La muchacha del meteoro

—De todos modos, ¿para qué sirve Einstein?

Lancé la pregunta al joven Charlie King. Un instante después él alzaba la vista y la fijaba en mí. Me pareció ver un gran dolor en el fondo de sus ojos castaño claro. Apretó fuertemente los labios en una línea estrecha que cruzaba el rostro curtido por el viento, y sacudió nerviosamente la pipa contra la cubierta metálica de la cabina del piloto del «Gaviota Dorada».

—Ya sé que el espacio es curvo, que realmente no existen ni espacio ni tiempo, sino sólo espacio-tiempo, que la electricidad, la gravedad y el magnetismo son una misma cosa. Pero ¿cómo pagará eso mi cuenta de la tienda de comestibles…, o la tuya?

—Eso es lo que Virginia quiere saber.

—¡Virginia Randall! —Me había quedado atónito—. ¡Vaya! Yo creía…

—Lo sé. Hemos estado prometidos un año. Pero ella ha roto el compromiso.

Charlie me miró a los ojos durante un largo minuto, sus labios todavía muy apretados. Nos apoyábamos en el fuselaje recién pintado del «Gaviota Dorada», el mejor monoplano anfibio capaz de lograr las trescientas millas por hora. Se alzaba sobre la suave arena blanca de nuestro campo de aterrizaje particular en la costa este de Florida. Un poco más allá, las verdes aguas del Atlántico se rompían en espuma blanca contra las rocas.

El mismo año en que Charlie King y yo saliéramos del Instituto de Tecnología, habíamos creado el núcleo de un negocio de aviación comercial. Aquí, en nuestro propio taller, habíamos diseñado y construido varios hidroaviones y anfibios de gran éxito. La mente matemática y brillante de Charlie era la mejor ayuda, a excepción de los períodos en que se hallaba demasiado enfrascado en sus especulaciones abstractas para descender a lo comercial. Las matemáticas me resultan incómodas incluso cuando se utilizan para calcular la combadura del ala de un avión. Y las matemáticas puras, como las teorías de la relatividad y la equivalencia, es algo que aborrezco sinceramente.

Ahora me dominaba el asombro. Virginia Randall era una muchacha tan esbelta y hermosa como nuestra «Gaviota Dorada». Yo los había creído profundamente enamorados, y había estado esperando con ilusión el día de su boda.

—Pero ¡si no hace dos semanas que Virginia estuvo aquí! ¡Te la llevaste de paseo en nuestra «Gaviota Occidental IV»!

Charlie encendió la pipa con nerviosismo y dio unas rápidas chupadas. Su rostro, flaco y ojeroso bajo las gafas de piloto colocadas sobre la frente, buscó el mío ansiosamente.

—Lo sé. La llevé de regreso a la estación. Entonces fue cuando…, cuando reñimos.

—Pero ¿por qué? ¿Por Einstein? Eso es idiota.

—Ella quería que dejara todo esto y me fuera con su padre, a su negocio de corretaje en Wall Street. El viejo está dispuesto a aceptarme y hacer de mí un hombre de negocios.

—¡Vaya! ¡Yo no podría llevar éste sin ti, Charlie!

—De eso hablamos ella y yo, Hammond. La verdad es que yo no realizo un gran trabajo. Sólo me encargo de las matemáticas, y te dejo a ti los modelos y los anteproyectos.

—¡Oh, Charlie, eso no es del todo…!

—Es la verdad pura y simple —dijo amargamente—. Tú diseñas aviones y yo juego con Einstein. Y como tú dices, nadie puede comer ecuaciones.

—Me dolería mucho que te fueras.

—A mí también me dolería abandonarte, junto con nuestro negocio y las matemáticas. Realmente no lo necesito. Mis gustos son bastante sencillos. Y el viejo Randall «Mano de hierro» ha ganado ya todo lo que puede necesitar una familia. Virginia no es precisamente pobre. Dos o tres millones, según creo.

—Y, ¿dónde se fue Virginia?

—Abordó ayer el «Valhalla», en San Francisco. Va a reunirse con su padre en Panamá. Él hace un crucero alrededor del mundo en su yate, ya sabes, y dirige Wall Street por radio. Yo debía telegrafiar a Virginia si cambiaba de opinión. Decidí quedarme contigo, Hammond. Hice que le entregaran un ramo de orquídeas y envié el mensaje: «¡Einstein para siempre!»

—Si conozco a Virginia, ésas no fueron palabras muy amables.

—Bueno, un hombre…

Sus palabras fueron interrumpidas por un incidente extraordinario.

Un chillido agudo y prolongado estalló de repente sobre nuestros hangares de estuco en el extremo del campo. Alcé la vista rápidamente y distinguí un objeto brillante que rasgaba el aire sobre nuestras cabezas. Aquel aullido ensordecedor terminó bruscamente con un golpeteo terrible. Sentí temblar el suelo bajo mis pies.

—¿Qué…? —empecé a decir.

—¡Mira! —gritó Charlie.

Su mano me indicaba un punto. Más allá del ala metálica y brillante del «Gaviota Dorada» vi que una gran nube de arena blanca se alzaba como un surtidor en el extremo más lejano de aquel campo nivelado. El surtidor de piedrecillas creció, se extendió y se precipitó como una lluvia, abriendo un profundo cráter en la tierra.

—¿Ha caído algo?

—Me pareció el disparo de un gran cañón. Sólo que la bomba no explotó. Acerquémonos a ver.

Corrimos al lugar donde había caído aquello, a trescientos metros en el mismo campo. Hallamos un agujero en forma de embudo en la tierra desnuda. Tendría unos doce metros de diámetro y cinco de profundidad, y estaba rodeado por un círculo de arena blanca y rocas pulverizadas.

—Parece el agujero de una bomba —observé.

—¡Ya lo tengo! —gritó Charlie—. ¡Ha sido un meteoro!

—¿Un meteoro? ¿Tan grande?

—Sí, pero, afortunadamente para nosotros, no demasiado. De haber sido como el que cayó en Siberia hace unos años, o el que originó el cráter Winslow en Arizona…, no estaríamos hablando de ello. Es probable que encontremos ahí una buena aleación de hierro y níquel.

—Haré que vengan unos hombres a cavar, y veremos lo que encontramos.

Nuestros mecánicos venían ya corriendo por el campo. Les grité que trajeran picos y palas. A los pocos minutos cinco de nosotros nos turnábamos para sacar arena y fragmentos de rocas del agujero.

De pronto noté algo curioso. Una neblina azulada cubría el fondo del pozo. Era casi transparente, no más densa que el humo de tabaco. Y al pasar la pala a través de ella no parecía agitarse lo más mínimo.

Me froté los ojos dubitativamente y pregunté a Charlie:

—¿No ves ahí una especie de neblina?

Él se asomó al agujero.

—No. No… ¡Sí, sí, la veo! Muy curioso. Como una niebla azul. Y los instrumentos la atraviesan sin que se mueva. ¡Extraño! ¡Debe tener algo que ver con el meteoro! —Estaba muy excitado.

Seguimos cavando ansiosamente. Una hora más tarde habíamos agrandado el agujero hasta una profundidad de siete metros. Nuestras palas chocaban con el hierro gris de la roca espacial. La neblina se había ido haciendo más espesa a medida que profundizábamos en la excavación. Ahora veíamos la roca a través de una pantalla de niebla azul e inmóvil.

Habíamos encontrado el meteoro. Pero allí había algo extraño. El primer hombre que lo tocó —un mecánico sueco, un hombretón llamado Olson— cayó hacia atrás desvanecido como si le hubieran electrocutado. Nos costó media hora hacerle recobrar el sentido.

En cuanto la cubierta de hierro del meteorito quedó a la vista, una capa de hielo se formó sobre ella.

—Estaba tan frío como el espacio exterior, casi al cero absoluto —explicó Charlie—, y sólo se calentó superficialmente durante su rápido paso por el aire. Pero por qué está cargado de electricidad…, eso no sé explicarlo.

Charlie corrió a su laboratorio, detrás de los hangares, donde tenían un equipo tan completo que abarcaba desde un telescopio astronómico a un delicado sismógrafo. Trajo todo el equipo eléctrico que pudo cargar. Me ordenó que colocara un alambre en la piedra cubierta de hielo del espacio, mientras él ponía el otro extremo del alambre en un poste del galvanómetro.

Creo que obtuvo una corriente que le destrozó el aparato. En cualquier caso, se sintió aún más excitado.

—¡Hay algo raro en esa piedra! —gritó—. Ésta es la oportunidad de mi vida. Que yo sepa, jamás un meteoro ha sido examinado científicamente transcurrido tan poco tiempo después de su caída.

Charlie nos hizo ir rápidamente al laboratorio. Volvimos con un camión cargado de bobinas de alambre, tubos, baterías, potenciómetros y otros diversos aparatos. Ordenó que unos hombres, con fuertes guantes de goma, alzaran la piedra cubierta de hielo y la colocaran en una caja de embalaje sobre un banco. Aquello tenía una forma irregular; medía unos treinta centímetros de longitud y debía pesar unos cien kilos. Envió a un hombre en motocicleta a la tienda para que le trajera a toda prisa hielo seco (dióxido carbónico solidificado), a fin de mantener la piedra en su temperatura más baja.

A las pocas horas había montado todo un laboratorio en torno al meteorito. Trabajaba febrilmente bajo el calor del sol, efectuando lecturas de los diversos instrumentos que iba colocando y disponiendo otros más. Consiguió mantener la piedra fría, introduciéndola en una caja de hielo seco.

Los mecánicos nos dejaron para ir a comer, y yo intenté que él se tomara también un descanso para alimentarse.

—No, Hammond —dijo—. Esto es algo grande. ¡Y nosotros estábamos hablando de Einstein! Esta roca parece estar llena de energía, con una nueva clase de fuerza. Todos los meteoros deben ser iguales en el momento en que caen del espacio. Imagino que esto es a la relatividad lo que la manzana de Newton fue a la gravedad. ¡Algo formidable!

Me miró con los ojos muy brillantes.

—Es mi oportunidad de hacerme famoso, Hammond. Si consigo algo lo bastante grande, tal vez Virginia cambie de opinión.

Trabajó con firmeza a lo largo de toda la tarde, bajo el calor agobiante. Me pasé la mayor parte del tiempo ayudándole, o contemplando fascinado la curiosa niebla azul que pendía como una esfera en torno al meteoro. No comprendía bien lo que mi amigo se proponía; el lector que desee más detalles puede consultar la monografía que está preparando Charlie para la prensa científica.

Hizo que los hombres tendieran una línea desde nuestro generador directo de corriente en los talleres, a fin de disponer de potencia para sus instrumentos eléctricos. Montó un poderoso electromagneto justo bajo el meteorito y fijó un tubo de rayos X para bombardearlo con rayos.

Llegó la noche y el resplandor del sol se desvaneció del cielo. En la oscuridad, la curiosa niebla que rodeaba a la piedra se hizo luminiscente, clara, una esfera inmóvil de luz azul. Creí ver formas grotescas moviéndose en su interior. Una bola de fuego azul, temblorosa y fantasmal envolvía los instrumentos.

La bobina de inducción de Charlie dejaba escapar un fuerte zumbido, con un fuego púrpura en sus extremos. El tubo de rayos X brillaba con un resplandor verdoso. Charlie manipuló el reóstato que controlaba la corriente a través del electromagneto y siguió leyendo sus instrumentos.

—¡Mira eso! —gritó de pronto.

La neblina azul en torno a la piedra se hizo más intensa, se convirtió en una bola de zafiro inflamado de casi dos metros de espesor, brillante e inmóvil. ¡Una gran esfera de fuego azul que se movía! De ella se escapaban vaharadas de neblina azulada que ocultaba la piedra en su caja, el aparato de rayos X y los demás instrumentos. El extremo de la mesa surgía extrañamente de aquella bola de luz.

Oí que Charlie movía un conmutador. El zumbido de la bobina cambió de tono.

La bola de fuego azul se desvaneció bruscamente. ¡Se convirtió en un agujero, en una ventana al espacio!

Y, a través de ella, ¡vimos otro mundo!

La oscuridad de la noche nos rodeaba. Donde estuviera la bola había ahora un círculo de neblina azul de unos dos metros de diámetro. A través de aquel círculo se veía una gran extensión de océano que se alzaba en olas poderosas y cubiertas de espuma bajo un cielo de nubes grises y bajas.

No era como la imagen sin relieve que vemos en el cine. La escena tenía profundidad. Sabía que estábamos viendo en realidad una extensión infinita de océano tormentoso. ¡Era nítidamente claro, preciso, real!

Me volví atónito hacia Charlie y vi que éste se echaba atrás para contemplar el anillo de fuego azul con una mezcla de sorpresa y satisfacción.

—¿Qué…, qué…? —balbuceé.

—¡Es sorprendente! ¡Maravilloso! Más de lo que me atrevía a esperar. La completa justificación de mi teoría. Si a Virginia le interesa la reputación científica…

—Pero ¿qué es?

—Resulta difícil de explicar sin el lenguaje matemático. Podría decirse que estamos mirando a través de un agujero en el espacio. La nueva fuerza que late en el meteorito, amplificada por los rayos X y el campo magnético, ha originado una distorsión de las coordenadas espacio-tiempo. Como sabes, un campo gravitacional distorsiona la luz; la luz de una estrella es desviada al pasar por el Sol. El campo de este meteorito desvía la luz por el espacio-tiempo, por el continuo tetradimensional. Ese océano que vemos puede estar en el otro lado de la Tierra.

Di la vuelta al círculo de humo luminoso, con la maravillosa imagen en su centro. Parecía que la ventana giraba conmigo. Vi toda la superficie alterada de aquel mar azotado por la tormenta, de un tono gris pizarra, hasta el horizonte nublado. Por ninguna parte se veían tierras o barcos.

Charlie se dedicaba a ajustar el reóstato y los conmutadores.

El océano gris parecía correr con rapidez más allá de la ventana. Una amplia extensión de agua pasaba rápidamente bajo nuestros ojos. Débiles nubes de vapor negro, procedentes de algún barco, se destacaban contra el horizonte azul y gris y desaparecían. Luego se vio la tierra…, una alargada línea verde grisácea. Divisamos una costa alargada que se iba desarrollando ante nosotros. Era una visión como la que se obtiene desde un avión muy rápido…, un avión que volara a miles de kilómetros por hora.

La Puerta de Oro surgió a la vista, con el familiar perfil de San Francisco alzándose sobre las colinas tras ella.

—¡San Francisco! —gritó Charlie—. Lo que veíamos era el Pacífico. Busquemos el «Valhalla». ¡Tal vez consigamos ver a Virginia!

La línea de la costa se desvaneció cuando Charlie empezó a manejar los instrumentos. Fijé la mirada en el círculo de brillante niebla azulada y vi cómo corría de nuevo el ilimitado océano ante nosotros. Divisamos un yate de placer que avanzaba con los palos desnudos.

—No sabía que hubiera una tormenta semejante —murmuró Charlie.

Otros navíos pasaron ante nuestros ojos, luchando denodadamente contra el oleaje embravecido.

Luego vimos el océano de olas enormes cubiertas de espuma. La lluvia caía en torrentes desde las densas nubes, y los relámpagos de un vivo color violeta las atravesaban de vez en cuando. Resultaba extraño ver los rayos sin oír en absoluto los truenos…, pero ningún sonido acompañaba a las imágenes que podíamos ver a través de aquella ventana espacial enmarcada en azul.

—¡Espero que el «Valhalla» no sufra una tormenta así! —gritó Charlie.

A los pocos minutos una forma obscura surgió entre la niebla azotada por el viento. Pronto se nos acercó y se convirtió en un barco negro.

—Sólo es un buque de carga —dijo Charlie con un suspiro de alivio.

Era un navío enorme, con la superestructura dañada. Sus máquinas parecían muertas. Corría con el viento, inclinándose torpemente, amenazando con hundirse a cada terrible acometida de las olas. No vimos a nadie a bordo; era una nave condenada. Distinguimos el nombre, «Roma», en un costado.

Charlie giró los mandos de nuevo.

Pocos instantes después distinguíamos la proa esbelta de otro gran navío entre la cortina de lluvia. Evidentemente se trataba de un barco de pasajeros. Avanzaba con rapidez, medio inclinado, y las olas poderosas se rompían sobre la borda.

—¡El «Valhalla»! —gritó Charlie alarmado. Se quedó boquiabierto—. ¡Y se dirige en línea recta contra aquel buque semihundido!

En un instante, cuando logró que el barco se acercara más a la ventana bordeada de azul, también yo distinguí el nombre. Las cubiertas brillantes y bañadas por el mar estaban casi desiertas. Aquí y allá un hombre luchaba inútilmente contra la fuerza de la tormenta.

Poco después teníamos a la vista los restos del «Roma», frente al barco que corría hacia él. A través de la niebla y la lluvia torrencial nadie habría podido distinguirlo desde el barco de pasajeros hasta tenerlo peligrosamente cerca.

Vimos la nube de vapor cuando sonó la sirena. Observamos el desesperado esfuerzo del barco por cambiar de rumbo y desviarse. Pero era ya demasiado tarde para que una nave tan dañada pudiera maniobrar. Charlie lanzó un alarido cuando una ola poderosa precipitó al «Valhalla» contra el barco a la deriva.

La escena de locura que siguió estuvo envuelta en un silencio extraño. No oímos el golpeteo cuando tuvo lugar el choque, no oímos gritos ni voces mientras la muchedumbre de pasajeros, pálidos y desesperados, luchaban por llegar a cubierta. Y el vano intento de lanzar los botes al agua fue como una película muda.

Un bote se rompió mientras lo bajaban. Otro, ya cargado de pasajeros, fue alzado por una ola terrible y hecho pedazos contra el costado del barco. Sólo quedaron restos de maderas en las aguas enrojecidas. El barco se inclinaba de tal modo que los botes de la banda de sotavento eran inútiles. Y resultaba imposible lanzar los otros en aquel mar terrible que les azotaba.

—Virginia sabe nadar —dijo Charlie en tono esperanzado—. Sabes que intentó la travesía del Canal el año pasado, y casi lo consiguió.

Se detuvo a observar aquella escena espantosa con el rostro pálido y en un silencio cargado de ansiedad.

El «Roma» surgió ahora ante el barco lanzando fragmentos de botes en torno. La nave de pasajeros se hundía rápidamente. Vimos docenas de seres impotentes y dominados por el pánico que se dirigían hacia el lado de sotavento y se lanzaban al agua tratando de alejarse a toda prisa para evitar el terrible remolino.

Luego, con una deliberación curiosa, la proa del «Valhalla» se hundió en las aguas revueltas. La popa se alzó en el aire, hasta que el barco estuvo casi perpendicular. Y entonces desapareció rápidamente de la vista.

Sólo unos cuantos nadadores y los restos de algunos botes quedaron sobre el mar gris. Charlie manipuló nerviosamente los mandos tratando de acercar la escena lo suficiente para ver la identidad de aquellas personas que se debatían por sobrevivir.

Un gran bote, que sin duda había arrastrado al fondo la succión del hundimiento, surgió volcado a la superficie y pasó rápidamente entre los nadadores, los cuales bracearon enérgicamente para darle alcance. Entonces vi que una persona, evidentemente una muchacha, lograba asirlo y se alzaba sobre él, deslizándose entre los demás supervivientes, que seguían luchando.

El bote volcado, y la muchacha montada en él, parecían dirigirse con rapidez hacia nuestra ventana bordeada de azul. Al poco rato vi algo familiar en ella.

—¡Es Virginia! —exclamó Charlie—. ¡Dios mío, tenemos que salvarla como sea!

Olas terribles azotaban duramente el bote. Virginia Randall se aferraba desesperadamente a él, cubierta de espuma, bajo el furioso ataque de las olas y la violencia del viento.

Entretanto, nosotros estábamos envueltos por la noche serena. El aire era cálido y las estrellas brillaban. Veíamos las casas silenciosas e iluminadas sobre la playa. Resultaba muy extraño contemplar aquel círculo bordeado de un fuego azul y ver a una muchacha luchando por su vida, aferrada a un bote volcado en un mar tormentoso.

Charlie la observaba como apático, presa del pánico y la aflicción, tembloroso y mudo, sin poder hacer nada más que manejar los controles para no perder a la muchacha de vista.

Pasaron las horas y seguíamos observando. Entonces Charlie gritó con una súbita esperanza:

—¡Hay una oportunidad! ¡Podría hacerlo! ¡Podría salvarla!

—Hacer, ¿qué?

—Podemos ver esas escenas porque el campo del meteoro se desvía ligeramente a través del continuo tetradimensional. La línea de un rayo de luz de alcance mundial es una geodésica en el continuo. El campo que yo he construido distorsiona ese continuo, de modo que vemos rayos originados en un punto distante. ¿Está claro?

—¡Tan claro como la noche para mí!

—Bien, de todas formas, si el campo fuera lo bastante fuerte podríamos atraer los objetos físicos a través del espacio-tiempo, en vez de simples imágenes visuales. Podríamos recoger a Virginia y traerla aquí mismo, al cráter. ¡Estoy seguro de ello!

—¿Pretendes decir que podríamos trasladar a una chica por el espacio, desde una distancia de seis mil o siete mil kilómetros?

—No lo entiendes. Ella no vendría por el espacio en absoluto, sino a través del espacio-tiempo, del continuo, lo cual es algo muy distinto. Está a seis mil kilómetros de distancia según nuestro espacio tridimensional, pero en el espacio-tiempo, como puedes ver, sólo está a pocos metros. Sí, sólo a escasos metros de nosotros en la cuarta dimensión. ¡Si consigo aumentar un poco el campo, pasará directamente por aquí!

—Serás un mago si puedes hacerlo.

—¡Tengo que hacerlo! Es una nadadora magnífica y ésta es la única razón por la que aún sigue con vida, pero jamás logrará sobrevivir hasta llegar a la costa. ¡No puede salvarse en un mar semejante!

Charlie se puso a trabajar en seguida, montando otro electromagneto junto al que ya había dispuesto y uniendo dos lámparas más de rayos X al lado de la caja que contenía el meteoro. El movimiento del bote, en la ventana envuelta en fuego, lo alejaba rápidamente de nosotros, y Charlie me enseñó a manejar el mando del reóstato a fin de mantener a la muchacha a la vista.

Antes que Charlie hubiera completado los arreglos del equipo, una extensión de espuma blanca apareció delante del bote a la deriva. Inmediatamente distinguimos una enorme roca negra, contra la que rompía en brutales oleadas el mar furioso. El bote estaba muy cerca e iba directamente contra la roca. Charlie lo vio y soltó un grito de horror.

El bote, ya casi astillado, avanzaba a toda velocidad y su negro casco se encontraba muy próximo a la roca. Las rompientes lo atraparon, lanzándolo hacia delante, con la muchacha aferrada a él. Ésta se incorporó y miró aterrada la roca negra, al tiempo que otra oleada brutal alzaba de nuevo el bote y lo arrojaba contra ella.

Yo seguía en pie, paralizado de horror, en el momento en que el bote iba a caer sobre la roca. Fácil era imaginar el estruendo del choque, pero todo sucedía tan silenciosamente como en una película muda. El bote, desde lo más alto de una cresta de espuma blanca, se precipitó contra la roca y se hizo pedazos. Virginia fue lanzada contra la piedra húmeda. Trató desesperadamente de alcanzar la parte superior del risco. Sus manos resbalaban en la roca pulida por el agua, y el salvaje océano parecía apoderarse de ella. Al fin consiguió alejarse de las aguas embravecidas, aunque la espuma todavía la inundaba.

Lancé un suspiro de alivio. No obstante la situación de la chica, aún estaba lejos de ser envidiable.

—¡Virginia! ¡Virginia! ¿Por qué te dejé ir? —gemía Charlie.

Se puso a trabajar de nuevo desesperadamente, montando el electromagneto y los tubos. Pasó otra hora mientras yo seguía observando a la muchacha temblorosa sobre las rocas. Con el pelo revuelto, mojado y brillante, pegado contra la cabeza, y las ropas destrozadas, parecía totalmente exhausta, como si necesitara todas sus energías para mantenerse aferrada a la roca contra la fuerza del viento y las olas que la azotaban. Y estaba helada de frío, temblando, el rostro azulado.

El agua se alzaba más y más.

—¡La marea está subiendo! —exclamó Charlie—. Pronto cubrirá la roca. Si no la sacamos a tiempo, ¡está perdida!

Terminó de unir unos alambres.

—Lo tengo todo dispuesto —dijo—. Ahora debemos averiguar exactamente dónde está y fijar ese punto. Aún así todo es terriblemente incierto. Temo intentarlo, pero es la única oportunidad.

—¿Puedes averiguarlo?

—Sí, mediante el cambio del espectro y otros factores. Necesito algunos aparatos más. —Corrió al laboratorio, a través del campo de aterrizaje, que parecía negro bajo las estrellas. Volvió respirando agitado con un espectrómetro, un globo terráqueo y otros objetos.

—¡La marea está más alta! —gritó mirando en el círculo rodeado de fuego azul a la muchacha sobre la roca—. ¡Se la llevará de ahí en unos momentos!

Montó el espectrómetro y se puso a trabajar a toda prisa, haciendo observaciones por el telescopio, ajustando prismas y pantallas de difracción, leyendo en el electrómetro y otros aparatos y deteniéndose para hacer cálculos complicados.

Yo le ayudaba cuando me era posible, o miraba el anillo de llameante bruma azul donde veía las olas rompiendo cada vez a mayor altura sobre la muchacha agotada y aferrada a la roca. Nubes de espuma levantada por el viento, la ocultaban a menudo de mi vista. Sabía que no le quedaban fuerzas para mantenerse mucho más tiempo contra la marea creciente.

Aunque muy alterado con el horror que le producía la situación de Virginia, Charlie trabajaba con una eficiencia fría y rápida. Sólo la expresión tensa y la palidez de su rostro mostraba la profundidad de su angustia. Terminó la última observación del espectrómetro, tomó un bloc de notas y empezó a escribir cifras con furia.

—Aquí hay algo raro —dijo de pronto, frunciendo el ceño—, una alteración del espectro que no se explica sólo por la distorsión a través del espacio tridimensional. No lo entiendo.

Ambos contemplamos a la muchacha, helada y temblorosa sobre la roca.

—Casi temo intentarlo. ¿Y si algo saliese mal?

Se volvió al globo terráqueo que había traído y trazó una línea sobre el mismo. Hizo unos cálculos apresurados en el bloc y luego fijó un punto en el globo con el lápiz.

—Aquí está. En una roca a varios kilómetros de Punta Eugenia, en la costa del estado mexicano de Baja California. El lugar más solitario del mundo. No hay oportunidad de rescate. Debemos… ¡Santo cielo! —Se interrumpió con horror repentino—. ¡Mira!

Miré por la ventana del círculo azul y vi a la muchacha. El agua le llegaba ya hasta la cintura. Cada ola amenazaba con destrozarla. Pero entonces observé que luchaba con algo. Un gran tentáculo viscoso, negro, brillante, surgía de las aguas verdes. Se agitó en el aire con deliberación y agarró a la chica. Ella debió lanzar un grito, aunque nada pudimos oír. Golpeaba al monstruo en vano.

—¡Ha desaparecido! —gritó Charlie.

—¡Es un pulpo! —exclamé—. ¡Un pulpo gigante!

Virginia hizo un esfuerzo repentino, furioso. Con una energía que jamás habría creído posible en unos miembros tan helados, se soltó de aquella monstruosa criatura y subió más sobre la roca. Pero un terrible tentáculo la aferró de nuevo por el tobillo, tirando de ella, arrastrándola hacia abajo a pesar de su lucha desesperada por librarse.

—¡Debo intentarlo! —dijo Charlie, con los ojos brillantes de determinación—. ¡Es una oportunidad!

Oprimió un conmutador. Una bobina nueva sustituyó a la anterior. Los tubos de rayos X parpadearon junto al fuego azul que cercaba la ventana. Ajustó los reóstatos y cerró el circuito a través del nuevo electromagneto.

Una cortina de llamas azules se extendió rápidamente entre nosotros y la ventana bordeada de fuego azul. Una bola enorme y azulada quedó inmóvil sobre el meteorito y los instrumentos. Durante unos minutos permaneció allí, mientras Charlie, sudando, trabajaba desesperadamente con los aparatos. Luego se expandió, se hizo enorme y estalló sin sonido en un vívido resplandor zafiro, desvaneciéndose por completo.

¡El meteorito, el banco y los aparatos habían desaparecido!

A la luz de las estrellas sólo distinguíamos el enorme cráter que abriera el meteoro, con algunas piezas del equipo esparcidas en torno. Pero el aparato instalado por Charlie, conectado con el meteorito, había desaparecido.

Mi amigo se había quedado mudo, abrumado por el desaliento.

—¡Virginia, Virginia! —gritó con voz desesperanzada—. No, no está aquí. No conseguí traerla. He fracasado. ¡Y ni siquiera podemos verla ahora!

Traté desesperadamente de consolarle.

—Tal vez el pulpo no le haga daño —insinué—. Dicen que la mayoría de las historias acerca de su ferocidad son algo exageradas.

—Si el monstruo no acaba con ella, lo hará la marea —dijo con amargura—. He fallado estúpidamente. ¡Y no sé por qué! No consigo entenderlo.

Recogió con apatía el bloc de notas y lo sostuvo a la luz de la linterna eléctrica.

—Hay algo raro en esta ecuación. La desviación de las líneas del espectro no explica esa distorsión solamente a través del espacio.

Con el ceño fruncido repasó durante varios minutos la hoja de papel que sostenía bajo el círculo de luz. De pronto tomó el lápiz y empezó a escribir más números.

—¡Ya lo tengo! ¡La luz fue desviada por el tiempo! Debería haber reconocido estas coordenadas espacio-tiempo.

Hizo cálculos de nuevo.

—Sí, la escena que vimos en aquel círculo de luz estaba alejada de nosotros no sólo en el espacio, sino también en el tiempo. Probablemente el «Valhalla» no se ha hundido todavía. ¡Estábamos viendo el futuro!

—Pero ¿cómo es posible? ¡Cómo vamos a ver las cosas antes que éstas sucedan!

Siento el más profundo respeto por el genio matemático de Charlie King. Sin embargo, cuando dijo eso, me sentí francamente incrédulo.

—El espacio y el tiempo sólo son términos relativos. Nuestro universo material no es más que la simple intersección de líneas mundiales geodésicas mezcladas en un continuo tetradimensional. El espacio y el tiempo no tienen significado independiente uno de otro. Jeans dice que un astrónomo terrestre tal vez afirme que la explosión de Nova Persei tuvo lugar un siglo antes del gran incendio de Londres. Pero un astrónomo de Nova podría afirmar con la misma exactitud que el gran incendio tuvo lugar un siglo antes que la explosión en Nova. El campo de este meteorito distorsionó las ondas de luz, de modo que lo vimos varias horas antes que tuviera lugar, según nuestra idea convencional del tiempo. Lo que vimos fueron, por tanto, escenas situadas en el futuro.

»En cuanto al campo amplificado del electromagneto, aunque sí lo bastante potente para trasladar a Virginia por el espacio, no fue suficientemente poderoso para atraerla hacia nosotros a través del tiempo. Sin embargo ella debe haber sentido el tirón. Y quizás haya sucedido algo terrible. El problema es bastante complicado.

Levantó el lápiz de nuevo. A la luz de la pequeña linterna eléctrica vi su rostro joven, delgado y tenso bajo el potente impulso de su pensamiento. El lápiz volaba sobre el bloc, trazando unos símbolos que yo no podía descifrar.

También mi mente volaba. La visión del futuro me resultaba una idea demasiado revolucionaria. Mi mente es conservadora, y siempre me he mostrado escéptico ante las ideas más fantásticas sugeridas por la ciencia. Pero Charlie parecía saber de qué hablaba. A la vista de las cosas maravillosas que había hecho hasta aquel momento, no era justo que dudara de él ahora. Decidí aceptar como válida su asombrosa declaración y seguir la aventura hasta el fin.

Alzó el lápiz y consultó la esfera luminosa de su reloj de pulsera.

—Vimos la última escena unas doce horas y cuarenta minutos antes que ésta sucediera…, por decirlo en lenguaje convencional. La distorsión de las coordenadas del tiempo se resume en eso.

A la luz del amanecer —pues habíamos pasado la noche entera en el cráter del meteoro y un tono plateado surgía ya por el este— me miró con una firme resolución en los ojos.

—Hammond, ¡eso nos deja más de doce horas para llegar hasta Virginia!

—¿Te refieres a ir…? Pero ¡sólo doce horas! Eso supera al récord transcontinental…, por no decir nada del tiempo que nos llevaría encontrar una roca en medio del Pacífico.

—¡Tenemos el «Gaviota Dorada»! Es tan rápido como cualquier avión en el que hayamos volado.

—Pero ¡no podemos utilizarlo ahora! Esas alteraciones imprescindibles aún no se han hecho. ¡Y el nuevo motor! Quizá sea extraordinario, pero puede pararse en cualquier segundo. El «Gaviota» puede volar, pero no es seguro.

—¡Olvídate de la seguridad! Tengo que llegar hasta Virginia, y hacerlo en las próximas doce horas.

—El «Gaviota» volará, pero…

—Muy bien. Por favor, ayúdame a despegar.

—¿Qué te ayude? Lo que vas a hacer es una locura. Pero, si tú vas, yo también.

—Gracias, Hammond, ¡de corazón! —y me estrechó la mano—. Tenemos que lograrlo.

Dimos una última mirada al boquete del que habíamos extraído la piedra maravillosa, nos volvimos y corrimos hacia los hangares. Mientras corríamos salió el sol por el este, y sus primeros rayos nos atacaron bruscamente como una lanza ardiente. Los mecánicos no habían aparecido todavía. Charlie abrió las puertas correderas y vimos el hermoso «Gaviota dorada», esbelto, de alas finas y línea graciosa.

Mientras yo tomaba la manivela de arranque, Charlie subió a la cabina. Di vueltas hasta que el mecanismo se puso a zumbar lentamente y alcé la palanca que lo unía al motor. Había tenido demasiada prisa para conseguir la velocidad adecuada y el motor nuevo y potente no se encendió. Charlie casi aulló de rabia mientras yo giraba de nuevo.

Esta vez el motor soltó una tosecilla y pronto inició un rugido firme y brillante. Con el viento de la hélice rugiendo en torno a mí solté la manivela y esperé a que se calentase el motor. Charlie, impaciente, me hizo señas para que quitara los bloques. Subí a toda prisa a la cabina y me senté a su lado; él aumentó la potencia y el avión salió bramando por el campo.

A los pocos minutos volábamos hacia el oeste, a una velocidad de casi quinientos kilómetros por hora. Charlie iba encogido sobre los mandos, observando el cuadro de instrumentos y haciendo volar al «Gaviota» casi al límite de su velocidad. Una y otra vez se volvían sus ojos al reloj del panel.

—Doce horas y cuarenta minutos —dijo—. Y ya ha pasado una hora. Debemos estar allí a las seis y cinco.

Volábamos sobre Louisiana cuando la bomba de aceite se atascó. El motor se calentó peligrosamente. Charlie, de mala gana, cortó la ignición y cayó en espiral en un campo abierto.

—Debemos repararla —dijo—. Ya ha pasado otra hora. ¡Y cada minuto es vital!

—¡La culpa es del nuevo motor! Muy potente, sí, pero debíamos habernos tomado el tiempo necesario para reacondicionarlo y hacer esos cambios.

Charlie aterrizó con su pericia habitual y nos pusimos a trabajar con una prisa desesperada. Un granjero barbudo que masticaba tabaco, se detuvo a observarnos. Le acompañaban tres pilluelos. Acababa de ir a buscar el correo y llevaba el periódico del día en la mano. Charlie le preguntó por la tormenta.

—El centro está junto a la costa norteamericana —leyó el hombre con su acento nasal—. La mayor tormenta del año azota a los barcos en la costa oeste. Se ha informado de la pérdida de seis navíos. El «S. S. Valhalla», con graves desperfectos, envía un S.O.S.

»Se calcula que se han perdido mil vidas esta noche debido a la tormenta más impresionante del año, que corre hacia la costa del Pacífico haciendo naufragar a todos los barcos que encuentra en su camino. Radiogramas del «Valhalla», a las cinco de la tarde, informan que ha sufrido daños y está en peligro. Es dudoso que los navíos de rescate puedan llegar hasta él en medio de la tormenta.

Una vez reparado el motor partimos de nuevo. Charlie consultó el reloj.

—Las diez menos cinco. Nos quedan ocho horas y diez minutos, y nos aguarda un largo camino.

Tuvimos que detenernos en San Antonio, Texas, para proveernos de gasolina y aceite.

—¡Diez minutos perdidos! —se quejó Charlie al salir—. Y ese monstruo…, ¡esperando en el futuro para arrastrar a Virginia a una muerte horrible!

Dos horas después el avión tenía problemas en el sistema de ignición. El motor era nuevo, con varios cambios radicales que habíamos introducido a fin de aumentar la potencia y disminuir el peso. Como ya le había indicado a Charlie, no habíamos hecho suficiente trabajo experimental con objeto de perfeccionarlo.

Aterrizamos en el aeródromo de El Paso y perdimos otra preciosa media hora entregados a las reparaciones. Compré unos bocadillos en un bar junto al campo. Allí había un aparato de radio y me quedé un rato escuchando las noticias.

—Han muerto muchos miles —decía la voz metálica del locutor— como resultado de la tormenta que azota ahora la costa del Pacífico, la peor desde hace varios años. El centro de la tormenta extiende hoy su fuerza por las regiones costeras. Se habla ya de millones de dólares en pérdidas en todas las ciudades, desde San Francisco a Manzanillo, México.

»El mayor desastre de la tormenta es la pérdida del barco de pasajeros «Valhalla», de la línea Estrella Roja. Se cree que ha chocado con el casco de un buque de carga abandonado, el «Roma», del que saltó ayer toda la tripulación cuando naufragaba. Los radiogramas del barco, que han dejado de recibirse hace tres horas, decían que se estaban hundiendo. Los oficiales dudaban que pudieran lanzarse los botes, dado el estado del mar…

No esperé a oír más. Charlie comprobó nuestra ruta mientras estábamos detenidos. Luego despegamos, cruzamos el Río Grande y volamos sobre las colinas rocosas y cubiertas de arbustos de México, en línea recta hacia la roca en el mar.

—Si ocurre algo que nos obligue a aterrizar de nuevo…, será demasiada mala suerte —dijo Charlie secamente—, pero iremos por aquí. Son unos mil kilómetros en línea recta. Y ahora son las cuatro menos cuarto. Debemos volar a una velocidad media de casi quinientos kilómetros por hora para llegar allí a tiempo.

Guardó silencio y se concentró en los mapas e instrumentos, mientras remontábamos la cordillera de Sierra Madre y las amplias laderas que bajaban hacia el golfo de California. Los vientos que venían de frente nos azotaron cuando volábamos sobre la azulada extensión de agua. Tuvimos que atravesar una tormenta.

—Apenas teníamos tiempo de conseguirlo sin que el viento se nos pusiera en contra —dijo Charlie—. Si esto sigue así… ¡Pero no puede seguir!

Relámpagos de color púrpura se sucedían amenazadores en la masa de nubes tormentosas que pendía sobre la península montañosa de Baja California. Me aterraba la idea de meterme en la tormenta en aquel aparato cuyo motor aún no había sido probado, pero Charlie se inclinó resueltamente sobre los mandos e hizo avanzar al «Gaviota Dorada» al límite de su velocidad. Las nubes grises giraban en torno a nosotros desgarradas por los rayos furiosos. Los truenos ahogaban el rugido de nuestro motor acelerado al máximo. Un viento salvaje crujía entre los puntales del aeroplano; la lluvia y el granizo se abatían sobre nosotros. El avión subía y bajaba bruscamente, llevado de un lado a otro como una hoja muerta. La palanca de dirección se agitaba entre las manos de mi amigo como si tuviera vida. Con los labios apretados formando una línea tensa, Charlie luchaba en silencio, intensa y desesperadamente.

De pronto nos sentimos como succionados y experimenté una sensación muy desagradable en la boca del estómago. Vi el sombrío perfil de la cumbre desnuda de una montaña que estaba muy próxima, debajo de nosotros envuelta en una neblina azotada por el viento.

—¡Sería mejor salir de aquí, Charlie! ¡No podemos aguantar mucho tiempo! —grité repentinamente alarmado.

No me oyó a causa del estruendo de la tormenta, y le grité de nuevo.

Se volvió a mirarme, después de consultar el reloj.

—Nos queda menos de una hora, Hammond. ¡Debemos continuar!

Me hundí en el asiento. El avión giraba, subía y bajaba de tal modo que agradecí la suerte de tener un cinturón de seguridad. Con gran ansiedad vi que Charlie elevaba de nuevo el aparato y se metía en la tormenta. Durante lo que me pareció una eternidad batallamos en un caos de niebla arrastrada por el viento, iluminada por relámpagos purpúreos y agitada por los estallidos de los truenos.

Charlie luchó con los mandos hasta hallarse bañado en sudor. Debía estar totalmente agotado después de treinta y seis horas de esfuerzo exhaustivo. En más de una docena de ocasiones perdí la esperanza de salir con vida. La brújula giraba locamente, y bajamos en picado a través de la lluvia hasta distinguir algún punto de referencia allá abajo. Tres veces vi alzarse de improviso la cumbre de una montaña delante de nosotros, y en todas ellas Charlie consiguió evitar la colisión elevando bruscamente el aparato.

Al fin las aguas de color pizarra aparecieron a nuestros pies; su movimiento formaba montañas cubiertas de espuma. Supe que volábamos sobre el Pacífico.

—Ya hemos pasado Punta Eugenia —dijo Charlie—. No puede estar lejos. Pero sólo nos quedan quince minutos. Quince minutos para llegar a Virginia…, antes que la atracción del meteoro la arranque de allí y se la lleve, quizás hacia un destino horrible.

Volábamos a escasa altura y con rapidez sobre el océano turbulento. Charlie examinó los mapas e hizo un rápido cálculo. Cambió ligeramente nuestro rumbo y proseguimos a toda velocidad. Registrábamos la extensión de aquel mar sin límites bajo las nubes grisáceas. Aquí y allá había líneas de rompientes blancas, pero en ninguna parte veíamos una roca con una muchacha aferrada a ella. De pronto apareció el perfil verde de una isla sobre las aguas violentas a nuestra derecha.

—Eso es Del Tiburón —dijo Charlie—. Hemos dejado atrás la roca.

Hizo un brusco viraje y volamos hacia el sur sobre las olas. Miré el reloj. Faltaban dos minutos para las seis. Me volví a Charlie.

—¡Siete minutos! —susurró roncamente.

Seguimos volando en amplios círculos. El motor gemía. Una extensión interminable de olas agitadas corría bajo nosotros. La manecilla giraba en la esfera. Las seis y un minuto. Sólo nos quedaban cuatro.

Vimos un punto de espuma blanca en grises aguas enloquecidas. Estaba a varios kilómetros de distancia, casi en el horizonte. Nos lanzamos hacia él, el motor rugiendo. Volábamos a ocho kilómetros por minuto. El punto blanco se transformó en una roca bañada por la espuma. Y corrimos hacia ella a la velocidad de una bala.

Mientras descendíamos vi el cuerpo esbelto de Virginia, empapada y herida, que luchaba entre los horribles tentáculos del pulpo monstruoso. Era la misma escena terrible que habíamos presenciado gracias al fenómeno asombroso de la distorsión de la luz a través del espacio-tiempo, a casi seis mil quinientos kilómetros de distancia y doce horas antes.

Faltaban pocos minutos para llegar al instante en que Charlie había puesto fin a nuestra visión de la escena, en su intento por atraer a la chica a través de la cuarta dimensión hasta nuestro aparato en Florida. ¿Qué catástrofe tendría lugar entonces?

Charlie hizo descender el aparato con tanta rapidez que nuestros cuerpos iban de un lado a otro. Estábamos a punto de precipitarnos contra las olas. Me sentí dominado por un pánico repentino, y le puse la mano en el hombro.

—¡Hombre, no puedes aterrizar en un mar así! ¡Es suicida!

Sin una palabra se soltó de mi mano y continuó el descenso en picado hacia la roca. Yo me quedé sin aliento, temiendo el choque.

No culpo a Charlie por lo que sucedió. Es el mejor piloto que conozco. Una erupción repentina del mar tuvo la culpa.

Aquella extensión de olas montañosas cubiertas de espuma se alzó bruscamente hacia nosotros, con la roca y la muchacha aferrada a ella a nuestra derecha. El «Gaviota Dorada» golpeó la cresta de una ola, se enterró en la espuma y cayó por el largo declive hacia el seno de la ola. Pero aún logramos izarnos sobre la cresta siguiente y pude ver el negro perfil de la roca apenas a doce metros de distancia.

Charlie había amarrado con gran habilidad. No fue culpa suya que el viento tempestuoso envolviera al avión en el momento en que llegaba a la cresta de la segunda ola y lo empujara de costado hacia la roca. Tampoco le culpo del hecho que la montaña de agua, con su corona de espuma, completara la labor iniciada por el viento y lanzara al frágil avión, estrellándolo contra la roca.

Tengo un recuerdo confuso de la violenta inmersión a la voluntad de la ola, de mi desesperación al comprender que íbamos a naufragar. Sin duda perdí el sentido cuando caímos. Mi siguiente recuerdo es que, al abrir los ojos, me encontraba en la roca, sujeto allí por el fuerte brazo de Charlie. Estaba empapado y la cabeza me dolía horriblemente a causa del golpe.

Virginia, con el rostro tembloroso y azulado, se inclinaba junto a nosotros. No veía restos del avión; el poderoso mar se había llevado lo que quedara de él. Apoyándome en el borde de la roca, vi los negros tentáculos del pulpo gigante…, esperando a que una ola nos dejara a su voluntad.

—¿Estás bien, Hammond? —preguntó Charlie ansiosamente—. Me temo que tienes un buen chichón en la cabeza. Todo lo que pude hacer fue pescarte antes que el agua se llevara al «Gaviota».

Me ayudó a colocarme en mejor posición para resistir la fuerza de la muralla de agua que se nos venía encima como una montaña en marcha. Virginia estaba en los brazos de Charlie, demasiado exhausta para hacer otra cosa que aferrarse a él.

—¿Qué podemos hacer ahora? —balbuceé, sacudiendo la cabeza empapada.

—¡Nada! Supongo que estamos en muy mala situación. Dentro de unos segundos sentiremos la atracción del campo del meteoro, la fuerza mediante la cual traté de llevar a Virginia al cráter a través de la cuarta dimensión. No sé qué sucederá; tal vez seamos lanzados juntos al espacio. Y si eso no acaba con nosotros, lo hará el pulpo o la marea…

Su voz quedó ahogada por el rugido de la ola. Una muralla gris y espumosa nos envolvió. Medio ahogado, me aferré a la roca defendiéndome como pude del agua enloquecida.

Luego me envolvió una luz azul y cegadora. Escuché un crujido repentino, como la rotura de un enorme cristal, me eché hacia atrás y sentí que me hundía en el abismo.

Recuperé el sentido sobre arena suave.

Me incorporé atónito y abrí los ojos. Estaba sentado en el fondo arenoso de un agujero cónico. Charlie y Virginia, tumbados a mi lado, parecían tan atónitos como yo. Charlie se puso de rodillas y alzó el cuerpo desmadejado de la muchacha en sus brazos.

Una luz se hizo en mi cerebro. Aquel agujero de arena parecía familiar. Me puse en pie y salí de él. Y vi que estábamos en nuestro campo de aterrizaje.

Por sorprendente que parezca habíamos vuelto al cráter del meteoro. Los aparatos de Charlie, que antes habían desaparecido, estaban ahora en torno a nosotros e incluso vi la forma grisácea del meteorito, medio enterrado en la arena, en el fondo del pozo.

—¿Qué…, qué ha pasado? —pregunté a Charlie.

—¿No lo comprendes? Es muy sencillo. Debía haberlo pensado antes. El campo del meteorito ha traído a Virginia —y a nosotros— a este punto del espacio. Pero no ha podido hacernos volver en el tiempo; en cambio el aparato fue lanzado hacia adelante en el tiempo. Por eso desapareció. Llegamos aquí justo doce horas y cuarenta minutos después que cerrara el conmutador, puesto que habíamos estado mirando en el futuro. La explicación matemática…

—Ya basta para mí —dije a toda prisa—. Será mejor que preparemos una cama seca para Virginia y que pensemos en un poco de sopa caliente o lo que sea.

Ahora el meteorito gris, en una hermosa caja de cristal, descansa sobre la repisa de la chimenea en la biblioteca de una gran mansión, de la que soy un invitado frecuente. Me encontraba allí una tarde, hace pocos días, cuando Charlie King cayó de pronto en uno de sus arranques de cálculos matemáticos.

—¿Einstein otra vez? —le pregunté en broma.

Él alzó los ojos castaños y me miró.

—Hammond, ¡desde que la relatividad nos permitió encontrar a la muchacha del meteoro, deberías estar convencido!

Virginia —a quien su marido llama «La muchacha del meteoro»— vino riendo en su rescate.

—Sí, señor Hammond, ¿qué piensa ahora de Einstein?