A través de la nube púrpura

Una muchacha muy atractiva estaba sentada al otro lado del pasillo, en el asiento que se correspondía con el de George Cleland. Ambos viajaban en el compartimiento posterior del gigantesco cuatrimotor de pasajeros Fokker, que estaba despegando del aeropuerto Alhambra, en Los Ángeles, para el vuelo de tres horas hasta San Francisco, o más bien para ir al encuentro de la aventura más notable jamás experimentada por seres humanos. George volvía a su despacho en San Francisco, a sus tareas de ingeniero, después de las vacaciones de verano.

Observó con interés a la chica cuando la azafata le entregó el paquetito de algodón para protegerse los oídos contra el rugido molesto de los motores. Indudablemente era su primer vuelo largo. Las suaves mejillas estaban sonrojadas por la excitación, y los ojos grises se alzaron rápidamente para ver qué hacían los demás pasajeros con el algodón.

Su mirada se cruzó con la de George. Le sonrió, como a un compañero en la aventura del vuelo. George le devolvió la sonrisa y le indicó cómo enrollar el suave algodón en unos cilindros que debía ponerse en los oídos. De nuevo le sonrió ella agradecida.

El gran avión ya había recorrido la pista a velocidad creciente, rugiendo los poderosos motores, y despegó con facilidad elevándose a través de la neblina gris hacia el brillante sol de una mañana de agosto.

A George le gustó la chica. Era bonita. Tenía un suave cabello castaño que despedía reflejos luminosos, peinado con mucho gusto, un hermoso rostro sonrojado por la excitación y brillantes ojos grises. Llevaba un traje de chaqueta verde, apropiado para el viaje, perfectamente ajustado. Su cuerpo también parecía esbelto y bien proporcionado. Debía ser una estudiante. George recordó que la universidad de Berkeley se abría dentro de pocos días, y dio por sentado que ella se dirigía allí.

Otros dos hombres se sentaban en aquel compartimiento posterior con ellos; el gran avión no llevaba pasaje completo, y cuatro asientos estaban vacíos. Frente a George había un hombrecillo delgado, cuyo traje negro estaba brillante por el uso. Usaba unos lentes extraordinariamente gruesos, y su rostro era estrecho y puntiagudo como el de un pájaro, de modo que George, en un exceso de imaginación, creía ver en él a un monstruo grotesco, con los ojos resguardados por las gafas.

De pronto se inclinó hacia delante, con el mapa de la ruta que le había entregado la azafata entre las manos, y se presentó como Howard Cann; dijo que era el propietario de una tienda de frutos secos en Oakland, y pidió a George que le ayudara a localizar el observatorio que, según el mapa, debía estar a la vista sobre el monte Wilson. Su fina voz sonaba aguda como la de un pájaro sobre el estruendo incesante de los motores.

George le indicó la cúpula plateada y las torres que se alzaban en la cima de la montaña, bajo el brillante sol de agosto. Cann asintió agradecido y se enfrascó de nuevo en el mapa.

El otro hombre se arrellanaba con aire sombrío en su asiento, frente a la muchacha. A George no le gustó. Las ropas que llevaba eran demasiado grandes, grotescas incluso, para su cuerpo, aunque no era pequeño. Sus mandíbulas, que apretaba con decisión, desaparecían tras una barba corta. Bajo una gorra algo sucia, muy caída sobre la frente, miraba fijamente a la chica, la cual se sentía incomodada por aquella insistencia.

Sus ojos de hurón eran negros, la mirada huidiza. George observó que parecían vigilar constantemente todo el compartimiento, volviendo siempre a la muchacha. George pensó que no le gustaría tropezarse con él en una noche obscura.

Llevaban volando menos de una hora cuando tuvo lugar la terrible catástrofe.

El hombrecillo que dijo llamarse Cann había insistido en sus preguntas con voz aguda. George le había indicado por turno el valle de San Fernando, el de Santa Clara, el paso del Tejón y Lebec. Ahora volaban precisamente sobre la última cordillera gris, en el borde inferior del gran valle de San Joaquín.

El aire había sido suave, aunque el avión subía y bajaba con un movimiento lento y casi regular. La muchacha parecía disfrutar inmensamente del vuelo, mirando por la ventanilla con vivo interés. Una o dos veces, con gran satisfacción por parte de George, se había inclinado a escucharle cuando él señalaba algo interesante en el mapa de Cann.

En cierta ocasión le había hecho una pregunta. Su voz, sobre el rugido estruendoso de los cuatro motores, había sido clara y agradable. George empezaba a lamentar que el vuelo y aquella agradable compañía terminaran a las pocas horas, cuando el gran avión aterrizase en el aeropuerto Alameda, al otro lado de la bahía de San Francisco.

Pero el avión, y la mayoría de los pasajeros, jamás llegaron a Alameda.

Casualmente George estaba mirando al exterior cuando ocurrió aquello, pues trataba de localizarle a Cann, la ciudad de Maricopa, que estaba un poco a la izquierda, por delante del avión.

De pronto, el aire frente al aparato se llenó con una luz púrpura y cegadora, como si hubiera estallado una inmensa granada liberando un gran volumen de vapor incandescente. Un momento antes el cielo había sido claro. La nube púrpura apareció de repente, como surgida del aire.

Su diámetro debía tener muchos kilómetros, pues se extendía desde la tierra hasta el cielo despejado por encima de ellos. El gran avión cayó casi en el mismo centro de la nube; estaba demasiado cerca para que el piloto pudiera rodearla.

George cree, sin embargo, que el avión se elevó bruscamente en el último instante, como si el piloto hubiera querido remontar la nube púrpura. Pero toparon con ella sólo un instante después que ésta apareciera. Fue la casualidad lo que originó la tragedia, no la falta de habilidad… Ninguna habilidad podría haberla evitado.

Pero, al mirar a través de ella, George advirtió que la nube púrpura se contraía rápidamente. Ahora era una esfera grande, de suave superficie y de un color rojo violeta. Luego, sin que él pudiera comprenderlo, se aplanó y se hizo más fina, hasta que sólo fue un disco de luz rojiza y azulada.

Era un círculo de llamas de unos cien metros o más de diámetro… Sólo podemos juzgar su tamaño basándonos en los cálculos de George Cleland, que apenas pudo echar una ojeada a aquello tan extraordinario. Un disco de fuego amatista que colgaba en el aire, y el gran avión cruzándolo por el centro.

Pasó un instante, largo y terrible, tras el cual advirtió George que habían atravesado aquel fenómeno. Tuvo tiempo suficiente para preguntarse qué sería, si obedecería simplemente a un súbito problema ocular que sólo le afectaba a él; luego comprendió que también los otros veían lo mismo, pues Cann se retiró de la ventanilla y le tomó por el brazo.

Sin el menor sonido ni vibración alguna habían atravesado el disco púrpura, ¡y ahora estaban envueltos en una luz carmesí! George quedó desconcertado.

Un instante antes el cielo azul se extendía sobre ellos, y los campos verdes allá abajo. Al siguiente volaban en un ángulo absurdo bajo un cielo rojo, y caían hacia el pie de un risco espantoso de rocas negras.

La nube púrpura había sido como la puerta a otro mundo. La habían cruzado y entraron por ella a otro plano de existencia que parecía yacer coexistente con el nuestro, más distante, sin embargo, que la nebulosa de Andrómeda. Para la ciencia de hace unas décadas, una cosa así habría parecido increíble. Pero la relatividad de Einstein, con su continuo tetradimensional, con su destrucción del viejo concepto del espacio como dimensión absoluta, nos acerca a la comprensión del fenómeno. Y estamos convencidos del hecho que las implicaciones del incidente narrado aquí darán como resultado la modificación posterior de las teorías siempre cambiantes de la relatividad.

El avión se lanzaba hacia la base de una escarpada muralla de rocas negras que había aparecido de pronto tras el disco púrpura. El choque era inevitable. El piloto sólo tuvo tiempo de ladear el aparato, haciendo que diera contra el negro muro de costado, y no de frente.

George quedó conmocionado por el choque.

Lo último que recordaría era el vuelo rapidísimo hacia el risco de rocas negras, el intento de giro que no había podido salvarles, el estruendo del choque y la conmoción al chocar con la montaña.

La memoria no le volvió en seguida al recobrar el sentido. Se halló tendido en el fondo de un lugar oscuro y estrecho con un blando cuerpo humano a su lado. Una voz ronca, sin duda la del hombre con barba, lanzaba maldiciones, mientras unos pies pesados, que indudablemente pertenecían al mismo individuo, pisoteaban las piernas de George sin el menor cuidado. Entonces notó éste el olor acre de la pintura quemada y de la gasolina.

Recobró la memoria. Comprendió que el avión había chocado con aquella negra pared montañosa, que se había destrozado y estaba ardiendo. El cuerpo contra el suyo era el de la muchacha. Y el hombretón de la barba era, efectivamente, quien pisoteaba a los demás.

George trató de incorporarse, apretándose la cabeza con una mano, tratando de detener el dolor, aclarar la visión borrosa y librarse del ruido ensordecedor en los oídos, barriendo las nubes de dolor de su mente.

El hálito sofocante de las llamas llegaba desde la parte delantera del aparato donde, evidentemente, se había iniciado el fuego.

George vio que el fuselaje estaba de lado. La puerta quedaba por encima de ellos. Y el hombretón que había caminado sobre sus cuerpos, con la misma indiferencia que si fueran sacos de grano, luchaba por abrirla.

De pronto se escuchó un crujido, como si hubiera roto la cerradura con la fuerza de sus potentes manazas. Un momento después la puerta estaba abierta y descubría el cielo escarlata, oscuro, sombrío, como bañado en sangre.

Por un instante quedó a la vista aquel cielo extraño. Luego, densas nubes de humo negro, punteadas de llamas amarillas y amenazadoras, cruzaron ante la puerta. George oyó el rugido creciente de la conflagración.

Intentó ponerse en pie, sin dejar de frotarse la dolorida cabeza.

—Gracias, señor —dijo la voz ronca del gigante en tono burlón.

Colocó un pie pesado sobre el hombro de George, que aún estaba de rodillas, y saltó. Así pudo trepar hasta la puerta.

George, bajo el rudo impulso del pie, cayó de nuevo al fondo del compartimiento.

Una humareda negra, tan caliente que le secaba los pulmones, llenaba el reducido espacio cuando se puso en pie de nuevo. El crujir de las llamas era más intenso. Un dosel de humo denso y llamas se extendía por encima de la puerta.

La cabeza le latía dolorosamente, sus pensamientos eran lentos y confusos; se echó atrás, con las rodillas temblorosas e inseguras.

—Ya no queda mucho tiempo —murmuró—. Supongo que todos habrán salido por la parte delantera del avión.

Se inclinó hacia la muchacha y la incorporó con esfuerzo, luchando por controlar el temblor de las rodillas. Ella estaba despierta.

—¿Qué… ha pasado? —susurró con voz lenta e insegura.

—El avión está destrozado y ardiendo. Debemos salir. ¿Puede ayudarme? Haga todo lo posible, aún tenemos tiempo.

—Lo intentaré —murmuró la chica a través de los labios pálidos y apretados.

George la alzó en brazos y ella pudo asirse a un lado de la puerta. La empujó y pudo salir. Por un momento su cuerpo obscureció la abertura. Luego desapareció de la vista. Humo y llamas seguían pasando ante la puerta.

La parte delantera del avión era ya un infierno. El calor avanzaba por el pasillo. Un humo cegador y acre llenaba el compartimiento trasero. Tratando de respirar, con las lágrimas brotándole de los ojos enrojecidos y sudando a causa del tremendo calor, el ingeniero permaneció inmóvil un instante, recuperándose del esfuerzo agotador que había realizado para alzar a la muchacha hasta la puerta.

Oyó junto a sus pies un gemido ahogado.

Se inclinó, secándose las lágrimas de los ojos cegados por el humo, y distinguió el cuerpo inerte de Cann que yacía en un ángulo del compartimiento, tendido sobre el respaldo de un asiento.

—El pobre Cann no puede —musitó horrorizado mientras iniciaba la tarea de pasar el cuerpo inerte por la puerta abierta sobre él.

En masas cada vez más densas, el humo cegador y sofocante entraba en el compartimiento. A George le caían las lágrimas, de modo que apenas veía el cuadrado de la puerta sobre su cabeza. El humo ardiente le abrasaba la garganta y los pulmones, y tosía casi ahogado. El sudor le cubría todo el cuerpo; el calor era intolerable.

Y aún estaba mareado por el golpe que le había dejado sin sentido al chocar el avión. La cabeza le latía dolorosamente, un rumor extraño resonaba en sus oídos, sus pensamientos eran lentos y confusos. Sin embargo, no vaciló al iniciar la tarea de salvar al hombrecillo que le había hecho tantas preguntas con su aguda voz de pájaro.

Luchando con la inercia que le dominaba, George alzó el cuerpo desmayado y lo impulsó hacia la puerta. Fue un trabajo agotador. Un demonio maligno parecía presionarle, empujarle atrás. Sus músculos doloridos se relajaron a pesar de toda su fuerza de voluntad y el hombre inconsciente cayó de nuevo en sus brazos.

George se inclinó, aspiró algo del aire más fresco que quedaba en el fondo del compartimiento y se levantó de nuevo, cargando otra vez con el cuerpo del hombre. Al fin se tensaron sus brazos y el cuerpo quedó fuera, junto a la puerta, sobre el fuselaje.

La abrasadora lengua de una llama atravesó el compartimiento y fue a salir por la puerta. George vaciló, ahogado por el humo. El cabello se le había quemado y tenía chamuscada la piel del rostro y las manos.

Agotado por el esfuerzo y por los efectos del golpe recibido en la caída, se inclinó a inspirar de nuevo el aire todavía respirable del fondo del compartimiento. Luego se puso en pie, se aferró a los lados de la puerta, dio un salto y forcejeó para salir por ella.

Le envolvió el humo ardiente y creyó ahogarse. Trató de retener el aliento; le fallaban los músculos y se sintió incapaz de realizar el esfuerzo en aquel estado de debilidad. Un río infernal de humo y llamas corría sobre la puerta. Se echó hacia atrás.

Entonces su mirada acuosa se paró en la mano inerte de Cann, que aún colgaba en la puerta. Tenía que salir y salvar al pobre hombre.

Con un último impulso formidable se lanzó hacia arriba, consiguió poner los pies en los bordes de la puerta y se enderezó en medio de una nube densa de humo y llamas. En un momento había aferrado de nuevo a Cann y saltado ciega y desesperadamente al espacio.

Cayó sobre unas rocas ásperas y desnudas. El humo le cegaba todavía y sentía la dolorosa radiación de calor de aquel infierno al que acababa de escapar; estaba fuera de su área intolerable.

Respirando a bocanadas el aire más fresco, arrastró a Cann sobre la roca, donde el calor era más soportable. Dejó su pesada carga, llenándose aún de aire fresco los pulmones torturados, y se secó los ojos.

Cuando pudo abrirlos vio un mundo extraño. Parte de él quedaba oculto por las densas nubes de humo y la horrible cortina de llamas amarillas que saltaban de la hoguera en que se había convertido el avión, pero lo poco que veía era suficiente para dejarle atónito.

El cielo era rojo, de un rojo intenso, oscuro, opresivo, como una cúpula tallada en un rubí gigantesco e iluminada por un resplandor siniestro. Nada rompía la uniformidad de aquel cielo: no había nubes ni sol o estrellas. Era un manto escarlata, hosco y lóbrego.

Bajo aquel cielo carmesí había una gran extensión de rocas negras. Parecían de obsidiana, pero sin el brillo del cristal volcánico. Era un negro mate, sombrío, que no lanzaba el menor destello. Ni siquiera reflejaba el color llameante del cielo escarlata.

Parecían estar en el fondo de un gran abismo, pues los riscos escarpados, como aquel contra el que se estrellara el avión, se alzaban a todo su alrededor formando una escabrosa muralla de una altura inconcebible.

George calculó que el diámetro de aquel cráter o abismo debía tener unos dieciocho kilómetros, y que las escarpadas paredes que lo cercaban tendrían no menos de ocho mil metros de altura. En ningún punto de la Tierra se encuentran montañas tan abruptas, aunque sí se han observado algunas en la Luna. Las paredes de varios cráteres lunares se elevan verticalmente varios kilómetros. Aquel abismo parecía ser de formación similar.

El suelo era un desierto salvaje y torturado de rocas negras, quebradas y agrietadas, que formaban cumbres en miniatura, retorcidas en fantasías grotescas de piedra negra y sin vida.

George no vio árboles, ni pájaros, ni insectos; ningún ser vivo en absoluto.

Pero entonces no tenía tiempo para asombrarse por eso. Se limitó a registrar el horizonte del cielo escarlata y el inmenso precipicio negro de una sola ojeada, y volvió al avión en llamas.

¿Dónde se encontraba la chica? Estaba consciente cuando él la ayudó a cruzar la puerta. ¿Habría podido alejarse a una distancia segura del avión en llamas?

Oyó un débil gemido y la encontró en el suelo, a varios metros del aparato. Había podido descender de la parte superior del fuselaje y avanzar algunos pasos antes de caer desmayada.

George la alejó del humo y la colocó junto al cuerpo todavía inconsciente de Cann.

Ella había recuperado el sentido, pero estaba débil y mareada a consecuencia de la conmoción.

—¿Dónde estamos? —susurró—. El cielo parece rojo. Y esas montañas negras…, ¡son tan altas!

—No lo sé —respondió George—. Ya pensaremos en eso después. Casi me estaba preguntando si no tendría visiones. Pero ahora debemos cuidar a un paciente.

Y se inclinó sobre el cuerpo inconsciente de Cann.

—¡Oh! —gritó de pronto la muchacha con voz dolorida—. Está usted todo quemado, el rostro y las manos… ¡Se quedó para sacarnos a todos!

—¿Qué otra cosa podía hacer? —preguntó George.

—Había otro hombre que no se quedó —dijo la muchacha—. Nos pisoteó a todos y luego se largó, dejando que nos quemáramos.

—Me pregunto dónde estará ese tipo tan amable —dijo George, escudriñando aquel desierto desolador de rocas negras, retorcidas en formas extrañas.

Y volvió a maravillarse a la vista de cuanto se extendía a su alrededor. Una llanura árida y sin vida de rocas quemadas y torturadas. Unos riscos poderosos que subían a lo alto, más elevados que cualquier montaña de la Tierra, tan elevados que parecían irreales. Eran montañas de pesadilla, crueles; el sueño de un drogado. La muralla áspera se alzaba hacia el cenit, eclipsando el horizonte. George tuvo una desagradable sensación de claustrofobia, como si aquellas paredes de ébano les cercaran y asfixiaran.

Y sobre las negras cumbres el cielo era escarlata, rojo como una nube de sangre, como una cúpula de rubí iluminada con luces siniestras. Era bajo, lóbrego, opresivo como los muros de rocas…, y brillaba con un resplandor hosco y sombrío. El rojo de la sangre, del horror, de la muerte.

George Cleland tuvo miedo…, aunque se guardó mucho de revelar a la muchacha su temor. Apartó la mirada de aquel impresionante espectáculo del nuevo mundo y siguió su lento examen del cuerpo de Cann.

El hombrecillo seguía inconsciente. Las ropas estaban chamuscadas y desgarradas. Había perdido las gruesas gafas, y parecía extrañamente distinto sin ellas, pequeño y débil como un niño o un pájaro herido. Tenía roto el brazo derecho. George le subió la manga para examinarlo. En la piel se advertía el moretón producido por el tacón de un hombre; el desagradable pasajero que miraba fijamente a la muchacha se lo había pisado, rompiéndole el hueso.

George enderezó el miembro y trató de entablillarlo. Pero no encontró nada que le sirviera para el caso. No había árboles, ni arbustos —ni nada vivo— en aquella extensión salvaje de piedras negras, nada con lo que pudiera hacer una tablilla. Pero durante su búsqueda hizo un curioso descubrimiento.

La árida llanura de rocas negras estaba salpicada aquí y allá de enormes cristales verdes, claros y transparentes, como cortados de esmeraldas gigantescas.

Por su forma parecían cristales de nieve vistos a través del microscopio. Estrellas de seis puntas con un dibujo delicado y simétrico entre las puntas, nunca el mismo en dos cristales. Pero eran mucho más grandes que los cristales de nieve: medían un metro de punta a punta y, por lo general, tenían unos ocho o diez centímetros de espesor. El primero que descubrió, en una hendidura de las rocas negras, no lejos de donde cayera el avión, pesaría unos diez kilos. No fue capaz de adivinar de qué material estaban formados aunque pensó que debieron haberse cristalizado en el aire y caído después, como los copos de nieve de nuestro mundo.

Mientras George trabajaba con Cann, la muchacha le habló de sí misma.

—Me llamo Juanita Harvel —dijo—. Mi padre tiene un rancho de frutales junto a Los Ángeles. Me dirigía a Berkeley, a la universidad. Tenía que graduarme este año…, pero ahora mis perspectivas no son demasiado buenas. —Sonrió levemente y luego se limitó a preguntar—: ¿Dónde podemos estar?

—Tanto da que trate de adivinarlo usted como yo —le contestó George.

—¿Cree acaso… —empezó ella a decir, e hizo una pausa extraña—, cree que…, podríamos estar muertos? El avión cayó. Pudimos matarnos todos.

—¡En absoluto! —gritó George—. En cuanto a mí, me siento muy vivo y real, especialmente en estos puntos en que me está saltando la piel quemada —y sonrió penosamente.

—¡Oh, lo lamento mucho! —exclamó Juanita.

—No tiene importancia —le tranquilizó George—. No supondrá la menor diferencia si estoy muerto. Y, si estoy vivo, ya se curará. Podemos intentar alguna especie de teoría que lo explique todo. ¿Ha oído hablar de la llamada cuarta dimensión?

—Sí, he oído hablar de ella —admitió—, pero, en cuanto a entenderla…

—Se han escrito muchas tonterías al respecto, pero nadie parece saber mucho en realidad. Sin embargo, la teoría de la relatividad de Einstein introduce una cuarta dimensión que no es distinta en absoluto de las otras tres dimensiones que conocemos. Dice que, para un observador desde un planeta distinto, la cuarta dimensión, o parte de ella, podría parecer como una dimensión espacial, y una de las dimensiones que a nosotros nos parecen espaciales sería para él, en parte o en todo, la cuarta dimensión.

»Por supuesto, tal vez esté dándole a sus palabras una interpretación que él no aprobaría. Einstein expuso la hipótesis del continuo tetradimensional, o espacio-tiempo, como se le llama generalmente, para explicar hechos conocidos. No estaba interesado en otros mundos que pudieran existir aparte del nuestro, a miles de millones de años luz, en nuestro espacio, pero tocando la Tierra en la cuarta dimensión.

»Como sabe, el avión atravesó un círculo de luz púrpura que apareció repentinamente delante de nosotros. Tal vez fuera una especie de puerta a este otro mundo, a través de la cuarta dimensión. Este planeta puede que esté tan distante en el espacio de nuestro mundo que se halle en otro universo, y sin embargo esté tocándolo en la cuarta dimensión.

—¿Cómo podría ser eso? —preguntó Juanita, desconcertada.

—No sé si puedo explicarlo con claridad. Pero el método favorito en tales disertaciones consiste en buscar una analogía entre las dimensiones de un orden inferior. Supongámonos seres de dos dimensiones, con altura y anchura pero sin grosor. Supongamos que nuestro mundo estuviera en la superficie de una hoja de papel. Y supongamos que este planeta estuviera al otro lado de la hoja, justo al otro lado de él.

»Siendo seres de dos dimensiones, no podríamos concebir la tercera dimensión que es el grosor del papel. No podríamos saber de otro mundo tan cercano, ni alcanzarlo excepto pasando por el borde de la hoja.

»Pero supongamos que alguien hiciera un agujero con un alfiler en el papel a través de los dos mundos, en lados opuestos. Entonces podríamos pasar a un nuevo mundo fuera de nuestro conocimiento, lo mismo que el avión pasó por esa nube púrpura a este lugar extraño. Así que debemos haber caído por un agujero en la cuarta dimensión.

—¿Y qué podemos hacer al respecto? —preguntó Juanita.

—No lo sé. De todas formas mi teoría tal vez sea una estupidez. Pero evidentemente hubo algún fenómeno de causa natural o artificial que hizo pasar el avión por el «continuo» de nuestro mundo a éste. Puede suceder de nuevo. Debemos estar vigilantes y, si vemos que sucede, tal vez podamos encontrar la causa y manipularla para que actúe a la inversa y nos devuelva a la Tierra. Es una posibilidad escasa, ¡pero es nuestra mejor apuesta!

No pasó mucho tiempo antes que las llamas del avión destrozado se apagaran. Sólo quedó una masa de metal ennegrecido entre la que se veían huesos quemados. Cuando la hoguera se hubo enfriado lo suficiente, George halló unas tiras de metal que utilizó para entablillar el brazo roto de Cann.

El hombrecillo aún seguía inconsciente.

Durante mucho tiempo permanecieron junto a los restos del avión… No podían decir cuánto. George había perdido el reloj, y el de Juanita estaba roto. No había días en este mundo extraño, ni sol. El escarlata furioso y sombrío del cielo no variaba, ni aparecía ningún objeto luminoso.

Sintieron sed y no había agua que beber. Sintieron también el aguijón del hambre. Se morían de cansancio y no se atrevían a dormir. El sufrimiento físico, al principio, era más soportable que la tortura mental.

Estaban en un mundo extraño, totalmente desconocido. Al parecer, los procesos físicos y químicos no seguían aquí el mismo esquema que en la Tierra. No había sol; únicamente el brillo del cielo. Ni seres vivos —a excepción de ellos mismos— que rompieran la terrible monotonía.

Su mente luchaba por hallar una explicación de todo. ¿Cómo habían llegado aquí? ¿Habría alguna oportunidad de escapar? ¿Qué significaba aquel cielo rojo? ¿Y los cristales verdes y enormes repartidos entre las rocas áridas? ¿Y las montañas negras, inconcebiblemente colosales?

El aire no era frío ni caliente; su temperatura permanecía constante. Una débil radiación de calor y de luz parecía caer del cielo lóbrego y sombrío. George sugirió que la atmósfera estaba llena de algún gas radiactivo.

Cann no recuperó la conciencia. Tampoco murió a consecuencia de sus heridas. Fue asesinado. Y sucedió de este modo:

Debían llevar ya muchas horas en aquel mundo fantástico de pesadilla, pues tanto George como Juanita sufrían intensamente de hambre y de sed. Aún seguían observando a Cann. En aquellas horas, largas y solitarias, habían hablado mucho. Se sentían atraídos por una simpatía poderosa, como si fueran viejos amigos.

Ambos se sobresaltaron al oír el disparo. Llevaban allí mucho tiempo ansiosos, alerta, aguardando. Habían temido peligros desconocidos, ignorando las formas de vida extraña que pudiera poseer aquel mundo, temiendo incluso el silencio, mortal e interminable.

La bala pasó silbando junto a ellos. Se incrustó en el risco negro a sus espaldas, produciendo una explosión sorda y cubriéndoles con fragmentos de roca.

George se sintió invadido por el terror. Juanita gritó y se llevó una mano a los labios; luego se aferró al brazo del ingeniero, llena de aprensión:

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Parecía un disparo —respondió él, inquieto—. ¿Cree que los habitantes de este mundo pueden tener armas de fuego?

—¡Mire! —exclamó ella repentinamente con voz tensa—. ¡Algo se mueve!

Señaló al otro lado de aquel desierto árido de rocas negras. Siguiendo el gesto de su brazo, George vio un objeto oscuro que se alzaba lentamente detrás de unas peñas.

Un humo azulado flotaba junto a él. Oyeron de nuevo un disparo y otra bala silbó a su lado y fue a dar en la muralla pétrea, arrancando trozos de roca.

—¡Un hombre! —gritó Juanita.

George vio que era cierto. Una cabeza humana, de cabellos revueltos, con una barba espesa. Un cuerpo humano se ofrecía también a la vista, vestido con ropas destrozadas. Era el hombretón, su compañero de viaje.

—¡Vaya!, si es nuestro viejo amigo —susurró George—, el hombre que tanto la admiraba en el avión. —Y sonrió secamente.

—Pero ¿qué hace, disparando contra nosotros? —gritó Juanita.

—Supongo que no nos hará daño preguntárselo —dijo George. Alzó la voz para hablarle.

Su voz le sonó extraña y aguda, teniendo la garganta tan seca.

—¿Qué quiere? —preguntó.

El otro no contestó. Pero dejó el abrigo de las rocas y avanzó con cautela hacia ellos, una figura enorme y terrible, la pistola, una automática enorme, dispuesta en la mano.

—¿Qué se propone, disparando contra nosotros? —gritó George de nuevo, con la voz torturada por la sequedad de su garganta.

—¡Me muero de sed! —gruñó el hombre en respuesta—. No hay agua en este maldito lugar. Tengo que beber. ¡Sangre! —y una y otra vez, mientras corría hacia ellos, repitió la palabra con una voz que era casi un aullido—: ¡Sangre, sangre, sangre!

—Está loco —murmuró George.

Cann yacía inconsciente sobre la roca desnuda. Cuando el hombre que cargaba contra ellos estaba a treinta metros disparó de nuevo…, contra el cuerpo inconsciente. George le vio alzarse en el aire por el impacto de la bala.

—¡Oh! —gritó la muchacha horrorizada. Luego susurró—: ¡Corramos! ¡No podemos hacer nada!

George la tomó de la mano y ambos corrieron al pie de aquel muro ciclópeo de piedras negras. Estaban débiles por la sed, el hambre y el cansancio, y sus cuerpos parecían muy pesados. Y la superficie rocosa sobre la que corrían era tan áspera y quebrada, tan llena de hendiduras, picos y cantos puntiagudos, que les era imposible avanzar con rapidez.

El maníaco les gritaba que se detuviesen, pero no le hacían caso. Les disparó dos veces y las balas pasaron entre ellos y estallaron contra las piedras negras.

—¡Abajo! —gritó George.

Se lanzó a una hendidura transversal en la roca, entre dos enormes picos gemelos, y ayudó a Juanita a situarse a su lado. Estaban fuera de la vista del hombre. Lentamente fueron avanzando por aquel estrecho barranco.

Media hora después, cuando habían recorrido quizá quinientos metros, llegaron a un punto desde el que pudieron ver al loco de nuevo. Estaba inclinado sobre lo que quedaba del pobre Cann, desgarrando su cuerpo como un lobo hambriento.

Horrorizados, continuaron avanzando vacilantes.

Pasaron largas horas…, una eternidad torturada. Y ellos seguían arrastrándose. Un hombre y una mujer perdidos en un mundo extraño. Enfermos de miedo. Torturados por la sed. Débiles por el hambre. Agotados de fatiga. Impulsados por el horror de lo que habían visto: un ser humano devorando a otro como una bestia hambrienta.

No recorrieron una gran distancia porque estaban agotados. Y el desierto de rocas negras era increíblemente escarpado. Las piedras retorcidas en masas fantásticas de bordes agudos, como talladas con volcánica energía.

Los muros ciclópeos seguían cercándoles, una barrera infranqueable, increíblemente elevada. Enormes precipicios subían hacia el cenit en torno a ellos. Aquellos poderosos riscos negros eran terribles, opresivos, como los muros de piedra de una prisión antigua.

Y el cielo escarlata seguía brillando sobre la cumbre de los riscos de ébano con un resplandor lóbrego y sombrío, inmutable, monótono. No había día ni noche; ni el Sol, ni la Luna, ni las estrellas, rompían la monotonía de aquella luz escarlata.

Mucho tiempo después que perdieran de vista el avión destrozado, empezó a caer la lluvia roja. El recuerdo del horrible banquete del loco ya les parecía lejano; se había convertido en algo irreal, un horror fantástico que ya no importaba.

Enormes gotas rojas empezaron a caer bruscamente del cielo escarlata.

Pero no era agua que pudieran beber… Las leyes de la naturaleza, o al menos la composición química de la atmósfera, era distinta en aquel mundo extraño.

Las grandes gotas, rojas como sangre, medían al menos treinta centímetros de diámetro. Caían con fuerza terrible cubriendo la extensión de rocas negras. No saltaban. Quedaban como esferas temblorosas, como gotas de mercurio…, pero más grandes que balones de fútbol.

George y Juanita buscaron refugio en una cueva, bajo el borde inclinado de una pared, mientras caía la extraña lluvia.

El terreno no estaba en absoluto cubierto con aquellos globos rojos. George calculó que apenas caerían dos o tres por cada cien metros cuadrados.

—Debe ser algo químico con una capa superficial muy fuerte —especuló George—. El mercurio forma gotas redondas y semejantes, o el agua cuando cae sobre polvo fino. Pero estas gotas son enormes comparadas con aquéllas. Las condiciones atmosféricas deben ser aquí muy distintas de la Tierra. ¿Recuerda los enormes cristales verdes que vimos? Pueden ser una especie de nieve que cae aquí. Algo químico que se cristaliza en el aire y cae como la nieve sobre la Tierra…

—¡Ahí hay uno! —gritó Juanita.

Señalaba bajo el borde de roca negra que era su refugio. Un abismo que se abría ante ellos, una cortadura profunda, testigo de los cataclismos que dieran lugar al nacimiento de aquel mundo extraño. En la ladera más lejana, a unos cincuenta metros, brillaba algo verde contra el negro muro de roca. Un enorme cristal de esmeralda de seis lados, chispeante y reluciente, como un cristal de nieve pintado de verde y desmesuradamente aumentado.

Otro acertijo de aquel mundo desconocido.

Pasaron las horas. Las gotas rojas y enormes seguían cayendo del cielo. Ahora veían, repartidas por allí, algunas esferas escarlata. De pronto George observó que las que estaba mirando disminuían de tamaño.

—¡Mire! —gritó—. Desaparecen. Se evaporan, supongo. Debe haber algún gas rojo en el cielo que se condensa y cae, como la lluvia sobre la tierra. Y luego se evapora para formar nubes de nuevo.

No mucho después de eso tuvo lugar un fenómeno asombroso. Una gota roja cayó casualmente sobre el cristal verde que Juanita había señalado. George estaba observando aquella formación cristalina cuando ocurrió. Oyó la terrible explosión y vio que se alzaba una nube de vapor purpúrea y luminosa, como si hubiera tenido lugar una violenta reacción química entre la esfera escarlata y el cristal esmeralda.

La explosión brillante de vapores rojizo violáceos se alzó con la misma violencia que la producida por la explosión de una bomba. Se formó una gran nube. El cielo color púrpura se contrajo bruscamente. Y entonces se tornó en un inmenso disco que George y Juanita contemplaban en posición oblicua.

Pasaron unos segundos, mientras sus ojos seguían fijos en el extraño fenómeno.

Luego el disco púrpura se contrajo rápidamente y se desvaneció.

George rompió el silencio con un grito de excitación, que le desgarró la garganta reseca.

—¡El círculo púrpura que apareció delante del avión era exactamente igual! —exclamó—. Hemos visto abierta de nuevo la puerta a nuestro mundo… ¡Estoy seguro!

—¡Ahí hay un pájaro! —le interrumpió Juanita—. ¡Mire!

Señalaba un pequeño gorrión gris que volaba inseguro en el punto donde el disco púrpura se había desvanecido. Revoloteó en círculos, se alzó en un vuelo alocado, se convirtió en una mancha marrón contra el cielo escarlata y desapareció.

—Sí —dijo George lentamente—, el pájaro pasó a través de él. ¡Un gorrión de nuestro propio mundo! Lo cruzó, como hiciera el avión. Me pregunto… —y se hundió en una silenciosa especulación.

—¿Qué se pregunta, George? —le interrogó Juanita.

—Debo pensar, querida.

Le dio unos golpecitos en la mano. Una mano ahora demacrada, lacerada por los cortes y heridas de su larga lucha a través de aquel desierto de rocas salvajes.

Sintiendo cierta placentera emoción al oírse llamar «querida», Juanita guardó silencio y siguió mirándole, los ojos grises animados por una débil luz de esperanza. Pasó largo tiempo mientras el ingeniero se entregaba a una meditación profunda. La lluvia roja cesó repentinamente.

—¡Podríamos intentarlo! —dijo él de pronto—. No hay modo de saber si funcionará en la otra dirección. Es probable que nos matemos en el experimento. Pero es mejor correr un gran riesgo antes que terminar aquí nuestros días, ¿no?

—¿Quiere decir… —preguntó Juanita con voz trémula—, quiere decir que existe la posibilidad que volvamos a casa?

Sus ojos grises se agrandaban con la excitación y la esperanza repentina.

—Una posibilidad —dijo George—, una sola. Pero es mejor que permanecer aquí hasta morir por falta de alimentos y agua.

—¿De qué se trata? —preguntó ella.

—Podemos buscar uno de esos cristales verdes, naturalmente, y lanzarlo contra una de las gotas rojas. Eso deberá producir otra explosión…, y otra apertura de la puerta a nuestro mundo. No entiendo la formación del disco púrpura, por supuesto, pero algo resultante de la unión explosiva de la gota roja y el cristal verde rompe, al parecer, la barrera entre los dos mundos…, alguna forma de radiación, quizás. ¿Estás dispuesta a probarlo?

Ella le miró con sus ojos claros y serenos.

—¡Por supuesto, George! —Le sonrió. Una sonrisita débil y agotada, que le suponía un gran esfuerzo por la debilidad del hambre y la tortura de la sed—. ¡Aceptaré cualquier cosa que quieras probar! Pero debemos apresurarnos. Las últimas gotas rojas, ¿sabes?, se están evaporando.

—Es cierto —contestó George con aquel susurro ronco en el que se había convertido su voz—. Lo había olvidado. Debemos probar inmediatamente. Debe ser una rara coincidencia que los cristales verdes y las gotas rojas estén en el suelo al mismo tiempo.

Débiles y agotados, se pusieron en pie y se separaron de aquel saliente que les había servido de refugio. Registraron el abismo y encontraron algunas esferas escarlata. Ya se habían encogido; ahora eran del tamaño de un puño humano y se evaporaban rápidamente, alzándose de ellas una neblina de vapor rosado. Mientras contemplaban una, se contrajo rápidamente y se desvaneció.

Pasó media hora sin que lograran encontrar cristales verdes.

De pronto los penetrantes ojos de Juanita descubrieron uno de ellos, una estrella apoyada de canto en una estrecha hendidura de una roca negra. George se inclinó sobre la hendidura y levantó el cristal. Era una gran estrella transparente verde brillante de seis puntas. La estructura entre sus puntas era suave como pluma, delicada y perfectamente simétrica.

No pesaría más de quince kilos pero el ingeniero, debilitado por tantas privaciones, tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para cargarla.

—Ahora, ¡a buscar una de las gotas rojas! —exclamó.

Bajaron con dificultad por el barranco. George vacilaba bajo el peso del cristal que parecía cortado de una esmeralda monstruosa por algún joyero gigante, y Juanita se arrastraba a su lado.

En cierto momento divisaron una esfera escarlata, pero apenas era mayor que un balón cuando la vieron y, mientras llegaban junto a ella, se empequeñeció, siseando como una gota de agua sobre el fogón, y desapareció.

De pronto escucharon un ruido a sus espaldas. Un grito ronco, incoherente, loco.

George se volvió alarmado. Vio que un hombre corría tras ellos, el hombretón con el rostro oculto por la barba y las manos ensangrentadas. El que había llegado a aquel mundo extraño en el mismo avión que ellos; el que había caído como un lobo sobre el cuerpo del pobre e insignificante Cann.

La mano ensangrentada empuñaba una automática.

—Supongo que ha terminado con Cann —susurró George— y que busca sangre fresca.

—¡Oh, qué horror si nos atrapar! —dijo Juanita—. ¡Corramos!

—No estoy precisamente preparado para un maratón —murmuró él.

Pero los dos echaron a correr vacilantes.

La figura salvaje, cubierta de repugnantes manchas de sangre, corría tras ellos gesticulando. Oyeron disparos. Las balas silbaban junto a sus cabezas, estallando sobre los muros negros del cañón.

Siguieron corriendo…, o intentándolo al menos. Su paso era lastimoso y vacilante; casi estaban demasiado débiles para moverse. George, agotado bajo el peso del cristal verde, estaba sin aliento. La lengua, hinchada y reseca, parecía llenarle la boca, ahogándole. Juanita se arrastraba a su lado sin pronunciar una palabra de queja.

El hombre que los perseguía era mucho más fuerte; había comido hacía poco. Rápidamente les ganaba terreno, deteniéndose para dispararles como un loco en cuanto una sección recta del barranco los ponía durante un momento a su alcance.

Entonces llegaron al fin del cañón.

Los muros de rocas negras se alzaban ante ellos, imposibles de escalar. Se detuvieron para mirarlas. George dejó caer el cristal verde y se volvió a Juanita.

—Bueno, supongo que ésta es la despedida —consiguió articular con voz ronca y chirriante—. Espero que él no sea demasiado cruel. De todas formas, el hecho de estar contigo me lo ha hecho más agradable.

Tomó la mano de Juanita, la miró a los ojos grises e intentó sonreír.

Por primera vez en su terrible aventura, Juanita estalló en sollozos. Cayó débilmente en brazos del ingeniero, llorando sin control y aferrándose a él con sus manitas heridas.

El hombretón de manos ensangrentadas apareció ahora a la vista apenas a cien metros. Se detuvo, alzó la pistola y disparó de nuevo. Las balas estallaron en el muro, a sus espaldas, haciendo saltar trozos de roca.

Entonces George, que sostenía el cuerpo de Juanita agitado por los sollozos, miró por encima del hombro de la muchacha y vio lo que había en un pequeño hueco en la roca, casi a sus pies. Una esfera roja de casi treinta centímetros de diámetro de la que se escapaba una neblina rosada.

Sin duda se habían recogido en aquel hueco varias esferas, formando una sola, más grande, que no se evaporaba tan rápidamente.

—¡Espera! —gritó el ingeniero, incorporando a la muchacha—. ¡Aún podemos intentarlo! ¡A ver si le privamos de su cena!

Recogió el enorme cristal brillante que antes dejara caer y lo lanzó al hueco, sobre el líquido en forma de esfera.

Una nube explosiva de vapor púrpura los envolvió, obligándoles a retroceder contra el muro del cañón. Se encogieron allí por unos segundos, esperando. George había pasado el brazo en torno a la cintura de Juanita para sostenerla.

De pronto se despejó el vapor rojizo en torno. Se convirtió en un muro recto de luz púrpura, la superficie de un gran disco.

—¡Ahora! —dijo George.

Arrastrando el cuerpo ligero de la muchacha, echó a correr y saltó hacia aquel muro de luz rojiza.

Lo primero que advirtió fue que yacían tumbados sobre la hierba verde y suave. Juanita había caído sobre él, y George se incorporó con ella en brazos. Miró el mundo en torno derramando lágrimas de alivio y de gozo. El cielo ya no era de un rojo furioso y lóbrego… Era azul, suave y cálido.

Las montañas ciclópeas de pesadilla, con las rocas negras, ya no se alzaban en torno a ellos…, sino los campos verdes y frondosos del valle de San Joaquín. A su lado pastaba un rebaño de vacas. Más allá había una granja de aspecto agradable. Y, por el otro lado, una valla que los separaba de la carretera sin pavimentar.

El sonido del motor de un automóvil llegó a oídos de George… Le sonó extraño, tras aquella eternidad en la prisión silenciosa del otro mundo.

Un camión de granja, cargado de latas de leche, venía por el camino.

—¡El camión de un lechero! —susurró a Juanita—. ¡Vamos a detenerle!

Ella respondió débilmente, y se apresuraron hacia la valla.

El granjero se detuvo al ver aquellas pobres criaturas, destrozadas y heridas, que se apoyaban en la valla llorando de gozo. Pocos minutos más tarde les había dado unos sorbos de leche de uno de los recipientes, y se los llevaba a la granja sobre la colina, donde encontrarían muchas cosas que, en las horas pasadas en aquel otro mundo, sólo habían visto en su delirio.

—¿Dónde diablos han estado? —preguntó el médico rural al que habían avisado, y que les aseguró que pronto se recuperarían del todo.

—¡No lo creería si se lo dijera! —fue la respuesta de George.