La estación de la estrella muerta

La diferencia entre un idiota y un genio se resume en una sola palabra: éxito. Y el éxito aún no había llegado a Gideon Clew. Todos tolerábamos al viejo, la mayoría de nosotros le compadecíamos, incluso algunos le apreciábamos de verdad. Era un viejo agradable, de cabellos blancos, maravillosamente erguido para su edad, con unas mejillas que parecían manzanas rojas y arrugadas, y ojos azules, sobrios y brillantes.

Tenía un ceceo que, sin querer, resultaba risible. Indudablemente era ésa la razón de que nadie le hubiera hecho caso jamás, ni atendido a sus explicaciones. Pues el ceceo aumentaba cuanto más ansiaba el explicarse, y no era capaz de expresar su gran idea en palabras sin mover a todos a la risa.

Éramos catorce los que esperábamos en la estación de la Estrella Muerta, en el solitario y salvaje Pasaje de Orion, la llegada de la nave espacial «Bellatrix». Trece hombres y una niña. Doce de nosotros formábamos la tripulación de la estación. El otro era Gideon Clew.

El viejo, por supuesto, no tenía derecho oficial a estar en la estación. Pero el capitán Manners era de corazón blando, y los demás nos mostrábamos comprensivos. Gideon Clew había estado a bordo desde antes de que naciéramos la mayoría de nosotros; cincuenta años, según él. Cincuenta años es mucho tiempo para que un hombre esté encerrado en un pequeño mundo metálico, aislado de la vida Había perdido su lugar en el exterior; no tenía donde ir. Habría sido cruel sacarle de allí.

Había trabajado como encargado del generador hasta que ahora hacía diez años, el servicio le jubilara automáticamente enviando a otro para que ocupara su lugar. Nosotros le permitíamos seguir a bordo y dedicarse a «su gran idea» que —si el éxito coronaba sus esfuerzos— le haría famoso. Incluso sacábamos de nuestros bolsillos el dinero para reunir su paga trimestral y proporcionarle fondos a fin de que siguiera con el experimento que constituía toda su vida.

Y la niña era Tonia Andros.

Una niñita de ocho años, delicada y traviesa como un duendecillo. No era realmente hermosa; tenía la boca demasiado grande y la nariz descaradamente chata. Pero sus ojos obscuros eran soñadores y graves, y todos la queríamos. Al fin y al cabo unos hombres tan alejados del hogar, de la familia y de todo lo que es la vida, no podían mostrarse demasiado críticos.

La historia de Tonia Andros podía haber sido otra de esas aventuras espaciales en las que se basan las novelas. Nosotros sólo conocíamos un pequeño fragmento de la misma. Unos meses antes habíamos descubierto la nave destrozada y a la deriva. Había sufrido el impacto de una corriente de meteoros de la Nebulosa, el casco estaba hendido y todos a bordo —excepto Tonia— muertos y helados.

A ella la habían depositado entre las válvulas de la cámara principal de compresión; sin duda alguien la llevó allí después de la catástrofe. El tubo de oxígeno en la pequeña cavidad estaba agotado. La niña se hallaba inconsciente, medio asfixiada, fría. Pero la cogimos a tiempo.

Aunque no llegamos a tiempo de salvar la nave. Se hizo pedazos rápidamente en el campo de gravitación de la Estrella Muerta. Y acabó en una ruina incandescente contra aquel negro Sol moribundo, llevándose con ella la historia de Tonia Andros y todo el patrimonio que pudiera haber sido suyo.

La experiencia debió haber sido penosa, y tal vez su mente torturada buscara alivio borrando aquel tiempo de la memoria. Jamás llegaríamos a saber qué recordaba; ella sólo nos decía su nombre.

Tonia era amiga de todos. Pero ella y el viejo Gideon Clew sentían una afinidad especial. La niña se pasaba las horas en el camarote del viejo, que no parecía temer que sus manecitas revolvieran los preciosos aparatos que había reunido allí.

Sin duda Tonia trajo algo de calor e impulso vital a un ser demasiado tiempo aislado de la vida. Gideon abandonaba en ocasiones su invento para hacerle juguetes, con sus manos viejas y diestras. Sin embargo seguía trabajando en el invento intensamente, y nos decía que se proponía adoptar a la niña, y darle un hogar, y estudios, en cuanto su invento estuviera perfeccionado.

—Cuando este descubrimiento esté perfeccionado… —era la frase que seguían pronunciando sus labios desde hacía más de cuarenta años.

Sin embargo aquello no se terminaba, y todos sabíamos —todos excepto Gideon Clew— que era una quimera. Ahora esperábamos que la «Bellatrix» llegara por el pasaje. El capitán Manners se retiraba; nuestro nuevo oficial venía a bordo de la nave. Manners había de llevarse a Tonia con él —aunque la niña no quería dejar a Gideon Clew— a fin de intentar hallarle un hogar.

El viejo estaba destrozado entre la impaciencia y el alivio mientras aguardaba la llegada de la nave. Le destrozaba el corazón la idea de separarse de la niña que, sin duda, había sido su única amistad realmente íntima a lo largo de cinco décadas. Pero estaba locamente ansioso porque en la nave venían ciertas partes imprescindibles para su invento, que había solicitado un año antes.

El tiempo puede pasar muy lentamente en la estación de la Estrella Muerta. Un mundo pequeño y completamente aislado. Realmente la estación es una nave de guerra anticuada, demasiado antigua para volar con las flotas del sistema. Un casco de metal corroído, de unos setenta metros de longitud. El espacio a bordo es limitado, todas las salas están abarrotadas y no hay medios de diversión.

Pero más allá de las portillas de observación de la estación, el espacio es abundante. La vista debe ser la más colosal, la más terrible de toda la galaxia. La Gran Nebulosa cubre el cielo como un pulpo de llamas. Un mar amplio y furioso de fuego blanco en remolinos, ligeramente teñido con el verde del nebulium, extiende sus corrientes como tentáculos incandescentes.

Esos tentáculos, increíblemente amplios, parecían apresar a la Estrella Muerta, un Sol ya frío que es un pequeño disco negro contra las llamas lívidas. Su superficie obscura está cubierta de manchas escarlata, mares sin límites de lava derretida, ya que la Estrella Muerta no está muerta del todo.

Las corrientes de meteoros y los mares de gas incandescente que forman la Gran Nebulosa de Orión, constituyen la barrera más formidable para la navegación transestelar de la galaxia. La misma luz, a trescientos mil kilómetros por segundo, necesita tres años y más para cruzarla.

Pero hay un camino. El Pasaje de Orión. Una vía limpia de meteoros y gas ardiente por la colosal gravitación de la Estrella Muerta, sol oscuro y titánico que se extiende como una araña negra en la brillante tela de la nebulosa, atrayendo con fuerza invisible e irresistible lo que puede llevar a la destrucción.

Ninguna nave ha visitado jamás la Estrella Muerta. Ningún cohete podría despegar de su gravedad de superficie, que es inconcebible. Se calcula que un cuerpo humano pesaría más de cien toneladas en su superficie… tanto que los huesos estallarían y la carne se desprendería de ellos como si fuera agua. La idea es desagradable.

La estación, equipada con poderosos motores electrónicos para mantenerla libre de la inexorable atracción del gigante, se había establecido como ayuda para la navegación por el pasaje. Su obligación consistía en el estudio y cálculo de las corrientes de meteoros en constante movimiento, y en informar a las naves que pasaban, a través del fotófono, del curso más seguro, aparte de acudir en ayuda de las naves en peligro.

El tiempo pasaba lentamente en el pequeño mundo metálico de la estación, que era sólo un puntito entre el Sol negro y titánico y la gloría inmutable de la Nebulosa. Pero al fin llegó la «Bellatrix». Y pasamos de unas semanas de espera y aburrimiento a la más alocada confusión.

La «Bellatrix» era una nave nueva, su tamaño tres veces superior al de la estación, que viajaba con regularidad por el pasaje. Los que pudimos fuimos a bordo de la nave, durante el escaso tiempo en que las válvulas estuvieron acopladas, a fin de disfrutar brevemente de la amplitud de la misma, de su ambiente cosmopolita, de las conversaciones de los pasajeros, siempre curiosos.

Vance, nuestro operador del fotófono, volvió con una noticia interesante. Había hablado con uno de los pasajeros, que viajaban en su silla de inválido y con la cabeza vendada. Éste le había dicho que la «Bellatrix» llevaba un cargamento increíblemente valioso de lingotes de uranio, y que sus oficiales tenían la orden de evitar el encuentro con Skal Doon, el pirata interestelar.

Pero, aún así, las precauciones contra Skal Doon no suponían ninguna novedad. Era uno de los últimos piratas del espacio más notorio y osado. Durante tres décadas había sido el terror del vacío, escapando a la captura en parte por su intelecto y en parte por la crueldad implacable de que hacía gala en la eliminación de sus oponentes y, sobre todo, por el conocimiento preciso de las masas y movimientos de la Gran Nebulosa, que conocía como nadie. Es curioso que todos hablaran de él con cierta admiración y respeto, cuando era el que menos se lo merecía.

Gideon Clew y Tonia Andros se separaron en las válvulas. Los ojos de la niña estaban francamente llorosos cuando el capitán Manners se la llevó, y el ceceo del viejo Gideon parecía ahogarse en su garganta. Luego se fue a reclamar el gran paquete cuidadosamente embalado que venía a su nombre: las partes que tanto esperaba para su invento.

De pronto llegó el nuevo capitán a bordo de la estación. Clive Kempton era su nombre. Un hombre joven y alto, con severo uniforme blanco y la insignia del águila del servicio en la gorra. Su rostro era delgado y firme. Inmediatamente comprendimos que era del tipo de los que aceptan las responsabilidades con gravedad, y consideran las reglas mucho más santas de lo que son… tal vez por un temor subconsciente a la crítica.

Transcurrieron unas horas de confusión constante. Se trasladaban alimentos a bordo de la estación, cilindros de oxígeno y tambores de combustible para nuestros generadores. Luego, el último grito de despedida. Las válvulas se separaron y fueron selladas de nuevo. Y la «Beliatrix» se marchó.

Nosotros, los de la estación, nos quedamos para pasar otras semanas de aburrimiento —eso creíamos entonces— hasta que alguna nave se abriera camino de nuevo entre los muros en llamas del pasaje. Ninguno de nosotros tenía la premonición de que veríamos de nuevo la «Bellatrix» tan pronto y en circunstancias tan terribles.

Hume, uno de los hombres de la estación, estaba en el puente de mando con el nuevo capitán cuando Gideon Clew habló vacilante, con una sonrisa de esperanza en su rostro colorado y Heno de arrugas.

—Capitán…, ceñor —dijo ceceante y con cierta timidez.

—¿Qué pasa? —preguntó bruscamente Kempton—. ¿Cómo se llama usted?

No se proponía ser desagradable. Sólo se tomaba su nuevo cargo muy en serio. La vaga hostilidad y el poder extraordinario de la Gran Nebulosa y la titánica Estrella Muerta ha grabado ya su impronta de terror en su alma.

—Gideon Clew, ceñor. Verá, ceñor, he inventado una pantalla de gravedad. Acabo de inztalar laz últimaz partez que vinieron en la «Bellatrix». Por favor, ceñor, ¿puedo utilizar la potencia de loz generadorez de la nave para probarla?

—¿Qué es eso? ¿Quiere decir una pantalla contra la fuerza de gravedad?

—Cí, ceñor, llevo trabajando en ella muchoz añoz, ceñor.

Tal vez, de no ser por el ceceo, Kempton le habría escuchado. Pero el ceceo hacía que aquel viejo de ojos brillantes y mejillas de manzana resultara, sin querer, patéticamente gracioso y, cuanto más serio se ponía, peor era el ceceo. Kempton era joven, y aún no había aprendido que las reglas se han hecho para saltárselas cuando es preciso.

—¿Cuánta potencia necesita? —preguntó.

—Dozcientoz mil kilovatioz, ceñor.

Atónito, Kempton miró a Hume como interrogándole.

—Pero ¡ésa es toda la capacidad de nuestros generadores!

—Lo cé, ceñor. Pero zólo cerán unoz minutoz.

—De todas formas, ¿quién es usted? —exigió el capitán.

Los ojos de Gideon le miraron de par en par desconcertados; y Hume habló para explicar la situación del viejo en la estación.

—En primer lugar ya sabe que va contra las reglas el que usted esté aquí —dijo entonces Kempton—. Debe disponerse a marcharse, Clew, en cuanto vuelva la «Bellatrix». No entiendo cómo no ha salido ya.

—Pero, ceñor, la potencia…

—He de negarme a su extraordinaria petición. Por supuesto. Quiero que comprenda que esto no es un teatro. Ni un asilo de ancianos. ¡No lo entiendo!

Los ojos graves y brillantes, sobre aquellas mejillas rojas, quedaron intensamente fijos en el rostro de Kempton durante mucho tiempo. Luego empezaron a parpadear, y Hume vio que se llenaban lentamente de lágrimas.

—Cí, ceñor —susurró Gideon. Pero siguió allí.

Kempton y Hume estaban ocupados con los mapas astrográficos, comprobando la dirección de las corrientes de llamas de la Nebulosa que iluminaban el puente con un brillo verdoso y fantasmal. Kempton parecía haberse olvidado de Clew, pero el hombrecillo continuaba allí parpadeando. Debieron pasar unos minutos antes de que hablara de nuevo.

—Capitán Kempton… ¿Ceñor?

—¿Eh? ¡Oh!, ¿aún está usted aquí? ¿Qué ocurre?

Los ojos brillantes se fijaron en él con valor.

—Capitán, ceñor, no me comprende. He eztado trabajando en mi pantalla de gravedad caci cincuenta añoz. Dezde que vine aquí por primera vez, ceñor. Fue por la Eztrella Muerta, tan cercana. Conceguí libroz zobre electrónica. Y eztudié mucho, ceñor.

»Otroz hombrez han venido y ce han ido, ceñor. Incluzo loz mecánicoz ze quedan zólo ceis añoz, ya zabe. Porque ezto ez demaziado zolitario. Ahora, ceñor, lo he terminado. Un campo electrónico, una pantalla de ionez que fluye zobre la zuperficie de cualquier conductor y refleja y dicipa laz radiacionez de la gravedad.

Kempton se echó a reír. No se proponía mostrarse malicioso, pero había algo irresistiblemente divertido en Gideon Clew, ceceando tan en serio.

—¡Vaya, pero si la gravitación ni siquiera es una radiación, hombre! Es una tensión en el éter, una curvatura…

—Lo cé, ceñor, éza ez una teoría. Pero yo he demoztrado que ez una radiación del orden de laz partículaz subelectrónicaz…

De pronto Kempton se mostró brusco. Furioso consigo mismo por haberse reído.

—Sea como sea, tendrá que abandonarlo. No tenemos combustible para malgastar en experimentos idiotas.

Se inclinó de nuevo sobre los mapas. Gideon Clew se volvió desconcertado hacia la puerta, el sudor brillando en las mejillas arrugadas. A nadie le resulta fácil renunciar al trabajo de toda su vida… no cuando ha trabajado, planeado y soñado tanto como él.

Retrocedió de nuevo y ceceó:

—Capitán…, ¿ceñor?

—¿Qué ocurre ahora? —Kempton mostraba claramente su enojo por la interrupción.

—Capitán, eztá Tonia Andros. Una niñita que rezcatamoz de un naufragio. Cuando mi invento alcance el éxito, ceñor, voy a adoptarla…

—Lo siento, Clew, estoy ocupado. —Kempton hizo una seña hacia la puerta—. Cí, ceñor. Gideon Clew parpadeó, y se dirigió allá lentamente de nuevo.

Trató de hallar la manilla de la puerta con los viejos dedos engarfiados, pero no la veía.

—¡Espere! —resonó la voz brusca de Kempton, y Gideon se volvió, los ojos azules brillando de esperanza incrédula.

—¿Ceñor?

—Supongo que tiene un montón de aparatos en su camarote. Cuídese de retirarlo todo. Ha de quedar en orden cuando se marche.

—Pero, capitán, ceñor, no puedo dezmantelar mi aparato. Zoy un viejo. Nunca tendré el dinero ni la oportunidad para intentarlo de nuevo. ¡Oh! ¿No lo comprende?

Había algo en aquellos ojos azules y suplicantes que Kempton no pudo resistir.

—Muy bien —dijo de pronto—. Haré que el señor Colin le dé potencia exactamente durante —cinco minutos. No debería hacerlo; va contra las reglas.

El rostro de Gideon se arrugó en una sonrisa de gozo radiante, sus ojos azules brillaron, cubiertos por un tenue velo de lágrimas.

—Vaya ahora e inténtelo —dijo Kempton—. Luego, vacíe su camarote de toda esa porquería.

Gideon se marchó a toda prisa. Las luces de la estación quedaron casi apagadas durante cinco minutos y los motores electrónicos se detuvieron durante ese mismo período, dejándonos a merced de la atracción de la gravedad de la Estrella Muerta.

Durante esos minutos Gideon Clew estuvo muy ocupado e: su camarote, entre los complejos aparatos que lo llenaban de tal modo que apenas quedaba sitio para su cuerpo. Los transformadores zumbaban, y el tubo de vacío que le trajera la «Bellatrix» se llenaba de un fuego pálido y verdoso. Cerró un conmutador que unía uno de sus electrodos al casco de la estación. Una lucecita verde corrió temblorosa por el alambre.

Gideon Clew sintió que la nave se detenía bajo sus pies al cortarse bruscamente la atracción que le arrastraba hacia la Estrella Muerta. Gritando de puro gozo ante el éxito obtenido después de cincuenta años de trabajo, observó orgulloso y maravillado.

¡Plop!

Oyó el sonido hueco, ahogado. Con el corazón abrumado dio la vuelta. La luz verde había desaparecido del tubo y del alambre. El tubo nuevo se había quemado.

—Capitán, ceñor —ceceó Gideon con mayor ansiedad todavía de regreso en el puente—. ¿No cintió uzted cómo ce detenía la aceleración de la atracción cuando mi pantalla electrónica cortó la atracción de la Estrella Muerta?

—No, me temo que no. Y recuerde ahora nuestro trato. Ya ha dispuesto de la potencia. Ahora debe desmantelar esa máquina y tenerla dispuesta para que la trasladen a bordo de la «Bellatrix».

—Pero, capitán, yo cé…

Clive Kempton se volvió para coger un elipsógrafo. Era joven y estaba sobrecargado de responsabilidades. No comprendía lo mucho que el experimento de Gideon significaba para aquel anciano.

Los ojos, sobrios y brillantes, parpadeaban muy de prisa. Unas manos temblorosas vacilaron al abrir la puerta. Gideon Clew salió y permaneció largo tiempo apoyado contra la pared. Un viejo enfermo por el fracaso. Se alegró de que nadie se le acercara.

La «Bellatrix», que avanzaba por el corredor flameante del pasaje, aún estaba en comunicación con nosotros por fotófono. Llegó una llamada particular para Gideon Clew, y Vance, nuestro operador, envió a un mozo a buscar al viejo.

—¿Una llamada para mí, ceñor? —ceceó atónito y excitado al entrar en la sala de fotofono. Debía ser la primera en cincuenta años.

Vance le hizo sentar delante de la pantalla de proyección, volvió a su aparato y sintonizó el tubo de comunicación. Las figuras geométricas de tonos brillantes que se veían en la pantalla se desvanecieron de pronto, y apareció el rostro de Tonia Andros.

¡Oh, abuelito! —gritó, con una voz temblorosa de gozo y alivio; y tanto se adelantó hacia él que quedó desenfocada.

Sonriendo para tranquilizarla, Gideon dijo:

—¿Qué ocurre, Tonia?

Vance y el otro operador no tenían más remedio que oír la conversación, pues sin sus continuos ajustes, la débil conexión por éter entre las naves se habría interrumpido en medio minuto. Pero aquellos dos no parecían advertirles.

La imagen de la niña se fijó de nuevo; se la veía desconcertada, los ojos redondos muy grandes y solemnes.

—¡Oh, abuelito! —le rogó. Siempre le había llamado así—. ¡Me siento tan sola! Hice que me dejaran hablar contigo. Quiero que vengas y estés a mi lado. ¿Querrás venir, por favor? Dijiste que vendrías cuando tu invento estuviera terminado. ¡Por favor, date prisa!

Gideon apretó las manos engarfiadas, y sus ojos azules cobraron nuevo brillo.

—No, Tonia —susurró—. Me temo… —se ahogaba y se detuvo. Las lágrimas corrían ya por sus mejillas, pero no hacía nada por detenerlas—. No, Tonia —gimió de nuevo—. Mi invento… nunca… eztará terminado. Y, Tonia…, tengo que irme.

—Pero ¡abuelito! —la voz sonaba turbada—. Tú me lo prometiste. ¡Tienes que venir!

—¡Tonia! —gritó él convulsamente—. Tonia, ¡lo cumpliré! A pesar de todo. ¡Iré por ti!

Ella se rió, feliz. Sin duda el operador de la nave le habló ahora, pues apartó la vista de la pantalla y luego la miró de nuevo.

—¡Adiós, abuelito! —gritó—. ¡Te estaré esperando!

—Adioz, Tonia —susurró Gideon Clew. Pero la conexión ya se había interrumpido, y sólo hablaba ante una pantalla vacía y negra.

Aún no había pasado una hora cuando la llamada para Vance sonó de nuevo y con urgencia.

Cuando logró fijar la imagen vio al operador de la «Bellatrix» en la pantalla. Y comprendió inmediatamente que había; ocurrido una tragedia. El hombre no llevaba la gorra, su rostro estaba tenso, los ojos desesperados. Vance advirtió también que llevaba el uniforme blanco desgarrado en el hombro, y que la manga, manchada de sangre, seguía goteando en el suelo.

Sus labios se movían nerviosamente, no podía hablar. Al parecer estaba demasiado aterrado para hacerlo.

—¡Tranquilícese! —le gritó Vance—. ¿Qué ocurre?

—¡Vengan! —gritó el otro con voz incoherente—. ¡Por el amor de Dios! ¡Han asesinado al capitán! ¡Vengan!

Vance oyó golpes en la puerta de la cámara de la «Bellatrix», y gritos más allá. El operador herido se volvió y miró en silencio a los tres hombres que la abrieron de golpe y entraron, todos portando agujas iónicas brillantes. El operador se puso en pie ante ellos tembloroso, impotente, la sangre cayéndole del brazo.

Vance reconoció inmediatamente al que los dirigía por un rasgo de su rostro descrito en muchos avisos y ofertas de recompensa. No tenía nariz, sólo una cicatriz azul dejada por los rayos en el lugar en que estuviera, con dos agujeritos en vez de las aletas nasales.

¡Skal Doon! ¡El pirata del espacio! ¡El «terror de la Nebulosa»!

—Llamando a las águilas, ¿eh? —preguntó bruscamente al operador. Su voz era fina y aguda. Vance tuvo la vaga impresión de que la había oído antes, aunque sabía que jamás había visto a Skal Doon—. Volviendo a los guardias contra Skal Doon, ¿no es cierto?

Su mano se crispó sobre la aguja iónica, la cual lanzó chispas azules. El operador alzó los brazos y giró en redondo con un grito. El rayo le había quemado el rostro, pero aún pasaron unos minutos horribles antes de que cayera muerto al suelo.

Skal Doon le observó hasta que no fue más que una masa temblorosa en el suelo. Luego miró a la pantalla y a Vance. Éste jamás podría olvidar sus ojos asombrosos. Eran grandes, de un castaño claro, tan suaves y amables como los de una mujer.

—De modo que tu amigo os llamó, ¿verdad? —chilló, dando una patada al cuerpo a sus pies—. ¡Pues tal vez hayas visto lo suficiente para adivinar lo que sucede a las águilas que atacan a Skal Doon!

El horror y las náuseas de Vance ante lo que acababa de presenciar debían ser evidentes. Los ojos suaves se rieron de él, la voz aguda hizo una broma grosera acerca de su estado. Luego, la aguja iónica se alzó de nuevo, despidiendo fuego azul, y la pantalla se obscureció.

Sólo entonces reconoció Vance la voz aguda: era la del hombre con la cabeza vendada y sentado en la silla de inválido, con el que él hablara en la «Bellatrix». El hombre que, ¡oh ironía!, le había hablado de Skal Doon.

Naturalmente la «Bellatrix» no era una nave de guerra. Su única arma era un gran tubo de torpedos que le había sido acoplado, lo que también resultaba irónico, como protección contra el mismo bucanero que se había apoderado de la nave.

Aunque el equipo de lucha de la estación era anticuado, y consistía únicamente en cuatro tubos de torpedo y el arco Sealby —que arrojaba un potente rayo eléctrico de los generadores—, fácilmente podíamos haber destruido la nave. Pero la destrucción no era nuestro propósito; teníamos que pensar en los cientos de pasajeros a bordo.

—Habremos de perseguirlos y capturar la nave —dijo Kempton a Hume en el puente— y ese tubo de torpedos nos dificultará mucho la tarea.

—Doon sabe jugar bien sus cartas —asintió Hume.

Incluso con los poderosos motores electrónicos de la estación, instalados para su batalla incesante contra la gravitación de la Estrella Muerta, no pudimos llegar: rápidamente hasta la nave de pasajeros. Transcurrieron diez horas antes de que comenzara la batalla. Después de la larga tensión de la espera, fue algo rápido y confuso.

Gideon Clew volvió corriendo y lleno de esperanzas a Kempton, poco después que se viera la «Bellatrix»…, un punto plateado que avanzaba entre los muros de llamas blancas de la Gran Nebulosa, la cola violeta y fluorescente de sus motores electrónicos tras ella.

—Capitán, ceñor, ¿Qué desea que haga en la batalla?

Había en sus ojos una ansiosa determinación, Pero Kempton le rechazó con impaciencia.

—Limítese a permanecer en su camarote, Clew. La tripulación está completa sin usted.

—Pero, ceñor —protestó—. ¡Tonia! ¡Debo ayudar a zalvarla! Ella…

—Abajo, Clew.

Sonrojado, el rostro repentinamente arrugado y abatido, los ojos brillantes, el viejo salió vacilante de la habitación.

Cuando la estación estuvo a su alcance Doon empezó a disparar. El primer cohete pudimos evitarlo mediante un brusco; cambio de rumbo. El segundo y tercero fueron detonados a distancia por la llama incandescente del arco Sealby.

Pero el cuarto se deslizó ante el rayo movedizo del arco, como una mota minúscula, una nave en miniatura cargada de muerte. Y dio en medio de nuestro casco. La estación se agitó, con un horrísono balanceo bajo la explosión. Fragmentos de su casco de acero y berilo penetraron en el interior con fuerza terrible. Y un instante después, nuestro precioso aire se escapaba por aquel desgarrón, y era enfriado por la expansión hasta que la nieve brilló en él.

Colin, el ingeniero jefe, había muerto instantáneamente alcanzado por una esquirla del casco. Hale, el segundo, corrió en seguida con dos ayudantes a reparar el agujero, cogiendo las planchas de metal y las unidades de escudo térmico que siempre colgaban dispuestas en el muro.

La tarea no era fácil. Uno de los ayudantes fue absorbido a través de la abertura, y por el aire que de allí salía, a una muerte horrible. Luego se lanzaron las placas sobre el orificio y pronto se detuvo el escape principal. Pero la sacudida había agitado todas las junturas del viejo casco. Aunque Hale y el otro ayudante hallaron y remendaron muchas roturas, el aire vital seguía escapándose de modo alarmante.

Así que, por algún tiempo, los generadores estuvieron abandonados por los que los atendían, y precisamente en el momento en que la potencia era más necesaria. La estación iba adelantando rápidamente a la «Bellatrix». En el puente, Kempton hizo una llamada urgente por el tubo de comunicación.

—¡Por el cielo, Colin! ¡Déme potencia para el arco Sealby! ¡Antes de que ellos puedan volver a cargar ese tubo!

Pero el ingeniero estaba muerto, y los miembros supervivientes del personal se hallaban enfrascados en la batalla desesperada para mantener la atmósfera esencial de la estación.

Sin embargo, los generadores se animaron de nuevo repentinamente y la lanza azulada de arco eléctrico estalló una vez más. Tocó el tubo de torpedos en el mismo centro, sobre el casco de la «Bellatrix». Y el tubo se fundió, se convirtió en un resto de metal arrugado.

Skal Doon, aunque privado así de su única arma ofensiva, no estaba aún derrotado. De nuevo hizo alarde de aquellos recursos que tan a menudo le habían salvado, de su osadía original, digna de un hombre mejor. La nave cambió deliberadamente de curso, giró en una curva alargada y se lanzó como el rayo hacia la Estrella Muerta.

—¡Va volando hacia la Estrella! —gritó Hume desalentado—. ¡Prefiere destrozarse antes que rendirse!

Con atención silenciosa, Kempton estudiaba el movimiento de aquella elipsoide plateada a través de sus instrumentos. Al fin los dejó a un lado y se volvió bruscamente al oficial.

—No, Skal es más listo que eso. Planea caer alrededor de la Estrella Muerta y volver desde allí.

—¿Alrededor? ¿Cómo…?

—La «Bellatrix» está en órbita parabólica, como la de un cometa. Bajará hacia la Estrella, seguirá una curva cerrada a su alrededor y se alejará de nuevo O así lo haría… si no estuviéramos aquí para impedirlo.

—¿Va a seguirle?

—Por supuesto. Correremos tras ellos y uniremos la nave a la estación con las anclas magnéticas. La «Bellatrix» no lleva armas. Si Skal no se rinde, le abriremos una válvula o penetraremos a través del casco.

Miró los barómetros y en su rostro se pintó la alarma.

—De todos modos, ese último disparo acabó con nosotros. Estamos perdidos a menos que subamos al «Bellatrix». La presión ya ha bajado dos libras. A este ritmo no tenemos aire ni para tres horas.

El casco plateado de la nave corría hacia la Estrella Muerta con los motores a toda potencia. Kempton gritó de nuevo, una y otra vez, en el tubo de comunicación pidiendo más potencia. Nadie le contestaba, pero los generadores siempre respondían.

La «Bellatrix» sólo estaba ahora unos kilómetros por delante. De pronto inició una confusa serie de maniobras para escapar a la estación, girando, volando en zig zag. Pero, más ligera y potente, la estación le seguía de cerca.

La nave se volvió al fin lanzándose directamente contra la estación, sin duda con la intención de estrellarse en ella y destruir ambas naves. Kempton gritó una orden vibrante, los generadores respondieron instantáneamente y la estación se apartó de su camino.

Otra orden y una pesada ancla magnética saltó catapultada hacia la nave que pasaba, arrastrando tras ella el cable. Dio en el casco de la nave, y quedó fija en él.

Como un pez de plata, la «Bellatrix» saltó y trató de escapar al cable que le sujetaba. Pero la estación, más pequeña, fue manejándola con destreza sin darle la oportunidad de volverse contra ella ni de romper el cable. Las naves seguían irremediablemente unidas mientras el cable giraba en su tambor.

El vapor púrpura y fluorescente de los motores de la nave de pasajeros quedó cortado al fin. Ahora las dos volaban, una a cada extremo del cable… cayendo rápidamente hacia el disco negro y manchado de rojo de la Estrella Muerta.

El aire de la estación, que seguía saliendo por sus junturas, iba haciéndose rápidamente irrespirable. Los hombres jadeaban y un soplo helado lo iba penetrando todo.

Kempton nos llamó entonces a la cubierta superior y dio la orden de que nos pusiéramos los trajes espaciales. Repartió agujas iónicas y otras armas, y ordenó que se dispusieran las hachas para cortar el casco de la nave, si era necesario.

—Colin —gritó por el tubo de órdenes—, traiga a sus hombres a cubierta. Vamos a abandonar la nave.

—No zoy Colin —ceceó una voz por el tubo.

—¿Quién es? ¿Clew? ¿Qué diablos…?

—Colin ha muerto, ceñor. Yo me he encargado de loz generadorez. Ece fue mi trabajo durante cuarenta añoz, ¿zabe? La voz de Kempton sonó extraña.

—Muy bien, Clew. Buen trabajo. Venga y póngase su traje espacial.

Cinco minutos después los once pasábamos entre las naves con los trajes inflados, que entorpecían nuestros movimientos, y cargados de armas. Un viaje de lo más pesado que imaginarse pueda. Once gigantes hinchados que avanzaban agarrados a un cable entre dos naves en el vacío. Como fondo, las corrientes llameantes de la Gran Nebulosa y el disco negro de la Estrella Muerta.

Entonces sucedió algo inesperado… y terrible.

La válvula principal de la «Bellatrix» se abrió de pronto y unas veinte figuras humanas salieron por ella. Supusimos al principio que los piratas salían estúpidamente de la nave para rechazar nuestro ataque. Pero aquellos hombres no llevaban trajes espaciales.

La ráfaga del aire los separó muy pronto de la nave para convertirlos, en el vacío del espacio, en monstruos extraños e hinchados. Pero lo más horrible es que no murieron inmediatamente. Pateando en el vacío, y sin poder respirar, se desgarraban la garganta, el rostro contraído por una agonía insoportable.

El atroz asesinato de unos pasajeros impotentes, pensamos la mayoría de nosotros. Tratamos de ir más aprisa, estimulados por la cólera, a fin de apoderarnos de la válvula antes de que pudieran cerrarla, abrirnos camino hacia el interior de la nave y vengar aquella salvajada.

Cosa extraña… y terrible. Nadie se opuso a nuestra entrada.

Cuando abrimos la válvula interior, Skal Doon solo y al parecer desarmado, se enfrentó a nosotros en la cubierta. Una sonrisita desconcertante cubría sus rasgos, y los ojos, de un castaño claro, eran burlones.

—¡Skal Doon! —le gritó Kempton—. ¡Habrá de responder por el cruel asesinato de esos inocentes pasajeros!

—Pero, mi querido señor —protestó el bucanero con su voz extrañamente aguda—, ésos eran mis propios hombres. ¡Con seguridad que no tendrá nada que oponer!

—¿Cómo? ¿Los pasajeros…?

—No han sido heridos, se lo aseguro. Están confinados y seguros en sus habitaciones. Lancé a mis hombres por la válvula como un acto de piedad.

—Explíquese. —Kempton le amenazaba con una aguja iónica.

Doon sonrió de nuevo, una sonrisa maliciosa, y dijo:

—Parece haber entendido mi plan, capitán, de caer en parábola en torno a la Estrella Muerta.

—Sí, un truco sencillo.

—Cuando vi que me seguía, capitán, supe que lo había entendido. Y, con la nave cogida por su cable, me convencí de que había perdido el juego. Me vi forzado a elegir otros medios de escapar. Por tanto, y a cierta distancia, cambié el curso de la «Bellatrix».

—¿Qué? —exigió Kempton—. ¿Qué hizo?

—Ya lo descubrirá, supongo. Y, para impedir que deshaga mi obra, también he estropeado los motores y originado un cortocircuito en los generadores, que se han quemado.

—Pero… la huida…

—Ya ha visto cómo huyeron mis hombres. Ahora voy a seguirles. Pero mis obras, como descubrirá, seguirán viviendo después de mí.

Las mandíbulas de Doon se contrajeron de pronto y algo estalló entre sus dientes. Sin dejar de sonreír escupió sangre y fragmentos de cristal.

—Adiós, capitán. Y buen viaje… ¡a la Estrella Muerta!

Saludó con ironía y cayó pesadamente de bruces.

En pocos minutos comprobamos lo que nos había dicho. Los pasajeros estaban encerrados abajo, sanos y salvos. La maquinaria estaba destrozada, sin posibilidad de reparaciones. Hume y Kempton subieron al puente de mando de la nave.

Descubrieron que la «Bellatrix» se lanzaba hacia la Estrella Muerta según un rumbo que acabaría en una catástrofe en llamas. Doon, comprendiendo su destino, había sacado la nave de la órbita parabólica dirigiéndola hacia aquel sol negro y titánico. Realmente su obra le sobreviviría.

Una mirada al gravescopio, o detector del campo de la gravedad, reveló a Hume que la condenación era inevitable. Ya la aguja corría hacia el fin de la escala. Ni siquiera con toda la potencia de sus motores, ahora inútiles, podría haber luchado la nave contra aquella atracción irresistible.

Tonia Andros, sana y salva, vino corriendo por cubierta en cuanto los pasajeros quedaron en libertad. Encontró a Gideon Clew y le echó los brazos al cuello. El viejo se inclinó a acariciarle el cabello, mirando sus ojos obscuros y llenos de dicha.

Entonces Hume volvió del puente de mando con la mala noticia de que caíamos hacia la Estrella Muerta; impotentes, condenados.

Gideon alzó a la niña en brazos y la retuvo apretadamente un instante. Luego, la dejó en el suelo.

—Adioz, Tonia —susurró—. Ce me olvidó una coza. He de volver un ratito a la eztación. El capitán Manners cuidará de ti. Corre ahora con él.

Empujó a la niña, que le miraba de una forma desconcertada y grave, y se apresuró hacia la válvula. Hume fue tras él y le preguntó:

—No vas a volver a bordo, ¿verdad, Clew? Es la muerte. ¡No hay aire!

El viejo se detuvo y sus ojos azules y sobrios miraron a la niñita de aire solemne y desconcertado.

—Cí —ceceó—. Debo ir. ¡Por ella!

Volvió a colocarse el traje espacial y Hume le dejó salir.

El aire en la estación era muy escaso cuando volvió Gideon Clew… y muy frío. Brillaba en los tubos de luz amarillenta con un resplandor helado. Gideon oía incluso el siseo sibilante del aire que se escapaba al vacío.

Dejó el traje espacial en la válvula. Su tubo de aire comprimido habría durado quizás una hora más, pero sus manos enguantadas no podrían hacer el trabajo delicado que se había propuesto.

Sin ese tubo de aire, le quedaba menos de una hora. Ya respiraba pesadamente cuando se dirigía al castillo de proa, jadeando por el ligero ejercicio de caminar. Y había tanto que hacer… llevar a su término un trabajo de cincuenta años.

El aire sintético siseaba ruidosamente escapando de los cilindros, tal vez con la misma velocidad con que salía de la nave. Los cilindros estarían vacíos en pocos minutos, y el frío, debido a la rápida expansión del aire que se escapaba, llenaría toda la nave, un frío que acabaría con los pulmones jadeantes de Gideon.

Durante un instante permaneció respirando con dificultad y temblando entre los complejos aparatos que llenaban su camarote, sintiendo el latir del corazón en la garganta. Las lágrimas acudieron a sus ojos a la vista de los instrumentos tan familiares. Hijos de sus años de trabajo, parecían vivos, íntimos.

No le importó. ¡Pero la Estrella Muerta no devoraría a su invento! ¡Ni a Tonia!

Con manos temblorosas inició la tarea. Primero quitó el gran tubo de vacío de su montura, y rompió el sello de aire. Cuando el aire helado de la habitación hubo entrado en él, soltó la base para examinar el daño sufrido al quemarse el tubo.

Los finos alambres del electrodo secundario estaban fundidos y eran como cuentas plateadas contra la rejilla catódica. Giró aquellas partes delicadas entre sus manos, viejas y temblorosas, y las estudió, tratando de averiguar qué defecto original había causado el desastre. Las examinó con toda paciencia.

Aun estando quieto, jadeaba al tratar de respirar. Le latía la cabeza. El frío total e inconcebible del espacio seguía entrando inexorable en la habitación; partículas de hielo danzaban ya en el aire. Gideon Clew tembló y, abstraído, se apretó más la chaqueta en torno a sus hombros ahora erguidos. Era un viejo impotente contra el frío y el vacío del espacio elemental, contra la gravitación implacable de la Estrella Muerta. Pero no tenía tiempo para desesperarse.

Al fin vio el defecto. El filamento debía haber sido más largo, y la parrilla un poco más retirada, y colocada de otro modo. Un simple cambio.

Encontró un rollo de alambre fino, y los instrumentos indispensables, e inició la reparación. No fue difícil. Lo más duro sería hacer de nuevo el vacío en el tubo. Era inútil si contenía aire, y ahora no tenía bomba, ni tiempo para usarla.

Encajadas las nuevas partes volvió a colocar la base del tubo y trató de resolver el problema de vaciarlo. Sabía un modo, difícil, peligroso… pero rápido.

En el menor tiempo posible, con unas manos ateridas y doloridas, selló una pieza de metal dentro del tubo. Luego tomó su taladro giratorio, le puso la punta más larga, y atacó el muro exterior del camarote.

Esa pared era el casco de acero y berilo de la estación. Más allá de sus doce centímetros de espesor estaba el vacío que necesitaba. Tembloroso, apoyó las manos en el instrumento. El frío le atravesaba. Le dolía espantosamente la cabeza, y le zumbaban los oídos. Empezó a salirle sangre de la nariz, gota tras gota, que se helaban en el suelo.

Vaciló ligeramente, pero siguió adelante con su tarea. El taladro vibraba y temblaba en sus manos, pero iba mordiendo lentamente el metal. El motor no desprendía mucho calor, pero aun ese poco resultaba grato a sus dedos rígidos, y lo apretaba cuanto podía.

Al fin consiguió pasar la punta. Lo retiró y el aire silbó agudamente por el agujero, saliendo al vacío del espacio, tal como había planeado. Encajó el extremo del tubo en el agujero, sujetándolo torpemente. Ahora, el vacío del espacio se llevaría el aire del tubo electrónico ya reparado.

Cerró los mandos y se fue a la sala del generador. En los corredores, el siseo había cesado. Los cilindros de aire estaban vacíos. La presión bajaba en la estación, y rápidamente. El viejo corazón de Gideon amenazaba de tal modo con estallar que se llevó una mano al pecho. Se ahogaba; era como si le extrajeran a la fuerza el aire de los pulmones. La cabeza se le iba, el pulso era un tambor en sus oídos. La sangre seguía cayéndole de la nariz, y quedaba fría y pegajosa en el rostro.

Su cuerpo era como un tronco. Cada movimiento suponía una batalla contra la inercia pesada. Cada esfuerzo quemaba el oxígeno vital, y aumentaba la tensión del corazón y los pulmones. Pero debía seguir… y poner en marcha los generadores.

Ahora, avanzando a cuatro patas, siguió por el corredor. Las manos parecían muertas, sin vida. No tenía sensación en ellas mientras rozaban el suelo de metal.

Ya no veía nada. La negrura había descendido sobre él, sólo cortada por unas llamas extrañas y escarlata. Estaba mareado y le precia sentir que la nave giraba y se hundía bajo sus pies. Como un autómata ciego, siguió avanzando. El rostro de Tonia Andros bailaba ante él, dulce e infantil, los ojos obscuros muy solemnes.

Cada tejido de su cuerpo torturado le gritaba: «¡Párate! ¡Párate! ¡Descansa! ¡Olvídalo!»

Así llegó al fin a la sala del generador. Con un esfuerzo infinito se levantó apoyándose en el panel de instrumentos. Allí quedó un instante jadeante y tembloroso, la sangre cayéndole de la nariz, pero tensando todos los átomos de su voluntad para ver.

Al fin la oscuridad se aclaró por un segundo, la cabeza dejó de latirle. Leyó los indicadores y, con unos dedos rígidos, pulsó los botones. Todos los procesos eran familiares y automáticos. ¡Si pudiera aguantar hasta llevarlo todo a cabo!

Cogió la palanca final con unas manos muertas y la bajó mientras él caía también.

Quedó jadeante en el suelo, la sangre corriendo de la nariz en un río escarlata y helado… pero escuchó el suave zumbido de los generadores y el gemir creciente de los transformadores.

Todos nosotros estuvimos silenciosos por algún tiempo en la «Bellatrix» cuando Hume nos dijo que Gideon Clew había vuelto a la estación. Pensábamos en su viejo rostro, con las mejillas escarlata y los ojos redondos y sobrios. En su fe y su optimismo. Todos lamentábamos no volver a oír su ceceo.

Pero pronto pensamos de nuevo, y febrilmente, en el peligro inmediato.

—Después de todo, es un modo bastante espléndido de morir —dijo Vance a Hume. Pero la voz le flaqueaba.

Habían vuelto juntos al puente de mando y, desde las portillas de observación, seguían mirando la maravilla incandescente de la Nebulosa, la Estrella Muerta prendida en sus fieros tentáculos, un disco negro y manchado de rojo que se iba haciendo cada vez más grande.

El casco estropeado y enrojecido por el óxido de la estación volaba junto a nosotros al extremo del cable, su obscura elipsoide silueteada contra los torbellinos llameantes de la Nebulosa. Hume la miró.

—Quizá —dijo con lenta deliberación—. Pero el viejo Clew… volviendo a trabajar en su máquina hasta el final…

Vance no contestó y ambos miraron la extraña majestuosidad que les envolvía. La Gran Nebulosa: masas furiosas y arremolinadas de fuego verde, llamas blancas, corrientes de condensaciones verdosas o manchadas; nubes cósmicas y llameantes que encerraban un sol negro y sin vida. Y la Estrella Muerta: un disco negro y ominoso contra la gloria incandescente. Sus manchas escarlata —mares de lava fundida, lo bastante grandes para tragarse a un planeta— nos miraban como ojos rojos y malignos.

Vance rió, ronca y nerviosamente.

—¿Cuándo? —preguntó.

Hume se volvió, encontró un astro-sextante en la mesa de los mapas. Se lo llevó a los ojos, leyó el diámetro aparente de la Estrella Muerta y trabajó unos segundos con su calculadora de bolsillo.

—Cinco horas.

Vance nada dijo, y ambos siguieron observando la negrura amenazadora, rojiza, de la Estrella Muerta. Unos minutos más tarde se pasó la lengua por los labios y añadió:

—La aceleración aumenta, naturalmente, a medida que nos acercamos. Sobre la superficie, su atracción será de más de una tonelada por cada libra de nuestro cuerpo, aunque no notaremos esa sensación, porque caeremos con ella. Y no nos dirigimos directamente al centro del disco. El impulso nos llevará un poco más allá y daremos en el otro lado…

Tras una larga pausa, Vance habló de nuevo:

—¡La pantalla antigravedad del viejo Clew! No me extraña que se volviera loco con ella mirando a la Estrella Muerta durante cincuenta años. Y sin duda soñando en algo así.

Se rió en voz alta, pero sin alegría.

Kempton reunió a los pasajeros, nerviosos y desconcertados, en el salón principal de la nave y les habló así:

—Estamos cayendo hacia la Estrella Muerta. Nada en el universo puede salvarnos. Nada, sino la interrupción de la ley de la gravedad. Pero el final no será doloroso. Nos convertiremos instantáneamente en gas incandescente. Les aconsejo que aprovechen lo mejor posible las pocas horas que nos quedan. Toda la nave está a su disposición. Aceptaré cualquier sugerencia de distracciones que me ofrezcan.

»Pero, si alguno de ustedes no cree poder soportar la tensión de la espera, hallará al cirujano del barco a su disposición en la enfermería, con anestesia indolora.

Se detuvo con un gesto que indicaba que había terminado. Los pasajeros se alejaron con el rostro pálido y se miraron unos a otros sin reconocerse, como si fueran extraños.

Tonia Andros recorría las cubiertas preguntando con voz desconcertada y temerosa dónde estaba Gideon, y por qué no volvía. Kempton la encontró y se la llevó con él al puente de mando. A través de las portillas de observación la niña vio la Estrella Muerta, un disco negro con manchas rojas que se hacía más y más grande entre los remolinos de llamas.

La niña tembló y se echó atrás.

—¡Es como un rostro con ojos brillantes y ansiosos…! —gritó.

Y, con gran solemnidad, exigió de Hume:

—¿Dónde está mi abuelito?

El oficial señaló a la estación, una masa de metal viejo entre los brazos llameantes de la Nebulosa.

—¡Pues vamos allá! —gritó la niña anhelante, muy abiertos los ojos—. ¡Quiero estar con mi abuelito!

Hume agitó la cabeza.

—Es inútil, Tonia. El aire estaba saliendo. Él… ya no volverá. Se ha… ido para siempre.

Apartó los ojos, y la niña se volvió desconcertada hacia las portillas.

—¡Mira! —gritó de pronto—. ¡Esa luz verde! ¿Qué es? ¿La ves? ¡Ahí! ¡Ahí!

Entonces Hume vio una luz verdosa y pálida que se extendía rápidamente sobre el casco ya destrozado de la estación como una película de aceite sobre el agua. Una luminiscencia verde corrió por el cable hasta la «Bellatrix», y un instante después su brillo cubría los marcos metálicos de las portillas de observación.

Entonces sonó el timbre del graviscopio, y Hume corrió al aparato. Vio que la aguja, que un momento antes casi había llegado al final de la escala debido a la terrible atracción de la Estrella Muerta, volvía a estar en cero. Maravillado, sin poder creerlo, contempló el instrumento. Luego se dirigió ansiosamente a Kempton.

—El viejo trataba todo ese tiempo de generar una pantalla iónica que reflejara la radiación de la gravedad. Ese resplandor verde es su pantalla… ¡Lo sé! ¡Y el graviscopio demuestra que nos hemos librado de todo campo gravitacional!

—Y yo… —murmuró Kempton—, yo pensé… que no era más que un viejo estúpido.

—¿Comprende lo que significa eso? —gritó Hume con ansiedad repentina y febril—. ¡Qué no vamos directamente hacia la Estrella Muerta, y que ahora ya no puede desviarnos de nuestro rumbo! ¡Volaremos a su lado! ¡Tendremos tiempo de hacer reparaciones, o de usar el fotófono para pedir ayuda!

Tonia Andros le miraba atenta, sus ojos redondos muy abiertos.

—Entonces, ¿está bien abuelito? —preguntó—. ¡Pues vamos allá a encontrarnos con él!

Agarró la mano de Kempton y le arrastró hacia la puerta.

—Sí, él está bien —dijo en voz baja el capitán—. Y, sí…, iremos.

★★★

La estación de la Estrella Muerta es, en mi opinión, el relato más adecuado para terminar este libro, porque vuelve al optimismo cósmico dominante en las primeras revistas de ciencia ficción. Aquí el hombre sigue siendo un héroe. Con todas las circunstancias en su contra, Gideon Clew utiliza la ciencia y la lógica para derrotar a la maldad humana y triunfar sobre un Universo hostil.

La ciencia ficción ha convertido a la conquista del espacio en su mito principal y heroico. Miles de escritores lo han seguido ampliando. Ed Hamilton, con sus historias de la Patrulla Interestelar. Olaf Stapledon con sus visiones de un espléndido futuro humano. Doc Smith e Isaac Asimov. Y en última instancia, en un nivel literario más elevado, Ursula LeGuin.

Yo creo que fue ese mito optimista lo que dio vida a nuestro programa espacial y puso al hombre en la Luna. Ziolkovsky, el pionero ruso, escribió ciencia ficción para promover los viajes espaciales. La Sociedad de Cohetes Espaciales Alemanes logró llamar la atención gracias a una película de ficción, de Fritz Lang, La mujer en la Luna. La Sociedad Espacial Americana surgió de un puñado de aficionados a la ciencia ficción. Willy Ley, el publicista más influyente en los vuelos espaciales en Alemania y Estados Unidos, halló su público más entusiasta en las revistas de ciencia ficción. Las ideas ya estaban lanzadas cuando el Congreso decidió conceder los fondos para llevar a cabo el proyecto.

Creo que aún necesitamos del mito, con toda su apasionada maravilla sobre el espléndido futuro del hombre. La ciencia ficción actual suele ser más sofisticada y estar mejor escrita que la mayoría de la ciencia ficción de la época en que yo empecé, pero, como insiste Sam Moskowitz, gran parte de ella ha perdido la antigua impresión de maravilla. Yo espero que en ocasiones logremos revivirla, y recuperar algo de la fe perdida en la raza humana.

El efecto de la ficción en la ciencia se ha exagerado mucho, por supuesto. Sin duda yo insistí demasiado en ese tema en aquel primer artículo: Ciencia ficción, faro de la ciencia. Pero los científicos sí leen y escriben ciencia ficción. Hace poco, en un estrado de conferencias, conocí a un físico que había estado en Los Álamos, en la década de 1940, diseñando bombas atómicas. Me quedé bastante desconcertado al oírle decir que, allá en la década de 1930, había estado leyendo mis historias sobre la Legión del Espacio y su arma definitiva, AKKA.

Éste es un ejemplo ambiguo, pero estoy convencido de que la ciencia ficción sí ha tenido una influencia auténtica en el modo de sentir de nuestra época. Siendo un optimista algo asustado, opino que la crisis de fe en nosotros mismos y en nuestro futuro ha ido demasiado lejos. Y no puedo por menos de pensar que los escritores tienen parte de culpa en el pesimismo exagerado de la generación de la ciencia ficción de la «nueva ola». Incluso me pregunto cuál será el efecto final de todas esas películas de horror, de muy bajo presupuesto, que terminan con esas palabras frías sobre «las cosas que el hombre no tenía por qué saber». Si esas películas baratas de tópicos distorsionados son responsables de nuestra pérdida de valor, habremos de estudiar el futuro con mucha más atención.

A despecho de la polución ambiental, a despecho de la demografía, a despecho de la proliferación de los arsenales nucleares, yo sigo creyendo que nuestra civilización tiene por lo menos una débil oportunidad de sobrevivir. Si afrontamos nuestros problemas con lógica y esperanza, en vez de rendirnos al pánico o a la desesperación, las oportunidades aún serían mejores. Yo creo que el mundo necesita todavía de la fe en el hombre y en sus esfuerzos expresada en La estación de la Estrella Muerta.

La historia pertenece a ese mito optimista de la futura grandeza del hombre en el espacio. No es que yo pensara en mitos o símbolos cuando la escribí, pero el antiguo sueño del gran futuro del hombre en el cosmos había cautivado mi imaginación. Trataba de humanizarlo, de trasladar esa idea maravillosa a una historia sobre gentes atractivas. La ciencia ficción casi siempre empieza con ideas abstractas, pero todo tipo de ficción debe llegar pronto a lo concreto mediante la percepción y la emoción. Tal vez Gideon Clew sea notable por su tecnología, pero yo le amé, le compadecí y le admiré como ser humano.

La antigua novela victoriana solía terminar con un epílogo en el que se explicaba qué había sido de los personajes una vez acabada la historia. Habiendo contado con detalle mí lucha diaria, quiero añadir al menos un párrafo como epílogo. Logré sobrevivir a la segunda guerra mundial como uno de los pocos escritores de ciencia ficción capaces de ganarse la vida con ella. Pero volví a la universidad hace veinte años, cuando escribía una tira de dibujos para el Sunday News de New York. De nuevo, como Isaac Asimov, tengo mi título de doctor en Filosofía, aunque yo lo obtuve una generación más tarde. Ahora, y durante la mayor parte del año, trabajo como profesor del departamento de inglés en la universidad del Este de Nuevo México. Disfruto mucho con mis estudiantes, y me siento afortunado porque me paguen por explicar literatura. Incluso se me permite enseñar ciencia ficción. Y me reservo los veranos para mis viajes y la redacción de libros.

En 1974, Blanche y yo fuimos hasta Afganistán, India y Sri Lanka. Después de casi medio siglo, y con veinticinco libros publicados, sigo escribiendo ciencia ficción. A veces solo, a veces en colaboración con Fred Pohl. La estrella más lejana es el último libro que he escrito con Fred. Los que ahora estoy escribiendo por mi cuenta incluyen El poder de la oscuridad y Hermano de los demonios, hermano de los dioses.

La selección de historias para este libro ha sido una tarea agradable. Creo que mi egolatría es tan grande como la de Isaac, aunque yo jamás he sabido demostrarla con su mismo encanto. Francamente, me he divertido mucho escribiendo acerca de mí mismo. Aquel «Williamson» aún sigue siendo un poco extraño para mí, un ser no del todo comprensible y difícil de creer, pero he disfrutado tratando de recordarle.

F I N