciones y nada lo suficientemente grande para bombardearlo con armas nucleares desde la órbita. ¿En qué unidad sirvió usted?
—De hecho, yo formaba parte del tribunal de crímenes de guerra. Estaba reuniendo trozos de cuerpos momificados para utilizarlos como pruebas.
Robard se puso gris, convencido de que el almirante iba a explotar, pero el anciano se limitó a reírse a mandíbula batiente.
—¡Robard! Ayúdame a incorporarme. Aquí tenemos a un buen tipo. La… la verdad, no esperaba encontrarme aquí con un viejo camarada. Vamos a mi mesa. Debo inspeccionar sus credenciales.
De alguna manera lograron atravesar los aproximadamente quince metros que los separaban del estudio sin que el almirante se quejara amargamente del coste de la ropa de premamá o inspeccionara cautelosamente sus piernas para asegurarse de que no se habían convertido en cristal durante la noche —una de sus pesadillas habituales— y el afeminado coronel tomó asiento discretamente en una de las sillas para las visitas. Robard lo miró. Nombre de mujer, voz aguda. Si no hubiera sabido que era imposible, casi hubiera creído que…
—El Duque Michael ha accedido a mi presencia aquí por dos razones —dijo Mansour—. Para empezar, debe usted tener presente que, como agente de la ONU, es mi deber informar imparcialmente sobre cualquier, y lo subrayo, cualquier violación de los tratados suscritos por su gobierno. Pero, lo que es más importante, hay una gran carencia de información sobre la entidad que ha atacado su colonia. Estoy aquí también para ejercer como testigo en el caso de que utilice armas prohibidas o criminales. También tengo autorización para ejercer como parte neutral en caso de que sea necesario un arbitrio o parlamento, para organizar los posibles intercambios de prisioneros y treguas y para garantizar que, en la medida en que tal cosa sea posible, esta guerra se lleve a cabo de la manera más civilizada posible.
—Bueno, me alegro muchísimo de saber todo eso, señor, y le doy la bienvenida a mi alto mando —dijo el almirante mientras se incorporaba en su silla de baño—. ¡Le doy permiso para dirigirse a mí siempre que quiera! Es usted un buen hombre y me alegro de saber que hay en la flota otro veterano de Lamprea Uno. —Durante un instante pareció alarmado—. Oh, vaya. Otra vez me está dando patadas.
Mansour lo miró con expresión perpleja. Robard abrió la boca pero la coronel logró hablar antes de que pudiera cambiar de tema.
—¿Dando patadas?
—El bebé —le confió Kurtz con aire miserable—. Es un elefante. No sé qué hacer con él. Si su padre…
Se detuvo. Su expresión de alarma era aterradora.
—Ahem. Creo que es conveniente que se retire, señor —dijo Robard con una mirada fría dirigida a Rachel—. Es la hora de la medicina de Su Señoría. En el futuro, creo que sería conveniente que avisara con antelación antes de presentarse. De vez en cuando sufre algunos ataques, ¿sabe?
Rachel sacudió la cabeza.
—Lo recordaré. —Se puso en pie—. Buenas noches, señor.
Dio media vuelta y se marchó. Mientras ayudaba al almirante a levantarse, Robard creyó oír una vozde soprano procedente del exterior:
—¡No sabía que tuvieran elefantes!
Desesperado, sacudió la cabeza. Mujeres a bordo del buque insigniaimperial, almirantes que creían estar embarazados y una flota que iba a embarcarse en el mayor viaje de la historia de la navegación para enfrentarse a un enemigo desconocido. ¿Dónde iban a ir a parar?
El Ciudadano Conservador no estaba contento.
—Bien. En resumidas cuentas, que los chicos de la Armada le dieron largas pero ahora le han permitido subir a bordo de su precioso crucero pesado. En el ínterin, perdió usted el contacto con el sujeto durante un día laborable completo. Dice que anoche no hizo nada extraño, pero reconoce que no pudo vigilarlo más que a ratos. ¿Qué más? ¿Cómo ha pasado esta mañana?
—No comprendo, señor —dijo Vassily con voz tensa—. ¿A qué se refiere?
El Ciudadano frunció el ceño. A pesar de encontrarse a cuarenta mil kilómetros de distancia, su imagen en la pantalla bastó para hacer que Vassily se encogiera.
—Su informe dice —dijo el Ciudadano con marcado énfasis— que el sujeto salió de su apartamento, estuvo perdido varios minutos y la siguiente vez que se le vio estaba cenando en un establecimiento público en compañía de una actriz. En cuyo apartamento pasó varias horas antes de regresar a la base. ¿No la ha investigado?
Vassily enrojeció hasta la punta de las orejas.
—Yo pensé…
—¿Había hecho alguna vez algo parecido? ¿Mientras estaba enNueva Praga, por ejemplo? Creo que no. Según dice su ficha, ha llevado la vida de un monje desde que llegó a la República. Ni una sola vez, ni una sola vez en los casi dos meses que han pasado desde que llegó al Hotel de la Corona Gloriosa, ha mostrado el menor interés por ninguna de las chicas que trabajan allí. Y sin embargo, en cuanto llega allí y empieza a trabajar, ¿qué es lo primero que hace?
—No lo había pensado.
—Ya me he dado cuenta. —El Ciudadano Conservador guardó silencio un momento pero su expresión fue suficientemente elocuente. Vassily se encogió al verla—. No volveré a pensar por usted pero puede que sea tan amable de decirme qué piensa hacer a continuación.
—Uh… —Vassily parpadeó—. Llevar a cabo una investigación del perfil de esa mujer. Si está limpia, hacerle algunas preguntas. Mantenerla vigilada en el futuro…
—Muy bien. —El Ciudadano esbozó una gran sonrisa—. ¿Y qué ha aprendido usted de este fiasco?
—A vigilar el comportamiento del sujeto y a estar alerta ante posibles cambios —dijo Vassily sin la menor entonación en la voz—. Tanto en las cosas que no hace como en las que hace.
Era un mensaje básico, que todos los reclutas aprendían de memoria a lo largo de su instrucción y se merecía una buena patada por haberlo olvidado. ¿Cómo podía haber pasado por alto algo tan evidente?
—Está bien. —El Ciudadano se reclinó en su asiento y se alejó de la cámara del teléfono—. Una habilidad muy elemental, Muller. Sin embargo, siempre se aprende más de los errores. Encárguese de aprender de este, ¿de acuerdo? No me importa si tiene que seguir a nuestro hombre hasta el Planeta de Rochard y de regreso desde allí mientras mantenga los ojos abiertos y esté presente cuando él se decida a actuar. Y piense en todas las demás cosas que se le han enseñado. Le diré algo gratis: ha olvidado otra cosa y vivirá más feliz si se percata antes de que tenga que recordársela.
—Sí, señor.
—Adiós.
El enlace videofónico se convirtió en un montón de bloques desorganizados y a continuación se puso negro. Mientras salía del cubículo, Vassily trató de imaginar a qué se referiría el Ciudadano con su última advertencia. Cuanto antes resolviera el asunto, demostrando que Springfield era o no era un espía, tanto mejor. No estaba hecho para la vida a bordo de una nave. Puede que fuera una buena idea empezar entrevistándose con el jefe de ingeniería con el que Springfield estaba trabajando. Lo más probable era que a eso se refiriera el Ciudadano. Podía dejar para después lo de seguir a la puta (la idea hizo que lo embargara una incómoda sensación de desconcierto).
En cuanto asomó la nariz en el pasillo, un grupo de marineros que empujaba un carrito cargado de equipo pesado estuvo a punto de llevárselo por delante. En su segundo intento tomó la precaución de mirar en ambas direcciones antes de aventurarse a salir: no había obstáculos. Caminó por el estrecho pasillo pintado de azul siguiendo la curva del interior del casco. La Lord Vanek, parada en medio del espacio, utilizaba su propio generador de espacio curvo para producir algo parecido a un campo gravitatorio. Vassily buscó un pasillo radial y a continuación bajó en ascensor a la zona de ingeniería, localizada en el corazón de la nave y extendida a lo largo de su tercio inferior.
Había gente por todas partes: algunos en los corredores, otros en cámaras que se abrían al final de los corredores, y otros en las habitaciones que había a ambos lados. Mientras avanzaba detectó un buen número de miradas recelosas, pero nadie lo estorbó. La mayoría de la gente preferiría desviarse para apartarse del camino de un oficial de la Oficina del Conservador. Tardó un buen rato en encontrar la zona de ingeniería pero finalmente llegó a una cámara poco iluminada y muy amplia, llena de extrañas máquinas y de gente atareada. Curiosamente, se sintió muy liviano mientras esperaba en la entrada de la sala. No había ni rastro de Springfield pero, por supuesto, eso no era muy sorprendente. Las zonas de ingeniería de una nave de guerra eran lo bastante grandes para ocultar cualquier número de pecados.
—¿Es esta la cubierta de ingeniería del motor principal? —preguntó a un técnico que pasaba a su lado.
—¿Y qué va a ser? ¿El timón? —dijo el hombre sin detenerse. Irritado, Vassily se encogió de hombros y dio un paso adelante… y adelante… y adelante…
—¿Qué está haciendo usted aquí? —Alguien lo cogió del codo—. ¡Eh, cuidado!
Impotente, empezó a sacudir los brazos, pero entonces, al comprender lo que estaba pasando, dejó de moverse. El techo estaba muy cerca y el suelo se encontraba a gran distancia, y estaba acercándose a la pared opuesta…
—Socorro —dijo con voz entrecortada.
—Agárrese fuerte. —La mano que había en su codo subió hasta su antebrazo y tiró con fuerza. Un estante de equipo de grandes dimensiones cayó al suelo, rebotó, volvió a acercarse y en ese momento el hombre se sujetó a él.
—Gracias. ¿Es esta la cubierta de ingeniería? Estoy buscando al jefe de ingeniería del motor —dijo. Le costaba hablar con el frenético ritmo de los latidos de su corazón.
—Soy yo. —Vassily se quedó mirando a su salvador—. ¿Le importaría dejar de doblar los relojes de una vez? Ya se doblan lo suficiente sin necesidad de su ayuda. ¿Qué quiere?
—Es… —Vassily se detuvo—. Lo siento. ¿Podríamos hablar en privado?
El oficial ingeniero —su mono tenía bordado el nombre KRUPKIN— frunció el ceño.
—Podríamos pero estoy muy ocupado. Salimos dentro de media hora. ¿Es importante?
—Sí. No terminará antes, pero si me ayuda ahora, más tarde ahorrará tiempo.
—Aja. En ese caso, adelante. —Se volvió y señaló al otro extremo del espacio abierto—. ¿Ve ese cubículo-oficina? Nos veremos allí dentro de diez minutos.
Sin esperar a una respuesta, se volvió, se impulsó con las piernas y desapareció en el oscuro caos de cuerpos en movimiento que rodeaban el gran cubo de color azul que ocupaba el centro de la sala de ingeniería.
—¡Santo Dios! —Vassily cobró consciencia de su situación. Abandonado a la deriva, aferrado a una caja de relojes de fusión y separado de su destino por una cámara abarrotada sumida en completa ingravidez. Ya empezaba a sentir cómo se le subía el desayuno a la garganta en protesta ante la idea de cruzar la sala.
Completamente decidido a no ponerse en evidencia, fue bajando centímetro a centímetro hasta el suelo de la sala. Había agujeros para meter los pies en las baldosas y ahora que las miraba se daba cuenta de que en aquel momento estaban ancladas al suelo pero estaban diseñadas para quitarse frecuentemente. Si imaginaba que el suelo era un muro, entonces la puerta de la oficina se encontraba a diez metros sobre él y había asideros de sobra por el camino.
Aspiró hondo, rodeó el estante de los relojes y se impulsó con todas sus fuerzas apoyando los pies en su base. Los resultados fueron gratificantes: salió despedido en dirección a la oficina. La pared se le echó encima y pudo asirse a un dron de reparación que estaba pasando a su lado para modificar su trayectoria y dirigirse a la puerta. Cuando estaba entrando, la gravedad empezó a volver. Se deslizó por la cubierta y fue a detenerse de espaldas y sin demasiada dignidad en el interior del cuarto. La oficina era pequeña pero contenía una mesa, una consola y un par de sillas. Un recluta estaba haciendo algo en la consola.
—Tú —le dijo—. Sal, por favor.
—Sí, señor.
El joven recluta cerró apresuradamente una especie de caja que había conectado a la consola y a continuación saludó y regresó a la zona ingrávida. Trastornado, Vassily se sentó en la silla que había al otro lado de la mesa y esperó a que el Comandante Ingeniero Krupkin llegara. Eran ya las 1100 y, ¿qué había averiguado hasta el momento? Nada, salvo que el lema de la Armada parecía ser, «Date prisa y espera». El Ciudadano no estaría contento.
Mientras tanto, en el puente, se estaba llevando a cabo la cuenta atrás para la activación del motor principal de la Lord Vanek.
Como buque insignia de la expedición, la Lord Vanek encabezaría el primer escuadrón, junto con tres cruceros pesados de clase Glorioso, más antiguos, y los dos acorazados de clase Victoria (tristemente obsoletos, reliquias que habían conocido días mejores), el Kamchakta y el Regina. El Segundo Escuadrón estaría formado por un contingente mixto de cruceros ligeros, destructores y lanzamisiles, y se pondría en marcha seis horas después que el Primero. Finalmente, el contingente de abastecimiento, formado por siete cargueros pesados y la nave de línea Sueño de Sikorsky (equipada como nave hospital) partiría ocho horas más tarde.
La Lord Vanek era, en términos estelares, un pez pequeño: noventa mil toneladas de nave de guerra y una tripulación de un millar, en órbita alrededor de un agujero negro del tamaño de un electrón y con la masa de una cordillera. El agujero —el corazón del motor— giraba a tal velocidad que su horizonte de sucesos era permeable. El motor lo utilizaba para mover la nave manipulando delicadamente la singularidad. A velocidades no relativísticas, la Lord Vanek maniobraba arrojando masa al núcleo. Las complejas interacciones cuánticas —trampas en el interior de la ergosfera— la transformaban en impulso puro. A velocidades superiores podía utilizarse la energía bombeada al núcleo para generar un campo de salto, colapsando el pozo cuántico situado entre la nave y un punto situado a cierta distancia.
El núcleo también tenía otros usos. Era una fuente barata de electricidad y radioisótopos y, exprimiendo un poco el motor estelar, era posible utilizarlo para producir un campo gravitatorio local. Como último recurso, podía incluso utilizarse como arma arrojadiza. Pero si había una palabra que no acertaba a describirlo, esa era «maniobrable». Una masa de ocho mil millones de toneladas concentrada en un punto no describe giros en ángulo recto.
El comandante Krupkin saludó mientras un marinero le abría la puerta.
—¡Comandante de Ingeniería informando sobre el estado de la maquinaria, señor!
—Muy bien. —El capitán Minsky asintió desde el sillón de mando, situado al final de la sala—. Pase. ¿Qué tiene para mí?
Krupkin se relajó un poco.
—Todos los sistemas operacionales y revisados, señor —anunció formalmente—. Estamos preparados para ponernos en marcha en cualquier momento. Nuestro estatus es de… —Pasó rápidamente revista a todas las revisiones que le habían sido encomendadas. Finalmente, dijo—. Las modificaciones del sistema de control del motor que ordenó, señor… nunca habíamos trabajado con algo así. Parecen estar bien y los análisis internos dicen que todo va bien, pero no puedo decir nada aparte de eso sin abrir los sellos de las cajas negras.
Mirsky asintió.
—Todo irá bien. —Krupkin hubiera deseado sentirse tan confiado como parecía el capitán. Las cajas negras, traídas a bordo hacía solo una semana y conectadas al bucle de control del motor de salto principal, no lo llenaban de confianza. De hecho, de no haber sido tan evidente que las órdenes de integrarlas provenían de las máximas alturas y se aplicaban a todas las naves de la flota, habría obstaculizado las cosas tanto como se lo permitiera el protocolo militar. ¡Su trabajo era mantener el motor en funcionamiento y, maldición, hubiera debido saberlo todo sobre su funcionamiento! Podía haber cualquier cosa en aquellas cajas, desde alta tecnología avanzada (cuidado, ilegal) hasta duendes, y si no funcionaba, el responsable sería él.
Un hombre barbudo que había al otro lado del puente se puso en pie.
—Humildemente solicito permiso para informar, señor.
—Permiso concedido —dijo Mirsky.
—He terminado de descargar los elementos de navegación del control de tráfico del sistema. Estoy introduciéndolos en el piloto automático. Estaremos preparados para virar y ponernos en marcha dentro de diez minutos.
—Muy bien, teniente. Ah… Comunicaciones, envíe mis saludos al almirante y al comodoro e infórmeles de que estamos preparándonos para partir dentro de diez minutos. Teniente Helsingus, proceda de acuerdo al plan de salida del control de tráfico. Tiene usted el timón.
—Sí, señor, tengo el timón. Partida dentro de diez minutos. —Helsingus se inclinó sobre el tubo de comunicación. A su alrededor, los marineros empezaron a girar manivelas de cobre y mover palancas con calmada parsimonia. De este modo enviaron impulsos por las ramificaciones nerviosas de acero que convertían la nave en un organismo casi vivo. (Aunque era posible que la nanoelectrónica fuera indispensable en la sala de máquinas, el Almirantazgo de la Nueva República era de la opinión de que en el puente de un barco manejado por los heroicos hombres del Imperio no había sitio para semejante basura moderna.)
—Bien, comandante. —Mirsky se dirigió al ingeniero con un gesto de cabeza—. ¿Cómo se siente ahora que vamos a ponernos por fin en marcha?
Krupkin se encogió de hombros.
—Estaré más contento cuando estemos en el espacio profundo. Estáncorriendo rumores. Por un momento, la sonrisa del capitán lo traicionó.
—Lo sé. Por esa razón todos los hombres serán estacionados en suspuestos de combate hasta la partida y permanecerán allí hasta el primer salto. Nunca se sabe, y el comodoro quiere estar seguro de que ningún espía o batería de misiles enemiga nos está esperando.
—Una precaución muy sensata, señor. ¿Permiso para volver a mipuesto?
—Permiso concedido. Vaya con Dios, comandante. Krupkin saludó y se dirigió a la sala de control de ingeniería lo másdeprisa que le permitieron sus cortas piernas. Le esperaba, pensó, un período de mucho trabajo, a pesar de contar con un colega ingeniero tan discreto y competente como Martin para ayudarlo a mantener el humo mágico en las cajas de control del motor.
La colonia de Críticos se retorcía y excavaba túneles en su nido de diamante, entregada a un proceso de incubación de una devastadora exhaustividad. Una especie joven y llena de energía, descendiente de una de las floraciones posteriores a la Singularidad que habían seguido las huellas de la Diáspora tres mil años atrás, contenía escasísimos residuos del genoma humano en los cuerpos escamosos y de sangre fría de sus miembros. A pesar de su origen terrícola, solo sus cerebros los vinculaban a la rama de los sapiens, pues no todos los exiliados de la Tierra eran humanos.
Como polizones que eran, los Críticos no tenían acceso directo a la constelación de satélites de transmisiones del Festival ni a la inmensa red de sensores visuales y auditivos que se habían desperdigado por la superficie del planeta. (La mayoría de los sentidos del Festival pendían de las alas de diminutos robots insectoides con los que habían saturado la biosfera. Habían enviado un millón por cada teléfono que había llovido desde la órbita). En cambio, los Críticos tenían que arreglárselas con sus propios recursos. Una torpe red de ojos-espía en órbita de baja altura, drones alados de vigilancia y precarios micrófonos plantados en los alféizares de las ventanas y los bordes de las chimeneas de las estructuras más significativas.
Los Críticos estaban observando, con su peculiar mezcla de perplejidad y mórbido cinismo, mientras los soldados de los regimientos Cuarto y Primero abatían a tiros a sus oficiales y desertaban en masse para unirse a la bandera negra del ahora abierto Frente Revolucionario Extropiano Tradicional de Burya Rubenstein (muchos soldados quemaron sus uniformes y arrojaron las armas. Otros adoptaron insignias nuevas y cambiaron sus armas por extraños artefactos plateados vomitados por la granja de replicación del comité). Los Críticos siguieron observando mientras, llenos de avidez, los granjeros exigían al Festival cerdos, cabras y, en un caso, un ganso que diera huevos de oro. Sus mujeres pidieron discretamente curas medicinales, cuberterías metálicas y tejidos. En el castillo, se oyeron disparos cuando los criados sacrificaron las fieras del zoológico para comérselas. Una lluvia de rublos de oro solicitada por un saboteador económico cayó copiosamente por las calles de Novy Petrograd y fue ignorada por completo: hasta tal punto era completo el colapso económico provocado por el advenimiento del Festival.
—Son realmente patéticos —comentó Aquella Que Observa Primera. Entrechocó los colmillos sobre un banco somático que mostraba una escena que estaba teniendo lugar en la superficie: uno de los pocos granaderos todavía leales arrastrando a un aterrorizado zapatero hacia las puertas del castillo, seguido por su suplicante familia—. Instintos desbocados, incapaces de asimilar la realidad, carentes de perspectiva.
—Mastica raíces. Cava hondo —masculló con voz lúgubre Hombre Guardia Quinto, en una demostración de su acostumbrado nivel de perspicacia (la inteligencia no era un rasgo particularmente útil para unos guerreros que recorrían túneles)—. Sabe a sangre y a suelo.
—A los guerreros todo les sabe a suelo —bufó Aquella que Observa—. Come tubérculos, hermano, mientras tus hermanas discuten cuestiones que exceden a tu entendimiento. —Rodó de lado y fue a toparse con Hermana de Estratagemas Séptima, que le mordisqueó suavemente el flanco—. Pariente-cría-par. ¿Fluye la incertidumbre?
—Un tiempo de cambios exponenciales se les viene encima. —Hermana Séptima era muy propensa a pronunciarse con aforismos de tan subterráneo significado, acaso con la ingenua esperanza de labrarse una reputación por su visión (y, en última instancia, obtener apoyos cuando presentara su candidatura para ocupar el trono de la reina)—. Puede que sean rastreros moradores de la superficie, criaturas que se aferran a tallos, pero hay cierta grandeza en su lucha. Un nivel de sinceridad que raras veces alcanzan los seres primitivos.
—Primitivos son. Una completa ausencia de intertextualidad mutila su discurso interno. Me embarga el asombro de ver que el Festival desperdicia su atención con ellos.
—No es raro. Son la antítesis del Festival, ¿no lo sientes en tus pelos? —Hermana Séptima parpadeó rojos destellos a Aquella Que Observa, mientras una de sus zarpas asía el árbol de control del banco somático—. Aquí tenemos un nido de drones. —La escena se adentró en un espacio más reducido, siguiendo al zapatero secuestrado tras los muros del castillo—. La dispersión fenotípica conduce a la especialización extendida, como siempre, con el grado habitual de libre albedrío que se encuentra en las civilizaciones humanas. Pero esta ha sido estructurada para prevenir el avance rápido de la información, ¿no lo ves?
—¿Avance de la información? ¿Prevenido? ¡La vida es información! Hermana Séptima se pedorreó con suficiencia.
—He estado observando al Festival. ¡Ninguno de los indignos le ha pedido información! Artefactos, sí. Comida, sí. Máquinas, hasta replicadores, sí. ¿Pero filosofía? ¿Arte? ¿Matemáticas? ¿Ontología? Es posible que estemos contemplando la primera civilización de zombis.
El de los zombis era un tópico que fascinaba a Hermana Séptima. Hipótesis ancestral de la ur-civilización original anterior a la Singularidad, un zombi era una entidad no consciente que actuaba igual que una consciente: se reía, lloraba, comía, hablaba y en general se comportaba como una persona real, y si la interrogaban al respecto, aseguraría que era consciente. Pero tras su comportamiento superficial, no había nada, ningún modelo interiorizado del universo en el que vivía.
Los filósofos habían elaborado la hipótesis de que semejantes criaturas no existían en realidad y cualquiera que reclamase la condición humana era en realidad un ser humano. Hermana Séptima no estaba tan convencida. Los seres humanos —aquellos rugosos y homeotérmicos antropoides con sus incisivos ridículamente pequeños y sus organizaciones sociales anárquicas— no le parecían demasiado reales. Así que estaba en perpetua búsqueda de la evidencia de que no eran gente.
Aquella Que Observa era de la opinión de que su compañera de camada había estado masticando de nuevo las raíces de la felicidad pero es que, claro, a diferencia de Hermana Séptima, ella no era una Crítica práctica: era una observadora.
—Creo que es necesario que resolvamos la cuestión de los zombis antes de pasar a los otros problemas.
—¿Y cómo propones que lo hagamos? —preguntó Aquella Que Observa—. Nos encontramos de nuevo con el problema de la subjetividad. Te digo que el único modelo analítico viable es la postura intencional. Si algo afirma ser consciente, acepta su palabra y trátalo como si sus intenciones fueran conscientes.
—Ah, pero es muy fácil programar a un meerkat para que diga, «pienso luego existo». No, hermana, necesitamos un túnel más próximo a la superficie para encontrar las raíces de la sapiencia. Hace falta un test, uno en el que un zombi se quede atascado pero que un actor sea capaz de superar.
—¿Has ideado algún test así?
Hermana Séptima movió las zarpas en el aire y entrechocó los enormes y amarillos colmillos.
—Sí, creo que puedo construirlo. La característica esencial de los seres conscientes es que adoptan la postura intencional: esto es, que modelan las intenciones de otras criaturas para poder anticiparse a su comportamiento. Cuando aplican un modelo así a los demás, adquieren la capacidad de responder a sus intenciones antes de que se hagan evidentes. Cuando la aplican a sí mismos, se vuelven autoconscientes, porque adquieren una comprensión de sus propias motivaciones y la capacidad de modificarlas.
»Pero hasta el momento, no he visto prueba alguna de que sus motivaciones sean automodificables ni, ya que estamos, otra cosa que reflejos condicionados. Quiero ponerlos a prueba, introducirlos en una situación en la que la imagen que tienen de sí mismos se contradiga con su comportamiento. Si son capaces de adaptar esta imagen a las nuevas circunstancias, sabremos que estamos tratando con seres sapientes. Lo que, en último caso, influirá en la naturaleza de nuestra revisión.
—Eso parece peligroso o difícil, hermana. Tendré que pensar en ello antes de proponérselo a Madre.
Séptima emitió una risa burbujeante y se dejó caer sobre el vientre.
—¡Oh, pariente! ¿Qué creías que había ideado?
—No lo sé. Pero algo parecido a tu habitual…
Aquella Que Observa se detuvo al ver el brillo de triunfo en el ojo de su hermana.
—Simplemente propongo Criticar a un puñado de ellos con un poco más de severidad de lo habitual —dijo Hermana Séptima—. Y cuando haya acabado, cualquiera que viva sabrá que ha sido Criticado. He aquí mi metodología…
★★★
El Comandante Krupkin tardó casi dos horas en ir a ver a Vassily Muller. No fue un retraso intencionado. Casi en el mismo momento en que el campo del motor principal estuvo en marcha y la nave se alejó flotando suavemente de la base naval de Klamovka, su busca empezó a pitar:
QUE TODOS LOS OFICIALES ACUDAN
DE INMEDIATOA LA SALA DE REUNIONES D
—Mierda y corrupción —musitó. Al pasar junto a Pavel Grubor le dijo—. El viejo quiere verme precisamente ahora. ¿Puedes encargarte del técnico de los astilleros y averiguar cuánto va a tardar en cerrar las instalaciones del compensador de punto de referencia?
A Mikhail Krupkin le gustaba su trabajo y ni esperaba ni deseaba especialmente un nuevo ascenso. Llevaba en los sistemas de la nave desde hacía catorce años y pretendía acabar allí su carrera, para a continuación disfrutar de un largo y feliz retiro trabajando para alguna línea espacial comercial. Sin embargo, los mensajes como aquel destruían por completo su serenidad. Significaban que la gente iba a hacerle preguntas sobre la disponibilidad de los sistemas y, ahora que la Lord Vanek tenía aquellas cajas negras en la sala de máquinas, puede que fuera móvil, pero honestamente no podía asegurar con certeza que fuera cien por cien sólida.
No sabía lo que había en aquellas cajas pero estaba seguro de que había una razón para que el Almirantazgo estuviera gastando varios millones de coronas en una modernización de los motores. Y, en cualquier caso, se habían mostrado extremadamente reservados con respecto al software de control adicional. Unas cajas, conectadas al motor, que a su vez estaba conectado por medio de un nuevo enlace de banda ancha a la red táctica: algo olía muy mal.
Todas estas cosas y muchas otras estaban en sus pensamientos cuando cogió el ascensor a la sala de reuniones, situada en la zona de oficiales. La puerta de la Sala D estaba abierta, esperándolo. La mayoría de los oficiales de alto rango se encontraba ya allí. Ilya Murametz, jefe ejecutivo de la nave, el teniente Helsingus, de control de tiro, el equipo de operaciones tácticas de costumbre, Vulpis de Relativística… Parecía que había llegado el último, a excepción del capitán, pero también era el que venía de más lejos.
—Ilya, ¿qué pasa aquí?
Ilya lo miró.
—El capitán está reunido con el almirante. Cuando llegue hará un anuncio —dijo—. No sé una palabra sobre el asunto, salvo que no se trata de nada específico.
Krupkin exhaló un suspiro silencioso de alivio. «Nada específico» quería decir que no tenía que ver con el funcionamiento de la nave. Aquel día no iban a arrojar a nadie a las fieras. No es que el capitán Mirsky fuera un tirano, sobre todo comparado con lo que se estilaba en la Armada de la Nueva República, pero podía ser implacable si descubría a alguien que se había quedado dormido en su puesto o no hacía su trabajo correctamente.
De repente se produjo un cambio en la atmósfera de la habitación: todos se volvieron hacia la puerta. Las conversaciones cesaron y los oficiales se pusieron firmes. El capitán Mirsky permaneció allí un momento, pasando revista a su estado mayor. Era evidente que lo que veía lo agradaba. Cuando empezó a hablar, sus primeras palabras fueron:
—Caballeros, tomen asiento, por favor.
Se acercó a la cabecera de la mesa y dejó una abultada carpeta delante de su asiento.
—En este momento son las 1130. La puerta de esta habitación está cerrada, y permanecerá cerrada, salvando casos de emergencia, hasta las 1200. Estoy autorizado a revelarles que a partir de este momento nos encontramos en alerta de batalla. No estoy al tanto del trasfondo político de nuestras órdenes, pero el estado mayor del almirante Kurtz me ha informado de que en la presente crisis no parece probable otra resolución que una guerra. Por consiguiente, se nos ha ordenado dirigirnos como Primer Escuadrón al Planeta de Rochard, formando parte del plan de batalla Horizonte Verde Omega. —Dicho esto, apartó la silla y se sentó—. ¿Alguna pregunta sobre el escenario general antes de que pase a detallar nuestras órdenes? —preguntó.
El teniente Marek levantó una mano.
—Señor, ¿se sabe algo sobre los agresores? Tengo la impresión de que la oficina del censor ha sido aún más diligente que de costumbre.
La mejilla del capitán Mirsky se arrugó.
—Una buena pregunta. —Krupkin miró de soslayo al teniente. Un joven y fogoso oficial de Operaciones Tácticas que se había unido a la tripulación menos de seis meses atrás—. Una buena pregunta merece una buena respuesta. Desgraciadamente, no puedo dársela porque nadie ha creído pertinente dármela a mí. Así que, teniente, ¿cómo cree que pueden comportarse nuestras fuerzas armadas en la peor de las situaciones posibles?
El teniente Marek tragó saliva. No llevaba en la nave el tiempo suficiente para conocer el estilo socrático que utilizaba el capitán para poner a prueba los conocimientos de sus subordinados, heredado de los dos años que había pasado como profesor en la Academia de Oficiales de la Armada.
—¿Contra quién, señor? Si se tratara solo de reprimir una sublevación local, no habría el menor problema. Pero en el Planeta de Rochard hay un contingente estacionado formado por un destructor y defensas estáticas, tan eficaces como nosotros para tareas represivas. Así que no nos enviarían si bastara con eso para resolver la situación. Debe de haber un enemigo activo que ha impedido que interviniera el escuadrón de defensa local.
—Una descripción de la situación muy precisa. —El capitán Mirsky sonrió sin alegría—. Y que responde a la verdad, sea quien sea el enemigo. Por desgracia, ahora mismo saben ustedes tanto como yo, a excepción de una cosa: el destructor Sakhalin fue devorado. Ignoro si es una metáfora o una verdad literal, pero parece que nadie sabe lo que es ese Festival ni de lo que es capaz ni si el destructor les provocó una indigestión. No podemos olvidar nuestro juramento de lealtad con el Emperador y la República. Sean cuales sean sus decisiones, nuestro deber es ser su mano derecha. Si deciden golpear al enemigo, bien, golpearemos con fuerza. Mientras tanto, debemos asumir lo peor. ¿Y si el enemigo cuenta con máquinas cornucopias?
Sus palabras parecieron desconcertar a Marek.
—¿No podría tener el efecto contrario? Por un lado, cuentan con herramientas que les permiten construir montones de armas con rapidez sin mancharse las manos. Pero por otro, si no están acostumbrados a trabajar, ¿no es muy posible que sean unos degenerados morales? La capacidad de manufactura no confiere necesariamente la victoria, si aquellos que la poseen están debilitados y corrompidos por un decadente estilo de vida en el que son los robots los que se encargan de todo. ¿Cómo podrían tener las tradiciones y el ésprit de un ejército honorable?
—Eso aún está por verse —dijo el capitán con aire críptico—. Por el momento, prefiero asumir lo peor. Y lo peor es que el enemigo cuenta con máquinas cornucopias y no es decadente ni cobarde.
Marek sacudió levemente la cabeza.
—¿Tiene alguna pregunta? —dijo Mirsky.
—Eh… Yo creía que… —Marcus parecía preocupado—. ¿Es eso posible?
—Todo es posible —dijo el capitán con tono grave—. Y si hacemos planes para lo peor, con un poco de suerte todas las sorpresas serán agradables. —Apartó la mirada del ingenuo teniente—. El siguiente.
Krupkin, que como ingeniero tenía una opinión formada sobre la conveniencia de prohibir el uso de determinadas tecnologías por razones sociales, asintió para sí. Aunque Mirsky nunca lo reconocería en público, tenía una idea bastante aproximada de lo que estaba pensando el capitán: llevar una vida decadente con la asistencia de robots no es necesariamente incompatible con la existencia de una tradición militar sólida. De hecho, podría proporcionarles tiempo para concentrarse en lo esencial. El capitán siguió interrogando a sus oficiales sobre el estado de preparación de las diferentes secciones.
—… estatus de ingeniería. ¿Comandante Krupkin?
Krupkin reprimió un gruñido de hastío.
—El ingeniero enviado por los astilleros sigue aplicando los parches de modernización a los compensadores de punto de referencia de la nave. Estoy esperando una estimación precisa, pero a día de hoy nuestros cálculos hablan de unos tres turnos para completar las modificaciones y otro más para probarlas. No tengo quejas sobre su eficiencia. Es tan bueno como el que más, un auténtico virtuoso. Aparte de eso, el segundo juego de compensadores, que no se está modernizado, es completamente operacional. En este momento nos movemos a velocidad de crucero, pero no tendremos redundancia completa ni las modificaciones preparadas hasta dentro de cuatro o cinco días… como mínimo.
—Ya veo. —El capitán escribió algo. Volvió a mirar al ingeniero: una mirada de penetrantes ojos azules que hubiera reducido a un oficial menos experimentado a una ruina temblorosa—. ¿Es posible acelerar las modificaciones? Entraremos en espacio-tiempo extranjero dentro de dos días. Por consiguiente, debemos anticiparnos a la presencia de minadores y naves de guerra enemigas en el trayecto.
—Hum… probablemente, señor. Por desgracia, las modificaciones no están lo bastante claras para el personal de ingeniería de rutina. Springfield es el especialista y se está empleando al máximo. En mi opinión, es posible acelerar las cosas, pero a riesgo de que se produzcan errores inadvertidos a causa de la fatiga. Si se me permite hacer una analogía, es como un cirujano que realiza una operación. Las manos adicionales no hacen más que estorbar y uno no puede pedirle a un cirujano que trabaje días y días y esperar que su trabajo siga siendo intachable. Creo que podríamos recortar uno o dos días a la estimación de cuatro o cinco, pero no más.
—Ya veo. —El capitán Mirsky lanzó de soslayo una significativa mirada a Murametz—. Pero aún podemos movernos y luchar y el nuevo sistema de cajas negras está ya integrado. —Asintió—. Helsingus, ¿en qué condiciones está Operaciones Tácticas?
—He estado realizando ejercicios diarios de simulación con un perfil estándar de flota agresora durante la pasada semana, señor, utilizando los modelos que nos envió el Almirantazgo. No nos vendría mal un poco más de tiempo pero en general creo que los muchachos han cogido la idea. Salvando sorpresas importantes en la doctrina táctica enemiga, estamos preparados para enfrentarnos a ellos, sean quienes sean, en condiciones de igualdad.
—Bien. —Mirsky reflexionó durante un minuto entero—. Tengo que decirles que ayer tarde mantuve una reunión en persona con el comodoro Bauer y por videoconferencia con los demás capitanes. Deben tener muy presente que, a partir de este momento, esta nave se encuentra en estado de alerta. Deben estar preparados para emprender acciones de combate en el futuro inmediato. Mientras tanto, espero recibir informes diarios sobre el estado de preparación del motor y las armas.
»Eso también se aplica al resto de ustedes. Quiero informes diarios del estado de la tripulación y sus secciones. Este mes hemos perdido mucho tiempo reclutando marineros y quiero que estemos al noventa y cinco por ciento de operatividad lo antes posible. Mañana recibiremos un cargamento entero de combustible y suministros de la nave de aprovisionamiento Aurora y en cuanto nos dispongamos a realizar el primer salto, quiero a todo el mundo en los puestos de combate. De modo que tienen unas treinta y seis horas para prepararse para entrar en acción. ¿Alguna pregunta, caballeros?
Helsingus levantó la mano.
—¿Sí?
—Señor, ¿minadores? ¿A qué sitio vamos que pueda estar minado? Mirsky asintió.
—Buena pregunta, comandante. Nuestro salto inicial será corto y nos llevará al Depósito Lobo Cinco. Sé que no es una trayectoria directa hacia el Planeta de Rochard pero si vamos allí en línea recta… bueno, supongo que nuestros enemigos también serán capaces de planearlo. Lo que ignoramos es lo que ellos saben sobre nosotros. Confío en saber algo más esta tarde. —Se levantó—. Si lanzan un ataque sorpresa, estén preparados para responder. Dios está de nuestro lado. Todos los indicios sugieren que ese Festival es una degeneración pagana, así que lo único que necesitamos es tener el corazón limpio y manejar nuestros cañones con entusiasmo. ¿Alguna otra pregunta? —Miró a su alrededor. Nadie levantó la mano—. Muy bien. Ahora voy a reunirme con el comodoro. Descansen.
El capitán abandonó la sala en silencio. Pero en cuanto la puerta se cerró tras él, estalló un griterío.
Martin estaba de mal humor. Krupkin le había dado la noticia varias horas atrás.
—Lo siento, pero las cosas están así —le había dicho—. Turnos dobles. Estamos en pie de guerra. Usted, especialmente, no podrádormir hasta que el trabajo de modernización esté terminado. Órdenes del capitán, que no está de humor para réplicas. Cuando haya acabado, puede desaparecer el tiempo que quiera, pero tenemos que tenerlo preparado antes de entrar en combate.
—Van a ser dieciséis horas, como mínimo, pase lo que pase —le dijo Martin tratando de no perder los estribos—. Los parches estarán instalados y activados antes de que termine este turno, pero no puedo entregarles el control del sistema hasta que haya sido probado por completo. Las pruebas de regresión son totalmente automáticas y tardan veinte mil segundos en completarse. Luego están las pruebas de maniobra, que normalmente se prolongarían durante toda la semana si el casco fuera nuevo. Finalmente, está el período de rodaje del motor, que en el caso de un sistema nuevo y sin probar como el que ha adquirido su Almirantazgo, es de tres meses. ¿Qué posibilidades cree que hay de que vayan a esperar ese tiempo?
—Prescinda de él —dijo Krupkin con voz enérgica—. Mañana empezaremos con las maniobras. ¿Puede iniciar hoy la fase de caja blanca?
—Joder. —Martin volvió a ponerse las gafas y los guantes—. Ya hablaremos luego, ¿de acuerdo? Estoy ocupado. Tendrá sus putas modificaciones. Usted limítese a llevarme hasta un jergón esta noche.
Volvió a sumergirse en la inmensa interfaz, ignorando por completo al comandante, quien se lo tomó sorprendentemente bien.
Lo cual fue, en realidad, una suerte. A Martin le estaba costando no perder los estribos pero por debajo del frágil exterior, estaba preocupado. El asunto de Rachel lo había dejado inquieto. Ahora estaba muy nervioso, y no solo a causa de la volatilidad de la situación. Su aparición lo había sorprendido con la guardia baja y vulnerable y las consecuencias potenciales oscilaban entre lo impredecible y lo catastrófico.
Durante el resto del día, trabajó furiosamente, vigilando el proceso automático de extensión de las conexiones que unían los circuitos de control del nuevo motor con las redes neurales ya existentes. Atajó varios problemas potenciales en el perfil de actuación de los sensores de control de feedback, ajustó los compensadores de punto de referencia para aumentar su precisión y añadió varios parches más a los bucles de control interno que supervisaban y manejaban el agujero negro. Pero no tocó las trampas de extensión de vida media. E instaló el circuito especial que Herman le había pedido que añadiera.
Siguió trabajando durante el turno de noche y a continuación puso en marcha los exámenes de regresión: una serie de rutinas automáticas, controladas por software, que pondrían a prueba todos los aspectos de la modernización del motor y emitirían un informe al respecto. Instalar y probar el módulo no fue difícil. Al día siguiente tendría que empezar a probar cómo interactuaba con el núcleo, una experiencia mucho más crispante y agotadora. Así que al llegar las 2500 bostezó, se estiró, se quitó las gafas y los sensores de feedback y se puso en pie.
—Aargh. —Se estiró un poco más. Sus articulaciones crujieron con el esfuerzo. Estaba mareado, cansado y se sentía un poco enfermo. Parpadeó. Después de varias horas inmerso en los controles 3D de color falso, todo le parecía neutro y monocromático. ¿Y por qué, aquel día y en aquella era, olían las naves de guerra a repollo en vinagre y sudor viejo con un tenue aroma a desechos de alcantarilla? Llegó tambaleándose hasta la puerta. Un marinero que pasaba por allí lo miró con curiosidad—. Tengo que encontrar un jergón —le explicó.
—Por favor, espere aquí, señor. —Lo hizo. Más o menos un minuto más tarde, uno de los subalternos de Krupkin apareció ante sus ojos, con las dos manos pegadas a la pared como si fuera una mosca humana.
—¿Su litera? Ah, sí, señor. Cubierta D, compartimiento 24. Hay una habitación en la zona de oficiales esperándolo. El toque para el desayuno es a las 0700. Paulus, por favor, acompaña al caballero a su cuarto.
—Por aquí, señor. —Silenciosa y eficientemente, el tripulante guió a Martin por la nave, hasta un pasillo de color verde pálido jalonado de escotillas como las de un hotel de cápsulas—. Ahí está.
Martin parpadeó un segundo mientras observaba la puerta que le estaban señalando y a continuación la abrió y entró.
Era como una habitación de hotel de cápsulas o el compartimiento de un tren transcontinental, solo que con dos literas. La inferior podía girarse para convertirse en una mesa cuando no se estaba utilizando. Era totalmente estéril, estaba totalmente limpia, con sábanas almidonadas y una fina manta sobre la litera de abajo, y olía a aceite de máquinas, almidón y noches de insomnio. Alguien había dejado allí un mono limpio y sin insignias. Martin lo observó con desconfianza y decidió seguir con su ropa de civil hasta que estuviera tan sucia que resultara intolerable. Rendirse al uniforme de la Nueva República le parecía un acto simbólico. Si dejaba que lo reclamaran como uno más de los suyos, sería como si hubiera cometido una pequeña traición.
Bajó la intensidad de la luz, se quitó los calcetines y los zapatos y a continuación se tendió en la litera inferior. Al cabo de un rato, la luz se apagó y Martin empezó a relajarse. Todavía estaba mareado, cansado y hambriento, pero al menos no había ocurrido lo peor: no había sentido unos golpecitos en el hombro y no lo habían escoltado al calabozo. Nadie sabía para quién trabajaba en realidad. En este negocio nunca se podía estar seguro y Martin tenía una extraña sensación que subía y bajaba por su columna vertebral. La situación era completamente insólita y la petición de Herman de que se metiera de cabeza en ella era contraria a su modo de proceder habitual. Cerró los ojos y trató de desterrar las visiones de bloques giratorios de color amarillo que bailaban en el interior de su cabeza.
La puerta se abrió y se cerró.
—Martin —dijo una voz apagada junto a su almohada—, habla bajo. ¿Cómo van las cosas?
Se incorporó como un resorte y estuvo a punto de golpearse la cabeza contra la parte inferior de la litera de arriba.
—¿Qué…? —Hizo una pausa—. ¿Qué estás…?
—¿Haciendo aquí? —Una risa callada e irónica—. Estoy haciendo lo mismo que tú: sentirme muy cansada y preguntarme qué demonios hago en esta casa de locos.
Se relajó un poco, aliviado.
—No te esperaba.
—Estar aquí es mi trabajo. He sido adjuntada al estado mayor del Almirante como representante diplomática. Mira, no puedo quedarme mucho. Sería una idea muy mala para todos que me encontraran en tu cuarto. En el mejor de los casos, asumirían lo peor, y en el peor, podrían llegar a pensar que eras un espía o algo así…
—Pero es que soy un espía —balbuceó en un momento de debilidad—. Al menos, tú querías que…
—Sí, vale, y tengo tu anillo decodificador de agente secreto aquí mismo. Mira, quiero hablar, pero los negocios van primero. ¿Se han terminado las mejoras del motor?
Los ojos de Martin se adaptaron a la oscuridad. Podía ver el contorno de su cara. El pelo corto y las sombras hacían que tuviera un aspecto muy diferente, más duro y más determinado. Pero algo que había en su expresión mientras lo observaba le hacía parecer un poco insegura. Los negocios van primero, había dicho.
—Las mejoras van a tardar algún tiempo —dijo—. Dicen que están preparados para empezar con las pruebas mañana mismo, pero es una proposición arriesgada. Yo pasaré la semana que viene depurando errores de los relojes de alta precisión. —Hizo una pausa—. ¿Estás segura de que no corremos peligro? ¿Cómo me has encontrado?
—No ha sido difícil. Dale las gracias a MiG por los planos de los sistemas de seguridad. Soporte Vital y Seguridad piensan que estás aquí solo. Pensé que era más seguro venir en persona que tratar de llamarte.
Martin caminó unos pasos por la habitación y se sentó, le hizo sitio y ella se sentó a su lado. Reparó por primera vez en que llevaba uniforme, y no de la Nueva República.
—¿Vas a estar aquí todo el viaje? Ella soltó una risilla. —Para que podamos conocernos mejor. Relájate. Si quieres hablar con tu representante diplomático local, ese soy yo. Además, me necesitan, o a alguien como yo. ¿Quién si no va a negociar un alto el fuego en su nombre?
—Aja. —Martin guardó silencio. Era consciente de que se encontraba junto a él, tan consciente que casi resultaba doloroso—. Estás corriendo un riesgo —dijo después de un rato—. No van a darte las gracias por…
—Calla. —Se inclinó hacia él. Martin sintió su aliento en la mejilla—. Las mejoras de los motores que estás instalando forman parte de un sistema de armas ilegal, Martin. Estoy segura de ello. Ignoro qué clase de ilegalidad están considerando, pero estoy segura de que tiene que ver con una violación de la causalidad. Si empiezan a realizar maniobras, tendré la ocasión de averiguar para qué pretenden utilizar las mejoras. Por eso necesito estar aquí. Y por eso necesito tu ayuda. Normalmente no te cargaría el muerto, pero es que realmente necesito tu ayuda, ayuda activa, para averiguar lo que está pasando. ¿Comprendes?
—Comprendo muy pocas cosas —dijo Martin con nerviosismo, al tiempo que daba prioridad a su sistema de sobrecarga automática para mantener la respiración bajo control y no revelar su mentira. Se sentía absurdamente culpable por estar ocultándole la verdad. Rachel parecía la última persona que podía poner en peligro su misión… y además le gustaba, quería poder relajarse en su presencia, sin preocupaciones. Pero la prudencia y la experiencia conspiraron para sellar sus labios—. Solo estoy a bordo para dar un paseo —añadió. Sencillamente, no podía hablarle de Herman. Sin saber cómo reaccionaría, las consecuencias podían ser desastrosas. Podían. Y era un riesgo que no se atrevía a correr.
—Ten esto presente —dijo ella en voz baja—. Hay muchas vidas en juego. No solo la mía o la tuya o las de la tripulación de esta nave, sino las de todo el mundo en un radio de treinta años luz desde aquí. Eso es un montón de gente.
—¿Por qué crees que esto va a atraer al gran E? —repuso. Estaba mortalmente cansado y no quería tener que mentirle. ¿Puedo hacer que siga hablando?, se preguntó. Si no lo hacía, temía acabar contándole demasiado. Lo que sería un gran error.
Ella le tocó el brazo.
—Al Escatón le interesará por una sencilla razón: se opone completamente a las violaciones de la causalidad. Por favor, Martin, no finjas ser tan ingenuo. He visto tu informe. Sé dónde has estado y lo que has hecho. No eres ningún idiota y sabes lo que un motor de torsión bien afinado es capaz de hacer en manos de un experto. En términos de relatividad especial, la capacidad de viajar a mayor velocidad que la luz equivale en la práctica al viaje en el tiempo… al menos desde la perspectiva de observadores situados en marcos de referencia distintos. Ven la luz de tu llegada, que está próxima a ellos, mucho antes de la luz de tu partida, que está muy lejos. Como estás corriendo más deprisa que la luz, parece que las cosas ocurren cuando no les corresponde. ¿Vale? Lo mismo ocurre con un enlace causal, un comunicador instantáneo de fibra cuántica. No significa que el viaje en el tiempo se produzca en realidad, o que se puedan crear paradojas temporales, pero poder manipular el orden en el que un observador distante presencia los acontecimientos es un regalo para un estratega militar.
»Al Escatón le traen sin cuidado estas clases tan triviales de viaje temporal, pero reacciona violentamente contra el de verdad. Cualquier manifestación que pudiera poner en peligro su propia historia. El gran Escatón no quiere que nadie haga un movimiento de caballo en ella, que viaje al pasado y vuelva hacia delante para arruinar su origen. ¿Qué alguien trata de construir un comunicador instantáneo? No hay problema. ¿Qué quieren construir un portal lógico que transmite su propia salida de datos a su propio pasado, donde se conecta a la entrada? Esa es la base de la lógica no-causal y proporciona la primera herramienta que se necesita para construir una inteligencia artificial trascendente. Puf, el planeta es bombardeado desde la órbita con lemmings caníbales o destruido con asteroides asesinos o algo por el estilo.
»En cualquier caso, a mí me da igual lo que la Nueva República le haga al Festival. Quiero decir, puede que me preocupe lo que le pasa a los individuos de la Nueva República y puede que esos tíos del Planeta de Rochard sean gente realmente estupenda, pero esa no es la cuestión. Lo que sí me importa es si lo que van a hacer piensan hacerlo dentro de los límites del cono de luz de la Tierra. Si implica una violación de la causalidad a gran escala, el E podría destruir toda la zona contaminada. Y sabemos que estableció colonias hasta a tres mil años luz de distancia. Aun asumiendo que quiera preservar la raza humana, podría permitirse el lujo de arrasar un par de centenares de planetas.
Martin tuvo que morderse la lengua para no corregirla. Rachel se quedó callada. Esperó a que continuara, pero no lo hizo. Parecía deprimida.
—Tú tienes mucha influencia. ¿Les has dicho lo que has deducido? ¿O se lo has dicho a alguien más? Rachel se echó a reír, una risa peculiarmente amarga.
—Si lo hiciera, ¿cuánto crees que tardarían en echarme por la borda, con o sin traje espacial? Ya están bastante paranoicos tal como andan las cosas. Creen que hay un espía a bordo y temen encontrarse con campos de minas o saboteadores durante el viaje.
—¿Un espía? —Se incorporó, asustado—. Saben que hay un…
—Habla más bajo. Sí, un espía. No uno de nosotros. Un idiota de la Oficina del Ciudadano al que han enviado para vigilarte. Que hables más bajo, te digo. Solo es un muchacho, un poli novato. Trata de relajarte cuando esté presente. Por lo que a nosotros se refiere, se te permite hablar conmigo. Soy la representante de tu gobierno más próxima.
—¿Cuándo vamos a salir de la nave? —preguntó con voz tensa.
—Probablemente cuando lleguemos. —Le cogió la mano y apretó—. Haz tu trabajo y mantén la cabeza baja —dijo con voz calmada—. Y, hagas lo que hagas, no actúes como si fueras culpable ni te confieses con nadie. Confía en mí, Martin. Como ya te he dicho antes, estamos en el mismo equipo en esta misión.
Martin se le acercó. Estaba tensa, muy tensa.
—Esto es una locura —dijo muy lenta y cuidadosamente al tiempo que pasaba un brazo alrededor de sus hombros—. Lo más probable es que esta absurda expedición consiga que nos maten a ambos.
—Puede ser. —Sintió que ella le apretaba la mano—. Espero que no —dijo con un hilo de voz—. Todavía no he tenido ocasión de conocerte.
—Ni yo a ti. —Su mano se relajó un poco—. ¿Eso te gustaría? ¿De verdad?
—Bueno. —Apoyó la espalda en la pared que había junto al camastro—. No he pensado mucho en ello —musitó— pero llevo solo mucho tiempo. Mucho. Antes de este trabajo. Necesito… —Cerró los ojos—. Mierda. Lo que quiero decir es que necesito alejarme de este trabajo por algún tiempo. Quiero tomarme un año sabático o dos, para ordenar mi vida y volver a descubrir quién soy. Un cambio y un descanso. Y si tú también estás pensando en algo parecido, puede que…
—Hablas como un tío que ha trabajado demasiado. —Se estremeció—. Alguien acaba de caminar sobre mi tumba. Estamos los dos igual, Martin, los dos igual. Hay algo en la Nueva República que te desgasta, ¿verdad? Escucha, tengo unos dos años de permisos acumulados, esperándome para cuando vuelva a casa. Si quieres que vayamos juntos a alguna parte, para librarnos de toda esta…
—Suena bien —dijo él en voz baja—. Pero ahora mismo…
Su voz se apagó mientras lanzaba una mirada a la puerta del camarote.
Hubo un momento de gélido silencio.
—No te abandonaré —susurró ella. Lo abrazó un momento, y entonces lo soltó y se puso en pie—. Tienes razón. La verdad es que no debería estar aquí. Tengo un cuarto propio y si me están vigilando… bueno.
Cogió la gorra de la litera de arriba, se la puso cuidadosamente en la cabeza y abrió la puerta. Volvió la mirada hacia él y, por un momento, Martin pensó en pedirle que se quedara, en contárselo todo, pero entonces ella salió a los corredores iluminados de rojo de la dormida nave y se marchó.
—Maldición —masculló mientras se quedaba mirando la puerta, embargado por una sensación de incredulidad—. Demasiado tarde, demasiado tarde. Maldita sea…