El silencio extraño y mortal del éter fue la primera insinuación de una catástrofe inconcebible.
De regreso a la Tierra, los primeros exploradores del espacio seguían un vuelo oblicuo tras un año cargado de peligros en la árida Luna, ansiosos de sentir de nuevo el gozo de las relaciones humanas. A través de las portillas de observación del puente de mando del «Cosmobile», los dos primeros aventureros del vacío observaban con orgullo y alegría su planeta nativo. ¡Ya se acercaban a casa!
La Tierra giraba ante ellos, una esfera verde-azulada bañada en la brillante nebulosidad de su atmósfera. Destacaba amorosa y cálida contra la negrura eterna y helada del vacío, del universo cuajado de estrellas. La impresión de las inmensidades cósmicas, cruelmente extrañas, aún latía en los exploradores, y anhelaban los brazos acogedores de la Tierra, con una intensa nostalgia del mundo que contenía todo cuanto ellos poseían y habían conocido y amado.
—Oh, Drew —susurró el pequeño Keening a través de las vendas blancas que prácticamente le ocultaban todo el rostro—. ¿No estamos aún al alcance de la radio?
—Pues sí, ¡claro que sí! —gritó el ingeniero, un joven muy alto—. Vamos a probar. Cuando salimos de la Tierra aún establecíamos contacto a esta distancia.
El más bajo apartó la vista del panorama extraordinario que era el espacio cósmico, y se colocó los audífonos del aparato de radio unido a la parte superior del tablero de mandos.
Giró impaciente el disco, apretó varios conmutadores y al fin arrojó los audífonos con exasperación.
—Nada —dijo—. Tan mudo como una tumba.
—¡Qué raro! —murmuró Ellis—. Debería haber algo. A esta distancia aún cogíamos una docena de estaciones en el viaje de…
El susurro ahogado de Keening le cortó en seco.
—¡Eso! ¿Qué es eso?
El hombrecillo señalaba al vacío, y Ellis vio el cubo. Un cubo plateado y brillante, de bordes agudos, parecía colgar en la negra profundidad del espacio. No era muy grande, al menos visto de tan lejos, por lo que no destacaba entre las estrellas inmóviles. Sin embargo, sus lados expuestos al sol emitían un brillo intenso mientras circulaba por el firmamento. Era un cubo, sin duda alguna, y ahora estaba relativamente cerca.
Ellis se apresuró a consultar sus mapas espaciales, y Keening volvió al pequeño telescopio. Durante algún tiempo se concentraron en la tarea; el técnico susurrando sus lecturas a través de las vendas que le cubrían él rostro; Ellis fijando la posición y la órbita de aquel cuerpo extraño en sus mapas.
—¿Hay… peligro? —preguntó Keening al fin.
—Está a cien millas, y cruza por delante de nosotros. No estaremos más cerca. Pero ¿qué será eso?
—Parece un cubo perfecto, de metal plateado. ¿Crees que podría ser una nave como nuestro «Cosmobile»?
—No lo creo; No puede ser. ¡Vaya, según la distancia a la que lo vemos, debe tener casi más de un kilómetro de lado! Supongo que es un asteroide.
—Pero ¿un cubo? —protestó Keening—. ¿Una forma artificial?
—Un asteroide de ese tamaño tendría la misma probabilidad de ser un cubo como de tener cualquier otra forma… La gravitación de esos cuerpos tan pequeños no basta para hacerlos esféricos. En cuanto al color…, debe ser roca blanca.
—¿No podríamos acercarnos un poco para verlo mejor? —susurró Keening.
—No. Se mueve demasiado aprisa. Jamás podríamos adelantarlo.
Y el cubo siguió su camino por el cielo de ébano y pronto no fue más que una mota plateada entre los muchos puntos brillantes que eran las estrellas, perdiéndose al fin en la oscuridad del abismo.
Meditando en silencio, tal vez preocupados por la sombra de una premonición de horror indecible que el cubo había introducido en su vida, los dos seguían en la sala de control bajo la suave curva del casco de acero del «Cosmobile», siguiendo el objeto misterioso a través de las portillas de observación de borde metálico y cristal laminado.
Ellis Drew era un gigante pelirrojo y fornido, con las manos hercúleas y la mandíbula cuadrada de un luchador. La irresistible energía dinámica de su cuerpo, de huesos grandes y músculos de acero, se reflejaba en sus ojos, de un azul intenso y muy separados. Era un hombre destinado a la conquista, al desafío de lo imposible. Sólo un hombre como él podía haber triunfado en su empresa.
A los seis años de salir de la escuela de ingenieros, y basándose tan sólo en una idea al principio, Ellis Drew había desafiado a la ciencia establecida, convencido a los financieros escépticos y vencido cien imposibilidades tecnológicas. Había creado el «Cosmobile» y en él, con un solo compañero, se había enfrentado, con éxito, a los peligros desconocidos del espacio interplanetario.
Keening era ese único compañero. Mártir de la ciencia, había ofrecido su vida en este viaje arriesgado a ese mismo dios celoso que ya le privara del rostro y de la voz. Una figura pequeña y de aspecto frágil, el rostro siempre vendado para ocultar el horror en que lo convirtieran los rayos X.
El «Cosmobile» bajaba rápidamente hacia el oeste de Norteamérica.
—¿Dónde aterrizaremos? —susurró Keening. Ellis sabía que aquellos experimentos fallidos le habían supuesto la pérdida del rostro y de los órganos vocales; su voz no se alzaba nunca por encima de aquel susurro ronco y ahogado—. Supongo que en el campo de Mare Island, de donde partimos.
—No, Keening —dijo Ellis lentamente—. No. Quiero aterrizar junto a cierta casa en las colmas, al este de San José.
El hombre del rostro vendado le miró con curiosidad.
Ellis quedó algún tiempo silencioso y reflexivo, y al fin dijo:
—Verás, es que un amigo mío vive allí. El primer científico que admitió que mi propulsor de éter era algo más que un sueño. El doctor Fredric Durand.
—Comprendo —dijo Keening en voz muy baja.
Pero Ellis no pensaba en el doctor Durand. Mentalmente sólo veía a una muchacha, la hija de su amigo. También consagrada a la ciencia, gracias a las enseñanzas de su padre, había sido en realidad la primera a quien convenciera Ellis, y luego ella había convencido a su padre. Más aún: había decidido ir con Ellis a la Luna.
Ahora recordó la escena y vio su rostro en el momento en que se lo pidiera. Era esbelta y hermosa con la elasticidad del atleta disciplinado. Su rostro, sonrojado y ansioso, tenía los ojos grises anhelantes.
—Lo siento —le había dicho Ellis, tumbado y dolorido—. No puedo ni pensar en ello. Vaya, ni siquiera sabes lo que me propones. ¡Los dos juntos y solos durante un año!
—Yo creo que podría aguantarte, Ellis —dijo Tempest Durand.
—¡No es eso! —le rebatió con desesperación—. Tienes que comprenderlo, Tempest. No tengo nada personal contra ti. Al contrario, os estoy profundamente agradecido, a ti y a tu padre, por lo que habéis hecho. En realidad —acabó tartamudeando—, tú me gustas.
—Entonces —se burló Tempest—, si lo que te preocupan son los convencionalismos, ¿por qué no te casas conmigo?
Enrojeciendo intensamente, Ellis tuvo que dominarse para no salir huyendo como un cobarde.
—Tienes que comprender, Tempest —insistió—, que en mi vida no hay lugar para las mujeres. Incluso si…, si yo… te amara, ¿crees que estaría dispuesto a llegarte a la Luna? ¿Para que te destrozara un meteoro, o te asfixiaras, o murieras helada de frío?
—¡Pues ya verás cómo me voy de polisón en el «Cosmobile»! —le desafió ella.
Luego había estallado en sollozos. Con la inquietante impresión de que sólo lloraba para ver el efecto que producía en él, Ellis se había puesto en pie, cogido el sombrero y salido huyendo a toda prisa.
No le había sido fácil encontrar compañero de viaje. Se le habían presentado muchos chiflados, sí, pero ninguno con los conocimientos científicos que él exigía. Casi había llegado a arrepentirse de haber rechazado la compañía de la muchacha. Si Tempest hubiera vuelto a hablar del asunto, tal vez Ellis habría vencido sus escrúpulos. Pero ella le evitaba.
Afortunadamente, y justo la víspera del día en que debía partir el «Cosmobile», se le había ofrecido Keening. Técnico especializado, poseía todos los conocimientos requeridos. Dijo que estaba dispuesto a correr cualquier riesgo en beneficio de la ciencia. Unas quemaduras incurables resultantes de unos absurdos experimentos con rayos X «intensos», o de alta frecuencia, le habían destrozado el rostro y dejado sin voz. La vida nada significaba para él.
El «Cosmobile» aterrizó suavemente entre los arbustos del amplio patio de estilo español de la casa de estuco del doctor Fredric Durand, en las colinas del valle de Santa Clara. El corazón de Ellis saltaba de gozo. Muchas veces, en aquel largo año de exploración en la superficie de la Luna desierta, había vivido este momento en el que vería de nuevo a Tempest, pues en la soledad del espacio había examinado su vida con una visión más clara, y comprendió que las mujeres —o una mujer— se habían ganado una parte en su corazón que no podía ya negarle a ella.
El «Cosmobile» era una esfera de acero de diez centímetros de espesor, con un diámetro interior de ocho metros dividido en sentido horizontal en dos pisos o cubiertas. Bajo la cubierta inferior estaban las baterías, con repuestos suficientes; los cilindros de oxígeno líquido para mantener el aire respirable, y el aparato compacto del propulsor de éter, o, según lo definiera Ellis en su monografía técnica, el «compensador geodésico electrodinámico». En la cubierta superior estaba la sala de control, bastante abarrotada. El espacio entre las cubiertas se hallaba dividido en dos dormitorios, los almacenes y la cocina.
Keening seguía trabajando impaciente con la radio.
—No puedo coger nada —susurró— ni encuentro nada estropeado en el aparato. Ruidos estáticos, como siempre. Pero ni una voz humana.
Descendieron del puente y abrieron la válvula circular en la superficie de la esfera. Estaba a dos metros del suelo. Ellis dejó caer una escalera plegable de metal y bajaron al patio.
—Por lo visto, Hamilton Penn se ha tomado unas vacaciones —observó Ellis, cuando ya se hallaba bajo el casco de acero del compensador. Señalaba los macizos de dalias descuidados, secos y llenos de malas hierbas—. Penn es el jardinero de color de mi amigo —explicó.
Recordó a Tempest Durand tal como la viera por última vez de pie entre las plantas en flor, y miró esperanzado hacia la puerta. Pero nadie apareció. La casa estaba desierta, envuelta en un silencio pesado y ominoso.
Desconcertados y sintiendo un frío extraño, Ellis y Keening entraron en la casa. Las puertas estaban abiertas. Polvo de meses se había depositado en el suelo. El reloj se había parado. En el comedor había unos platos servidos sobre la mesa, pero la comida, interrumpida sin duda a toda prisa, estaba seca y cubierta de polvo blanco. Aquella casa estaba deshabitada desde hacía tiempo.
Keening fue al aparato de radio de la salita e intentó conectarlo. Ruidos estáticos salieron del altavoz, pero ni una nota musical, ni una palabra humana.
Era terrible, pero el éter estaba mudo.
Entonces Ellis pensó en el teléfono, y se apresuró a llamar a la central. Aunque lo intentó durante varios minutos, no hubo respuesta. ¡También estaba mudo!
Ambos salieron corriendo por la puerta principal y bajaron hacia la carretera. Todo el valle a sus pies estaba vacío de movimiento. El polvo del camino, agitado por el viento, no revelaba huellas de hombres o neumáticos. Indudablemente, no había habido tráfico alguno desde hacía muchas semanas.
—Algo va mal —murmuró Ellis.
Y Keening respondió como un eco:
—Terriblemente mal.
De nuevo en el casco de acero del «Cosmobile», pasaron lentamente sobre las granjas y huertas del hermoso valle de Santa Clara. La fruta estaba sin recoger, las cosechas abandonadas. La campiña estaba extrañamente solitaria, y no vieron ningún ser humano.
A los pocos minutos se hallaban sobre los tejados de San José. Las calles, allá abajo, estaban vacías. La esfera de acero se posó en una plaza desierta. Una vez más dejaron caer la escalerilla de metal y bajaron.
El sol del mediodía caía sobre el asfalto polvoriento. Hasta donde alcanzaba la vista, y en todas direcciones, aceras y calzadas estaban desiertas. Ni vehículos ni peatones circulaban por ellas.
Recorrieron juntos la calle hasta unos grandes almacenes. La puerta estaba abierta y ante ella, con; un letrero que anunciaba «rebajas», había una mesa cubierta de ropas llenas de polvo. Ellis gritó hacia el interior… y el eco pareció burlarse de él.
Luego venía una verdulería, y una carnicería. Ellis abrió de par en par la puerta que no estaba cerrada con llave, y metió la cabeza. Notó un olor a alimentos en putrefacción.
Keening se dirigió ahora hacia un quiosco de prensa, en la esquina. Los periódicos, expuestos al viento y la lluvia, estaban amarillentos, desvaídos, rasgados. Halló uno legible y repitió la fecha en voz alta:
—Diecinueve de mayo.
—¿Mayo? —dijo Ellis como un eco—. ¡Pero de eso hace seis meses!
Registraron ansiosamente la página a la búsqueda de alguna noticia que arrojara luz sobre el misterio terrible y desconcertante del abandono de la ciudad. Pero el periódico no contenía nada extraordinario; la primera página estaba dedicada casi en su totalidad a los brutales detalles de un asesinato cometido en un club.
—Por lo menos nos hemos enterado de dos cosas —dijo Ellis al fin—. Sabemos que sucedió el diecinueve de mayo. Y sabemos que no hubo aviso…, es decir, nada que llamara la atención de la prensa.
—¿Supones…, supones que le ha ocurrido algo a toda la humanidad? —susurró Keening.
—Claro que no —dijo Ellis—. Únicamente algo que asustó a los de aquí y les obligó a largarse. Un terremoto, una epidemia.
¿Qué podría…?
Recordó el éter silencioso y se detuvo.
¡Qué extraño resultaba pensar que podían estar solos —inexplicablemente solos— sobre la Tierra…!
Los dos solos…
Nadie para ayudarles, o criticarles. Nadie que pudiera aplaudirles. Nadie que saludara su regreso y escuchara su historia de las aventuras en la Luna. Nadie, a partir de ahora, con quien conversar. Sólo terror y desolación.
Volando de nuevo hacia el norte llegaron a la bahía de San Francisco. El mar estaba gris por los barcos allí anclados. Flotas del mundo entero se ofrecían a su vista. Grandes acorazados grises, pequeños cazatorpedos, submarinos escurridizos. Espléndidos y orgullosos transatlánticos; barcazas carcomidas por el océano. Yates elegantes de velas blancas y antiguos barcos de vela, de lonas amarillentas y desgarradas. Botes de remos, balsas, canoas y juncos.
En ellos había banderas de todas las naciones. Las barras y estrellas, la Union Jack, la tricolor de Francia. El Sol naciente y rodeado de rayos del Japón. La bandera alemana, con la esvástica. La roja, blanca y verde de Italia. El dragón de la nueva China; y las cruces de Escandinavia. La bandera roja de Rusia, con la estrella, la hoz y el martillo. Y muchas más.
Banderas de muerte. No se veía movimiento alguno en las cubiertas, ni subía el humo de las chimeneas. No se hacían señales, ni se izaban las velas.
¿Por qué estaban aquellos barcos, abandonados y ruinosos, en la bahía de San Francisco?, se preguntaban Ellis y Keening. ¿Por qué los barcos, cuando los hombres habían desaparecido?
El «Cosmobile» se posó ahora en Market Street. Estaba como San José, fantasmal y vacía. Era a última hora dé la tarde, y el sol bajaba hacia el mar, más allá del presidio, con sus hermosos jardines, y la Puerta de Oro. La hora en que debía haber habido miles de personas en las calles en camino hacia la estación del transbordador y sus hogares, al otro lado de la bahía.
Pero Market Street estaba mortalmente silenciosa. No había ningún hombre a la vista, ni un vehículo, excepto un carro abandonado y cargado de fruta, ya podrida.
En las ventanas de una joyería, gemas inapreciables lanzaban sus destellos que a nadie atraían. Ni un comprador que probara el efecto de su brillo sobre un brazo de suave piel, ni un vendedor que las ofreciera. Ni un policía para guardarlas; ni un ladrón para robarlas.
El polvo cubría la calle y los tranvías estaban manchados de orín.
Ellis y Keening volvieron a bordo de su esfera de acero y pasaron sobre la flota muerta de la bahía. Restos de muchas naciones. Barcos de Caronte, abandonados en la laguna Estigia.
Volaron sobre Alameda… y estaba mortalmente silenciosa, como lo estuvieron San José y San Francisco.
Y luego sobre Oakland. En una mitad de la ciudad las calles estaban negras por los vehículos inmóviles allí apiñados. En la estación, los trenes formaban una línea sin fin. El campo de aviación estaba lleno de aparatos.
La otra mitad de Oakland había desaparecido. Entre Broadway y la bahía, la ciudad había sido destruida, aniquilada, arrasada hasta los cimientos. Donde en tiempos se alzaran edificios había ahora una llanura cubierta de estructuras y máquinas de metal plateado.
El «Cosmobile» se posó en tierra una vez más y los dos bajaron por la escalerilla hasta el suelo, desnudo y apisonado. Ante ellos aquel campo recién despejado se extendía de Broadway a la bahía lleno de máquinas enormes de aspecto poco familiar, todas ellas de cierto metal blanco, y todas abandonadas.
En el centro del campo había un bosque de enormes vigas blancas, filas interminables de riostras que daban a Ellis la curiosa impresión de algo incompleto, como si se tratara simplemente de los fundamentos de algo que se había abandonado sin terminar.
Caminando juntos y con cierto temor, Ellis Drew y el pequeño Keening se alejaron del pie de la escalerilla y se aproximaron a la máquina enigmática más cercana. Ellis se dijo que aquel metal azul-plateado era aluminio. A un lado de ella, bajo dos enormes pinzas de metal blanco, se veía una gran cantidad de arcilla roja. Bajo la masa imponente de la máquina había montones de lingotes de aluminio, nuevos y brillantes.
La máquina estaba inmóvil, silenciosa y abandonada.
—Una máquina para refinar el aluminio del barro corriente —murmuró Ellis con reverencia—. Y los seres humanos no la diseñaron. Por mil detalles, esto tiene la impronta de algo extraterrestre. Mira, no hay tuercas, ni tornillos, ni remaches. Está unida mediante placas ajustadas.
Siguieron hacia el conjunto de vigas. Vieron un bosque de brazos de aluminio que se alzaban a una altura uniforme, de unos quince metros, y un marco de poderosas barras de metal que cubrían más de un kilómetro cuadrado.
—¿Has visto lo gruesas que son estas vigas? —murmuró Ellis extrañado—. Debieron diseñarlas para sostener un peso prodigioso. Pero ¿por qué… unos fundamentos así? ¡De más de un kilómetro cuadrado! Y, como ves, no es producto de la ingeniería humana. No hay remaches. Todo, a excepción de las soldaduras, está unido con discos encajados.
—¡Pero los seres humanos tienen que haberlo hecho, Drew! —dijo Keening. El susurro ahogado surgió de la envoltura de vendas sobre su rostro—. ¡La gente vino aquí! Los barcos de la bahía, los automóviles abandonados, los aviones, los trenes desiertos… ¿No será la explicación de toda una serie de grandes inventos? Y luego, un desastre de algún tipo…
—Keening, te digo que esto no fue diseñado por el hombre, al menos no por hombres de nuestra civilización. Esos discos encajados no es que sean mejores que los tornillos y remaches…, sólo diferentes. No, Keening, estas cosas fueron construidas por una ciencia extraterrestre. Pero ¿por qué? ¿Por qué? ¿Cuál fue la razón para la construcción de semejante base, lo bastante grande para sostener todas las ciudades de la Tierra si se colocaran una encima de otra sobre ella? ¿Y luego abandonarla sin utilizarla? Como dijiste, los hombres deben haber venido aquí, pero ¿dónde se han ido? ¿Qué ha sido de la humanidad?
—Creo que lo sé, Drew —susurró el hombrecillo a través de sus vendas—. Creo que sí se utilizó esta base.
El rostro de Ellis le miró sin comprender.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué podría…?
—Drew —insistió Keening—. ¿Te acuerdas del cubo?
—¿Cubo? ¡Oh!, ¿aquel cubo?
—Sí, el cubo que vimos en el espacio. Tenía más de un kilómetro de lado. Poco más o menos el tamaño adecuado para apoyarse sobre esta base. Era blanco…, el color del aluminio. Y nos cruzamos con él, luego debía volar alejándose de la Tierra.
—Eso es —murmuró Ellis. Y en tono desconcertado repitió—: Eso es.
Y se volvió bruscamente hacia su compañero con un temor indecible en los ojos.
—Sí, Keening, lo has adivinado. La raza humana se congregó aquí mientras nosotros estábamos fuera. Todas sus gentes quizás; esos barcos y aviones vinieron de todo el mundo. Construyeron el cubo y se lanzaron al espacio.
—Pero ¿por qué? —preguntó Keening—. ¿Por qué? ¿De qué tenían miedo? ¿De alguna catástrofe prevista? ¿Era el cubo una segunda arca?
—No, Keening. Sabemos que eso es imposible. No hubo aviso: recuerda los periódicos que vimos. Ni tampoco hubo tiempo: no se tomaron un segundo para recoger las cosas de valor, ni cerrar las casas, ni terminar siquiera la comida. No, Keening. No se fueron por su voluntad. Fueron llevados por algo… sin nombre, extraterrestre. Recuerda esos discos encajados. Los hombres no diseñaron el cubo. Lo hizo alguna cosa. ¡Alguna cosa que se llevó a la raza humana de la Tierra como el flautista se llevó a las ratas de la ciudad de Hamelin!
—Y estamos solos —dijo en un susurro aquella figura pequeña—. Y a salvo porque estábamos en la Luna. Vivos, porque nos atrevimos a hacer lo más peligroso…
—Piensa en ello, Keening. Todos nuestros amigos en ese cubo. Todos los que conocimos en la vida. Todos a quienes vimos alguna vez. Llevados de aquí…
El otro se había vuelto y contemplaba en silencio aquella visión extraña de los pilares de metal blanco.
—¡Hemos de seguirles, Keening! —gritó Ellis—. Tenemos el «Cosmobile». Es preciso averiguar lo que sucedió. Y tal vez podamos salvar a unos pocos. Los suficientes… para que los hombres tengan otra oportunidad.
El rostro vendado se volvió lentamente.
—¿Hemos de ir, Drew? Parece algo tan… terrible. ¡Un poder que logró llevarse a toda la humanidad…! ¿Qué posibilidades tendríamos nosotros contra él? Y aquí disponemos del mundo entero…
Los ojos azules de Ellis relampaguearon de súbito.
—¿Quieres quedarte? ¿Qué significaría la vida para nosotros aquí? ¡Envejecer en un planeta muerto! ¡Fantasmas de todas las razas en torno a nosotros! Fantasmas, sueños y recuerdos. Vamos, Keening, ¿no vas a ser…? —Se calló el insulto que asomaba a sus labios y dijo en su lugar—: ¿A tener miedo?
El cuerpo más pequeño de su compañero se puso rígido; el rostro vendado le miró rápidamente.
—Muy bien, Drew. Les seguiremos.
Ellis lamentó al instante lo que había dicho.
—Lo siento, Keening, no pretendía ofenderte. Supongo que todo esto me ha destrozado los nervios —añadió señalando las máquinas brillantes y grotescas—. ¡Señor, criticar tu valor después de todo lo que hemos pasado juntos! Por favor, discúlpame, Keening.
—Está bien —susurró el otro—. Yo había pensado quedarme. Pero ahora comprendo que debemos ir.
Al anochecer estaban de vuelta en el casco de acero del «Cosmobile». Ellis fue al puente de mando y consultó sobre los mapas las notas que había tomado de la posición y velocidad del cubo blanco. Al fin bajó a la cocina, donde Keening preparaba la cena.
—¿Ya has averiguado…? —le preguntó éste en un murmullo.
—Sí. Contamos con los suficientes datos para seguir su curso.
El técnico se detuvo, con un plato de jamón ahumado en las manos, interrogándole con los ojos.
—Resulta difícil de creer. Keening, pero no cabe la menor duda de que el cubo se dirige hacia el noveno planeta. ¡A Plutón!
—¿A Plutón? ¿Y hemos de seguirle hasta allí?
—En cuanto encontremos provisiones.
La esfera de acero se remontó al amanecer y cruzó de nuevo sobre la bahía en dirección a Market Street, ahora desierta. Durante una semana lo registraron todo activamente. Descubrieron comida enlatada en abundancia. Ellis encontró en un depósito de maquinaria botellas de oxígeno comprimido. Keening visitó una armería y volvió de allí con rifles, pistolas, revólveres y municiones.
Pero no se separaban con frecuencia. Casi siempre iban juntos, dominados por el temor instintivo ante aquella Tierra vacía y sin vida.
Ellis se había propuesto encontrar algún pequeño generador-dinamo que podría utilizar para recargar las baterías de la nave a propulsión. Pero no tropezó con ninguno y entonces, pensándolo mejor, trasladó el «Cosmobile» a un almacén de aparatos eléctricos y allí cambió las células viejas por otras nuevas.
Los cilindros de oxígeno y las baterías pesadas no resultaban fáciles de manejar, y ambos estaban exhaustos al iniciar el largo viaje a Plutón…, el planeta más lejano. Pero durante las guardias bajo la cúpula de acero de la nave, contemplando el negro e interminable vacío cuajado de estrellas, tuvieron mucho tiempo para descansar.
Cuatro horas duraban las guardias…, según el cronómetro. A veces parecían de cuatro minutos, y a veces de cuatro mil años. No salía el sol, ni se ponía, y el tiempo pendía inmóvil. El cronómetro seguía avanzando en el silencio. Y el ritmo de sus corazones era más rápido. Hacían guardias, comían y dormían, y sólo hablaban en monosílabos poco frecuentes.
La nave seguía su curso por el oscuro infinito, por el vacío inconcebible. La Tierra y la Luna eran dos puntos brillantes, uno pequeño y blanco, otro más grande y verde. Ambos girando en aquella noche interminable.
El Sol se empequeñecía. Venus y Júpiter, con su tonalidad argentada; Marte, el planeta rojo; Saturno, con su color amarillento, parecían correr hacia él para desvanecerse luego. Al fin, el Sol no fue más que otra estrella brillante, perdida, fútil, en el vacío de la noche universal.
Y ellos seguían adelante, hacia Plutón, el planeta negro, el mundo de la frontera, el último puesto contra la noche del cosmos vacío.
Plutón, el planeta definitivo… y el más viejo. Debía haberse enfriado demasiado para tener vida cuando Júpiter era aún un segundo Sol, cuando la Tierra aún no se había desprendido de la estrella central. La evolución —planetaria y orgánica— habría seguido allí su curso.
Plutón, cuyo libro de la vida sin duda se había escrito hasta el fin y ya estaba sellado y olvidado. Estrella de la oscuridad y de la muerte. ¿No estaría muerta aún? ¿Sería un planeta vampiro que tendiera las manos, desde más allá de la muerte y sobre el vacío, para ir a buscar a la Tierra los frutos frescos y cálidos del Sol?
El viaje había terminado.
El paisaje negro, en el exterior del «Cosmobile», era una desolación helada e iluminada por las estrellas. Con grave riesgo la esfera de acero se había posado sobre una escarpadura. A su alrededor, y a la pálida luz de las estrellas, se veía una extensión negra, un desierto de rocas áridas.
El planeta oscuro. Montañas de puntiagudos bordes se alzaban como dientes crueles hacia el cielo helado, tachonado de estrellas. Picos titánicos, fortalezas gigantescas de roca negra, colosales cañones como pozos de inquietante oscuridad. Cordilleras ciclópeas que caían en abismos desmesurados.
No había aire. El frío era insoportable, el Sol apenas una estrella amarillenta. Nada vivía ni se movía en aquella desolación rocosa de oscuridad y muerte.
Sin embargo a este mundo había venido la humanidad… y en un cubo de aluminio. ¿Por qué? ¿Con qué fin demoníaco?
La esfera de acero se alzó del risco y voló sobre los abismos nacidos de algún cataclismo, por encima de las montañas ciclópeas que se alzaran en las últimas convulsiones de un planeta moribundo, despeñaderos increíblemente retorcidos y abismos obscuros e insondables. Pasó algún tiempo, sólo medido por el inquieto tictac del cronómetro.
Contemplaron un agujero iluminado, un cráter volcánico de montes negros y monstruosos. Su diámetro medía muchos kilómetros, y aún era mayor su profundidad —cientos de kilómetros— que llegaba hasta el mismo centro del planeta negro. Las rocas brillaban azules en el fondo, con el fuego de la radiactividad.
En aquella fosforescencia fantasmal, tan tenue que resultaba espectral, vieron el cubo, a decenas de kilómetros más abajo, sobre el suelo rocoso y de brillo azulado del abismo. Como un bloque de construcción infantil, pintado de plata, y dejado caer con indiferencia entre las rocas.
¿Contendría aquel cubo, después de todo, a la raza humana?
Ellis meditaba en ello, preguntándose también si estaría en él una muchacha: Tempest Durand. Podía haber sido suya, con su belleza, su cuerpo flexible y atlético, su ingenio y vivacidad. Y él la había dejado ir porque su trabajo era demasiado importante, porque no había querido perder el tiempo con una mujer, porque venía a turbarle su proceso mental. ¿La habría perdido para siempre?
El «Cosmobile» quedó inmóvil largo tiempo sobre el borde de aquel pozo.
—¿Hemos de bajar? —preguntó Keening en voz muy baja. Sus ojos, tras las vendas, estaban fijos en Ellis Drew—. ¿A ese fuego azul? ¿Qué podemos hacer contra un poder capaz de llegar hasta la Tierra?
Su voz era un susurro temeroso, suplicante.
Después de todo, se preguntó Ellis, ¿qué podían hacer ellos? ¿Qué podían hacer cuando ni siquiera conocían la naturaleza del poder contra el que debían luchar? Pero entonces recordó a Tempest Durand.
—Sí —respondió—. Vamos a bajar.
El «Cosmobile» entró en el pozo. Y fue descendiendo junto a suaves muros de obsidiana volcánica, abrillantados por el fuego. Junto a bordes serrados, como dientes crueles, y ante unas cavernas de aspecto amenazador.
El débil brillo de la luz de las estrellas fue desapareciendo de las rocas. Los muros se tornaron entonces azules, cada vez más brillantes. El suelo estaba lleno de pedruscos de un tamaño increíble desprendidos de los costados del pozo, una confusión de masas rugosas, brillantes, con una luz fosforescente y débil.
Allá arriba, el borde del agujero —un círculo de estrellas frías— se iba empequeñeciendo. Los muros negros se cerraban sobre la nave, como una garganta que se la tragara. Y el fondo azul del cráter parecía agrandarse, a medida que descendían.
Al fin la esfera de acero se posó en el fondo de rocas, entre dos masas colosales de piedra azulada que le ofrecían cierto abrigo. A unos cinco kilómetros de distancia, sobre las rocas luminiscentes, se distinguían los lados argentados del cubo, pulidos y sin aberturas. Más allá del cubo, y en todas direcciones, se elevaban los muros de rocas brillantes obscureciéndose, estrechándose en la cima del monstruoso agujero bajo lo que parecía un disco salpicado de estrellas.
—Ya estamos aquí —susurró Keening.
—Aquí —repitió Ellis—. Para hacer lo que podamos. Descubrir qué ha sucedido y rescatar a algunos, si podemos. Yo tenía un amigo… —Se interrumpió de pronto—: Hay aire —dijo mientras consultaba sus instrumentos—, aire respirable, aunque escaso, seco y frío. No necesitaremos la escafandra.
Bajaron del puente poniéndose a toda prisa ropas de abrigo, y cada uno cogió del depósito de armas un rifle y un revólver. Finalmente Ellis abrió la válvula, dejó caer la escalerilla de metal y pusieron pie en las rocas que brillaban débilmente con su luz azulada y fría.
El aire era escaso y estaba helado. Ambos jadeaban un poco debido al esfuerzo de bajar la escalera. No había viento, pero el aire gélido de aquel mundo helado y muerto se colaba a través de sus ropas.
Se alejaron furtivamente de la esfera de acero, saliendo entre las rocas en que quedaba oculta, y marcharon en dirección al cubo de aluminio gigante.
Habrían recorrido unos cien metros cuando Keening dejó escapar entre las vendas un grito ahogado de aviso. Con una mano helada y temblorosa cogió el brazo de Ellis Drew y señaló hacia delante. Luego ambos cayeron de rodillas y empezaron a disparar.
Su horror instintivo hacia aquellas cosas que se aproximaban se evidenció en el hecho de que ambos disparasen a la vez, sin dudas ni vacilaciones.
El pequeño grupo de seres que venía corriendo hacia ellos por el fondo del abismo, entre los muros de piedras azuladas, tenía forma humana. Eran hombres por su aspecto, pero había algo en ellos que les hacía a la vez más y menos que humanos. Una horrible metamorfosis había tenido lugar en ellos desde que salieran de la Tierra.
Eran espectros de un horror primitivo. La mayoría iban desnudos; algunos llevaban las ropas en jirones, sucias y destrozadas. Como las rocas, su carne lívida brillaba con una luz azulada. Y era translúcida, de modo que se les veían los huesos.
Esqueletos animados, revestidos de una carne azulada y fantasmal.
Se movían con rapidez, pero con una rigidez curiosa, como marionetas inertes, carentes de vida. Sus rostros tenían una mirada fija y muerta; máscaras transparentes ante las calaveras de cruel sonrisa.
No hacían ruido, no hablaban. Cada uno de ellos parecía inconsciente de su entorno. Los que cayeron bajo las balas de los rifles no gritaron ni gimieron. Los cuerpos se encogieron, se desmoronaron en silencio…, y los demás avanzaron inexorablemente sobre ellos, pisándoles.
Aquellas cosas no revelaban temor. Desarmados, proseguían su avance frente a los rifles, moviéndose con un automatismo notable y extraño. Eran máquinas dirigidas a un solo fin. Únicamente la muerte detendría su avance constante.
Los rifles estaban vacíos y unos cincuenta seres avanzaban decididamente contra ellos. Mientras sacaba: los cartuchos, Ellis gritó a Keening:
—¡Vuelve a la nave! ¡Yo les detendré!
El hombrecillo, que también cargaba el rifle, soltó una risita entre las vendas, un curioso sonido, y sé acercó más a Ellis.
Las armas estaban vacías de nuevo cuando cayó sobre ellos el resto del grupo…, ahora reducido a cuatro cosas monstruosas que se apoderaron de los dos con dedos esqueléticos de uñas largas bañadas en luz azulada. Ellis no tuvo tiempo de cargar el rifle, ni siquiera de sacar el revólver del bolsillo.
Uno cayó bajo el golpe de su arma, que se rompió sobre el cráneo fantasmal. Luego se sintieron cogidos por detrás por unas manos heladas, fuertes, más frías de lo que jamás podría estar la carne viva, con aquella frialdad horripilante de un mundo negro de muerte.
Ellis luchó salvajemente y en vano entre unos brazos extraños cuyos huesos se veían a través de la carne de un azul fantasmal. Luego sonó el revólver de Keening; los brazos se relajaron y le soltaron.
Los dos permanecían en pie, espalda contra espalda. De nuevo se alzó y golpeó el rifle de Ellis, y ladró el revólver de Keening.
Y de pronto acabó la batalla y quedaron rodeados de esqueletos tendidos, cubiertos de carne translúcida. No corría la sangre de aquellas cosas. Ni era mayor su silencio ahora que cuando vivían. Reinó entonces la calma tensa de la espera.
Ellis se estremeció.
—Lo siento, Keening —murmuró—. Yo te metí en esto.
—Pero teníamos que venir —protestó su compañero—. Eso lo comprendo…, aunque tuve miedo. Pero ¿por qué son así estos hombres?
—No lo sé, Keening. —Miró los rostros fantasmales—. Ni siquiera estaban vivos. El que me tocó estaba helado.
—Volvamos a la nave —susurró Keening. Ellis se retiró con él.
—La luminiscencia de estas rocas debe ser causada por la radiactividad —murmuró—. Y eso es lo que los hace… transparentes. Una radiación penetrante.
—Tal vez —asintió Keening—. Parece como si estuvieran bajo los rayos X. Huesos rodeados de sombras de carne.
—Pero eso no explica lo que los trajo aquí. ¿Supones…, supones que toda la humanidad será… así?
El horror latía en su voz. Keening no contestó, pero entonces escucharon la música. ¡Música de locura!
Parecía destrozarles el cerebro. Notas altas, rápidas, en pizzicato, que alteraban los nervios como si los bombardearan con una granizada de sonido. Tintineantes, excitantes, atractivas. Un desafío que los arrastraba hacia ellas.
Un ritmo líquido y sedante; susurros suaves, seductores. Sonidos profundos y resonantes, exigentes, dominadores. Ellis comprendió de inmediato que no oía la música con sus oídos. No era un sonido, sino una radiación penetrante que todo lo invadía. Y pulsaba en su cerebro.
Música de locura. Le anegaba, le conquistaba, le impedía razonar. Se sentía privado de voluntad. Su cuerpo se rendía a la música y se movía impulsivamente a su ritmo salvaje.
Keening estaba junto a él. Ambos habían dejado caer los rifles e iban corriendo hacia aquella música mística (una idea que cruzó por su mente) como las ratas y los niños de Hamelin corrían tras el flautista… Y ante el contraste de la leyenda familiar con su situación actual y desesperada, su horror se incrementó. El efecto psicológico de la música es innegable. Y aquello era algo más que música. No era un sonido, sino una vibración que latía en todo su cuerpo, alterando cada fibra de su sistema nervioso. Era hipnótica.
Entonces, ¿era así cómo había sido arrastrada la raza humana a través del vacío? ¿Por una música de locura que había dominado sus cuerpos, convirtiéndolos en esclavos de sus vibraciones?
Corrieron por el abismo, la mente impotente en sus cuerpos gobernados por aquella música extraña y sin sonido. Pasaron ante la mole enorme del cubo de muros argentados. Y llegaron más allá, a lo que en tiempos debió haber sido una ciudad.
Un espacio nivelado, casi circular, cuyo diámetro medía más de un kilómetro. Rodeado de un muro en círculo, estaba lleno de montones de piedras destrozadas. Ellis pensó que aquellas ruinas eran demasiado regulares para ser otra cosa más que restos de edificios, pero edificios que cayeran en pedazos hacía quinientos mil años, tal vez un millón de años. ¿Dónde habían ido los supervivientes… si los había habido?
La pregunta le fue contestada sin palabras.
La música silenciosa se los llevó más allá del cubo y de las ruinas, hacia el muro vertical y brillante del agujero. Los hizo salir de la ciudad por un camino muy antiguo y destrozado que se dirigía hacia abajo por una hendidura de muros brillantes como zafiros.
De ahí pasaron a unas cavernas en cúpula, enormes e interminables, cuyos muros aún tenían señales de instrumentos. El polvo de siglos yacía en el suelo y se alzaba en nubes a su paso.
La música íntima y seductora les obligó a seguir bajando, hasta una serie de cavernas artificiales. Las rocas eran aquí más brillantes todavía, con un resplandor azul eléctrico, sin sombra, sobrenatural. El aire era más pesado y más cálido, y el suelo estaba limpio de polvo.
Llegaron entonces a un espacio colosal de muros azules, circular y rematado en una cúpula. Aquella música de locura cesó bruscamente de latir en su cerebro. El viaje había terminado.
Aun liberado de la música horrible e hipnótica, Ellis se sintió extrañamente paralizado. Su cuerpo, muy erguido, estaba rígido y extraordinariamente tenso. Hizo un supremo esfuerzo para volver la cabeza y examinar el espacio absurdo al que las vibraciones les habían lanzado.
Era un lugar titánico. El suelo circular no mediría menos de quinientos metros. Y la cúpula tendría unos trescientos metros de altura.
En el centro de la caverna, descansando en el suelo y rodeada de mecanismos colosales, había una montaña roja que latía. Una masa monstruosa, temblorosa, escarlata, enroscada y arrugada. Un montón de carne roja y palpitante, de unos treinta metros de altura, sostenida por marcos y láminas de metal.
De aquel aparato extraño y complicado que la rodeaba se alzaban dos tanques cilíndricos y muy altos de cristal u otra sustancia transparente, llenos de un líquido violeta y luminoso. En la base de cada cilindro había una bomba de impulsión, y un tubo enorme la conectaba a la montaña de carne.
Una masa blanda y escarlata rodeada de un mecanismo extraño y complejo. En torno a ella cientos de hombres… o de cosas como los que lucharan con Ellis y Keening. Monstruos de carne translúcida y brillante, visible el horrible esqueleto.
Ellis, luchando con la parálisis que le invadía, miró la montaña roja preguntándose qué sería. Luego vio el rostro y lo comprendió.
El rostro era grotesca e increíblemente diminuto. Estaba situado justo en el suelo azulado, bajo los pliegues rojizos y temblorosos de la masa. Una boca que era como un pico cruel, sin barbilla, y dos ojos malévolos, tan viejos como el mundo.
Los ojos retuvieron su mirada. Estaban muy cercanos a la boca, en los ángulos del rostro diminuto y triangular. Eran verdes y compuestos, como los ojos de los insectos. Cada uno tenía siete órbitas. La sabiduría de siglos, un poder demoníaco y una crueldad implacable latían en aquellos ojos.
La montaña escarlata era un cerebro. Un cerebro vivo, hipertrofiado en el último grado. Y venía a contestar a la pregunta de Ellis Drew: era la horrible consumación de la evolución orgánica en el planeta más viejo.
No tenía cuerpo. Las placas y vigas de metal eran su soporte. El rostro era fantásticamente pequeño, apretado contra el suelo. Luego vio los brazos.
Los ojos verdosos se detuvieron con fría e increíble crueldad sobre Ellis, y luego pasaron a Keening. Y éste se separó rápidamente de su compañero y se adelantó, como en un sueño, hacia el rostro enano y horrible bajo la palpitante montaña escarlata. Unos tentáculos finos y anhelantes se extendieron desde el cerebro para recibirle. Los brazos del monstruo, cuatro, blancos como las colas de un látigo y de muchos metros de longitud, se extendían y retorcían con avidez.
Cogieron al pequeño Keening, enroscándose como serpientes a sus miembros, y lo arrastraron hacia el rostro. De pronto trató éste de luchar con una energía fiera e inútil. Y Ellis oyó su grito, un sonido jadeante que surgía, entre las vendas de su rostro, ahogado de horror.
Sólo una vez gritó. Los tentáculos blancos le llevaron hasta el rostro. Y el pico negro encontró su garganta.
Ellis intentó moverse, pero la parálisis le dominaba. Adelantó el cuerpo en un terrible intento por seguir a Keening. Los músculos inmóviles le fallaron y casi se cayó.
A través de los labios fríos soltó una maldición fútil. Le hacía el efecto de que el pico negro y cruel del cerebro se hundía en su propia garganta. Él y Keening habían pasado mucho tiempo juntos. El hombrecillo había sido un auténtico camarada, valiente y leal.
¿Habría de resignarse a ver cómo aquel cerebro-vampiro le secaba el cuerpo?
Ellis se esforzó en adelantarse una vez más, luchando en vano contra la extraña parálisis. Entonces recordó el revólver que llevaba en el bolsillo.
Tenía las manos ateridas, rígidas, muertas, penosamente doloridas. Pero al fin consiguió sacar el arma. Sosteniéndola torpemente con ambas manos disparó a la masa del cerebro rojo.
La montaña escarlata se agitó, tembló. Los tentáculos blancos soltaron a Keening, dejándole caer inerte ante el rostro. Los ojos de siete órbitas miraron a Ellis con maldad increíble, con un temor terrible, con un odio aniquilador.
Luchando contra la rigidez de su cuerpo, Ellis se adelantó disparando a los ojos verdes. Uno de ellos se convirtió en una masa pendular de jalea verdosa, y luego el otro.
Pero ya el revólver estaba vacío. Y las cosas que antes fueran hombres corrían hacia él. Esqueletos cubiertos de carne fantasmal, avanzando con un automatismo rígido e implacable.
Ellis comprendió que no tenía tiempo de cargar de nuevo. En pocos segundos todos caerían sobre él. Y, después de todo, las balas apenas harían un daño inmediato al monstruoso cerebro. ¿Qué podía hacer él? Sus pensamientos giraban locamente, y al fin tuvo una idea.
El cuerpo del cerebro gigante era el mecanismo que le rodeaba. Los gruesos tubos eran, indudablemente, sus venas; las bombas latientes el corazón; el líquido violeta en los tanques, su sangre. Si el mecanismo tuviera algún punto vulnerable… Si pudiera romper los tanques de cristal… Su cuerpo aún seguía rígido con la extraña parálisis a que le redujera aquella música sin sonido. Y los seres mecánicos y semitransparentes estaban cerca. Enarbolando el revólver se dirigió vacilante al tanque más próximo.
Tropezó contra la superficie del tanque y martilleó desesperadamente allí con el arma. Al parecer era cristal, pero muy grueso y duro. Unas ranuras blancas se iniciaron en el punto del impacto, pero no se quebró.
Ya los monstruos le aferraban con unas manos brillantes y esqueléticas, inundándole de horror al contacto de sus cuerpos, helados de muerte. Le echaron atrás.
Vio al pequeño Keening que yacía impotente en el suelo azul entre el rostro maligno con su pico negro, los tentáculos de ofidio aprisionando su cuerpo.
Ellis se retorció entre las manos heladas y brillantes que le retenían. Golpeó salvajemente con el arma aquellas calaveras sonrientes. Y de nuevo, por algún tiempo, estuvo libre.
El cristal era irrompible. Se lanzó contra el mecanismo de la bomba, el corazón del cerebro rojo. Parecía bastante delicada. Unos golpes sobre los émbolos brillantes…
Pero no llegó a la bomba.
La música de locura le atacó de nuevo, haciendo latir todo su cuerpo con el ritmo hipnótico y sin sonido. Convertido de nuevo en un instrumento inútil de la vibración, dejó caer el revólver. Y se vio empujado hacia el rostro malévolo del cerebro rojo.
Unos tentáculos finos y blancos se extendieron hacia Ellis y se cerraron en torno a su cuerpo. Con fuerza irresistible se apretaban y contraían sobre él. Y Ellis era arrastrado hacia el horrible rostro, hacia el pico negro y estrecho.
Vio que Keening luchaba por ponerse en pie. Le gritó desesperadamente:
—¡Corre, Keening! ¡Yo trataré de detenerle! ¡Así podrías…!
Un tentáculo largo y blanco se cerró en torno a su cuello y le cortó la voz. Vio que el hombrecillo trataba de correr a salvarle, y le oyó gritar:
—¡Oh, Ellis! ¡Mi…!
Era la primera vez que escuchaba un grito de aquellos labios, ¡o que su compañero le llamaba por su nombre propio!
Otro tentáculo blanco saltó y apresó el cuerpo del técnico. Los dos fueron atraídos hacia el rostro del pico negro.
Y, de pronto, el cerebro se pudrió.
Carecía de la inmunidad contra las bacterias terrestres que ha sido desarrollada por la vida superior de la Tierra. Sin duda sus tejidos blandos fueron un cultivo ideal para los microorganismos de destrucción introducidos en ellos por las balas del revólver de Ellis Drew.
Se desmoronó. Se derrumbó en un montón confuso, retorcido, del que corrían ríos de corrupción.
Los tentáculos perdieron fuerza, les soltaron. Ellis y Keening se libraron de ellos y se alejaron vacilantes.
Los hombres translúcidos y brillantes murieron con el cerebro… si no es que ya estaban muertos, y sólo animados por la voluntad suprema de aquella inteligencia colosal.
Ellis y Keening salieron corriendo de la inmensa caverna perseguidos por el olor repugnante de la rápida putrefacción.
De nuevo cruzaron, ahora lentamente, la llanura circular que debió haber sido la sede de la última ciudad del planeta. Ellis murmuró mientras la cruzaban:
—El cerebro debía vivir ya cuando esta ciudad estaba aún habitada. Sin duda contaba muchos siglos. Y él se aferró a una existencia infrahumana cuando desapareció su mundo y sus gentes acumulando el poder de su ciencia hasta ser capaz de atravesar el espacio con su música. Sin duda fue algo semejante a la radio. Vibraciones en el éter. Sugestión hipnótica a través de las ondas. Dominó la raza humana. Les hizo construir el cubo y los trajo aquí. Como esclavos, como comida.
—Ahora, Ellis, podemos volver —susurró Keening entre las vendas.
—Yo quiero examinar ese cubo por dentro —dijo el ingeniero—. Tenía un amigo… Ya te lo dije cuando volvíamos de la Luna.
—¿Durand?
—Sí. Durand.
Se acercaron al cubo que tenía más de un kilómetro de lado. A cierta altura del muro plateado hallaron una amplia escalera que llevaba hasta una puerta pequeña y cuadrada. Uno junto a otro subieron y entraron en el cubo.
El interior estaba iluminado con un brillo azul, frío, pálido. A través de esa luz vieron infinitos corredores llenos de estantes metálicos que se extendían en hileras, unos sobre otros, hasta perderse en la distancia. Todo el cubo estaba lleno de estantes.
Y sobre los estantes de aluminio yacían, codo a codo, seres humanos, los incontables millones que llegaran de la Tierra. Estaban inmóviles, mortalmente silenciosos. Descansaban ya en completa quietud y silencio. Su carne brillaba translúcida y azulada, y los esqueletos se veían a través de ella.
Ellis les miró y tocó el brazo de uno de ellos.
—Muertos —murmuró—. Todos muertos.
—Es mejor que vivir como aquellos otros —dijo Keening.
El «Cosmobile» se elevó sobre el brillo fantasmal del pozo y llegó una vez más a la clara luz de las estrellas. Como un puntito amarillo, el Sol brillaba allá en el vacío, cálido y acogedor. Ellis y Keening permanecieron juntos en el puente de mando hasta fijar el curso, hasta que la desolación sombría y ruinosa del planeta negro hubo quedado atrás para siempre.
—Sólo quedamos nosotros de toda la humanidad —susurró Keening solemnemente—. Piensa en ello.
—Realmente de nada sirve volver —dijo Ellis—. Vamos a envejecer y morir…, los últimos habitantes de un planeta muerto… Nunca te lo he contado, Keening —continuó—, pero había una muchacha que deseaba ir conmigo a la Luna. Era la persona a quien yo quería ver cuando volvimos. Si me la hubiera llevado…
—¿Te refieres a Tempest Durand?
—Sí, pero ¿cómo supiste su nombre? ¡Yo no te lo dije!
Keening parecía sonreír tras las vendas.
—Lo sé —susurró—, pero ¿pretendes decir que era a Tempest Durand a quien buscabas… todo este tiempo?
—Sí, Keening. De nada sirve decirlo ahora, pero daría mi vida por estar un momento con ella. Fui un imbécil. La dejé por miedo a que distrajera mi atención del maldito trabajo.
—Entonces, de verdad, ¿te gustaría verla?
—¡Sí, Keening! —estalló Ellis, casi furioso—, pero es inútil pensar en lo que podría haber sido… Aunque eso es todo lo que nos queda por hacer.
—Iré a buscarla entonces —susurró Keening. Y se largó del puente dejando a Ellis desconcertado por sus palabras.
Miraba por las portillas de observación el brillo aún débil del Sol cuando una voz clara y melodiosa, que jamás había olvidado, sonó a sus espaldas.
—Ellis, ¿es que no quieres mirarme?
Giró en redondo, la boca abierta de incredulidad.
Tempest Durand estaba en pie tras él, esbelta y hermosa como siempre. Su rostro ovalado estaba pálido, pero la sonrisa era picara.
—¡Tempest! —exclamó él atónito—. ¿Tempest?
Sintió un nudo en la garganta que amenazaba con ahogarle. De un salto salvó la distancia y la cogió por los hombros delicados, mirando aquellos ojos burlones.
—Tempest, ¿no estoy soñando? —gritó con un gozo abrumador—. ¡Háblame, Tempest!
Durante algún tiempo ella le miró en silencio. Luego estallaron las lágrimas en sus hermosos ojos. Se arrojó a sus brazos, riendo casi histéricamente.
—¡Oh, Ellis, soy tan feliz!
—Dime —exigió él, abrazando su cuerpo tembloroso—. ¿Cómo llegaste aquí? No lo entiendo. ¿Es que Keening te tuvo escondida?
—¡Cielos, no! —rió ella entre lágrimas—. ¿No lo ves? ¡Aquí está Keening!
Y levantó en su mano la máscara, ya familiar, de vendas.
—¡Pero tú nunca lo supiste! —dijo. Y entonces se entregó a sus recuerdos—: Cuando te negaste a que fuera contigo, primero pensé en esconderme a bordo. Luego se me ocurrió lo del disfraz. Con frecuencia había hecho papeles de chico en las obras de teatro, en la universidad. Las vendas me ocultaban el rostro, y la misma historia de las quemaduras de rayos X era la excusa para simular la voz. Incluso así me descuidé más de cien veces, pero tú estabas tan enfrascado en la ciencia que apenas advertías la presencia del pobre Keening.
—Pero, Tempest, ¿por qué no me lo dijiste cuando volvimos a la Tierra?
—No podía saber que tu…, tu actitud había cambiado. De todas formas estuve a punto de hacerlo. Y tú me llamaste cobarde, ¿no te acuerdas? Quise probarte que no lo era. Además, habíamos de ir allá de todos modos.
Y así el «Cosmobile» volvió a la Tierra llevando un Adán y una Eva, un Epimeteo y una Pandora, para alzar el telón de otro acto del drama infinito y variado del hombre.
★★★
Este giro (bastante increíble) al final de la historia parece sugerir que, aunque yo todavía no me sentía auténticamente consciente de las mujeres, al menos ya había aprendido a bailar. Asistía con mis hermanos a los bailes de los sábados por la noche, y me había comprado un fonógrafo de los que había que dar cuerda. Había un disco —no recuerdo el nombre de la tonadilla— que ponía una y otra vez a fin de lograr la impresión de la «música de locura» que necesitaba para mi historia.
La idea del argumento es original de M. P. Shield. No creo que yo hubiera leído aún La nube púrpura, pero Ed Hamilton me la había contado una noche en que estábamos acampados a orillas del Mississippi, y mentalmente siempre me he visto perseguido por la terrible visión de un hombre que queda solo en un mundo muerto.
El terror de Plutón es, en realidad, el terror del progreso; eso es lo que se me ocurre ahora al releer la historia. Tal vez se me contagiara ese terror de Wells, cuyos primeros relatos de ficción estudiaba con admiración inmensa. Desde luego, el relato le debe mucho. El cerebro gigante, «la horrible consumación de la evolución orgánica», está tomado, por supuesto, de su obra Los primeros hombres en la Luna y la putrefacción rápida de La guerra de los mundos.
No me gusta insistir en la relación entre el tema pesimista y mis asuntos en la vida real; sin embargo no puedo por menos de reflexionar en que la depresión económica había empezado a abrumarme. Las revistas «pulp» habían sobrevivido a los tiempos difíciles sin demasiados problemas, supongo que porque los obreros sin trabajo seguían adquiriéndolas para distraerse por muy poco dinero; pero el desastre afectó ahora a la cadena de revistas de Clayton. Nunca supe todos los detalles, pero «Astounding» empezó a publicarse cada dos meses y dejó de comprar relatos en 1932. A principios de 1933 se interrumpió su publicación. Clayton estaba arruinado.
Ése fue un duro golpe para mis esperanzas de sobrevivir como escritor, porque Clayton había sido un buen comprador; mi único mercado. Para coronar mis dificultades, Gernsback dejó de pagar las historias que utilizaba, ni siquiera medio centavo por palabra. Después de un pago parcial de cincuenta dólares por La Era de la Luna, nada recibí de él hasta 1934, año en que, gracias a un abogado, conseguí cobrar los trescientos treinta y cuatro dólares que se me debían para entonces.
Salvamento en el espacio, escrita a finales de 1932, fue el último relato que vendí a Bates; en realidad fue el último que vendí a nadie por muchos años a dos centavos la palabra. Se publicó en el último ejemplar de Clayton, con una cubierta de Wesso que, en realidad, se había pintado para la novela Triplanetario, de Doc Smith, que se hubiera publicado como serial de haber sobrevivido la revista.
Al releer ese relato, la verdad es que me gusta. Algunos sucesos tal vez sean tópicos, pero creo que están bien encajados. Las extrapolaciones científicas no son malas, en mi opinión, para 1932. Me complace especialmente el propulsor de fisión de uranio que utiliza mi minero de meteoros, porque es una clara anticipación del Proyecto Orion.
Este proyecto se programó veinticinco años más tarde, a finales de la década de 1950. La idea consistía en enviar una nave al espacio haciendo explotar pequeñas bombas atómicas tras una placa impulsora de acero, una por segundo. Realmente es una idea más práctica de lo que parece a primera vista. Los amortiguadores de sacudida, y la masa de la placa en sí, protegerían a la carga del impacto y la radiación. Se diseñó una versión, que el hombre podía controlar, a fin de llegar a Marte con sesenta tripulantes y mil toneladas de provisiones tras un vuelo de sólo tres semanas.
Aunque yo no lo sabía en 1960, para aquellos involucrados en el proyecto la conquista del espacio estaba ya muy cerca. Los problemas de ingeniería habían sido resueltos hacía tiempo. Orion fue fundado por la NASA, el Departamento de Defensa y la industria privada. La máquina fue construida y probada. Pero entonces, en 1961, todo el proyecto hubo de ser abandonado porque el tratado de prohibición de pruebas nucleares eliminó el uso de bombas atómicas en el espacio.