El señor Eric Stokes-Harding se levantó del lecho revuelto. Su figura era esbelta y notable con el pijama púrpura a rayas. Sonrió cariñosamente hacia el lecho gemelo donde Nada, su querida esposa, dormía serena bajo las ligeras sábanas de seda. Con un gruñido se puso de pie e inició una serie de fantásticos ejercicios gimnásticos. Pero después de haber realizado unas cuantas flexiones sin verdadero interés, lo dejó y, cruzando la puerta, pasó a una habitación pequeña y alegre, cuyos muros estaban cubiertos de estanterías y de aparatos científicos que habrían resultado extraños al hombre de cuatro o cinco siglos antes, cuando apenas se iniciaba la era de la aviación.
El señor Eric Stokes-Harding bostezó y quedó de pie ante el gran ventanal abierto, contemplando el exterior. Bajo su mirada se extendía un espacio amplio, como un parque, cubierto de césped de un color esmeralda brillante, salpicado de plantas. A doscientos metros se alzaba un edificio inmenso y piramidal, una estructura artística, de reluciente mármol blanco y metal, rayada con el verdor de los jardines dispuestos en terrazas, la esbelta cima rematada en una aguja que contribuía a sostener la cubierta de cristal y acero por encima del edificio. Hasta donde alcanzaba la vista se extendía aquel parque sin límites, sólo interrumpido por los graciosos edificios de columnas que sostenían el gran tejado de cristal.
Sobre el cristal, por encima de esta Nueva York del año 2432, rugía una tormenta de nieve. Pero eso no preocupaba en absoluto al hombre vestido con ropas ligeras que, ante la ventana abierta, inhalaba profundamente el aire fragante de las plantas a sus pies…, aire que se mantenía tanto en verano como en invierno a la temperatura exacta de 20 grados centígrados.
El señor Eric Stokes-Harding bostezó de nuevo, se separó del ventanal y cruzó la habitación inundada por la hermosa luz dorada que surgía de los globos suspendidos, una luz atómica y fría que iluminaba la ciudad cubierta de nieve. Hizo una mueca de disgusto y se sentó ante una mesa amplia cubierta de papeles; se arrellanó en el asiento y permaneció unos instantes con las manos unidas tras la cabeza. Al fin se enderezó de mala gana, sacó del cajón una pequeña máquina de escribir y empezó a teclear en ella con impaciencia.
El señor Eric Stokes-Harding era escritor. Había todo un estante de libros suyos en el muro, con brillantes cubiertas rojas, azules y verdes, que proporcionaban una sensación de placer al corazón del joven novelista cuando alzaba la vista de su máquina.
Escribía, según decían sus editores entusiasmados, «apasionantes novelas de acción sobre épocas pasadas, cuando los hombres eran hombres. ¡Héroes de sangre ardiente que respondían valientemente al impulso de las pasiones propias de la vida primitiva!» Se mostraba imparcial sobre el ambiente de sus novelas…, mientras estuviera lo suficientemente alejado de la civilización moderna. Su protagonista podía ser un hombre mono rugiendo en la jungla, con un arma ensangrentada en una mano y una hermosa muchacha en la otra. O un vaquero…, «rápido en la monta, veloz en el disparo», el héroe ya desaparecido de los viejos ranchos. O un hombre perdido en una isla de los mares del sur con una mujer hermosa. Y esos héroes eran siempre tipos fuertes, valientes y llenos de recursos que sabían manejar un palo con la misma facilidad que el hombre de las cavernas, o llamar a la ciencia en su ayuda a fin de defender a su hermosa compañera de los terrores de un mundo salvaje y desolado.
Y cien millones de seres leían las novelas de Eric y seguían su versión cinematográfica en las pantallas de la televisión. Se emocionaban con la vida sencilla y romántica que llevaban sus protagonistas, le pagaban unos derechos de autor fabulosos e inconscientemente compartían su opinión respecto a que la civilización había robado al hombre lo mejor de la vida.
Eric se hallaba enfrascado en el placer artístico de describir la emoción sensual de su protagonista ante los tuétanos asados de los huesos de un mamut cazado por él, cuando la mujer que se hallaba en la otra habitación se despertó y poco después entró de puntillas en el estudio. Era alegre, vivaz y —según su marido, con el que apenas llevaba unos meses casada— estaba muy hermosa enfundada en su bata de seda brillante.
Imprudentemente, Eric guardó de nuevo la máquina en su sitio y decidió olvidar que su próxima «novela de emoción y acción sangrienta» debía estar en el despacho del editor a fin de mes. Se puso de pie de un salto para besar a su esposa y la retuvo entre sus brazos durante un largo momento de felicidad. Y luego, tomados de la mano, se fueron a un extremo de la habitación y pulsaron una serie de botones, modo sencillo de pedir el desayuno, enviado a través de un dispositivo automático desde la cocina, situada en la planta baja.
Nada Stokes-Harding era también escritora. Escribía poemas «de regreso a la naturaleza», canciones sencillas al mar, a las puestas de sol, al canto de los pájaros, a las flores alegres y los vientos cálidos, a la emocionante comunión con la naturaleza, y a las cosas que se cultivan. Los hombres leían sus poemas y la consideraban genial, aunque el mundo entero era ahora una sola ciudad, y ya no existían los pájaros ni había flores salvajes, ni nadie tenía tiempo para preocuparse por una puesta de sol.
—Eric, querido —dijo—. ¿No es terrible que estemos enjaulados aquí, en un apartamento, lejos de las cosas que ambos amamos?
—Sí, amor mío. La civilización ha arruinado al mundo. Si hubiéramos vivido hace mil años, cuando la vida era sencilla y natural, cuando los hombres cazaban su alimento en vez de tomar cosas sintéticas, cuando aún sentían la emoción del conflicto en vez de vivir bajo un cristal como flores de invernadero…
—¡Si pudiéramos ir a alguna parte!
—No hay ningún sitio adonde ir. Yo escribo sobre el oeste, África, las islas de los mares del sur.
Pero todas están abarrotadas desde hace doscientos años. Lugares de placer, sanatorios, ciudades, fábricas…
—¡Si pudiéramos vivir en Venus! Anoche oí una conferencia en la televisión. El locutor dijo que el planeta Venus es más joven que la Tierra, y no se ha enfriado tanto. Tiene una atmósfera de espesas nubes, y bosques húmedos de grandes árboles. Que en Venus la vida es simple y elemental, como en la Tierra antes que la civilización la arruinara.
—Cierto. Kingsley, con su telescopio de rayos infrarrojos que penetra la capa de nubes del planeta, descubrió que Venus gira poco más o menos según el mismo período que la Tierra, y que debe ser muy similar a lo que era ésta hace un millón de años.
—Eric, ¿y si pudiéramos ir allí? ¡Sería tan emocionante comenzar la vida como los personajes de tus historias, alejarnos de esta odiosa civilización y vivir una vida natural! Tal vez un cohete…
Los ojos del joven autor brillaron. Se levantó de un salto, abrazó a Nada y la besó con éxtasis.
—¡Magnífico! ¡Piensa lo que sería cazar en la selva virgen y traerte las piezas! Pero me temo que no hay modo de hacerlo… ¡Espera! ¡El Expreso Cósmico!
—¿El Expreso Cósmico?
—Un nuevo invento que, según tengo entendido, ha sido perfeccionado hace pocas semanas por Ludwig von der Valls, el físico alemán.
—Ya he dejado de interesarme por la ciencia. Eso es lo que ha arruinado la naturaleza, llenando el mundo de gentes tontas y artificiales que actúan de acuerdo con tales características.
—Pero esto es fabuloso, querida. Un nuevo modo de viajar…, ¡por el éter!
—¿Por el éter?
—Sí. Por supuesto, tú sabes que la energía y la materia son términos intercambiables, ya que ambos son simplemente vibraciones etéreas de distinta clase.
—Naturalmente, eso es elemental. —Sonrió orgullosamente—. Puedo darte incluso ejemplos del cambio. La desintegración del átomo de radio que produce helio, plomo y energía. Y la antigua demostración de Millikan en que su rayo cósmico se genera cuando las partículas de electricidad se unen para formar un átomo.
—¡Magnífico! Creí que habías dicho que no te interesaba la ciencia. —Su rostro brillaba de orgullo—. Pero el método del nuevo Expreso Cósmico consiste simplemente en transformar la materia que debe enviarse en energía, enviarla luego en forma de rayo brillante y después, una vez en su destino, enfocar ese rayo para transformarla de nuevo en átomos.
—Pero la cantidad de energía debe ser terrible…
—Lo es. Ya sabes que las ondas cortas llevan más energía que las largas. El Rayo Expreso es una vibración electromagnética de frecuencia muy superior incluso a la del rayo cósmico, y por tanto mucho más poderosa y penetrante.
La muchacha frunció el ceño, pasándose los dedos delicados por el cabello dorado.
—Pero no comprendo cómo pueden tomar un objeto reconocible, ni siquiera cómo consiguen que la radiación se convierta de nuevo en materia.
—El rayo se enfoca de un modo similar a la luz que pasa por la lente de una cámara. Las lentes fotográficas, utilizando rayos ligeros, recogen una imagen y la reproducen de nuevo en la placa…, exactamente como el Rayo Expreso recoge un objeto y lo reproduce en el otro lado del mundo.
»Una analogía de la televisión te ayudará a comprenderlo. Como sabes, mediante el disco de exploración la imagen se transforma en simples fluctuaciones rápidas en el haz de un rayo de luz. De modo semejante, el plano focal del Rayo Expreso se mueve lentamente por el objeto, disolviendo en forma progresiva capas del espesor de un solo átomo que se reproducen exactamente en el otro foco del instrumento…, ¡el cual podría estar en Venus!
»Pero la analogía de las lentes es la mejor de las dos, pues no se necesita un instrumento receptor, como en la televisión. El objeto, no importa dónde esté, se compone de una serie infinita de capas de planos en el foco del rayo. Tal cosa sería imposible con aparatos de radio porque, incluso con la mejor transmisión del rayo, se pierde toda la energía menos una pequeña fracción, y la energía es necesaria para reconstruir los átomos. ¿Entiendes, querida?
—No del todo. ¡Pero eso no importa! Aquí está el desayuno. Déjame que te prepare unas tostadas con mantequilla.
Había sonado un timbre en el dispositivo receptor de los alimentos. Corrió a él y volvió con una gran bandeja de plata cargada de platos delicados que colocó en una mesa auxiliar. Se sentaron frente a frente y comieron, obteniendo tanta satisfacción de la mutua contemplación de sus rostros como de la excelente comida. Al terminar, ella llevó la bandeja al dispositivo, la introdujo en una ranura, apretó un botón…, y así acabó con los cuidados culinarios de la mañana.
Volvió junto a Eric, que contemplaba de nuevo la máquina de escribir con expresión de disgusto.
—¡Oh, querido, estoy emocionada con lo del Expreso Cósmico! Si pudiéramos ir a Venus, iniciar una nueva vida en un mundo nuevo, alejarnos de toda esta sociedad convencional y odiosa…
—Podemos ir a las oficinas… Sólo están a cinco minutos de aquí. El tipo que maneja la máquina para la compañía es amigo mío. Claro, no puede aceptar pasajeros a no ser con destino a las sucursales que tienen repartidas por todo el mundo. Pero yo conozco su punto débil…
Eric se rió y tocó un muelle oculto bajo su mesa. Un pequeño objeto pulido, brillante como la plata, se deslizó en su mano.
—Nuestra antigua amistad, más esto, harán que se doblegue y ceda…
Cinco minutos más tarde el señor Stokes-Harding y su esposa estaban en ropas de calle, unas túnicas de seda ligera de líneas vaporosas… Se requerían muy pocas prendas de vestir en aquella ciudad artificialmente caldeada. Entraron en el ascensor y descendieron treinta pisos hasta la planta baja del gran edificio.
Subieron a un coche cilíndrico con filas de asientos a los lados. No era muy distinto del antiguo metro, excepto que éste era hermético y corría por atracción y repulsión magnética dentro de un tubo en el que se había hecho el vacío, y a una velocidad que habría dejado atónito a un antiguo viajero de los trenes subterráneos.
A los cinco minutos el vehículo había llegado a la base de otro edificio, en la zona comercial, donde no había lugar para parques entre las poderosas estructuras que sostenían el tejado de cristal continuo a doscientos pisos sobre el suelo de cemento.
Un ascensor los elevó al piso ciento cincuenta. Eric dirigió a Nada por un corredor largo y alfombrado hasta una gran puerta de cristal sobre la que estaban escritas, en letras de oro, estas palabras:
EXPRESO CÓSMICO
Al aproximarse, un hombre delgado que llevaba una cartera negra bajo el brazo salió de otro ascensor frente a la puerta, cruzó a toda prisa el corredor y se coló en la estancia. La pareja entró detrás de él.
Se hallaron en una pequeña habitación dividida por una reja de latón, enfrente de la cual había un largo banco apoyado contra el muro, que recordaba una sala de espera en una antigua estación de ferrocarril. La verja tenía una ventanilla, y un joven de aire perezoso se apoyaba en el estante situado detrás de ella. Más allá se veía una gran maquinaria brillante medio oculta por la reja. Una pequeña puerta situada en el espacio frente a la ventanilla daba acceso a la máquina.
El hombre delgado y vestido de negro, al que Eric reconoció ahora como un famoso cardiólogo francés, no dejaba de moverse ante la ventanilla, agitando frenéticamente las manos y rugiendo al muchacho adormilado:
—¡Rápido! ¡Tengo que decirle la verdad! ¡Tengo necesidad urgentísima de ir a toda prisa! ¡Un paciente que tengo en París se encuentra en condiciones muy críticas!
—Espere un minuto, señor. Tenemos ahora un cliente en la máquina. Un diplomático ruso de Moscú a Río de Janeiro… Doscientos setenta dólares y ochenta centavos, por favor… Ahora llega su turno. Tranquilícese, estará allí antes de darse cuenta. Recuerde que sólo es un servicio experimental. Habrá instalaciones normales en todo el mundo dentro de un año… ¿Dispuesto? Pase.
El empleado tomó el dinero y apretó un botón. La puerta de la verja se abrió y el nervioso médico la cruzó de un salto.
—Échese en el cristal, boca arriba —ordenó el joven—. Las manos a los lados. No respire. ¡Listo!
Manipuló mandos y conmutadores y apretó otro botón.
—¡Vaya! ¡Hola, Eric! —gritó—. ¿Ésta es la dama de la que me hablabas? ¡Felicitaciones! —Una campanilla sonó en el panel—. Un minuto. Tengo una llamada.
Se dirigió de nuevo a los mandos. Unas lucecillas brillaron por un segundo. El joven se volvió hacia la máquina medio oculta y habló cortésmente:
—Muy bien, señora. Salga. Espero que haya disfrutado del viaje.
—Pero ¡mi Violeta! ¡Mi preciosa Violeta! —Una aguda voz femenina salía de la máquina—. Señor, ¿qué ha hecho usted con mi querida Violeta?
—Le aseguro que no sé nada, señora. ¿Es que ha perdido el sombrero?
—¡No aguanto impertinencias, señor! ¡Estoy hablando de mi perro!
—¡Ah! ¿Un perro? Habrá saltado fuera del cristal. Puede hacer que se lo envíen por trescientos…
—Joven, si le ocurre algún daño a mi Violeta yo…, yo… ¡Apelaré a la Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Animales!
—Muy bien, señora. Le agradecemos que haya viajado con nosotros.
La puerta se abrió de nuevo. Una mujer muy gruesa, respirando furiosamente, el rostro enrojecido y las ropas cubiertas de gemas artificiales, cruzó pomposamente la puerta por la que el nervioso doctor francés entrara hacía poco. Atravesó pesadamente la habitación y salió al corredor, donde aún se oyeron sus palabras en tono agudo:
—¡Voy a ver a mi abogado! ¡Mi preciosa Violeta…!
El frívolo joven guiñó un ojo a la pareja.
—Y ahora, ¿en qué puedo servirte, Eric?
—Queremos ir a Venus, si ese rayo tuyo puede llevarnos allí.
—¿A Venus? ¡Imposible! Tengo órdenes de hacer funcionar el expreso únicamente entre las dieciséis estaciones oficiales: Nueva York, San Francisco, Tokio, Lon…
—Escucha, Charlie. —Con una mirada de cautela hacia la puerta, Eric levantó el frasco de plata—. Por los viejos tiempos y por esto…
El muchacho pareció hipnotizado a la vista del frasco. Luego, con un solo y ligero movimiento, lo arrebató de manos de Eric y fue a ocultarlo bajo el panel de instrumentos.
—Claro, amigo. Te enviaría al cielo por esto, si me dieras las lecturas del micrómetro para lanzar el rayo hasta allí. Pero te lo advierto: es peligroso. Tengo una especie de aparato de televisión para enfocar el rayo. Puedo dirigirlo a Venus… La verdad es que me he divertido en algunas ocasiones observando la vida en ese planeta. Un lugar terrible. Salvaje. Puedo elegir un punto en las tierras altas para dejarles. Pero no me hago responsable de lo que suceda a continuación.
—Una vida sencilla y primitiva es lo que buscamos. Y ahora, ¿qué te debo…?
—¡Oh, nada, nada! Entre amigos… Siempre que esta sustancia sea auténtica, claro. Entren y échense en el bloque de cristal. Con las manos a los lados. No se muevan.
La puerta se había abierto de nuevo y Eric ingresó con Nada. Entraron en una pequeña sala completamente rodeada de espejos, prismas, lentes y tubos eléctricos. En el centro había una especie de cristal transparente de dos metros y medio cuadrados y cinco centímetros de grosor, con una intrincada masa de maquinaria en la parte inferior.
Eric ayudó a Nada a colocarse sobre el cristal y se acostó a su lado.
—Creo que el Rayo Expreso está enfocado justo en la superficie del cristal, desde abajo —dijo—. Disuelve nuestra materia, que es transmitida por el rayo. Será como si nos fundiéramos sobre el cristal.
—¿Listos? —preguntó el muchacho—. Creo que ya te lo he encontrado. Una especie de lugar elevado en la jungla. Ahora no hay ningún peligro a la vista. Pero, digo yo… ¿Cómo van a volver? No tengo tiempo para observarles.
—Adelante. No vamos a volver.
—¡Caray! ¿Qué es esto? ¿Es que se están fugando? Creí que ya estaban casados. ¿O tienes problemas financieros? Los bajistas hicieron un ataque terrible anoche. Sería mejor que me dejaran enviarles a Hong Kong.
Sonó un timbre.
—¡Hasta la vista! —gritó el muchacho.
Eric y Nada se sintieron envueltos en fuego. Les rodeaban oleadas de llamas blancas procedentes del bloque de cristal. De pronto experimentaron una sensación de hormigueo agudo en la zona de contacto con la pulida superficie. Luego la negrura, la negrura…
Lo primero que advirtieron fue que el fuego había desaparecido a su alrededor. Estaban tumbados en algo extraordinariamente suave y blando, y una lluvia cálida caía sobre sus rostros. Eric se incorporó y se encontró en un charco de barro. Junto a él estaba Nada, que abría los ojos y luchaba por levantarse, con sus relucientes atavíos manchados de barro negro.
En torno a ellos había una espesa jungla, obscura, sombría…, y muy húmeda. Los árboles parecían palmeras, o tal vez helechos gigantes, una masa de follaje verde recortada contra un cielo gris.
Se pusieron en pie con aire de triunfo.
—¡Al fin! —gritó Nada—. ¡Estamos libres! ¡Libres de la odiosa civilización! ¡Hemos vuelto a la naturaleza!
—Sí, ahora dependemos de nosotros mismos; ya no somos parásitos de las máquinas.
—Es maravilloso tener un hombre bueno y fuerte como tú en quien poder confiar, Eric. Eres exactamente igual a los héroes de tus libros.
—Y tú eres la perfecta compañera, Nada. Pero ahora debemos ser prácticos. Debemos hacer fuego, buscar armas, construir un refugio de algún tipo. Supongo que pronto será de noche, y Charley habló de animales salvajes que había visto en la pantalla de televisión.
—Encontraremos una cueva seca y agradable y haremos fuego ante la entrada. Tendremos pieles de animales sobre las que dormir y vasijas de barro para cocinar. Luego encontrarás semillas y las cultivaremos.
—Pero primero debemos hallar pedernal. Lo necesitamos para las armas y para obtener las chispas con que encender el fuego. Probablemente también encontraremos algo de cobre virgen. Se encuentra en la naturaleza.
Inmediatamente partieron a través de la jungla. El barro parecía muy abundante y consistente. A cada paso se hundían en él hasta los tobillos y masas gruesas se les pegaban a los pies. Continuaron a lo largo de más de un kilómetro sin que la naturaleza previsora les hubiera dejado ni siquiera un fragmento de cuarzo, por no hablar de una masa de cobre puro.
—¡Qué asco! —gruñó Eric—. ¡Atravesar setenta y cinco millones de kilómetros para encontrarnos con esta recepción!
Nada se detuvo.
—Eric —dijo—. Estoy cansada. Y, de todas formas, no creo que haya rocas por aquí. Tendrás que utilizar los instrumentos de madera aguzados por el fuego.
—Probablemente tienes razón. Este suelo parece ser de aluvión. No me sorprendería que las rocas nativas estuvieran a muchos metros bajo tierra. Tu idea es mejor.
—Puedes hacer fuego frotando dos palos, ¿no?
—Se puede hacer…, y con bastante facilidad, estoy seguro. Claro que yo nunca lo he intentado. Primero necesitamos unos palos secos.
Continuaron su marcha agotadora con buena parte del nuevo planeta pegada a sus pies. La lluvia seguía cayendo de aquel cielo oscuro en un aguacero cálido y constante. La madera seca parecía tan escasa como los proverbiales dientes de la gallina.
—¿No has traído cerillas?
—¿Cerillas? ¡Claro que no! Íbamos a volver a la naturaleza.
—Espero que dispongamos pronto de un buen fuego.
—Si la madera seca fuera polvo de oro, no podríamos comprar ni una hamburguesa.
—Eric, eso me recuerda que tengo hambre.
También él confesó que la sentía. Dedicaron su atención a la búsqueda de plátanos o cocos, pero no parecían abundar en la jungla de Venus. Incluso los pequeños animales, a los que hubieran podido matar con una rama desgajada, tenían ideas muy contrarias al respecto.
Al fin, por puro cansancio, se detuvieron y reunieron ramas para hacer un refugio junto al tronco caído de un árbol.
—Puede que esto nos libre de la lluvia —dijo Eric con animación—. Y mañana, cuando haya dejado de llover…, estoy seguro que nos encontraremos mejor.
Cuando se arrastraron al interior del improvisado refugio ya había caído la noche. Se acostaron estrechamente abrazados, pero el calor de sus cuerpos apenas les confortaba. Nada derramó algunas lágrimas.
—Anímate —le aconsejó Eric—. Hemos vuelto a la naturaleza…, donde siempre quisimos estar.
Con la oscuridad bajó la temperatura y se alzó un viento espantoso que introducía la lluvia en el pequeño refugio y amenazaba con demolerlo. Nubes de insectos semejantes a mosquitos, a los que no turbaba en absoluto el mal tiempo, cayeron sobre ellos.
De pronto, escucharon un estruendo en la noche helada y tormentosa, un rugido ronco y fuerte, terrible. Nada se aferró a Eric.
—¿Qué es eso, querido? —preguntó temblando.
—Tal vez sea un reptil. Un dinosaurio, o algo así. Este mundo parece encontrarse en el mismo período en que tales animales florecían sobre la Tierra… Pero quizá no nos encuentren.
El rugido se repitió, ahora más cerca. El suelo temblaba bajo unas patas poderosas.
—Eric —dijo Nada con un tembloroso hilo de voz—. ¿No crees…, que tal vez hubiera sido mejor…? ¿Sabes?, la antigua vida no era tan mala, después de todo.
—Estaba pensando, precisamente, en nuestras habitaciones, agradables, calientes y bien iluminadas, con la comida dispuesta saliendo por una ranura en cuanto apretábamos el botón. Y las gentes alegres por el parque, y mi vieja máquina de escribir.
—¿Eric?
—Dime, cariño.
—¿No crees que nosotros…, debíamos haberlo pensado antes?
—Sí. —Si le molestó el «nosotros», la muchacha no lo advirtió.
El rugido en la noche se aproximaba. Y, de pronto, le contestó otro rugido ronco, a considerable distancia, que despertó ecos en todo el bosque. Los horribles sonidos se repetían alternativamente. Y el más distante parecía cada vez más cerca, hasta que los dos sonaron juntos.
Entonces estalló en la oscuridad un estrépito infernal. Gruñidos, chillidos, aullidos ensordecedores. Y golpeteos poderosos, como si unos titanes en lucha agitaran los océanos. Y se quebraban los árboles, como si las bestias quisieran deshacer el bosque.
Eric y Nada seguían abrazados, dudando entre quedarse allí o huir bajo la tormenta.
Gradualmente el estruendo de la pelea estuvo más próximo, hasta que la tierra tembló bajo sus cuerpos y tuvieron miedo de moverse.
De repente, el gran árbol caído contra el que erigieran el débil refugio se desplazó hacia atrás, sin duda a causa de un manotazo de los monstruos invisibles. El débil techo se hundió sobre aquellos dos pobres seres. Nada estalló en sollozos.
—Si no hubiéramos…, si no hubiéramos…
Y en ese mismo instante una llamarada saltó en torno a ellos, la misma llama blanca que vieran cuando estuvieron sobre el bloque de cristal. El mareo y la inconsciencia los vencieron. Pocos minutos después yacían en la mesa transparente, en la oficina del Expreso Cósmico, con todos los grandes espejos, prismas y lentes en torno.
Un oficial nervioso, con el rostro muy sofocado, apareció por la puerta de la verja farfullando disculpas:
—Lo lamento mucho… Ha sido un accidente inconcebible… No sé ni cómo lo consiguió. Les hemos hecho regresar en cuanto pudimos encontrar un foco; confío sinceramente en que no hayan resultado dañados…
—¿Qué ha sucedido?
—Verán, entré aquí por casualidad y encontré a nuestro operador borracho. No tengo idea de dónde sacó el licor. Murmuró algo sobre Venus. Consulté el registro automático y encontré anotados dos pasajeros más de los que figuraban en las otras estaciones. Miré las coordenadas duplicadas del rayo y descubrí que éste había sido enfocado sobre Venus. Inmediatamente puse a varios hombres de vigilancia ante la pantalla de televisión y pudimos localizarles. No puedo imaginar cómo ha sucedido. Tenemos al chico encerrado; y en el reglamento de la compañía se especifica la prohibición de beber. Confío en que ustedes no nos hagan responsables de daños excesivos.
—No, nada le pedimos, excepto que no recargue las acusaciones contra ese muchacho. No quiero que él sufra en absoluto. Mi esposa y yo estaremos perfectamente satisfechos con volver a nuestro domicilio.
—No me extraña. Parece como si hubieran pasado por…, no sé qué. Pero les llevaré allí en cinco minutos. Mi coche particular…
El señor Eric Stokes-Harding, célebre autor especializado en la vida primitiva y el amor, y su esposa, se entregaron a una buena comida después de quitarse con un baño la suciedad de otro planeta. Y se pasaron las doce horas siguientes en la cama.
A fines de mes envió a sus editores el relato prometido, la historia de un hombre perdido en Venus con una hermosa muchacha. El héroe fabricaba instrumentos de piedra, construía una morada para él y su compañera, cazaba para ella y la defendía de los monstruos y saurios gigantes de la jungla de Venus.
El libro tuvo un enorme éxito.