Sacó el bollo, ya rancio, del bolsillo del mono de trabajo. Era el último de los cuatro que compró en Fuerte Worth por seis peniques. Se proponía guardarlo para mañana…
El perro, tumbado a su lado, gimió y le lamió la mano.
A la débil luz de la luna que entraba por la puerta entreabierta del vagón, partió cuidadosamente el bollo en dos mitades.
—Mira, Tige, amigo, no es mucho, Pero seguro que mañana llegaremos a casa de tío Jethro.
El perro huesudo devoró de un solo bocado el trozo de pan. Lentamente, prolongando su dicha, el muchacho se comió su parte, masticando cada pedacito hasta que éste se convertía en un líquido dulzón en su boca.
El vagón se bamboleaba con bruscos vaivenes. El chico tenía molido el cuerpo, especialmente los hombros y caderas, por estar echado sobre el suelo de madera basta. A través de la puerta se oía el incesante estruendo de las ruedas, y un rayo blanco de luna se movía de un lado a otro pasando sobre los hombres harapientos que dormían en el vagón con la cabeza sobre montones de papel. Con el mono viejo, y una camisa azul muy fina, el cuerpo delgado del chico estaba helado. Se alegraba de tener a su lado el bulto caliente de Tige.
Un hombre gruñó y se puso en pie. Una cerilla iluminó por un instante su rostro agotado, sin afeitar, lanzando sombras vacilantes sobre los cuerpos inmóviles. Un olor a tabaco barato llenaba el vagón. El hombre cogió un polvoriento chaquetón, que había estado enrollado bajo la cabeza, se lo puso y pasó sobre los durmientes para ir a cerrar la puerta.
El rugir de las ruedas menguó un poco, pero siguió llenando el vagón, potente y constante.
Ahora, en la oscuridad, el chico se sintió un poco más abrigado. Dio la vuelta y se apretó contra el cuerpo de Tige. Intentó dormir, pero lamentaba no tener otro bollo. Se lamió los fragmentos del último de las comisuras de la boca.
El estruendo de las ruedas se hizo más lento y, al fin, cesó. El tren se había detenido. En el extraño silencio el chico escuchó claramente los ronquidos de los que dormían. El vagón inició la marcha de nuevo con una sacudida que hizo que su cuerpo dolorido resbalara contra las duras planchas del suelo, y se detuvo bruscamente otra vez.
La puerta se había abierto de par en par; el hombre del chaquetón miraba furtivamente al exterior.
—¡Despertaos, amigos! —gritó—. ¡Esos cerdos nos han desenganchado, y aquí no vamos a ninguna parte!
Los hombres se agitaron, bostezaron, gruñeron. Encendieron cerillas que apenas iluminaban el vagón, liaron cigarrillos y avanzaron hacia la puerta con sus hatillos de ropas.
El chico se dejó caer al suelo y cogió a Tige en brazos para bajarlo. Un aire helado le atravesó las finas ropas de algodón. A la débil luz de la luna, vio que el vagón estaba en una vía muerta, junto a otros también vacíos.
—Va a salir un tren más allá —dijo el hombre del chaquetón.
Se alejó, maldiciendo con voz agotada. El chico le siguió entre las filas de vagones llamando a Tige.
Vio el tren en otra vía, la luz potente de la máquina iluminando los palos de telégrafo y el edificio de la estación. Un hombre, con una linterna, pasaba junto a los vagones dispuestos.
—Un maldito vigilante —murmuró el del chaquetón—. Escóndete, ¡rápido!
Él y el muchacho retrocedieron entre dos vagones.
—Pero no conseguirá impedírmelo. Voy a ir en ese condenado cacharro hasta el fin. Y luego pienso comer. No he podido pararme a hacerlo desde que salí de K. C.
Hubo una pausa mientras ambos temblaban a la helada luz de la luna que caía sobre ellos entre los vagones. El hombre sacó la cabeza con cautela. Entonces preguntó al muchacho:
—¿Le espera a usted algún pariente?
—Diablos, no. Yo voy sacando lo que puedo.
Con cierta curiosidad el hombre miró el rostro orgulloso, delgado, infantil, pálido y sucio a la luz de la luna.
—¿Acaso no sabes pedir, chico?
El muchacho agitó la cabeza.
—Mira, es fácil. Tú pégate a mí y ya verás lo mucho que conseguimos en la próxima ciudad.
—Yo no soy un mendigo.
El perro apoyó su cabeza de suave pelaje contra la mano del chico y gimió. Él le miró rápidamente y le dio unos golpecitos en la piel aterciopelada.
—Tige y yo tenemos hambre —confesó—, pero no vamos a mendigar. Tenemos parientes.
Sus débiles hombros estaban muy rígidos cuando se volvió a mirar al hombre.
—No seas idiota, chico. En una hora podemos pedir o robar lo suficiente para que nos dure dos días. ¡Diablos, es fácil! Y no debes pasar hambre. Te debilitarás, y te caerás bajo las ruedas.
—No somos mendigos. Yo voy a casa de mi tío Jethro.
El hombre se echó a reír. De pronto sonó un silbato dos veces y el tren empezó a moverse.
—Esos hijos de perra han desenganchado todos los vagones vacíos —gruñó—. Tendremos que ir en el techo.
Y saltó a la parte trasera de un vagón cuando pasó a su lado.
Luego venía un vagón-tanque. El chico cogió a Tige en brazos y empezó a correr junto al tren. El perro parecía muy pesado, y el muchacho vacilaba bajo la carga.
—Espera, amigo, que ahora vendré por ti.
Subió los escalones al principio del vagón y volvió por la plancha estrecha hasta Tige. Se sentó en la escalera de mano, en el centro del vagón, dejando las piernas en el aire. Se aferró a un travesaño con una mano e, inclinándose, pasó el brazo en torno al perro.
Se sentía un poco desfallecido y mareado, pero apretó los dientes y alzó la barbilla.
—No somos mendigos, ¿verdad, amigo? —susurró al fin mirando al perro—. Supongo que él tenía razón en lo de que voy a pasar hambre. Y siento mucho que tú tengas que pasarte sin comida. Pero no puedo mendigar. Además, contamos con tío Jethro.
El tren iba ganando velocidad. El viento se hizo más fuerte. Su camisa había perdido la mayoría de los botones, y el viento le azotaba el cuerpo. Estaba mucho más helado que en el vagón.
El tren avanzaba con bruscas sacudidas. El traqueteo de las ruedas era como el clamor de mil martillos sobre un yunque.
Incesante, poderoso, terrible. Un aullido demoníaco y sin fin.
El borde negro del declive corría interminable a sus pies y se sucedían hileras de maleza. A veces las pavesas le caían encima. Cuando una se le metió en el ojo llegó a olvidarse del frío hasta que las lágrimas se la sacaron. El brazo con que se aferraba a la escalerilla estaba rígido y aterido, pero no se atrevía a moverse para librarse de aquel calambre mientras el tren corría en la noche. Podían caerse, y las ruedas inexorables estaban muy cerca.
Pasó una eternidad, y el chico seguía aferrado al frío hierro.
Lee Haskell provenía de una orgullosa familia. De su madre sólo conocía un rostro de labios muy apretados en una vieja fotografía. Él y su padre habían vivido siempre en solitaria independencia en su cabaña de pino en un lugar pedregoso. Lee no recordaba siquiera el tiempo en que había sido demasiado pequeño para ir con su padre a los campos de algodón.
Una raza orgullosa y solitaria. No pedían favores, y el destino no les había concedido ninguno. Durante el último año el padre de Lee había estado demasiado enfermo para ayudar en el campo, y el chico hizo tercamente cuanto pudo. Pero el algodón estaba a cinco centavos, y los gorgojos invadieron la cosecha. Su padre vendió la mejor parte, la mitad, y no pudo pagar los impuestos por el resto. Sin embargo, no quiso pedir un préstamo.
Aquella primavera aún estaba más débil. Lee se encargó por sí solo de la cosecha. Cuando apenas había empezado, Toby, la vieja mula, sufrió una caída cuando se metió en el campo de maíz verde de Jim Cole, y murió. Jim Cole, propietario de una rica granja, vino al día siguiente conduciendo un tiro de mulas grises. Encontró al padre de Lee sentado en una mecedora a la sombra del único melocotonero, junto a la cabaña.
—Lamento mucho la muerte de su mula, coronel. —Sin duda el orgullo del viejo le había ganado ese título, ya que jamás había hecho el servicio militar—. Coronel, voy a prestarle a Lee mi equipo para que recoja el algodón.
El viejo se enderezó muy rígido en la silla.
—Gracias, señor —dijo—, pero creo que podremos arreglárnoslas.
—Vaya, yo no voy a necesitarlas en una semana, coronel. Precisamente acabamos esta mañana.
—No pedimos nada a nadie, señor.
Jim Cole se rió.
—Ya sé que no me lo pidió, coronel, pero me alegraría prestarle este tiro de mulas.
—Gracias, señor. Pero no lo necesitamos.
Cuando Cole abandonó sus esfuerzos por prestarles el tiro y Se marchó, el viejo hizo salir a Lee de la cabaña donde había estado preparando la comida.
—¿Fuiste a pedir ayuda a Jim Cole, muchacho? —Su voz aguda era acusadora—. ¿Es que no tienes orgullo? ¡Mendigas! ¡Y a un maldito yanqui!
—No se lo pedí, papá. No he hablado una palabra con él desde que Toby murió.
—Me alegra saberlo, Lee, hijo mío. No somos unos pobretones blancos. Y supongo que podremos salir adelante sin pedir ayuda a nadie. Tú acaba de recoger el algodón, Lee. Y luego quita todas las malas hierbas que puedas con la azada. Y no pienses en mendigar.
Durante el verano, mientras Lee trabajaba afanosamente en el campo lleno de malas hierbas, el viejo hubo de ceder al fin y confinarse en el lecho. Un día de calor agobiante, cuando el muchacho volvía del campo, con la azada al hombro, encontró a la señora Cole de pie en la puerta de la cabaña. Una mujer alta, enérgica y jovial, siempre le había gustado a Lee. Llevaba colgado del brazo un cesto con una jarra de leche, panes blancos y un cazo de mantequilla recién hecha.
—Está enfermo, coronel Haskell —decía—. Le aseguro que las tortas de maíz y la carne salada no es lo más adecuado para usted. Su estómago ya no está tan fuerte como antes. Y exige una comida más ligera.
El padre de Lee estaba incorporado en el viejo lecho metálico.
—Gracias, señora —dijo—, pero creo que Lee y yo podemos cuidarnos solos. No somos mendigos.
Tres semanas más tarde había muerto.
Lee recordaba el grupo de gentes chismosas que estuvieron sentadas toda la noche en torno al cadáver mientras detrás de la cabaña sonaban los martillazos de los que construían el ataúd de pino. Y también recordaba al que llegara con el sheriff a reclamar el resto de la granja por los impuestos.
La señora Cole vino de nuevo y quiso que Lee se fuera a casa con ella.
—Sé que eres un buen chico, Lee —dijo—. Jim y yo queremos que vengas a vivir con nosotros. Seremos buenos contigo. No tendrás que trabajar tanto, y dispondrás de tiempo para ir a la escuela. Jim y yo siempre deseamos un hijo.
Lee estaba de pie ante ella con lágrimas en los ojos y la señora Cole le atrajo hacia sí y oprimió su cuerpecito tembloroso contra su suave seno. Pero él rechazó fieramente sus brazos, con la barbilla alta y los puños apretados.
—Puedo cuidarme solo —dijo ahogadamente—, y también de Tige. No somos mendigos.
—Pero, cariño, Jim y yo te queremos. Y no tienes a nadie en el mundo a quien acudir.
—Sí, tengo familia —tartamudeó Lee—. Tengo a mi tío Jethro.
—¿Tu tío? ¿Dónde vive, hijo?
—Papá siempre dijo que estaba en Denver. Se fue allí el año en que nací yo. Es empapelador.
—Pero, cielo, ¿sabe él que vas a ir?
—No, señora, no hemos vuelto a saber de él desde que se fue. Papá siempre esperaba una carta. Pero me dijo que sabía que tío Jethro se había ido a Denver.
Los suaves brazos de la mujer le rodearon de nuevo. Lee comprendió que también ella lloraba, y sintió un extraño consuelo.
—Debes venir y quedarte con Jim y conmigo hasta que le encontremos.
Lee había oído hablar a los recogedores de algodón de sus viajes en los trenes de mercancías. Esa noche se marchó.
Llegó el amanecer. Una luminosidad blanquecina que fue anulando lentamente el resplandor de los astros de la noche. El tren seguía su avance entre sacudidas, y la luz gris no le daba calor.
Lee estaba medio dormido.
No podía relajarse. No se atrevía a soltar la mano de la escalerilla, ni a retirar el brazo que sostenía a Tige contra él. Las ruedas estrepitosas estaban tan cerca… Intentó mantener los ojos abiertos, pero los párpados se le caían. Bostezó una y otra vez.
En ocasiones, en el mismo borde del sueño, tenía unos ramalazos de conciencia. Y entonces pensaba que había estado toda la vida en aquel vagón, que el golpeteo interminable del acero contra el acero no terminaría nunca.
El Sol empezó a caldearlo débilmente. El frío se fue retirando poco a poco de sus hombros, pero aún estaban rígidos, y tenía calambres.
Sin embargo luchó contra el deseo de dormir y, aunque de vez en cuando se balanceaba hacia atrás y adelante, rebasando el borde del vagón, se despertaba instantáneamente, alarmado por la amenaza del estrepitoso acero.
El tren seguía avanzando.
El Sol estaba en lo alto, y Lee caliente al fin, cuando menguó la marcha. Vio que entraban en un valle, entre colinas desnudas. El deseo de dormir casi le había abandonado; sólo tenía hambre. Miró ansiosamente la ciudad, allá delante.
Ya empezaban a saltar hombres del tren. Esperó a que éste redujera aún más la marcha y entonces se lanzó. Se había propuesto aterrizar sobre sus pies, pero vaciló y cayó entre las hierbas. Era extraño lo muy débil y agotado que se sentía, cuando no tenía tanta hambre como la víspera. Estaba mareado, y casi le parecía que se arrastraba en vez de caminar.
Tige ladró, saltó del vagón y corrió hacia él. Bostezó, soltó un débil gemido y le lamió la mano.
—Ojalá tuviera algo para ti…, a…, amigo —tartamudeó Lee—. Pero no puedo mendigar. ¡No puedo de ninguna manera!
En un espacio abierto y cubierto de hierba se acercó a tres hombres de mal aspecto reunidos junto a una hoguera. Uno cortaba col y patatas en un cubo de lata muy sucio, pero el aroma del café hizo que la cabeza le diera vueltas.
—Por favor, señor —dijo Lee al que alzó la cabeza para mirarle—, ¿Es esto Denver? Busco a mi tío Jethro. —Y añadió a toda prisa—: Su nombre es Jethro Wade.
El hombre sin afeitar le miró detenidamente y sonrió.
—¡Diablos, no, muchacho! Esto es Trinidad. Sin embargo, puedes llegar a Denver esta noche. Sólo tienes que cruzar el río Grande, allá, al otro extremo. El barco llegará dentro de una hora.
Y señaló con el pulgar.
Lee vaciló sobre sus pies y se mordió los labios.
—¿No…, no estará bromeando, señor? ¡He viajado tantas horas en el borde de un vagón-tanque! ¿No me dirá de verdad que esto no es Denver?
El viejo inició una sonrisa, pero luego apartó la vista rápidamente.
—De verdad, chico. Pero puedes llegar allí hoy mismo. Será mejor que te sientes y tomes un bocado con nosotros.
—Muy agradecido, señor —dijo Lee cansadamente—, pero hemos de continuar.
Se volvió con rigidez. Tige se acercó gimiendo al hombre junto al fuego.
—¿Tienes hambre, perrito?
—¡Aquí, Tige, ven aquí! —llamó el muchacho con firmeza—. No somos…
Se le quebró la voz y se alejó a toda prisa; el perro le siguió de mala gana.
—¿Cómo lo conseguirás, muchacho? —oyó que le decían.
Era el hombre del chaquetón, de un verde sucio a la luz del día.
—Voy a buscar el modo de subir al tren de nuevo.
—¿Has comido algo?
—No. Voy a Denver, a casa de mi tío Jethro.
El hombre se acercó a Lee.
—¡Vaya, chico, estás agotado! Ven conmigo. Pediremos limosna y comeremos.
—Yo no voy a mendigar —afirmó Lee—. No cuando tengo parientes a los que acudir.
—Amiguito, estás muerto de hambre. Tienes que comer.
El muchacho apartó tercamente la vista.
—Bien, de todos modos, adelante. El tren sale por aquí.
Pasaron delante de un café. Lee vio a unos hombres sentados ante el mostrador y oyó ruido de platos. Apartó la mirada y pasó a toda prisa. El hombre del chaquetón verde fue rezagándose. La fragancia suave del pan recién cocido despertaba en Lee un anhelo intolerable. Se detuvo y miró atrás.
El camión de una panadería se había detenido delante del café y el conductor bajaba de él. El viejo le habló.
—Seguro, amigo —dijo el conductor—. Tengo mucho pan duro. Y bollos también.
Del camión sacó una hogaza de pan y un paquete de bollos de canela. El hombre sin afeitar se quedó mirando su tesoro con satisfacción visible.
—Pídele algo cuando salga, chico —le aconsejó—. Tiene mucho más. ¡Demonios, que estás muerto de hambre! No llegarás a Denver si no comes. Te caerás del tren.
El olor delicioso del pan recién hecho flotaba en torno a Lee. Tragó saliva y dio un paso inseguro hacia la puerta del café. Luego apretó los puños y se metió las manos en los bolsillos del mono.
—No soy un mendigo —murmuró—. No mientras tenga parientes.
Volvió a las vías y caminó vacilante por ellas hasta llegar al vagón de cola del tren estacionado. Avanzó hacia la máquina que soltaba vapor a lo lejos, buscando un vagón vacío en el que poder tumbarse. No se sentía capaz de ir agarrado en el exterior otra vez. Pero todos los vagones estaban cerrados.
Un tipo rudo cayó sobre él.
—¡Eh, tú, lárgate inmediatamente de aquí! ¡Ya puedes estar seguro de que no vas a subir a este tren!
Lee salió corriendo y el otro le siguió. Llegaron hasta donde había más hombres esperando, y el vigilante los hizo alejarse a todos de las vías, hasta que al fin se sentaron, agotados.
La máquina soltó dos pitidos e inició laboriosamente la marcha.
De pronto apareció junto a Lee el hombre del chaquetón verde, sosteniendo un bollo de canela, tentador y fragante.
—Mira, chico, coge éste. ¡Qué no podrás saltar al tren sin llevar algo en las tripas!
Su mano se movió involuntariamente hacia el pan, y sintió que la boca se le llenaba de saliva. Luego, alteró el movimiento, se dejó caer en el suelo y ocultó el rostro entre las rodillas.
—No… —sollozó—. ¡No seré un mendigo!
Los hombres sucios y harapientos ya se ponían en pie, atándose los hatillos de ropa al cuerpo y maldiciendo entre dientes al vigilante.
El tren venía rugiendo. Todos se adelantaron, corriendo muy separados unos de otros junto a los vagones, y saltando a las escalerillas.
Lee se sentía mareado cuando se incorporó al fin, y aguardó a que la cabeza se le despejara un poco. Ya se habían ido todos cuando cogió a Tige en brazos y avanzó vacilante hacia los vagones que pasaban a gran velocidad.
Llegó un vagón-tanque, y puso al perro sobre la plancha. El extremo del vagón pasó junto a él con una sacudida. Intentó correr y aferrarse a la escalerilla. Pero se movía demasiado de prisa. Ya le habían aconsejado que no se cogiera al extremo de un vagón en marcha, pero no quería dejar a Tige.
El mundo se le hizo de pronto gris, todo empezó a dar vueltas, y una lasitud deliciosa y desconocida le inundó. No supo nunca que el pie le había fallado al saltar al escalón, y apenas sintió el brusco tirón del hierro al soltarse de sus manos. Por un instante, y muy cerca, vio el cruel acero brillante, y las grandes ruedas rugiendo…
Tige saltó aullando del vagón. Cayó rodando sobre las hierbas, corrió hacia atrás y se quedó gimiendo junto a las vías hasta que el tren hubo desaparecido con su estruendo…
★★★
Los tiempos eran aún muy difíciles cuando desde la universidad regresé a casa en el verano de 1933. «Weird Tales» había empezado a imprimir episodios de Sangre dorada, pero la depresión había cerrado su banco de Indianápolis, y mis cheques llegaban con gran retraso. Aún debía cuarenta dólares a la universidad por cama y alojamiento. Todo mi activo consistía en unos seis dólares en efectivo y la idea para una nueva novela.
En su clase de Grandes Obras, el doctor St. Claire nos había explicado que el novelista polaco Sienkiewicz tomó los personajes de los mosqueteros de Dumas y el sir John Falstaff, de Shakespeare, para una serie de novelas históricas. Yo pensé que el mismo truco funcionaría en la ciencia ficción.
Los tres mosqueteros me había encantado, pero sentía ciertas reservas con respecto a Shakespeare. Lo que hice fue hojear con cautela una obra sobre Enrique IV, leer los discursos de Falstaff, y saltarme el resto. Así descubrí la chispa vital para el viejo veterano gordo de la Legión del Espacio al que llamé Giles Habibula.
Insistiendo todavía en escribir para «Argosy», dividí la historia en seis partes y la redacté a toda prisa. En verano escribía un capítulo por la mañana y otro por la tarde. El primer episodio me llevó tres semanas, y ya tenía redactados otros tres antes de enviarlo a «Argosy».
Para ese momento había recibido un cheque, de modo que decidí pasar con mi hermano menor Jim otras vacaciones económicas. Él arregló un viejo modelo Ford y construyó una caja tras el asiento para nuestro equipo. Acampando en el desierto y durmiendo bajo una tienda —que es el mejor modo de ver las estrellas— visitamos a amigos rancheros y a parientes por todo Nuevo México y Arizona, y estuvimos en el nuevo rancho de nuestro tío Stewart, en las montañas al sur de la frontera. Un día bajamos por el camino del Ángel Brillante hasta el fondo del Gran Cañón, y al siguiente subimos al cráter del Meteoro.
Para cuando volvimos a casa, «Argosy» me había devuelto La legión del espacio, si bien los editores decían en su carta que estaban casi decididos a aceptarla. Tal vez había chocado yo con una política de la que supe posteriormente: las historias habían de ser mutuamente consistentes. Mis legionarios habían destruido la Luna con su arma definitiva, y supongo que los editores deseaban salvarla para otros autores.
Puesto que he mencionado tantos rechazos por parte de «Argosy», debo decir aquí que al fin vendí a la revista varias novelas cortas, aunque para este momento la noble «pulp» de ficción había caído en desgracia, y el índice de la paga era sólo de centavo y cuarto por palabra.
Si bien el fracaso de mi novela sobre la Legión fue un golpe muy duro, las noticias de ese verano no fueron malas en general. Una carta de puño y letra de Desmond Hall me pedía nuevos relatos para «Astounding», ahora en manos de Street and Smith, una firma editorial más fuerte y más antigua que Clayton, aunque no tan generosa.
El nuevo editor de «Astounding» era F. Orlin Tremaine, hombre muy capaz y emprendedor, al que le faltaba, sin embargo, el ambiente científico y el verbo creativo que John Campbell aportara a la revista pocos años más tarde. Al principio sólo quería relatos cortos, pero cuando se decidió a publicar un serial, pude ofrecerle de inmediato La legión del espacio. Me la compró ese invierno por seiscientos dólares, a centavo la palabra, y la publicó en 1934. A los lectores pareció gustarles. Una encuesta entre los admiradores, pocos años más tarde, demostró que Giles Habibula había sido el personaje más popular aparecido en la revista.
La estación de la Estrella Muerta, que viene a continuación, fue la primera de las muchas que vendí a Street and Smith. Me pagaron por ella ochenta dólares, sólo la mitad de lo que habría pagado Clayton, pero era buen dinero en aquel año tan difícil. Se publicó en el segundo ejemplar de la nueva etapa de «Astounding», en noviembre de 1933.
Ésta es otra historia en la que la ciencia todavía parece razonablemente buena, incluso después de cuarenta años. Esa teoría de las ondas de gravedad supongo que es un poco más respetable ahora que en 1932, y la Estrella Muerta en sí era una vaga anticipación de las estrellas de neutrones de la astronomía de hoy: la caída orbital en torno anuncia el argumento de mi propia historia de estrellas de neutrones, Operación Gravedad, que se publicó en 1935 en «Science Fiction Plus», de Gernsback, su última aventura en este campo.