El hombre metálico se alza en un rincón polvoriento y oscuro del museo de la universidad de Tyburn. Ignoro quién fue el responsable de que la figura se llevara allí y por qué lo hizo. Para el visitante que la contempla con indiferencia parece ser simplemente una estatua corriente, a tamaño natural. El que la mira de cerca se maravilla ante la perfección minuciosa de los detalles, el cabello y la piel, la tragedia silenciosa que se adivina en su pose y expresión decididas, y el notable tono verdoso del metal en que ha sido esculpida; pero lo que asombra, sobre todo, al observador curioso, es la marca peculiar que presenta sobre el pecho. Es una mancha que tiene seis lados, de un tono escarlata intenso, la superficie extrañamente granulosa y con unas líneas temblorosas y extrañas que irradian de ella de un color rojo más claro.
Naturalmente, todos saben que el hombre metálico fue en vida el profesor Thomas Kelvin, del Departamento de Geología. Existen muchos relatos confusos e inexactos del desastre horripilante que cayó sobre él. Creo que soy el único al que confió su historia. Y, a fin de que cesen esos cuentos fantásticos, me he decidido a publicar el relato que Kelvin me envió.
Durante algunos años pasó sus vacaciones de verano en México, en la costa del Pacífico, haciendo prospecciones en busca de radio. Habían transcurrido ya tres meses de su regreso de la última expedición. Evidentemente había tenido éxito, mayor del que jamás hubiera podido soñar. No vino a Tyburn, pero nos llegó la noticia de que estaba vendiendo sales de radio por un valor de millones de dólares, y que entregaba otro tanto a las instituciones en las que se trataba a los enfermos con aquel mineral. También decían que padecía una enfermedad extraña que desafiaba a los mejores especialistas del mundo, y que regalaba todos sus millones para la creación de becas y fundaciones como si esperara morir pronto.
Un día frío y tormentoso, cuando las olas llegaban a lo alto de la costa carente de protección que se ve desde mi casa, divisé una vela por el norte. Se acercó rápidamente y pude distinguir que se trataba de una goleta pequeña con motor auxiliar. Corría con el viento pero, a una media milla de la costa, cambió de rumbo y se recogieron las velas. Pronto bajaron un bote que se dirigió a la costa. El mar no estaba tan embravecido como para hacer en exceso difícil el desembarco, pero aquello resultaba bastante extraordinario y, como no tenía nada mejor que hacer, salí a la terraza de mi modesta casa, que se alza a doscientos metros sobre la playa, a fin de tener una mejor vista.
Cuando el bote llegó a la orilla, cuatro hombres saltaron de él y lo arrastraron hasta dejarlo varado en la arena. Mientras un quinto hombre muy alto se ponía de pie en la popa, los otros cuatro cogieron un cofre y avanzaron hacia donde yo estaba. El quinto les seguía caminando despacio. En silencio, y sin que yo les invitara a hacerlo, los hombres subieron el cofre desde la playa hasta la terraza de mi casa; depositándolo delante de la puerta.
El otro hombre, en el que reconocí a un marino yanqui de rasgos duros, se acercó a mí y me dijo ásperamente:
—Soy el capitán McAndrews.
—Celebro conocerle, capitán —dije extrañado—, pero debe haber algún error. Yo no esperaba…
—En absoluto —me interrumpió bruscamente—. El hombre que hay en ese cofre fue trasladado a mi barco desde el navío «Plutonia» hace tres días. Había pagado ya mis servicios, y creo que sus instrucciones han sido llevadas a efecto. Buenos días, señor.
Giró sobre sus talones y se alejó de mí.
—¡Un hombre en el cofre! —exclamé.
Él siguió caminando sin hacerme caso, y los marineros le siguieron. Me quedé allí de pie, observándoles mientras bajaban al bote y remaban hasta la goleta. Contemplé sus velas hasta que se perdieron contra el gris azulado de las nubes. Francamente, tenía miedo de abrir el cofre.
Al fin hice acopio de valor. No estaba cerrado. Eché atrás la tapa. Con una impresión de horror incontrolable, que me hizo sentir náuseas durante horas, vi en el interior al hombre metálico, completamente desnudo, con la extraña marca escarlata destacando lívidamente sobre la palidez verdosa del pecho, tal y como se le puede ver hoy en el museo.
Por supuesto, comprendí en seguida que era Kelvin. Durante largo rato estuve inclinado sobre él, temblando y mirándole. Luego vi una vieja cantimplora, manchada de rojo, junto a la cabeza de la figura, y unas hojas manuscritas bajo la cantimplora. Las cogí, caminé con pasos temblorosos al interior de la casa, me senté en una mecedora y leí la historia que sigue:
«Querido Rusell:
»Tú eres mi mejor, mi único amigo íntimo. He dispuesto que mi cuerpo y este relato te sean entregados. Acabo de beber las últimas gotas del maravilloso líquido rojo que me ha mantenido vivo desde que regresé, y apenas tengo tiempo para terminar este relato, necesariamente breve, de mi aventura. Pero mis asuntos están en orden y muero en paz. Dije que me trasladaran hoy a la goleta con objeto de llegar a ti lo antes posible, para evitar cualquier complicación. Confío en el capitán McAndrews. Cuando salí de Francia esperaba verte antes del fin. Pero el destino ha dispuesto otra cosa.
»Sabes que la meta de mi expedición eran las fuentes de El Río de la Sangre. Es una pequeña corriente cuyas aguas, de un rojo extraño, desembocan en el Pacífico. En mi viaje del año pasado había descubierto que esas aguas eran poderosamente radiactivas. El agua tiene el poder de absorber las emanaciones de radio y emitirlas a su vez, y yo esperaba encontrar minerales con radio en el lecho de la parte superior del río. A unos cuarenta kilómetros más arriba de la desembocadura, el río surge de las cordilleras. Se suceden algunos kilómetros de rápidos y, más allá, el río se lanza en una maravillosa catarata. Yo había contratado a un guía indio y hecho el viaje a lomos de mula hasta el mismo pie de la catarata. Inmediatamente comprendí que sería inútil intentar la ascensión por aquel precipicio escarpado. Pero allí las aguas eran incluso más poderosamente radiactivas que en la desembocadura. No me quedaba más remedio que volver.
»Aquel verano me compré un pequeño monoplano. Aunque su velocidad era relativamente escasa, y sólo podía volar seis horas sin repostar, su peso tan ligero y el área de aterrizaje tan pequeña que necesitaba hacían de él la única máquina adecuada para examinar una región tan difícil. El barco me dejó de nuevo en el muelle de la pequeña ciudad de Vaca Morena, con las cajas de embalaje y latas de gasolina. Después de una visita al alcalde, solicité que me permitieran usar un cobertizo abandonado como hangar. Me puse a pilotar el avión y en una quincena había terminado la tarea. Era una maquinita preciosa, con unas alas que tan sólo medían ocho metros de punta a punta.
»Al fin, una mañana, puse el motor en marcha e hice un vuelo de prueba. Todo fue bien y por la tarde volví a llenar los tanques y partí hacia el Río de la Sangre. La corriente parecía una serpiente roja reptando hacia el mar…, había algo serpentino en su aspecto. La seguí volando muy alto, sobre las cataratas y hasta la región de las impresionantes montañas. El río desaparecía detrás de una de ellas. Por un momento pensé en aterrizar; luego se me ocurrió que tal vez corriera unos kilómetros bajo tierra y reapareciera más adelante, en el interior.
»Me alcé sobre las cumbres y llegué al cráter.
»Era un gran estanque de fuego verde, y tendría una longitud de quince kilómetros hasta los escarpados terraplenes negros del otro lado. La superficie verde era tan lisa que al principio creí que se trataba de un lago, aunque luego comprendí que debía de ser un estanque de gas pesado. Bajo la gloria del sol poniente, las cumbres cubiertas de nieve a todo su alrededor eran como coronas de plata brillante teñidas de escarlata, púrpura y oro, con unos tonos extraños e increíblemente hermosos. Entre aquel salvaje escenario la naturaleza había situado su mayor tesoro. Sabía que, en el cráter, encontraría el radio que buscaba.
»Volé en círculos sobre el lugar, totalmente fascinado. Cuando el Sol se hundía en el horizonte, fue formándose sobre las cumbres una ligera neblina plateada ocultando su belleza y vagando después hacia el cráter. Parecía arrastrada hacia allí por una extraña atracción. Y entonces el centro del lago verde se fue elevando, formando un pico brillante, hasta convertirse en una gran colina de fuego esmeralda. Algo surgía allí, ¡algo que aquel gas verde hacía subir! Entonces se retiró la neblina, revelando un objeto extraño todavía débilmente velado por las nubes verde y plata. Era una esfera gigantesca de un rojo profundo, en la que se veían cuatro puntos ovalados de un negro mate. Su superficie era suave, metálica y cubierta de agujas que parecían de fuego amarillo. Era una máquina, y de un tamaño increíble. Giraba lentamente, mientras se alzaba, sobre un eje vertical, moviéndose con un giro deliberado y significativo.
»Llegó a mi propia altura, se detuvo y luego pareció girar más aprisa. Y la niebla plateada era atraída hacia las puntas amarillas, se condensaba y se enroscaba en ellas, hasta que todo el globo fue como una bola de plata. Por un momento quedó inmóvil, increíblemente magnífico a la luz del sol poniente, y luego se hundió más aprisa todavía hasta caer como una bala en el mar verde.
»Y con su caída una oscuridad siniestra descendió sobre la desolación salvaje de las cumbres. Me dominó el temor hasta entonces apaciguado por el asombro, y comprendí que apenas tenía tiempo de llegar a Vaca Morena antes de que la noche cayera del todo. Inmediatamente puse el avión rumbo a la ciudad. Por lo que recuerdo, en ese momento yo no tenía una idea muy clara de lo que era aquello que había visto, ni de si aquella extraña exhibición había sido originada por acciones naturales o humanas. Recuerdo haber pensado que, en una cantidad tan enorme como la contenida en aquel cráter, el radio podía poseer cualidades que pasaran inadvertidas en cantidades más pequeñas, y además era posible que hubiese allí minerales radiactivos todavía desconocidos. Se me ocurrió también que tal vez otros científicos hubieran descubierto ya los depósitos, y que lo presenciado por mí podía ser la prueba de una máquina aérea en la que se utilizara el radio como propulsor. Estaba considerablemente agitado, pero no alarmado en exceso. Lo que sucedió más tarde me habría parecido increíble entonces.
»De pronto advertí que una pálida luminosidad azulada se extendía sobre el cráter, y un momento después todo el avión, e incluso mi propia persona, estaban envueltos en ella. Era algo semejante a los fuegos de San Telmo, excepto que aquél cubría todas las superficies sin discriminación en vez de limitarse a los puntos agudos. Inmediatamente relacioné este fenómeno con lo que había visto. No sentí incomodidad física alguna, y el motor siguió funcionando pero, a medida que aumentaba el resplandor azul, observé que mi cuerpo parecía más pesado…, ¡y que el avión era atraído hacia abajo! Se me inundó la mente de asombro y de miedo. Luché por conservar las fuerzas suficientes para manejar el avión. Pero pronto fueron mis brazos tan pesados que sólo con dificultad podía alzarlos sobre los controles. Empecé a sentir un ligero mareo, debido sin duda a la sangre que dejaba de afluir a la cabeza. Cuando me recuperé estaba casi sobre el gas verde. No sé cómo pudo ser, pero mi gravedad había aumentado, ¡y me veía atraído hacia el abismo! Sólo era capaz de controlar el avión zambulléndole allí y manteniendo la mayor velocidad posible.
»Me hundí en el lago verde. El gas no era sofocante, como había supuesto. En realidad no advertí cambio alguno en el ambiente, a no ser que mi visión estaba limitada a unos cuantos metros en torno. Casi no podía distinguir las alas del avión. De pronto una llanura suave y arenosa se reveló allá abajo y logré equilibrar el avión lo suficiente para aterrizar con seguridad. Al detenerme al fin vi que la arena era también luminosa, como lo fuera la neblina verde, y roja. Durante algún tiempo me vi confinado en el avión debido a mi propio peso, pero observé que el azul se iba disipando lentamente y, con él, sus efectos.
»En cuanto me fue posible salté de la cabina llevando la cantimplora y la automática, que ya pesaban increíblemente. No podía mantenerme erguido, pero me arrastré sobre la arena áspera, brillante y roja, deteniéndome a intervalos frecuentes para tumbarme a descansar. Me aterraba hasta lo indecible aquella fuerza que me había arrastrado hasta el fondo. Estaba seguro de que una inteligencia la dirigía. El suelo estaba tan suave y nivelado que deduje debía ser el fondo de un antiguo lago.
»En ocasiones miraba con temor detrás de mí y, cuando había recorrido unos cien metros, vi unas luces que flotaban a través del verde hacia el avión. En la oscuridad, cada punto brillante aparecía rodeado de un disco de un azul más pálido. No hice movimiento alguno; me quedé allí observándolas. Las luces flotaron hasta el avión y giraron en torno a él con un movimiento lento y pesado. Se acercaron más y más hasta posarse bajo el aparato. La niebla era tan densa que obscurecía los detalles de la escena.
»Cuando me dispuse a reanudar la marcha descubrí que el exceso de gravedad casi había desaparecido, aunque seguí avanzando a cuatro patas durante otros cien metros para escapar a toda observación posible. Pero, cuando al fin me puse en pie, el avión había desaparecido de mi vista. Caminé quizás otro medio kilómetro y, de pronto, comprendí que había perdido el sentido de la orientación. ¡Me hallaba irremediablemente perdido en un mundo extraño habitado por seres cuya naturaleza y disposición ni siquiera podía adivinar! Y entonces comprendí que era una insensatez seguir avanzando cuando a cada paso podía precipitarme en un peligro del que no sabía nada. Experimenté la impresión peculiarmente desagradable, de un terror impotente.
La arena roja y luminosa, y el verde brillante del aire, se fundían en todas direcciones sin que se viera un solo objeto. No había allí vida, ni sonido, ni movimiento. El aire pesado y sofocante. La llanura de arena era como la superficie de un mar desolado y sin vida. La neblina parecía acercarse, y la extraña maldad que latía en ella también parecía más vigilante.
»De pronto una luz atravesó con la rapidez de un meteoro la niebla verde por encima de mí y, muy alarmado, avancé vacilante. Mi pie tropezó entonces con un objeto que sonaba como a metal. Lo repentino de aquel tropezón agudizó mi temor, pero en un instante la luz había desaparecido. Me incliné a ver de qué se trataba.
»Era un ave metálica —un águila de metal— con las alas extendidas, las garras dispuestas a asir una presa, el fiero pico abierto. Su color era blanco, con un tono verdoso. No pesaría más que un águila viva. Al principio pensé que era un ave artificial, pero luego vi que cada ala era completa y flexible. No sé cómo, pero allí tenía un águila real transformada en metal. Parecía increíble; sin embargo aquello era una prueba concreta. Me pregunté si los depósitos de radio (que yo había utilizado ya para explicar tantas cosas) podrían explicar esto también. Sabía que, de acuerdo con la ciencia, sí era posible la transmutación de elementos, que incluso se había logrado de un modo limitado, y que el radio en sí era el producto de la desintegración del ionio, y éste del uranio.
»Comprendí con horror que mi seguridad corría peligro. ¿Me transformaría también yo en metal? Miré a ver si había otras cosas metálicas por allí. Y las encontré en abundancia. Medio enterrados en las arenas brillantes había pájaros de metal de todas las especies, aves que habían volado sobre los picos en torno. Y, en el momento cumbre de mi búsqueda, encontré un pterosaurio —reptil volador que invadió el cráter en una época antiquísima— transformado en metal. Sus alas extendidas bien medirían cinco metros… Sería un tesoro en cualquier museo.
»Dominado por el miedo procedí a examinarme y, con horror invencible, vi que las puntas de las uñas y el vello suave de mis manos ¡se habían transformado ya en un metal verde! La conmoción me hizo perder el control. No puedes concebir mi terror. Grité en la angustia de mi espíritu, sin importarme los enemigos crueles que aquel grito pudiera atraer. Corrí como un loco. Estaba ciego; no razonaba. No sentía fatiga al correr, sólo puro terror.
»Unas luces brillantes y rápidas atravesaron el verde, pero no les hice caso. De pronto llegué a la gran esfera que viera sobre el cráter. Descansaba inmóvil sobre una plataforma de metal negro. El fuego amarillo había desaparecido de las agujas, pero la superficie roja relucía con brillo metálico. Unas luces flotaban en torno a ella y eran como puntitos brillantes en el verde, como los faroles que vacilan en la niebla. Di media vuelta y corrí de nuevo desesperadamente. No tenía idea de la dirección que tomaba ni del paso del tiempo.
»Luego tropecé con un banco de vegetación violeta. Me hundí hasta la cintura en aquella extensión de lo que parecía hierba, con hojas finas y estrechas puntuadas de pequeños capullos de color rosa y unas bayas purpúreas. A unos veinte metros más allá vi una corriente roja… El Río de la Sangre. Aquí podía esconderme al fin. Me dejé caer entre la hierba violeta y empecé a sollozar de fatiga y terror. Durante mucho tiempo no fui capaz de moverme; ni de pensar. Cuando miré de nuevo las uñas, las puntas metálicas eran ya el doble de anchas.
»Intenté controlar mi agitación y pensar. Probablemente las luces, fueran lo que fueran, dormirían de día. Si pudiera encontrar el avión, o escalar los muros, tal vez escapara a la terrible acción de los minerales radiactivos antes de que fuera demasiado tarde. Advertí entonces que tenía hambre, cogí unas cuantas bayas de color púrpura y las probé. Tenían un gusto salado y metálico, y creí que no me servirían de alimento. Pero al cogerlas había exprimido inadvertidamente su jugo entre mis dedos y, cuando me los sequé vi, con un asombro y gozo indecibles, que el borde de metal había desaparecido de las uñas impregnadas de aquel jugo. ¡Había descubierto el modo de salvarme! Di por sentado que aquella vegetación sólo podía existir allí porque se había desarrollado hasta el punto de producir un compuesto que contrarrestaba las emanaciones que todo lo transformaban en metal. Probablemente su evolución se había iniciado cuando la acción era mucho más débil que ahora, y únicamente las que soportaron las radiaciones más intensas habían sobrevivido. No perdí tiempo y me comí un puñado de bayas; luego vertí el agua de la cantimplora y llené el recipiente con su jugo. He analizado el fluido y se corresponde, en muchos aspectos, con las fórmulas habituales para la neutralización de las quemaduras de radio, e indudablemente me salvó de las terribles quemaduras que causa la acción del radio corriente.
»Seguí allí tumbado hasta el amanecer, dormitando de un modo intermitente y despertándome bruscamente de vez en cuando sin saber por qué. Por lo visto algo de luz diurna se filtraba a través del verde, pues al amanecer se hizo más pálido e incluso la arena roja pareció menos luminosa. Después de comer algunas bayas más averigüé la dirección en que corrían las aguas rojas, y partí corriente abajo, hacia el oeste. Para tener una idea del recorrido fui contando mis pasos. Había caminado unos cuatro kilómetros junto a las plantas de color violeta cuando llegué a un risco abrupto, que se alzaba hasta perderse en aquella tenebrosidad verde. Estaba formado sobre todo por pechblenda negra. Aquella barrera parecía del todo inescalable. El río rojo se hundía fuera de la vista, junto al acantilado, en un remolino.
»Caminé hacia el norte por el borde. No tenía un plan muy definido, salvo tratar de descubrir el modo de salir al cráter. Si no lo conseguía, habría llegado el momento de buscar el avión. Me dominaba un terror mortal ante la idea de acercarme a él y encontrar las luces extrañas que había visto flotar a su alrededor. Mientras caminaba, no vi ninguna de ellas. Supongo que dormían durante el día.
»Continué andando tal vez hasta el mediodía, aunque el reloj se me había parado. De vez en cuando pasaba junto a árboles de metal que habían caído de la parte superior, e incluso vi el cuerpo metálico de un oso que se habría deslizado desde un sendero superior en algún momento del pasado. Y había innumerables pájaros de metal. Debían de haberse ido acumulando a través de épocas geológicas. Hasta ese momento el risco se había alzado perpendicular hasta el límite de mi visión, pero ahora vi un borde muy ancho, con la pared de detrás apenas visible. Sin embargo, el risco seguía alzándose en línea recta unos treinta metros hasta ese reborde, y maldije mi incapacidad de ascender por él. Durante algún tiempo permanecí allí, tratando de discurrir el medio de escalarlo y casi llorando de impotencia. Estaba muerto de hambre y de sed.
»Al fin seguí andando.
»Al cabo de una hora tropecé con aquello. Un cilindro esbelto de metal negro que se alzaba unos treinta metros entre la niebla verde y tenía en su cima una llama anaranjada en forma de seta. Era una cosa muy extraña. El fuego era tan grande como un globo, brillante e inmóvil. Parecía un chorro de gas combustible ardiendo al salir del cilindro. Me quedé petrificado de asombro haciéndome vagas preguntas sobre todo aquello.
»Y entonces vi que volvían muchas más, cientos de ellas, todo un bosque de luces.
»Me aplasté contra el risco meditando en lo que veía. Aquélla; me dije, era la ciudad de las luces. Ahora dormían; sin embargo no tenía el valor de entrar. De acuerdo con mis cálculos, había recorrido unos veinticuatro kilómetros. Entonces, deduje, debía estar casi en el lugar diametralmente opuesto al punto donde el río escarlata fluía bajo la muralla, y aún me quedaba la mitad del pozo por explorar. Si quería continuar mi viaje habría de pasar en torno a la ciudad, si así podía llamarla.
»Por tanto, me separé de la pared. Pronto la perdí de vista. Intenté mantener los ojos en la llama color naranja, pero de pronto desapareció entre la niebla. Caminé un poco más a la izquierda, pero sólo encontré la extensión de arena roja con el gas verde arriba. Seguí y seguí caminando. Luego la arena y el aire se hicieron poco a poco más brillantes, y comprendí que había caído la noche. Inmediatamente las luces empezaron a correr de un lado a otro. Había visto luces la noche anterior, pero aquéllas cruzaban el aire muy rápidas. Éstas, en cambio, iban bajas y comprendí que me estaban buscando.
»Sí, venían en mi búsqueda. Hice un agujero en la arena y me oculté en él. Unos vagos puntos de luz, velados por la neblina, se acercaron pero pasaron de largo. De pronto, una luz se detuvo directamente sobre mí. Descendió y el círculo resplandeciente se ensanchó. Sabía que era inútil correr, pero tampoco habría podido hacerlo, paralizado como estaba por el terror. Y la luz bajó más y más.
»Entonces vi su forma. Aquello era un cristal brillante, deslumbrante. Un gran prisma rojo de seis caras. Tendría cuatro metros de longitud, con una estructura de seis puntas, como un copo de nieve, en el centro, de un azul profundo, y rayos azules saliendo de las puntas de la estrella hacia los ángulos del prisma. Un suave fuego escarlata salía de sus puntas. Y en cada cara del prisma, por encima y por debajo de la estrella, había un cono púrpura que sin duda era un ojo. Luces que pulsaban de un modo extraño brillaban en el cristal. Estaba vivo de luz.
»¡Y caía directamente sobre mí!
»Era una forma de vida totalmente extraña y terrible. No era humana, ni animal…, ni siquiera vida, tal como la conocemos. Y sin embargo, tenía inteligencia. Pero era de otro mundo, desconocida, y carente de sentimiento. Es curioso decir que incluso entonces, en el suelo y bajo ella, pensé que aquellas cosas debían de haberse cristalizado cuando las aguas de un antiguo mar se secaron en el cráter. Las sales cristalizadas tienen formas extrañas.
»Saqué la automática y disparé tres veces, pero las balas rebotaron en las facetas pulidas sin hacerles el menor daño.
»Y siguió cayendo, hasta que el punto más bajo del prisma estuvo apenas a un metro sobre mí. Entonces la luz escarlata se extendió implacable… y cubrió mi cuerpo. Desapareció la gravedad. Me vi elevado, prendido de aquel punto. Aún puedes ver su señal sobre mi pecho. Aquello flotaba en el aire llevándome consigo. Pronto me siguieron las demás luces. Me vencían las náuseas. La escena se ennegreció y ya no supe más.
»Desperté flotando en una luz naranja y brillante. No tocaba ningún objeto sólido. Traté de patear y di unos golpes… en el vacío. No podía moverme ni girar, porque carecía de un punto de apoyo. El recuerdo de los dos últimos días era una pesadilla. Aún llevaba las ropas. Mi cantimplora colgaba, o más bien flotaba, junto a mi hombro. Y llevaba la automática en el bolsillo. Tenía la impresión de que había pasado mucho tiempo. Y noté una curiosa rigidez en el costado. La examiné y encontré una cicatriz roja. Creo que esos cristales me habían atravesado. Y vi, con un horror que no puedes comprender, la marca en mi pecho. De pronto comprendí que flotaba, falto de gravedad y tan libre como un objeto en el espacio, en la llama anaranjada sobre uno de los cilindros negros. Los cristales conocían el secreto de la gravedad. Era vital para ellos. Mirando en torno discerní con repulsión infinita un gran cuerpo brillante a pocos metros. Pero sus luces interiores estaban muertas, así que comprendí que era de día y aquellos seres extraños estaban durmiendo.
»Si había de escapar, éste era el momento. Intenté girar, aferrarme desesperadamente al aire; todo en vano. No me movía ni un centímetro. Si me hubieran encadenado no habría estado más seguro. Saqué la automática dispuesto a adoptar una medida desesperada. No me encontrarían de nuevo vivo. Y, cuando la tenía en la mano, se me ocurrió una idea. Apunté a un lado y disparé seis tiros rápidos. El rebote de cada explosión me hizo volar más aprisa, como un cohete, hacia el borde.
»Luego me arrojé hacia la masa verde. Si hubiera recuperado repentinamente la gravedad, tal vez habría perecido en la caída, pero descendí lentamente y experimenté una ligereza muy curiosa durante unos minutos. Con gran sorpresa por mi parte, y cuanto toqué tierra, ¡vi el avión delante de mí! Lo habían arrastrado hasta la base de la torre. Parecía intacto. Puse en marcha el motor con prisa nerviosa y me precipité a la cabina. Al emprender el vuelo, otra torre negra se alzó bruscamente ante mi pero giré en torno a ella y me alejé hacia la seguridad.
»A los pocos momentos estaba sobre la masa verde. Había esperado que la gravedad cayera sobre mí de nuevo, pero seguí subiendo más y más hasta que los malditos muros negros ya no estuvieron en torno a mí. El sol brillaba en lo alto del cielo. Pronto aterricé de nuevo en Vaca Morena.
»La búsqueda de radio ya había sido suficiente para mí. En la playa donde aterricé vendí el avión a un ranchero por el mismo precio que me había costado, y le dije que me reservara plaza en el próximo barco, que llegaría a los tres días. Después me fui a la única fonda de la ciudad, comí y me metí en la cama. Al día siguiente, a mediodía, cuando me levanté, descubrí que mis zapatos y los bolsillos de la ropa contenían bastante arena roja del cráter, que se había metido allí cuando yo me arrastraba tratando de huir de las luces de cristal. Guardé parte de ella sólo por curiosidad, pero cuando la analicé descubrí un compuesto de radio tan rico que aquel pequeño puñado valía millones de dólares.
»Sin embargo de nada me servía aquella fortuna pues, a pesar de las dosis frecuentes del líquido de mi cantimplora, y la mejor ayuda médica, he sufrido constantemente y, ahora que la cantimplora está vacía, me veo condenado a morir.
Tu amigo, Thomas Kelvin.
★★★
Aquí termina el manuscrito. Si el lector duda de la autenticidad de esta carta, puede ver el hombre metálico en el museo Tyburn.
En la época en que se publicó El hombre metálico yo empezaba a hacer amigos, sobre todo por correo, en el nuevo mundo de la ciencia ficción. Las revistas publicaban largas columnas de cartas en un tipo de letra microscópico, y una de las mías había salido en «Amazing Stories» solicitando ilustraciones en color. Me uní a una de las primeras organizaciones de aficionados, el Club Internacional de la Ciencia por Correspondencia. Poco después me enrolé en la Sociedad Interplanetaria Norteamericana; luego me uní a un grupo de dos o tres docenas de jóvenes consagrados al sueño imposible de utilizar cohetes para lanzarse al espacio.
Entre mis primeros amigos figuraba el doctor Miles J. Breuer, médico que trabajaba en Lincoln, Nebraska. La ciencia ficción era su afición más importante. Yo admiraba la habilidad y competencia de sus obras de ficción publicadas, y le pedí que me aceptara como una especie de aprendiz de literato.
Juntos preparamos primero un breve relato y luego una novela. Tras haber comentado nuestras ideas en un intercambio de cartas, yo me encargué de escribirla. Él la repasó e hizo la crítica. Mi trabajo con él fue un buen antídoto, en mi opinión, contra el romanticismo sobrecargado de Merritt. Breuer insistía en el sentido patente de la realidad y los fuertes valores temáticos, y me ayudó a rebajar mi tendencia hacia el melodrama y los adjetivos fuertes.
El relato corto se llamó en principio El huevo del Planeta Perdido. Lo terminamos en octubre de 1928 y lo enviamos a «Amazing Stories». Gernsback se llevó el manuscrito con él cuando dejó el control de la Experimenter Publishing Company y su cadena de revistas. Su nuevo complejo editorial publicó la historia en un folleto de veinticuatro páginas el verano siguiente, como primer volumen de una serie, cambiándole su título por La muchacha de Marte. Nos pagó a centavo la palabra, y cada uno de nosotros recibió treinta dólares.
Creo que la idea fue de Breuer, sugerida por La guerra de los mundos, de Wells. Él debió ser responsable de la mayor parte de la ciencia biológica. Leyendo la historia de nuevo, al cabo de tantos años, veo oportunidades que entonces se nos pasaron por alto. El estilo es inconscientemente Victoriano, y el conflicto de caracteres no está plenamente desarrollado. De haberlo hecho, hubiéramos tenido suficiente argumento para una novela.
La novela que escribimos fue El nacimiento de una nueva república. Apareció al año siguiente, cuando yo era estudiante de segundo año en Canyon. También la idea fue de Breuer. Los colonos humanos en la Luna luchan por la independencia, situación que puede compararse con la Revolución norteamericana. Varios escritores trataron después el mismo tema de un modo mejor, especialmente Bob Heinlein en La Luna es un amo muy duro.
Fue un error, como traté de insistir en aquel momento, repetir hechos históricos de un modo tan literal. Los paralelos resultaban demasiado numerosos y evidentes. Pero disfruté trabajando en los detalles de la vida y la guerra en la Luna. Recuerdo que escribí pasajes de la novela para los cursos de literatura que estaba siguiendo, y que me divertí mucho con los selenitas, de tamaño elefantino y comedores de silicona, que eran la versión lunar de los indios norteamericanos.
La novela fue vendida a «Amazing Stories» a través del agente de Breuer, que consiguió obtener el precio de tres cuartos de centavo por palabra, aunque luego se quedó con una comisión nada ética del veinticinco por ciento. La parte que me correspondió del cheque ascendió a ciento sesenta y ocho dólares con setenta y cinco centavos. La historia se publicó en el número de invierno de «Amazing Stories Quarterly» (enero de 1931).
Las historias de Breuer eran populares entonces, aunque ahora casi no se reimprimen. Su logro más notable fue una novela utópica, Paraíso y hierro, que también apareció en «Amazing Stories Quarterly». Más tarde, cuando me detuve en Lincoln en mi primer viaje hacia el Este, Breuer me recibió en su casa y me enseñó su despacho. Sin duda yo fui un invitado bastante molesto, carente de gracia social e incómodo entre la gente. Pero estaba muy ansioso de aprenderlo todo y me siento muy agradecido por la ayuda que él me prestó.