La puerta del estudio se abrió y entró un soldado de uniforme.
—El comodoro Bauer para ver al almirante —anunció.
—¡Qué p… pase!
El comodoro Bauer entró en el estudio del Almirante y saludó. Sentado tras una imponente mesa de gruesa madera en el centro de la enorme estancia (forrada de madera dura importada a precio de oro, cortinas de seda cruda y una cantidad no desdeñable de pan de oro en las cornisas), el almirante parecía diminuto: una marchita tortuga con bigotes de morsa, vagando a la deriva en el mar que era la alfombra azul y plateada. No obstante, aquel día se encontraba en buenas condiciones, ataviado con su uniforme, resplandeciente de condecoraciones y cintas y sentado en una silla regia.
—Comandante. Bienvenido. Por favor, tome asiento.
El comodoro Bauer se acercó a la mesa y se sentó en la silla que se le indicaba.
—¿Cómo se encuentra su padre últimamente? Ha… ha pasado algún tiempo desde la última vez que nos vimos.
—Se encuentra muy bien.
Al menos lo mejor que podría esperarse teniendo en cuenta que hace cuatro años que murió. Bauer miró a su superior con tristeza. En el pasado el más afilado sable de la armería de la Nueva República, el Almirante Kurtz estaba oxidándose a una velocidad pasmosa: ya debían de estar planeando su funeral. Todavía tenía períodos de lucidez, en ocasiones bastante prolongados, pero obligarlo a encabezar aquella expedición —y ningún oficial que rehusara obedecer una orden imperial podía tener esperanzas de mantener el puesto— era una verdadera crueldad. Seguramente Su Majestad estaba al corriente de su estado.
—¿Puedo preguntar por qué me ha hecho llamar, señor?
—Ah… ah… ah, sí. —El Almirante se estremeció como si alguien acabara de administrarle una descarga eléctrica. De repente su expresión se puso tensa—. Debo pedirle disculpas, comodoro. Tengo demasiados momentos de despiste. Quería discutir la flisposición… quiero decir, la disposición de la flota. Evidentemente, el mando cotidiano de la flota estará en sus manos, así como el mando táctico una vez que lleguemos al Planeta de Rochard. Sin embargo, en la cuestión de la planificación sí que creo poder hacer alguna aportación. —Una sonrisa fugaz recorrió sus facciones—. ¿Está de acuerdo con esto?
—Ah, sí, señor —asintió Bauer, ligeramente aliviado. Puede que el viejo estuviera cayendo en la senilidad, pero todavía conservaba la agudeza de una navaja en sus buenos momentos: si estaba dispuesto a sentarse y permitir que Bauer se encargase de la mayor parte del trabajo, puede que las cosas funcionaran (siempre que recordara quién era Bauer, se dijo el comodoro). Ya habían trabajado juntos en el pasado: Bauer había sido teniente subalterno a las órdenes del capitán Kurtz durante la invasión de Thermidor y sentía un gran respeto por su intelecto, por no mencionar su testaruda negativa a retirarse aún en los casos en los que se enfrentaba a gran oposición—. Tengo la impresión de que el Cuartel General tiene algunos planes poco habituales para levantar este asedio: ¿es eso lo que tienen en mente?
—Sí. —El Almirante Kurtz señaló una carpeta de cuero rojo que descansaba sobre su mesa—. Contingencia Omega. Tuve algo que ver en su elaboración, hace diez años, pero me temo que tendrán que refinarlo mentes más jóvenes para convertirlo en un plan de ataque.
—Contingencia Omega. —Bauer hizo una pausa—. ¿No se había archivado por… eh… cuestiones legales?
—Sí —asintió Kurtz—. Pero solo como plan de ataque total. No se nos permite recorrer sendas temporales cerradas: utilizar el viaje más rápido que la luz para llegar antes del estallido de la guerra. Provoca toda clase de problemas. Algunos dicen que a Dios no le gusta. Si quiere saber mi opinión, es una completa estupidez. Pero ya hemos sido atacados. Ellos nos atacaron. Así que podemos ir al pasado, solo que después del comienzo del ataque. Debo confesar que creo que es una excusa patética, pero así están las cosas. La Contingencia Omega.
—Oh. —Bauer extendió la mano hacia la carpeta—. ¿Me permite?
—Desde… desde luego.
El comodoro empezó a leer.
Acelerar hasta alcanzar velocidades superiores a la de la luz era, por supuesto, imposible. La teoría de la relatividad general lo había dejado bien claro allá por el siglo XX. Sin embargo, desde entonces se habían inventado varias formas para burlar el límite de velocidad. En aquel momento, existían al menos seis métodos diferentes de mover masa o información de A a B sin necesidad de pasar por C.
Un par de estas técnicas se basaban en trucos cuánticos, extraños cortes que implicaban que los condensados de Bose-Einstein intercambiaran bits en cuantos separados por años luz. Al igual que ocurría con el canal causal, los cuantos interrelacionados tenían que separarse a velocidades inferiores a la de la luz, lo que hacía que el método fuera apto para la transmisión de información pero no para el transporte de cuerpos. Algunos de ellos —como los agujeros de gusano del Escatón— eran inexplicables y se basaban en principios que ningún físico humano había descubierto aún. Pero dos de ellos eran sistemas de propulsión viables para naves espaciales: el recíproco de expansión Linde-Alcubirre y el motor de salto. El primero establecía una oleada de expansión y contracción en el espacio situado delante y detrás de la nave: era un ejercicio de elegancia cuando no había testigos, y peligroso en no poca medida. Una nave espacial que tratara de navegar por el denso colector de espacio-tiempo corría el riesgo de ser reducida a pedazos por una mota de polvo extraviada.
El motor de salto era, como mínimo, mucho más fiable si se hacía caso omiso de ciertas particularidades. Una astronave equipada con él aceleraría para salir del pozo gravitatorio de la estrella más próxima. Tras identificar un punto de espacio-tiempo equipotencial en la estrella objetivo, la nave encendería el generador de campo del motor y toda ella podría atravesar el túnel para moverse entre los dos puntos sin haber estado nunca entre ellos (asumiendo, claro está, que la estrella a la que se dirigía seguía más o menos en el mismo lugar y en el mismo estado en los que parecía encontrarse antes de la maniobra. De lo contrario, nadie volvería a ver la nave).
Pero el motor de salto tenía grandes inconvenientes para su uso militar. Para empezar, solo funcionaba en espacio-tiempo llano, es decir, a gran distancia de estrellas o planetas, lo que significaba que al llegar a tu destino te encontrabas en un punto desde el que tu enemigo tenía tiempo de sobra para verte llegar. Además, su alcance no era demasiado grande. Cuanto más lejos tratabas de saltar, mayores eran las probabilidades de que las condiciones en el punto de destino no fueran las esperadas, lo que suponía más trabajo para los compensadores de fugas. Y, lo que era más serio, creaba un túnel entre puntos equipotenciales del espacio-tiempo. Si cometías un error de cálculo en un salto, podías encontrarte en el pasado absoluto, tanto con relación al punto de partida como al de llegada. Puede que no te dieras cuenta de ello hasta que volvieras a casa, pero acababas de violar la causalidad. Y la gente que hacía eso, tenía serios problemas con el Escatón.
Por esta razón, Contingencia Omega era uno de los documentos más peliagudos de la biblioteca de planes de batalla de la Armada de la Nueva República. Contingencia Omega discutía posibles medios y modos de utilizar la violación de causalidad —el viaje en el tiempo dentro del marco de referencia corriente— para obtener ventajas estratégicas. El Planeta de Rochard se encontraba a cuarenta años luz de Nueva Austria. Normalmente eso significaba entre cinco y ocho saltos, una travesía bastante seria que duraba tres o cuatro semanas. Ahora, en tiempos de guerra, era presumible que las vías de aproximación principales desde Nueva Austria estuvieran custodiadas. Cualquier flota atacante tendría que salvar a saltos la Nebulosa de la Cabeza de la Reina, una nube imposible de atravesar en cuyo interior estaban formándose tres o cuatro objetos protoestelares. Y para ejecutar Contingencia Omega —equilibrando de manera delicada el momento de su llegada con la recepción de las primeras señales de alarma enviadas desde el Planeta de Rochard, de modo que no se produjera ninguna violación de la causalidad absoluta pero su aparición les permitiera coger a sus enemigos por sorpresa—, bueno, harían falta más saltos aún, que los llevarían muy lejos en el cono de luz de su propio futuro antes de regresar describiendo un bucle al pasado, en la frontera interior misma del horizonte de sucesos.
Iba a ser, comprendió Bauer, la operación militar de mayor alcance de toda la historia de la Nueva República. Y —que Dios lo ayudara— su trabajo consistía en asegurarse de que funcionaba.
Burya Rubenstein dio un buen golpe a la basta mesa de madera con una bota gastada.
—¡Silencio! —exclamó. Nadie le hizo el menor caso. Disgustado, sacó la compacta pistola que la máquina había fabricado para él y disparó al techo. No emitió más que un tenue zumbido pero la lluvia de polvo de yeso resultante atrajo la atención de todos los presentes. En medio de las toses y los carraspeos, gritó—. ¡El comité guardará silencio!
—¿Por qué? —exigió un espontáneo desde el fondo de la abarrotada cervecería.
—Porque si no cerráis la boca y dejáis que hable, tendréis que responder ante Politovsky y sus dragones. Lo peor que yo haría es dispararos. ¡Pero si os coge el Duque, puede que tengáis que trabajar para vivir! —Carcajadas—. Para que él viva. Lo que tenemos aquí es una oportunidad sin precedentes de sacudirnos los grilletes de la esclavitud económica que nos encadenan a la tierra y a la fábrica, y provocar el advenimiento de una era iluminada de movilidad social en la que seamos libres para mejorar nuestras vidas, contribuir al bien común y aprender a trabajar mejor y vivir más deprisa. Pero, camaradas, las fuerzas de la reacción son implacables y vigilantes: en este mismo momento, una lanzadera de la Armada está llevando soldados a Chelm Exterior, que planean tomar y convertir en un baluarte contra nosotros.
Oleg Timoshevski se puso en pie con un impresionante despliegue de zumbidos y sonidos metálicos.
—¡No hay de qué preocuparse! ¡Los aplastaremos!
Movió el brazo izquierdo en el aire y su puño adoptó la forma inconfundible de un lanzagranadas. Tras haberse sumergido en la piscina de las técnicas de mejora personal con el entusiasmo de un cyborg de nacimiento, hubiera podido posar como modelo para un cartel del Frente Transhumanista o incluso del Partido del Espacio y la Libertad.
—Ya es suficiente, Oleg. —Burya lo fulminó con la mirada y a continuación volvió a dirigirse a la audiencia—. No podemos permitirnos vencer utilizando la violencia —subrayó—. Puede que a corto plazo sea tentador, pero solo servirá para desacreditarnos delante de las masas y la tradición nos dice que sin las masas de nuestro lado, no hay revolución posible. Tenemos que demostrar que las fuerzas de la reacción se disuelven frente al pacifismo de las nuestras por medio del progreso y la capacidad de iniciativa, sin necesidad de represión… o en última instancia, lo único que conseguiremos será suplantar a estas fuerzas y al hacerlo nos volveremos idénticos a ellas. ¿Es eso lo que queréis?
—¡No! ¡Sí! ¡NO!
El furor que se extendió por la gran sala hizo que se encogiera. Los delegados estaban sucumbiendo al entusiasmo, inflamados por el sentido de su propio e irresistible destino y un terrible exceso de cerveza de centeno y vodka (puede que fueran bebidas sintéticas, pero resultaba imposible distinguirlas de las verdaderas).
—¡Camaradas! —Un hombre rubicundo, de mediana edad y tez cetrina, se encontraba junto a la puerta principal del salón—. ¡Prestadme atención, por favor! ¡Destacamentos reaccionarios de la junta imperialista están maniobrando para rodear el Campo de Desfiles del Norte! ¡El mercado libre está en peligro!
—Oh, mierda —musitó Marcus Wolff.
—Ve a ver qué pasa, ¿quieres? —le pidió Burya—. Llévate a Oleg, quítamelo de delante y yo defenderé el fuerte aquí. Y trata de encontrar algo que Jaroslav pueda hacer mientras tanto. Podría empezar a hacer juegos malabares o disparar con su pistola de agua a los guardias o quién sabe qué. No puedo trabajar mientras él sigue metiéndose en líos.
—De acuerdo jefe. ¿Dices en serio lo de… eh… no reventar cabezas?
—¿Qué si hablo en serio? —Rubenstein se encogió de hombros—. Prefiero que no tengamos que recurrir a las armas nucleares, pero haz lo que creas necesario para ganarles por la mano… siempre que sigamos conservando la ventaja moral. Si es posible. No necesitamos una batalla en este momento. Es demasiado pronto. Si aguantamos una semana, los guardias empezarán a desertar como las ratas que abandonan un barco que se hunde. Por ahora basta con que trates de desviar su atención. Tengo previsto emitir un comunicado que será como soltar al gato entre las palomas para los lacayos de las clases gobernantes.
Wolff se puso en pie y se acercó a la mesa de Timoshevski.
—Oleg, ven conmigo. Tenemos un trabajo que hacer. —Burya apenas les prestó atención: tenía la nariz enterrada en el manual de un procesador de palabras que el cuerno de la abundancia había soltado en su regazo. Tras haber pasado una vida entera escribiendo a mano o con una laboriosa máquina de escribir manual, aquello se le antojaba demasiado parecido a magia negra, pensó. Con solo averiguar cómo hacer que calculara el número de palabras que contenía un párrafo, se hubiera sentido feliz. Pero si no podía hacerlo, ¿cómo iba a saber cuántos tipos de plomo iba a necesitar para rellenar una columna como es debido?
El congreso revolucionario llevaba ya tres días encerrado en el viejo Mercado de Grano. En el tejado habían florecido insólitas excrecencias parecidas a helechos de metal negro que convertían la luz del sol y la polución de la atmósfera en electricidad y herramientas de plástico de brillantes colores. Godunov, quien supuestamente se encontraba al cargo de la comida, se había quejado amargamente de la falta de vajilla (como si a un verdadero revolucionario debieran preocuparle semejantes trivialidades) hasta que Misha, quien había llegado mucho más lejos en las interfaces cerebrales directas que el propio Oleg, había arrugado la nariz y le había pedido a las cosas del tejado que empezaran a producir herramientas. Luego se había marchado a encargarse de algo y nadie había conseguido que la fábrica dejara de producir. Por suerte no parecía haber carencias de comida, de municiones ni, en realidad, de ninguna otra cosa: parecía que el farol de Burya había convencido al Duque de que el soviet democrático contaba realmente con armas nucleares y por el momento los dragones se cuidaban mucho de acercarse al edificio de ladrillos amarillos situado al final de la Plaza de la Libertad.
—¡Burya! ¡Ven rápido! ¡Hay problemas en las puertas!
Rubenstein levantó la mirada de su proclama.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¡Habla claro!
El camarada (Petrov era su nombre, ¿no?) se detuvo bruscamente delante de su mesa.
—¡Soldados! —dijo con voz jadeante.
—Aja. —Burya se levantó—. ¿No están disparando todavía? ¿No? Entonces hablaré con ellos. —Se estiró, tratando de aliviar la rigidez de sus músculos y parpadeó varias veces para librarse del agotamiento—. Llévame hasta allí.
Una pequeña multitud estaba reuniéndose alrededor de las puertas del Mercado de Grano. Campesinas con pañuelos en la cabeza, trabajadores de las acerías del otro extremo de la ciudad —inútiles, dado que todas sus factorías habían sido reemplazadas por un complejo robótico milagroso, casi orgánico, que a esas horas todavía seguía extendiéndose—, incluso unos pocos y enjutos reos de cabeza afeitada, salidos de los campos correccionales que había detrás del castillo: todos ellos agolpándose alrededor de un pequeño puñado de soldados de aspecto aterrorizado.
—¿Qué pasa aquí? —inquirió Rubenstein.
—Estos hombres, dicen…
—Deja que hablen por sí mismos. —Burya señaló al que estaba más cerca de las puertas—. Tú. No nos estáis disparando, así que, ¿para qué estáis aquí, camarada?
—Yo… eh…
El soldado hizo una pausa. Parecía confundido.
—Estamos hartos de que los aristócratas anden dando órdenes, eso es lo que pasa —dijo el que había a su lado, un hombre alto como un espárrago, de tez cetrina y con un gorro alto de piel que casi con toda seguridad no correspondía al uniforme reglamentario—. Esos parásitos realistas, encerrados en su palacio, bebiendo champaña y ordenándonos que muramos para que ellos sigan a salvo. Mientras aquí fuera todo el mundo se lo está pasando en grande y parece que es el fin del régimen. O sea, ¿qué es lo que pasa? ¿Ha llegado ya la verdadera libertad?
—¡Bienvenidos, camaradas! —Burya abrió los brazos hacia el soldado—. ¡Sí, es cierto! ¡Con la ayuda de nuestros aliados del Festival, el puño de hierro de la junta reaccionaria está a punto de ser derribado para siempre! La nueva economía está naciendo. El coste marginal de la producción se ha abolido y de ahora en adelante, si cualquier objeto se produce una sola vez, podrá replicarse indefinidamente. ¡Para cada uno de acuerdo a su imaginación, para cada uno de acuerdo a sus necesidades! Uníos a nosotros. ¡O, mejor aún, id a buscar a vuestros hermanos soldados o trabajadores para que se unan a nosotros!
Hubo un agudo estrépito procedente del tejado del Mercado de Grano, justo en el momento álgido de este discurso improvisado; todas las cabezas se volvieron hacia allí, alarmadas. Algo se había roto dentro de la fábrica de instrumentos y una lluvia de herramientas de plástico de los colores del arco iris salía despedida como el chorro de una fuente hacia el cielo y caía con gran escándalo al suelo, en todas direcciones, como el heraldo de la sociedad posindustrial que se avecinaba. Los obreros y los campesinos contemplaron boquiabiertos y entre asombrados y asustados aquel despliegue de productividad y a continuación se arrodillaron en el barro para escarbar en busca de las herramientas de brillantes colores que les regalaba la revolución. Sonó una descarga de detonaciones y Burya alzó las manos, con una sonrisa salvaje en los labios, para aceptar el saludo de los soldados de la guarnición de la Colina del Cráneo.
—… boletín de noticias de la noche. Y ahora veamos los titulares para hoy. Continúa la crisis provocada por la invasión del Planeta de Rochard por parte del llamado Festival. Todos los intentos de mediación diplomática han fracasado y parece que una acción militar es inevitable. Los testimonios directos desde el territorio ocupado escasean pero hasta donde hemos podido saber, la guarnición al mando del Duque Politovsky continúa luchando valerosamente en defensa de la bandera imperial. El embajador Al-Haq de Turku ha afirmado en este mismo programa que la política expansionista del llamado Festival representa una intolerable amenaza para la paz.
»Se ha descubierto que la mujer que se encadenó a la verja de la residencia imperial la mañana de ayer, exigiendo el derecho de voto y a la propiedad para las mujeres posee un largo historial de desórdenes mentales caracterizados por crisis de histeria paranoica. Hoy mismo, las líderes de la Unión de Madres han negado estar al corriente de sus propósitos y la han tachado de «poco femenina». Se espera que la mujer sea acusada por perturbar el orden público a finales de esta misma semana.
»Los rumores sin base que circulan por la Vieja Tierra sobre los supuestos planes del Almirantazgo para llevar a cabo un serio plan de modernización de nuestras naves han provocado que numerosas compañías inversoras interplanetarias vendieran sus acciones, lo que ha provocado una caída en picado del índice de negocios y la retirada de la bolsa de la Nueva República de varias compañías de seguros. Hasta el momento no se ha producido ningún anuncio por parte del presidente del Banco Real, pero los funcionarios de la cámara de comercio están preparando en este mismo momento la presentación de cargos contra aquellas compañías que hayan participado en la estampida, acusándolas de calumnia y conspiración para establecer un cártel mercantil utilizando como pretexto la actual alerta de defensa.
—Los cuatro anarquistas que fueron ahorcados hoy en la Prisión de Krummhopf fueron atendidos por…
Clic.
—Odio este puto planeta —susurró Martin mientras se metía un poco más en la bañera de porcelana. Era el único elemento favorable del pequeño y estrecho apartamento de dos habitaciones, situado junto a los muelles, en el que lo habían metido (las características negativas incluían, por supuesto, la casi segura presencia de micrófonos). Dirigió la mirada al techo, dos metros por encima de él, tratando de ignorar las noticias que daba la radio.
Sonó el teléfono.
Maldiciendo, Martin salió de la bañera y entró, dando saltos y chorreando, en el salón.
—¿Sí? —preguntó con cierto exceso de energía.
—¿Ha tenido un buen día? —Una voz de mujer. Tardó un segundo en ubicarla.
—Asqueroso —dijo con toda sinceridad. Y el hecho de que me llame no lo mejora, pensó. La idea de verse arrastrado a una especie de estafa diplomática no lo seducía en absoluto. Pero las ganas de quejarse se impusieron a las irritaciones menores—. La lista de tecnologías sometidas a embargo incluye los interfaces craneales. Lo hacen todo a base de viejos guantes de inmersión de RV y teclados. Ahora, todo lo que miro está cubierto de motas de color púrpura y me escuecen los dedos.
—Bueno, parece que ha tenido un día realmente bueno comparado con el mío. ¿Ha comido ya?
—Aún no. —De repente Martin se dio cuenta de que estaba hambriento, además de aburrido—. ¿Por qué?
—Esto le va a gustar —dijo ella con voz alegre—. Conozco un restaurante decente en la cubierta C, dos cubiertas por encima y a tres corredores de distancia de la entrada a la zona de seguridad cinco. ¿Quiere que lo invite a cenar?
Martin lo pensó un momento. En condiciones normales hubiera rehusado y hubiera tratado de dar con el modo de evitar a la bruja de la ONU. Pero estaba hambriento. Y no solo de comida. La despreocupada invitación le recordó a su hogar, un lugar en el que la gente todavía podía hablar con libertad. La tentación de la compañía lo impulsó a aceptar y después de vestirse, siguió las indicaciones que ella le había dado mientras trataba de no pensarlo demasiado.
Los aposentos de los oficiales visitantes se encontraban más allá de la zona de seguridad de la base, pero a pesar de ello había que atravesar un control antes de llegar a la escotilla que daba a la sección civil de la estación. Tras cruzar el control, entró en un pasillo principal. Se curvaba suavemente a la izquierda, siguiendo el contorno interior de la circunferencia de la estación. A partir de él se abrían más corredores, así como numerosas puertas. Dobló una esquina y salió a la calle…
—¡Martin! —La mujer lo cogió del brazo—. ¡Qué alegría verte!
Se había puesto un vestido verde de corpiño ajustado y guantes largos y negros. Sus hombros y sus antebrazos estaban a la vista, pero se cubría el cuello con una cinta, cosa que le pareció rara. Había algo en su atuendo que le resultaba extraño aunque no sabía el qué.
—Finge que estás encantado de verme —siseó—. Para las cámaras. Me vas a llevar a cenar. Y llámame Ludmilla en público.
—Desde luego. —Se obligó a esbozar una sonrisa—. ¡Querida mía! ¡Cuánto me alegro de verte! —Cogió su brazo y trató de seguirle el juego—. ¿Por dónde? —murmuró.
—Lo estás haciendo muy bien para ser un aficionado. Tercer establecimiento a la derecha. Hay una mesa a tu nombre. Esta noche soy tu acompañante. Siento toda esta parafernalia de novela de espías, pero los servicios de seguridad de la base te están vigilando y si yo me encontrara aquí oficialmente con mi propia identidad, empezarían a hacerte preguntas. Es mucho más conveniente que crean que soy una mujer de virtud relajada.
Martin se ruborizó.
—Ya veo —dijo. Por fin comprendió lo que le había escamado. En aquella cultura puritana, una mujer que mostrara la piel por debajo de lagarganta se consideraba, en el mejor de los casos, un poco atrevida. Lo que significaba, ahora que lo pensaba, que su hotel estaba lleno de…
—¿No has utilizado los servicios del hotel desde que llegaste? —preguntó ella con una ceja enarcada.
Martin sacudió la cabeza.
—No me gusta que me arresten en jurisdicción extranjera —musitó para disimular su incomodidad—. Y las costumbres locales son muy confusas ¿Qué piensas tú de ellos?
Ella le apretó el brazo.
—Sin comentarios —dijo con voz alegre—. Se supone que en este sitio las mujeres no dicen tacos. —Se recogió la falda mientras él le abría la puerta—. No obstante, dudo que este orden social dure muchos años. Han tenido que invertir muchísima energía para mantener intacto el status quo durante tanto tiempo.
—Hablas como si estuvieras deseando que se derrumbara.
Le entregó su tarjeta a un camarero de librea, quien hizo una reverencia y entró en el restaurante.
—Lo estoy. ¿Tú no?
Martin suspiró silenciosamente.
—Ahora que lo mencionas, no derramaría ninguna lágrima si eso pasara. Pero en este momento, lo único que quiero es terminar este trabajo y regresar a casa.
—Ojalá mi vida fuera tan sencilla. No puedo permitirme el lujo de enfurecerme. Se supone que debo contribuir a proteger a esta civilización de las consecuencias de su propia estupidez. Es difícil resolver las injusticias sociales cuando toda la gente a la que estás tratando de ayudar está muerta.
—Su mesa, señor —dijo el camarero, que acababa de reaparecer, con una profunda reverencia. Rachel emitió una risilla tonta. Martin acompañó al camarero seguido por ella.
La chica siguió manteniendo la pose de alocada cabeza de chorlito hasta que estuvieron sentados en un reservado y hubieron pedido el menú del día. En cuanto el camarero se marchó, la abandonó.
—Quieres saber qué está pasando, quién soy y de qué va todo esto —dijo en voz baja—. También quieres saber por qué deberías cooperar y qué sacarás si lo haces. ¿Verdad?
Martin asintió. No deseaba abrir la boca hasta descubrir cuánto sabía ella sobre su auténtico oficio.
—Bien. —Lo miró sin pestañear—. Deduzco que ya has decidido no entregarme a la seguridad de la base. Sería un grave error, Martin. Aunque no lo fuera para ti, lo sería para mucha gente.
Martin bajó la mirada y la dirigió a la mesa puesta frente a ella. Cubertería de plata, servilletas de lino, un mantel almidonado que se derramaba como una cascada por todos lados. Y los senos de Rachel. Con aquel vestido eran imposibles de ignorar, aunque uno tratara de no mirarlos. Una mujer de virtud relajada, en efecto. Se decidió a no apartar la mirada de su cara.
—Aquí está pasando algo que no comprendo —dijo—. ¿Qué es?
—Ahora te lo explico. Lo primero que voy a decir es que, una vez que hayas oído lo que tengo que contarte, eres libre de levantarte y marcharte a menos que decidas implicarte en el asunto. Lo digo en serio. La verdad es que antes me he excedido un poco, pero prefiero que no participes si no lo haces voluntariamente. Por el momento, piensan que no eres más que un ingeniero bocazas. Si me prestan demasiada atención a mí… —Hizo una pausa. Frunció ligeramente los labios—. Soy mujer. Recibiré muy poca piedad si me descubren, pero la verdad es que no creen que una mujer pueda ser un agente secreto, y mucho menos un especialista en inteligencia. Además, mañana a esta misma hora ya debería de tener mis credenciales diplomáticas y entonces podré salir a la luz. Pero, vamos, sobre lo que está pasando. ¿Vas a levantarte y marcharte o quieres participar?
Martin lo pensó un momento. ¿Qué debería hacer? La solución parecía obvia.
—Me quedaré hasta haber recibido algunas respuestas. Y haber cenado. Lo que sea antes que seguir encerrado en esa cloaca de base.
—Muy bien. —Se reclinó en su asiento—. Primero —levantó un dedo enguantado—. ¿Qué está pasando? Es un poco peliagudo. La ONU no tiene jurisdicción aquí, pero sí que tiene la influencia suficiente para arruinar los acuerdos comerciales de la Nueva República con la mitad de sus vecinos si se descubriera que, por ejemplo, están rompiendo las convenciones sobre guerra o sobre el uso de tecnologías prohibidas.
Martin bufó.
—¿Tecnologías prohibidas? ¿Ellos?
—¿De verdad crees que dejarían pasar la oportunidad de aprovechar un invento robado? Me refiero a la familia real, claro.
—Hmm. —Martin se rascó la barbilla con aire pensativo—. Muy bien, así que son tecnófobos pragmáticos. ¿Es eso lo que quieres decir?
—En resumidas cuentas, sí. —Se encogió de hombros. Contra lo que le dictaba el sentido común, Martin se descubrió a sí mismo mirando por debajo de la barbilla de la chica. Se forzó a levantar la mirada—. Nuestras limitaciones sobre armamento no se aplican aquí, pero las cosas son diferentes más cerca de casa y gran parte del comercio de la Nueva República fluye en esa dirección. Gozamos de cierto reconocimiento. Una vez que tenga mi acreditación diplomática, gozaré de inmunidad diplomática, si me cogen y vivo lo suficiente para hacerla efectiva. Dos. —Levantó otro dedo—. Los controles de limitación de armas existen para impedir que la gente provoque la intervención del Escatón. Y funcionan en ambos sentidos. Mientras la gente se limite a utilizar tonterías como misiles relativísticos capaces de destruir planetas, gas nervioso y cosas parecidas, el gran E no se meterá. Pero en cuanto alguien empiece a trastear con lo prohibido… ¡Papá le regaló por su puesta de largo una esmeralda de este tamaño!
Empezó a hacer pucheros y Martin la miró, perplejo. A continuación esbozó una sonrisa rígida mientras el camarero depositaba un cuenco de sopa delante de él.
El camarero se apartó un paso, sirvió más vino y desapareció. Rachel hizo una mueca.
—Eh… ¿dónde estaba? Te sorprendería lo deprisa que se vuelve aburrida esta rutina. Tener que actuar constantemente como una retrasada de diez años… Ah, sí, el gran E. Al gran E no le gusta nada la gente que desarrolla armas autónomas capaces de replicarse a sí mismas, o aparatos de violación de la causalidad o un largo etcétera de herramientas prohibidas de destrucción masiva. Bacterias: prohibidas. Limo gris: prohibido. Cualquier cosa que huela a software de mando con capacidad de modificarse a sí mismo: fuera. Todas ellas son armas prohibidas de categoría dos. Si una civilización planetaria empieza a jugar con ellas, más tarde o más temprano aparece el gran E y entonces se convierte en una ex-civilización planetaria.
Martin asintió tratando de hacer ver que todo aquello era nuevo para él. Tuvo que morderse la lengua para resistir la tentación de corregir su última afirmación. Su entusiasmo por la cuestión era contagioso y tenía que contenerse para no contribuir con su propio conocimiento de la materia.
Rachel tomó una cucharada de sopa.
—El gran E puede ser extremadamente brutal. Está confirmada la aparición de al menos una supernova atípica en un radio de quinientos años luz de nuestro cono de luz, el de la Tierra me refiero. Es la respuesta más lógica si uno quiere librarse de una amenaza potencial que se propaga a un ritmo exponencial, así que suponemos que fue obra del Escatón. En cualquier caso, ¿estás de acuerdo conmigo en que es un error permitir que el niño del vecino juegue con armas nucleares estratégicas?
—Sí —asintió Martin. Tomó un poco de sopa—. Algo así podría impedir que reclamaras tu complemento de puntualidad.
Rachel entornó la mirada antes de asentir.
—Sarcasmo, vaya. ¿Cómo es que no te has metido en líos en todo este tiempo?
—Sí que lo he hecho. —Dejó la cuchara en el plato—. Por eso precisamente, si me permites que te lo diga, me preocupó tu forma de abordarme. Puedo vivir sin acabar encerrado en prisión.
Rachel suspiró.
—Lo siento —dijo—. No sé si llegarían tan lejos contigo pero… lo siento de veras. Sin embargo, querría plantear las cosas con perspectiva. La Nueva República se encuentra solo a 250 años luz de la Tierra. Si el Gran E decidiera eliminar la estrella primaria de este sistema, habría que evacuar otros cincuenta. —Parecía incómoda—. De eso va todo esto. Por eso tenía que abordarte.
Bajó la mirada y se concentró en la sopa con implacable determinación. Martin la miró fijamente. Había perdido el apetito. Ella se había encargado de conseguirlo recordándole por qué estaba allí. No es que sus padres lo preocuparan demasiado, pero tenía una hermana en Marte a la que le tenía mucho cariño y demasiados amigos y recuerdos como para querer seguir hablando de todo aquello. Era más sencillo observar cómo comía la mujer, admirar el impecable rubor de la piel de sus brazos y su décolletage… Parpadeó, cogió la copa de vino y la apuró de un trago. Ella levantó la mirada, vio que la estaba observando, esbozó una gran sonrisa —teatral, incluso— y se pasó lentamente la lengua por los labios. El efecto fue demasiado. Martin apartó la vista.
—¡Mierda y corrupción, tío, se supone que debe parecer que me estás invitando a cenar para poder llevarme a casa y follarme hasta caer rendido! —dijo ella en voz baja—. ¿No puedes al menos fingir un poco de interés?
—Lo siento —respondió Martin, desconcertado—. No soy actor. ¿Eseso lo que se supone que estamos haciendo?
Ella levantó la copa. Estaba vacía.
—Llénamela, por favor. —Le dirigió una mirada peculiar. Se puso muy erguido con un movimiento brusco y a continuación alargó el brazo, tomó la botella de vino y vertió parte de su contenido en la copa de su acompañante—. No quiero quitarte el apetito. Además, eres la única compañía civilizada que hay en varios miles de kilómetros a la redonda.
—Soy ingeniero de motores de salto —dijo él mientras se devanaba los sesos tratando de encontrar algo más que decir ¿En qué me estoy metiendo?, se preguntó con desesperación. Hacía un par de horas se estaba volviendo loco de aburrimiento y soledad. Ahora, una mujer inteligente y atractiva, que encima resultaba ser una espía, lo había sacado a cenar. Algo tenía que ir mal, ¿no?—. Me gusta trabajar con máquinas. Me gustan las naves. No… —se aclaró la garganta—. No se me dan tan bien las personas.
—¿Y eso es un problema?
—Sí —asintió, y a continuación la miró con sorpresa. Su expresión revelaba simpatía—. Estoy constantemente malinterpretando a la gente de aquí. Cosa que no es buena. Así que me encerré en mi cuarto y decidí quitarme de en medio.
—Y ahora, déjame que lo adivine, te estás volviendo loco de aburrimiento.
—Después de pasar cuatro meses igual, supongo que puede decirse que sí. —Tomó un poco de vino—. ¿Y tú?
Rachel aspiró hondo.
—No es lo mismo pero casi. Yo tengo un trabajo que hacer. Se supone que no debo meterme en líos. Parte del trabajo consiste en mezclarte con la gente pero al cabo de algún tiempo empieza a ser horrible. En serio, estos cara a cara no se recomiendan para nada en los manuales, ¿lo sabías? Sería más seguro dejarte un pequeño receptor para enviarte un mensaje.
—Así que —dijo Martin—, estás loca de nostalgia.
—Sí. —Sonrió—. ¿Tú también?
—¿Alguien te espera en casa? —preguntó—. Perdona. Lo que quería decir es, ¿hay alguien con quien quieras regresar? ¿O alguien con quien puedas desahogarte? Con cartas o lo que sea.
—Bah. —Frunció el ceño y luego lo miró—. En esta profesión no puedes estar casada más que con tu trabajo, Martin. Como en la tuya, más o menos. Si estuvieras casado, ¿traerías a tu familia a un sitio como la Nueva República?
—No. No quería decirlo así…
—Ya lo sé. —Su expresión ceñuda dio paso a otra reflexiva—. Pero de vez en cuando da gusto poder hablar con libertad.
Martin jugueteó con su copa de vino.
—Estoy de acuerdo —dijo con convicción—. La semana pasada tuve un pequeño percance por culpa de eso.
Dejó de hablar. Ella lo estaba mirando de una manera extraña, con el rostro contraído en algo que hubiera tomado por una sonrisa de no haber podido ver sus ojos. Que parecían preocupados.
—Sonríeme. Sí, eso está mejor. Ahora sigue haciéndolo. No dejes de sonreír. Nos están vigilando en este preciso momento. No te preocupes por el micrófono, ya me he ocupado de eso. Pero hay un agente humano observándonos desde el otro lado del restaurante. Trata de hacer que parezca que quieres llevarme a casa y follarme. De lo contrario, va a empezar a preguntarse qué estamos haciendo aquí. —Le dirigió una mirada bovina, con una gran sonrisa en los labios—. ¿Te parezco guapa? —su sonrisa boba era una máscara. La verdadera Rchel lo observaba desde detrás.
—Sí. —La miró, tratando de parecer convenientemente encaprichado—. Creo que eres muy guapa. —De un modo que solo una buena dieta y tratamientos médicos modernos podían conseguir. Trató de sonreír más aún—. Ah… En realidad… Hermosa y decidida te hace más justicia.
La expresión de Rachel adquirió un leve tinte vidrioso. En algún momento de aquel duelo de sonrisas, llegó el camarero, les quitó los cuencos y los reemplazó con el plato principal.
—Oh, qué buena pinta. —Se relajó un poco al levantar el cuchillo y el tenedor—. Hmmm. No mires, pero nuestro amigo está apartando la mirada. ¿Sabes una cosa? Eres demasiado caballeroso. La mayoría de los hombres de este garito ya habrían tratado de conquistarme a estas alturas. Va con el territorio.
—Después de cincuenta o sesenta años, a la mayoría de los hombres deja de parecerles que si algo no lo cogen con ambas manos se les va a escapar. Pero aquí, como no tienen tratamientos contra el envejecimiento…
Puso cara de incomodidad.
—Sí, y yo lo aprecio. —Volvió a sonreír—. ¿Te han dicho alguna vez que estás muy guapo cuando sonríes? He pasado tanto tiempo en este basurero que había olvidado el aspecto que tiene una sonrisa honesta. Por no mencionar el gusto que da poder hablar como una persona adulta. En todo caso… —empezó a decir. Su pie acababa de acariciar el interior de la pierna izquierda de Martin—. Creo que me gustas —dijo en voz baja.
Martin guardó silencio un momento y a continuación añadió con tono sobrio:
—Puedes darme por conquistado.
—¿De veras? —Sonrió y subió el pie un poco más. Él se quedó sin aliento.
—¡No! ¡Vas a provocar un escándalo! —Miró a su alrededor conexpresión de fingido espanto—. Confío en que nadie esté mirando.
—Imposible. Para eso está el mantel. —Se echó a reír por lo bajo y, al cabo de unos instantes, él la imitó. Entonces continuó hablando en voz baja—. Para terminar con el asunto, a fin de que podamos disfrutar de la cena, mañana subirás a bordo de la Lord Vanek y probablemente te pregunten si quieres ganar un poco de dinero extra a cambio de una extensión de tu contrato. Si quieres llenarte el bolsillo y, con un poco de suerte, contribuir a salvar varios millones de vidas, les dirás que sí. Da la casualidad de que sé que el estado mayor del almirante va a utilizar la Lord Vanek como buque insignia y yo también estaré a bordo…
—¿Qué tú qué? ¿Cómo vas a hacerlo?
—En calidad de observador diplomático. Mi trabajo consiste en asegurarme de que el Festival no viola seis tratados diferentes. Ojalá supiera algo más sobre ellos. Entre nosotros, también tengo que vigilar a la Nueva República. En este asunto hay más en juego de lo que todo el mundo admite… No, muchísimo más. Pero no queremos que eso nos arruine la cena, ¿verdad? Si te parece bien, puedes venir a mi casa. Es un refugio seguro y allí podré contarte el resto mientras la Stasi local piensa que estás haciendo lo que cualquier otro ingeniero soltero en viaje de negocios. Vas a volver a casa con un estupendo cheque, más una buena bonificación a cuenta del Servicio de Inteligencia de la Defensa. Todo va a salir estupendamente. Y ahora, ¿te parece que olvidemos los negocios y cenemos antes de que la comida se enfríe?
—Por mí perfecto. —Martin se inclinó hacia ella—. Hablando de nuestra tapadera para la Stasi local…
—¿Sí? —Cogió el tenedor.
—¿Incluye comprar una botella de vino de camino a tu casa? ¿Y relajarse un poco después?
—Bueno. Supongo que… —Lo miró. Él reparó en que tenía las pupilas dilatadas.
—Necesitas alguien con quien hablar —dijo Martin con lentitud.
—No solo yo. —Dejó el tenedor. Por debajo de la mesa, sin que nadie la viera, volvió a acariciar su tobillo. Martin sentía los latidos de su corazón, sentía cómo se ruborizaba. Toda su atención estaba concentrada en él.
—¿Cuánto hace? —preguntó en voz baja.
—Más de cuatro meses. —Su pie se apartó bruscamente.
—Entonces será mejor que comas —dijo—. Si quieres que nuestra tapadera resulte creíble.
—Canal directo con Herman, AP.
—Canal directo pendiente… conectado. Hola, Martin. ¿En qué puedo ayudarte?
—¿Tengo un problema?
—¿Grande?
—Del tamaño de una hembra humana. Concretamente de la Tierra, preciosa y… eh… espía para el Servicio de Inteligencia de la Defensa de la ONU. Especializada en armas de violación de causalidad, infracciones de tratados de armamento y cosas de esas.
—Parece interesante. Cuéntame más.
—Se llama Rachel Mansour. Tiene lo que parece ser una auténtica identificación de inspectora de armas de la ONU y es imposible que sea una nativa o una agente provocadora… a menos que estén enviando a sus agentes femeninos fuera del planeta para recibir una educación completa. Dice que Nueva Praga está preparando una expedición naval para recobrar una de sus colonias, que al parecer está bajo asedio, y que cree que mañana van a tratar de reclutarme para que trabaje en los motores de las naves durante la crisis. Lo que me ha pedido que haga… bueno, básicamente, es que mantenga los ojos abiertos por si hacen algo extrañoo ilegal. Supongo que se refiere a violaciones con armas estratégicas. Así están las cosas para empezar. La cuestión…
—Nada de análisis de futuribles, por favor. ¿Sabes si hay algún otro inspector de la ONU en la zona?
—Creo que no, pero ella ha mencionado que cuenta con cierto respaldo local y credenciales diplomáticas. Dice que va a acompañar a la expedición. Supongo que habrá un equipo entero de operaciones encubiertas con ella, esperando la ocasión para sembrar un poco de disensión. Y no digo que la Nueva República no la haya estado pidiendo a gritos desde que empezó el programa de rearme naval. Estoy casi seguro de que me ha contado la verdad sobre los objetivos de su misión, pero solo en parte.
—Bien. ¿En qué términos os habéis separado?
—He accedido a hacer lo que me pedía. —Martin hizo una pausa y censuró inconscientemente su testimonio. Luego continuó—. Creo que lo más aconsejable es que acepte cualquier oferta que se me haga con bonificaciones por riesgo. Luego haré lo que ella me ha pedido: mantener los ojos abiertos por si se produce alguna actividad ilegal. ¿Tienes alguna objeción? ¿Crees que la situación es grave?
—Es mucho peor de lo que piensas.
Martin no daba crédito a sus oídos.
—¿Qué?
—Conozco a Rachel Mansour. Espera, por favor. —Su AP guardó silencio durante casi un minuto mientras él permanecía sentado en la oscuridad de su habitación de hotel y esperaba, lleno de ansiedad. Herman nunca guardaba silencio. Como si fuera una máquina, constante en su funcionamiento, sus emolientes informes hacían que Martin se sintiera como si estuviera hablando solo. Podía haber respuestas o podía no haberlas, pero nunca silencio…
—Martin, por favor, escucha. Tengo una confirmación independiente de que en efecto la ONU está llevando a cabo una misión secreta en la Nueva República. El agente al mando es Rachel Mansour, lo que significa que prevén problemas. Es un peso pesado y lleva fuera más de un año, lo que implica que ha pasado la mayor parte de ese tiempo en la Nueva República. En este tiempo, los representantes de la agencia en la Luna han accedido a tu ficha y han estado hablando con la dirección de MiG sobre la posibilidad de contratarte. Por lo demás, su análisis es sustancialmente correcto. La Nueva República se está preparando para enviar una flota entera al Planeta de Rochard, dando un gran rodeo, y una vez allí tienen la intención de atacar al Festival. Es una idea pésima. Es evidente que no comprenden al Festival. El problema es que los preparativos parecen estar demasiado avanzados como para llevar a cabo una maniobra de distracción.
»También es muy posible que te pongas en grave peligro si das la impresión de haber sucumbido al pánico. Teniendo en cuenta el nivel de vigilancia al que estás sometido, cualquier intento de tratar de escapar y coger un carguero civil se consideraría una traición y recibiría la respuesta inmediata del aparato de seguridad del Conservador. Y es poco probable que Mansour pueda protegerte, aun en el caso de que quiera hacerlo. Me temo que la Nueva República ha emprendido el camino hacia la guerra y tratar de abandonarla ahora sería complicado.
—Oh, mierda.
—La situación no es irremediable. Quiero que cooperes en todo con Mansour. Haz tu trabajo y sal en silencio. Trataré de arreglar un desembarco seguro para ti en cuanto la flota llegue a su destino. Recuerda, corres más peligro si tratas de escapar que si te escabulles sigilosamente.
Martin sintió que una tensión de la que apenas había sido consciente hasta entonces empezaba a abandonarlo.
—Muy bien. ¿Hay algún plan de emergencia por si la ONU lo fastidia? ¿Alguna idea de lo que puedo hacer para escapar de una pieza? ¿Información sobre ese Festival, sea lo que sea?
Herman guardó silencio un momento.
—Ten muy presente que esta no es una situación que requiera acciones directas. —Martin reprimió un escalofrío y se enderezó en su asiento—. Quiero que estés allí por si las cosas, utilizando tu propia terminología, se salen de madre. Hay millones de vidas en juego. Además, algunas cuestiones políticas están empezando a aclararse. Si la Nueva República se encuentra con el Festival, es muy posible que las inestabilidades resultantes provoquen una revolución interna. Por razones obvias, los miembros de la ONU, tanto los gubernamentales como los no gubernamentales, tienen gran interés en que esto suceda. Por el momento no puedo decirte más sobre el Festival porque te incriminarías si demostrases algún conocimiento al respecto. Pero se puede decir sin miedo a equivocarse que la República representa un mayor peligro para sí misma que para el Festival. Sin embargo, a la vista de la naturaleza de la situación, estoy dispuesto a ofrecerte el doble de lo que te haya ofrecido la ONU si permaneces en tu puesto después de haber concluido su misión y haces lo que te pida.
Martin tenía la garganta seca.
—Muy bien. Pero si la cosa se pone fea, quiero una bonificación triple. Y, en caso de muerte, que se le pague a mi pariente más cercano. Silencio. Entonces:
—Acepto. Corto y cierro.
Rachel estaba tendida en la cama, mirando el techo mientras trataba de desgranar sus pensamientos. Era muy temprano: Martin se había marchado hacía algún tiempo. Lo ocurrido le daba mala espina, a pesar de que todo parecía estar marchando bien. Había algo que la escamaba por debajo del nivel de la percepción consciente. Rodó de costado, volvió a apoyar la cabeza sobre la enorme almohada que había a su lado, y levantó las rodillas.
Hubiera debido de haber sido un sencillo encuentro de captación: reunirse con un contacto útil y encomendarle una tarea sencilla. Limpio y objetivo. Por el contrario, se había encontrado compartiendo una cena con un hombre callado pero en esencia decente que no había intentado conquistarla, no la había tratado como si fuera un mueble, había escuchado con expresión seria y había mantenido una conversación interesante: la clase de hombre al que, en circunstancias normales, hubiera considerado una cita agradable. Había perdido un poco la cabeza al sentir que caminaba por el filo de la navaja de la irresponsabilidad. Y también había sentido nostalgia. Y ahora estaba preocupada por él… lo que no figuraba en el plan original.
La situación había llegado a su punto crítico en la mesa de la cocina, después de que terminaran de hablar de negocios. Él había levantado la mirada hacia ella con esperanza y curiosidad en los ojos. Ella había cruzado las piernas y había dejado que un pie asomara por debajo de la falda. La había estudiado detenidamente.
—¿Eso es todo? —le había preguntado—. ¿Quieres que mantenga los ojos abiertos por si veo algún plan de variación temporal, que haga mi trabajo y te lo notifique si veo algo que se parece a una MVC? ¿Eso es todo?
—Sí —respondió ella, mirándolo—. Esencialmente, eso es todo.
—Es… eh… —la miró con recelo—. Pensaba que había algo más.
—Puede que sí. —Cruzó las manos sobre el regazo—. Pero solo si tú quieres.
—Oh, bueno —respondió, mientras absorbía la información—. ¿Qué más incluye el trabajo?
—Nada. —Ladeó la cabeza, recibió su mirada de soslayo y se preparó—. Ya hemos terminado con los negocios. ¿Recuerdas lo que te he dicho antes, en el restaurante?
—Sobre… —Asintió. Entonces apartó la mirada.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—Oh nada. —Suspiró.
—Y una mierda. —Se puso en pie—. Ven. Hablemos. —Le cogió la mano y le dio un leve apretón.
—¿Qué? —Sacudió la cabeza—. Lo que pasa…
—Vamos. —Tiró de él un poco más fuerte—. Al salón. Ven.
—Bueno.
Se puso en pie. No era más alto que ella y parecía estar esquivando su mirada. Como si estuviera realmente incómodo.
—¿Qué pasa? —volvió a preguntarle.
Él se rió sin ganas: una risilla sin alegría.
—Eres la primera persona que conozco desde hace cuatro meses —dijo en voz baja—. Solo estaba acostumbrándome a hablar.
Lo miró directamente.
—No tienes que parar —dijo.
—No…
Volvió a quedarse callado. ¿Por qué lo hace?, se preguntó ella.
—Di algo —le dijo.
—No… —Se detuvo de nuevo y ella temió que fuera a callarse. Pero entonces todo brotó en tropel—. No quiero parar. Este lugar me obliga a refugiarme en mi propia cabeza. ¡Es como estar en prisión! Lo único que todos quieren de mí es mi trabajo…
Rachel se le acercó.
—Calla —dijo en voz baja. Él se calló—. Eso está mejor. —Daba gusto, decidió, estar pegada a él. Lo rodeó con los brazos. Al cabo de un momento, él le devolvió el abrazo—. Olvídate del trabajo. Sí, ya me has oído. Olvídate de la Nueva República. ¿Crees que podrás hacerlo durante unas pocas horas?
—Yo… —Sintió la trepidación de su aliento—. Lo intentaré.
—Bien —dijo con entusiasmo. Y sí que daba gusto: ahí tenía a alguien de quien podía estar segura. Alguien que parecía sentirse como ella con respecto a aquel aborto claustrofóbico al que llamaban cultura. Lo abrazó con fuerza y sintió que sus manos recorrían su espalda de arriba abajo, explorando la estrechez de su talle—. Al salón. Vamos. Es la habitación de al lado.
Martin la había mirado de nuevo.
—¿Estás segura de que quieres? —le había preguntado. Eso formaba parte de su encanto.
—¿Por qué estás tan inseguro? —Lo besó con fuerza y exploró sus labios con la lengua. Se sentía como si estuviera a punto de emerger de la ropa con una explosión. Él la acercó con suavidad y dejó que hundiera la barbilla en la base de su cuello. Sintió la barba incipiente en sus mejillas—. Ha pasado tanto tiempo, joder —susurró.
—Igual que yo. —Sostuvo parte de su peso en sus brazos—. ¿Has estado sola?
Ella soltó una carcajada áspera.
—No te haces una idea. Llevo aquí una eternidad. Tanto tiempo que me siento como una pervertida porque hablo con hombres desconocidos y hago otras cosas aparte de cuidar niños. La forma de pensar de este lugar está clavando sus garras en mí.
—¿Qué? ¿Un agente del gobierno grande y fuerte como tú está permitiendo que esto le afecte? —dijo con tono de suave burla.
—Tienes mucha razón —murmuró ella junto a su hombre mientras sentía que una mano insegura empezaba a explorar el territorio situado por debajo de su cintura.
—Lo siento. Solo… ¿Seis meses en este vertedero, teniendo que fingir constantemente? Yo me habría vuelto loco —dijo con voz reflexiva.
—Han sido más de seis meses —dijo ella mientras examinaba un lado de su cabeza. Tiene unos bonitos lóbulos, advirtió vagamente al acercarse más.
—Vamos a buscar esa botella —sugirió él con delicadeza—. Creo que vas un poco deprisa.
—Lo siento —dijo ella automáticamente—. Lo siento. —Se puso un poco tensa—. No, deja las manos ahí. Vamos a andar. De alguna manera lograron llegar al salón —sillones hipertrofiados y una vitrina llena de platos— sin soltarse.
—Al principio pensaba que eras una especie de agente doble —dijo él—, pero en vez de eso eres el primer ser humano real que conozco en este sitio.
Dejó que la afirmación flotara entre los dos.
—Si solo necesitara carne, hay marineros de sobra en este puerto —dijo ella, y volvió a pegarse a su cuerpo—. No es eso lo que me pica.
—¿Estás segura de que este trabajo es para ti? Si eres tan…
—¿Ibas a decir vulnerable?
—Puede. No exactamente.
Ella lo condujo al sofá.
—Quería compañía. No solo un polvo rápido —le explicó, tratando de justificarse ante sus propios ojos.
—Los dos lo queríamos. —La levantó con suavidad y le dio la vuelta para mirarle los ojos—. Así que, ¿qué quieres que sea esto?
—Cállate ya.
Se inclinó hacia él con los ojos cerrados y buscó su boca. Luego los acontecimientos se desbocaron.
La primera vez habían hecho el amor con urgencia desesperada, Rachel tendida en el suelo del salón con la falda arrugada alrededor de la cintura y Martin con los pantalones a la altura de los tobillos. Luego habían emigrado de alguna manera al dormitorio y se habían desnudado furiosamente antes de hacerlo de nuevo, esta vez con lentitud y delicadeza. Martin se comportaba de forma considerada y reflexiva: cuando habían estado hablando después, había mencionado un divorcio, algunos años atrás. Habían hablado durante horas, casi hasta la llegada del amanecer artificial, previsto a la misma hora que el amanecer del planeta. Y habían hecho el amor hasta que los dos habían estado escocidos y doloridos.
Ahora, tendida en la cama, despierta, la cabeza le daba vueltas. Trató de justificarlo racionalmente: el aislamiento y el nerviosismo consiguen que uno haga alguna locura de vez en cuando. Sin embargo, estaba nerviosa. Martin no era un amante ocasional y aquello no era solo un polvo rápido. La mera idea de verlo de nuevo hacía que sintiera una excitación esperanzada e inquieta, templada por la sensación de contrariedad provocada por la constatación de que mezclar los negocios con el placer era una estupidez.
Se dio la vuelta y cerró los ojos: el reloj del interior de su párpado izquierdo le informó de que acababan de pasar las 0700. Dentro de otras dos horas tendría que recibir la confirmación de su estatus diplomático, vestirse y salir a patear algunos culos de la Nueva República. Dos horas más tarde, Martin estaría a bordo de la Lord Vanek. Todo habría terminado hacia las 2200. Suspiró y trató de echar una cabezadita durante al menos una hora, pero le fue imposible conciliar el sueño.
Casi sin darse cuenta, se encontró a sí misma divagando, buscando recuerdos placenteros. A fin de cuentas, no había mucho más que hacer.
Tenía grandes probabilidades de acabar muerta si sus especulaciones sobre los propósitos de la Nueva República estaban equivocadas. ¿No sería un modo estupendo de poner fin a 150 años? Tan joven físicamente como una veinteañera, conservada en ese estado gracias a los tratamientos médicos avanzados de su planeta natal, raramente sentía el peso de las décadas. La melancolía solo hacía su aparición cuando pensaba qué pocas personas de las que había conocido y amado seguían con vida. Recordó a su hija, de niña, su olor… ¿Qué podía devolverle esto? No a su hija, la matriarca política y líder de una dinastía. Tampoco el funeral de la octogenaria tras el accidente. Y ni siquiera podía recordar la cara de Johan, a pesar de que habían estado casados durante quince años. Martin, mucho más reciente, parecía solaparse a su imagen en el ojo de su mente. Parpadeó, enfurecida, y se incorporó.
Chica estúpida, se dijo con sarcasmo. Cualquiera diría que tienes menos de un siglo de vida. Anda que enamorarse de un par de nalgas prietas. Sin embargo, no pudo dejar de sentirse impaciente al pensar que vería a Martin al día siguiente. La excitación esperanzada e inquieta le estaba ganando la partida a la edad y el cinismo, a pesar de que ya era lo bastante mayor para saber lo que eso significaba: complicaciones…
La lanzadera orbital se separó del muelle de carga y se escoró para dirigirse hacia la base naval. Encendió los cohetes de gas frío y se alejó del resto de las naves que circulaban por la congestionada zona. Diez minutos después de haber salido, recibió permiso del control de tráfico para encender el motor principal. Los tres paneles situados detrás de las compuertas de carga traseras despidieron una brillante estela naranja de mercurio ardiente y la nave empezó a acelerar. Los motores de iones eran conocidos por su lentitud pero también por su eficiencia. Al cabo de mil segundos, la nave estaba alejándose de la estación espacial a unos dos mil kilómetros por hora, y llegó el momento de empezar a decelerar de nuevo para encontrarse con la nave que esperaba a casi sesenta kilómetros de la estación.
En términos orbitales, sesenta kilómetros no eran nada. La Lord Vanek se encontraba en el umbral mismo de la base naval. Pero su posición le proporcionaba una ventaja significativa. La nave estaba preparada para moverse y para hacerlo deprisa. En cuanto el ingeniero hubiera terminado de actualizar los compensadores del núcleo del motor, estaría preparada para entrar en acción.
El capitán Mirsky estaba observando cómo se alineaba el morro de la lanzadera con las compuertas de atraque delanteras en uno de los paneles de vídeo de su despacho. Se encontraba solo en sus aposentos, revisando incansablemente las directivas y memorandos relacionados con la actual situación. Las cosas se habían vuelto muy caóticas desde la llegada de las órdenes y él era completamente consciente de los muchos preparativos que todavía tenían que llevar a cabo.
De mediana edad, fornido y con una pulcra barba entrecana a juego con su cabello, el capitán Mirsky era la viva imagen del perfecto capitán de marina de la Nueva República. Sin embargo, tras aquella máscara de confianza, se escondía un hombre mucho menos seguro. Llevaba una semana viendo cómo se desarrollaban los preparativos y, por mucho que tratara de racionalizarlo, no podía quitarse de encima la sensación de que algo había descarrilado entre el ministerio de asuntos exteriores y la residencia imperial.
Lanzó una mirada malhumorada a la última directiva que había llegado a su mesa. La seguridad estaba aumentando y tenía que ponerse en alerta de guerra en cuando los últimos trabajadores e ingenieros estuvieran a bordo y el casco estuviera sellado. Entretanto, se le ordenaba que prestara toda su colaboración al Procurador Muller, de la Oficina del Conservador, que se encontraba a bordo para encargarse en persona de la protección del ingeniero extranjero contratado para realizar reparaciones de emergencia en el sistema de propulsión de la Lord Vanek. Irritado, fulminó con la mirada el memorando y cogió el comunicador.
—Tráiganme a Ilya.
—¿Al comandante Murametz, señor? ¡Ahora mismo, señor!
Una llamada contenida en su puerta. Mirsky exclamó:
—¡Apertura! —y la puerta se abrió. El comandante Murametz, su oficial ejecutivo, saludó—. Pase, Ilya, pase.
—Gracias, señor. ¿En qué puedo ayudarlo?
—En esto… —Mirsky señaló la pantalla—. Un pomposo Ciudadano Conservador quiere que uno de sus sicarios ande sin control por mi nave. ¿Sabe usted algo de esto?
Murametz se acercó un poco más.
—Humildemente, señor. Sí.
Su bigote temblaba. Mirsky no sabía qué emoción era la causante.
—Ajá. Explíquese.
—Es algo relacionado con el ingeniero de la Tierra que está modernizando el motor del Bloque B. Es irremplazable, al menos hasta dentro de tres meses, pero parece que es un poco bocazas y de algún modo ha logrado llamar la atención de esos paranoicos profesionales del Basilisco. Así que nos han calzado un policía de la secreta para que lo vigile. Se lo he entregado al teniente Sauer, con la orden demantenerlo alejado de nuestros cogotes.
—¿Qué dice Sauer de ello?
Murametz bufó.
—Ese poli está tan verde como el más joven de los marineros. No hayproblema.
El capitán suspiró.
—Asegúrese de que es así.
—Sí, señor. ¿Algo más?
Minsky señaló una silla.
—Siéntese, siéntese. ¿Ha notado algo raro en todo lo que está pasando?
Murametz lanzó una mirada a la puerta.
—Los rumores vuelan como balas, señor. Hago lo que puedo para contenerlos, pero hasta que no haya una declaración oficial…
—No va a haberla. Al menos hasta dentro de dieciséis horas.
—Si se me permite preguntarlo, ¿qué hacemos entonces?
—Entonces… —El capitán hizo una pausa—. Me… me han informadode que ya se me dirá y que entonces usted, y con usted todos los demás oficiales, sabrán lo que está pasando. Entretanto, creo que lo más sensato sería mantener a todo el mundo ocupado. Tan ocupado que nadie pueda dedicarse a propagar rumores. Ah, y asegúrese de que el camarote principal está ordenado y limpio y de que la nave puede albergar a un estado mayor completo.
—Ah —asintió Murametz—. Muy bien, señor. Situación operacional, hmm. ¿Aumento de la seguridad, más inspecciones, mayor grado de alerta en todos los puestos? ¿Cosas así? ¿Algunos latigazos para subir la moral? ¿Unos ejercicios de simulación para los equipos tácticos?
El capitán Mirsky asintió.
—Todo ello. Pero ocúpese primero del camarote principal. Que esté preparado para una inspección formal mañana mismo. Eso es todo.
—Sí, señor.
—Puede retirarse.
Murametz se marchó y Mirsky volvió a quedarse solo con sus sombríos pensamientos. Solo para meditar sobre las órdenes que tenía prohibido revelar a nadie hasta dentro de dieciséis horas. Solo con la fría y absoluta certeza de que se avecinaba una guerra.