S.O.S. S.O.S. S.O.S.
Tres cortos, tres largos, tres cortos. Las lucecitas hacían guiños desde la tierra obscura. Dan McNally, capitán y propietario de la pequeña y vieja goleta de carga «Virginia», captó el débil parpadeo de la isla al salir a la cubierta anterior. Se detuvo y miró la línea obscura de la tierra, bajo las estrellas tropicales. De nuevo surgió la luz en un punto rocoso, muy por encima del borde blanco de los acantilados fosforescentes, emitiendo la señal de peligro.
—Creo que alguien nos avisa con una linterna —gruñó Larsen, el sueco, en el timón.
Dan sintió el impulso de contestar. Corrió a la sala de mapas y volvió al instante con un farol encendido y una copia del «Almanaque Náutico» que le serviría para ocultar la luz entre los destellos. Y envió la respuesta.
De nuevo parpadeó una lucecita en aquella masa obscura de tierra deletreando las palabras con bastante lentitud, como si el que las enviaba no estuviera muy seguro de sus conocimientos de Morse. Por muy sorprendido que quedara Dan ante las señales procedentes de una isla que figuraba en los mapas como desierta, todavía se sorprendió más ante el mensaje que recibía.
—Están en grave peligro —leyó en Morse—. Aquí hay algo espantoso. Lárguense a toda prisa. Envíen un radio a los barcos de guerra. Estoy…
La luz se cortó de pronto. Dan forzó la vista para distinguir el punto de donde saliera y, pocos segundos más tarde, vio algo curioso. Una lanza veloz de luz verde brotó del acantilado rocoso, iluminándolo débilmente con un brillo verdoso. Saltó y se apagó en un instante, dejando la isla tan obscura como antes.
Dan seguía registrando con la vista pero no divisaba más luz que el brillo pálido y fosforescente en el punto en que las olas rompían contra la muralla de granito de la isla.
—¿Qué opina? —preguntó Larsen a su lado.
Dan vaciló, luego contestó lentamente:
—No lo sé. Al principio pensé que habría algún loco suelto por la isla. ¡Pero esa luz verde…! No me gusta nada.
Miró de nuevo la masa obscura de la tierra. La isla Davis no es más que una de las innumerables islas que puntean al Pacífico Sur, simplemente la cima de un volcán apagado que se proyecta sobre el mar. Oficialmente propiedad de Gran Bretaña, figura en los mapas como desierta.
—Que enviemos un radio a los barcos de guerra, ¿eh? —murmuró.
Un transmisor de radio era algo de lo que el «Virginia» no podía presumir. Había estado recogiendo médula de coco y mariscos entre las islas mucho antes que tales inventos fueran de uso común, aunque Dan había invertido en el barco la totalidad de sus modestos ahorros el año anterior.
¿Para qué querría alguien buques de guerra en la isla Davis? El nombre despertó ahora en él un vago recuerdo. «¿Isla Davis?», se repitió mirando ensimismado el negro mar. ¡Claro! De pronto lo había recordado. Un artículo de prensa que había leído cinco años antes, cuando se disponía a abandonar la universidad, a mediados del último curso, para seguir la llamada de la aventura.
El artículo se refería a un eclipse de sol, únicamente visible desde ciertos puntos del Pacífico. Un tal doctor Hunter, bajo los auspicios de una universidad del oeste, había embarcado con sus instrumentos y ayudantes con destino a la isla Davis, a fin de estudiar la corona solar durante los pocos y preciosos minutos en que la sombra cubriría el sol, y observar el desplazamiento de ciertas estrellas como prueba de la teoría de la relatividad de Einstein.
El periodista había entrevistado al grupo en San Francisco la víspera de la salida. Había tomado fotografías del navío contratado por el doctor Hunter, de sus instrumentos y de su hija Helen, que actuaba como secretaria suya. Dan recordó que no parecía en absoluto una mujer consagrada a la ciencia. En realidad su rostro le había resultado muy atractivo, a pesar de la mala calidad de las fotografías de la prensa.
Pero el recuerdo no arrojaba luz alguna sobre aquel acertijo. A lo largo de los años que le habían llevado hasta este punto en el viejo «Virginia», perdió el contacto con la ciencia que le había interesado en su época de estudiante. No sabía nada del resultado de la expedición de Hunter. Pero aquella isla había sido su destino.
Se volvió con decisión al hombre del timón.
—Larsen, nos quedaremos a la vista de la costa hasta el amanecer —dijo—. Luego, a menos que veamos algo extraordinario, bajaremos un bote de vela para…
La frase quedó sin terminar. Por el rabillo del ojo Dan vio un rayo de luz verde que corría hacia ellos desde la isla. Aquella línea de luz pareció alcanzarle como un golpe físico. Llamas verdes brotaron a su alrededor y, sin saber cómo, se vio lanzado del puente, por encima de la borda, y cayó al mar.
Su impresión sobre el incidente fue bastante confusa. Debió haber caído en el agua con tal fuerza que se quedó sin aliento. Luchó por volver a la superficie, y al fin salió tosiendo y resoplando, expulsando el agua salada que le amenazaba los pulmones. Habían pasado varios minutos antes que se encontrara pedaleando en el agua y pudiera ver lo sucedido.
El viejo navío estaba a unos cien metros, hundiéndose rápidamente bajo la brisa ligera. El fuego verde y extraño había desaparecido. Por lo visto la nave había sido desintegrada en su mayor parte por el rayo, o la fuerza de la que él era el efecto visible. El palo principal había caído y colgaba sobre un costado entre un lío de cuerdas.
Llamas altísimas se elevaban en una docena de puntos sobre los restos del barco. Algo roto y grotesco, extrañamente iluminado por el fuego, colgaba sobre el timón: el cuerpo de Larsen. Nada vivo había a la vista, y Dan, tras echar una última mirada al casco destrozado, comprendió que era el único superviviente de la catástrofe.
—Lo siento por los muchachos —murmuró a través de unos dientes temblorosos, ya que el agua fría le entumecía rápidamente— y por el pobre Larsen…
Pensó de nuevo en el aviso lanzado desde la isla.
—Supongo que debe haber algo allí, después de todo —murmuró para sí—. El chispazo verde que detuvo las señales y el fuego verde que nos alcanzó…, ¿qué podrá ser? —Miró la silueta negra e imponente de la isla y empezó a librarse de las ropas empapadas—. No me extraña que alguien pidiera barcos de guerra. Pero incluso un barco de guerra, si le alcanza ese rayo…
Inspiró profundamente y hundió la cabeza para desatarse los zapatos y librarse de ellos. Luego, con una mirada final a las ruinas del «Virginia», se despojó incluso de la ropa interior y nadó con facilidad hasta la costa.
Los muros rocosos de la isla Davis estaban a cinco o seis kilómetros. Pero no había viento, el mar oscuro estaba tranquilo y apenas se movía un suave oleaje. Como era un buen nadador, y estaba en inmejorables condiciones, Dan no temía en absoluto esa distancia. Sin embargo corría el peligro de ser atacado por un tiburón, o que no pudiera encontrar un lugar por el que subir en aquel terreno escarpado.
Habían sonado cuatro campanadas cuando vio la primera luz, así que eran entonces las diez en punto. Unas cuatro horas más tarde Dan tocó fondo y avanzó lentamente, subiendo por una playa de arena gruesa, entre la espuma fosforescente.
Se frotó los miembros agotados para librarse de la sal del mar y se sentó unos instantes junto a un tronco caído que resguardaba su cuerpo desnudo del frío viento de la noche. Pocos momentos después se levantó, flexionó los músculos y miró a través de la oscuridad sólo iluminada por las estrellas para hallar el modo de subir el acantilado, más allá de la playa. Pero le fue imposible distinguir nada.
—Tengo que seguir moviéndome y encontrar algunas ropas —murmuró—, aunque pueda tropezar con quien lanzó el rayo verde. Claro que hasta este momento he tenido mucha suerte, después de todo. Larsen y los demás… Pero no quiero pensar en ellos. Me pregunto quién enviaría el aviso desde la isla. ¿Le habrá alcanzado también el rayo verde?
Se volvió a mirar la amplitud negra del mar. A lo lejos el «Virginia» estaba ya muy hundido en el agua, con una columna de llamas surgiendo del casco. Mientras observaba las llamas se fueron debilitando y al fin se extinguieron, lo que hizo comprender que la nave se había ido al fondo. Entonces observó un brillo pálido entre las estrellas, por el este.
—¡Vaya! —murmuró de nuevo—. Así que va a haber luna. En cuarto menguante, pero me iluminará para subir desde la playa.
Un momento más tarde los cuernos de la Luna asomaban sobre el borde negro del mar. Dan esperó, sin dejar de mover los brazos y saltar de un lado a otro sobre la arena, hasta que la luna iluminó el horizonte y le permitió ver a su pálida luz la superficie escarpada de un risco.
Eligió un sendero hasta la cima y subió por él, encontrándose al fin en una espesura que era casi una jungla. Eligiendo el camino con el mayor cuidado, pero hiriéndose dolorosamente en la piel desnuda, se abrió paso unos cuantos metros a través de los arbustos hasta un punto ventajoso desde el que podía ver a su alrededor.
Advirtió que estaba en un valle estrecho, o un barranco, con elevados riscos a ambos lados. La luz plateada de la luna caía sobre los arbustos que cubrían el suelo estrecho del cañón, el cual iba alzándose a medida que se adentraba en el interior de la isla.
Alzando los ojos desde el cañón, Dan se quedó atónito ante lo que se ofrecía a su vista.
Marte, el planeta rojo, colgaba brillante e inmóvil, muy bajo en el cielo occidental, y envuelto en una luz de un rojo sanguinolento. Directamente debajo de él, y bañada por la luz pálida de la luna, había una cima rocosa y desnuda que parecía ser el punto más elevado de la isla. Y sobre aquel pináculo que venía a quedar justo bajo el planeta rojizo, había una máquina asombrosa.
Tres torres esbeltas de un metal blanco y reluciente a la luz de la luna, como si fuera aluminio, se alzaban desde la cima. Sostenían, en posición horizontal, un enorme anillo de metal que debía tener, según calculó Dan rápidamente, al menos treinta metros de diámetro y quedaba a otros tantos metros sobre la cima de la montaña.
Aquel anillo enorme brillaba con un extraño resplandor púrpura, rodeado por una débil neblina vacilante de tono violeta. Una fuerza desconocida parecía latir en el interior de aquel anillo poderoso, agitando la niebla en torno.
Y, suspendida en el interior del anillo, un poco por debajo del borde, había una aguja fina y larga de luz blanca y cegadora. Desde su punto de mira en el cañón, Dan creía ver una línea tan sólo, muy aguda, aunque sabía que debía ser algún tipo de saeta o manecilla luminosa, en la que latía aquella fuerza desconocida, pues la aguja se agitaba un poco, con movimientos rápidos e inseguros. El brillo de su luz vacilaba en ocasiones, como si latiera con un ritmo extraño e irregular.
¡Y la aguja brillante apuntaba directamente al planeta Marte!
Dan permaneció largo tiempo observando el anillo púrpura sobre las torres argentadas y la aguja brillante en su interior. También miraba a Marte, que brillaba como un ojo rojo y siniestro sobre aquel mecanismo increíble.
Su mente era un torbellino confuso de ideas, de asombro mezclado con temor. ¿Qué significaba el anillo y la aguja brillante? ¿Qué relación tenía esta maquinaria con el aviso de peligro que le llegara desde el acantilado, y el fuego verde que destruyera el «Virginia»? Y, ¿por qué señalaba la brillante aguja hacia Marte?
No supo en qué momento empezó a oír el sonido. Durante algún tiempo sólo fue un detalle más en el conjunto de misterios de la isla, otro elemento más del ambiente extraño y pavoroso que le rodeaba. Luego se elevó un poco y Dan tuvo de pronto consciencia de él como una amenaza adicional. El sonido no era muy alto, sino profundo y vibrante. Un chirrido o zumbido, como el de un motor potente amortiguado; pero era más intenso que el de cualquier motor fabricado por el hombre. Y venía del escarpado, del punto en que la maquinaria se alzaba sobre la montaña.
Aquel zumbido poderoso y ahogado asustó mucho más a Dan que cualquiera de sus experiencias anteriores. Temblando tanto de temor como de frío se encogió junto a un gran tronco en el borde de la maraña de arbustos que cubrían el fondo del barranco. El corazón le latía locamente y le dominaba un temor irrazonable: algo terrible le había visto e iba a lanzarse en su búsqueda. Por un momento debió echar mano de toda su fuerza de voluntad para no salir corriendo entre los arbustos vencido por el pánico. Lo desconocido siempre es terrible, y él había invadido los dominios de una fuerza que no conseguía entender.
Sin embargo le bastaron unos segundos para recobrar el ánimo. Se dijo que tan seguro estaría allí, en la jungla, como en cualquier punto de la isla. Pensó en encender fuego, luego comprendió que no tenía cerillas y que, aun si las tuviera, no se atrevería a hacerlo. Recogió unos puñados de hierba seca para hacerse una especie de cama en la que se acurrucó, dando gracias a su suerte porque la isla estuviera en una latitud casi tropical.
Sus pensamientos volvieron de nuevo al acertijo con que se enfrentaba: el rayo verde y el mecanismo extraño sobre la cumbre. Recordó historias fantásticas que había leído sobre científicos eremitas que llevaban a cabo sorprendentes experimentos en partes aisladas del mundo. Y decidió que algo así debía estar ocurriendo allí.
—El rayo verde es una especie de rayo de la muerte —resumió en voz alta—, y lo disparan desde esa aguja brillante. ¡No me extraña que no deseen que nadie venga a molestarles! Deben estar fabricando algo que puede trastornar la civilización. Pero es raro que la aguja apunte a Marte…
De este último hecho (tal vez una pista para la solución más razonable, aunque misteriosa, del caso) no dedujo nada. En realidad, acurrucado en aquel montón de hierbas y gozando de una cierta comodidad, pronto se durmió, reflexionando en vano sobre aquel último detalle.
Le despertó un ruido, un ronroneo suave e insistente, casi como el de un pequeño motor eléctrico que funcionara a toda velocidad. Volvieron en tropel a su mente los recuerdos de la noche anterior y se puso en pie de un salto, muy alarmado, descubriendo que sus músculos estaban rígidos y entumecidos por la posición en que se había quedado dormido.
También escuchó el rugir del trueno y, alzando la vista, observó que el cielo sobre el mar estaba cubierto de una masa de nubes obscuras y amenazadoras. Aquellas nubes de tormenta eran de una negrura tan extraña y portentosa que le llenaron de un temor indecible.
De pronto comprendió que no había sido el trueno lo que le despertó. El ruido que había oído no tenía esa cualidad repentina y persistente del trueno. Mientras se hallaba allí inmóvil escuchó de nuevo el ronroneo insistente a sus espaldas. Giró en redondo para enfrentarse a él. La conmoción producida por lo que vio le dejó momentáneamente desconcertado y tembloroso…, aunque sin duda el ambiente general influyó en el efecto causado.
El sonido provenía de una máquina de metal brillante, medio oculta en un arbusto a una docena de metros, ¡y mirándole!
Estaba construida de un metal plateado y reluciente que, según pensó Dan más tarde, debía ser aluminio o alguna aleación de ese metal. La caja brillante era muy semejante a un ataúd o sarcófago antropoide de los que utilizaban los egipcios para encerrar a sus momias, aunque más grande; desde luego, nada que recordara a Dan un objeto de uso corriente. Era una caja oblonga de metal. Unos tubos gemelos surgían de la parte superior, en los que brillaban unas lentes como si fueran ojos. Por debajo de ellos salían tentáculos de acero brillante de más de un metro de longitud, que se curvaban y agitaban como si estuvieran vivos. Los arbustos tapaban las piernas de aquella cosa, de modo que Dan no podía verlas.
De pronto saltó hacia él, elevándose dos metros sobre el suelo y cubriendo así la mitad de la distancia que los separaba. Aterrizó con facilidad sobre dos miembros largos de metal y articulados, con los que había saltado, y siguió fijando los lentes hacia Dan, de modo que éste comprendió que aquel objeto grotesco de metal estaba vigilándole.
Observó que sus patas eran similares a las del saltamontes, tanto en la forma como en la posición. Y evidentemente saltaba del mismo modo sobre ellas. Entonces advirtió otro detalle curioso.
Tres barras de metal se proyectaban sobre la parte más ancha de la caja. Y los extremos estaban unidos por un pequeño anillo, de unos diez centímetros, que brillaba con una luz púrpura, y una neblina violeta le circundaba, exactamente como el enorme anillo que viera Dan en las torres sobre la cima de la montaña. En su interior había también una fina aguja de metal, de fuego blanco e intermitente.
Sí, en la espalda del monstruo metálico había una réplica en miniatura del extraño mecanismo sobre el pináculo. La aguja señalaba hacia lo alto del cañón. Levantando la vista, Dan comprobó que apuntaba a la maquinaria sobre la montaña, que todavía parecía más brillante en la mañana nublada que a la débil luz de la luna. El anillo colosal estaba envuelto en un manto espléndido de llamas purpúreas, y la aguja, larga y fina, que había girado para seguir a Marte por el horizonte, seguía latiendo con un fuego blanco y tembloroso.
Durante unos minutos los dos siguieron observándose mutuamente. Un hombre desnudo, tenso y desconcertado en presencia de fuerzas misteriosas…, y una máquina grotesca de brillante metal blanco, cuyas partes y miembros imitaban las funciones de una criatura viva.
Luego uno de los tentáculos que surgían bajo la «cabeza» de la máquina fue a buscar en el interior de la caja de metal y reapareció con lo que parecía ser un disco plano de color esmeralda de unos cinco centímetros de diámetro y uno de espesor.
Alzó el disco con una de sus caras hacia Dan. No hubo sonido, pero un rayo de luz verde partió de él abriendo un amplio sendero y dejando a su paso humo y restos abrasados.
Sin embargo Dan, que ya esperaba algo así, se había lanzado de bruces al abrigo del tronco junto al que pasó la noche. Se encogió allí, a fin de resguardarse, recogió una piedra no demasiado grande para ser arrojada y aguardó dispuesto y alerta.
Oyó el suave ronroneo al otro lado del tronco. Un objeto brillante saltó sobre él. Aplastando los arbustos, el monstruo de metal cayó en el suelo al mismo lado del tronco en el que estaba Dan.
Pero todavía no se había vuelto y, en consecuencia, le daba la espalda. Cuando empezó a girar lentamente, Dan alzó la roca con una seguridad nacida de su infancia en la granja. El instinto le impulsó a arrojarla contra el anillo y la aguja en la espalda del monstruo, al parecer su punto más vulnerable.
Ya fuera por suerte o habilidad, la piedra dio en el anillo brillante, aplastándolo contra la aguja…, y una parálisis instantánea dominó a aquella cosa metálica. Sus tentáculos y miembros quedaron rígidos y cayó al suelo.
Dan se dirigió hacia él y lo examinó brevemente. El disco verde había caído al suelo, así que lo recogió. Estaba hecho de cristal de esmeralda, y tenía un pequeño conmutador de metal brillante a un lado. Con cierto temor trató Dan de pulsarlo pero, en parte por miedo a que otros seres semejantes vinieran a socorrer al monstruo caído, y en parte para refugiarse de la tormenta que amenazaba, se retiró a las sombras de la jungla sin soltar aquel objeto.
Pasó casi media hora tratando de encontrar un lugar en el que pudiera gozar de una seguridad relativa. Permaneció allí oculto durante algún tiempo, helado, aplastando de vez en cuando los insectos que recorrían su piel desnuda y soñando ya con una taza de café y un buen bistec, y con la posibilidad de hallar una solución lógica a las cosas tan extrañas que había encontrado en la isla. Después de su encuentro con el monstruo de metal suponía que su teoría de algún científico eremita no era la más adecuada.
De pronto le llamó la atención el maullido inconfundible de un gato. Luego oyó unos pasos, los pasos suaves de unos pies humanos, y una voz femenina y clara que llamaba: «Gatito, gatito», en tono bajo. Los pasos y la voz parecían venir hacia él y, como no oía el ruido de ramas rotas, supuso que habría un sendero que él no había visto.
—Hola —se aventuró a decir cuando la voz se hallaba a pocos metros de distancia entre los arbustos.
En el mismo instante un gato gris se abrió paso bajo las ramas y corrió confiadamente hacia él. Dan extendió la mano, le acarició y lo levantó. Pocos segundos después la voz femenina contestó:
—Hola. ¿Quién es usted?
El sonido avanzaba entre los arbustos, como si su interlocutora se dirigiera hacia él. Dan, repentinamente consciente de su desnudez, dijo a toda prisa:
—Espere un minuto, que no llevo ropas. Mire, soy Dan McNally. Era el dueño del barco que se acercó anoche por casualidad a la isla.
Una risa deliciosa acogió el pánico de las primeras palabras. Luego la voz, dulce y seria de nuevo, contestó:
—Entonces, ¿pudo nadar hasta aquí desde el barco al que yo hice las señales?
—Sí.
—¡Caray, entonces me alegro de encontrarle! Y, ¿dice que no lleva ropa? No lo sé… —hizo una pausa y luego continuó—: Aquí cerca tengo una sábana dispuesta para hacer señales durante el día…, si tuviese oportunidad. Puede envolverse en ella hasta que encontremos algo mejor.
La risa estalló de nuevo y otra vez se la oyó correr entre los arbustos. Luego apareció un brazo, sosteniendo una tela atada.
—De acuerdo —gritó Dan—. ¡Échela por aquí!
Un instante después, con la sábana en torno al cuerpo como si fuera una toga romana, y con el gatito en brazos, avanzó para conocer a la dueña de aquella voz deliciosa.
En el sendero encontró a una joven muy linda y de aire decidido, vestida como para una excursión y con una mochila a la espalda. Llevaba la cabeza descubierta y el cabello oscuro recogido. Dan reconoció su rostro por la fotografía que viera cinco años antes, aunque era más encantador de lo que insinuaba una mala foto de la prensa. Los ojos castaños de la chica le miraban divertidos ante su apuro y su vestimenta actual.
Él se inclinó con burlona gravedad y dijo:
—Encantado de saludarla, señorita Helen Hunter.
Los ojos castaños se agrandaron por la sorpresa.
—¿Me conoce? —preguntó.
—No tanto como espero conocerla en el futuro —respondió Dan con una sonrisa.
Luego, entregándole el gatito, se tornó serio de nuevo.
—¿Qué ocurre en esta isla? ¿Qué son esos rayos verdes? ¿Y la gran máquina de la montaña? ¿Qué es esa cosa metálica que brinca por ahí como un saltamontes? ¿De qué se trata? ¿Sabe algo al respecto?
—Sí, sé muchas cosas —respondió ella, seria también—. Es una historia terrible. Y que tal vez no crea… Pero, sí, ¡usted los ha visto! Bueno, el gatito tiene hambre, y usted debe sentirse hambriento también, si es que llegó nadando hasta la costa.
—La verdad es que estoy muerto de hambre —asintió Dan.
Las nubes de tormenta corrían hacia el mar, el sol iba cobrando fuerza y ahora iluminaba la escena con un brillo cálido y alegre. La muchacha se quitó la mochila y se sentó con las piernas cruzadas a un lado del camino. También Dan se sentó frente a ella, que abrió la mochila y sacó una lata de leche condensada, una lata de sardinas, un abrelatas y media hogaza de pan.
—No tengo más remedio que aprovechar los alimentos de los que dispongo —dijo—, y usted deberá sacar el mejor partido de ellos.
Empezó a abrir la lata de sardinas.
—Déjeme que lo haga yo, por favor —le aconsejó Dan—. Podría cortarse la mano.
—¿Cree usted? —preguntó ella mientras abría diestramente la lata, sacaba una sardina para el gato y ofrecía el resto a Dan. Luego, con manos expertas, partió un gran pedazo de pan y se lo entregó—. Adelante y termíneselo todo —dijo—. Yo ya he desayunado.
Hizo dos agujeros en el tarro de leche y derramó algo de líquido en la palma de la mano, para que bebiera el gatito.
—Y ahora, el misterio de la isla —exigió Dan, olvidando el pan y las sardinas en su ansia de saber.
La muchacha le miró fijamente.
—Soy Helen Hunter, como usted parece saber —comenzó—. Vine aquí con mi padre hace cinco años, para observar un eclipse de sol. Cuando todo terminó y el barco vino a recogernos, él decidió enviar el resultado de nuestras observaciones con uno de los hombres. Quería quedarse aquí para llevar a cabo otro experimento…, el que dio lugar a esa máquina sobre la montaña. Parte de los hombres deseaban quedarse. El yate nos dejó aquí, y ha vuelto desde San Francisco cada seis meses con el correo y las provisiones.
—¿Cuál era el experimento? —quiso saber Dan.
—¿Ha mirado alguna vez a Marte por un buen telescopio? —preguntó ella a su vez—. Entonces habrá visto los canales…, líneas rectas que corren desde los casquetes polares a la zona ecuatorial. Los científicos no estaban muy de acuerdo sobre lo que eran, pero nadie sugería que fueran de origen natural.
»Mi padre era uno de los que creían que dichos canales eran tierras fértiles y cultivadas. Irrigadas con el agua traída desde los casquetes helados. Ese sistema de irrigación significaba vida inteligente en el planeta, y su experimento consistía en un intento de comunicarse con esa inteligencia.
—¿Y tuvo éxito? —Dan estaba atónito.
—Sí, el medio fue bastante sencillo; en realidad, otros lo habían sugerido hace años. Cualquier luz brillante de Marte —como la luz de un foco dirigido hacia la Tierra— sería visible con un buen telescopio cuando el planeta estuviera situado favorablemente; de ahí se sigue que una luz semejante en la Tierra sería visible al que nos observara con un instrumento similar en Marte.
»Era posible, por supuesto, pero improbable, que Marte tuviera habitantes inteligentes que no conocieran el telescopio. También era posible que sus sentidos difirieran de los nuestros, o que, si veían, su visión alcanzara un plano distinto del espectro. Mi padre quiso probar. Y tuvo éxito.
»La llamada era muy simple: sólo tres destellos de luz repetidos una y otra vez. Utilizábamos un reflector portátil montado sobre un camión, como los que usa el ejército. Los tres destellos significaban que estábamos en el tercer planeta del Sistema Solar. La llamada de respuesta, desde el cuarto planeta, deberían ser cuatro, por supuesto.
»Durante tres noches seguimos haciendo señales. Uno de los hombres se cuidaba del generador, y yo operaba el reflector lanzándolo sobre Marte una y otra vez, repitiendo los destellos. Papá tenía los ojos clavados en el telescopio. Nada sucedió, y empezó a desanimarse. Le convencí para que lo intentáramos otra noche más, por si no nos habían visto al principio, o necesitaban más tiempo para tener su reflector a punto.
»Y, a la cuarta noche, mi pobre padre salió del observatorio gritando que había visto cuatro destellos de luz.
Dan se quedó sin aliento; apenas podía hablar:
—Entonces esa máquina, con la aguja que apunta a Marte, y los rayos verdes, y la cosa que saltó sobre mí…
Helen alzó una mano pidiendo silencio.
—¡Espere un segundo! A ello voy.
»Los cuatro destellos lo iniciaron todo. A los pocos días mi padre y los marcianos se comunicaban por medio de una especie de proceso televisivo. Él hacía unos cuadros en una hoja de papel, ennegrecía unos cuantos para formar un diseño o imagen, y luego hacía que yo enviara un destello por cada cuadro negro y dejara un intervalo por cada blanco, en orden regular. Los marcianos parecieron captarlo muy pronto. Pocos días después papá recibía imágenes del mismo tipo.
»Un modo de comunicación bastante lento, quizá. Pero funcionó mejor de lo que cualquiera había pensado al principio. Un mes más tarde mi padre recibía instrucciones de construir una máquina pequeña, igual que esa grande de la cima. Funciona como la radio, al menos opera mediante vibraciones del éter, pero supera en técnica a nuestra radio con la misma diferencia que un avión con respecto al primer globo. Yo lo entiendo un poco, pero no voy a tratar de explicarlo ahora.
»Durante los tres años siguientes mi padre llegó a saber innumerables cosas sobre las gentes de Marte. Lo más extraño era que jamás nos permitían verles en el aparato de televisión, por muchos secretos científicos que nos dieran. Papá y yo sí nos mostramos a ellos, sin conocer, sin embargo, el aspecto de los marcianos…, aunque creo poder adivinarlo.
»Hacia finales del tercer año habían enseñado a mi padre a fabricar una de esas cosas de metal…
—¿Cómo la que saltó sobre mí? —preguntó Dan con un estremecimiento.
—Sí. Parecen casi vivas, pero son máquinas, como nuestros robots, y controladas por aparatos de radio. Los ojos utilizan células fotoeléctricas y transmiten lo que hay ante ellos a la Inteligencia Suprema. —La muchacha dijo estas últimas palabras en tono bajo y encogiéndose involuntariamente. Hizo una pausa momentánea, luego se encogió de hombros y continuó—: La primera máquina ya no obedeció a mi padre. Estaba controlada por señales provenientes de Marte desde la gran estación en la colina. Y la máquina se puso a trabajar, haciendo más aparatos, construyendo otras máquinas, agrandando la estación receptora. ¡Trabajaba a las órdenes de la Inteligencia Suprema de Marte!
»Todo eso ocurrió hace un año. La última vez que vino el yate, mi padre y los demás aún confiaban en controlar a las máquinas. Y dejaron que se fuera sin ellos. Las máquinas nos toleraron algún tiempo, aunque no nos hacían caso. Estaban muy ocupadas haciendo minas y construyendo cosas enormes y extrañas que debían ser máquinas voladoras. La meseta, al otro lado de la cumbre, está cubierta de ellas.
»¡Esas máquinas se disponen a dejar la isla! ¡Van a conquistar el mundo para la Inteligencia Suprema de Marte!
»Mi padre lo descubrió hace meses y comprendió que había atraído la condenación sobre la Tierra. Él y sus tres compañeros planearon destruir la gran estación sobre la cima. Todas las señales a las máquinas proceden de ahí, transmitidas desde Marte. Las máquinas no parecían prestarles atención mientras ellos hacían sus preparativos. Luego, una noche, hace unas tres semanas, intentaron dinamitar la estación.
Helen se estremeció, sacudida por los sollozos, e hizo una pausa para secarse las lágrimas; luego, siguió hablando con voz ronca por la emoción. Dan sintió el deseo de tomar su cuerpo ligero entre sus brazos y consolarla en su dolor.
—Las máquinas habían parecido indiferentes, pero estaban dispuestas. Tenían esos discos que lanzan el rayo verde. No lo habíamos visto antes. Y…, bien, los mataron a todos.
Dan le entregó el disco de cristal verde arrebatado al objeto que le había atacado. Helen lo examinó en silencio y continuó:
—Papá me había dejado en la cama, pero yo oí la explosión. Creo que las bombas estallaron cuando el rayo verde dio sobre ellos. Comprendí lo sucedido y salí de la casa justo antes que llegaran las máquinas que la destruyeron con sus rayos verdes.
»Durante estas tres últimas semanas me he ocultado en la jungla, aguardando la llegada de algún barco. Tres veces he ido a las ruinas de mi casa a buscar algo para comer; afortunadamente no se quemó por completo, como su barco. Y eso es todo, supongo; aparte de decirle que me alegro muchísimo del hecho que viniera aquí.
—Gracias —dijo Dan ansiosamente—. Y ahora, ¿qué vamos a hacer?
—No lo sé —contestó Helen en tono preocupado—. Tengo miedo. Por toda la humanidad. En la pantalla de televisión he visto lo suficiente de Marte para estar segura que es un mundo de máquinas, controladas por una Inteligencia Suprema. Incluso esa Inteligencia puede ser una máquina. Si hacemos máquinas para computar las mareas y llevar a cabo muchos cálculos casi por encima del poder de la mente humana, ¿por qué no podría pensar una máquina?
»La Inteligencia Suprema de Marte se propone unir la Tierra a su dominio. A menos que podamos hacer algo para impedirlo, en pocos años el mundo estará dominado por máquinas robots, gigantescas y controladas por una fuerza desde más allá del abismo del espacio. La humanidad no puede vencerles. ¡Imagínese a un acorazado enfrentado a ese rayo verde aniquilador…, a toda la ciencia de un planeta más viejo!
»Toda vida será aniquilada. La Inteligencia Suprema de Marte gobernará dos mundos de monstruos mecánicos.
Dan se hundió en la horrenda visión de un futuro de pesadilla hasta que Helen se enderezó como si se librara de un manto de temor, y sonrió heroicamente con una débil sonrisa.
—Ahora debe acabar con el pan y las sardinas para que tenga fuerzas y pueda luchar por la humanidad —dijo con una carcajada que trató, sin demasiado éxito, que sonara alegre y optimista.
Dan obedeció y empezó a comer, descubriendo que tenía un gran apetito…
Pocos minutos más tarde creyó oír un ronroneo y un ruido en los arbustos tras ellos. Se puso en pie de un salto, muy alarmado.
—¡No debe estar muy lejos el sitio donde dejé la máquina! —gritó—. ¿Cree que hay peligro de…?
Tal vez los oídos mecánicos de aquellos seres captaran el sonido de su voz; en cualquier caso una llamarada verde cayó sobre ellos al instante. Dan sintió un repentino impulso protector y corrió hacia Helen. Ése fue su último recuerdo antes que una conmoción invencible le lanzara al abismo de la inconsciencia…
En lo primero que pensó al volver en sí fue en la muchacha. Pero estaba solo en el silencio del cañón. Se incorporó y comprendió que habían transcurrido muchas horas, ya que el aire refrescaba de nuevo y el sol estaba muy bajo tras los muros del barranco. La máquina misteriosa y enorme, con el anillo púrpura y la aguja, seguía brillando maravillosamente.
Trató de observar en detalle cuanto le rodeaba. La maleza que les refugió había sido destrozada por el rayo verde y aniquilador. Restos calcinados ocupaban el lugar de lo que fueran arbustos junto al sendero. Dan estaba herido en el hombro, había quemaduras en la sábana que lo envolvía y tenía el cabello chamuscado en la nuca.
Temblando de pánico repentino empezó a buscar algo que le confirmara que Helen había sido aniquilada por el rayo. No descubrió nada y lanzó un suspiro de alivio.
—Debe seguir viva, supongo —murmuró—. ¡Y yo he tenido otro golpe de suerte! El rayo cayó demasiado alto para matarme. Sin duda me han dado por muerto.
De pronto sintió una sed abrasadora. Se retiró bajo los arbustos, siguiendo el muro rocoso del cañón. Hacia el anochecer tropezó con un estanque natural en una roca, medio lleno de agua de lluvia. No estaba demasiado limpia, pero bebió cuanto pudo y se sintió aliviado.
Alzó la vista y a través del cañón distinguió el gran mecanismo de la cumbre, reluciente en la penumbra. Una niebla púrpura de intenso brillo pendía en torno al gran anillo de metal, y la aguja fina y delicada se agitaba debajo, vibrando y latiendo con su luz blanca. Apuntaba al ojo rojo de Marte, que acababa de aparecer a la vista.
Dan lo contempló largo rato.
—Parece una locura —se dijo—, pero no lo es. La Inteligencia Suprema de Marte, como dijo Helen, controla todas las máquinas mediante ese ingenio. ¡La condenación amenaza a la Tierra a través de esa aguja blanca! ¡Si pudiera destrozarla de algún modo!
Miró los pliegues blancos de la sábana que le envolvía y apretó los puños en gesto de impotencia.
—¡Ni un arma, ni siquiera una navaja! Nada más que las manos desnudas —dijo mordiéndose los labios.
Sin embargo siguió contemplando con expresión de desafío el mecanismo brillante de la cumbre. Poco a poco una idea se perfilaba en su mente, y de pronto soltó una exclamación. Registró minuciosamente con la mirada las torres plateadas que sostenían el gran anillo.
—Sí, puedo hacerlo —se dijo—. Si no me atrapan. Desde luego puedo trepar por ahí. La aguja parece bastante frágil. Podría destrozarla. Aunque me gustaría volver a ver a Helen…
Arregló la sábana que le cubría para que no le molestara y fue subiendo cautelosamente por el cañón, siempre a cubierto entre los troncos o arbustos. En algunas ocasiones se desprendía una roca a su paso, o se quebraba una ramita bajo sus pies. Entonces aguardaba oculto largo rato, aunque no tenía razones para creer que los monstruos de metal siguieran vigilándole.
—Tengo que hacerlo. El mundo depende de eso —se repetía mentalmente una y otra vez.
La rápida oscuridad de los trópicos había caído ya antes que iniciara la subida. Pero le alegró la llegada de la noche, pues, aunque hacía más difícil su avance silencioso, también reducía el peligro a que le descubrieran.
Midiendo el tiempo por el lento girar de las estrellas, que eran como diamantes en aquel cielo aterciopelado, supuso que habían pasado unas dos horas cuando llegó a lo alto del cañón. Se incorporó con cautela para examinar la pequeña meseta, más allá de la cima.
La meseta estaba casi libre de vegetación. En el extremo más lejano había un montón de ruinas, que supuso serían los observatorios del grupo del doctor Hunter antes de su destrucción.
Había muchas máquinas en la llanura, masas enormes y obscuras que brillaban a la luz de las estrellas. La mayoría no funcionaban, o bien operaban en silencio, pero un zumbido bajo y vibrante se oía en la que había más cerca de él. Otras formas de menor tamaño se movían entre ellas, desplazándose a saltos. Debían ser los monstruos mecánicos, aunque estaba demasiado oscuro para distinguirlos.
El objeto que se destacaba desde la llanura era, desde luego, aquella máquina grande y brillante que, según dijo Helen, era la estación transmisora por la que llegaban las órdenes de la Inteligencia Suprema de Marte. Una de sus tres torres se alzaba a poca distancia de donde él estaba. El anillo, enorme y refulgente, giraba en su niebla de fuego púrpura a muchos metros por encima de Dan. La aguja fina con su latir de fuego blanco, que se agitaba en su interior por debajo del anillo colosal, tendría unos treinta metros de altura.
A pesar de su longitud, la aguja blanca era apenas más gruesa que el dedo de un hombre. Estaba montada en la parte superior de un aparato complejo y de aspecto delicado que se extendía entre las tres torres, por debajo del centro del enorme anillo púrpura.
Dan lo miró y se convenció a sí mismo que su plan tenía al menos una posibilidad de éxito…, aunque no estaba seguro de salir con vida del intento.
Rápida y silenciosamente corrió a la base de la gran torre plateada más cercana y empezó a trepar por el lado más próximo al cañón, donde la masa de arbustos le ocultaría, al menos en parte, de los vigilantes de la llanura. La luz de las estrellas y el brillo del anillo púrpura, allá arriba, bastaban para guiarle.
Los salientes de la torre y las barras que la unían a las otras estaban lo suficientemente espaciados como para servirle de escalones. Dan fue subiendo con facilidad, deteniéndose en dos ocasiones a tomar aliento y observar la planicie. Las enormes máquinas latían extrañamente a la luz pálida que caía del anillo brillante.
En una ocasión miró hacia el otro lado de la isla. Allí el terreno era menos abrupto. Y vio luces que iban de un lado para otro y enormes masas inmóviles, aparentemente tan grandes como transatlánticos. Tuvo la impresión que una gran actividad mecánica se desarrollaba en la oscuridad con rapidez y de una forma silenciosa y eficiente.
«¡Las fuerzas expedicionarias de la Inteligencia Suprema de Marte disponiéndose a atacar a toda la humanidad! —pensó—. Y lo que yo intento hacer es la única posibilidad de detenerlos».
Siguió subiendo, renovadas sus energías. Unos metros más le llevaron hasta el anillo colosal y metálico. Descansaba sobre las tres torres y era una banda circular de metal brillante, de unos treinta centímetros de espesor, pero tan ancha como un camino. La niebla púrpura e intensa se extendía varios metros desde su superficie.
Dan lo tocó y sintió un ligero hormigueo eléctrico. Creyó advertir una radiación que le daba una curiosa sensación de frío. Al extender las manos y tocar el borde superior del anillo advirtió algo semejante a una corriente de aire helado.
Controlando un temblor incipiente, subió a la última viga que unía las torres y, alzándose a fuerza de brazos, consiguió situarse sobre la superficie plana y superior del anillo. Allí quedó inmóvil un instante, envuelto en un fuego púrpura y helado. El frío le hizo estremecer. Una corriente de hielo parecía penetrar en su cuerpo. Los temblores le hicieron perder el equilibrio y quedó colgando precariamente del borde.
Sólo mediante una lucha frenética consiguió alzarse de nuevo. Luego, tratando de vencer la sensación de frío helado que ascendía de la niebla de llamas púrpura, pudo al fin ponerse en pie sobre la amplia superficie del anillo metálico. Éste se curvaba a ambos lados como un sendero circular. El fuego rojizo violáceo temblaba en torno, como un torrente de hielo que le cubría hasta la cintura.
A pesar de las llamas heladas fue a situarse en el borde interior del anillo colosal. A sus pies se alzaba la aguja, una simple línea recta de fuego blanco de unos treinta metros de longitud. Un brillo deslumbrador le rodeaba, creciendo y disminuyendo con un curioso ritmo, como un latido. La aguja vibraba pero no dejaba de apuntar a Marte, ahora casi directamente sobre ella.
Reprimiendo un escalofrío, Dan examinó el aparato complejo y delicado sobre el que estaba montada la aguja. Era como una parrilla, una base ligera de barras de metal blanco, con espirales, tubos luminosos y con unos discos giratorios. La aguja brillante estaba situada como si fuera un telescopio en la parte superior del aparato, a unos quince metros por debajo de él.
—Parece bastante débil —murmuró Dan—. Voy a lanzarme contra ella como un proyectil de cuarenta centímetros. ¡Quién habría pensado que iba a terminar de este modo!
Se echó atrás un momento y se irguió sobre el metal pulido, oculto hasta la cintura en el fuego púrpura. A fin que no le estorbara los movimientos, se quitó la sábana de un tirón y la echó a un lado. Dejó que su mirada vagara por última vez sobre las constelaciones tan familiares, que brillaban espléndidas en el cielo negro sobre su cabeza. Y le sobrecogió cierto dolor, pues las miraba como a viejos amigos. Miró amorosamente las masas obscuras de la isla, incluso la amplia llanura del mar.
—Bien, de nada sirve retrasarlo —murmuró de nuevo—. Lástima que no pueda ver a Helen. Espero que al menos ella salga bien librada.
Dio un paso atrás sobre el anillo e inspiró profundamente, como si fuera a arrojarse al agua. Luego, con el rostro grave, se lanzó. Al hacerlo, un brillante rayo verde estalló ante él. Inclinó la cabeza y se tiró desde el borde interior del gran anillo brillante.
Durante largos segundos se sintió caer por el espacio con los pies por delante. El aire le zumbaba en los oídos. Pero su mente estaba serena, y registraba una serie notable de impresiones.
Veía la máquina brillante y delicada que corría a su encuentro, la aguja luminosa vibrando sobre ella.
Y también la llanura silenciosa y obscura, masas de maquinaria enorme alzadas como sombras terribles aquí y allá, y los monstruos mecánicos saltando sin parar en torno a ellas, casi invisibles por el brillo fantasmal que surgía del anillo púrpura.
Vio una llama verde e intensa que subía hacia él desde el fondo. Comprendió, sin emoción ni alarma, que había sido descubierto, pero era demasiado tarde para que ese descubrimiento le detuviera.
Incluso tuvo tiempo de dedicar un pensamiento a la muerte. Mentalmente se preguntó: «¿Qué seré yo dentro de un instante?»
Luego sintió el choque contra la aguja blanca y cayó como un peso muerto sobre el aparato delicado que la sostenía. Una oleada de dolor le atacó como un rayo de luz cegadora. Pero su última imagen mental, al caer en la inconsciencia, fue el rostro de Helen. Y, cosa extraña, no era su rostro tal como lo viera en realidad, sino la reproducción de la fotografía gris del viejo periódico, pero llena de vida y color.
Poco queda por decir. Habían transcurrido varias semanas cuando Dan volvió de un mundo de delirios y sueños para encontrarse tumbado de espaldas en una tienda y envuelto en vendas. Estaba solo en ese momento y al principio no pudo recordar el último día importante de su vida consciente.
Luego, oyó una voz familiar y femenina que llamaba: «Gatito, gatito, gatito». Intentó moverse, pero un dolor intenso le oprimía el pecho, y un gemido se escapó de sus labios. Inmediatamente apareció Helen.
—¡No, no! —gritó—. Le aseguro que se pondrá bien. Papá me hizo aprender algo de medicina elemental antes de venir aquí, y lo sé. Pero no debe hablar durante unos días. Tendré que adivinar lo que desea. Puede guiñarme si acierto lo que pretende decirme. Pero ¡caray!, me alegra que haya vuelto en sí. Pronto estará tan bien como antes. El gatito me sirvió de consuelo. Sin embargo…
Dan intentó moverse. Helen se inclinó sobre él, le cambió de posición y le alisó la sábana con manos fuertes y expertas.
—¿Quiere saber lo que sucedió con los monstruos?
Él le hizo un guiño afirmativo.
—Bien, recordará que nos encontraron y nos dispararon el rayo verde. Le dejaron a usted allí…, yo creía que estaba muerto, y me llevaron a la montaña. Tal vez me necesitaban como conejillo de Indias para probar el rayo verde, o algo así. De todas formas me llevaron a un hangar lleno de máquinas extrañas. Y me tuvieron allí hasta la noche. Luego, repentinamente, todas aquellas máquinas se detuvieron. Se quedaron como heladas. Muertas.
»Los tentáculos de la que me sujetaba aún estaban alrededor de mi cuerpo. Pero conseguí librarme y salir del hangar. Me costó toda la noche. Y, cuando salí, al amanecer, vi que había desaparecido el fuego púrpura en torno al gran anillo. La aguja estaba derribada, y el aparato destrozado.
»Le encontré a usted entre las ruinas. ¡Había transformado su cuerpo en una bala humana para destrozarlo! ¡Eso es lo más grandioso jamás realizado por un hombre!
Aunque Dan era muy modesto, sintió una oleada de orgullo ante la sincera admiración que latía en su voz y el brillo de sus cálidos ojos castaños.
—Así que recogí lo que quedaba de usted —continuó Helen— e intenté remendar los pedazos. Tenía varios huesos rotos, y más cortes y heridas de las que podría imaginarse, pero aquella parrilla había menguado la fuerza de la caída, y aún seguía vivo. Tiene usted un cuerpo muy fuerte, diría yo, y es extraordinariamente afortunado también.
»En fin, las máquinas y demás aparatos están repartidos por toda la isla. Cada uno de ellos se detuvo en el instante en que usted destrozó la conexión con la Inteligencia Suprema de Marte. Supongo que causarán toda una conmoción en el mundo científico dentro de unas tres semanas, en cuanto venga el yate y se nos lleve de regreso con todos los planos y muestras. Debemos enviar aquí a unos mil ingenieros para que estudien lo que quede en la isla y no podamos llevar. Y ahora, ¿desea algo más?
Se inclinó sobre él para observar el rostro vendado. Mirando sus ojos tan brillantes, y emocionado por la presión consoladora de la mano de Helen sobre su frente, Dan reflexionó. Luego, le hizo un guiño.
—¿Desea que le haga algo?
Dan volvió a hacer un guiño.
—¿Cuándo? ¿Ahora?
No hubo respuesta.
—¿Después que venga el yate?
Otro guiño.
—Y, ¿qué es? —Le miró intensamente a los ojos, se sonrojó un poco y se echó a reír—. ¿Quieres decir…?
Dan le guiñó un ojo nuevamente.