¡Doce horas de vida!

El capitán David Grant recorría cansadamente el puente de mando de su nave espacial deteniéndose a intervalos para mirar con unos ojos de párpados pesados la negrura cuajada de estrellas del espacio interplanetario más allá de las portillas de observación.

Durante tres días la «Reina de la Noche», la hermosa nave espacial de Grant, había sufrido la persecución del vándalo implacable del vacío interestelar, el «Halcón Negro».

Y durante esos tres días el capitán Grant había mantenido la nave, con su rico cargamento de sales de uranio, de las minas del satélite de Neptuno, y los cien pasajeros que llevaba, muy por delante de los rayos desintegradores del «Halcón Negro», utilizando las baterías de los motores a reacción a su máxima potencia.

Pero el combustible se estaba agotando… Ya había recibido el mensaje de las salas de cohetes: se había abierto el último depósito de protonita radiactiva. A los pocos minutos la gran nave quedaría a la voluntad —una voluntad discutible— del «Halcón Negro».

Lentamente se iba apagando el sonido vibrante de los motores que llenaba la nave con su latido vital.

La aguja negra del indicador de la presión de reacción seguía bajando hacia cero.

La «Reina de la Noche» ya no aceleraba su velocidad.

Observando estrechamente con ojos cansados, Grant vio una luz rosada que estallaba en el firmamento negro salpicado de estrellas.

—¡Ya está! —gimió.

Sabía que aquella luz era la descarga electrónica y fluorescente de los gases radiactivos que surgían de los cohetes de una nave a la carrera. El «Halcón Negro» caía sobre ellos velozmente.

—¡Preparen los rayos!

El capitán lanzó la orden a través del micrófono bajo la pantalla de televisión. Intentó en vano ocultar la impotencia que latía en su voz. ¿Qué podrían hacer los dos pequeños tubos de rayos de la «Reina de la Noche» contra el poderoso armamento del «Halcón Negro»?

El rostro cuadrado de su oficial apareció en la pantalla.

—Rayos preparados, señor —dijo la voz.

El capitán Grant giró ahora en redondo, pues había oído unos pasos ligeros y una alegre canción más allá de la puerta que daba acceso a la sala del puente.

La puerta oval y metálica se abrió de pronto, y una figura encantadora y vivaz la cruzó.

—¡Nell, Nell, cariño! —gritó el capitán con voz repentinamente ahogada.

Aquel ser radiante corrió hacia él, y un instante después el rostro de Grant quedaba sepultado en una masa fragante de cabellos de un rojo dorado.

Era la esposa del capitán Grant. Se habían casado justo antes de emprender el viaje. No le había hablado del vándalo que les perseguía… Le pareció un crimen estropear su felicidad con una ansiedad que nada resolvía.

—¿Qué ocurre, Dave querido? —preguntó ella, la voz sofocada por el abrazo—. Pareces preocupado últimamente…, y has estado trabajando aquí tres días seguidos. ¡Tienes que dormir!

—Mira —dijo el capitán, y señaló por una de las ventanas.

Un fino rayo verde cruzaba la negrura del cielo, saltando como una espada cruel hacia la nave.

—¡Oh, qué bonito! —gritó ella—. ¿Qué es eso, un cometa?

El rostro del hombre palideció, apretó las mandíbulas, y brilló una llamarada en sus ojos azules.

La estrechó aún más apasionadamente entre sus brazos.

—¡Nell, querida mía! —gritó.

Apartó la mirada, tragó saliva y continuó tras un instante de silencio:

—No te lo había dicho, pero el «Halcón Negro» se propone apoderarse de nosotros. Llevamos tres días huyendo de él para salvar la vida. Y empiezo a pensar que hemos perdido la carrera. ¿Sabes lo que significa eso…, el «Halcón Negro»? No te lo dije porque no quería preocuparte.

Los ojos obscuros de Nell le miraban ahora llenos de alarma.

—¡El «Halcón Negro»! ¡El pirata! —gritó—. Pero no sufras, Dave…, yo sé que puedes vencerle.

Los ojos del capitán Grant volvieron a iluminarse, y tuvo que tragar saliva de nuevo. Abrazó a su mujer amorosamente, besó sus hermosos cabellos, el dulce rostro.

—Sí, lucharemos —dijo con determinación—. Lucharemos. Ahora debes retirarte de nuevo, querida. El puente es demasiado peligroso, demasiado expuesto.

—¡No, no! —gritó ella—. Prefiero quedarme contigo.

Pero él la empujó amablemente hacia la puerta.

Secándose los húmedos ojos, volvió a la pantalla de televisión y empezó a dar órdenes para el combate inminente.

El zumbido de los motores cesó. La aguja del indicador bajó a cero. El combustible se había agotado. La nave, arrastrada por su propio impulso, quedaba totalmente a la voluntad del pirata que la perseguía.

Y el brillo rosado del cielo se hacía más claro, con el negro perfil de la nave pirata en su centro.

Una y otra vez aquellos rayos verdes avanzaban hacia ellos desde la nave negra; lanzas que trataban de hacer blanco en la «Reina de la Noche» para desintegrar los átomos de su armadura y convertirlos en polvo atómico, para resquebrajar las paredes de modo que se escapara el aire vital, dejando que los pasajeros y la tripulación se asfixiaran en un vacío helado.

—¡No disparen aún! —ordenó Grant—. Es nuestra última oportunidad… Esperemos a que estén a nuestro alcance.

Pasaron unos minutos tensos.

El «Halcón Negro» corría hacia la nave de pasajeros hasta que las curvas siniestras de su casco de ébano fueron claramente visibles.

Las lenguas verdes de los rayos desintegradores del pirata rozaron en tres ocasiones la nave impotente. Pero el casco no se rompió. El pirata deseaba el botín, más que la destrucción.

El capitán Grant recorría nerviosamente el puente de mando. Cada vez que el fuego verde de los rayos enemigos caía sobre ellos se volvía indeciso hacia la pantalla de televisión, la orden de disparar temblando en sus labios.

Pero en cada ocasión se había dominado.

—¡Esperen! ¡Esperen! —había murmurado una y otra vez—. ¡Todavía no!

Al fin la silueta negra de la nave pirata estuvo junto a ellos, con las alas aerodinámicas recogidas contra el casco y las llamaradas siseando que surgían de los retropropulsores para mantener su posición.

—¿Se rinden? —La pregunta les llegó desde el heliógrafo del enemigo, un espejo giratorio que reflejaba la luz del distante Sol.

—¡Fuego! —gritó el capitán Grant hacia su pantalla de televisión a modo de respuesta.

La torrecilla de disparo de la «Reina de la Noche» giró repentinamente. Dos lenguas estrechas y brillantes de fuego surgieron de ella, como lanzas de esmeraldas. El casco negro del pirata se tornó verde al ser alcanzado.

Y entonces el «Halcón Negro» envió su terrible respuesta.

Una miríada de rayos estalló desde la nave, cohetes brillantes de resplandor verde. Y todos convergían sobre la torre de armadura plateada de la que habían salido los dos rayos defensivos.

Una polvareda obscura surgió de la torre —polvo neutrónico, materia aniquilada— cuando sus electrones fueron alcanzados en los protones centrales por los rayos.

La torre, envuelta en una luminosidad verde, se contrajo y se desvaneció.

Y el remolino de aquella polvareda obscura nubló el espacio.

El capitán Grant gimió y se aferró al borde del panel de instrumentos. Tenía los nudillos muy pálidos.

—¿Se rinden? —repitió el heliógrafo.

El capitán no hizo el menor movimiento para contestar. Pero carecía de recursos. No podía luchar ni huir. Sólo recorrer el puente como un animal enjaulado observando los pequeños cohetes auxiliares que salían del casco de la nave pirata y cruzaban el espacio hacia la «Reina de la Noche» bajo la cubierta de los rayos amenazadores.

Seguía impotente mientras los atacantes se aseguraban sobre la nave con abrazaderas magnéticas y empezaban a practicar unas aberturas en el casco. El capitán Grant contaba únicamente con la escasa provisión de armas, y con la tripulación, para disponerse a repeler a los invasores.

La batalla fue sangrienta e inútil. Media hora más tarde la «Reina de la Noche» estaba en manos del individuo que bautizara a su nave con su mismo nombre odioso: Halcón Negro.

Nell había vuelto al puente. Ella y el capitán habían asegurado la puerta. Estaban abrazados cuando ésta cayó destrozada.

Grant se sorprendió al ver que tanto él como su esposa eran tratados con evidente cortesía, si bien un poco burlona. Los llevaron a uno de los cohetes auxiliares, unidos a la nave condenada, y fueron transportados al «Halcón Negro».

Cuando el cohete auxiliar se hubo deslizado en una de las cámaras de presión de la nave y salieron de él, Halcón Negro los recibió personalmente.

Era un hombre alto, cortés, inmaculadamente vestido. Tenía el cabello largo, sedoso, de un negro lustroso. Incluso sus ojos, fríos y burlones, eran negros como el azabache.

Se inclinó profundamente ante Nell y estrechó la mano del capitán Grant con cordialidad efusiva y burlona.

—Felicitaciones, capitán —dijo con voz monótona y fría—. Su defensa fue excelente, teniendo en cuenta lo inútil de la lucha. Y el vuelo, con esos giros tan adecuados para escapar de mí. Y su inteligencia, reservando los disparos hasta el último momento. Me ha proporcionado las horas más divertidas que he disfrutado en muchos meses. Estoy en deuda con usted.

—Gracias —dijo el capitán con ironía.

—Le aseguro que, en realidad, le debo mucho —insistió Halcón Negro—. Veo que duda de mi sinceridad. Para demostrarlo, ¿puedo hacerle algún favor?

El rostro oscuro y delgado del pirata se curvaba en una sonrisa helada que era casi despectiva.

—¿Habla sinceramente? —exigió el capitán, mezcladas en su voz la ansiedad y la duda.

—Desde luego. Sólo tiene que indicármelo.

—¿Quiere perdonarle la vida a mi esposa…, y devolverla a un planeta civilizado?

Durante unos segundos el hombre de rasgos obscuros miró al capitán y a su encantadora esposa.

De pronto pareció pensar en algo que le satisfizo enormemente, pues sus blancos dientes brillaron con una sonrisa siniestra, y hubo una luz diabólica en sus ojos.

—¡Con todo mi corazón! —gritó con voz helada— Y, como temo que la señora encontraría poca felicidad en una vida sin usted, también le dejaré en libertad.

Con lágrimas de gozo en los ojos, el capitán estrechó la mano fría de Halcón Negro.

—Vengan —dijo éste—. Olviden el favor, si es que quieren llamarlo así. Se lo han ganado. Su esposa será conducida a sus habitaciones, y nosotros observaremos el destino de los prisioneros menos afortunados que ustedes dos.

Halcón Negro dirigió al capitán Grant a lo largo de los corredores de la nave y un sirviente condujo a Nell a una sala lujosa.

Jamás olvidaría el capitán el horror de lo que siguió.

Aquel pirata burlón le llevó a una sala de enorme cúpula, cuyos muros curvados hacia el techo despedían un brillo plateado.

El suelo de la sala era de cristal transparente. Bajo él había un gran compartimiento circular, sin aberturas visibles. El suelo estaba cubierto de una curiosa sustancia roja, masas de formas extrañas.

Grant se estremeció al contemplar aquellas formas allí amontonadas. Parecían estatuas en ruinas; parodias horribles de cuerpos humanos.

—Ese espacio bajo nuestros pies —explicó Halcón Negro con su voz helada y burlona— contiene cierta variedad de hongos escarlata. Las esporas originales vinieron de las junglas del tercer satélite de Neptuno.

»Como sabe, los hongos son un grupo de plantas talofitas, al que pertenecen el mantillo y las setas. Carecen de la clorofila, a la cual deben su color las plantas verdes. La reproducción se lleva a cabo principalmente mediante esporas asexuadas. La característica principal es la velocidad con que se desarrollan algunas variedades.

»Este tipo en particular siente una avidez peculiar por la carne humana, y crece con una rapidez sin precedentes. Me divierte observar su desarrollo sobre el cuerpo de los cautivos menos afortunados. Pero observe usted mismo los resultados.

Un panel se había corrido de pronto en el compartimiento bajo el suelo de cristal. Un hombre desnudo hasta la cintura, en quien el capitán reconoció a un desgraciado ingeniero de su tripulación, fue arrojado a aquella habitación extraña. El panel se cerró instantáneamente.

El hombre cayó de bruces en una nube de polvo rojo. Al momento se puso en pie vacilante, tosiendo, ahogándose y golpeándose el rostro como un loco. Halcón Negro apretó un botón que, sin duda, abrió el circuito de un micrófono. Inmediatamente el capitán oyó un grito de agonía insufrible.

El hombre, bajo el suelo de cristal, corría histéricamente sobre aquel polvo rojo y golpeaba salvajemente los muros con los puños desnudos, chillando, gimiendo, orando y suplicando ayuda.

De pronto su cuerpo torturado quedó rígido. Unas masas curiosas de filamentos escarlata, como mechones de cabellos rojos, le salían de la nariz, ojos y oídos. Aquel crecimiento escarlata fue extendiéndose rápidamente, hasta que todo el cuerpo pareció cubierto de una suave piel roja. Y a los pocos instantes se desmoronaba, con una nube de esporas girando en torno a él.

—¿Qué opina de mi entretenimiento? —preguntó Halcón Negro con una sonrisa insultante.

El capitán Grant sentía náuseas de horror.

—Usted…, usted… ¡Es un demonio! —dijo ahogadamente.

Una rabia ciega venció de pronto sus náuseas.

Y, apretando el puño, se lanzó bruscamente hacia el pirata satánico.

La mano de Halcón Negro se alzó con rapidez sosteniendo un tubo de rayos, diminuto pero mortal.

—No pierda el control, capitán —dijo—. Recuerde que prometí que usted y su esposa quedaban dispensados de sufrir la pequeña ceremonia que acabamos de presenciar. No haga que me vuelva atrás de esa promesa.

El capitán retrocedió ante la amenaza del arma, sintiéndose de pronto débil y tembloroso.

—Permítame que salga de este lugar infernal —murmuró.

Halcón Negro llamó a un sirviente para que le acompañara a su habitación.

Durante una semana el capitán Grant y su esposa fueron huéspedes involuntarios del pirata, tratados con una cortesía deliberada, aunque insultante.

La nave negra, cargada con el botín, proseguía su inquieto viaje por el vacío.

Luego, tras una noche de sueño turbado, el capitán despertó y vio que Nell había desaparecido de la lujosa habitación que compartían.

Inmediatamente buscó a Halcón Negro, que le acogió con su amabilidad fría y burlona.

—Su esposa se encuentra ligeramente indispuesta —le informó en tono tranquilizador—, y ahora está en manos de mis especialistas. No debe temer por ella. Además —añadió—, le interesará saber que pronto vamos a separarnos. Dentro de unas horas entraremos en la atmósfera del planeta Venus.

Allí le dejaremos con su esposa. Lamento prescindir de su compañía.

—Sea lo que sea que haga conmigo, por favor, perdónele la vida a Nell —suplicó el capitán.

—Mi palabra sigue teniendo valor —dijo Halcón Negro fríamente.

Varias horas más tarde, con cierta sorpresa del capitán Grant, la nave se posó en tierra firme. Le acompañaron hasta más allá de la puerta y miró en torno ansiosamente.

El negro casco de la nave yacía sobre una playa solitaria de arena. Más allá se alzaba una muralla de piedras grises. El océano, de un gris verdoso, se extendía en todas direcciones. Nubes grises llenaban el cielo.

La figura elevada de Halcón Negro estaba junto a él.

—Una isla del planeta Venus —dijo—. A menos de mil millas de la ciudad de Thalong, de donde puede llegarle ayuda.

—Pero ¡mi esposa…! —gritó el capitán.

—Aquí está.

El pirata señalaba dos grandes cofres de metal plateado que la tripulación bajaba por la plataforma. En un momento quedaron depositados uno junto a otro sobre la arena.

—Su esposa está en uno de ellos —dijo, con sonrisa demoníaca—. Se halla bajo la influencia de un débil narcótico que la mantendrá tranquilamente dormida durante doce horas. El cofre contiene aire suficiente para que le dure ese tiempo; pero no más. También contiene provisiones, alimentos y agua, y un transmisor de radio portátil con el que puede pedir ayuda. El cofre no está cerrado…, sólo tiene que alzar la tapa.

—¿Y el otro cofre? —La voz del capitán era ansiosa.

—¡Ah, el otro cofre! —sonrió Halcón Negro—. El otro cofre…, está lleno de esporas del hongo escarlata. Si lo abre, por un error infortunado, una nube de esporas saldrá instantáneamente y se fijará sobre su piel. Y sufrirá el mismo destino…

—¿Qué cofre…? —empezó a decir el capitán con voz temblorosa.

—¡Ah, sí! ¿Qué cofre? —contestó en tono suave Halcón Negro—. Eso es lo que debe decidir.

Recuerde que su esposa sólo vivirá doce horas si no se abre el cofre. Y entonces, adiós, amigo mío.

Dejando al capitán Grant aterrado y sin habla, el pirata espacial desapareció tras la puerta. Unas llamas sisearon desde los retropropulsores de la nave, negra y alargada. Y ésta se desvaneció muy pronto entre las nubes grises.

El capitán quedó solo con los dos cofres.

Parecían totalmente idénticos. El diseño complicado, grabado en aquel metal plateado, era el mismo en ambos. Medirían unos dos metros de longitud por uno de anchura y de espesor.

Se entregó rápidamente a su examen. No conseguía detectar la menor diferencia. Apoyaba el oído en uno u otro, con la esperanza de advertir el débil sonido de una respiración que le revelaría cuál de ellos encerraba a su preciosa Nell. Pero no oyó nada.

Se separó de los cofres y vagó ansiosamente por la playa, escudriñando anhelosamente la extensión del océano, mirando el brillo grisáceo del cielo. El corazón le dio un vuelco cuando creyó divisar una nave distante. Pero la desesperación le abrumó de nuevo al descubrir que sus deseos le habían engañado.

Volvió junto a los cofres brillantes, juntos sobre la arena. Y corrió de uno a otro escuchando, palpándolos, atreviéndose incluso a alzar un poco la tapa.

Su cerebro era un caos de confusión. ¿Y si Halcón Negro le hubiera engañado? ¿Y si los cofres estuvieran vacíos? ¿Y si ambos contenían las esporas fatales? ¿Y si su amada Nell estaba en uno, y las provisiones y el aparato de radio en el otro?

De nuevo caminó con agitación ante los cofres, reflexionando. Pasaban las horas: pronto habría que liberar a su esposa, o ésta se ahogaría.

En un impulso se inclinó para alzar la tapa del más próximo.

Descubrió unas letras grabadas en el borde de la tapa:

EL OTRO

Eso era obra de Halcón Negro. Un aviso. El capitán Grant corrió al otro cofre. Pero, ya con la mano en la tapa, se detuvo tembloroso, el cuerpo bañado en un sudor frío.

¿Y si el aviso era falso? ¿Se habrían escrito esas palabras para hacerle abrir el cofre mortal? ¿O se proponía el pirata salvarle la vida? Corrió de nuevo al primer cofre, se detuvo y cayó al suelo, abrumado y tembloroso. El sudor frío helaba su cuerpo, le dominaba un mareo extraño, tenía la garganta seca y todo el cuerpo agitado por el temblor. Pero el tiempo corría… No podía retrasarlo más. Se puso en pie vacilante, volvió corriendo al cofre que no tenía el aviso; tocó la tapa. Una debilidad le venció.

—Es un truco —murmuró.

Dio la vuelta y regresó al primero. Tocó la tapa. Las palabras allí grabadas: EL OTRO, se ofrecieron de nuevo a su vista. Se echó atrás, como ante una serpiente venenosa, y se alejó corriendo de los cofres, vacilando sobre la arena, los ojos ciegos de temor. Imaginaba los hongos, rojos y veloces, creciendo sobre él, ahogándole, convirtiéndolo en una masa putrefacta.

¡No abriría el cofre! Existía la remota posibilidad de ser descubierto por alguna nave que pasara por allí antes que él muriese de hambre.

Pero de pronto la visión horrible de su muerte, devorado por los hongos escarlata, se transformó en la imagen de Nell tal y como la viera en el día de su boda, hacía tan poco tiempo. Feliz y dichosa y muy enamorada de él. Estaba en uno de los cofres, y se ahogaba. No podía dejarla morir.

Corrió de nuevo al cofre con el aviso. Mientras sus dedos descorrían el cerrojo, imaginó la nube repentina de esporas rojas, el horrible dolor que sufriría mientras aquello penetrase en sus pulmones y, desarrollándose vertiginosamente, le invadiese todo el cuerpo hasta ahogarle, hasta atravesarle con sus raíces.

La debilidad y el pánico le dominaron. Se echó hacia atrás, secándose el sudor frío de la frente con el dorso de la mano.

Por un momento se detuvo sin saber qué hacer. Luego pensó en Nell, despertando en aquella especie de ataúd, golpeando alocada sus muros, luchando por respirar, muriendo al fin. Fue al otro cofre y vaciló. Volvió al que tenía el aviso.

Y, con un esfuerzo convulso y repentino, alzó la pesada tapa.