—¿Puedo preguntar de qué se me acusa? —preguntó Martin.
La luz del sol que se filtraba por la claraboya, situada a gran altura, dividía la estrecha oficina con barrotes de plata: Martin veía bailar las motas de polvo, brillantes como estrellas, detrás de la cabeza en forma de bala del Ciudadano. El único sonido que había en la habitación era el arañar de la pluma sobre el grueso papel de vitela oficial y el repetitivo crujido de los engranajes cada vez que su ayudante volvía a dar cuerda al mecanismo del motor analítico que había sobre su mesa. La habitación olía a aceite de máquinas y miedo estancado.
—¿Se me acusa de algo? —insistió Martin.
El Ciudadano lo ignoró y siguió con la cabeza inclinada sobre los formularios. Su joven ayudante, una vez concluido su rutinario trabajo, empezó a sacar una cinta de papel del motor.
Martin se levantó.
—Si no se me acusa de nada, ¿hay alguna razón por la que deba quedarme?
Esta vez el Ciudadano Conservador lo fulminó con la mirada.
—Siéntese —le espetó.
Martin se sentó.
Al otro lado de la claraboya, era una tarde luminosa y fría de abril. Los relojes de San Michael acababan de dar las catorce cero cero y en la Plaza de las Cinco Esquinas, el famoso Simulacro de la Duquesa estaba interpretando su eterna pantomima convulsa. El hastío chirriaba en el interior de Martin. Le costaba adaptarse al ritmo de las cosas en la Nueva República y eso resultaba doblemente molesto cuando topaba con la sempiterna burocracia. Llevaba allí cuatro meses, cuatro meses apestosos con un trabajo que hubiera debido de llevarle diez días. Estaba empezando a preguntarse si volvería a ver la Tierra antes de morir de viejo.
De hecho, estaba tan harto de esperar a que se materializase su permiso de trabajo que la orden recibida aquella mañana para presentarse en una oficina que se encontraba tras la fachada de hierro del Basilisco había resultado un alivio, algo que había roto la monotonía. No lo había llenado del mismo miedo tembloroso que semejante llamada hubiera provocado en el corazón de un súbdito de la Nueva República. A fin de cuentas, ¿qué podía hacerle la Oficina del Conservador a él, un ingeniero de otro mundo con un contrato a prueba de bombas firmado por el Almirantazgo? La orden había llegado de la mano de un correo uniformado, no en la forma de una incursión en plena noche. Este hecho al menos sugería un cierto grado de contención y, consecuentemente, una forma de responder, y Martin había decidido seguir interpretando el papel del perplejo visitante alienígena mientras le fuera posible.
Pasado otro minuto, el Ciudadano dejó la pluma en la mesa y miró a Martin.
—Por favor, su nombre —dijo en voz baja. Martin cruzó los brazos.
—Si no lo sabe ya, ¿qué estoy haciendo aquí?
—Por favor, diga su nombre para que pueda ser registrado en lagrabación.
El Ciudadano hablaba en voz baja, seca, tan controlado como una máquina. Hablaba la comercialingua local, un dialecto de la vieja y casi universal lengua inglesa, con un marcado acento que recordaba al alemán.
—Martin Springfield.
El Ciudadano tomó nota.
—Ahora, por favor, diga su nacionalidad.
—¿Mi qué?
Debió de poner cara de estupor, porque el Ciudadano enarcó una de sus entrecanas cejas.
—Por favor, diga su nacionalidad. ¿De qué gobierno es usted súbdito?
—¿Gobierno? —Martin puso los ojos en blanco—. Vengo de la Tierra. En cuestiones legislativas y de seguros, utilizo a Pinkertons y estoy respaldado por una póliza de infracción estratégica contraída con las Nuevas Fuerzas Aéreas. Por lo que se refiere al trabajo, figuro como corporación unipersonal con obligaciones contractuales bilaterales con diversas organizaciones, incluido su Almirantazgo. Por razones de nostalgia, soy ciudadano registrado de la República Popular de West Yorkshire, aunque no he estado allí desde hace veinte años. Pero yo no diría que respondo ante ninguno de ellos, salvo ante mis socios contractuales… y ellos responden en la misma medida ante mí.
—Pero ¿es usted de la Tierra? —preguntó el Ciudadano, con la pluma preparada.
—Sí.
—Ah. Entonces es usted súbdito de las Naciones Unidas. —Tomó nota—. ¿Por qué no lo ha dicho?
—Porque no es así —dijo Martin, con cierto tono de frustración (pero solo cierto tono: estaba al tanto de los poderes del Ciudadano y no tenía la menor intención de provocarlo para que los utilizara).
—La Tierra. La entidad política suprema de ese planeta es la Organización de las Naciones Unidas. Así que de ello se infiere que es usted súbdito suyo, ¿no?
—En absoluto. —Martin se inclinó hacia delante—. Según el último recuento, había más de quince mil organizaciones gubernamentales en la Tierra. De estas, solo las novecientas principales cuentan con representantes en Ginebra y solo setenta tienen asientos permanentes en el Consejo de Seguridad. La ONU no posee autoridad sobre ninguna organización gubernamental ni sobre ciudadano individual alguno. Es un cuerpo puramente arbitrario. Yo soy un individuo soberano. Ningún gobierno me posee.
—Ah —dijo el Ciudadano. Con enorme parsimonia, dejó la pluma junto al bloc y miró directamente a Martin—. Veo que no comprende. Voy a hacerle un gran favor y fingiré que no he oído eso último que ha dicho. ¿Vassily?
Su joven ayudante levantó la mirada.
—¿Sí?
—Fuera.
El ayudante —poco más que un muchacho de uniforme— se puso en pie y salió. Cerró con firmeza la puerta tras de sí.
—Voy a decir esto una vez y solo una vez. —El Ciudadano hizo una pausa y Martin comprendió con sobresalto que su externa impasibilidad era una escotilla cerrada a presión que contenía una furia hirviente—. Me importan un comino las estúpidas ideas que los descastados de la Tierra albergan sobre su soberanía. Me importa un comino que me insulte un insolente cachorro como usted. ¡Pero mientras se encuentre en este planeta, se regirá usted por nuestras definiciones de lo que es correcto! ¿Está claro?
Martin se echó atrás. El Ciudadano esperó a que dijera algo pero al ver que permanecía en silencio, continuó con tono gélido:
—Está usted aquí, en la Nueva República, como invitado del Gobierno de Su Majestad, y se comportará adecuadamente en todo momento. Esto incluye mostrar el debido respeto a Su Alteza Imperial, actuar de manera decente, legal y honesta, pagar sus impuestos a la Tesorería Imperial y no dedicarse a la subversión. ¡Está usted aquí para hacer un trabajo, no para difundir una propaganda alienígena y hostil que denigra nuestro modo de vida! ¿Me comprende?
—Yo no… —Martin hizo una pausa y trató de dar con las palabras correctas, diplomáticas—. Permita que lo exprese de otra manera. Si lo he ofendido, lo siento mucho, pero si eso es lo que he hecho, ¿le importaría decirme por qué? Así podré evitar que ocurra de nuevo. Si no me dice qué es lo que no debo hacer, ¿cómo voy a evitar ofender a alguien por accidente?
—¿No se ha enterado? —preguntó el Ciudadano. Se levantó y se acercó a Martin, pasó por detrás de su silla, rodeó la mesa y regresó a su propio asiento. Una vez allí se detuvo y lo fulminó con la mirada—. Hace dos noches, en el bar del hotel Glorious Crown, se le oyó con toda claridad hablando con alguien, un tal Vaclav Hasek, tengo entendido, sobre el sistema político de su planeta natal. Propaganda y bobadas, pero propaganda y bobadas atractivas para cierto sector descontento del lumpenproletariat. Bobadas rayanas en la sedición, podría añadir, cuando dejó caer varios comentarios como… déjeme ver… «el concepto del impuesto y el de la extorsión no se diferencian en nada» o «un contrato social realizado por compulsión no es un contrato válido». Después de su cuarta cerveza, se animó bastante y empezó a declamar sobre la naturaleza de la justicia social, lo cual resulta un problema, dado que expresó sus dudas sobre la imparcialidad de un juez nombrado por Su Majestad en determinados casos candentes contra la Corona.
—¡Eso es una estupidez! ¡No era más que un poco de charla mientras tomábamos unas cervezas!
—Si fuera usted ciudadano, sería suficiente para enviarlo en un viaje sin billete de vuelta a una de las colonias fronterizas de Su Majestad durante los próximos veinte años —dijo el Ciudadano con tono gélido—. La única razón por la que estamos manteniendo este pequeño tête-à-tête es que su presencia en los Reales Astilleros se considera esencial. Si sigue teniendo conversaciones parecidas entre cerveza y cerveza, quizá el Almirantazgo pueda ser persuadido para librarse de usted. ¿Y dónde se encontrará entonces?
Martin se estremeció. No había esperado que el Ciudadano se mostrara tan franco.
—¿De verdad es un asunto tan peliagudo una conversación política? —preguntó.
—Cuando se mantiene en lugares públicos y con un habitante de otro mundo con extrañas ideas, sí. La Nueva República no es como el degenerado embrollo anarquista en el que su mundo natal se ha convertido. Permita que lo subraye. Como nos es usted necesario, Su Alteza Imperial le concede determinados derechos. Si se excede con esos derechos, lo pisotearemos, y lo pisotearemos con fuerza. Si le resulta difícil de comprender, le sugiero que pase el tiempo que le queda en la habitación de su hotel para que su boca no lo incrimine accidentalmente. Se lo preguntaré por tercera vez: ¿me ha comprendido?
Martin parecía escarmentado.
—S… sí —dijo.
—En ese caso salga de mi oficina.
Noche
Un hombre de mediana edad y constitución normal, de pelo castaño y barba bien recortada, yacía completamente vestido sobre la vistosa colcha de una cama de hotel, con una visera acolchada sobre la cara. Las sombras reptaban sobre la triste alfombra del cuarto mientras el sol se hundía detrás del horizonte. Los chorros de gas del candelabro siseaban y proyectaban profundas sombras por toda la estancia. Una mosca zumbaba junto al techo, describiendo un patrón de búsqueda en forma de filo de cuchillo.
Martin no estaba dormido. Su inventario entero de drones de contravigilancia estaba de patrulla, registrando la habitación en busca de micrófonos por si la Oficina del Conservador lo estaba vigilando. No tenía demasiados: en la Nueva República eran estrictamente ilegales y se había visto obligado a pasar el equipo de contrabando utilizando glándulas sebáceas y caries dentales. Ahora estaban todos en funcionamiento, buscando dispositivos de vigilancia y enviando la información a los monitores cosidos en la visera.
Por fin, tras llegar a la conclusión de que estaba solo en la habitación, llamó a la mosca —cuyos sensores múltiples no habían saltado— y volvió a poner las pulgas en hibernación. Se levantó, cerró las ventanas y a continuación echó las cortinas. A menos que la Oficina del Conservador hubiera escondido una grabadora mecánica en el fondo del armario, no se le ocurría cómo podían estar espiándolo.
Introdujo la mano en el bolsillo delantero de la chaqueta (arrugada ahora que había estado tendido sobre ella) y sacó un libro fino y encuadernado en piel.
—Háblame.
—Hola, Martin. Puesta en marcha completa. Índice de fiabilidad cien por cien.
—Eso está bien. —Se aclaró la garganta—. Canal trasero. Ejecutar. Quiero hablar con Herman. Llamando.
El libro guardó silencio y Martin esperó con aire impasible. El aparato parecía un asistente personal, una discreta secretaria digital para un moderno asesor de negocios nativo de la Tierra. Aunque aquellos aparatos podían incorporarse a cualquier elemento mobiliario —la ropa, incluso un diente protésico—, Martin prefería mantener el suyo con la forma de un libro antiguo. Sin embargo, los ayudantes personales normales no estaban equipados con acceso al canal causal, y mucho menos con un acceso de noventa años luz de alcance y cinco petabits de ancho de banda. Aunque casi dos petabits estaban ya gastados cuando el agente residente se lo había entregado dejándolo en un banco del parque, para Martin era de un valor casi extravagante. De hecho, valía su vida… si la policía secreta lo cogía con ello.
Un carguero no lumínico había tardado casi cien años para traer la caja negra cuántica que había en el núcleo del canal causal desde el sistema Septagon. Otro aparato idéntico había pasado ochenta años en la bodega de una nave hermana, en route a la Tierra. Ahora proporcionaban un canal de comunicación instantánea entre los dos planetas. Instantánea en términos de relatividad espacial, pero no por ello capaz de violar la causalidad y con una capacidad total limitada al número de cubits con la que habían sido creados. Una vez que aquellos cinco mil millones de megabits se hubieran consumido, habrían desaparecido para siempre… o hasta la llegada del siguiente carguero no lumínico.
(No es que tales naves fueran algo insólito: construir y lanzar una astrosonda, capaz de transportar la enorme carga útil de cien gramos a lo largo de doce años luz no era un imposible para su escuálida capacidad industrial, pero quienes dirigían las cosas en la Nueva República eran realmente quisquillosos en lo referente al contacto con el ideológicamente impuro universo exterior).
—¿Hola? —dijo el ayudante personal—. AP: ¿es Herman? —preguntó Martin—. Aquí AP. Herman está al otro lado de la línea y todos los protocolos de autentificación están al día.
—Hoy he mantenido una entrevista con un Ciudadano de la Oficina del Conservador —dijo Martin—. Son extremadamente sensibles por lo que se refiere a la subversión.
Veintiuna palabras en cinco segundos: descompuestas en alta fidelidad, en torno a medio millón de bits. Transcritas en texto, cerca de un centenar de bits, puede que reducido a medio centenar después de una compresión segura. Lo que dejaba cincuenta bits menos en el enlace entre el AP de Martin y la Tierra. Si acudía a la Oficina de Correos, le cobrarían un dólar por palabra, tendría que esperar un día y habría un inspector postal escuchando.
—¿Qué había pasado? —preguntó Herman.
—Nada importante, pero me dieron una advertencia, y fue una advertencia seria. Lo pondré en el informe. No se habló de mi afiliación.
—¿Alguna pregunta sobre tu trabajo?
—No. Hasta donde yo sé, no sospechan nada.
—¿Por qué te han interrogado?
—Hay espías en los bares. Quieren asustarme. Aún no he estado a bordo de la Lord Vanek. El control de accesos en los muelles es muy riguroso. Creo que están preocupados por algo.
—¿Alguna confirmación de acontecimientos inusuales? ¿Movimientos de la flota? ¿Preparativos de partida?
—Nada que yo haya oído. —Se guardó de hacer más comentarios. Hablar con Herman por el transmisor ilegal lo ponía nervioso—. Estoy poniendo toda mi atención en la vigilancia. Fin del informe.
—Adiós.
—AP: cierra el enlace.
—El enlace está cerrado.
Martin pensó que durante toda la conversación, la única voz que había oído era la suya. El AP hablaba con la voz de su dueño, por un lado para ser el perfecto recepcionista y por otro porque el enlace Causal era tan caro que enviar por él una señal de audio hubiera sido una extravagancia estúpida. Hablar consigo mismo al otro lado de un abismo de setenta años luz hacía que Martin se sintiera muy solo. Y más aún considerando la naturaleza muy real de sus miedos.
Hasta el momento, había conseguido interpretar a la perfección el papel de ingeniero de lengua suelta, contratado en el extranjero para modernizar los motores del crucero pesado Lord Vanek, de la flota de Su Majestad. De hecho, estaba haciendo un trabajo tan bueno que había podido ver el interior del Basilisco y escapar con vida.
Pero no era muy probable que lo consiguiera de nuevo si averiguaban para quién estaba trabajando.
★★★
—¿Cree que es un espía? —preguntó el aprendiz de procurador Vassily Muller.
—Hasta donde yo sé, no lo es. —El Ciudadano dirigió una leve sonrisa a su ayudante y el gesto arrugó la fina cicatriz que tenía sobre el ojo izquierdo—. Si hubiera alguna prueba de que es un espía, se convertiría rápidamente en un ex-espía. Y un ex-cualquier otra cosa, por cierto. Pero eso no es lo que le he preguntado, ¿verdad? —Clavó en su subordinado una expresión concreta que había perfeccionado para tratar con los estudiantes torpes—. Dígame por qué he dejado que se marchara.
—Porque… —El aprendiz de funcionario parecía confundido. Llevaba allí seis meses. Hacía menos de un año que había abandonado el gimnasio y la custodia de los profesores y se notaba. Seguía siendo un adolescente, de pelo rubio, ojos azules y de una torpeza casi dolorosa en lo referente a los matices sociales. Como tantos otros hombres inteligentes que sobrevivían al elitista sistema escolar de la Nueva República, sufría de cierta tendencia a la rigidez intelectual. En privado, el Ciudadano pensaba que aquello era algo negativo, al menos en un policía secreto: la rigidez era una costumbre que habría que erradicar si querían que alguna vez sirviera para algo. Por otro lado, parecía haber heredado la inteligencia de su padre. Si había heredado también su flexibilidad, sin la desgraciada rebeldía, sería un agente excelente.
Al cabo de un minuto, el Ciudadano lo aguijoneó:
—Esa no es una respuesta aceptable, joven. Vuelva a intentarlo.
—Ah… ¿lo ha dejado marchar porque tiene la lengua suelta y cuando vaya a alguna parte será fácil ver quién lo está escuchando?
—Eso está mejor, pero no es toda la verdad. Lo que ha dicho antes me intriga. ¿Por qué no cree que es un espía?
Vassily no daba crédito a sus oídos. Casi dolía ver cómo le costaba entender el imprevisto giro del Ciudadano.
—Habla demasiado, ¿no le parece, señor? Los espías no llaman la atención sobre sí mismos, ¿verdad? No les conviene. Y además, es un ingeniero contratado para trabajar en la flota pero la nave fue construida por la compañía para la que él trabaja, de modo que, ¿para qué iban a querer espiarla? Y tampoco puede ser un subversivo profesional. Un profesional no sería tan estúpido como para empezar a parlotear en el bar de un hotel.
Se detuvo, con aire de vaga satisfacción.
—Muy bien. Es una pena que no esté de acuerdo con usted.
Vassily tragó saliva.
—Pero pensaba que no creía que… —Se detuvo—. Quiere usted decir que es demasiado evidente que no es un espía. Llama la atención en bares, discute de política, hace cosas que un espía no haría… como si quisiera apaciguar nuestras sospechas.
—Muy bien —dijo el Ciudadano—. ¡Está aprendiendo a pensar como un Conservador! Fíjese que no he dicho en ningún momento que el señor Springfield no sea un espía. Ni tampoco he afirmado que lo sea. Podría serlo perfectamente. Y con la misma facilidad, podría no serlo. No obstante, no estaré satisfecho hasta que haya resuelto la cuestión de una forma o de otra. ¿Me comprende?
—¿Quiere que demuestre una negativa? —Vassily se estaba quedando casi patidifuso tratando de seguir el hilo de los pensamientos del Ciudadano—. ¡Pero si eso es imposible!
—¡Exacto! —Una fina risa se dibujó en los labios del Ciudadano mientras daba a su subordinado una palmada en el hombro—. De modo que tendrá que encontrar usted el modo de convertirla en una positiva para poder demostrarla, ¿no le parece? Esta es su tarea para el futuro más inmediato, Procurador Subalterno Muller. Saldrá y tratará de demostrar que el individuo irritante que nos ha visitado esta mañana no es un espía… o de reunir la información suficiente para justificar su arresto. ¡Vamos, vamos! ¿No estaba ardiendo en deseos de salir de esta mazmorra lóbrega y ver un poco de la capital? Tengo entendido que la llamó así la pasada semana. Esta es su oportunidad. Además, piense en la historia que podrá contarle cuando regrese a esa muchacha a la que anda persiguiendo desde que llegó usted aquí.
—Eh… Es un honor —dijo Vassily. Parecía un poco abatido. Oficial joven como era, tan recientemente salido de la instrucción que su visión del universo todavía no había perdido el barniz, miró al Ciudadano con una mezcla de miedo y reverencia—. Señor, humildemente solicito permiso para preguntar por qué. Quiero decir, por qué en este momento.
—Porque ha llegado la hora de que aprenda a hacer algo más que tomar nota en las reuniones de los comités —dijo el Ciudadano. Sus ojos refulgieron detrás de las gafas. Su bigote se estremeció hasta las mismas puntas enceradas—. Llega un momento en la vida de todo funcionario en el que ha de asumir la carga completa de sus deberes. Confío en que al menos haya encontrado alguna pista sobre el modo de llevar el trabajo a la práctica en los interminables informes de los que ha estado elaborando sumarios. Es el momento de ver si puede hacerlo, ¿no le parece? Y en una misión de bajo riesgo, podría añadir. Todavía no voy a mandarlo a perseguir revolucionarios. Ja, ja. Así que esta tarde irá usted al subnivel dos para que le tramiten el permiso de operaciones de campo y mañana empezará a trabajar. Espero que lo primero que vea todas las mañanas sobre mi mesa sea un informe, a partir de pasado mañana. ¡Demuéstreme lo que es capaz de hacer!
A la mañana siguiente, unos golpes perentorios en la puerta despertaron a Martin.
—¡Telegrama para el señor Springfield! —dijo el repartidor. Martin se puso algo encima y entreabrió la puerta.
Le pasaron una carta. Firmó rápidamente, sacó el telegrama y devolvió el sobre firmado. Pestañeando y ojeroso, llevó el mensaje hasta la ventana y subió las persianas para leerlo. Era una agradable sorpresa, aunque le molestaba un poco que lo hubiesen despertado por algo así: la confirmación de que su visado había sido aprobado, la investigación de los servicios de seguridad había finalizado y tenía que presentarse aquella tarde a las 1800 en el embarcadero de la Armada en Austria del Sur para ser trasladado a los astilleros que la flota tenía en órbita geoestacionaria.
Los telegramas, pensó, eran mucho menos civilizados que el correo electrónico: este último no se presentaba con un joven oficial que te hacía salir de la cama para firmarlo. Era una lástima que en la Nueva República el correo electrónico no se utilizara y los telegramas fueran ubicuos. Pero claro, el correo electrónico era una herramienta de comunicación descentralizada y el telegrama todo lo contrario. Y la Nueva República era una auténtica entusiasta de la centralización.
Se vistió, se afeitó y bajó al salón comedor para esperar el desayuno. Llevaba ropa local —una chaqueta oscura, pantalones ajustados, botas y una camisa con cuello bordado—, aunque un poco pasada de moda, lo que revelaba una cierta falta de aprecio por las menudencias de la tiranía de la elegancia. Había descubierto que los estilos alienígenas tenían la tendencia a estorbar cuando uno trataba de ganarse las simpatías de los lugareños. Pero si uno adoptaba en su apariencia un grado justo de rareza, percibían su condición de extranjero sin que los abrumara y eso permitía que desarrollaran cierta indulgencia hacia su comportamiento. Al margen de la vara de medir que se utilizara para evaluarla, la Nueva República era una sociedad estrecha de miras, e interactuar con ella no era tarea fácil ni siquiera para alguien con tanto mundo como Martin, pero al menos la gente normal hacía el esfuerzo de tratar con él.
Se había acostumbrado lo suficiente a las costumbres locales como para que, en lugar de permitir que lo irritaran, pudiera absorber cada nueva afrenta con callada resignación. El modo en que el conserje levantaba su patricia nariz al verlo, o las doncellas de cuello rígido se marchaban arrastrando los pies y con las miradas gachas se habían convertido en meras piezas individuales en el complejo rompecabezas de las costumbres republicanas. El olor del barniz de cera y la lejía de cloro, del humo de carbón de la sala de calderas y de los asientos de cuero del comedor, eran todos extraños para él, los olores de una sociedad que no se ha adaptado a la era del plástico. Pero no todas las costumbres locales lo irritaban. El periódico de la mañana, plegado con pulcritud junto a su asiento, en la mesa del desayuno, le provocó la extrañamente evocadora sensación de encontrarse en su hogar… como si hubiera hecho un viaje de casi trescientos años al pasado de su propia cultura, en lugar de a un lugar situado a ciento ochenta años luz de distancia. Aunque, en cierto sentido, ambos viajes eran exactamente equivalentes.
Desayunó setas con mantequilla, huevos de ganso salteado y un pan de masa fermentada de centeno especialmente bien tostado, regado todo ello con copiosas cantidades de té de limón. Finalmente, salió de la sala y se dirigió al mostrador del vestíbulo.
—Querría sacar un billete —dijo. El dependiente levantó la mirada, con ojos distantes y preocupados—. Por aire, a la base naval de Klamovka, lo antes posible. Solo llevaré equipaje de mano y no quiero dejar la habitación, aunque pasaré varios días fuera.
—Ah, ya veo. Discúlpeme, señor. —El dependiente desapareció en el laberinto de oficinas y cuartillos de servicio que se escondían tras los paneles de madera oscura del vestíbulo del hotel.
Regresó poco después, seguido por el conserje, un hombre alto y cargado de hombros, ataviado de negro de la cabeza a los pies, cadavérico y de pómulos hundidos, que se conducía con la solemne dignidad de un conde o un aristócrata menor.
—¿Necesita transporte, señor? —preguntó.
—Voy a la base naval de Klamovka —repitió Martin con lentitud—. Hoy. Tengo que sacar un billete cuanto antes. Dejaré mi equipaje en el hotel. No sé cuánto tiempo pasaré fuera pero no quiero dejar la habitación.
—Ya veo, señor. —El conserje hizo una seña con la cabeza a su subordinado, quien se escabulló y regresó con tres gruesos volúmenes: los horarios de las diferentes líneas ferroviarias regionales—. Me temo que no hay ningún Zeppelin previsto entre aquí y Klamovka hasta mañana. Sin embargo, creo que podrá llegar esta noche en el tren… si se marcha de inmediato.
—Muy bien —dijo Martin. Tenía la sensación de que una marcha inmediata era lo único que satisfaría al conserje… salvo, quizá, que él cayera fulminado allí mismo—. Bajaré en cinco minutos. ¿Podría encargarse su ayudante de los billetes, por favor? Con itinerarios.
Impávido, el conserje asintió.
—En nombre del hotel, le deseo un fructífero viaje —dijo con voz solemne—. Marcus, encárgate de este caballero. Y se marchó. El muchacho abrió el primero de los tomos y lanzó a Martin una mirada cautelosa.
—¿Qué clase, señor?
—Primera. —Si había algo que Martin había aprendido pronto era que los ciudadanos de la Nueva República tenían algunas ideas muy extrañas sobre la clase. Se decidió—. Tengo que llegar antes de las seis de esta tarde. Bajaré dentro de cinco minutos. Si fuera usted tan amable de tener los itinerarios preparados para entonces…
—Sí, señor. —Dejó al muchacho sudando con el mapa y los horarios y subió los cuatro tramos de escalera hasta su puerta. Cuando regresó al mostrador del vestíbulo, seguido por un mozo con una maleta en cada mano, el joven lo acompañó hasta la calle.
—Su carné, señor.
Guardó en su bolsillo el vistoso documento de viaje, tan intrincado como el más intrincado pasaporte. Un coche a vapor lo estaba esperando. Subió, respondió a la reverencia del joven con un gesto de la cabeza y el coche se puso en marcha echando humo y se encaminó a la estación de tren.
Era una mañana húmeda y brumosa y Martin casi no podía ver las vistosas fachadas de piedra de los edificios ministeriales desde las ventanas del carruaje mientras pasaba junto a ellos.
Puede que a las habitaciones de los hoteles les faltaran teléfonos, puede que hubiera una prohibición política contra las redes de comunicación, la materia inteligente y un sinfín de otras comodidades y puede que el sistema de clases pareciera sacado de la Tierra del siglo XVIII, pero la Nueva República tenía una cosa a su favor: los trenes llegaban a su hora.
PS1347, la estrella primaria alrededor de la cual orbitaba Nueva Moscovia era una joven enana de tipo G2, de tercera generación. Se había formado menos de dos mil millones de años atrás (frente a los cinco mil millones del Sol) y como consecuencia de ello, la corteza planetaria de Nueva Moscovia contenía un mineral de uranio lo bastante activo para alcanzar el punto crítico sin enriquecerse.
El coche de Martin llegó al andén del Expreso Transpeninsular. Bajó del compartimiento con rigidez y miró en ambas direcciones: se habían detenido a un cuarto de kilómetro de la lengua de mármol que sobresalía de los colosales motores, pero a casi un kilómetro de los penosos vagones que alojaban a los pasajeros de cuarta clase y llevaban el correo. Un mayordomo, resplandeciente con su chaqueta de color verde botella y galones dorados, inspeccionó su carné antes de acompañarlo a un compartimiento privado de la cubierta superior. La decoración de la estancia era de roble viejo y cuero teñido de azul, con adornos de cobre y oro, y contaba con una mesa de mármol y un tirador para llamar al servicio. Se parecía más al salón de fumadores de un hotel que a nada que Martin asociara con el transporte público.
En cuanto el mayordomo lo dejó solo, Martin se acomodó en uno de los gruesos sillones de cuero acolchado, abrió las cortinas, al otro lado de las cuales se veían los contrafuertes arqueados y el techo curvo de la estación, y abrió su AP en modo libro. Poco después, el tren dio una ligera sacudida y empezó a moverse: en cuanto salió de la estación, Martin miró por la ventana, incapaz de contenerse.
La ciudad de Nueva Praga se levantaba poco más allá del estuario del río Vis. Solo el Basilisco, erguido con aire amenazante sobre un inmenso bloque de roca granítica erosionada, alcanzaba gran altura sobre el nivel de la planicie. De hecho, el tren viajaría por las tierras bajas utilizando tan solo uno de sus motores. El segundo reactor solo alcanzaría el estado crítico cuando el tren llegase a las primeras colinas de los Apeninos, la cordillera que separaba la península del interior continental de Nueva Austria. A continuación el tren atravesaría como un cuchillo más de mil quinientos kilómetros de desierto antes de detenerse, seis horas más tarde, al pie de la base de Klamovka.
La vista era extraordinaria. Martin la contempló con pasmo mal contenido. Aunque no le gustaba admitirlo, era como una especie de turista, permanentemente en busca de una sensación de belleza nueva en la que poder recrearse en secreto. En la Tierra no quedaba nada parecido a aquello. El salvaje tránsito del siglo XX y los acontecimientos que habían seguido a la Singularidad en el XXI habían distorsionado el paisaje de todas las naciones industrializadas. Aun después de la quiebra demográfica, era imposible encontrar un paisaje rural abierto, con sus granjas, sus setos y sus pueblos pulcramente trazados… al menos no sin encontrar también monorraíles, arcologías, puntos de sucesos activos y los extraños altozanos de la Estructura Definitiva. La llanura por la que transitaba el Expreso Transpeninsular remedaba una visión de la Inglaterra preindustrial, un paisaje bucólico y onírico donde los trenes llegaban a su hora y el sol nunca se ponía en el Imperio.
Pero los viajes en tren palidecen rápidamente y al cabo de media hora estaban atravesando los valles en una imprecisa sucesión de acero y cobre. Martin volvió a prestar atención a su libro y se embebió tanto en su lectura que no advirtió que la puerta se abría y se cerraba hasta que una mujer a la que nunca había visto se sentó frente a él y se aclaró la garganta.
—Discúlpeme —dijo levantando la mirada—. ¿Está segura de que este es su compartimiento?
Ella asintió.
—Muy segura, gracias. No pedí uno individual. ¿Usted sí? Creía que… —buscó a tientas el carné en su chaqueta—. Ah. Ya veo. —Maldijo en silencio al conserje, apagó el AP y miró a la mujer—. Creía que tenía un compartimiento individual. Veo que estaba equivocado. Le ruego que acepte mis disculpas.
La mujer asintió con elegancia. Llevaba el largo cabello negro recogido en un moño, tenía pómulos altos y ojos castaños. Su vestido azul marino parecía caro y a la vez sencillo para los gustos de aquella sociedad. Probablemente es un ama de casa de clase media, pensó, aunque su habilidad para juzgar el estatus social en la Nueva República seguía siendo un poco errática. Ni siquiera fue capaz de hacer una hipótesis sobre su edad: el maquillaje y el corpiño ajustado, la falda de vuelo y las mangas abollonadas del vestido formaban un disfraz sumamente eficiente.
—¿Va usted muy lejos? —le preguntó la mujer con voz animada.
—Hasta Klamovka, y a partir de allí a la base naval —respondió, un poco sorprendido por aquel interrogatorio tan franco.
—Qué coincidencia. Allí es donde voy yo también. Le ruego disculpe mi curiosidad pero no es usted un nativo de la zona, ¿verdad?
Parecía interesada, hasta un grado que a Martin se le antojaba irritantemente indiscreto. Se encogió de hombros.
—No, no lo soy.
Volvió a abrir el AP y trató de enterrar la nariz en él pero parecía que su inesperada compañera de viaje tenía ideas diferentes.
—Deduzco por su acento que tampoco es nativo de este planeta. Y se dirige a las instalaciones del Almirantazgo. ¿Me permite que le pregunte qué asuntos le llevan allí?
—No —dijo él con voz seca y, obstinadamente, dirigió la mirada a su AP. Al principio no se había dado cuenta de lo directa que se estaba mostrando la mujer, al menos para ser alguien de su clase social, pero ahora estaba empezando a crisparle los nervios y a hacer que en su interior saltaran todas las alarmas. Había algo en ella que no terminaba de encajar. ¿Una agente tratando de conseguir que me traicione?, se preguntó. No tenía la intención de dar a la policía secreta más excusas para encerrarlo. Quería que pensaran que había aprendido la lección y que estaba decidido a reformarse.
—Hmm. Pero cuando he entrado estaba usted leyendo un tratado sobre algoritmos de corrección relativística aplicados a la arquitectura de los compensadores de los motores de las astronaves modernas. De modo que es usted un ingeniero, contratado por el Almirantazgo para trabajar en el mantenimiento de las naves de la flota. —Sonrió y su expresión inquietó a Martin: dientes blancos, labios rojos y algo en sus modales que le recordó a su hogar, donde las mujeres no eran solo ornamentos bien cultivados para los árboles genealógicos—. ¿Me equivoco?
—No puedo hablar de ello. —Martin cerró el AP y fulminó a la mujer con la mirada—. ¿Quién es usted y qué demonios quiere?
La programación social que había absorbido durante el viaje a la Nueva República prohibía un comportamiento tan vulgar en presencia de una dama, pero lo que estaba claro era que si ella era una dama, él era un ciudadano de la República.
—Me llamo Rachel Mansour y me dirijo a los astilleros de la Armada por asuntos que podrían interesarle perfectamente. O mucho me equivoco, en cuyo caso le ruego que acepte mis más humildes disculpas, o es usted Martin Springfield, contratado por el Almirantazgo Republicano para realizar labores de modernización en los circuitos de control de vuelo del crucero pesado de clase Svejk Lord Vanek y retenido por ese contrato. La nave recibió su nombre por Lord Ernst Vanek, fundador de la Armada de la Nueva República. ¿Estoy en lo cierto?
Martin devolvió el AP a su bolsillo y miró por la ventana mientras trataba de reprimir una súbita oleada de miedo frío.
—Sí. ¿Y cuáles son esos asuntos de los que ha hablado?
—Puede que le interese saber que hace cuatro horas, tiempo absoluto del consenso, las Nuevas Fuerzas Aéreas, a cuyo servicio está usted tácitamente adscrito, invocaron la cláusula del Escatón en todas las garantías estratégicas contraídas por la República. Al mismo tiempo, alguien filtró al Comité Permanente de la ONU para el Desarme Interestelar Multilateral que la Nueva República se está preparando para una guerra en defensa de una colonia exterior que está siendo atacada. Usted no paga la prima especial del seguro contra castigo divino, ¿verdad? De modo que en este momento lo único que le cubren son los gastos médicos y el robo.
Martin volvió la mirada hacia ella.
—¿Me está acusando de ser un espía? —Ella no apartó la mirada. Tenía ojos oscuros, inteligentes y reservados: cerrados a todo examen—. ¿Y quién demonios es usted, por cierto?
La mujer sacó una tarjeta de su manga y la abrió en dirección a él. Una cabeza, la suya indudablemente, a pesar de que tenía el pelo más corto, apareció flotando en una miniatura holográfica, recortada contra un telón de fondo que él conocía. La cosa fue tan inesperada que lo dejó estupefacto. Un escalofrío recorrió su columna vertebral de arriba abajo mientras sus implantes trataban de reprimir la reacción de pánico instintivo que emanaba de sus glándulas adrenales.
—Inteligencia diplomática de la ONU, grupo de operaciones especiales. Estoy aquí para averiguar cuál es la situación actual y eso incluye investigar las modificaciones de última hora que el Almirantazgo está realizando en las naves que compondrán la fuerza expedicionaria. Va a cooperar, ¿no?
Volvió a sonreír, de manera más crispante todavía, con una expresión que a Martin le recordó a un hurón hambriento.
—Hum. —¿Qué demonios está haciendo aquí la Inteligencia Diplomática? ¡Este no es el plan de la misión!—. Va a ser un viaje de esos, ¿no? —Se frotó la frente y volvió a mirarla: seguía esperando una respuesta. ¡Mierda, improvisa, maldita sea, antes de que sospeche algo!—. Mire, ¿sabe lo que le hacen aquí a los espías?
La mujer asintió. Ya no sonreía.
—Sí. Pero lo más importante es que nos encontramos ante una situación de conflicto armado inminente. Mi trabajo consiste en vigilarla: no podemos permitir que esto afecte a la Tierra. A nadie le gusta que lo ahorquen pero comenzar una guerra interestelar o atraer la atención del Escatón es mucho peor, al menos para los planetas llenos de testigos inocentes que seguramente se vean incluidos entre los daños colaterales. Esa es mi preocupación principal.
Lo miró con aterradora intensidad y la tarjeta desapareció entre dos dedos cubiertos por un guante de encaje.
—Tenemos que reunirnos y hablar, Martin. Una vez que esté en los muelles y se haya instalado, me pondré en contacto con usted. Me da igual con qué está de acuerdo o en desacuerdo, pero mañana mantendremos una charla. Y tengo la intención de sacarle el cerebro, asegurarme de que es solo un espectador inocente y decirles a sus aseguradores que es usted una apuesta segura. ¿Comprende?
—Uh… sí. La miró y trató de dar la impresión de que acababa de darse cuenta de que ella era en realidad un demonio al que le había vendido el alma.
Confiaba en que lo creyera —el ingenuo ingeniero, sacado de repente de su cueva, frente a un agente de una Autoridad Superior— pero tuvo la inquietante sensación de que si no se lo tragaba, podía estar metido en auténticos líos. Herman y la Inteligencia Diplomática no es que se llevasen precisamente bien…
—Excelente. —Introdujo la mano en el bolso y sacó un AP de aspecto usado y color metálico—. Hablando. Enviar: conejo verde. Ack.
El PA respondió:
—Ack. Mensaje enviado.
Martin tardó un instante en percatarse de que la voz era la suya.
La mujer guardó la caja y se levantó para marcharse.
—Ya ve —dijo desde el umbral de la puerta, mientras una sonrisa peculiar se colgaba de sus labios—. La vida aquí no es necesariamente tan aburrida como creía. Nos veremos luego…