Prólogo

El día que se declaró la guerra, una lluvia de teléfonos cayó con estrépito sobre los adoquines de Novy Petrograd. Algunos de ellos se habían fundido parcialmente en la reentrada. Otros sonaban y vibraban mientras su temperatura descendía con rapidez bajo el frío del amanecer. Una paloma curiosa se posó con la cabeza ladeada cerca de uno. Picoteó la brillante carcasa y a continuación se alejó batiendo las alas, alarmada, al ver que empezaba a sonar. Una vocecilla dijo:

—¿Sí? ¿Quieres divertirnos?

El Festival había llegado al Planeta de Rochard.

Un flacucho niño callejero fue una de las primeras víctimas del asalto a la integridad económica de la más reciente colonia de la Nueva República. Rudi —nadie conocía su patronímico ni, de hecho, la identidad de su padre— encontró uno de los teléfonos en el arroyo de un callejón mugriento mientras trabajaba, con un saco apestoso enrollado alrededor de los flacos hombros como el petate de un soldado. El teléfono estaba tirado sobre las piedras descascarilladas, brillando como una bruñida pieza de artillería: el muchacho lanzó una mirada furtiva a su alrededor antes de recogerlo, por si seguía por allí el caballero al que sin duda se le debía de haber caído. Cuando empezó a sonar estuvo a punto de dejarlo caer de puro miedo: ¡Una máquina! Las máquinas eran cosas prohibidas, cosas que poseía la gente rica, guardadas por las caras sombrías y los uniformes grises de las autoridades. No obstante, si se la llevaba al Tío Samuel, puede que le diese algo bueno de comer: algo mejor que lo que podría comprar con lo que le darían en la curtiduría por las mierdas de perro que llevaba en el saco. Le dio la vuelta entre las manos, preguntándose cómo se apagaría, y entonces una vocecilla dijo:

—¿Hola? ¿Quieres divertirnos?

Rudi estuvo a punto de soltar el teléfono y echar a correr, pero la curiosidad lo contuvo un momento.

—¿Por qué?

—Diviértenos y te daremos lo que quieras.

A Rudi se le abrieron los ojos como platos. La placa de metal brillaba entre sus manos, llena de promesas. Se acordó de los cuentos de hadas que su hermana mayor le contaba antes de que la tuberculosis se la llevara, cuentos sobre lámparas mágicas y genios y magos y tuvo la certeza de que el Padre Borozovski los tacharía de necedad propia de infieles. Su necesidad de escapar de la apagada brutalidad de la vida cotidiana se enfrentó con su pesimismo natural, el pesimismo derivado de más de una década de trabajo agotador. El realismo venció. Lo que dijo no fue, quiero una alfombra mágica y una bolsa de rublos de oro ni quiero ser el Príncipe Mijaíl y vivir en el palacio real sino, ¿puedes dar de comer a mi familia?

—Sí. Diviértenos y daremos de comer a tu familia.

Rudi empezó a devanarse los sesos, pues no tenía la menor idea de cómo llevar a cabo una tarea tan insólita, y de pronto parpadeó. ¡Era evidente! Se llevó el teléfono a la boca y susurró:

—¿Quieres que te cuente una historia?

Hacia el final de aquel día, cuando el maná había empezado a caer desde la órbita y los sueños de los hombres estaban cobrando vida como extrañas plantas trepadoras después de una lluvia en el desierto, Rudi y su familia —su madre enferma, su tío alcohólico y sus siete hermanos— no formaban parte ya de la economía política de la Nueva República.

Se había declarado la guerra.

En las profundidades de las estribaciones exteriores del sistema estelar, la flota de construcción del Festival creaba estructuras a partir de la masa muerta. La flota del Festival viajaba deprisa, reunida en astrosondas migratorias que desdeñaban la lentitud lumínica de las naves de los meros humanos. Cuando arribaba, las brillantes vainas de fusión se encendían mientras una vida-A de aspecto insectil era engendrada furiosamente en las gélidas profundidades del espacio exterior. Cuando los hábitats estuvieran completos y se hubieran puesto en órbita alrededor del planeta de destino, los viajeros del Festival saldrían de su hibernación, preparados para comerciar y escuchar.

El Planeta de Rochard era una remota colonia de la Nueva República, en ningún caso la más prometedora de las civilizaciones humanas surgidas con posterioridad a la Diáspora. Con una base industrial demasiado limitada como para atraer el comercio —limitada tanto por la falta de habilidad como por la acción del estado—, pocos ojos se volvían a escudriñar el cielo en busca de naves de otros mundos. Solo el espaciopuerto, en órbita geosincrónica, montaba guardia, y su atención estaba dirigida hacia la eclíptica del interior del sistema. La flota del Festival había desmantelado un gigante gaseoso y tres cometas, había empezado a trabajar en una segunda luna y se estaba preparando para hacer llover teléfonos desde la órbita antes de que la Oficina Imperial de Control de Tráfico se diera cuenta de que pasaba algo.

Por otra parte, al principio hubo considerable confusión. Aunque no formaba parte de los mundos centrales, la Nueva República no estaba muy lejos de ellos. En cambio, el origen del Festival se encontraba muy lejos del cono de luz de la Nueva República, a más de un millar de años luz de la vieja y anárquica Tierra. A pesar de que compartían un origen común, la Nueva República y el Festival habían divergido hacía tantos siglos que todo —desde los protocolos de comunicación a los sistemas económicos, pasando por sus respectivos genomas— era diferente. Así que las naves orbitales del Festival advirtieron (e ignoraron) los lentos y monocromáticos parloteos de la Oficina Imperial de Control de Tráfico. Lo que resulta más difícil de comprender es que en el Palacio Ducal a nadie se le ocurriera coger uno de los teléfonos medio fundidos que salpicaban el suelo y peguntar: «¿Quiénes sois y qué queréis?». Pero puede que esto no sea tan extraño, porque a media tarde Novy Petrograd se encontraba en un estado de insurrección civil a duras penas controlada.

Burya Rubenstein, el periodista radical, agitador democrático y prisionero político temporal (vivía en un exilio interno en las afueras de la ciudad y tenía prohibido regresar al planeta materno —así como a sus amantes e hijos— durante al menos otra década) empujó el plateado artefacto que había sobre la mesa con un dedo manchado de la tinta que se le salía a su pluma.

—¿Dices que han estado cayendo por todas partes? —preguntó, con una voz que de tan baja resultaba ominosa.

Marcus Wolff asintió.

—Por toda la ciudad. Misha me ha enviado un cable desde el campo para decirme que allí también está pasando. Los hombres del Duque han salido con escobas y sacos a recogerlos pero hay demasiados. Y también hay otras cosas.

—Otras cosas. —No lo dijo con tono interrogativo pero las cejas enarcadas de Burya dejaron bien claro su sentido.

—Están cayendo cosas del cielo… ¡Y no hablo de la lluvia de ranas de costumbre! —Mientras Oleg Timoshevski paseaba excitadamente de un lado a otro estuvo a punto de derribar una de las máquinas de escribir que había sobre la mesa de la cocina, parte de la prensa clandestina que Rubenstein había montado arriesgándose a otra década de exilio—. Esas cosas… son como teléfonos, creo, al menos responden cuando les preguntas… Todas dicen lo mismo: diviértenos, edúcanos, ¡y a cambio te daremos lo que pidas! ¡Y lo hacen! ¡He visto con mis propios ojos cómo caía del cielo una bicicleta! Y todo porque Georgi Pavlovich quería una y le contó a la máquina la historia de Roldan mientras esperaba.

—Me cuesta creerlo. Quizá deberíamos ponerlo a prueba. —Burya esbozó una sonrisa lupina, de una forma que a Marcus le recordó a los viejos tiempos, cuando su camarada tenía fuego en las tripas, un revolver en las manos, y la confianza de diez mil trabajadores del Sindicato de Ingenieros Ferroviarios, durante la fallida Revolución de Octubre de hacía doce años—. Si nuestros misteriosos benefactores están dispuestos a cambiar bicicletas por cuentos viejos, me pregunto que podrían dar a cambio de una teoría general de economía política posindustrial.

—Si vas a cenar con el Diablo, mejor será que lo hagas con una cuchara muy, muy larga —le advirtió Marcus.

—Oh, no temas. Lo único que quiero es hacer algunas preguntas. —Rubenstein cogió el teléfono y le dio varias vueltas entre sus manos, lleno de curiosidad—. ¿Dónde está el…? Ah. Aquí. Máquina. ¿Me oyes?

—Sí.

La voz era suave, carente de acento y ligeramente musical.

—Bien, ¿quiénes sois, de dónde venís y qué queréis?

—Somos el Festival. —Los tres activistas se inclinaron sobre el teléfono y estuvieron a punto de golpearse las cabezas—. Hemos recorrido muchos doscientos cincuenta y seises años luz y hemos visitados muchos dieciseises planetas inhabitados. Buscamos información. Comerciamos.

—¿Comerciáis? —Burya levantó la mirada, ligeramente decepcionado. Un puñado de capitalistas interestelares no era precisamente lo que había estado esperando.

—Os damos cualquier cosa. Vosotros nos dais una cosa. Algo que no sepamos aún: arte, matemáticas, teatro. Literatura. Biografía, religión, genética, diseño. ¿Qué quieres darnos?

—Cuando dices que nos daréis cualquier cosa, ¿qué quieres decir? ¿La eterna juventud? ¿La inmortalidad?

Había una tenue nota de sarcasmo en sus palabras pero el Festival no dio muestras de haberla advertido.

—Los términos abstractos son difíciles. El intercambio de información también es difícil: aquí la amplitud de banda es limitada, no hay acceso. Pero podemos hacer cualquier estructura que queráis y dejarla caer desde órbita. ¿Quieres una casa nueva? ¿Un carruaje sin caballos que vuele y navegue? ¿Ropa? Lo haremos.

Timoshevski puso cara de estupor.

—¿Tenéis una cornucopia? —preguntó con voz jadeante. Burya se mordió la lengua. Puede que fuese una interrupción, pero era perfectamente comprensible.

—Sí.

—¿Nos darías una? ¿Junto con instrucciones para utilizarla y una biblioteca de diseños? —preguntó Burya con el pulso acelerado.

—Puede ser. ¿Qué nos daríais a cambio?

—Mmmmm. ¿Qué te parece una teoría postmarxista de economía política postecnológica y la prueba de que una dictadura hereditaria solo puede mantenerse recurriendo a la sistemática opresión y explotación de los trabajadores e ingenieros y no puede sobrevivir una vez que el pueblo ha adquirido medios de producción con capacidad de autorreplicación?

Hubo una pausa y Timoshevski exhaló furiosamente. En el mismo momento en que se disponía a hablar, el teléfono emitió un extraño sonido parecido a una campanada.

—Con eso bastará. Suministraréis la teoría a este nodo. La clonación de un replicador y su correspondiente biblioteca está ya en marcha. Pregunta: ¿capacidad de suministrar pruebas sobre la validez de la teoría?

Burya sonrió.

—¿Tiene vuestro replicador capacidad para replicarse a sí mismo? ¿Y contiene planos para la producción de armas de fusión, vehículos militares y cañones?

—Sí, y sí a todas las subpreguntas. Pregunta: ¿capacidad de suministrar pruebas sobre la validez de la teoría?

Timoshevski estaba lanzando puñetazos al aire y dando saltos por toda la oficina. Hasta el normalmente flemático Wolff sonreía como un loco.

—Dadle a los trabajadores los medios de producción y nosotros os demostraremos la teoría —dijo Rubenstein—. Tenemos que hablar en privado. Volveremos dentro de una hora, con los textos que solicitáis. —Apretó el botón de COLGAR—. ¡Sí!

Al cabo de un minuto, Timoshevski se calmó un poco. Rubenstein esperó con aire indulgente. A decir verdad, se sentía igual que él. Pero su deber como líder del movimiento —o al menos lo más parecido que tenían a un estadista, exiliado en aquel agujero infestado de moscas y lleno de agua estancada— era pensar con frialdad. Y había muchas cosas en que pensar, porque dentro de muy poco tiempo las cabezas entrarían en contacto con los adoquines en grandes cantidades: el Festival, fuera quien fuese y fuera lo que fuese, no parecía darse cuenta de que les había ofrecido a cambio de un trozo de papel la llave de la cárcel en la que, en el nombre de la estabilidad y la tradición, millones de siervos habían sido confinados durante siglos por sus amos aristócratas.

—Amigos —dijo con la voz temblorosa por la emoción—. Confiemos en que esto no sea un engaño cruel. Porque si no lo es, al fin podremos dar muerte al cruel espectro que ha atormentado a la Nueva República desde su concepción. Llevaba algún tiempo esperando ayuda de alguna… fuente, pero si esto se confirma, es muchísimo mejor. Marcus, reúne a todos los miembros del comité que puedas encontrar. Oleg, voy a preparar un cartel: tenemos que imprimir cinco mil copias inmediatamente y distribuirlas antes de que Politovsky piense en levantar el dedo y declarar el estado de emergencia. Hoy, el Planeta de Rochard está en el umbral de la liberación. ¡Mañana, será toda la Nueva República!

A la mañana siguiente, tropas de la guardia del Palacio Ducal y de la guarnición de la Colina del Cráneo colgaron a seis campesinos y técnicos en la plaza del mercado. La ejecución fue una advertencia para acompañar al decreto ducal: Tratar con el Festival significa la muerte. Alguien, posiblemente un miembro de la Oficina del Conservador, había comprendido el peligro que el Festival representaba para el régimen y había decidido que era necesario dar un escarmiento.

Ya era demasiado tarde para impedir que el Partido Democrático Revolucionario colgara por toda la ciudad carteles explicando que había teléfonos por toda la ciudad y señalando que, en palabras del viejo proverbio, «dale a un hombre un pescado y lo alimentarás un día. Enséñalo a pescar y lo alimentarás toda la vida». Otros carteles más radicales, que exhortaban a los trabajadores a exigir los medios para construir herramientas autorreplicantes, rasgaron una poderosa cuerda en la psique colectiva porque, por mucho que al régimen le hubiera gustado lo contrario, el pueblo no había perdido la memoria.

A la hora de comer, cuatro atracadores de bancos se habían apoderado de la oficina de correos principal de Plotsk. Llevaban armas desconocidas y cuando un Zeppelin de la policía llegó a la escena del crimen, lo derribaron. No fue un incidente aislado. Por todo el planeta, el apparat de policía y seguridad estatal informaba sobre incidentes de desafío claro, respaldados en muchos casos por armas que parecían haberse materializado de la nada. Al mismo tiempo, extrañas viviendas cupulares brotaron como hongos en un millar de granjas de las afueras, tan lujosamente equipadas y tan confortables como la mejor de las residencias ducales.

Una floración de lucecitas cubrió el cielo, y durante las siguientes horas las radios no emitieron otra cosa que un zumbido de estática. Algún tiempo más tarde, los brillantes rastros de las cápsulas de reentrada de emergencia atravesaron el firmamento a unos mil kilómetros al sur de Novy Petrograd. Aquella noche, la Armada anunció, con gran pesar, la pérdida del destructor Sakhalin en un heroico ataque contra la flota enemiga que rodeaba la colonia. Había logrado infligir graves daños a los agresores. Además, había solicitado refuerzos a la capital imperial utilizando el Canal Causal, y la cuestión estaba siendo tratada con la máxima gravedad por Su Majestad Imperial.

La noche se echó a perder con demostraciones espontáneas de soldados y trabajadores, mientras las autoridades emplazaban coches blindados en los puentes que cruzaban el río Hava, que separaban el Palacio Ducal y la guarnición de la ciudad propiamente dicha.

Y, lo más siniestro de todo, una improvisada feria empezó a aparecer en los espacios abiertos del Campo de Desfiles del Norte: una feria en la que nadie trabajaba, todo era gratis y cualquier cosa que cualquiera pudiera querer (y algunas cosas que nadie en su sano juicio desearía) podía obtenerse con solo pedirlo.

Al tercer día desde el comienzo de la incursión, Su Excelencia el Duque Felix Politovsky, Gobernador del Planeta de Rochard, entró en la Cámara Estelar para reunirse con su consejo y, por medio de una teleconferencia tan cara como para provocar lágrimas, suplicar ayuda a su Emperador.

Politovsky era un hombre grueso y de cabello cano, de unos sesenta y cuatro años, mal conservado a causa del uso de tratamientos médicos contra el envejecimiento de contrabando. Algunos decían que le faltaba imaginación y desde luego no lo habían nombrado gobernador de un vertedero atrasado en el que se hacinaban los agitadores y los hijos segundones gracias a su gran peso político. No obstante, y a pesar de su disposición tozuda y su falta de visión, Felix Politovsky estaba profundamente preocupado.

Los hombres de uniforme y los miembros de su gabinete, ataviados con el traje formal del cuerpo diplomático, se pusieron firmes cuando entró en la sala forrada de paneles de madera de lujo y se dirigió a la cabecera de la mesa de juntas.

—Caballeros, tomen asiento, por favor —gruñó, al tiempo que se dejaba caer en el sillón que dos criados habían apartado de la mesa para él—. Beck, ¿ha habido algún avance esta noche?

Gerhard Von Beck, Ciudadano, jefe del departamento local de la Oficina del Conservador, sacudió la cabeza con aire sombrío.

—Más motines en la orilla sur. Los alborotadores no se quedaron para luchar cuando envié un destacamento de la guardia. Hasta el momento, la moral parece mantenerse alta en los barracones. Molink está aislada. No hemos tenido noticias de esa ciudad en todo el día y el helicóptero que enviamos a investigar no ha regresado. Los demócratas están organizando una auténtica fiesta alrededor de la ciudad, lo mismo que los radicales. He tratado de hacer arrestar a los sospechosos habituales, pero se han constituido en un Soviet Extropiano y se niegan a cooperar. Los peores elementos se han encerrado en el mercado de grano, a tres kilómetros al sur de aquí. Están reunidos en sesión permanente y emiten proclamas y comunicados revolucionarios cada hora en punto. Alentando al pueblo a tratar con el enemigo.

—¿Por qué no ha utilizado las tropas? —exclamó Politovsky.

—Dicen que tienen armas atómicas. Si nos movemos… —Se encogió de hombros.

—Oh. —El Gobernador se atusó el crecido bigote con aire lúgubre y suspiró—. Comandante Janackzeck. ¿Qué noticias hay de la Armada?

Janackzeck se puso en pie. Hombre alto y de aspecto preocupado, ataviado con el uniforme de un oficial de marina, parecía mucho más nervioso que el calmado Von Beck.

—Había dos cápsulas de supervivencia que escaparon a la destrucción del Sakhalin. Las hemos recuperado las dos y hemos interrogado a los supervivientes. Parece ser que el Sakhalin se aproximó a uno de los enemigos de mayor tamaño y exigió que abandonaran inmediatamente la órbita y se dejaran abordar para proceder a una inspección. El enemigo no respondió así que el Sakhalin disparó en su dirección. Lo que ocurrió luego no está claro. Ninguno de los supervivientes era un oficial del puente de mando y sus declaraciones son contradictorias, pero parece ser que hubo un impacto contra una especie de cuerpo extraño, que a continuación devoró al destructor.

—¿Qué lo devoró?

—Sí, señor. —Janackzeck tragó saliva—. Tecnología prohibida.

Politovsky se puso pálido.

—¿Borman?

—¿Sí, señor? —Su ayudante se puso en pie, en posición de firmes.

—Obviamente, esta situación excede nuestra capacidad de respuesta si no contamos con más recursos. ¿De cuánto ancho de banda causal dispone la Oficina de Correos para una conferencia televisiva con la capital?

—Um… eh… Cincuenta minutos, señor. El próximo envío de fibra de cubits desde Nueva Praga está previsto para dentro de… eh… dieciocho meses. Si me permite la sugerencia, señor…

—Hable.

—¿Podríamos mantener un minuto de ancho de banda en reserva, para poder enviar mensajes de texto? Me doy cuenta de que es una emergencia, pero si consumimos el canal entero, nos quedaremos incomunicados con la capital hasta que el próximo cargamento esté disponible. Y, con el debido respeto al comandante Janackzeck, no estoy muy seguro de que la marina sea capaz de enviar naves correo mientras el enemigo siga allí.

—Hágalo. —Politovsky se reclinó en su asiento y estiró los hombros—. Pero solo un minuto. El resto lo quiero disponible para una conferencia televisiva con Su Majestad, en cuanto le sea posible. Organice la conferencia y avíseme cuando esté preparada. Oh, y mientras se encarga de eso, tome. —Se inclinó hacia delante y firmó apresuradamente un documento que había sacado de su cartera—. Declaro el estado de emergencia y, por la autoridad que me confieren Dios y Su Majestad Imperial, decreto que estamos en estado de guerra con… ¿Con quién demonios estamos en guerra?

Von Beck se aclaró la garganta.

—Parece ser que se llaman a sí mismos el Festival, señor. Por desgracia, parece que no hay información sobre ellos y las búsquedas en los Archivos del Conservador han proporcionado solo respuestas nulas.

—Muy bien. —Borman le pasó una nota a Politovsky y el Gobernador se puso en pie—. En pie, caballeros. ¡Su Majestad Imperial!

Todos se pusieron en pie y, como un solo hombre, se volvieron con expectación hacia la pantalla que había en la pared opuesta de la sala de juntas.