Han pasado veinticinco años desde la caída del huevo del Planeta Perdido, y cinco más desde la explosión de Marte. Esa catástrofe tuvo lugar durante mis últimos días en la universidad. El sabio francés Vanne acababa de publicar su tratado referente a la existencia de vida en Marte. Sus proposiciones tan osadas habían conmocionado al mundo científico, y ya se estaban tomando enérgicas medidas para establecer comunicaciones interplanetarias cuando el planeta rojo quedó destruido.
La destrucción, también según las teorías del señor Vanne, se debió a la desintegración atómica que, en cierto momento, alteró el planeta. Pocas dudas existen del hecho que el Planeta Perdido fue destruido por energía intraatómica. Las manifestaciones previas de inteligencia, observadas por Vanne, son indudables. La conclusión es entonces inevitable: Marte fue destruido por la energía atómica liberada por entes provistos de inteligencia.
Durante el mes anterior a la explosión se había observado en el planeta un hueco luminoso cuyo diámetro era superior a los mil quinientos kilómetros, cubierto por un mar violeta de cientos de kilómetros. El fin llegó sin previo aviso. Estalló de pronto una llamarada verde, de luz vívida, que fue desvaneciéndose lentamente durante un período de muchas horas. Y, cuando hubo desaparecido, los fragmentos del Planeta Perdido fueron entrando en las órbitas que ocupan hoy.
Cinco años más tarde cayeron los meteoros. Mi esposa había muerto hacía unos meses. Aquella tarde de agosto, a la hora del crepúsculo, yo estaba con el pequeño Fred, mi hijo de dos años, junto a las ventanas occidentales de la agradable y grandiosa mansión que heredara de mi padre. Más allá del césped, amplio y cubierto de árboles, se formaba una tormenta nocturna, masas densas de vapor negro cortadas continuamente por cegadores relámpagos. De vez en cuando distinguíamos a su luz la cortina de lluvia que caía de las nubes, así como el campus tranquilo de la universidad Idlewood, en la que yo trabajaba como director del Departamento de Biología. En aquellos instantes el mundo estaba dominado por el poder sublime y majestuoso de la tormenta.
De pronto un punto brillante y deslumbrante, de luz verde, apareció sobre las nubes y cruzó el cielo hacia el norte. Me había dado media vuelta para seguir su curso, cuando apareció otro que corrió más bajo sobre el horizonte, desvaneciéndose en dirección a Camden. Preguntándome si sería una tormenta de estrellas fugaces, miré ansiosamente hacia el sur.
De repente se iluminaron las ventanas con una luz verde e intensa que lanzaba sobre el muro opuesto la silueta de los olmos en el exterior. Me volví a mirar y vi un punto extraordinariamente brillante de luz verde que atravesaba la cortina negra de la tormenta. Ahora estaba inmóvil, suspendido ante la nube rodeada por unos rayos de extraño tono verdoso. Su brillo aumentó rápidamente hasta resultar cegador. De pronto comprendí que se trataba de un tercer meteoro, y que caía con rapidez inconcebible directamente hacia nosotros.
Me volví horrorizado y tomé a Fred en brazos. Me adelanté ciegamente hacia el centro de la habitación. La luz se hizo tan brillante que debí taparme los ojos con la mano. De pronto, simultáneamente, se apagó y nos vimos hundidos en la oscuridad. Oí una explosión terrible, la tierra tembló y el aire pareció desgarrarse. Las ventanas se abrieron y una oleada de aire caliente penetró rugiendo en la habitación. Yo me vi derribado por el huracán, y el niño empezó a llorar, aunque ninguno de los dos estábamos heridos.
Tanteé el camino hacia la puerta y salí, llevando todavía a Fred en brazos. La estrella había ido a caer en el jardín. Allí, donde antes hubiera un macizo de flores, se veía ahora un gran agujero en forma de embudo. Todos los árboles y arbustos en torno habían sido derribados por la expansión del aire, y uno de ellos ardía iluminando la escena en ruinas con su brillo. Del agujero salía el siseo irregular del vapor y una nube débil de vapor condensado se alzó muy pronto de él. Me incliné y miré en el interior. Vi la superficie suave de un globo de más de un metro, cubierto con una corteza vitrificada y grisácea que se iba volviendo roja. Pero esa tonalidad rojiza fue desvaneciéndose después rápidamente, a medida que el calor era absorbido por el interior de aquel cuerpo que aún tenía el frío intenso del espacio.
Cuando regresé de nuevo al agujero, a la mañana siguiente, encontré el meteorito en el fondo, en un charco de agua de lluvia, que lo agitaba de un lado a otro. Recogí un fragmento y era transparente como el cristal y sus bordes cortantes. Cuando lo analizaron resultó estar principalmente compuesto de silicona, y era un aislante del calor casi perfecto.
Recogí un pedazo mayor y entonces advirtieron mis ojos el brillo del metal pulido. Me incliné rápidamente y rasqué la superficie hasta descubrir el extremo de un brillante cilindro de metal verde. Ideas en tropel acudieron a mi mente. ¿Sería esto obra de seres inteligentes? ¿Estaría tratando algún otro planeta de comunicarse con la Tierra? La idea parecía fantástica. Sin embargo, ¿era imposible?
Durante unos momentos me quedé allí absorto, intentando vagamente imaginar qué podría haber en el cilindro. Al fin me incliné, acabé de librarle de la cubierta de cristales rotos, y lo levanté. Era un tubo suave y pesado de metal verde, de unos cuarenta centímetros de diámetro y setenta de longitud. Le di vueltas asombrado entre las manos, dejándolo en el borde del agujero. Entonces vi en la parte superior un disco plano, como la esfera de una caja fuerte, con una sola ranura en él. Mirando más cerca la tapa del cilindro, vi dos pequeños puntos metálicos, situados de tal modo que los extremos de la muesca pudieran situarse frente a ellos con un giro de unos setenta grados. Tomé el disco, que giró con bastante facilidad. Cuando la muesca quedó frente a los puntos metálicos, se oyó un agudo chasquido y luego un vibrante zumbido se escapó del cilindro. Entonces saltó la tapa, tan bruscamente como si fuera lanzada por un muelle, y fue a caer tintineando sobre las rocas.
Observé con sorpresa que mis manos temblaban de excitación. Equilibré cuidadosamente el tubo y miré la parte superior. Las paredes eran delgadas y estaban cubiertas por unos cinco centímetros de una sustancia suave, que parecía esponja. Justo bajo la ranura en que estuviera encajada la tapa había un disco, suave al tacto, de metal negro. Lo estaba levantando cuando vi que cambiaba de color. Ante mis ojos atónitos se materializó una representación en miniatura del Sistema Solar, con el Sol y los planetas mucho más grandes. Los colores eran exactos y la imagen notablemente brillante y clara.
Y Marte, aquel mundo rojo y extraño que existiera antes de la explosión, pasó ahora al centro de la imagen, agrandándose hasta permitirme ver los vastos desiertos áridos, las estrechas regiones fértiles y el inmenso y extraño cráter con el mar violeta que se advirtiera hacia el fin del planeta. Mientras yo recordaba las teorías de Vanne se me ofreció la visión fugaz de una máquina complicada y unos obreros humanos huyendo a toda prisa de ella, que se tornaba incandescente y se hundía en un fluido violeta. Y luego apareció un diagrama que, a pesar de mis escasos conocimientos de física, comprendí que representaba la explosión de una estructura atómica, de acuerdo con la teoría de Bohr.
Luego aquella película venía a explicar cómo se sumergió el planeta Marte en los vapores que surgían de aquel mar violeta, que, convertido en una marea venenosa, fue extendiéndose sobre todas las ciudades, una tras otra, llevando a cabo una terrible acción corrosiva sobre los hombres y toda materia orgánica. Al fin sólo quedaron unos pocos supervivientes, en una de las montañas bajas de Marte, protegidos por una cúpula metálica construida a toda prisa.
Ahora aparecieron en la imagen unos cirujanos bajo la cúpula, trabajando diestramente sobre los cuerpos enfermos con unos aparatos maravillosos. De pronto vi que los pacientes eran hembras, y que las operaciones iban encaminadas a sacar el huevo maduro del ovario femenino y encerrarlo en un recipiente de fluido, con tubos, filtros y contenedores de oxígeno. Otros marcianos ponían esos recipientes, junto con calentadores de radio, tubos de fluido y demás aparatos, en cilindros de metal verde, los cerraban y los metían en aquellos globos como de cristal. Al fin, mediante grandes cañones, los lanzaban al espacio. Por lo visto los marcianos, que estaban condenados, esperaban perpetuar su raza en otro mundo.
La imagen cambió para mostrarme cómo fecundar el huevo y añadir las botellas numeradas de productos químicos a fin de mantener su crecimiento. Todo estaba explicado en detalle. Todo era sencillo y fácil. Finalmente se me indicó cómo sacar a la criatura ya desarrollada del fluido y hacerla respirar.
Volví a poner la tapa y llevé el cilindro a la casa. Al vaciarlo encontré todo lo que me había mostrado la placa. Había incluso un biberón, y paquetes de comida preparada. Rompí el sello del cilindro-incubadora, añadí la pequeña cápsula que contenía el esperma para fecundar el huevo y la primera lata de fluido, uní los cilindros de oxígeno y los filtros, puse en movimiento el reloj y coloqué todo el cilindro aislado sobre el calentador de radio.
Durante siete meses y medio repartí mis cuidados entre mi hijo y aquella incubadora. Con infinitas precauciones observé cómo el pequeño ser del tubo se iba convirtiendo en un bebé humano. Al fin alcé tiernamente a la niña y la bañé rápidamente en el contenido de la última lata. ¡Respiraba! Lloraba y apretaba la mano…
La llamé Pandorina. Se convirtió en una belleza exótica, de piel muy blanca, el pelo de una suave tonalidad broncínea.
Llegó a tener una serena gracia de movimientos. Su extraña belleza iba aumentando a medida que crecía. Sus cabellos color bronce se obscurecieron, y los ojos eran claros y hermosos. Parecía totalmente humana y me era muy querida. No me atrevía a decirle que era hija de otro mundo por temor a que se sintiera separada de mí. Pero sí le dije que era huérfana. Ella y Fred crecieron juntos, como hermanos. Pero, al acercarse a la adolescencia, empecé a comprender que se habían enamorado.
La inteligencia de Pandorina era soberbia. Ella y Fred estudiaban juntos y, aunque mi hijo era notable en sus estudios, ella le sobrepasaba siempre. Estudiaba música también, mostrando una aptitud asombrosa, herencia sin duda de una civilización superior.
Los científicos han afirmado en ocasiones que se han tomado fotografías y se tienen descripciones de una sutil emanación luminosa del cuerpo humano conocida como el aura humana. Yo sospechaba que Pandorina tenía un aura, aunque nunca pude estar seguro. Pero de noche, en una habitación obscura, y cuando estaba excitada, creía ver una débil luminosidad agitándose a su alrededor. Sus sentidos parecían a veces tan intensos que llegué a pensar que el aura podía ser un sexto sentido no desarrollado en los terrestres, tal vez una sensibilidad a las ondas etéreas demasiado altas o demasiado bajas para ser percibidas por nuestros sentidos. Siempre había considerado estúpidas esas cosas cuando las leía en los escritos de otros, y me decía una y otra vez que era una tontería; sin embargo aquello seguía llamándome la atención.
Fred y Pandorina fueron compañeros de clase en la escuela y la universidad. Parecían muy felices juntos, y su atracción mutua seguía creciendo y fortaleciéndose. Ninguno de ellos tenía amigos íntimos. Fred era alto y delgado, rubio y muy bien formado. Había en sus ojos azules una madurez honrada y sincera. Yo sabía que amaba a Pandorina con todo su ser, y que su amor era correspondido. Ya se había concertado la fecha del matrimonio. Tendría lugar dos meses después que la chica cumpliera veinte años, cierto día de junio.
Una mañana, justo una semana antes de la fecha fijada para la boda, Pandorina y Fred estaban juntos jugando al tenis en el césped ante la casa. Yo disfrutaba con su animación. La brisa del mar venía del Atlántico, que se encontraba a dieciséis kilómetros. Era un día de verano muy claro, a excepción de la nube de humo que siempre cubre las grandes fundiciones de acero en esa parte de Nueva Jersey, al oeste de Idlewood. El ambiente era sereno, aunque a veces oíamos la detonación distante de un cañón o la explosión de una bomba en el terreno de pruebas, no lejos de la universidad, pues allí probaban los grandes cañones que se forjan para nuestra marina en Millville.
Estaba enfrascado en la contemplación de los jugadores y sus alegres risas cuando uno de los nuevos aviones del correo pasó rugiendo muy bajo sobre nosotros. Fred y la muchacha se detuvieron a observarlo y el piloto se inclinó, curioso también, y les hizo unas señas de saludo. A los pocos momentos el avión desaparecía de la vista hacia el campo de aterrizaje, más allá de la ciudad. La piel blanca de Pandorina estaba un poco sonrojada y parecía excitada. Se volvió a mí y dijo impulsivamente:
—¡Qué hombre tan curioso! Me hizo sentir extraña… —Vaciló de pronto, pero volvió al juego. Todo era un poco raro. Observé que miraba dos o tres veces hacia el campo de aterrizaje, como si el incidente le hubiera producido una gran impresión.
Y, por extraño que parezca, media hora después un hombre vestido con traje y casco de aviador venía caminando desde aquella dirección. Se dirigió al terreno vacío junto a la casa, como si buscara un pequeño objeto en el suelo. Llegó hasta nuestro césped sin alzar la vista y yo me acerqué a él. Su cuerpo erguido y poderoso medía más de dos metros. La piel tenía una palidez extraña. Me detuve ante él y alzó los ojos. Tenían un tono negro verdoso y yo tuve la impresión que éstos serían luminosos en la oscuridad, aunque, por supuesto, lo juzgué entonces una tontería. Había en él un aire vago e indefinido de poder extrahumano y de maldad sombría. Aunque a primera vista no había una razón concreta para hacerlo, desconfié de él.
Sonrió, mostrando unos dientes muy blancos, y dijo:
—Perdone, he perdido el reloj cuando saqué el brazo hace poco. Un reloj de pulsera. Estaba mirando la hora y sin duda se abrió la correa. El viento me lo arrancó. Tal vez no haya posibilidad de encontrarlo, pero es muy valioso.
Pensé que el muchacho mentía y estaba a punto de decirle que se largara de mi propiedad, cuando Pandorina y Fred se acercaron. Ella sonrió y se ofreció a ayudarle en su búsqueda entre los arbustos y macizos detrás de la casa, si creía que podía haber caído allí. Así que dimos la vuelta a la casa y simulamos buscar. Me pareció observar que Pandorina y el desconocido se miraban más de lo necesario, pero apenas hablaron, a no ser unos cuantos comentarios sobre el tiempo, y a los pocos minutos él se marchó.
Confiaba en no volver a verlo pero, al día siguiente, supe que un tal señor Harvey Mason, piloto de la Compañía Aero-Express del Atlántico, con base en Filadelfia, se disponía a alquilar la casa de los King, casi al lado de la nuestra, y que se iba a trasladar inmediatamente, ya que planeaba pasar sus horas libres en Idlewood. Sólo podía adivinar que se trataba del mismo hombre, y que Pandorina tenía algo que ver con esta decisión. No me sorprendió demasiado que el desconocido viniera a visitarme un par de días más tarde con uno de mis vecinos.
Él y su acompañante se sentaron, y hablamos durante un rato. En cierto momento vi que Mason y Pandorina se miraban absortos de todo. Él se dio cuenta que yo los observaba y apartó la vista con una risita, y Pandorina bajó los ojos. Durante el resto de la tarde me turbó la idea que ella se estaba encaprichando de aquel tipo, y que Fred debía haberlo advertido también, aunque no lo demostrara. Pronto se acercaron los tres al piano y Pandorina tocó. Todos parecían muy alegres, pero comprendí que Fred estaba preocupado, si bien no dijo nada hasta que se hubieron ido los visitantes.
Fred había estudiado leyes. Al día siguiente, mientras él estaba en su despacho, yo volví a casa temprano y solo. Me quedé sorprendido al ver que Pandorina tampoco estaba allí. Sin embargo media hora después un auto se detuvo ante la casa y ella y Mason subieron por el sendero del jardín. Él la llevaba tomada del brazo con aire posesivo. Fui a la puerta y la abrí. Mason me habló con cierta altivez y unos modales algo agresivos.
—Me gustaría hablarle a solas un momento, señor —dijo secamente.
Le llevé a mi estudio, cerré la puerta y me senté a la mesa. Él siguió de pie. Tenía una figura notable y poderosa, de miembros musculosos, rasgos bien definidos y prominentes y unos ojos de mirada penetrante. Había en él, además, esa diferencia que ya he mencionado, ese aire de poder extraño y cierta luz maligna que se escondía en los ojos, de un verde oscuro, y que le destacaba del resto de los hombres.
—¿Es Pandorina hija de padres terrestres? —preguntó bruscamente, taladrándome con la mirada.
—¡Vaya! ¿Qué le lleva a preguntar eso? —contraataqué. Me había tomado por sorpresa pero no quería revelar nada.
—Usted le ha dicho que no es hija suya. Por la palidez de la piel, el color del cabello y el brillo de los ojos, se parece a mí. Y yo no soy terrestre. Vine a la Tierra en un meteoro. Soy hijo de la ciencia de otro mundo, y sé que dos meteoros similares cayeron esa misma noche. Me crió un granjero llamado Mason. Vivía en el pueblo de Folson, hacia Camden. Él no me mintió, como usted ha hecho, acerca de mi origen. Ésas son las razones de mi pregunta; ésas, y el hecho que Pandorina y yo sentimos una atracción mutua irresistible.
Por un instante se detuvo, sus ojos obscuros sin apartarse de los míos, y luego exclamó:
—¡Ah, yo tengo razón! ¡Lo veo en su rostro!
Me sentí vencido.
—¡Lárguese! —le dije—. ¡Salga de mi casa! Déjeme que se lo diga yo a Pandorina. Por favor.
De modo que, riendo de un modo muy desagradable, se marchó y quedé solo, pero pasó algún tiempo antes que tuviera ánimos para otra cosa que seguir allí sentado, mirando la pared. Al fin conseguí levantarme y fui a buscar a Pandorina. La encontré de pie junto a la ventana de su cuarto, mirando pensativa hacia las colinas del norte, rojizas ahora por el sol poniente. Se sobresaltó al oír el sonido de mi voz y me sonrió. Hice que me acompañara al pequeño laboratorio donde había dejado el cilindro de metal verde. La puerta llevaba casi veinte años cerrada. Allí, sobre la mesa cubierta de polvo, estaba el cilindro. Se lo enseñé y le conté todo lo referente a la noche en que cayera, y cómo había llegado a descubrir su contenido. Después lo abrí y le permití que lo examinara. Cuando los últimos rayos solares que penetraban por las ventanas cubiertas de telarañas vinieron a caer sobre la pequeña placa, la película apareció de nuevo y, al acabar la última escena, el sol ya tras las colinas, le dije:
—Pandorina, tú viniste a la Tierra en este tubo. Y había tres meteoros. ¡Hay otros dos marcianos en la Tierra! ¡Mason es uno de ellos!
Se sintió confusa por lo precipitado del descubrimiento. Por un momento guardó silencio pasándose la mano por la frente, muy pálida.
—Ahora comprendo mis sentimientos por él. Creo que le amo…, más de lo que he amado nunca a Fred. Sin embargo…, no creo… ¡Oh!, ¿qué voy a hacer?
De pronto acudieron las lágrimas a sus ojos y me abrazó estrechamente, apoyando la cabeza en mi hombro, el cuerpo agitado por los sollozos. Intenté consolarla, y pronto se calmó y salió del laboratorio. Yo me quedé en la estancia mirando el cilindro sin verlo y pensando en la parte que había representado en mi vida hasta quedar enfrascado en los recuerdos. Ya era de noche.
Al fin entró Fred en la habitación. En cierto modo parecía haber envejecido. La desesperación brillaba en sus ojos azules. Había una gran tensión en su rostro y caminaba penosamente erguido. Pandorina le había salido al encuentro cuando él llegaba a casa. No sé qué le había dicho. Extendí la mano y él me la tomó nerviosamente.
—Pandorina me lo ha dicho —dijo en voz muy baja—. Ella le ama. Me voy. No sé qué hacer. —Hizo una pausa, como si vacilara, y apartó la vista—. Pero no puedo quedarme aquí. Me voy. Quizá la olvidaré. Adiós, padre.
Su voz quedó ahogada y también a mí se me había hecho un nudo en la garganta, de modo que no pude hablar. Fui con él al garaje. Sacó el coche y, cuando se alejaba, seguí allí inmóvil observando el resplandor de los faros que iluminaban las casas y los árboles, y el brillo rojo de las luces traseras, hasta que se perdió en la noche. Dos semanas más tarde recibí una nota bastante incoherente en la que me contaba su viaje al azar que le llevó primero a Atlantic City y luego a Nueva York. Por lo visto allí se encontró con un antiguo compañero de colegio, que vivía en New Brunswick, y se alojó en su casa.
Pandorina se sintió herida por la marcha de Fred. Conmigo se mostraba más afectuosa de lo habitual en ella. Pero se pasaba la mayor parte del tiempo con Mason. Creo que él la llevó varias veces en su avión hasta la bahía de Delaware.
Un día, cuando los dos se habían ido de excursión, oí pasos familiares en la galería y Fred entró en mi despacho. Estaba más delgado que cuando se fuera, y parecía cansado, agotado, pero en sus profundos ojos azules leí esperanza y decisión. Me puse en pie de un salto para recibirle.
—Es ésta una llegada algo repentina —me dijo sonriendo ligeramente mientras me estrechaba la mano—. Y he traído un visitante. Como te escribí —siguió diciendo—, me fui con John a New Brunswick. Ayer mismo él y yo salimos con la idea de ir al teatro, a la función de tarde. En la calle nos encontramos con un hombre al que, al principio, tomé por nuestro amigo Mason, aunque no era tan alto e iba mejor vestido. Pero John le saludó y resultó que el desconocido era un antiguo amigo suyo, de nombre Irving Worrell. Por lo visto es muy rico y además está considerado un científico brillante, con muchos descubrimientos notables en su haber.
»Mientras hablábamos, su parecido con Mason me asombraba más y más y, de pronto, recordé que tú habías dicho que el primer meteoro cayó en dirección a New Brunswick. Le hablé de esto y él me dijo que el cilindro había sido descubierto por un banquero, llamado Worrell, en su casa de campo. Aquel hombre lo recogió y crió al marciano.
»Worrell se mostró profundamente interesado por conocer a otros dos de su raza. Hoy me ha traído en un vehículo de su invención, una especie de nave impulsada por cohetes. Cubrimos los trescientos veintitantos kilómetros en media hora.
Salimos y Fred me presentó al desconocido. Era, como Mason, una figura extraña, con la piel de un blanco cadavérico, los ojos verde oscuro y brillantes, y aquel aura intangible de poder misterioso. Aunque su cuerpo no era tan grande, sí parecía tener un carácter incluso más fuerte, lo que venía a recalcar el brillo penetrante de sus ojos y la fuerza notable de sus rasgos.
Me hizo recordar, y con mayor claridad que Mason, que la civilización de Marte debía haber sido muy superior a la nuestra, y sus gentes maduraban con mayor rapidez. La superioridad de los planetarios decía mucho en favor del progreso del Planeta Perdido. Imaginen un bebé civilizado criado por salvajes primitivos… Tendría en potencia toda la capacidad para aprender álgebra y tocar el piano pero, al haber carecido de oportunidades, no habría podido aprender esas cosas. Aunque, gracias a una inteligencia superior, fuera capaz de vencer a los salvajes en sus propios logros, esa habilidad sería grosera comparada con los logros auténticos de la civilización a la que pertenecía debido a su falta de instrucción. Ésta era la impresión que aquellos dos me causaban.
De pronto entraron Mason y Pandorina. Se quedaron sorprendidos al hallar allí a los recién llegados, y creo que la muchacha se alegró de ver a Fred. En cualquier caso, mientras los otros dos hablaban, Fred y Pandorina se sentaron juntos, pero pronto los hombres se les unieron. Con su mente brillante y educada, Worrell dominó inmediatamente la conversación.
Nos contó algo de su vida y de su labor científica. A partir del estudio del cilindro en el que cayera, con sus aparatos y productos químicos, el calentador de radio y la placa cinematográfica, había hecho cosas sorprendentes. La mayoría de esos descubrimientos ya los había entregado al mundo. Pero, mientras hablaba, sacó del bolsillo un puñado de objetos brillantes de metal y cristal: media docena de pequeñas máquinas, diminutas y muy bien terminadas.
—He prestado gran atención a las ciencias de la guerra —dijo, moviendo los objetos ligeramente en su palma—. Aquí hay unos cuantos inventos míos demasiado peligrosos para revelarlos al público. Tal vez parezcan insignificantes, pero con ellos podría derrotar y destruir a un acorazado. Utilizan la potencia del radio y del átomo. Veamos esto, por ejemplo.
Alzó un pequeño disco doble, del tamaño de una moneda de a dólar. Una cara parecía de platino, la otra brillaba con un tono rojizo desconocido. Lo tomó entre los dedos y lo hizo girar lentamente a un lado y otro; luego se adelantó hacia el centro de la habitación.
—Crea un muro protónico que absorbe las vibraciones del éter y detiene el paso de los iones —dijo—. Mediante unos ligeros ajustes, puede detener o dejar pasar cualquier longitud de onda. Éste puede tener un campo de visión muy claro y, al mismo tiempo, estar protegido contra las armas térmicas o de rayos ultravioleta o catódicos, algunas de las cuales he desarrollado en un grado muy alto de eficiencia.
De pronto dejé de ver claramente a Worrell. Parecía hallarse de pie dentro de una burbuja roja y transparente de unos tres metros de diámetro, cuyo centro era el objeto que tenía en la mano. Manipuló aquel pequeño instrumento y la burbuja se obscureció aún más hasta parecer de un rojo sangriento y fantasmal. Luego, mientras nosotros retrocedíamos aterrados, aquello flotó hasta llegar a unirse con el techo; la cabeza de Worrell casi lo tocaba. Y, cuando bajó de nuevo, el rojo se obscureció hasta que la burbuja pareció una esfera sólida, densa, inconcebiblemente negra. Era raro oír la risa gutural marciana saliendo de ella. De pronto se desvaneció y él vino sonriendo hacia nosotros.
Yo estaba sin habla, pero Mason tartamudeó:
—¿Por qué…, cómo…, qué le hizo subir?
—Esa cubierta puede interceptar cualquier longitud de onda —contestó Worrell sin inmutarse—. Y la gravedad se altera con la misma facilidad que otra cosa.
Tomó una pequeña estatuilla de metal que había sobre el piano y la puso en una esquina de la mesa. Mientras observábamos con cierto temor, tomó de su colección una pieza de cristal verde en forma de herradura, con una aguja de plata montada entre los extremos. Al tiempo que la sostenía de modo que la aguja apuntara a la figurita, una lengua de fuego surgió de allí y el metal se tornó incandescente, con un sonido apagado, y desapareció.
—Rayos catódicos —dijo Worrell.
Recogió las armas en su bolsillo y él y Mason se retiraron a casa del último, al otro lado de la calle. Volvieron a la mañana siguiente, y los tres marcianos se fueron a dar un paseo en coche. Fred les acompañó. Esa tarde, cuando volvieron, observé por primera vez que los dos muchachos parecían celosos y que miraban con enojo las atenciones que Fred tenía con Pandorina.
No vinieron al día siguiente. Después de la cena Pandorina estaba tocando el piano, con Fred a su lado. Adivinaba el estado de ánimo que la música infundía a la muchacha y comprendí que era muy feliz. De pronto se abrió la puerta de la sala y Mason entró furiosamente. A la vista de Fred con Pandorina se detuvo en seco, con los rasgos distorsionados por una expresión de cólera terrible. Hasta el cuerpo estaba desfigurado por aquella rabia inhumana y diabólica. Y creí ver, en la penumbra de la sala, que un aura verde y vaga temblaba en torno a su cuerpo.
—Hombre, ¿es que no te lo dije? ¿No te dije que te fueras? —gritó con voz potente. Me hirió la grosería y la maldad que había en su tono. Fred se puso en pie de un salto, su mano enlazada con la de Pandorina. Pero la soltó y se adelantó rápidamente hacia Mason apretando los puños.
El extraterrestre metió la mano en el bolsillo y sacó una de las pequeñas máquinas de Worrell. No vi su forma exacta pero, al apretarla con los dedos, salió de ella un chorro de fuego verde que cayó sobre Fred. Ignoro qué clase de fuerza era aquélla… Algún tipo de energía eléctrica o quizá radiactiva. La luz verde se condensó en torno a mi hijo. Su valiente avance quedó detenido en seco. Una expresión de agonía cubrió su rostro. Vaciló y empezó a gritar, un grito que acabó en un sollozo vacilante. Por un momento vi su cuerpo claramente silueteado en aquella incandescencia verde. Mason aflojó la presión sobre la pequeña máquina y la guardó con toda tranquilidad en su bolsillo mientras mi hijo, quemado y desfigurado, caía pesadamente al suelo.
Creo que entonces me desmayé de pena y horror, pues lo primero que supe fue que estaba en el sofá y Pandorina junto a mí, su mano fría y pálida sobre mi frente. Me incorporé mareado. No recordé del todo lo sucedido hasta que vi a Fred, que aún yacía en el mismo lugar donde había caído. Y entonces vi también a Mason y a Worrell. Ambos estaban frente a frente en el centro de la habitación. De nuevo advertí el aura verdosa en torno a los dos. Hablaban acaloradamente pero en tono bajo, y yo estaba dominado por una angustia mental tan intensa que al principio no capté lo que decían. Pero de pronto comprendí que ambos estaban muy celosos y que se disponían a iniciar la lucha.
Repentinamente el aviador se echó atrás pronunciando una palabra extraña que resonó en mi cerebro como una maldición, y luego se abalanzó hacia el otro dispuesto a golpearle. La mano de Worrell apenas se movió, pero vi en ella el reflejo de una de sus armas. Y, por extraño que parezca, aunque él no se desvió un centímetro, el golpe del aviador dio en el vacío. De la mano de Worrell salió un rayo de fuego verde. Con un grito de dolor Mason retrocedió como si hubiera recibido un fuerte e invisible puñetazo. Aprovechando su ventaja evidente, el científico sacó del bolsillo de la chaqueta un pequeño tubo de metal del tamaño de una estilográfica. Al apuntarlo hacia el aviador se oyó un chasquido, y de él salió una pequeña cápsula que pareció entrar en ignición al ponerse en contacto con el aire, pues se convirtió en una bola de luz brillante, semejante a la del rayo, dirigida hacia la cabeza de Mason. Tensando sus músculos poderosos al máximo, el aviador pudo apartarse del camino de aquel misil extraño que, por azar, fue a salir por una ventana abierta y golpeó el viejo olmo que había fuera, reduciéndolo a un montón de cenizas.
Con un movimiento rápido Mason saltó a un lado, tomó una silla y la lanzó contra el científico con una fuerza tan terrible que creí iba a destrozarle el cerebro allí mismo. Pero Worrell estaba preparado con su pequeña máquina de rayos. Una luz verde envolvió la silla y ésta se alejó de su camino y acabó por destrozar la puerta de cristal de un librero, junto a la pared.
Entonces ya me había recuperado lo suficiente para comprender el peligro que corría con aquel combate. Me adelanté al centro de la habitación con la mano alzada.
—Caballeros, un instante… —empecé a decir.
Se volvieron enojados hacia mí. Mason tenía aún en la mano el arma que había utilizado contra Fred. Indudablemente la había olvidado durante la pelea, pero ahora la levantó con toda deliberación. Una luz pálida salió de aquel objeto y yo sentí un terror helado y un dolor intenso que me dejó entumecidos el brazo y el hombro. Entonces, gritando de horror, compasión y piedad, con el rostro bañado en lágrimas, Pandorina corrió a mi lado y me tomó la mano. Y aunque Mason seguía murmurando amenazas, el entumecimiento del brazo se alivió. Sin embargo, lo tuve resentido varios días.
—Caballeros —continué diciendo—, comprendo su problema. Si me garantizan que respetarán a mi hijo muerto, les ayudaré a resolver su problema. —Había surgido un plan en mi mente. La fuerza era inútil contra ellos, pero tal vez podría prevalecer la astucia.
El aviador hizo un gesto despectivo ante mi oferta de ayuda, pero, probablemente por esa misma razón, Worrell aceptó el plan que yo expliqué. Tratando de ocultar mi propósito, a la vez que reprimía el temor a que leyeran en mi mente y descubrieran el secreto, les conduje hasta mi coche. Pandorina vino conmigo y los otros dos se sentaron en el asiento posterior. En media hora llegamos ante una verja cerrada, tras la cual se extendía un espacio amplio y abierto. Detuve el coche antes de llegar a la puerta de la verja y les expliqué:
—Esto es propiedad del Gobierno. No se permite la entrada al público dentro de la verja, pero yo me he asegurado el uso de ese espacio para mis investigaciones de botánica. Aquí dispondrán con seguridad de mucho sitio para su duelo, y estarán libres de interrupciones.
—Muy bien —dijo Worrell—. No perdamos más tiempo.
Comprobé en mi reloj que eran las 10.30, bajé del coche, quité el candado de la pesada verja y la abrí rápidamente antes que ellos pudieran leer el aviso que figuraba sobre la puerta, y volviendo a subir al coche, lo conduje hasta el interior.
—Ahora, si quieren separarse un poco, yo tocaré el claxon como señal para que comiencen —sugerí.
Mason se mostró de acuerdo con un brusco monosílabo. Sonriendo y mostrándose muy cortés, Worrell sacó del bolsillo algunas armas asombrosas, de creación suya, y un estuche de piel en el que guardaba otras. Las dividió rápidamente en partes iguales, entregó una de ellas a Mason y le dio con breves palabras instrucciones para su uso. El aviador se mostraba hosco y beligerante, pero Worrell sonreía con superioridad. Se colocaron en sus puestos y yo di la señal de empezar. Luego me alejé frenéticamente en el coche a una distancia aproximadamente de un kilómetro.
Cuando miré atrás ya estaban luchando. Un gran globo transparente señalaba el lugar de cada combatiente. Lenguas brillantes y cegadoras de llamas blancas —arcos eléctricos quizá— saltaban entre ellos, y también aquellas pequeñas bolas de fuego azulado iban de un lado a otro, explotando con violencia terrible al dar en el blanco. El vago resplandor verde flotaba en torno a ellos. De vez en cuando la armadura protónica de uno u otro quedaba obscurecida para obtener mejor protección, o se abría de nuevo para dar una mayor libertad de ataque.
Y a un lado se veía una figura esbelta, vestida de blanco. Era Pandorina. En la angustia de mi dolor, absorto en mis planes de venganza, me había olvidado de ella. ¡Dios sabe que no le deseaba daño alguno! Pero ya era demasiado tarde.
Casi no distinguía los detalles de la pelea, pero entonces recordé que había unos prismáticos bajo el asiento del coche. Los saqué y los enfoqué hacia la escena de acción. En realidad aquel conflicto de los marcianos era extraño y, para mí, incomprensible. Empleaban medios destructores descubiertos quizás hacía siglos en Marte, pero inconcebibles para el hombre: un desarrollo extraordinario de la energía radiactiva; átomos desintegradores, arcos eléctricos, rayos catódicos y chorros de ionio. Y sus medios de defensa y contraataque eran igualmente avanzados: armadura protónica y pantallas de repulsión.
Los marcianos estaban ahora a treinta metros de distancia. Mason avanzaba con firmeza mientras Worrell defendía su terreno con toda serenidad. En ocasiones la armadura roja que los envolvía era tan tenue que conseguía verlos perfectamente. Era una escena extraña, iluminada por los rayos brillantes de las armas y aquella especie de globos llameantes, de una luminosidad verde, que tal vez fuera un producto secundario de la desintegración atómica que lo rodeaba todo. La tierra estaba quemada y envuelta en humo, efecto de los intensos rayos blancos, y el aire se iba llenando de rocas y polvo por las explosiones continuas.
De pronto, Worrell se quedó inmóvil y la armadura roja se desvaneció en torno a él. Un chorro constante de luces azules saltó de su arma. Aquella especie de envoltura que protegía al aviador se abrió de parte a parte mientras su ocupante hacía locos esfuerzos por escapar a los globos llameantes, y al fin se desvaneció cuando Mason tomó la decisión de bajar sus defensas en un esfuerzo por asestar el golpe definitivo. Una gran incandescencia salió proyectada de su mano y cubrió a Worrell, el cual pareció explotar en llamas cegadoras, con un estruendo que agitó la tierra. Y, por un momento, el científico desapareció.
En el mismo instante, mientras Mason aguantaba a pie firme, los globos azules estallando a su alrededor, una llamarada verde cayó sobre él, una llama como la que acabara con Fred. Su cuerpo se puso rígido, los miembros muy extendidos, y se derrumbó lentamente. Pero, antes de caer al suelo, la esfera que le servía de escudo se obscureció a su alrededor.
Durante todo ese tiempo Pandorina había estado lo más cerca posible de la escena. Veía en su rostro la expresión de piedad, de temor, de horror incluso. Yo seguía queriéndola, y lamenté no haber previsto su salvación.
Entonces Worrell, envuelto de nuevo en la esfera roja, saltó del agujero en el que se había refugiado y, cosa extraña, no tomó tierra, sino que siguió flotando sobre la armadura del aviador ahora inmóvil, lanzando sus rayos mortales y globos azules sobre él. De repente, una luz cegadora arrojada por Mason se proyectó desde el suelo y alcanzó a Worrell. La esfera roja se alzó y saltó a un lado por el impacto del rayo; y cambió de color, cubriéndose de manchas amarillas y anaranjadas. Mason estaba haciendo algo para neutralizar sus efectos. Pero Worrell contestó utilizando frenéticamente su armamento, y chorros de vapor verde fueron cayendo sin cesar sobre Mason, hasta que casi quedó oculto a la vista.
Mientras tanto yo no había dejado de mirar en dirección a Millville, que se encontraba a unos treinta kilómetros hacia el oeste, a la izquierda de los luchadores y de la muchacha que los observaba llena de compasión.
Y entonces escuché el aullido familiar pero indescriptible del proyectil de un gran cañón naval de cuarenta centímetros y vi el punto oscuro que describía su trayectoria. Pude ver también el humo en la distancia, y oír la detonación del cañón que lo había disparado. La bomba cayó y explotó con una potencia que agitó la tierra, levantando un gran surtidor de piedras y fragmentos de roca que se mezclaron con la nube de humo que ocultaba la escena del duelo.
Aguardé pacientemente a que se despejara la humareda. Pasó media hora antes que pudiera acercarme sin que me ahogaran los vapores acres. Encontré un enorme cráter, lo bastante grande como para contener una casa, con la tierra destrozada en torno y un olor repugnante que todo lo invadía. Pero no vi señal de los marcianos. En ninguna parte quedaba nada para probar que habían existido.
Cuando salí cerré de nuevo la puerta, dejando otra vez a la vista el aviso que antes había ocultado, girándolo hacia la verja:
PELIGRO
BLANCOS PARA LOS CAÑONES NAVALES
Pruebas de artillería pesada de 11 a 12
PROHIBIDO EL PASO