Preparativos de partida

Su Majestad Imperial el Emperador Ivan Hasek III, protector por la Gracia de Dios del pueblo de la Nueva República, emitió un gruñido de exasperación.

—Saca al Almirante de la cama y que se ponga presentable. Hay una reunión del gabinete a mediodía y tengo que hablar con él ahora mismo.

—¡Sí, señor! Os ruego humildemente disculpas y solicito vuestro permiso para excusarme e ir a cumplir las órdenes de Vuestra Majestad.

El mayordomo se inclinó virtualmente y se apartó reptando del teléfono.

—¿Qué quiere decir ese implícito «o si no»? —inquirió con voz seca el Duque Michael, hermano del Emperador—. ¿Acaso vas a cargarlo de grilletes?

—En absoluto. —El emperador bufó y respondió con la sonrisa más risueña que le permitía su dignidad—. Tiene más de ochenta años. Supongo que tiene derecho a estar en cama de vez en cuando. Pero si está tan enfermo que no puede ni siquiera levantarse para presentarse ante su Emperador en tiempos de guerra, supongo que tendré que obligarlo a retirarse. Y entonces habrá un escándalo en el Almirantazgo. Ni te imaginas el escándalo que se produciría si empezáramos a obligar a los almirantes a retirarse. —Sorbió por la nariz—. ¡Hasta puede que tengamos que pensar en darles pensiones a todos ellos! Sería algo así como haberle sugerido a Padre que abdicara.

El Duque Michael tosió con delicadeza.

—Tal vez alguien hubiera debido hacerlo. Después del segundo ataque…

—Sí, sí.

—Sigo pensando que darle el mando de la flota no es sensato.

—Si crees que eso es poco sensato, no creo que quieras discutir la probable reacción de sus navales señorías si no se la doy.

El teléfono de emergencia volvió a sonar antes de que su hermano tuviera tiempo de responder al atinado comentario. Un sirviente de librea ofreció el auricular de marfil y platino a Su Majestad. El Duque cogió el otro que había en el cuarto para poder escuchar la llamada.

—¿Sire? Mi Señor el Almirante Kurtz está preparado para hablar con vos. Me pide que os extienda sus más profundas disculpas…

—Basta. Que se ponga sin más, es un buen tipo. —Los dedos de Ivan tamborilearon sobre el brazo de su silla, una monstruosidad gótica de madera que no se diferenciaba demasiado de un instrumento de tortura—. Ah, Almirante. ¡El hombre al que andaba buscando! Espléndido, me alegro de hablar con usted. ¿Cómo nos encontramos hoy?

—¿Ho-hoy? —repitió una voz gangosa e insegura desde el otro lado del hilo de cobre—. Ah-hum, sí, hoy. En efecto, sí. Estoy muy bien, señora mía. ¿Habéis visto algún camaleón?

—No, Almirante, no hay camaleones en palacio —afirmó el emperador con solemne pero resignada persistencia—. ¿Sabe con quién está hablando?

En el momentáneo silencio que siguió, casi pudo oír cómo pestañeaba el anciano, embargado por la confusión.

—Ah-hum. ¿Su Majestad? Ah, ¿Ivan, muchacho? ¿Ya eres Emperador? ¡Hay que ver cómo pasa el tiempo!

—Sí, Tío. Te he llamado porque… —Una idea se le ocurrió al Emperador—. ¿Estás levantado?

—Sí, ahuhuhum. Estoy… ah… en mi silla de baño. Son mis viejas piernas, ¿sabes? Son horriblemente frágiles. Tengo que envolverlas en montones de toallas por si se rompen. Ya no son las mismas que cuando era joven. Pero ya he salido de la cama.

—Oh, bien. Verás, um… —El cerebro del Emperador empezó a dar vueltas mientras consideraba y reconsideraba sus opciones. Por supuesto estaba enterado de la indisposición del Almirante pero hasta ahora no había tenido constancia directa de ella. Supuso que podría defender la decisión de prescindir de sus servicios. El hombre estaba patentemente enfermo. Cargar sobre sus hombros aquella responsabilidad sería injusto y, lo que era más importante, no redundaría en beneficio del estado.

Pero seguía siendo el decano de los almirantes, un héroe de guerra de la Nueva República, defensor del imperio, martillo de infieles, conquistador de no menos de tres mundos coloniales bucólicos y bastante atrasados… y, aunque no quisiera subrayarlo demasiado, tío del Emperador por parte de la segunda amante de su abuelo. Por culpa de una antigua tradición según la cual los almirantes no se retiraban, nadie había pensado jamás en prever la concesión de pensiones a los viejos guerreros. Normalmente morían mucho antes de que la cuestión supusiera un problema. Despedirlo era algo impensable, pero esperar que dirigiera una expedición naval… Ivan luchó con su conciencia, mientras esperaba, al menos en parte, que el anciano renunciara. No supondría ningún deshonor —nadie podía pedirle a un octogenario que muriera por la madre patria— y entretanto ellos podrían buscar a algún mequetrefe de cabeza dura para llevar la flota al campo de batalla.

Tras tomar una decisión, el Emperador respiró hondo.

—Tenemos un problema. Ha ocurrido algo abominable y el Planeta de Rochard está bajo asedio. Voy a enviar la flota. ¿Estás demasiado enfermo como para dirigirla?

Le guiñó un ojo a su hermano el Duque, esperando…

—¡Guerra! —El bramido del anciano estuvo a punto de dejarlo sordo—. ¡Victoria a las eternamente vigilantes fuerzas de la justicia en su incesante conflicto contra los enemigos de los Nuevos Conservadores! ¡Muerte a quienes defienden el cambio! ¡Un millar de torturas para los detractores del Emperador! ¿Dónde están esos bastardos? ¡Déjamelos a mí!

El estrépito que se oía de fondo podía ser el ruido de un bastón arrojado a un lado.

El Duque Michael dirigió una sonrisa triste, casi una mueca, a su hermano.

—Bueno, supongo que esto responde a una pregunta —dijo en voz baja—. No diré que ya te lo había dicho, pero ¿a quién vamos a enviar para empujar su silla de ruedas?

Nueva Praga se encontraba solo mil kilómetros al norte del ecuador (para ser un planeta acuoso terraformado, era notablemente frío) y el tren llegó a Klamovka poco después de la hora del almuerzo. Martin desembarcó y tomó un coche al depósito naval que había al pie de la base, sin prestar la menor atención a Rachel… si es que se llamaba así. Que siguiera su propio camino. En aquel momento era una complicación inesperada y potencialmente desastrosa en su vida.

La base se levantaba sobre el depósito militar como una presencia ominosa, como un asta de bandera perfecta: cuatro conos de polímeros diamantinos terminados en punta que se extendían hasta la órbita geoestacionaria y un poco más allá, una excepción radical a las limitaciones impuestas en la Nueva República a la tecnología. Los ascensores de bronce y con forma de obús que ascendían y descendían por los cables tardaban una noche entera en hacer el viaje. Allí se prescindía de la ambientación fin de siécle: solo había tosca funcionalidad, cápsulas de sueño manufacturadas según un diseño concebido en su momento para los antiguos jornaleros de Kobe, y un riguroso límite de peso (la modificación de la gravedad, aunque disponible, era otra de las tecnologías prohibidas por la Nueva República… al menos con fines no militares). Martin se apresuró a subir a la primera cápsula disponible y, con gran alivio, no vio ni rastro de Rachel.

Al llegar, desembarcó en el sector militar de la estación espacial, se presentó al oficial de servicio en el control y lo sometieron a una serie de toscos exámenes de seguridad que seguramente excedieron de una sola vez la dosis saludable de rayos-X que podía recibirse en un año entero. Pasó un mal momento cuando un sargento mayor le pidió que entregara su AP, pero la explicación —que era un ayudante personal, que guardaba allí todos sus archivos de trabajo y que no podría trabajar sin él— fue aceptada. Después de lo cual pasó media hora de brazos cruzados en un espartano cuarto de guardia pintado del verde institucional.

Finalmente vino un marinero a buscarlo.

—¿Eres el tío de los motores? —le dijo—. Te hemos estado esperando.

Martin suspiró con tristeza.

—Yo también he estado esperando. —Se puso en pie—. Llévame con tu oficial superior.

La Nueva República había contratado a Mikoyan-Gurevich-Kvaerner en la Luna para que le diseñara un crucero pesado al que poner el nombre del fundador de su Armada: un crucero pesado que tuviera el aspecto de una nave de guerra, no que pareciera la encarnación plasmada por un pintor cubista de un híbrido entre un virus de la rabia y una lata de refresco (como le ocurría a la mayoría de las naves de guerra de verdad). El estilo imponía restricciones a su funcionalidad, a pesar de lo cual, era todavía merecedora de un cierto grado de respeto: sus barrocas baterías de misiles y sus desfasados láseres podían matarte tan bien como cualquier arma más moderna. Además, era muy bonita, lo que le había permitido a MiG colocársela a gobiernos crédulos en todos sitios y anotarse un bombazo en ventas, y al mismo tiempo había demostrado la importancia de llamarse Ernesto, tal como lo había expresado el departamento de marketing.

En opinión de Martin, la Lord Vanek era un elemento más de la misma comedia pomposa y absurda que dominaba el resto de la Nueva República… una comedia que no resultaba tan divertida una vez que te tenía atrapado entre sus fauces. Los ceremoniales, las banderolas y los emblemas imperiales que se desparramaban por todas las superficies disponibles, los oficiales de extravagantes uniformes y la intrincada pirámide de la etiqueta militar, todo ello sugería a Martin que aceptar aquel trabajo no había sido una buena idea. Los cadáveres hinchados de los disidentes que colgaban de los aleros del Basilisco eran la prueba palpable de ello. Ahora mismo, hubiera devuelto con gusto hasta el último centavo recibido con tal de que le dejaran volver a casa… de no ser por la llamada del deber.

Después de un confuso tour por las instalaciones de atraque de la estación y los corredores de tránsito de la nave, se encontró en el umbral de un espacio octogonal abarrotado de gente e iluminado por luces rojas en el que una relajación puntual de las leyes de la física permitía el mantenimiento de una gravedad cero. Un ingeniero bajito y calvo le estaba cantando las cuarenta a un adolescente de aspecto aterrorizado delante de un panel de acceso abierto.

—¡Es la última puta vez que tocas nada sin preguntárselo primero al Jefe Otcenasek o a mí, estúpido manazas! ¿Ves ese panel? Es el bus principal de reserva para el intercambio arbitrario. Y eso —señaló otro panel cerrado— es la caja principal de reserva de los circuitos principales, que es lo que el jefe te pidió que revisaras. El interruptor que estabas a punto de pulsar…

Martin vio dónde estaba señalando el dedo del oficial y se encogió. Si algún recluta estúpido le hubiera hecho algo así a él, pensó, probablemente no hubiera parado hasta estrangularlo con sus propios intestinos. Aunque si el idiota había estado jugando con el BPIA, estrangularlo sería perder el tiempo. Normalmente no servía de mucho en un cadáver chamuscado.

—¿Comandante Ingeniero Krupkin? —preguntó.

—¿Sí? ¿Quién…? Oh. Usted debe de ser el mecánico de los astilleros. —Krupkin se volvió hacia él y el pobre marinero aprovechó la ocasión para ir a esconderse—. Llega tarde.

—La culpa es de la Oficina del Conservador —replicó Martin. En cuanto las palabras abandonaron sus labios, se arrepintió de ellas—. Lo siento. Ha sido una semana muy mala. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

—La policía secreta, ¿hmmm? Por aquí no vemos muchos de ellos —gruñó Krupkin, en un gesto abruptamente conciliador—. ¿Y sabe usted algo sobre este juguete?

—MiG los vende. Usted los mantiene en funcionamiento. Otros los rompen. Yo los arreglo. ¿Es lo que quería saber?

—Es un buen comienzo. —Krupkin sonrió de improviso—. Así que vamos a probar con otra pregunta. ¿Qué sabe usted sobre compensadores referenciales de deriva del marco de referencia? Específicamente, este modelo K-340 tal como está configurado ahora. Dígame todo lo que vea sobre su disposición.

Martin pasó la siguiente hora explicándole todos los aspectos en los que su alineación estaba desfasada. Después de todo, Krupkin le estaba enseñando un K-340 de verdad, no un mero artículo de prueba. Y a continuación vino un almuerzo de trabajo que Krupkin pasó devanándose los sesos y luego una larga tarde de trabajo para averiguar dónde iba todo y repasando los cambios para asegurarse de que todo estaba donde decía la documentación. Y luego vuelta a la base para pasar la noche.

Rachel Mansour se encontraba, de pie y desnuda, en mitad de la alfombra tejida a mano que cubría el suelo de la habitación de hotel que había alquilado dos horas antes, en el puerto de Klamovka. Aunque era una suite muy cara, olía a humedad y podredumbre, a jabón fénico y leña. Rachel respiraba con lentitud y regularidad mientras extendía los brazos y las piernas en una secuencia casi ritual para desentumecerlos. Las cortinas estaban bajadas, la puerta cerrada con llave y sus sensores montaban guardia en el exterior para avisarla de la presencia de cualquier intruso: porque no tenía ganas de explicarle su estado a ningún miembro del personal del hotel que pudiera verla por accidente.

Había muchas cosas que Rachel no tenía ganas de explicar a la gente entre la que se movía. La Nueva República provocaba en ella una rabia amarga y desesperanzada, una rabia que podía comprender, que sabía que era un pobre reflejo de su profesionalismo pero de la que, a pesar de ello, no era capaz de librarse. El vasto desperdicio de potencial humano que era la raison d´etre de la Nueva República ofendía tanto su sensibilidad como una quema pública de libros o una masacre de inocentes.

La Nueva República tenía 250 años de antigüedad y se encontraba a 250 años luz de la Tierra. Cuando el Escatón había trasladado a nueve décimas partes de la población de la Tierra utilizando un agujero de gusano —por razones que todavía no se había dignado a explicar—, había reunido a algunos de ellos basándose en afinidades étnicas, sociales o sicológicas. La Nueva República había recibido a un cóctel de tecnófobos y realistas del este de Europa que suspiraban con nostalgia por las confortables certezas de siglos pasados.

Los fundadores de la Nueva República habían sufrido mucho por culpa del impersonal cambio tecnológico. En las democracias orientadas al mercado de la Tierra anterior a la Singularidad, habían visto cómo se arrojaban los pueblos por millones al vertedero de la Historia. Cuando se les había entregado un mundo nuevo que domar y las herramientas necesarias para hacerlo, habían establecido inmediatamente un orden social de corte conservador. Una generación más tarde, había estallado una terrible guerra civil entre aquellos que querían seguir utilizando sus máquinas cornucopias —factorías autorreplicantes de nanoensambladores capaces de manufacturar cualquier bien físico— y aquellos que preferían regresar a un modo de vida más sencillo en el que todo el mundo conocía su lugar y había un lugar para todo el mundo. Perdieron los progresistas, y así permaneció la Nueva República durante un siglo, creciendo hasta adoptar su forma natural: Europa tal como podría haber sido en el siglo XX de haberse detenido la física y la química en 1890. Las oficinas de patentes se cerraron: allí no había lugar para soñadores relativistas.

Desnuda en medio de la alfombra podía olvidarlo por un rato. Podía ignorar el mundo mientras sus implantes llevaban a cabo la habitual secuencia de autodefensa. Comenzaba con ejercicios de respiración, seguía con la contracción isométrica de grupos de músculos bajo la dirección de su sistema de control de batalla y derivaba finalmente en una confusión rapidísima de movimientos realizados mientras los controladores de la red neural se hacían con el mando y sacudían su cuerpo como si fuera una marioneta en una serie de ejercicios de artes marciales. Un ciclo de diez minutos realizado dos veces por semana la mantenía tan preparada para defenderse físicamente como un adepto sin modificaciones corporales que entrenara una hora al día o más.

Dando vueltas y sacudiéndose al otro extremo de cuerdas invisibles lanzaba al suelo y desmembraba demonios intangibles. Proyectar sobre ellos sus frustraciones no le costaba gran esfuerzo. Esta por el mendigo ciego con el que se había cruzado en la calle, cuya minusvalía no habría sido irreversible en una cultura que no prohibiera las técnicas médicas más avanzadas. Esta por los campesinos encadenados a la tierra que labraban por una ley que los consideraba parte de la tierra en lugar de seres humanos. Esta por las mujeres condenadas a morir dando a luz hijos que no deseaban. Esta por los sacerdotes que difundían los prejuicios de la elite dirigente y ofrecían al pueblo el consuelo del más allá, cuando la mayoría de los horrores que los atormentaban habían sido exiliados hacía tiempo de los mundos civilizados. Y esta y esta y esta por tratarla como una ciudadana de tercera clase. Su rabia exigía muchas kata.

No amo este mundo. No me gusta este mundo. No necesito este mundo. No necesito sentir simpatía por este mundo o sus habitantes. Si no me necesitaran…

Había un pequeño baño en la habitación contigua: un extra carísimo en aquella sociedad. Lo utilizó para asearse con la máxima eficacia posible. El agua se llevó el sudor y la porquería como si fueran recuerdos. Y parte de su pesimismo se fue con ellos. Las cosas van a mejorar, se recordó. Para eso estoy aquí.

Después de secarse, regresó al dormitorio y se sentó en el borde de la cama. A continuación levantó su viejo AP.

—Ponme con el Embajador de las Naciones Unidas —ordenó. Solo había un embajador de la ONU en la Nueva República: George Cho, representante permanente del Consejo de Seguridad, ante quien ella respondía en última instancia.

(La Nueva República se negaba insistentemente a reconocer ninguna de las más sutiles instituciones políticas que existían en la Tierra).

—Procesando. Beep. Rachel, lo siento, pero en este momento no puedo atenderte. Estoy esperando a recibir información sobre el incidente del Planeta de Rochard. Si quieres, deja un mensaje después de la señal… Beep.

—Hola, George. Soy Rachel. Te llamo desde Klamovka. Llámame cuando puedas. Creo que debería salir del anonimato y necesito respaldo diplomático. Tenemos que hablar. Fin del mensaje.

Cerró el AP y volvió a guardarlo. Dirigió una mirada malhumorada hacia el armario. Su vestido (aún le costaba pensar en él como ropa normal a pesar de que llevaba meses utilizándolo a diario) estaba tirado encima de la mesa. Todavía tenía que hacer algunas visitas y observar algunas costumbres antes de poder actuar abiertamente. Que le den por culo a este jueguecito de soldados, pensó. La vida según las costumbres de la Nueva República había perdido rápidamente todo su atractivo. Necesito compañía civilizada si no quiero volverme loca. Hablando de lo cual, tenía que llamar a cierto ingeniero. Un poco estirado y no demasiado cooperativo, pero antes se pudriría que permitir que se librara de ella. Probablemente podría sacarle más en una hora en la mesa de un restaurante que a un oficial del Almirantazgo en un mes entero de cócteles diplomáticos y memorandos formales.

Volvió a sacar el AP.

—AP, envía un mensaje vocal en mi nombre al ingeniero Springfield. Solo voz. Tengo un mensaje para él. Inicio del mensaje…

George Cho, Embajador Plenipotenciario del Consejo de Seguridad de las naciones Unidas ante la corte de Su Majestad Imperial el Emperador Ivan Hasek III (por la Gracia de Dios, et cetera) estaba sudando a mares por culpa del cuello alto, a pesar de lo cual asintió educadamente.

—Sí, Vuestra Excelencia, entiendo vuestra postura. Sin embargo, a pesar de que el territorio en disputa está bajo la soberanía de la Nueva República, debo afirmar de nuevo que creemos que la situación nos compete, aunque solo sea porque no se trata de un asunto meramente doméstico (a menos que esa Festival sea una peculiar tradición suya de la que no hemos tenido noticias hasta el momento) y, en consecuencia, el feo asunto de la Cláusula Diecinueve vuelve a asomar la cabeza.

Su Excelencia el Archiduque Michael Hasek sacudió la cabeza.

—Eso no podemos aceptarlo —afirmó. Sus ojos acuosos pero de un azul penetrante observaron a Cho. Malditos entrometidos extranjeros, pensó. No es que Cho fuera un mal tipo, al menos para ser un degenerado anarquista tecnófilo de la Tierra. A Michael le recordaba a un sabueso: con bolsas en los ojos, las quijadas caídas, acompañado de un perpetuo aire de tristeza y una mente que era como una trampa para ratones.

George Cho suspiró y se reclinó en su asiento. Dirigió la mirada al retrato del padre del Archiduque que colgaba de la pared, detrás de este. Emperador a los cuarenta, fallecido de muerte natural a los sesenta, el Emperador Hasek II: una especie de prodigio, un defensor del progreso en un medio tan conservador que rozaba la demencia. El hombre había conseguido que la Nueva República saliera lo bastante de su cascaron para adquirir una flota de guerra y colonizar tres o cuatro mundos olvidados y completamente atrasados. Un buen estudiante de la Historia. Peligroso.

—Veo que está mirando a mi padre. Era un hombre muy severo. Ese es un rasgo familiar —observó Michael con tono irónico—. No nos gusta que los extranjeros metan las narices en nuestros asuntos. Puede que sea un ejercicio de miopía por nuestra parte, pero…

Se encogió de hombros.

—Ah. —Cho volvió a dirigir la mirada al Duque—. Sí, por supuesto. Sin embargo, lo que me estoy preguntando es si no he dejado suficientemente claras las ventajas que supondría una implicación de la ONU. Creo que tenemos mucho que ofrecer. Ni se me ocurriría abordarles con esta propuesta si no pensara que pueden beneficiarse de ella.

—Hay beneficios y hay efectos secundarios. ¿Está pensando en algo específico? —Michael se inclinó hacia delante.

—De hecho… sí. Tiene que ver con la Cláusula Diecinueve: el interdicto contra el uso de armas que violan la causalidad. «Todo aquel por cuya causa se despliegue un arma capaz de alterar la etcétera será culpable de crímenes contra la humanidad y habrá de someterse a las penas que la legislación internacional prevé al efecto». Sabemos perfectamente que a ustedes no se les ocurriría jamás utilizar esta clase de armas contra uno de sus propios mundos. Pero no tenemos evidencias suficientes sobre las intenciones del… eh… bando agresor, ese Festival. Hay una notable falta de información sobre ellos, lo que ya de por sí resulta preocupante. Lo que estoy sugiriendo es que podrían ustedes beneficiarse de contar con observadores imparciales de la ONU en su expedición, para poder rebatir cualquier acusación de que la Nueva República está cometiendo crímenes contra la humanidad y para actuar como testigos en el caso de que sus fuerzas sean atacadas de esta manera.

—Aja. —Michael apretó los dientes y sonrió al embajador—. ¿Y qué le hace pensar que hay una expedición en marcha?

Esta vez fue Cho el que sonrió: con aire fatigado, porque llevaba despierto casi cuarenta y ocho horas, dedicadas a cotejar informes de inteligencia, prestar atención a los medios de comunicación y tratar de elaborar una imagen de conjunto sin apenas ayuda. La Nueva República había limitado estrictamente el número de miembros de su personal diplomático.

—Vamos, Su Excelencia, ¿quiere que creamos que la Nueva República permitirá que semejante insulto a su honor, por no hablar del atentado a su integridad territorial, quede sin respuesta? Es inevitable algún tipo de reacción. Y, habida cuenta de la escasa presencia de su Armada en la zona y el incremento del estado de alerta y de la actividad de los ingenieros en las bases de Klamovka, Libau y V-1, una expedición naval parece lo más probable. ¿O acaso pretenden que sus soldados lleguen allí juntando los talones tres veces y diciendo, «no hay nada como el hogar»?

Michael se rascó el puente de la nariz para tratar de disimular la expresión disgustada que había provocado el comentario.

—No puedo confirmar ni negar que en este momento estemos considerando la posibilidad de emprender acciones navales.

Cho asintió.

—Por supuesto.

—No obstante, ¿saben algo sobre ese Festival? ¿O sobre lo que ha ocurrido en el Planeta de Rochard?

—Sorprendentemente poco. Han mantenido ustedes un completo silencio sobre lo que está ocurriendo… de forma muy poco sutil, me temo. Los mensajes sobre la desesperada defensa de la capital llevada a cabo por la Cuarta División de la Guardia serían más convincentes si el traslado de la Cuarta División de Nueva Praga a Baikal Cuatro no se hubiera mencionado en varios mensajes hace un mes. Pero no son los únicos que están tratando de ocultarlo. Mi gente ha sido incapaz de encontrar información alguna sobre ese Festival en ninguna parte, lo que resulta muy preocupante. Hasta enviamos una petición de ayuda al Escatón pero lo único que recibimos como respuesta fue un criptograma que decía «P.T. Barnum tenía razón» (un criptograma que había sido codificado con una clave de un solo uso extraída de los archivos de un diplomático de la ONU y cuya filtración provocó un ataque de pánico en los servicios de seguridad).

—Me pregunto quién será ese T.P. Barney —comentó el Duque Michael—. Da igual. La presencia del Festival ha tenido un… eh… efecto catastrófico sobre el Planeta de Rochard. Su economía está en ruinas, reina el desorden civil y hay una rebelión armada. De hecho… —De repente clavó la mirada en el embajador—. ¿Comprende usted lo que esto significa para los principios rectores de nuestra civilización?

—Estoy aquí estrictamente en calidad de embajador, para representar los intereses de todos los miembros de la ONU en la Nueva República —afirmó Cho con tono neutro—. No para hacer juicios de valor sobre ustedes. Eso sería una presunción.

—Hmm. —Michael dirigió la mirada al secante de su mesa—. Es cierto que estamos considerando el envío de una expedición —dijo al fin. Cho trató de disimular su sorpresa—. Pero sería una acción complicada —continuó—. El enemigo está ya bien atrincherado en el sistema. No sabemos de dónde viene. Y si enviamos una flota directamente, podría sufrir el mismo destino que el escuadrón naval estacionado allí. Por tanto estamos considerando una estratagema un tanto… ah… desesperada.

Cho se inclinó hacia él.

—Señor, si están pensando en llevar a cabo una violación de la causalidad, debo advertirle de que…

El Archiduque levantó una mano.

—Le aseguro, señor embajador, que no tendrá lugar ninguna violación de la causalidad global como consecuencia de las acciones de la Armada de la Nueva República. No tenemos la menor intención de violar la Cláusula Diecinueve. —Hizo una mueca—. Sin embargo, en ocasiones se permiten violaciones localizadas de la causalidad en situaciones tácticas confinadas al cono de luz inmediato de una batalla, ¿no es así? Creo que… hmmm, sí. Un observador de la ONU podría garantizar a todas las partes que nuestra conducta se ajustaba a la legalidad y era correcta, ¿verdad?

—Un observador de la ONU dirá escrupulosamente la verdad —afirmó Cho mientras empezaba a sudar un poco.

—Bien. En tal caso, creo que podremos acceder a sus peticiones, si finalmente se toma la decisión de preparar una flota. Un inspector tan solo, con credenciales diplomáticas, podrá acompañar a la nave insignia. Su objetivo será vigilar el uso de las armas capaces de modificar la realidad y asegurar a los mundos civilizados que la Nueva República no realiza un uso gratuito del viaje en el tiempo como arma de destrucción masiva.

Cho asintió.

—Creo que eso sería aceptable. Se lo notificaré al Inspector Mansour, que en este momento se encuentra en Klamovka.

Michael esbozó una sonrisa fugaz.

—Envíe una nota a mi secretaria. Se la haré llegar al cuartel generaldel Almirante Kurtz. Creo que puedo garantizar que cooperará con ustedes hasta el límite de su capacidad.

El Procurador Subalterno Vassily Muller, de la Oficina del Conservador, estaba de pie frente a la gran ventana panorámica que ocupaba la pared delantera del Observatorio Cuatro, contemplando un abismo de años luz de distancia. Las estrellas pasaban girando como joyas desperdigadas sobre un mostrador rotatorio. La columna vertebral de la enorme estación creaba una semblanza de gravedad confortablemente baja, aproximadamente el ochenta por ciento de la normal. Al otro lado del doble muro de diamante sintético se encontraba el astillero, donde la gran mole cilíndrica de una nave de guerra se recortaba contra un telón de fondo de belleza cósmica.

Caían sobre el cilindro gris sombras que eran como la hoja de la eternidad, afiladas con la antinatural claridad del vacío. En diversos puntos a lo largo del casco de la nave había compuertas de inspección abiertas. Sus intestinos estaban perturbadoramente desparramados por el exterior, abiertos a los apéndices manipuladores controlados por control remoto que se unían a ella con miembros múltiples. Parecía una ballena muerta y putrefacta devorada por un enjambre de cangrejos del barro de color verde. Pero Vassily sabía que no estaba muerta: solo estaba siendo sometida a una operación de cirugía.

La nave era como un corredor de maratón, reformado por cirujanos con la esperanza de convertirla en una especie de cyborg prodigioso para poder tomar parte en el acontecimiento deportivo definitivo, la culminación de todos los anteriores. La analogía con su propia cabeza, que todavía le escocía un poco, no se le escapaba a Vassily. Pensó que para el conflicto que se avecinaba eran esenciales los preparativos más radicales. Ya era capaz de sentir las nuevas conexiones, como el fantasma de un miembro aún indefinido, cobrando solidez en algún punto situado más allá de sus percepciones. Dentro de otros tres días, le había asegurado el médico por la mañana, sería capaz de empezar a entrenar a su conector craneal. Le habían dado un maletín lleno de instrucciones, una pequeña y completamente ilegal (por no mencionar horriblemente cara) caja de herramientas, y un pase de la máxima prioridad para viajar a la estación orbital en una lanzadera de la Defensa Aérea sin tener que recurrir al lento ascensor.

—El procurador Muller, supongo. —Se volvió. Un sujeto de aspecto aseado con el uniforme verde de la Armada de Su Majestad y con anillos de teniente en los galones. Saludó—. Descanse. Soy el Teniente Segundo Sauer, oficial de seguridad de a bordo de la Lord Vanek. ¿Es su primera visita?

Vassily asintió, demasiado impresionado para articular una respuesta. Sauer se volvió hacia la ventana.

—Es impresionante, ¿no?

—¡Sí! —La visión de la gran nave provocó una oleada de orgullo en su corazón: su pueblo poseía y gobernaba naves como aquella—. Mi hermanastro sirve en una de ellas, una nave de la flota: la Skvosty.

—Oh, muy bien, muy bien. ¿Lleva mucho tiempo a bordo?

—Tres… tres años. Es el segundo oficial de control de fuego. Un teniente, como usted.

—Ah. —Sauer ladeó la cabeza y dirigió una mirada brillante y concentrada a Vassily—. Excelente. Pero, dígame, ¿piensa que es una buena nave? ¿Cree que es poderosa?

Vassily movió la cabeza, aturdido todavía por la primera visión de la nave de guerra.

—¡No soy capaz de imaginar algo más grande que una nave como esa! ¿Cómo podría nadie construir algo mejor?

Sus palabras parecieron divertir a Sauer.

—Es usted un detective, no un cosmonauta —dijo—. Si hubiera ido a la academia naval, estaría al tanto de algunas de las posibilidades. Por el momento bastará con decir que no le habrían puesto el nombre del viejo Cabeza de Hierro si no fuera la mejor nave que tenemos… pero no todo el mundo juega con las mismas reglas que nosotros. Supongo que es justo, en tal caso, que juguemos a algo diferente… que es precisamente la razón por la que se encuentra usted aquí y estamos manteniendo esta conversación. Quiere proteger esa nave y la República, ¿verdad?

Vassily asintió con entusiasmo.

—Sí. ¿Le ha informado mi oficial superior de la razón de mi presencia?

—Me han dado un informe completo. Nos tomamos con la máxima seriedad cualquier cosa susceptible de comprometer la seguridad a bordo de la nave. No podrá acceder a las zonas restringidas, pero aparte de eso, por lo que a mí se refiere, puede usted ir a cualquier lugar que no esté controlado. Estoy seguro de que podremos ayudarlo a mantener vigilado a su amiguito. A decir verdad, es una suerte que esté usted aquí. Ya tenemos problemas más que de sobra para encima tener que andar acechando a trabajadores extranjeros de servicio en la nave. Y además, mientras el problema se resuelva satisfactoriamente, ¿qué más da de quién sea la casa, eh?

En este momento, Vassily comprendió que pasaba algo raro, pero a causa de su inexperiencia no se le ocurrió lo que podía ser. Además, tampoco quería presionar a Sauer, al menos no ahora que acababan de conocerse.

—¿Puede mostrarme dónde trabaja Springfield?

—Desgraciadamente —Sauer extendió los brazos— Springfield no se encuentra a bordo en este preciso momento. Sabe que está trabajando en el sistema de propulsión interestelar, ¿no?

—Oh. —Los labios de Vassily dibujaron una «O» muy redonda—. ¿Quiere decir que tendré que subir a bordo?

—Quiero decir que no puede subir a bordo. Al menos hasta que haya recibido la autorización médica, la de seguridad, acudido a tres charlas orientativas y el viejo haya aprobado su presencia, cosa que no ocurrirá hasta mañana, como pronto. De modo que, por el momento, creo que será mejor que lo acompañe a la sala de oficiales en tránsito. Mientras esté en casa del Almirantazgo, cuenta con los privilegios de un suboficial.

—Estupendo —asintió Vassily con entusiasmo—. Si es tan amable…

Mientras tanto, el primer Crítico del séquito del Festival estaba entrando en la órbita del Mundo de Rochard.

Antaño parte de una civilización humana que había transmigrado a su propia red informática, el Festival era una embajada viajera, un nexo para el intercambio de información cultural entre las estrellas. Le interesaban principalmente otras culturas de características similares a las suyas, pero en última instancia cualquiera servía a sus propósitos. Había avanzado en zigzag por la esfera de mundos habitados durante un millar de años-t, a partir de su cuna, situada en la periferia, y en todo ese tiempo solo le había pedido una cosa a sus complacientes u hostiles anfitriones: ¡Diviértenos!

El Festival estaba fuertemente restringido por la densidad de información que podía contenerse en las diminutas astrosondas que lo arrastraban a lo largo de los abismos interestelares. A diferencia de otras civilizaciones cargadas, el Festival no era capaz de manufacturar su propia realidad con la verosimilitud necesaria para evitar los peligros consustanciales a la vida en un universo virtual. Era como una planta en el desierto, que existía en estado de semilla latente durante los años que se extendían entre frenéticos episodios de crecimiento, cuando se daban las condiciones apropiadas.

Como la mayoría de las caravanas, el Festival acumulaba en su seno autostopistas, parásitos y una hueste de seguidores en general. Había sitio para millones de pasajeros en los congelados corazones-mente de las astrosondas, pero no para que pensaran entre las estaciones. Las mentes verdaderas hibernaban durante los periplos de décadas que las llevaban entre las civilizaciones planetarias. Sencillos supervisores subinteligentes protegían a las astrosondas durante los viajes y administraban los sistemas automáticos. Al llegar, los servidores construían la infraestructura necesaria para deshelar y cargar las mentes verdaderas. Una vez que se había hecho contacto y que se había decidido un curso de acción, toda capacidad residual se ponía a disposición de los demás pasajeros, incluidos los Críticos.

Una espuma de diamante estaba creciendo en la órbita de Sputnik, el más lejano de los satélites del Planeta de Rochard. En el interior de algunas de las burbujas se agitaban extrañas emulsiones, un hirviente caldo de reacciones químicas catalizadas por nanomáquinas. Otras burbujas se habían vuelto completamente negras y empezaron a absorber la luz del sol con eficiencia casi total. Una procesión continuada de tanques flotaba en dirección a la espuma siguiendo órbitas caóticas, enviada por las plantas mineras del sistema exterior. Dentro de las burbujas se coagulaba la vida encarnada, células ensambladas por máquinas en lugar de por el ciclo natural de la mitosis y la diferenciación. Pasaron miles de segundos, un eon para los ensambladores productivos: aparecieron esqueletos, primero como imprecisos perfiles y luego como afloramientos coralinos de aspecto barroco que flotaban en las burbujas placentarias centrales. La sangre, los tejidos, los dientes y los órganos empezaron a cobrar formas definidas a medida que los nanoensambladores bombeaban enzimas sintéticas, ADN, ribosomas y demás maquinaria celular a las vesículas lípidas que habrían de convertirse en células vivas.

Entonces, los cuerpos de los Críticos empezaron a agitarse.