Salvamento en el espacio

Su «planeta» era el más pequeño del sistema solar y el más sólido, pensaba Thad Alien mientras trataba de desentumecer sus miembros dentro del enorme e inflado traje espacial Osprey. Caminando con dificultad debido a las botas magnéticas que le retenían sobre la masa negra de hierro meteorítico, montó una proyección y permaneció inmóvil, mirando tristemente por los paneles de visión del casco que le cubría la cabeza al oscuro misterio del vacío.

El soldador de arco le colgaba del cinturón, el electrodo todavía de un rojo brillante. Acababa de asegurar a esta masa de hierro, lentamente acumulada, su descubrimiento más reciente: un meteorito del tamaño de su cabeza.

Durante cinco semanas de penoso esfuerzo había trabajado a fin de recoger aquel terrón de metal rugoso, una masa de unos tres metros de diámetro compuesta por centenares de fragmentos que él había capturado y soldado. No había tenido demasiada suerte. Todos los descubrimientos eran lamentablemente pequeños: el análisis del espectro había revelado que el contenido de metales preciosos era ínfimo, lo que resultaba descorazonador.

Al otro lado de la pequeña esfera con su promesa de tesoros, tan duramente conseguida, el propulsor atómico Millen seguía lanzando llamas azules, incandescentes, por su válvula. Un mecanismo sencillo que, unido al primer fragmento de buen tamaño capturado por él, arrastraba la bola de hierro por el espacio.

A través de las suelas magnéticas de sus botas aislantes, Thad sentía la vibración de la masa de hierro bajo el impulso regular del propulsor. Pensaba que la provisión de cápsulas de combustible de uranita estaba ya casi agotada. Pronto tendría que regresar a Marte.

Volver. Pero ¿cómo hacerlo, habiendo logrado tan exiguos resultados con sus esfuerzos? La explotación de esas minas de meteoros es algo muy raro. Tenía pendiente una cuenta en Millen y en Helion, Marte, de uranita y provisiones. Y aún había de pagar el último plazo de su traje Osprey. ¿Cómo podría iniciar de nuevo su trabajo si volvía con sólo esta bola de metal? Había hombres que recogían mil toneladas en un mes. ¿Por qué no había de sonreírle la fortuna alguna vez?

Conocía hombres que habían hecho hallazgos fantásticos, capturado planetoides enteros de ricos metales. Y sabía también de hombres agotados, de blancos cabellos, que se habían enfrentado a los peligros del vacío, el frío absoluto y los meteoros durante muchos años, y aún seguían esperando.

Pero alguna vez habría de sonreírle la fortuna y entonces…

De nuevo se entregó a su sueño. Una torre de metal blanco entre las colinas bajas y rojizas cerca de Helion. Una torre esbelta, graciosa y argentada, que se alzaba en un jardín fragante de arbustos marcianos en flor, de colores púrpura y azafranado. Y una muchacha que le esperaba en la puerta de plata… una muchacha esbelta, vestida de blanco, con ojos azules y hermosos cabellos castaños.

Thad había visto muchas veces la torre blanca en sus excursiones por las colinas que rodeaban a Helion. Incluso se había atrevido a preguntar si estaba en venta. Sólo para descubrir que el precio era una suma que él jamás conseguiría reunir por muchos años que se dedicara a su peligrosa profesión. Pero la muchacha de blanco seguía siendo un hermoso sueño…

La inmensidad desconocida del espacio interplanetario, y su sombrío misterio, le oprimían como un océano desierto y sin límites. El Sol era un disco blanco diminuto a su derecha, entre sus coronas de nubes rosadas; su Tierra; nativa un punto verde y brillante suspendido en el abismo oscuro; Marte, más cerca, más pequeño, una mancha ocre sobre aquel Sol empequeñecido. Y por encima de él, a sus pies, en todas direcciones, el abismo, la negrura, el vacío. El oscuro infinito salpicado de estrellas lejanas y frías.

Thad estaba solo, completamente solo. No había nadie a su vista en la inmensidad total del espacio. Ni se veía tampoco la mano del hombre, a no ser en los pocos instrumentos de su oficio peligroso, y en la brillante y pequeña nave a propulsión unida al hierro negro del meteorito. Era terrible pensar que el ser humano más próximo debía estar a muchos millones de kilómetros.

En sus primeros viajes la soledad le había resultado casi insoportable. Ahora se estaba acostumbrando a ella. Al menos ya no temía volverse loco. Pero, a veces…

Se estremeció y habló en voz alta. Su voz sonaba a hueco en el enorme casco metálico.

—Ánimo, viejo. Estás en buena compañía cuando te encuentras solo, como mi padre solía decir. De todas formas estaré de regreso en Helion dentro de un par de semanas. Visitaré de nuevo a Dan y a Chuck, y al resto del grupo, en Comes. ¡Cuánto me gustará celebrar un amistoso encuentro de boxeo con Mason o asistir una tarde al teatro televisado!

»¡Aire fresco, en vez de este sustituto sintético! ¡Comida auténtica, en lugar de estos concentrados sin sabor alguno! ¡Y un baño caliente, después de tanto cubrirme de grasa!

»Esto es demasiado aburrido. La vida… —se interrumpió y apretó los dientes.

No valía la pena pensar en tales cosas. Sólo le deprimía más aún. Y, de todas formas, ¿quién podía asegurar que no le haría pedazos un meteoro antes de su regreso?

Retiró la mano derecha por el interior de la amplia manga de su traje espacial y fue a rebuscar en un bolsillo sobre el pecho; sacó un cigarrillo y lo encendió. El humo giró en el interior del casco, siendo eliminado inmediatamente por los filtros de aire.

—Muy convenientes estos trajes —murmuró—. Comida, cigarrillos, generador de agua, todo a tu alcance. Y muy caros también. ¡Será mejor que siga buscando metales con qué pagarlo!

Se colocó en una mejor posición y empezó a examinar el espacio a la búsqueda del débil brillo del Sol en algún fragmento de meteoro que valiera la pena capturar por su contenido de metales preciosos. Durante una hora registró el abismo negro cubierto de estrellas mientras la pequeña nave a propulsión seguía arrastrándole hacia adelante.

—¡Ahí veo algo! —gritó de pronto. Y sonrió.

Ante él había una mota todavía diminuta y brillante que giraba entre las estrellas. La miró intensamente, respirando nervioso dentro del casco.

Siempre se emocionaba al ver algo brillante en movimiento.

¡Qué tesoros le prometía! A primera vista era imposible determinar el tamaño, la distancia, o su velocidad. Podía tratarse de diez mil toneladas de rico metal. ¡Una fortuna! Pero probablemente resultaría ser una masa de piedra que no valdría la pena recoger. Incluso podía ser algo grande y valioso, pero que se trasladara a tal velocidad que él no pudiera adelantarlo con la fuerza de su diminuta nave Millen.

Estudió con sus ojos experimentados la delgada mancha mientras se sucedían los minutos; unos ojos menos entrenados jamás la habrían distinguido entre las estrellas flameantes. Por su aparente índice de velocidad y por su lento aumento de brillo, calculó su tamaño y la distancia que les separaba.

—Debe ser…, debe ser bastante grande —dijo al fin en voz alta—. Cien toneladas, ¡apuesto el casco! Pero va muy de prisa. Habré de forzar al máximo mi pequeña nave para vencerle.

Volvió a la nave, cambió el ángulo de las válvulas de explosión a fin de que le llevara directamente al camino del objeto que corría ante él, llenó de nuevo el depósito con las pequeñas bombas de uranita, que pasaban automáticamente a la cámara de combustión, y aumentó la velocidad de las explosiones.

Las llamas azules se hicieron más largas tras el orificio incandescente de la válvula. Aumentó la vibración de la esfera de metal. Thad salió de nuevo de la nave y regresó al punto desde el cual veía mejor el objeto ante él.

Estaba ahora más cerca, y avanzaba en dirección oblicua a su trayectoria. ¿Tendría tiempo de capturarlo cuando pasara, o se le escaparía y desvanecería en la oscuridad sin límites del espacio antes de que su pequeña nave pudiera comprobar el impulso de la bola de metal?

Atisbo el objeto cuando estuvo más cerca.

Su superficie parecía extraordinariamente brillante, plateada. No era el brillo apagado del hierro meteórico. Y era más grande y estaba más distante de lo que creyera al principio. También su forma parecía curiosamente regular, elipsoide. No era una simple masa de metal.

Sus esperanzas se hundieron, pero para renacer inmediatamente. Aunque no fuera la masa de rico metal con la que había soñado, podía ser algo igualmente valioso… y más interesante.

Volvió a la nave, ajustó el ángulo de propulsión de nuevo y avanzó ligeramente el tiempo de disparo, incluso a riesgo de una explosión ruinosa.

Cuando volvió al punto desde el que podía distinguir el objeto que corría ante él, comprobó que se trataba de una nave. Una nave voladora de un verde plateado.

Aquello fue un duro golpe para sus sueños. Los oficiales de las naves interplanetarias no apreciaban demasiado a los mineros de meteoros, afirmando que las masas de metal recogidas por ellos, casi siempre inútiles, suponían una amenaza para la navegación. Thad no podía esperar de la nave más que el aviso, mediante el heliógrafo, de que se quitara de en medio.

Pero ¿cómo había venido a parar aquí una nave, entre el peligroso cinturón de meteoritos que giraban al azar? Muchas de ellas habían quedado destruidas por la colisión con un asteroide en las épocas anteriores al estudio minucioso de aquellas masas que hoy figuraban en los mapas.

Las vías de navegación utilizadas con mayor frecuencia entre la Tierra, Marte, Venus y Mercurio estaban, naturalmente, muy alejadas de las órbitas de los asteroides. Y las pocas naves que iban a las lunas de Júpiter evitaban esas órbitas volando a millones de kilómetros sobre su plano.

¿Podía tratarse de la legendaria nave verde, de la que se había dicho en otro tiempo que había aparecido y, abriéndose de modo misterioso, había atraído al interior de su casco a varias naves primitivas de aquella época, desapareciendo luego para siempre en la remota amplitud del espacio? Absurdo, por supuesto. Thad rechazó la fantasía legendaria y examinó la nave aún con mayor intensidad.

Entonces vio que daba vueltas sin parar, muy lentamente. Eso significaba que sus giróstatos se habían detenido, que estaba impotente, que navegaba al azar, incapaz de evitar el choque con las piedras meteóricas. ¿Se habría metido por descuido en el cinturón de meteoros, siendo alcanzada antes de que pudiera advertir el peligro? ¿Sería una nave abandonada, o con todos sus tripulantes muertos a bordo?

Thad se dijo que la maquinaria de la nave estaba totalmente estropeada, o bien no había nadie de guardia. Pues los controles de una nave interplanetaria moderna son tan sencillos y casi automáticos que un solo hombre en el puente es capaz de mantenerla en su curso.

Pensó que tal vez un meteorito había desgarrado el casco, dejando escapar el aire del interior con tal rapidez que toda la tripulación había muerto de asfixia antes de poder repararlo. Pero eso parecía imposible, ya que la nave debía estar dividida en varios compartimentos estancos por medio de mamparas herméticas.

¿Habría sido abandonada la nave por alguna razón? Tal vez se habría amotinado la tripulación saliendo de ella por sus tubos de respiración. Quizá la habían saqueado los piratas, dejándola a la deriva. Pero, tal como funcionaba ahora la policía espacial, la piratería y los amotinamientos eran raros.

Thad vio que las luces de navegación estaban apagadas. Encontró el espejo de señales de heliógrafo a su lado, lo enfocó hacia la nave y lo hizo funcionar rápidamente. Aguardó; repitió la llamada. No hubo respuesta.

Indudablemente la nave estaba abandonada. ¿Podría abordarla y llevársela a Marte? Según la ley, tenía el deber de ayudar a una nave impotente, o al menos de tratar de salvar las vidas en peligro a bordo. Y el premio por el salvamento, si la nave estaba desierta y él la llevaba sana y salva a puerto, sería la mitad de su valor.

No era una recompensa pequeña. ¡La mitad del valor de la nave y el cargamento! Más de lo que podría ganar en años con su oficio de minero en el cinturón de los meteoros.

Con renovada ansiedad calculó el movimiento de avance de la brillante nave. Muy pronto pasaría por delante de él. Ya no había tiempo para especulaciones. Todavía no estaba seguro de si se acercaría lo suficiente para poder echarle un cable.

Rápidamente se soltó del cinturón el aparato que utilizaba para capturar meteoros. Un electromagneto poderoso, unido a un alambre fino pero muy resistente, y que arrojaba con un arma en forma de hélice. Fijó el tambor en el que estaba enrollado el alambre sobre el metal a sus pies, y unió el ancla magnética, preguntándose si aguantaría el terrible tirón cuando se tensara el alambre.

Colocándose la hélice sobre el hombro apuntó hacia el vacío, muy por delante de la nave, y quedó esperando el momento exacto de apretar el botón. Ahora el esbelto perfil de la nave estaba sólo a un kilómetro y medio y brillaba al sol. No veía destrozos en su casco pulido, sólo una fila obscura de ventanillas circulares. No estaba dañada en absoluto.

Leyó su nombre, en grandes letras negras: «Dragón rojo». El nombre de su puerto figuraba más abajo, en letras pequeñas. Pero las descifró al instante: San Francisco. Luego la nave venía de la Tierra. ¡Y de la misma ciudad en que Thad había nacido!

El casco brillante estaba ahora cerca. Apenas a unos cientos de metros. E iba a pasar. Apuntando muy por delante de él, teniendo en cuenta su movimiento de avance, Thad apretó el botón que hacía saltar el electromagneto de la hélice. Ésta salió volando y el alambre se fue desenroscando con un silbido del tambor a sus pies.

La masa de metal donde estuviera Thad giró en torno a la presa cuando él volvió a su nave y detuvo sus explosiones. Trató de ver el punto que era el imán. Desapareció de su vista en la oscuridad del espacio, luego se le vio de nuevo contra el casco blanco y pulido de la nave espacial.

Durante un instante creyó que había fallado. Pero entonces vio que el electromagneto se hallaba fijado en la nave, cerca de la popa. El alambre se tensó. Pronto vendría el fuerte tirón, por lo que controló el impulso de la masa de hierro. Y fijó el freno de fricción.

Luego se lanzó al suelo y cogió el alambre, sobre el tambor. Aunque la masa de hierro quedara libre, él se aferraría al alambre y podría llegar a la nave.

Saltó por encima de la nave desierta y se colocó tras ella; su terrón de hierro se balanceaba como un guijarro en una honda. Una nube de humo surgió de los hilos quemados del freno de fricción, en el tambor. Luego el alambre se rompió y Thad sintió un tirón repentino.

Y la masa de metal desapareció…, borrada en el espacio. Thad se aferró desesperadamente al alambre, los músculos doloridos, creyendo que se le desgarraban los brazos. El pánico invadió su mente: ¿y si el alambre se rompía de nuevo y le dejaba flotando inútil, impotente, en el espacio?

Sin embargo aguantó, con gran alivio por su parte.

Iba a la zaga de la nave. Cogió ansiosamente el mando del electromagneto y empezó a enrollar el largo alambre. Media hora más tarde Thad, con su grueso traje espacial, chocaba suavemente contra el casco brillante de la nave. Se puso en pie y contempló asustado el abismo estrellado en el que su propia nave a propulsión se había desvanecido hacía tiempo.

—Alguien se va a encontrar un buen «resto metálico» totalmente equipado para la navegación espacial —murmuró—. En cuanto a mí… Bien, sencillamente tengo que llevar este trasto a Marte.

Caminó sobre el casco, suave y refulgente, unido a él por las suelas magnéticas. No había roturas en ninguna parte, aunque halló algunos puntos en los que partículas de meteoro habían rascado la brillante superficie. Así que la nave no había sido destrozada por un meteoro. Entonces, ¿qué ocurría allí? Pronto lo descubriría.

La nave «Dragón rojo» no era grande. Thad calculó que tendría unos cuarenta metros de longitud y unos ocho de manga. Sus líneas esbeltas revelaban un diseño moderno y excelente, y el doble anillo de cohetes propulsores en la popa indicaba una velocidad extraordinaria.

Pensó que sería un salvamento importante si lograba llevar aquella nave a Marte sin daño alguno. La mitad de su valor sería una suma mayor de la que se atrevía a calcular. ¡Y tenía que llevarla, ahora que había perdido su propia nave!

Halló los tubos de salvamento, seis cilindros finos y plateados, bien seguros en sus nichos, tres a cada lado de la nave. No faltaba ninguno. De modo que la tripulación no había desertado de la nave por su gusto.

Se acercó a la esclusa de aire principal, en el centro del casco, tras la cúpula del puente de mando. Estaba cerrada. Una mirada a los indicadores le hizo saber que en el interior había suficiente presión de aire. Luego la última vez había sido utilizada esa cámara para entrar, no para salir.

Thad abrió la válvula y dejó que el aire siseante saliera de la cámara de presión. La enorme puerta se abrió en respuesta al giro de sus dedos sobre la rueda, y entró en la cámara cilíndrica. En un momento la puerta se cerró tras él, y el aire volvió a llenar de nuevo la cámara.

Empezaba a abrir ya la parte delantera del casco, anhelando un poco de aire que no oliera a sudor y humo de tabaco, como siempre olía el interior de su traje a pesar de los mejores purificadores químicos, cuando vaciló. Tal vez algún gas mortal de las cámaras de combustión…

Abrió la válvula interior y salió a la cubierta superior de la nave, la cual corría a todo lo largo de ella, sólo cortada por las compuertas que daban a los depósitos de cohetes de propulsión, las cámaras de cargamento y las habitaciones de la tripulación y pasajeros, abajo. Había una escalera que llevaba al puente de mando y a la sala de navegación, en la cúpula superior. El casco formaba un techo arqueado sobre ella.

La cubierta estaba abandonada, sólo iluminada por tres globos azules que colgaban del techo curvado. Todo parecía en orden: el equipo contra incendios estaba colocado en los muros, así como el equipo de soldadura de arco para reparar las roturas del casco. Todo estaba limpio, brillante de pulimento o pintura reciente.

Y todo estaba muy callado. El silencio encerraba una vaga amenaza que aterraba a Thad, haciéndole desear por un instante hallarse de regreso en su pequeña esfera de metal. Pero rechazó el temor y recorrió la cubierta.

A medio camino encontró una mancha obscura sobre el limpio metal. Una mancha de sangre, ya seca. Y unos jirones de ropa a su lado. Sólo trapos manchados de sangre. Y una gran cuchilla de carnicero, medio oculta entre las ropas.

¡Testigos mudos de la tragedia! Thad trató de adivinar. ¿Habría luchado aquí un hombre hasta caer asesinado? Debía haber sido una lucha de enorme violencia, a juzgar por las manchas en un radio muy extenso, y la situación en que quedaron los restos de ropa. Pero ¿contra qué había luchado? ¿Contra otro hombre, o con una cosa? ¿Y qué había sido del vencedor y del vencido?

Siguió caminando por la cubierta.

El silencio opresivo fue interrumpido por unos pasitos rápidos que corrían tras él. Se volvió en redondo nerviosamente y su mano voló por instinto hacia su aparato soldador, pues sabía que sería un arma bastante efectiva.

Sólo se trataba de un perro. Un perrito de suave color amarillo, de una mezcla de razas, que demostraba una alegría patética. Con un ladrido ansioso y agudo saltó sobre Thad y empezó a lamerle el traje espacial, de pie sobre sus patas traseras y tratando de alcanzarle el casco.

Estaba muy delgado, como si llevara mucho tiempo sin comer. Tenía las orejas heridas y ensangrentadas, y un gran desgarrón sin curar en el hombro, algo inflamado pero no grave. Los ojos brillantes relucían de gozo. Pero Thad creyó ver temor en ellos. E incluso a través del material rígido de su traje Osprey, pudo sentir que el perrito temblaba.

De pronto, con un suave gemido, se encogió a su lado. Y otro sonido llegó a oídos de Thad.

Un gruñido extraño, amenazador, horripilante. Un chillido tan agudo que le puso los pelos de punta, tan intenso que le destrozó los nervios. Un sonido de esa frecuencia peculiar que resulta más angustiosa que un dolor corporal.

Cuando el silencio se hizo de nuevo Thad estaba de pie con la espalda contra la pared, el soldador de arco en la mano. Su rostro estaba bañado en un sudor frío, y una impresión extraña le helaba los huesos. El perrito de pelaje amarillo se encogía gimiendo contra sus piernas.

El silencio ominoso y amenazador cayó de nuevo sobre la nave, sólo turbado por los gemidos y gruñidos de temor del animalito. Intentando serenar sus nervios tensos, Thad aguzó el oído. Pero no consiguió distinguir sonido alguno. Y no tenía idea de la dirección en que había estallado aquel terrible sonido.

Un grito extraño. Thad sabía que no procedía de una garganta humana. Ni de la garganta de ningún animal que conociera. Hubo en él una nota que le abrumó con un horror instintivo. ¿Quién lo había lanzado? ¿Estaría hechizada la nave por algún poder sobrenatural?

Durante unos minutos Thad siguió en cubierta esperando, sin guardar el soldador que empuñaba. Pero el enervante gruñido no volvió a producirse. Ni ningún otro sonido. El perrito casi pareció olvidar su temor. Saltó hacia su rostro de nuevo, con otro ladrido amistoso.

Thad se dijo que el aire debía ser respirable si el perro sobrevivía en él.

Se soltó la placa anterior del casco y la alzó. El aire que acarició su rostro era fresco y limpio. Inspiró profundamente, con gratitud. Al principio no notó el olor extraño: un aroma desagradable, curioso, terrenal, casi fétido, que no le resultaba familiar.

El perro seguía saltando con un débil gemido.

—¿Tienes hambre, amigo? —susurró Thad.

Rebuscó en el bolsillo interior de su traje, halló un poco de comida concentrada y se la lanzó por la abertura del casco. El perro saltó sobre ella, la devoró ansiosamente y regresó a su lado.

Thad comenzó inmediatamente a explorar la nave.

Primero subió la escalera al puente de mando. Una cúpula metálica lo cubría, cuajada de portillas de observación. Los mapas e instrumentos estaban en orden, pero la sala vacía, con el silencio mortal y opresivo de la nave.

No tenía conocimientos ni experiencia de su mecanismo. Pero había estudiado navegación interplanetaria, a fin de cualificarse y obtener la licencia para arrastrar masas de metal con su cohete de propulsión por el espacio y hasta las atmósferas planetarias.

Estaba seguro de poder dirigir la nave si el mecanismo estaba en orden, aunque no tan seguro de su capacidad para hacer reparaciones de importancia.

Con gran alivio por su parte, el registro de los mandos reveló que todo estaba en orden.

Puso en marcha los giróstatos, estabilizó las ruedas que giraban locamente y detuvo la circunvolución lenta de la nave. Luego fue a los controles de los cohetes, calentó tres tubos e inició el disparo. La nave respondió pronto al timón. A los pocos minutos ya divisaba el reflejo rojo de Marte sobre la proa.

—Sí, puedo llevaría, desde luego —anunció al perro que le siguiera escaleras arriba siempre a sus talones—. No te preocupes, amigo. Estaremos comiendo un jugoso filete los dos juntos dentro de una semana. En el restaurante de Comet, en Helion, junto al canal. No muy elegante… pero ¡qué comida!

»Y ahora vamos a hacer un poco de labor detectivesca para descubrir de dónde sale ese ruido tan desagradable. Y lo que ha sucedido a todos tus compañeros astronautas. ¡Más vale descubrirlo antes de que nos ocurra algo a nosotros!

Cerró los cohetes y bajó de nuevo al puente.

Cuando llegó al corredor que llevaba a las habitaciones de los oficiales, en el compartimiento principal de los cinco que tenía la nave, el perro se mantuvo pegado a sus piernas gruñendo, temblando, las orejas levantadas. Thad notó el terror del animal y sintió lástima al ver el miedo que latía en sus ojos; se preguntó qué drama horrible habría contemplado.

Los camarotes del navegante, el calculador de vuelo, el técnico jefe y el primer oficial, estaban vacíos, y en ellos reinaba el silencio impresionante de la nave. Pero estaban ordenados, y las camas hechas después de haber sido utilizadas. Sin embargo había una gran mancha de sangre, negra y circular, en el suelo de la habitación del calculador.

El camarote del capitán presentaba pruebas de una lucha terrible. La puerta había sido destrozada. Sus restos, junto con los muebles rotos, libros, ropas de cama y tres pistolas de reglamento, cubrían el suelo en una confusión indescriptible, todo manchado de sangre. Entre aquellos restos horribles Thad encontró varias prendas de vestir, de diversos materiales. Las armas estaban descargadas.

Intentando reconstruir el desarrollo de la tragedia a partir de esas pistas, imaginó que los cinco oficiales, conscientes de algún peligro, se habían reunido aquí y habían luchado y muerto todos.

El perro no quiso entrar en el camarote. Se quedó en la puerta mirando con ansia tras él, temeroso, gimiendo lastimeramente. Varias veces olfateó el aire y se echó atrás ladrando. Thad se dijo que el olor desagradable que advirtiera al abrir el casco era más fuerte aquí.

Registró el camarote en desorden y al poco halló el cuaderno de bitácora… o sus restos. Muchas páginas habían sido arrancadas del libro y el resto, empapado en sangre, era una masa negra y rígida.

Sólo quedaba una anotación legible en una página arrancada del libro que, por azar, había escapado a la destrucción. Con fecha de cinco meses antes daba la situación de la nave y su destino —acababa de salir de la órbita de Júpiter e iba en dirección a la Tierra— y concluía con una observación de implicaciones siniestras:

Otro hombre ha desaparecido esta mañana: Simms, ayudante técnico. Un trabajador inmejorable. O'Deen jura que oyó moverse algo en cubierta. El cocinero cree que algunos monstruos disecados del doctor han cobrado vida. Ridículo, por supuesto. Pero ¿qué vamos a pensar?

Meditando en el significado de esas pocas líneas, Thad volvió a cubierta. ¿Estaría hechizado el barco por alguna fuerza mortal y horripilante que acabara con la tripulación, uno por uno y misteriosamente? Ésa era la implicación más obvia. Y, si la nave estaba saliendo de la órbita de Júpiter cuando se escribieron esas palabras, debían haber transcurrido varias semanas antes del fin. ¡Una muerte invisible que acechaba! El gruñido que había escuchado…

Descendió al castillo de popa y tropezó con otra prueba muda de una horrible carnicería, como la que encontrara en el camarote del capitán. Sangre seca, restos de ropa, cuchillos y otras armas. Una pregunta inquietante empezaba a obsesionarle. ¿Qué había sido de los cuerpos de los que murieron en esas luchas? No se atrevía a imaginar la respuesta.

Cogiendo el soldador de arco, Thad se acercó a la compuerta posterior que daba a la bodega del cargamento. Le dominaba el pánico, pero estaba decidido a descubrir la amenaza siniestra de la nave antes de que ésta le encontrara a él. El perro gimió, se echó atrás y al fin le abandonó, lo que en nada contribuyó a tranquilizarle.

La bodega estaba obscura. Un espacio negro e indefinido, en el que reinaba el silencio ominoso de la nave. El aire, en su interior, aún era más fétido y repugnante.

Thad vaciló en los escalones. No le apetecía en absoluto bajar. Pero la idea de que habría de dormir sin nadie que vigilara por él mientras llevaba la nave a Marte, le hizo recuperar el ánimo. La inseguridad y el temor constante serían insoportables.

Bajó, buscando el botón de la luz. Lo encontró cuando sus pies tocaban el suelo. Una luz azulada inundó la bodega.

Estaba llena de cosas monstruosas, criaturas colosales que jamás habían vivido sobre la Tierra, que jamás se habían visto en las selvas de Venus o en los desiertos de Marte, ni se habían encontrado nunca en las lunas de Júpiter.

Eran monstruos remotamente parecidos a insectos o crustáceos, pero tan grandes como caballos o elefantes. Criaturas que se alzaban sobre miembros extraños, armados de mandíbulas y dientes descomunales, garras crueles, hocicos de grandes colmillos y cubiertos de escamas brillantes rojas, amarillas y verdes. Y le miraban con ojos fosforescentes, ojos amarillos y purpúreos.

Y lanzaban sombras grotescamente gigantescas bajo aquella luz azulada…

Un estremecimiento de horror le bajó por la espina dorsal a la vista de aquellos monstruos de pesadilla. Automáticamente alzó el soldador y apoyó el pulgar en el gatillo, para que la llama eléctrica y violeta alcanzara el electrodo.

Pero entonces vio que aquellas cosas horribles estaban inmóviles, colocadas sobre pedestales de madera, muchas de ellas sostenidas por barras de metal. Eran animales muertos, disecados. Muestras recogidas de alguna vida extraterrestre.

Con una débil sonrisa, y consciente del temblor de sus rodillas, murmuró:

—Desde luego llenarán el museo en que estén, si impresionan a todos como a mí. Excesivamente reales, diría yo. Supongo que son «los monstruos disecados» que se mencionan en el cuaderno de bitácora. No me extraña que el cocinero les tuviera miedo. Algunos parecen condenadamente vivos.

Continuó hacia el fondo de la bodega, encogiéndose involuntariamente al pasar entre aquellos animales enormes que parecían dispuestos a saltar sobre él, mirándole con sus ojos fijos. Y así, al final de la gran sala, encontró el tesoro.

Brillaba bajo la luz azulada y parecía irreal, increíble. Como un sueño. Se detuvo entre los monstruos terribles y silenciosos que parecían reunidos allí para guardarlo, y lo contempló con ojos desorbitados, por la placa abierta del casco.

Vio montones de lingotes de oro recién fundidos, y barras de iridio de un blanco argentado, y de platino brillante, y de osmio, de un azul blanquecino. Una cantidad increíble. Miles de kilos, calculó Thad. Tembló al pensar en su incalculable valor.

Entonces vio el cofre, más allá de los lingotes amontonados… una caja enorme, de más de dos metros de longitud, hecha de un cristal de brillo níveo, lleno de gemas iridiscentes y cubierto de diseños extraños, al parecer de esmalte bermellón.

Con un grito corrió hacia el cofre, moviéndose torpemente bajo el material, ahora desinflado, del traje Osprey.

Al lado del cofre, y sobre el suelo de la bodega, había una montaña de fuego: piedras preciosas allí reunidas como si alguien las hubiera dejado caer al descuido; diamantes tallados de un tamaño increíble, monstruosas esmeraldas, zafiros, rubíes; incluso piedras extrañas que Thad no reconoció.

Entonces se quedó atónito de horror al contemplar los diseños grabados en esmalte bermellón sobre el cristal blanco y brillante. Formas horripilantes, criaturas como arañas gigantescas y desconocidas. Cosas demoníacas, de dientes monstruosos y mandíbulas babeantes, ejecutadas con un arte maestro que las hacía parecer vivas, amenazadoras, ¡cómo si se regodearan en secreto!

Las miró largo rato fascinado, casi hipnotizado. Tres veces se aproximó al cofre para alzar la tapa y descubrir su contenido. Y en las tres ocasiones el horror insoportable de aquellas imágenes escarlata le hizo retroceder temblando.

—Sólo son dibujos —se dijo roncamente.

Por cuarta vez avanzó tembloroso y cogió la tapa del cofre. Pesada y maciza, era también de aquel cristal blanquecino y brillante, con los mismos grabados de horribles figuras. Grandes goznes de platino la sujetaban por el otro lado, y estaba cerrada con un pasador sencillo del mismo precioso metal.

Con manos vacilantes Thad descorrió el cerrojo y alzó la tapa.

No le habría sorprendido hallar un tesoro aún más portentoso en el cofre. Estaba preparado para nuevas maravillas, gemas, metales preciosos. Tampoco le habría asombrado ver alguna criatura extraña, como las grabadas sobre el cristal.

Pero lo que vio le obligó a soltar la tapa de golpe.

Una mujer yacía en el cofre…, inmóvil, vestida de blanco.

Un instante después volvía a alzar la tapa y examinaba de cerca aquella forma inmóvil. Era una mujer muy joven. Las facciones eran regulares, gratas a la vista. Tenía los ojos cerrados, y el rostro pálido parecía sereno, en paz.

A no ser por la extrema palidez cadavérica, no había señales de muerte. Con la idea absurda de que el cuerpo viviera milagrosamente, y sólo estuviera dormida, Thad pasó una mano por el panel abierto de su traje y tocó un brazo desnudo y esbelto. Lo halló rígido, muy frío.

El rostro, sereno y pálido, estaba enmarcado por unos cabellos castaños y abundantes. Tenía cruzadas las manos, pequeñas y finas, sobre el pecho, cubierto con un sencillo vestido blanco.

Sintió un extraño dolor en el corazón. Algo le hizo pensar en una torre blanca en las colinas rojas, junto a Helion, y en la muchacha que le esperaría en su fragante jardín de flores púrpura… una muchacha así.

El cuerpo yacía sobre un lecho de joyas brillantes.

Thad se dijo que sin duda aquel montón de gemas sobre el suelo había sido sacado a toda prisa del cofre, a fin de dejar sitio para el hermoso cuerpo. Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí. Podía haber estado viva minutos antes. ¿Había algo que la conservara…?

Interrumpió sus pensamientos un estruendo que estalló en la puerta abierta que daba a la cubierta superior… los furiosos ladridos y aullidos del perro. Bruscamente se hizo el silencio de nuevo, y a poco se oyó el gruñido extraño y terrible que Thad ya había escuchado antes en aquella nave misteriosa. Un chillido tan largo y agudo que le desgarraba los nervios. La voz del fantasma de la nave.

Cuando Thad regresó a cubierta el perro aún ladraba nerviosamente. Vio al animal allá delante, casi en la proa. Con el pelo erizado y el rabo entre piernas retrocedía lentamente sin dejar de ladrar, como pidiendo ayuda.

Al parecer se retiraba de algo que había entre Thad y él. Pero Thad, registrando la cubierta mal iluminada, no veía motivo de alarma. Tampoco las estructuras podían ocultar un objeto grande a su vista.

—¡Ya basta! —gritó Thad, proponiéndose tranquilizar al animal aterrado y descubriendo que su voz era extrañamente ronca—. ¡Ven aquí corriendo, amigo! ¡No te preocupes!

El perro había llegado al extremo de la cubierta. Dejó de aullar, pero se encogió y gimió de terror. Empezó a ir de un lado a otro, exactamente como si algo le estuviera acorralando en el rincón. Pero Thad no veía nada.

Luego dio un salto atrevido hacia Thad, subiendo incluso por la pared, como escurriéndose junto a un enemigo invisible.

Thad creyó oír entonces unos pasos rápidos que no eran los del perro. Y algo agarró al animalito en el aire cuando saltaba y lo lanzó aullando al suelo. Por un momento luchó furiosamente, como si una garra invisible lo retuviera allí. Luego escapó y vino volando hacia Thad.

Éste le vio ahora otra herida en la cadera. Tres desgarrones largos y paralelos, de los que manaba la sangre.

Un sonido repetido, como de pasos que arañaran el suelo, le llegaba del extremo de la cubierta donde nada se veía… el ruido que harían unos pies armados de garras. Algo venía hacia Thad. ¡Algo que era invisible!

El terror se apoderó de Thad al comprenderlo. Estaba dispuesto a enfrentarse a hombres desesperados, a un animal salvaje. ¡Pero a un ser invisible que podía saltar sobre él y atacar sin ser visto! Era increíble… sin embargo había sido testigo de cómo agarraba al perro, de la herida sangrante recibida por éste.

El corazón pareció detenérsele y luego comenzó a latirle apresuradamente. De momento sólo pensó ciegamente en escapar. No sentía sino el deseo irreprimible de esconderse, de ocultarse a aquella cosa invisible. De haber sido posible, habría intentado incluso abandonar la nave.

A su lado había una de las divisiones del corredor que daba acceso a un compartimiento de la nave aún no explorado. Se volvió y bajó a toda prisa unos escalones. El perro aterrado le seguía los talones.

Abajo se encontró en un pequeño vestíbulo, pobremente iluminado. Varias puertas metálicas daban a él. Probó una al azar. Se abrió. Entró de un salto, permitió que el perro le siguiera y corrió el cerrojo.

Tratando de escuchar, se apoyó agotado contra la pared. Oyó su propia respiración, rápida y regular. Y el latir furioso de su razón. Y los gemidos bajos del perro. Luego… un sonido inconfundible en el exterior… como de arañazos.

Comprendió que se trataba de unas garras. ¡Garras invisibles!

Se quedó allí, apoyando todo el peso de su cuerpo contra la puerta, y alzando el soldador de arco dispuesto en la mano. Varias veces gimieron los goznes, y un gran peso cargó contra los paneles. Pero al fin cesaron los arañazos y Thad se tranquilizó. El monstruo se había retirado, al menos de momento.

Cuando al fin pudo pensar se dijo que el misterio invisible no resultaba tan increíble. Las criaturas disecadas que viera en la bodega eran buena prueba de que la nave había visitado algún planeta desconocido en el que reinaba una vida extraña. No resultaba irrazonable, en consecuencia, que tal planeta estuviera habitado también por seres invisibles para los humanos.

La visión humana, como sabía Thad, sólo utiliza una pequeña fracción del espectro. Aquel monstruo debía ser prácticamente transparente a la luz visible, como la carne humana es radioluminiscente ante los rayos X intensos. Probablemente se le podría ver con rayos infrarrojos o ultravioleta… y evidentemente era bien visible a los ojos del perro, con su distinto grado de sensibilidad.

Apartando el tema de su mente se volvió a examinar la habitación en la que se había encerrado. Sin duda había sido ocupada por una mujer. Un ligero vestido azul, y prendas más íntimas de ropa femenina, colgaban sobre la cama. Bajo la misma había unas zapatillas negras y delicadas.

Frente a Thad había un tocador con un gran espejo encima. Peines, horquillas y tarros de crema cubrían su superficie. Y un pequeño libro, encuadernado en piel, cerrado, y en cuya cubierta se leía: Diario.

Cruzó el cuarto y levantó el libro que olía débilmente a jazmín. Cierta vergüenza momentánea le dominó al escudriñar así los secretos de una muchacha desconocida. Sin embargo la necesidad no le dejaba otra alternativa que aprovechar cualquier oportunidad de saber más acerca de la nave misteriosa con su muerte invisible. Abrió el libro.

Linda Cross era el nombre escrito en la contracubierta con una letra clara, firme y muy femenina. En la primera página estaba la fotografía en color de una muchacha: la chica de cabellos castaños cuyo cuerpo descubrió Thad en el cofre de cristal de la bodega. Comprobó que sus ojos habían sido azules. La juzgó encantadora…, como la muchacha que le esperaba, en su sueño constante, en la torre de plata sobre las colinas rojas junto a Helion.

Por lo visto no había escrito en su diario con demasiada constancia. La mayoría de las páginas estaban en blanco.

Una de las primeras anotaciones, fechada año y medio antes hablaba de una fiesta a la que Linda había asistido en San Francisco, y de su negativa a bailar con cierto hombre llamado Benny porque siempre estaba insistiendo —hasta el punto de resultarle desagradable— en casarse con ella. Y terminaba así:

Papá ha dicho esta noche que salimos de nuevo en el «Dragón». Hasta Urano, si el nuevo combustible funciona como él espera. ¡Qué aventura, explorar mundos distintos del nuestro! Papá dice que una de las lunas de Urano es tan grande como Mercurio. ¡Así que Benny no podrá declararse otra vez, al menos muy pronto!

Pasando las hojas, Thad halló otras anotaciones espaciadas, algunas sobre los preparativos del viaje; la partida de San Francisco… y un gran ramo de flores de Benny; los largos meses del viaje por el espacio hasta pasar la órbita de Marte; el cinturón de meteoros; la órbita de Júpiter y más allá de la estela de Saturno, que era el punto más lejano que los exploradores alcanzaran anteriormente; y así hasta Urano, donde no pudieron aterrizar debido a su superficie inestable.

El resto de las anotaciones que encontró Thad eran más esporádicas, más cortas, y revelaban una gran excitación: el aterrizaje en Titania, el tercer y mayor satélite de Urano; bosques extraños que albergaban una vida monstruosa; la captura de criaturas horripilantes que fueron disecadas para su exhibición en un museo…

Luego el descubrimiento de una ciudad en ruinas, cuyos restos indicaban que había sido construida por una raza perdida de seres inteligentes con aspecto de arañas; el descubrimiento de un templo, cuyos muros eran de metales preciosos, y que contenía un cofre de cristal lleno de gemas maravillosas; la fundición de aquel metal en lingotes de tamaño conveniente y el traslado del tesoro a la bodega.

Entonces aparecía la primera nota siniestra en el diario:

Algunos hombres dicen que no debíamos haber turbado el templo. Dicen que nos traerá mala suerte. Tonterías, claro. Pero un hombre desapareció mientras estábamos fundiendo el oro. Pobre señor Tom James. Supongo que se aventuró lejos del grupo y algo le cogió.

Las pocas notas que seguían eran más cortas y mostraban una tensión nerviosa creciente. Daban cuenta de la partida de Titania tan pronto estuvo cargado el tesoro. La última databa de varias semanas más tarde. Doce hombres de la tripulación habían desaparecido, dejando sólo unos charcos de sangre que insinuaban el porqué de su desaparición. La última anotación decía:

Papá dice que debo quedarme aquí hoy. El pobre tiene miedo de que esa cosa —sea lo que sea— me coja. Se muestra muy preocupado. Dos hombres desaparecieron de sus literas anoche. Y ni una huella. Algunos creen que es una maldición del tesoro. Uno de ellos jura que vio los ejemplares disecados de papá moviéndose en la bodega.

Algo terrible debe haberse introducido en la nave desde la jungla. Eso es lo que piensan papá y el capitán. Es raro que no consigan encontrarlo. Y lo han registrado todo a fondo. Bien…

Pensativo y pesaroso, Thad volvió a echar otra mirada a la muchacha sonriente de la fotografía.

¡Qué tragedia había sido su muerte! Leyendo el diario se había encariñado con ella. Por su serenidad y su sentido del humor. Por el afecto sincero hacia «papá». Por el valor con que parecía enfrentarse a la muerte silenciosa y misteriosa que obscurecía la nave con su sombra de la que nadie podía escapar.

¿Cómo había llegado a estar su cuerpo en el cofre cuando todos los demás habían… desaparecido? No había en él señales de violencia. Debía haber muerto de terror. No; el rostro estaba demasiado sereno y pacífico para eso. ¿Habría elegido una muerte más fácil, mediante algún veneno, que aquel otro destino terrible? ¿Habría sido colocado su cuerpo en el cofre para que estuviera protegido por él, y detenido el veneno la descomposición? Aún seguía estudiando la fotografía, pensativo y triste, cuando el perro, que había permanecido silencioso hasta entonces, ladro de pronto de nuevo y se retiró de la puerta hacia un ángulo de la habitación.

El monstruo invisible había vuelto. Oyó los arañazos de sus garras en la puerta. Y percibió otro sonido horrible… no el chillido agudo y largo que le desgarrara los nervios, sino una especie de tos o ladrido corto, una serie de notas indescriptibles que no emitiría ningún animal conocido por él.

La decisión de abrir la puerta le exigió un gran esfuerzo de voluntad.

Durante horas había esperado, reflexionando intensamente. Y lo que había al otro lado de la puerta había esperado con idéntica paciencia, arañándola de vez en cuando y lanzando aquellos terribles gritos, como toses.

Más pronto o más tarde habría de enfrentarse al monstruo. Aunque pudiera escaparse de la habitación y evitarlo por algún tiempo, al final tropezaría con él. Y podía caer sobre Thad mientras éste dormía.

Claro que el resultado del combate era muy dudoso. Por lo visto el monstruo había conseguido matar a todos los hombres de la nave, aunque algunos estuvieran armados. Debía ser muy grande y feroz.

Pero Thad abrigaba ciertas esperanzas. Aún vestía el traje Osprey. Sin duda la pesada tela fabricada de hilos de metal, impregnados de una composición elástica y resistente, le protegería considerablemente contra aquello.

El soldador de arco, capaz de fundir el hierro meteórico refractario, no era una pobre defensa disparado de cerca. Y sería muy de cerca.

¡Si hallara el medio de hacer visible a aquella cosa!

Una pintura o algo semejante se le pegaría a la piel… Sus ojos, que registraban la habitación, fueron a caer sobre la caja de polvo facial, en el tocador. La cogió a toda prisa. Se le pegaría lo suficiente para hacer visible al menos su perfil.

Y al fin, con el polvo facial dispuesto en la mano, aguardó a que la presión sobre la puerta se hubiera relajado y el monstruo se hallara esperándole fuera. Abrió rápidamente la puerta…

Había vencido en parte el horror instintivo que el ser invisible le había despertado al principio. Pero le inundó una oleada de náuseas en cuanto oyó los gruñidos breves, como toses, horriblemente ansiosos, que siguieron a la apertura de la puerta. Y el rápido avance de las garras desnudas sobre el suelo. ¡Sonidos provenientes de la nada!

Lanzó el polvo en la dirección del sonido.

Una forma horripilante se materializó ante él, aún semi invisible apenas silueteada por la película blanca de polvo adherente. Garras gigantescas que parecían surgir del aire, un cuerpo norme y cubierto de escamas, una mandíbula colgante. Por un instante Thad vio unos colmillos descomunales en aquella mandíbula Luego se desvanecieron, como si una lengua invisible hubiera lamido el polvo depositado en ellos, disolviéndolo con los fluidos que le hacían invisible.

Aquella forma apenas entrevista saltó contra él.

Se vio violentamente lanzado de nuevo al centro de la habitación y arrojado al suelo. Las garras hacían trizas el material resistente del traje. Unos dientes invisibles le aprisionaron el brazo.

Se aferró desesperadamente al soldador. El electrodo caliente estaba dirigido hacia su cuerpo. Luchaba para retirarlo de sí, pues sabía que abrasaría incluso el material aislante. Una garra le desgarró salvajemente el costado. Oyó el crujido cuando el material se rompió, y sintió una corriente de dolor en todo su cuerpo desde el punto en que la garra le atravesó la piel.

De pronto cayó sobre Thad la fetidez del cuerpo del monstruo, intensa y nauseabunda. Trató de retener el aliento y logró disparar hacia él el electrodo incandescente. Sintió la sangre caliente que le caía encima desde una herida invisible.

Un golpe brutal le inutilizó el brazo. El arma le fue arrancada de la mano. Lanzada a un lado de la habitación, cayó con un chasquido en el suelo. Un peso enorme oprimía su pecho, privándole de aliento. El monstruo se le había puesto encima y trataba de despedazarle.

Thad pateó furiosamente. Sus pies tropezaron con un cuerpo grande y duro. En vano golpeaban sus brazos unos miembros que parecían columnas.

Sentía su cuerpo aplastado bajo el grueso material del traje. Hubo un nuevo desgarrón, esta vez a lo largo del muslo. Pero no sintió dolor, y supuso que las garras no habían llegado a la piel.

El perrito le dio la oportunidad de recuperar el arma. El animal había estado corriendo de un lado a otro en el extremo opuesto de la habitación, ladrando, aullando de excitación y pánico. Ahora, con el valor suicida de la desesperación, se lanzó contra el monstruo.

Una garra poderosa apenas visible le cogió y le arrojó contra la Pared opuesta donde se quedó inmóvil, agotado, gimiendo. Por un instante aquello había alzado su peso del cuerpo de Thad. Y éste se deslizó a toda prisa bajo él, se lanzó hacia el otro lado de la habitación y cogió el soldador.

En seguida tuvo al monstruo de nuevo encima. Pero le recibió con el electrodo incandescente. Thad se había encogido en un ángulo, y el monstruo sólo podía atacarle desde un punto. Sus garras le laceraron ferozmente. Pero se aferró al arma y le recibió con un disparo certero.

Gradualmente fue debilitándose su ataque. Luego uno de los disparos a ciegas de Thad pareció alcanzarle algún órgano vital. Un sonido ahogado resonó en el aire. Y pudo escuchar unas convulsiones salvajes. Al fin todo quedó en silencio. Con el electrodo, disparó de nuevo sobre aquello, una y otra vez, pero no se movió. Estaba muerto…

El cuerpo era tan pesado que Thad tuvo que volver al puente y cerrar la corriente en las placas de gravedad de la quilla antes de poder moverlo. Lo arrastró hasta la cámara de compresión por la que había entrado y lo lanzó al espacio…

Cinco días más tarde Thad entró con el «Dragón rojo» en la atmósfera de Marte. Un piloto desconcertado subió a bordo en respuesta a sus señales y logró que la nave aterrizara en Helion. Thad bajó de nuevo a la bodega con las atónitas autoridades del puerto que subieran a bordo para inspeccionar la nave.

Dirigiendo a los oficiales espantados, volvió a pasar entre los monstruos grotescos y horribles de la bodega. Mientras aquellos se maravillaban a la vista del tesoro, alzó la tapa del cofre de cristal blanco, con sus curiosos diseños, y miró una vez más la forma inmóvil de la muchacha en el interior.

La piedad le venció. El dolor se aferró a su garganta.

Linda Cross, tan quieta, tan fría y blanca y, sin embargo, tan encantadora. ¡Qué terribles debían haber sido sus últimos días, con la muerte ensombreciendo la nave y los hombres desapareciendo misteriosamente uno a uno! Terribles… hasta que buscó la seguridad de la muerte.

Lo extraño era que Thad no sentía demasiada alegría ante la idea de que la mitad de aquel tesoro incalculable que le rodeaba era ahora suyo por derecho propio, como premio por el salvamento. Si la muchacha viviera aún… Sintió el intenso deseo de escuchar su voz.

Halló la nota cuando empezaban a sacarla del cofre. Apresuradamente escrita, estaba bajo la cabeza de Linda, entre las gemas brillantes.

Esta mujer no está muerta. Les ruego que le presten cuidados médicos lo antes posible. Está en un estado de vida suspendida, inducido por una inyección de cincuenta gotas de zeronel.

Es mi hija, Linda Cross, y mi única heredera.

Pido a los que la encuentren que le presten todos los cuidados y le entreguen la parte del tesoro de esta nave que quede después del pago del salvamento o cualquier otra reclamación.

En algún momento se despertará. Tal vez dentro de un año; tal vez dentro de cien. La pureza de mis drogas es insegura, y hube de ponerle la inyección a toda prisa, de modo que ignoro el momento exacto en que pueda despertar.

Si encuentran esto será porque la cosa misteriosa que hay en la nave ha acabado conmigo y con todos mis hombres.

Por favor, no me fallen.

Levington Cross

Thad compró la torre blanca de sus sueños, esbelta y graciosa, con su jardín marciano de flores púrpura y azafranadas, en las colinas ocres y bajas cerca de Helion. Llevó a la muchacha dormida a través de la puerta donde le había aguardado siempre la mujer de sus sueños, y depositó el cofre en una cámara grande rematada en cúpula. Muchas veces al día entraba en la habitación donde yacía Linda para contemplar su rostro pálido y tomarle el pulso. Una enfermera la vigilaba constantemente, y un médico la visitaba a diario.

Pasó un largo año marciano.

Mirándose al espejo un día, Thad advirtió pequeñas arrugas en torno a sus ojos. Comprendió que la tensión nerviosa y la ansiedad de la espera le estaban envejeciendo. Y pensó que podían pasar cien años antes de que Linda Cross se librara de la influencia de la droga.

Se preguntó si él envejecería, si le vencería la enfermedad, mientras ella seguía joven, hermosa e inmutable en su sueño. Si llegaría a despertar después de varios años para hallarle convertido en un viejo inútil. Comprendió que no lamentaría haber esperado, aunque muriera antes de que Linda reviviera.

Al día siguiente la enfermera le llamó a la habitación en que yacía la muchacha. Thad estaba inclinado sobre ella cuando abrió los ojos. Eran azules, preciosos.

Durante un largo rato, le miró, primero maravillada, los ojos llenos de lágrimas; después con confianza, con una comprensión creciente. Y al fin sonrió.

★★★

La gente solía preguntarme por qué no escribía algo aparte de ciencia ficción, generalmente dando a entender que la consideraba una forma inferior de literatura. La mejor respuesta es que me encanta, que respeto la ciencia ficción, que ésta es un gran elemento en mi mundo mental y que siempre me ha proporcionado un vehículo flexible y suficiente para lo que me proponía decir.

De vez en cuando, sin embargo, he intentado algo más. No somos mendigos fue un intento de lo que solía llamarse «ficción de calidad». Al principio dudé si tenía cabida en este libro, pero ilustra otro capítulo en la vida de escritor del joven Williamson y, de todas formas, sólo son tres mil palabras.

En la Depresión de 1932, con Clayton en dificultades y sin que Gernsback me pagara, mis ingresos como escritor se redujeron a cuatrocientos sesenta y cinco dólares. Me retiré al rancho familiar, donde podía ayudar un poco en el trabajo y vivir por casi nada. Cuando necesité un descanso de la máquina de escribir ese verano, me compré una mochila y partí a pie, con unos cuarenta dólares para gastos.

Probé a hacer auto-stop, pero no tuve éxito. Cuando aprendí a coger los trenes de mercancías, mejoró mi suerte. En ellos viajé mil quinientos kilómetros a través de Nuevo México, me adentré en Colorado y llegué hasta Denver, y regresé a casa por Amarillo, en las llanuras de Texas.

Me detuve unos días en un hotel de cincuenta centavos en cada una de las ciudades interesantes, a fin de explorar los alrededores y buscar ciencia ficción en la biblioteca pública, sin encontrar jamás gran cosa. Visité la fundición de acero en Pueblo, subí al monte Pikes, descubrí el espectáculo de variedades en Denver, busqué oro en Cherry Creek, visité refugios de vagabundos y hablé con mucha gente.

Aunque los trenes de mercancías eran incómodos, todo el viaje fue una buena aventura. De vez en cuando tropezaba con un vagabundo profesional, con sus historias alarmantes sobre los vigilantes del ferrocarril tan malvados como Denver Bob, pero la mayoría de los hombres que encontré eran tan jóvenes e ingenuos como yo, víctimas del sistema económico en bancarrota, y que escogían los trenes a la búsqueda de algún medio de supervivencia.

No somos mendigos fue el resultado de ese viaje. Aunque es ficción, la mayoría de los detalles responden a la realidad que yo observé, o de la que oí hablar. Mientras lo escribía trataba con todas mis fuerzas de expresar la experiencia en forma literaria. Indudablemente mi éxito no fue completo. Cuando envié la historia a revistas literarias como «Atlantic Monthly», o «Harper's», me fue devuelta sin comentarios.

Un poco más rico ese otoño, después de recibir los cheques de «Weird Tales» y «Amazing Stories», volví a la universidad para mi último año, aunque no a West Texas. De nuevo viajé en los trenes de mercancías desde Santa Fe hasta Albuquerque, y me matriculé allí, en la universidad de Nuevo México, como alumno de psicología. Desanimado —como es comprensible— con el asunto de la ficción, había escrito al doctor Breuer para preguntarle cómo podía llegar a ser psiquiatra. Su respuesta me convenció de que eso era financieramente imposible, pero al menos confiaba en que los psicólogos me enseñaran algo más sobre la gente y sobre mí mismo.

Ese año de universidad fue fructífero. Pude estudiar a fondo las culturas de los pueblos indios, y llegué a conocer a algunos antropólogos que las investigaban. Tuve mucha suerte con mi compañero de habitación, Langdon Backus, hombre del Este, civilizado e idealista, que aún sigue siendo amigo mío. Un gran profesor, el doctor George St. Claire, me infundió un mayor respeto por la literatura clásica. Estudié biología, colaboré en la edición del libro del año, e incluso aprendí un poco de psicología.

No somos mendigos se publicó allí al otoño siguiente, en el «New Mexico Quarterly», pero sin pagarme nada. El editor tenía sus reservas, normales en aquel tiempo, acerca de ensuciar sus Páginas académicas con frases tan groseras como «hijo de perra»; pero al fin lo dejó pasar. Creo que la historia refleja un poco la vida norteamericana en aquellos años de la depresión, y tal vez explica también algo acerca de mí.